Capítulo 5

Y para añadir otro comentario acerca del baile de máscaras, el disfraz de sirena de la señorita Posy Reiling fue algo desafortunado, pero no tan horroroso, en opinión de esta cronista, como los de la señora Featherington y sus dos hijas mayores, que iban disfrazadas de frutero: Philippa de naranja, Prudence de manzana, y la señora Featherington de racimo de uvas.

Lamentablemente, ninguna de las tres se veía ni un poquitín apetitosa.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815.


¿En qué se había convertido su vida que estaba obsesionado por un guante?, pensó Benedict. Desde el momento en que tomó asiento en la sala de estar de lady Penwood se había palpado unas diez veces el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que el guante seguía ahí. Tan nervioso estaba, cosa rarísima en él, que no sabía bien qué le diría a la condesa viuda cuando llegara. Pero normalmente tenía bastante facilidad de palabra; ya se le ocurriría algo llegado el momento.

Golpeteando el suelo con el pie, miró el reloj de la repisa del hogar. Hacía unos quince minutos que le entregó su tarjeta al mayordomo, lo cual significaba que lady Penwood no tardaría mucho en aparecer. Parecía ser una regla no escrita que todas las damas de la alta sociedad hicieran esperar a sus visitas por lo menos quince minutos; veinte si se sentían especialmente malhumoradas.

Qué regla más estúpida, pensó, irritado. Por qué el resto del mundo no valoraba la puntualidad, como él, era algo que no sabría jamás, pero…

– ¡Señor Bridgerton!

Alzó la vista y vio entrar a una mujer rubia, bastante atractiva y vestida a la última moda. Le pareció vagamente conocida, pero eso era de esperar. Seguro que en muchas ocasiones habrían asistido a los mismos eventos sociales, aun cuando no los hubieran presentado.

– Usted debe de ser lady Penwood -dijo, levantándose y haciendo una cortés venia.

– Pues sí -repuso ella con una graciosa inclinación de la cabeza-. Estoy encantada de que haya decidido honrarnos con una visita. Ciertamente ya he informado a mis hijas de su presencia. No tardarán en bajar.

Benedict sonrió. Eso era exactamente lo que había esperado. Lo habría sorprendido si ella se hubiera comportado de otra manera. Ninguna madre de hijas casaderas desatendía jamás a un hermano Bridgerton.

– Me hace ilusión conocerlas -dijo.

Ella frunció ligeramente el ceño.

– ¿Quiere decir que aún no las conoce?

Maldición. La señora quería saber por qué había ido a visitarlas.

– He oído decir cosas muy encantadoras de ellas -improvisó, tratando de no gruñir.

Si lady Whistledown llegaba a enterarse de esa visita, y al parecer se enteraba de todo, muy pronto se propagarían por toda la ciudad los rumores de que él andaba buscando esposa, y había puesto su interés en las hijas de la condesa. ¿Por qué, si no, iba a visitar a dos mujeres a las que ni siquiera había sido presentado?

Lady Penwood sonrió de oreja a oreja.

– Mi Rosamund está considerada una de las jóvenes más hermosas de la temporada.

– ¿Y su Posy? -preguntó él con algo de perversidad. A ella se le tensaron las comisuras de la boca.

– Posy es… eh… encantadora.

Él sonrió, benigno:

– No veo la hora de conocer a Posy.

Lady Penwood pestañeó y luego trató de disimular su sorpresa con una sonrisa un tanto dura.

– No me cabe duda de que a Posy le encantará conocerle.

En ese momento entró una criada con un servicio de té de plata, muy elegante, y a un gesto de lady Penwood, lo dejó sobre una mesa. Pero antes de que pudiera salir la criada, la condesa le preguntó (en tono algo brusco, en opinión de Benedict):

– ¿Dónde están las cucharas Penwood?

La criada se inclinó en una venia bastante aterrada y contestó:

– Sophie las estaba puliendo en el comedor, milady, pero tuvo que subir cuando usted…

– ¡Silencio! -interrumpió lady Penwood, aun cuando había sido ella la que preguntó por las cucharas-. Me imagino que el señor Bridgerton no será tan quisquilloso que necesite tomar el té con cucharillas con monograma.

– Claro que no -musitó Benedict, pensando que lady Penwood sí tenía que ser muy quisquillosa, si había sacado a relucir el tema.

– ¡Vete! -ordenó la condesa a la criada agitando enérgicamente la mano-. ¡Fuera de aquí!

La criada se apresuró a salir y la condesa se volvió hacia él y le explicó:

– Nuestra mejor cubertería de plata lleva grabado el blasón Penwood.

– ¿Ah, sí? -exclamó él, inclinándose un poco, con evidente interés. Ésa habría sido una excelente manera de verificar que el blasón bordado en el guante era el de los Penwood-. No tenemos nada así en la casa Bridgerton -añadió, con la esperanza de que no fuera mentira; jamás se había fijado en la forma de los cubiertos-. Me encantaría verlo.

– ¿Sí? -preguntó ella, con los ojos brillantes de admiración-. Sabía que era usted un hombre de buen gusto y refinamiento.

Benedict sonrió, principalmente para no gruñir.

– Tendré que enviar a alguien al comedor a buscar un cubierto. Suponiendo que esa muchacha infernal haya hecho su trabajo.

Al decir eso la boca le formó un rictus con las comisuras hacia abajo, de un modo nada atractivo, y Benedict observó que las arrugas de su entrecejo eran muy pronunciadas.

– ¿Hay algún problema? -preguntó, cortésmente.

Ella negó con la cabeza y agitó una mano como para restarle importancia.

– Simplemente que es muy difícil encontrar buen personal de servicio. Seguro que su madre dice lo mismo todo el tiempo.

Su madre jamás decía eso, pensó Benedict, pero tal vez se debía a que en su casa trataban muy bien a todos los criados, por lo que éstos eran muy fieles a la familia. Pero asintió de todos modos.

– Uno de estos días tendré que despedir a Sophie -continuó la condesa, sorbiendo por la nariz-. No es capaz de hacer nada bien.

Benedict sintió una vaga punzada de compasión por la pobre y desconocida Sophie. Pero lo último que deseaba era entrar en una conversación sobre la servidumbre con lady Penwood, de modo que cambió el tema haciendo un gesto hacia la tetera.

– Me imagino que el té ya está bien remojado.

– Ah, sí, por supuesto -dijo ella, mirando también la tetera y sonriendo-. ¿Cómo le gusta?

– Con leche y sin azúcar.

Mientras ella le servía la taza oyó el ruido de pies bajando la escalera, y se le aceleró el corazón. En cualquier momento aparecerían las hijas de la condesa en la puerta, y seguro que una de ellas sería la mujer que había conocido la noche anterior. Cierto que no le había visto gran parte de la cara, pero tenía bastante buena idea de su talla y altura. Y estaba bastante seguro de que tenía los cabellos largos y castaño claro.

Sí que la reconocería si la veía. ¿Cómo no iba a reconocerla?

Pero cuando entraron las dos damitas en la sala, supo al instante que ninguna de las dos era la mujer que ocupaba todos sus pensamientos. Una de ellas era demasiado rubia, y tenía un aire remilgado, muy afectado, toda una señorita melindres. No había alegría en su expresión, ni travesura en su sonrisa. La otra se veía bastante amistosa, pero era demasiado rolliza, y su pelo era muy oscuro.

Procuró ocultar su decepción. Sonrió durante las presentaciones y besó galantemente las manos de las dos, diciendo una o dos tonterías sobre lo encantado que estaba de conocerlas. Se empeñó decididamente en halagar a la regordeta, simplemente porque se veía a las claras que su madre prefería a la otra. Ese tipo de madres no merecían ser madres, pensó.

– ¿Y tiene más hijos? -preguntó a la condesa cuando acabaron las presentaciones.

Ella lo miró extrañada.

– No, claro que no. Si los tuviera los habría hecho venir a conocerle.

– Pensé que tal vez podría tener hijos pequeños en la sala de estudios. Tal vez de su unión con el conde.

Ella negó con la cabeza.

– Mi matrimonio con lord Penwood no fue bendecido con hijos. Es una lástima que el título haya salido de la familia Gunningworth.

Benedict no pudo dejar de notar que la condesa parecía más irritada que entristecida por su falta de prole Penwood.

– ¿Tenía hermanos o hermanas su marido? -preguntó, pensando si tal vez su dama misteriosa era una prima Gunningworth.

La condesa le dirigió una mirada suspicaz, la que él tuvo que reconocer que se merecía, tomando en cuenta que sus preguntas no eran las normales para una visita de tarde.

– Es evidente que mi marido no tenía ningún hermano -replicó la condesa-, puesto que el título salió de la familia.

Benedict comprendió que debía mantener cerrada la boca, pero había algo en esa mujer que lo irritaba tanto que no pudo resistirse a decir:

– Podría haber tenido un hermano que murió antes que él.

– Bueno, pues no.

Rosamund y Posy seguían con sumo interés la conversación, girando las cabezas de un lado a otro como si estuvieran viendo un partido de tenis.

– ¿Y hermanas? -preguntó él-. En realidad, lo único que me mueve a hacer estas preguntas es que pertenezco a una familia muy numerosa. No me imagino con un solo hermano o una sola hermana -añadió, haciendo un gesto hacia Rosamund y Posy-. Pensé que tal vez sus hijas disfrutarían de la compañía de primos y primas.

Una explicación bastante débil, pensó, pero tendría que servir.

– Tenía una hermana -contestó la condesa, arrugando la nariz, desdeñosa-. Pero vivió y murió soltera. Era una mujer de inmensa fe, que eligió dedicar su vida a las obras de caridad.

Bueno, fin de la teoría de la prima.

– Disfruté muchísimo en su baile de máscaras anoche -dijo Rosamund repentinamente.

Benedict la miró sorprendido. Las dos muchachas habían estado tan calladas que él había olvidado que sabían hablar.

– En realidad fue el baile de mi madre. Yo no participé en la preparación. Pero le transmitiré su elogio.

– Por favor -dijo Rosamund-. ¿Disfrutó del baile, señor Bridgerton?

Benedict estuvo un momento mirándola antes de contestar. La joven tenía una expresión dura en los ojos, como si deseara una información concreta.

– Sí, mucho -contestó.

– Observé que pasó gran parte del tiempo con una dama en particular -insistió Rosamund.

Lady Penwood giró bruscamente la cabeza para mirarlo, pero no dijo nada.

– ¿Sí? -musitó Benedict.

– Llevaba un traje plateado -continuó Rosamund-. ¿Quién era?

– Una mujer misteriosa -dijo él con una sonrisa enigmática. No había ninguna necesidad de que ellas supieran que para él también era un misterio.

– Supongo que a nosotras puede decirnos su nombre -terció lady Penwood.

Benedict se limitó a sonreír, y se levantó. No iba a obtener más información ahí.

– Me temo que debo marcharme, señoras -dijo afablemente, haciéndoles una cortés venia.

– Y al final no vio las cucharas -le recordó lady Penwood. -Eso tendré que reservarlo para otra ocasión -dijo él.

Era improbable que su madre se hubiera equivocado respecto al blasón Penwood. Además, si pasaba otro rato más en compañía de la dura y rígida condesa de Penwood, igual podría vomitar.

– Ha sido agradable -mintió.

– Pues sí -convino lady Penwood, acompañándolo a la puerta-. Breve, pero agradable.

Benedict no se tomó la molestia de sonreír.

– ¿Qué te parece que ha sido esto? -dijo Araminta cuando oyó cerrarse la puerta de calle, después de salir Benedict Bridgerton.

– Bueno -dijo Posy-, tal vez…

– No te lo he preguntado a ti -gruñó Araminta.

– Bueno, ¿a quién se lo preguntaste, entonces? -replicó Posy, con más sentido común del que la caracterizaba.

– Tal vez me vio de lejos -dijo Rosamund- y…

– No te vio de lejos -ladró Araminta, atravesando la sala a largos pasos.

Rosamund retrocedió, sorprendida. Su madre rara vez le hablaba en tono tan impaciente.

– Tú misma dijiste que estaba enamorado de una mujer con vestido plateado.

– No dije «enamorado» exactamente.

– No me discutas por esas tonterías. Estuviera enamorado o no, no vino aquí en busca de ninguna de vosotras -dijo Araminta, recalcando el «vosotras», con su buena dosis de desdén-. No sé qué pretendía. Parecía… -Se interrumpió para caminar hasta la ventana. Haciendo a un lado la cortina, vio al señor Bridgerton en la acera sacando algo del bolsillo-. ¿Qué hace? -susurró.

– Creo que tiene un guante en la mano -dijo Posy, servicial.

– No es un guante -replicó Araminta, acostumbrada como estaba a contradecir lo que fuera que dijera Posy-. Vaya, pues sí que es un guante.

– Me parece que sé conocer un guante cuando veo uno -masculló Posy.

– ¿Qué está mirando? -preguntó Rosamund, dando un codaro a su hermana para que se apartara.

– Hay algo en el guante -dijo Posy-. Tal vez un bordado. Tenemos algunos guantes con el blasón Penwood bordado en el borde. Tal vez ése tiene el mismo.

Araminta palideció.

– ¿Te sientes mal, madre? -le preguntó Posy-. Estás muy pálida.

– Vino aquí en busca de ella -susurró Araminta.

– ¿De quién? -preguntó Rosamund.

– La mujer del vestido plateado.

– Bueno, no la va a encontrar aquí -terció Posy-, puesto que yo fui de sirena y Rosamund de María Antonieta. Y tú de reina Isabel, claro.

– Los zapatos -exclamó Araminta-. Los zapatos.

– ¿Qué zapatos? -preguntó Rosamund, irritada.

– Estaban rayados. Alguien usó mis zapatos. -La cara ya terriblemente pálida se le puso más blanca aún-. Era «ella». ¿Cómo lo hizo? Tuvo que ser ella.

– ¿Quién? -inquirió Rosamund.

– Madre, ¿de verdad no te sientes mal? -volvió a preguntar Posy-. Estás muy rara.

Pero Araminta ya había salido corriendo de la sala.


– Zapato estúpido -farfulló Sophie, frotando con un trapo el talón de uno de los zapatos más viejos de Araminta-. Éstos no se los ha puesto desde hace años.

Acabó de sacar brillo a la punta y colocó el zapato en su lugar en la muy ordenada hilera. Pero aún no cogía otro par cuando se abrió bruscamente la puerta del armario y fue a chocar con la pared, con tanta fuerza que ella casi lanzó un chillido de sorpresa.

– Ay, Dios, qué susto me ha dado -dijo a Araminta-. No la sentí venir y…

– Recoge tus cosas y lárgate -le dijo Araminta en voz baja y cruel-. Te quiero fuera de esta casa a la salida del sol.

A Sophie se le cayó de la mano el trapo con que estaba dando lustre a los zapatos.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– ¿He de tener un motivo? Las dos sabemos que hace un año dejé de recibir los fondos por tu cuidado. Baste decir que ya no te quiero aquí.

– Pero ¿adónde iré?

Araminta entrecerró los ojos hasta dejarlos convertidos en dos feas rajitas.

– Ése no es problema mío, ¿verdad?

– Pero…

– Tienes veinte años. Edad más que suficiente para hacerte tu camino en el mundo. No habrá más mimos de mi parte.

– Jamás me ha mimado -repuso Sophie en voz baja.

– No te atrevas a contestarme.

– ¿Por qué no? -replicó Sophie, con voz más aguda-. ¿Qué puedo perder? Me va a echar de la casa de todas maneras.

– Podrías tratarme con un poco de respeto -siseó Araminta, plantándole el pie sobre la falda, para clavarla en la posición de rodillas-, tomando en cuenta que todo este año te he vestido y alojado sólo por la bondad de mi corazón.

– Usted no hace nada por la bondad de su corazón. -Tironeó la falda, pero ésta estaba firmemente cogida bajo el tacón de Araminta-. ¿Por qué me ha mantenido aquí?

– Eres más barata que una criada normal -cacareó Araminta-, y disfruto dándote órdenes.

Sophie detestaba ser prácticamente la esclava de Araminta, pero la casa Penwood era un hogar después de todo. La señora Gibbons era su amiga y Posy normalmente era amistosa; el resto del mundo, en cambio, era… bueno… bastante temible. ¿Adónde podía ir? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo se mantendría?

– ¿Por qué ahora? -preguntó.

– Ya no me eres útil -repuso Araminta, encogiéndose de hombros. Sophie miró la larga hilera de zapatos que acababa de limpiar.

– ¿No?

Araminta presionó el puntiagudo tacón de su zapato sobre la falda, haciéndolo girar hasta romper la tela.

– Anoche fuiste al baile, ¿verdad?

Sophie sintió que la sangre le abandonaba la cara y comprendió que Araminta veía la verdad en sus ojos.

– N-no -mintió-. ¿Cómo iba a…?

– No sé cómo lo hiciste, pero sé que estuviste ahí. -Con el pie tiro un par de zapatos en su dirección-. Ponte estos zapatos.

Sophie miró los zapatos. Consternada vio que eran los de satén blanco cosidos con hilo de plata, los que se había puesto la noche anterior.

– ¡Póntelos! -chilló Araminta-. Los pies de Rosamund y de Posy son demasiado grandes para estos zapatos. Tú eres la única que podrías haberlos usado anoche.

– ¿Y por eso cree que fui al baile? -preguntó Sophie, con la voz trémula de terror.

– Ponte los zapatos, Sophie.

Se puso de pie y obedeció. Lógicamente, los zapatos le quedaban perfectos.

– Has sobrepasado tus límites -dijo Araminta en voz baja-. Hace muchos años te advertí que no olvidaras tu lugar en este mundo. Eres hija ilegítima, una bastarda, el fruto de…

– ¡Sé qué significa bastarda!

Araminta arqueó una ceja, burlándose altivamente de ese estallido.

– Eres indigna de alternar con la sociedad educada -continuó-, y sin embargo te atreviste a simular que vales tanto como el resto de nosotros asistiendo al baile de máscaras.

– ¡Sí, me atreví! -exclamó Sophie, ya sin importarle que Araminta hubiera descubierto su secreto-. Me atreví y volvería a atreverme. Mi sangre es tan azul como la suya, y mi corazón mucho más bondadoso, y…

Un instante estaba de pie chillándole a Araminta y el siguiente estaba en el suelo con la mano en la mejilla, roja por la bofetada.

– No te compares jamás conmigo -le advirtió Araminta.

Sophie continuó en el suelo. ¿Cómo pudo haberle hecho eso su padre, dejarla al cuidado de una mujer que la odiaba tanto? ¿Tan poco la quería? ¿O simplemente había estado ciego?

– Mañana por la mañana ya estarás fuera de aquí -continuó Araminta en voz baja-. No quiero volver a verte la cara.

Sophie se levantó y fue hasta la puerta. Araminta le puso violentamente la mano sobre el hombro.

– Pero no antes de acabar el trabajo que te he asignado.

– Me llevará hasta la mañana terminarlo -protestó ella.

– Ése es problema tuyo, no mío.

Dicho eso, Araminta cerró la puerta de un golpe y dio vuelta a la llave en la cerradura, con un clic muy fuerte.

Sophie miró la parpadeante llama de la vela que había llevado ahí para iluminar el largo y oscuro ropero. La mecha no duraría de ninguna manera hasta la mañana siguiente.

Y de ninguna manera ella iba a limpiar el resto de los zapatos de Araminta; ciertamente de ninguna manera.

Se sentó en el suelo, con las piernas y los brazos cruzados y estuvo mirando la llama hasta que se le pusieron los ojos turbios. Cuando saliera el sol a la mañana siguiente, su vida cambiaría para siempre. La casa Penwood podría no haber sido un lugar precisamente acogedor, pero por lo menos era un lugar seguro.

No tenía casi nada de dinero. No había recibido ni un cuarto de penique de Araminta en los siete años pasados. Por suerte, todavía tenía un poco del dinero para gastos menores que recibía cuando su padre estaba vivo y la trataban como a su pupila, no como a la esclava de su mujer. Y aunque tuvo muchas oportunidades de gastarlo, siempre había sabido que podía llegar ese día, por lo que le pareció prudente guardar los pocos fondos que tenía.

Pero esas pocas libras no la llevarían muy lejos. Necesitaba un pasaje para marcharse de Londres, y eso era caro; tal vez más de la mitad de sus ahorros. Tal vez podría quedarse un tiempo en la ciudad, pero los barrios pobres de Londres eran sucios y peligrosos, y ciertamente los ahorros que tenía no le permitirían vivir en ninguno de los barrios mejores. Además, si iba a estar sola, bien que podía volver al campo, que tanto le gustaba.

Y eso sin tomar en cuenta que Benedict Bridgerton estaba en Londres. La ciudad era grande y no le cabía la menor duda de que podría evitar encontrarse con él durante años, pero su miedo terrible era que no desearía evitarlo; seguro que iría a mirar su casa con la esperanza de ver un atisbo de él cuando saliera por la puerta principal.

Y si él la veía… bueno, no sabía qué podría ocurrir. Era posible que él estuviera furioso por su engaño. Podría desear hacerla su amante. Podría no reconocerla.

Lo único que sabía con certeza era que él no se arrojaría a sus pies declarándole su amor eterno ni le pediría la mano en matrinionio.

Los hijos de vizconde no se casan con muchachas de humilde cuna. Ni siquiera en las novelas.

No, tenía que marcharse de Londres; mantenerse alejada de la tentación. Pero necesitaría dinero, el suficiente para vivir hasta que encontrara un empleo. El suficiente para…

Sus ojos se posaron en algo brillante: un par de zapatos metidos en el rincón. Pero no hacía una hora ella había limpiado esos zapatos y sabía que el brillo no provenía de los zapatos sino de unas pinzas enjoyadas que llevaban prendidas, las que eran fáciles de quitar y lo bastante pequeñas para guardarlas en el bolsillo.

¿Se atrevería?

Pensó en todo el dinero que había recibido Araminta por cuidar de ella, dinero que a la mujer jamás se le ocurrió compartir con ella.

Pensó en todos los años que había trabajado como doncella y criada sin recibir la más mínima paga.

Pensó en su conciencia y se apresuró a aplastarla. En momentos como ese no tenía espacio para una conciencia. Cogió las pinzas de los zapatos.

Y varias horas después, cuando subió Posy (contra los deseos de su madre) a abrirle la puerta para que saliera, empaquetó todas sus pertenencias y se marchó.

Ante su propia sorpresa, no miró atrás.

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