Continuando con el tema, la madre de la señorita Reiling, la condesa de Penwood, también ha actuado de modo muy raro últimamente. Según los cotilleos de los criados (los que, todos sabemos, siempre son los más fiables), la condesa tuvo una pataleta anoche, y arrojó nada menos que diecisiete zapatos a sus criados.
Un lacayo luce un ojo morado, pero aparte de eso, todos continúan con buena salud.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.
Antes de una hora Sophie ya tenía lista su bolsa para marcharse. No sabía qué más hacer. Estaba poseída, dolorosamente poseída, por una energía nerviosa, y no podía tenerse quieta. Los pies se le movían solos, le temblaban las manos y cada tantos minutos se sorprendía inspirando una cantidad extra de aire, como si éste pudiera tranquilizarla por dentro.
No le cabía en la cabeza que le permitieran continuar al servicio de lady Bridgerton después de ese horroroso altercado con Benedict. Lady Bridgerton le tenía afecto, cierto, pero Benedict era su hijo. Los lazos de sangre eran más fuertes que nada, en especial tratándose de la familia Bridgerton.
Era una pena, en realidad, pensó, sentándose en la cama, sin dejar de retorcer entre las manos un pobre pañelo ya destrozado sin remedio. Pese a todo el trastorno interior que le causaba Benedict, le gustaba vivir en esa casa. Nunca en su vida había tenido el honor de vivir entre un grupo de personas que entendían verdaderamente el significado de la palabra familia.
Las echaría de menos.
Echaría de menos a Benedict.
Y lloraría por la vida que no podía tener.
Sin poder continuar sentada, se levantó de un salto y fue a asomarse a la ventana.
– Maldito seas, papá -dijo, mirando el cielo-. Toma, te he llamado papá. Nunca me permitiste eso. Nunca quisiste ser eso. -No pudo contener unos estremecedores sollozos, y se limpió la nariz, con el dorso de la mano-. Te he llamado papá. ¿Cómo te sienta eso?
Pero no hubo ningún repentino trueno ni apareció ningún nubarrón negro para tapar el sol de la tarde. Su padre no sabría jamás lo furiosa que estaba con él por haberla dejado sin un céntimo, por haberla dejado en manos de Araminta. Lo más probable era que no le habría importado.
Se sintió cansada y se apoyó en el marco de la ventana, limpiándose los ojos con la mano.
– Me diste a probar otro tipo de vida, y luego me dejaste en el aire -musitó-. Habría sido mucho más fácil para mí si me hubieras criado como una sirvienta. Entonces yo no habría deseado tanto. Me habría resultado más fácil.
Dio la espalda a la ventana y sus ojos se posaron en su pequeña bolsa con su escasas pertenencias. Habría preferido no tener que llevarse ninguno de los vestidos que le habían regalado lady Bridgerton y sus hijas, pero no tenía elección, puesto que sus vestidos viejos ya habían sido arrojados al cubo de basura. Había elegido solamente dos, el mismo número con el que llegara: el que llevaba cuando Benedict descubrió su identidad y otro de muda, el que ya estaba guardado en su bolsa. Los demás estaban colgados, bien planchados, en el ropero.
Suspirando cerró los ojos y estuvo así un momento. Era hora de marcharse. Adónde, no lo sabía, pero no podía continuar allí.
Se agachó a recoger la bolsa. Tenía un poco de dinero ahorrado; no mucho, pero si trabajaba y era frugal en sus gastos, dentro de un año tendría lo suficiente para comprar un pasaje a Estados Unidos. Había oído decir que allí las cosas eran más fáciles para aquellos de cuna menos que respetable, que allí las fronteras entre diferentes clases sociales no eran tan definidas como en Inglaterra.
Asomó la cabeza al corredor; afortunadamente no había nadie. Era una cobarde, sí, pero no deseaba tener que despedirse de las hijas Bridgerton; podría hacer algo realmente estúpido, como echarse a llorar, y luego se sentiría peor aún. Nunca en su vida había tenido la oportunidad de pasar tiempo con mujeres de su edad que la trataran con respeto y afecto. Hubo una época en que deseó que Rosamund y Posy fueran sus hermanas, pero ese deseo nunca llegó a hacerse realidad. Posy podría haberlo intentado, pero Araminta no lo habría permitido. Pese a su naturaleza amable, Posy nunca había tenido la fuerza necesaria para enfrentar a su madre.
Pero sí tendría que despedirse de lady Bridgerton; de ninguna manera podía saltarse eso. Lady Bridgerton la había tratado con una amabilidad que superaba toda expectativa, y ella no podía darle las gracias marchándose a hurtadillas y desapareciendo como una delincuente. Si tenía suerte, lady Bridgerton aún no se habría enterado de su altercado con Benedict. Podía avisarle que se iba, despedirse y ponerse en marcha.
Era última hora de la tarde; ciertamente ya hacía rato que había acabado la hora del té, de modo que decidió ver si lady Bridgerton estaba en la pequeña oficina que tenía contigua a su dormitorio. Era un cuartito muy acogedor, con un escritorio y varias estanterías de libros, el lugar donde lady Bridgerton escribía su correspondencia y llevaba las cuentas de la casa.
La puerta estaba entreabierta. Golpeó suavemente, y al contacto de su puño con la madera la puerta se abrió otro poco.
– ¡Adelante! -dijo la voz de lady Bridgerton.
Sophie empujó más la puerta y asomó la cabeza.
– ¿Interrumpo? -preguntó en voz baja.
– Sí, pero es una interrupción bienvenida -repuso lady Bridgerton dejando su pluma a un lado-. Nunca me ha gustado cuadrar las cuentas de la casa.
– Yo podría… -empezó Sophie, pero alcanzó a morderse la lengua.
Había estado a punto de decir que con mucho gusto podría relevarla en esa tarea; siempre había sido buena para los números.
– ¿Decías? -preguntó lady Bridgerton, mirándola afablemente.
– Nada -repuso ella, negando ligeramente con la cabeza. Pasado un momento de silencio, lady Bridgerton la miró con una sonrisa ligeramente divertida y le preguntó:
– ¿Tenías algún motivo concreto para golpear mi puerta?
Sophie hizo una honda inspiración, con el fin de calmar los nervios (que no se los calmó), y contestó:
– Sí.
Lady Bridgerton la miró expectante, pero sin decir nada.
– Creo que debo renunciar a mi trabajo aquí -dijo.
Lady Bridgerton pegó un salto que casi la hizo caer de la silla.
– Pero ¿por qué? ¿No eres feliz aquí? ¿Alguna de las niñas te ha tratado mal?
– No, no. Eso no podría estar más lejos de la verdad. Sus hijas son muy bellas, de corazón y de apariencia. Nunca he…, es decir, nunca nadie…
– ¿Qué pasa, Sophie?
Sophie se cogió del marco de la puerta, para no perder el equilibrio y caerse. Sentía poco firmes las piernas, sentía poco firme el corazón. En cualquier momento se echaría a llorar, ¿y por qué? ¿Porque el hombre al que amaba no se casaría nunca con ella? ¿Porque la detestaba por haberle mentido? ¿Porque ya le había roto el corazón dos veces: una al pedirle que fuera su querida y la otra al hacerla amar a su familia y luego obligándola a marcharse?
Aunque no le hubiera pedido que se marchara, no podía ser más evidente que ella no podía continuar allí.
– Es por Benedict, ¿verdad?
Sophie levantó bruscamente la cabeza y la miró. Lady Bridgerton sonrió tristemente.
– Es evidente que hay sentimiento entre vosotros -dijo dulce mente, contestando la pregunta que sin duda veía en sus ojos.
– ¿Por qué no me despidió? -preguntó en un susurro.
No creía que lady Bridgerton supiera que había tenido relaciones íntimas con Benedict, pero ninguna mujer de su posición querría que su hijo suspirara por una criada.
– No lo sé -contestó lady Bridgerton, con una expresión más afligida de lo que Sophie hubiera imaginado posible-. Probablemente debería haberlo hecho. -Se encogió de hombros, con una extraña expresión de impotencia en sus ojos-. Pero me gustas.
Las lágrimas que Sophie había estado tratando de contener, empezaron a rodarle por la cara, pero aparte de eso, consiguió mantener la calma; no sollozó estremecida, no emitió ningún sonido; simplemente continuó donde estaba, absolutamente inmóvil, mientras le brotaban lágrimas y más lágrimas.
Cuando lady Bridgerton volvió a hablar, lo hizo con palabras muy medidas, como si las hubiera elegido con sumo cuidado para obtener una respuesta concreta.
– Eres el tipo de mujer que me gustaría para mi hijo -dijo, sin dejar de mirarle la cara ni un solo instante-. No nos conocemos de mucho tiempo, pero conozco tu carácter y conozco tu corazón. Y ojalá…
A Sophie se le escapó un sollozo ahogado, pero se apresuró a reprimir los que pugnaban por salir.
Lady Bridgerton reaccionó al sollozo ladeando la cabeza, compasiva, y haciéndole un guiño de tristeza con los ojos.
– Ojalá tus antecedentes fueran diferentes -continuó-. Y no es que yo piense mal de ti ni te considere menos por eso, pero hace las cosas muy difíciles.
– Imposibles -susurró Sophie.
Lady Bridgerton no dijo nada, y Sophie comprendió que en su corazón estaba de acuerdo, si no del todo, en un noventa y nueve por ciento, con su afirmación.
– ¿Es posible que tus antecedentes no sean exactamente lo que parecen? -preguntó lady Bridgerton, pronunciando las palabras con más mesura y cuidado que antes.
Sophie guardó silencio.
– Hay cosas en ti que no cuadran, Sophie.
Sophie sabía que esperaba que le preguntara qué, pero tenía bastante buena idea de lo que quería decir.
– Tu dicción es impecable -continuó lady Bridgerton-. Me explicaste que asistías a las clases con la hijas de la casa donde trabajaha tu madre, pero para mí esa explicación no es suficiente. Esas clases comenzarían cuando ya tenías unos años, seis por lo menos, edad en que ya tendrías firmemente establecida tu forma de hablar.
Sophie agrandó los ojos. Nunca había visto ese determinado fallo en su historia inventada, y la sorprendió que nadie lo hubiera visto hasta ese momento. Pero claro, lady Bridgerton era muchísimo más inteligente que la mayoría de las personas a las que les había contado esa historia.
– Y sabes latín -continuó lady Bridgerton-. No intentes negarlo. Te oí mascullar en voz baja el otro día cuando Hyacinth te irritó.
Sophie mantuvo la vista fija en la ventana, a la izquierda de lady Bridgerton, sin lograr atreverse a mirarla a los ojos.
– Gracias por no negarlo -dijo lady Bridgerton, y se quedó esperando que ella dijera algo.
Esperó tanto que Sophie se vio obligada a poner fin a ese interminable silencio.
– No soy pareja adecuada para su hijo -dijo.
– Comprendo.
– De verdad tengo que marcharme -se apresuró a continuar, antes de tener tiempo para arrepentirse.
– Si ése es tu deseo -dijo lady Bridgerton, asintiendo-, no puedo hacer nada para impedírtelo. ¿Dónde piensas ir?
– Tengo parientes en el norte -mintió Sophie.
Fue evidente que lady Bridgerton no la creyó, pero contestó:
– Ciertamente usarás uno de nuestros coches.
– No, de ninguna manera.
– No creerás que te permitiría hacer otra cosa. Te considero mi responsabilidad, al menos durante los próximos días, y es demasiado peligroso que te marches sin compañía. Este mundo no es seguro para mujeres solas.
Sophie no pudo reprimir una pesarosa sonrisa. El tono de lady Bridgerton podía ser distinto, pero sus palabras eran casi las mismas que le dijera Benedict unas semanas antes. Y en qué la habían metido esas palabras. No podía decir que lady Bridgerton y ella fueran íntimas amigas, pero la conocía lo suficiente para saber que no haría concesiones.
Podía pedirle al cochero que la dejara en algún lugar, de preferencia no demasiado lejos de algún puerto, donde finalmente podría comprar un pasaje para Estados Unidos, y luego decidir qué haría a partir de eso.
– Muy bien -dijo-. Gracias.
Lady Bridgerton la obsequió con una leve y triste sonrisa.
– Supongo que ya tienes hechas tus maletas…
Sophie asintió. No había ninguna necesidad de decir que sólo tenía una bolsa, en singular.
– ¿Ya has hecho tus despedidas?
– Prefiero no hacerlas -repuso Sophie, negando con la cabeza.
Lady Bridgerton se puso de pie y asintió.
– A veces eso es lo mejor. ¿Por qué no me esperas en el vestíbulo de la entrada? Iré a ordenar que lleven un coche a la puerta.
Sophie se giró y echó a caminar, pero justo antes de salir se detuvo y se giró nuevamente.
– Lady Bridgerton…
Se le iluminaron los ojos a la señora, como si esperara oír una buena noticia, o si no buena, por lo menos diferente.
– ¿Sí?
Sophie tragó saliva.
– Quería darle las gracias.
Se apagó un tanto la luz en los ojos de lady Bridgerton.
– ¿De qué?
– Por tenerme aquí, por aceptarme y permitirme simular que formaba parte de su familia.
– No seas ton…
– No tenía por qué invitarme a tomar el té con usted y las niñas-interrumpió Sophie. Si no sacaba todo eso perdería el valor-. La mayoría de las señoras no lo habrían hecho. Fue hermoso… y nuevo… Y… -se atragantó-. Las echaré de menos a todas.
– No tienes por qué marcharte -dijo lady Bridgerton dulcemente.
Sophie intentó sonreír, pero la sonrisa le salió a medias, y le supo a lágrimas.
– Sí, tengo que irme -dijo, casi ahogada por las palabras.
Lady Bridgerton la contempló un largo rato, con sus ojos azul claro, llenos de compasión y tal vez un pelín de comprensión.
– Ya veo -dijo en voz baja.
Y Sophie tuvo la incómoda sensación de que sí veía.
– Espérame abajo -dijo.
Sophie asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar. La vizcondesa viuda se detuvo en la puerta a mirar la raída bolsa que estaba en el suelo.
– ¿Eso es todo lo que posees?
– Todo en el mundo.
Lady Bridgerton tragó saliva, incómoda, y las mejillas se le tiñeron levemente de rosa, casi como si la avergonzaran sus riquezas, y la carencia de ella.
– Pero eso -dijo Sophie haciendo un gesto hacia la bolsa-, eso no es lo importante. Lo que usted tiene… -se interrumpió para tragarse el bulto que se le había formado en la garganta-. No quiero decir lo que posee…
– Sé lo que quieres decir, Sophie -dijo lady Bridgerton, limpiándose los ojos con los dedos-. Gracias.
– Es la verdad -contestó ella, elevando ligeramente los hombros.
– Permíteme que te dé algo de dinero antes que te marches, Sophie.
– No podría -negó ella con la cabeza-. Ya cogí dos de los vestidos que me regaló. No quería, pero…
– Has hecho bien -la tranquilizó lady Bridgerton-. ¿Qué otra cosa podías hacer? Los que trajiste contigo ya no están. -Se aclaró la garganta-. Pero, por favor, acéptame un poco de dinero. -Al verla abrir la boca para protestar, insistió-: Por favor. Me haría sentir mejor.
Lady Bridgerton tenía una manera de mirar que hacía desear hacer lo que pedía. Y además, pensó Sophie, necesitaba ese dinero. Lady Bridgerton era una señora generosa; tal vez podría darle lo suficiente para comprar un pasaje de tercera clase para atravesar el océano.
– Gracias -dijo, antes de que su conciencia tuviera la oportunidad de convencerla de rechazar el ofrecimiento.
Después de un breve gesto de asentimiento, lady Bridgerton echó a andar por el corredor.
Cuando la perdió de vista, Sophie hizo una larga y temblorosa inspiración, se agachó a recoger su bolsa y lentamente caminó hasta la escalera y bajó al vestíbulo. Después de estar un rato esperando allí, decidió que igual podía esperar fuera. Era un hermoso día de primavera y tal vez sentir un poquitín de sol en la nariz era justo lo que necesitaba para sentirse mejor. Bueno, al menos un poco mejor. Además, allí había menos probabilidades de encontrarse de repente con una de las niñas Bridgerton, y por mucho que las fuera a echar de menos, no quería verse obligada a despedirse.
Con la bolsa firmemente cogida en una mano, abrió la pesada puerta y bajó la escalinata.
El coche no tardaría mucho en dar la vuelta. Cinco minutos, tal vez diez, tal vez…
– ¡Sophie Beckett!
El estómago le cayó a los tobillos. Era Araminta. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
No pudo moverse, paralizada. Miró alrededor y luego los peldaños, tratando de decidir hacia dónde huir. Si volvía a entrar en la casa, Araminta sabría dónde encontrarla, y si echaba a correr por la calle…
– ¡Policía! -chilló Araminta-. ¡Necesito un policía!
Sophie soltó la bolsa y echó a correr.
– ¡Que alguien la detenga! -gritó Araminta-. ¡Detengan a la ladrona! ¡Detengan a la ladrona!
Sophie continuó corriendo, aún sabiendo que eso la haría parecer culpable. Corrió con todas las fibras de sus músculos, con cada bocanada de aire que conseguía hacer entrar en los pulmones; corrió, corrió y corrió…
Hasta que alguien le cerró el paso y de un empujón la arrojó de espaldas en la acera.
– ¡La tengo! -gritó el hombre-, ¡La tengo!
Sophie cerró y abrió los ojos, ahogando una exclamación de dolor. La cabeza le había chocado con la acera en un golpe aturdidor, y el hombre que la cogió estaba prácticamente sentado en su abdomen.
– ¡Ahí estás! -graznó Araminta, corriendo hacia ella-. Sophie Beckett ¡qué descaro!
Sophie la miró furibunda. No existían palabras para expresar el aborrecimiento que sentía en su corazón. Por no decir que no podía hablar por el dolor.
– Te he andado buscando -le dijo Araminta con una diabólica sonrisa-. Posy me dijo que te había visto.
Sophie cerró los ojos y los mantuvo así un rato más largo que un pestañeo normal. Ay, Posy. Dudaba de que la muchacha hubiera querido delatarla, pero su lengua tenía una manera ineludible de adelantarse a su mente.
Araminta afirmó el pie muy cerca de su mano, la que le tenía inmovilizada por la muñeca el hombre que la cogió, y sonriendo trasladó el pie hasta plantarlo sobre la mano.
– No deberías haberme robado -dijo Araminta, con sus ojos azules brillantes.
Sophie se limitó a gruñir. Fue lo único que consiguió hacer.
– ¿Lo ves? -continuó Araminta alegremente-. Ahora puedo hacerte encarcelar. Supongo que podría haber hecho eso antes, pero ahora tengo la verdad de mi parte.
En ese momento llegó un hombre corriendo y se detuvo con un patinazo ante Araminta.
– Las autoridades vienen en camino, milady. Dentro de nada tendremos a esta ladrona en prisión.
Sophie se cogió el labio inferior entre los dientes, una parte de ella rogando que las autoridades se retrasaran hasta que saliera lady Bridgerton, y otra parte rogando que llegaran inmediatamente para que las Bridgerton no vieran su vergüenza.
Y al final logró su deseo, es decir el segundo. No habían pasado dos minutos cuando llegaron las autoridades, la metieron en un carretón y la llevaron a la cárcel.
Y lo único que podía pensar Sophie mientras la llevaban era que los Bridgerton no sabrían nunca lo que le había ocurrido, y que tal vez eso era lo mejor.