Capítulo 18

Estas dos últimas semanas han escaseado las posibilidades para las señoritas interesadas en el matrimonio y sus madres. Para empezar, no es abundante la cosecha de solteros esta temporada, puesto que dos de los mejores partidos de la temporada pasada, el duque de Ashbourne y el conde de Macclesfield, ya están engrilletados.

Para empeorar las cosas, han brillado por su ausencia los dos hermanos Bridgerton solteros (descontando a Gregory, pues a sus dieciséis años no está en posición de acudir en auxilio de ninguna de las pobres damitas del mercado del matrimonio). Colin, según se ha enterado esta cronista, está fuera de la ciudad, posiblemente en Gales o Escocia (aunque nadie parece saber a qué puede haber ido a Gales o Escocia a mitad de la temporada). La historia de Benedict es más desconcertante. Por lo visto está en Londres, pero evita todas las reuniones de la buena sociedad en favor de medios menos refinados.

Para ser fiel a la verdad, esta cronista no debería causar la impresión de que el señor Bridgerton ha pasado todas sus horas de vigilia en desenfrenado libertinaje. Si los informes son correctos, ha pasado estas dos semanas en sus aposentos de Brutton Street.

Puesto que no ha habido ningún rumor de que esté enfermo, esta cronista sólo puede suponer que finalmente ha llegado a la conclusión de que la temporada en Londres es absolutamente aburrida y no vale su tiempo. Hombre inteligente, sin duda.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de junio de 1817.


Sophie ya llevaba dos semanas enteras sin ver a Benedict. No sabía si sentirse complacida, sorprendida o decepcionada.

No sabía nada esos días. La mitad del tiempo se sentía como si ni siquiera se conociera a sí misma.

Estaba segura de que había tomado la decisión correcta al rechazar nuevamente la proposición de Benedict. Eso lo sabía en la cabeza, y aunque suspiraba por el hombre que amaba, lo sabía también en su corazón. Había sufrido demasiado a causa de su bastardía para arriesgarse a imponerle el mismo sufrimiento a un niño o niña, sobre todo si era hijo o hija de ella.

No, eso no era cierto. Se había arriesgado una vez. Y aunque lo intentara no podía lamentarlo; el recuerdo era preciosísimo. Pero eso no significaba que debiera volverlo a hacer.

Pero si estaba tan segura de que había hecho lo correcto, ¿por qué le dolía tanto? Se sentía como si el corazón se le estuviera rompiendo perpetuamente. Cada día se le desgarraba un poco más, y cada día se decía que el dolor no podía empeorar, que su corazón ya había acabado de romperse, que ya estaba total y absolutamente roto, y sin embargo cada noche lloraba hasta quedarse dormida, añorando a Benedict.

Y cada día se sentía peor.

A esto se sumaba su terror a dar un paso fuera de la casa, lo que intensificaba su angustia y nerviosismo. Estaba segura de que Posy la andaba buscando, y ciertamente era mejor que no la encontrara.

Y no era que creyera que Posy iba a revelar su presencia en Londres a Araminta; la conocía bastante bien, y estaba segura de que nunca faltaría a una promesa intencionadamente. Y el gesto de asen timiento que le hizo esa tarde cuando ella negaba con la cabeza podía considerarse una promesa.

Pero, por fiel que fuera Posy en su corazón para cumplir promesas, desgraciadamente su boca la traicionaba. Y no era difícil imaginarse una situación, muchas situaciones en realidad, en que a Posy se le salía accidentalmente la revelación de que ella estaba en Londres. Lo cual significaba que su única ventaja era que Posy no sabia donde estaba viviendo. Podía suponer que esa tarde ella sólo iba pasando por ahí dando un paseo, o que tal vez había ido ahí a espiar a Araminta.

Y, sin duda alguna, eso último parecía horriblemente más creíble que la verdad: que lo que ocurrió fue que la chantajearon para que tomara el puesto de doncella justo en la casa de al lado.

Con todo esto, había pasado los días zarandeada por emociones que pasaban de melancolía a nerviosisimo y de sufrimiento por el amor frustrado a absoluto miedo.

Se las había arreglado para ocultar sus emociones, pero se daba cuenta de que estaba distraída y más callada, y sabía que lady Bridgerton y sus hijas también lo habían notado. La miraban con expresiones preocupadas y le hablaban con extraordinaria amabilidad. Y vivían preguntándole por qué no iba a tomar el té con ellas.

Iba a toda prisa con su cesto de costura por el corredor en dirección a su habitación, donde la esperaba un montón de ropa para arreglar, cuando la vio la señora Bridgerton.

– ¡Sophie! ¡Estás ahí!

Se detuvo y logró sonreír al hacerle la venia de saludo.

– Buenas tardes, lady Bridgerton.

– Buenas tardes, Sophie. Te he estado buscando por toda la casa.

Ella la miró sin expresión. Al parecer, últimamente lo hacía muchísimo. No era capaz de centrar la atención en nada.

– ¿Sí?

– Sí. Quería preguntarte por qué no has ido a tomar el té con nosotras en toda la semana. Sabes que siempre estás invitada cuando estamos en familia.

Sophie sintió subir el calor a las mejillas. Había evitado la hora del té porque le resultaba muy difícil estar en la misma habitación con todas las Bridgerton al mismo tiempo y no pensar en Benedict; todas se le parecían mucho. Además, siempre que estaban juntas se comportaban como una familia. Eso la hacía pensar en todo lo que no tenía ella, le recordaba lo que nunca había tenido: una familia propia. Alguien a quien amar, alguien que la amara, todo dentro de la respetabilidad del matrimonio.

Sabía que había mujeres capaces de trocar la respetabilidad por la pasión y el amor. Una gran parte de ella deseaba ser una de esas mujeres. Pero no lo era. El amor no era capaz de vencerlo todo, al menos en su caso.

– He estado muy ocupada -dijo finalmente.

Lady Bridgerton se limitó a sonreírle, con una leve sonrisa vagamente interrogante, imponiendo un silencio que la obligaba a decir algo más.

– Con los remiendos -añadió.

– Qué terrible para ti. No sabía que habíamos hecho tantos agujeros en las medias.

– ¡Noo, no es eso! -se apresuró a decir ella, arrepintiéndose al instante; había dejado escapar la excusa-. Tengo que remendar cosas mías también -improvisó

Tragó saliva al comprender tardíamente su error. Lady Bridgerton sabía muy bien que no tenía ropa fuera de la que ella misma le había regalado. Y que toda esa ropa estaba en perfectas condiciones. Además, era de muy mal gusto que ella arreglara su ropa durante el día, cuando su deber era atender a las niñas. Lady Bridgerton era una señora comprensiva; probablemente no le importaría, pero eso iba contra su propio código ético. Le habían dado un trabajo, uno bueno, y aunque entrañara desgarrarse el corazón día tras día, ella se enorgullecía de su trabajo.

– Comprendo -dijo lady Bridgerton, con esa enigmática sonrisa todavía en la cara-. Ciertamente podrías llevar ese trabajo al té.

– Ah, pero eso ni lo soñaría.

– Pero acabo de decirte que puedes.

Y a juzgar por el tono de su voz, Sophie comprendió que lo que quería decir era que «debía».

– Desde luego -musitó, y la siguió a la sala de estar de arriba.

Estaban todas las niñas ahí, en sus lugares habituales, riñendo, sonriendo y embromándose (aunque, afortunadamente, no arrojándose panecillos). También estaba la hija mayor, Daphne, la duquesa de Hasting, con su hija menor, Caroline, en brazos.

– ¡Sophie! -exclamó Hyacinth sonriendo de oreja a oreja-. Pensé que estarías enferma.

– Pero si me viste esta mañana cuando te peiné.

– Sí, pero estabas muy rara.

Sophie no encontró ninguna respuesta adecuada a eso, porque si que había estado rara; no podía contradecir la verdad. Por lo tanto, simplemente tomó asiento, y asintió cuando Francesca le ofreció una taza de té.

– Penelope Featherington dijo que vendría hoy -dijo Eloise a su madre cuando Sophie estaba tomando su primer sorbo.

Sophie no conocía personalmente a Penelope, pero lady Whistledown escribía con frecuencia acerca de ella. También sabía que era íntima amiga de Eloise.

– ¿Alguien se ha fijado que hace tiempo que Benedict no viene a vernos? -preguntó Hyacinth.

Sophie se pinchó el dedo, pero logró contener la exclamación de dolor.

– Tampoco ha ido a vernos a Simon y a mí -dijo Daphne.

– Bueno, me prometió que me ayudaría en aritmética -gruñó Hyacinth-, y ha faltado a su palabra.

– Seguro que no se ha acordado -terció lady Bridgerton diplomáticamente -. Tal vez si le enviaras una nota.

– O simplemente le golpearas la puerta -dijo Francesca, alzando ligeramente las cejas como extrañada de que no vieran lo evidente-. No vive tan lejos.

– Soy una mujer soltera -bufó Hyacinth-. No puedo visitar a un soltero en su casa.

Sophie tosió.

– Sólo tienes catorce años -dijo Francesca, desdeñosa.

– ¡De todas maneras!

– Deberías pedirle ayuda a Simón -sugirió Daphne-. Es mucho mejor para los números que Benedict.

– ¿Sabes?, tiene razón -dijo Hyacinth mirando a su madre, después de lanzar una mirada furiosa a Francesca-. Lo siento por Benedict, ya no me es de ninguna utilidad.

Todas se echaron a reír, porque sabían que era una broma. Todas a excepción de Sophie, que creía que ya no sabía reír.

– Ahora en serio -continuó Hyacinth-, ¿para qué es bueno? Simon es mejor para los números y Anthony sabe más historia. Colin es más divertido, claro, y…

– Arte -interrumpió Sophia en tono áspero, irritada porque la familia de Benedict no veía su individualidad ni sus puntos fuertes.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó Hyacinth, mirándola sorprendida.

– Es bueno para el arte -repitió Sophie-. Bastante mejor que cualquiera de vosotras, me imagino.

Eso atrajo la atención de todas, porque si bien Sophie las había dejado ver su ingenio naturalmente agudo, normalmente hablaba con voz suave y jamás había dicho una palabra en tono duro a ninguna de ellas.

– No sabía que dibujaba -dijo Daphne, con tranquilo interés-. ¿O pinta?

Sophie la miró. De las mujeres Bridgerton era la que menos conocía, pero habría sido imposible no ver la expresión de aguda inteligencia en sus ojos. Daphne sentía curiosidad por el talento oculto de su hermano, le extrañaba su ignorancia al respecto y, principalmente, deseaba saber cómo era que ella sí lo sabía. En menos de un segundo, Sophie vio todo eso en los ojos de la joven duquesa. Y en menos de un segundo comprendió que había cometido un error. Si Benedict no había dicho nada a su familia sobre su arte, no le correspondía a ella decirlo.

– Dibuja -dijo finalmente, en un tono que esperaba fuera lo bastante seco para impedir más preguntas.

Y lo consiguió. Nadie dijo una palabra, aunque cinco pares de ojos continuaron mirándole atentamente la cara.

– Hace dibujos -musitó.

Miró las caras, una a una. Eloise estaba pestañeando rápidamente. Lady Bridgerton no pestañeaba en absoluto.

– Dibuja muy bien -continuó, dándose de patadas mentalmente mientras hablaba.

Había algo en el silencio de las Bridgerton que la impulsaba a llenar el vacío.

Finalmente, cuando el momento de silencio más largo entre ellas llenó el espacio de un segundo, lady Bridgerton se aclaró la garganta y dijo:

– Me encantaría ver uno de sus dibujos. -Se llevó la servilleta a los labios, aunque no había tomado ni un sólo sorbo de té. Siempre que él quiera enseñármelo, lógicamente.

Sophie se levantó.

– Creo que debo irme.

Los ojos de lady Bridgerton la clavaron donde estaba.

– Quédate, por favor -le dijo con una voz que era terciopelo sobre acero.

Sophie volvió a sentarse.

– ¡Creo que oigo a Penelope! -exclamó Eloise levantándose de un salto.

– No la has oído -dijo Hyacinth.

– ¿Por qué iba a mentir?

– No lo sé, pero…

Apareció el mayordomo en la puerta.

– La señorita Penelope Featherington -entonó.

Eloise miró a Hyacinth con los ojos agrandados como diciendo «¿Lo ves?».

– ¿Es mal momento? -preguntó Penelope.

– No -contestó Daphne, con una leve sonrisa vagamente divertida-, sólo uno extraño.

– Ah. Bueno, supongo que podría volver después.

– De eso ni hablar -dijo lady Bridgerton-. Haz el favor de sentarte a tomar té.

Sophie observó a la joven mientras tomaba asiento en el sofá, al lado de Francesca. Penelope no era una ninguna refinada beldad, pero sí muy atractiva a su nada complicada manera. Tenía el pelo castaño rojizo y las mejillas ligeramente espolvoreadas con pecas.

Su tez era un pelín cetrina, aunque tal vez eso tenía más que ver con su nada atractivo vestido amarillo que con cualquier otra cosa. Pensándolo bien, creyó recordar haber leído algo en la hoja de lady Whistledown acerca de los feos vestidos de Penelope. Qué lástima que la pobre muchacha no pudiera convencer a su madre para que la dejara usar el color azul.

Pero mientras observaba disimuladamente a Penelope se dio cuenta de que ésta la estaba examinando sin mucho disimulo.

– ¿Nos hemos visto? -le preguntó Penelope de pronto.

A Sophie la asaltó una horrorosa sensación, que le pareció premonitoria, o tal vez de algo… conocido, ya visto.

– Creo que no -se apresuró a contestar.

Penelope continuó mirándola sin pestañear.

– ¿Está segura?

– Bueno, eh… no veo cómo podríamos habernos conocido.

Penelope hizo una corta espiración y agitó la cabeza, como para limpiarla de telarañas.

– Sin duda tiene razón. Pero hay algo en usted que me resulta conocido.

– Sophie es nuestra nueva doncella -terció Hyacinth como si eso lo explicara todo-. Normalmente viene a tomar el té con nosotras cuando estamos en familia.

Sophie observó a Penelope mientras respondía algo, y repentinamente recordó. ¡Sí que había visto a Penelope antes! Fue en el baile de máscaras, tal vez no más de diez segundos antes de conocer a Benedict.

Acababa de entrar en el salón, y los jóvenes que se apresuraron a rodearla todavía iban caminando hacia ella. Penelope estaba allí, vestida con un atuendo verde bastante raro y un curioso sombrero; y no llevaba antifaz. Ella estaba mirándola, tratando de determinar de qué iba disfrazada, cuando un joven chocó con Penelope y ésta casi cayó al suelo. Ella alargó la mano y la ayudó a recuperar el equilibrio. Y sólo había alcanzado a decirle algo así como «Ya está» cuando la rodearon más jóvenes y las separaron.

Entonces apareció Benedict y ella sólo tuvo ojos para él. Hasta ese momento había olvidado a Penelope, y la abominable manera como la trataron los jóvenes caballeros.

Y era evidente que la ocasión había quedado enterrada en la memoria de Penelope también.

– Sin duda debo de estar equivocada -dijo Penelope cogiendo la taza que le ofrecía Francesca-. No es su cara, exactamente, sino más bien su manera de estar, si es que eso tiene algún sentido.

Sophie decidió que era necesaria una intervención persuasiva, de modo que se puso su mejor sonrisa social y dijo:

– Tomaré eso como un cumplido, puesto que estoy segura de que las damas con que se relaciona son verdaderamente elegantes y amables.

Pero en el instante en que cerró la boca comprendió que se había excedido. Francesca la estaba mirando como si le hubieran brotado cuernos, y se curvaron las comisuras de la boca de lady Bridgerton cuando dijo:

– Vaya, Sophie, juro que ésa es la frase más larga que has dicho en dos semanas.

Sophie se llevó la taza a los labios para ocultar un poco la cara.

– No me he sentido muy bien.

– ¡Oh! -exclamó alarmada Hyacinth-. Espero que no te sientas demasiado mal porque quería pedirte que me ayudaras esta tarde.

– Cómo no -dijo Sophie, impaciente por desviar la cara de Penelope, que seguía observándola como si fuera un rompecabezas humano-. ¿Qué necesitas?

– Prometí entretener a mis primos esta tarde.

– Ah, pues sí -dijo lady Bridgerton, dejando la taza en la mesa-. Casi lo había olvidado.

Hyacinth asintió.

– ¿Podrías ayudarme? Son cuatro. Demasiados para mí.

– Claro que sí. ¿Qué edades tienen?

Hyacinth se encogió de hombros.

– Entre seis y diez años -contestó lady Bridgerton, mirando desaprobadora a Hyacinth-. Son los hijos de mi hermana menor -añadió, dirigiéndose a Sophie.

– Ve a avisarme cuando lleguen -dijo Sophie a Hyacinth-. Me encantan los niños y te ayudaré con mucho gusto.

– Excelente -exclamó Hyacinth, jutando las manos-. Son unos críos tan activos que a mí sola me agotarían.

– Hyacinth, no eres una vieja decrépita -terció Francesca.

– ¿Cuándo fue la última vez que pasaste dos horas con cuatro niños menores de diez años?

– Basta -dijo Sophie, riendo por primera vez desde hacía dos semanas-. Yo te ayudaré. Nadie se agotará. Y tú deberías venir también Francesca. Lo pasaremos muy bien, estoy segura.

– ¿Es usted…? -comenzó Penélope, pero dejó sin terminar la pregunta-. Nada, no importa.

Pero cuando Sophie la miró, Penelope seguía mirándola con una expresión de lo más perpleja. De pronto abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla para decir:

– Sé que la conozco.

– Y seguro que tiene razón -dijo Eloise, sonriendo satisfecha-. Penelope jamás olvida una cara.

Sophie palideció.

– ¿Te sientes mal? -preguntó lady Bridgerton, inclinándose-. Estás muy pálida.

– Creo que algo me sentó mal -se apresuró a mentir Sophie, poniéndose la mano en el estómago, para dar más veracidad a sus palabras-. Tal vez la leche estaba cortada.

– Ay, Dios -exclamó Daphne, ceñuda, mirando a su bebé-. Le di un poco a Caroline.

– A mí me pareció buena -terció Hyacinth.

– Podría ser algo que comí esta mañana -dijo Sophie, para que Daphne no se preocupara-. De todos modos, creo que me iré a echar un rato. -Se levantó y dio un paso hacia la puerta-. Si le parece bien, lady Bridgerton.

– Por supuesto. Espero que te mejores pronto.

– Seguro que sí -repuso Sophie, sinceramente. Ya se sentía mejor, tan pronto como salió de la línea de visión de Penelope Featherington.

– Te iré a buscar cuando lleguen mis primos -le dijo Hyacinth.

– Si te sientes mejor -añadió lady Bridgerton.

Sophie asintió y se apresuró a salir, pero en el instante en que salía alcanzó a ver a Penelope observándola con una expresión tan atenta que la sobrecogió una horrorosa sensación de miedo.


Benedict estaba de mal humor desde hacía dos semanas. Y ese malhumor estaba a punto de empeorarle, pensó, caminando lentamente hacia la casa de su madre. Había evitado ir a la casa porque no quería ver a Sophie; no quería ver a su madre, la que advertiría su mal humor y le haría preguntas; no quería ver a Eloise, la que advertiría el interés de su madre y también intentaría interrogarlo; no quería ver a…

Demonios, no quería ver a nadie. Y dada la forma como había estado machacando las cabezas de sus criados de palabra, eso sí, (aunque de tanto en tanto con los puños en sus sueños), el resto del mundo haría bien en no querer verlo tampoco.

Pero quiso su suerte que en el instante en que ponía el pie en el primer peldaño de la escalinata, oyó gritar su nombre, y al girarse, vio a sus dos hermanos adultos caminando hacia él por la acera.

Se le escapó un gemido. Nadie lo conocía mejor que Anthony y Colin, y no había la más mínima posibilidad de que éstos no advirtieran ni comentaran algo como un corazón roto.

– Hace siglos que no te veo -dijo Anthony-. ¿Dónde has estado?

– Por aquí y por allá. En casa, principalmente. ¿Y tú dónde has estado? -preguntó a Colin.

– En Gales.

– ¿En Gales? ¿Y eso?

– Me apetecía -repuso Colin, encogiéndose de hombros-. Nunca había estado allí.

– La mayoría de las personas necesitarían un motivo algo más irresistible para marcharse a mitad de la temporada -comentó Benedict.

– Yo no.

Benedict lo miró fijamente. Anthony lo miró fijamente.

– Bueno, muy bien -dijo Colin enfurruñado-. Necesitaba alejarme. Madre ha iniciado conmigo ese cochino asunto del matrimonio.

– ¿Cochino asunto del matrimonio? -repitió Anthony, sonriendo divertido-. Te aseguro que la desfloración de la propia esposa no tiene nada de cochino.

Benedict mantuvo la expresión escrupulosamente impasible. Había encontrado una mancha de sangre en su sofá después de que le hiciera el amor a Sophie. Le había puesto un cojín encima, esperando que cuando alguno de los criados la viera, hubiera olvidado que había estado con una mujer allí. Le hacía ilusión creer que nadie del personal había estado escuchando en la puerta ni cotilleando, pero la propia Sophie le contó una vez que por lo general los sirvientes sabían todo lo que ocurría en una casa, y él tendía a pensar que tenía razón en eso.

Pero si se ruborizó, y sí que sintió acaloradas las mejillas, ninguno de sus hermanos lo notó, porque no dijeron nada, y si había algo en la vida tan cierto como, digamos, que el sol sale por el este, era que un Bridgerton jamás desaprovechaba la oportunidad de embromar y atormentar a otro Bridgerton.

– No para de hablarme de Penelope Featherington -refunfuñó Colin-. Vamos, conozco a la muchacha desde que los dos llevábamos pantalones cortos, eh, desde que yo llevaba pantalones cortos al menos. Ella llevaba… -Frunció más el entrecejo porque sus dos hermanos se estaban riendo-. Llevaba lo que fuera que usan las crías.

– ¿Vestidos? -suplió Anthony, generosamente.

– ¿Faldas? -sugirió Benedict.

– De lo que se trata -interrumpió Colin enérgicamente-, es de que la conozco de toda la vida y os puedo asegurar que no es probable que me enamore de ella.

– Se casarán antes del año -dijo Anthony a Benedict.

– ¡Anthony! -bramó Colin, cruzándose de brazos.

– Tal vez dentro de dos -dijo Benedict-. Es joven aún.

– A diferencia de ti -replicó Colin-. ¿Por qué madre me asedia a mí, digo yo? Buen Dios, tú tienes treinta y uno.

– ¡Treinta!

– De todas maneras, lo lógico sería que tú te llevaras la mayor parte del asedio.

Benedict frunció el ceño. Desde hacía un tiempo su madre había estado atípicamente reservada en sus opiniones sobre él y el matrimonio y sobre por qué debía casarse y pronto. Claro que esas últimas semanas él había evitado la casa de su madre como a la peste, pero incluso antes de eso ella no le había dicho ni una palabra sobre el tema.

Era de lo más extraño.

– En todo caso -estaba gruñendo Colin-, no me voy a casar pronto, y ciertamente no me voy a casar con Penelope Featherington.

– ¡Ah!

Era un «ah» femenino, y sin siquiera mirar, Benedict comprendió que estaba a punto de experimentar uno de los momentos más violentos de su vida. Atemorizado, levantó la cabeza y se giró hacia la puerta. Allí estaba Penelope Featherington, enmarcada a la perfección por dicha puerta abierta, sus labios entreabiertos por la sorpresa, sus ojos llenos de pena.

Y en ese momento él comprendió lo que tal vez había sido demasiado estúpido (y estúpidamente masculino) para ver: Penelope Featherington estaba enamorada de su hermano.

Colin se aclaró la garganta.

– Penelope -dijo, con una vocecita chillona, como si hubiera retrocedido diez años y estuviera en plena pubertad-, eh…, me alegra verte.

Miró a sus hermanos, esperando que lo salvaran diciendo algo, pero los dos habían decidido no intervenir. Benedict hizo un gesto de dolor para sus adentros. Ése era uno de esos momentos que sencillamente no se podían salvar.

– No sabía que estabas ahí -continuó Colin, titubeante.

– Eso es evidente -repuso Penelope, pero sin mucha energía.

Colin tragó saliva.

– ¿Viniste a ver a Eloise?

– Me invitaron -asintió ella.

– ¡Claro que te invitaron! -se apresuró a decir él-. ¡Claro que te invitaron! Eres una fabulosa amiga de la familia.

Silencio. Horrible, incómodo silencio.

– Como si fueras a venir sin invitación -masculló Colin.

Penelope no dijo nada. Trató de sonreír pero no lo consiguió. Finalmente, cuando Benedict pensó que la muchacha iba a pasar veloz junto a ellos y echar a correr calle abajo, ella miró a Colin y dijo:

– Nunca te he pedido que te cases conmigo.

Las mejillas de Colin se tiñeron de un rojo más subido que el que Benedict hubiera imaginado posible. Abrió la boca pero no le salió ningún sonido.

Ésa era la primera vez, y posiblemente sería la única, que Benedict veía a su hermano menor sin saber qué decir.

– Y nunca… -continuó Penelope, tragando saliva al cortársele la voz-. Nunca le he dicho a nadie que deseara que me lo pidieras.

– Penelope -logró decir Colin al fin-. Perdona, lo siento mucho.

– No hay nada que perdonar.

– Sí que lo hay -insistió él-. Herí tus sentimientos y…

– No sabías que yo estaba aquí.

– De todos modos…

– No te vas a casar conmigo -dijo ella, con voz hueca-. No hay nada malo en eso. Yo no me voy a casar con tu hermano Benedict.

Benedict había estado tratando de no mirar, pero al oír eso se irguió, atento.

– A él no le hiero los sentimientos cuando declaro que no me voy a casar con él. -Penelope giró la cabeza hacia Benedict y fijó sus ojos castaños en él-. ¿Verdad, señor Bridgerton?

– Claro que no -se apresuró a contestar él.

– Todo arreglado entonces -dijo ella entre dientes-. No se ha herido ningún sentimiento. Y ahora, si me disculpáis, caballeros, tendría que irme a casa.

Benedict, Anthony y Colin se apartaron cual aguas del Mar Rojo al bajar ella la escalinata.

– ¿No te acompaña una doncella? -le preguntó Colin.

– Vivo sólo a la vuelta de la esquina -contestó ella.

– Lo sé, pero…

– Yo te acompañaré -dijo Anthony tranquilamente.

– Eso no es necesario, milord, de verdad.

– Dame ese gusto -dijo él.

Ella asintió y los dos echaron a andar calle abajo.

Benedict y Colin se quedaron mirándolos alejarse, en silencio, durante treinta segundos enteros. Después Benedict se giró hacia su hermano y le dijo.

– Lo has hecho muy bien.

– ¡No sabía que estaba ahí!

– Es evidente -se burló Benedict.

– No te burles. Me siento fatal.

– Como debe ser.

– ¿Ah, y tú nunca has herido los sentimientos de una mujer sin darte cuenta?

El tono de Colin era defensivo, y tanto que Benedict comprendió que se sentía como un percebe.

Lo salvó de contestar la aparición de su madre en lo alto de la escalinata, enmarcada en la puerta más o menos igual que había estado Penelope hacía unos instantes.

– ¿Aún no ha llegado vuestro hermano? -preguntó Violet.

– Fue a acompañar a la señorita Featherington a su casa -contestó Benedict, haciendo un gesto hacia la esquina.

– Ah, bueno. Qué atento. Quería… ¿adónde vas Colin?

– Necesito beber algo -repuso Colin, deteniéndose brevemente pero sin volver la cabeza.

– Es un poco temprano para…

Benedict la interrumpió colocándole una mano en el brazo.

– Déjalo.

Ella abrió la boca, como para protestar, pero cambió de opinión y se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

– Quería reunir a toda la familia para hacer un anuncio -suspiró-, pero supongo que eso puede esperar. Mientras tanto, ¿por qué no me acompañas a un té?

Benedict miró hacia el reloj del vestíbulo.

– ¿No es un poco tarde para el té?

– Sáltate el té entonces -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Simplemente buscaba un pretexto para hablar contigo.

Benedict logró hacer una débil sonrisa. No estaba de humor para conversar con su madre. Para ser franco, no estaba de humor para hablar con nadie, hecho que podían atestiguar todas las personas con que se había cruzado ese último tiempo.

– No es nada serio -lo tranquilizó Violet-. Cielos, tienes una cara como si te estuvieras preparando para ir a la horca.

Habría sido grosero decir que así era exactamente como se sentía, de modo que simplemente se inclinó a darle un beso en la mejilla.

– Bueno, eso es una agradable sorpresa -dijo ella, sonriéndole de oreja a oreja-. Ahora, ven conmigo -añadió, indicando con un gesto la sala de estar de abajo-. Hay una persona de la que quiero hablarte.

– ¡Madre!

– Simplemente escúchame. Es una muchacha encantadora…

La horca, desde luego.

Загрузка...