Capítulo 14

Rosamund Reiling jura que vio a Benedict Bridgerton de vuelta en Londres. Esta cronista se inclina a creer en la veracidad de ese informe; la señorita Reiling es capaz de ver a un soltero a cincuenta pasos.

Lamentablemente para la señorita Reiling, parece que no consigue cazar a ninguno.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 12 de mayo de 1817.


Benedict sólo había dado dos pasos en dirección a la sala de estar cuando apareció Eloise corriendo por el pasillo. Como todos los Bridgerton, tenía abundantes cabellos castaños y una ancha sonrisa. Pero a diferencia de él, sus ojos eran de un luminoso y vivo color verde, el tono exacto de los ojos de su hermano Colin.

El tono exacto de los ojos de Sophie, pensó.

– ¡Benedict! -exclamó ella, corriendo a abrazarlo con cierta exuberancia-. ¿Dónde has estado? Madre ha estado gruñendo toda la semana, preguntándose dónde te habías metido.

– Curioso, cuando hablé con ella, no hace dos minutos, sus gruñidos eran por ti, preguntándose cuándo pensarías en casarte por fin.

Eloise arrugó la nariz.

– Cuando conozca a alguien con quien valga la pena casarse, entonces. Ojalá llegara gente nueva a la ciudad. Tengo la impresión de que veo a las mismas cien personas más o menos una y otra vez.

– Pues sí que ves a las mismas cien personas más o menos una y otra vez.

– Exactamente lo que quiero decir. Ya no quedan secretos en Londres. Ya lo sé todo de todos.

– ¿Ah, sí? -preguntó Benedict, con no poca medida de sarcasmo.

– Búrlate todo lo que quieras -dijo ella, apuntando un dedo hacia él de una manera que, estaba seguro, su madre consideraría impropio de una dama-, pero no exagero.

– ¿Ni siquiera un poco? -sonrió él.

Ella lo miró enfurruñada.

– ¿Dónde estuviste la semana pasada?

Él entró en la sala de estar y se dejó caer en un sofá. Tal vez tendría que haber esperado a que ella se sentara primero, pero sólo era su hermana, después de todo, y jamás sentía la necesidad de andarse con ceremonias cuando estaban solos.

– Fui a la fiesta de Cavender -contestó él, poniendo los pies sobre una mesilla-. Fue abominable.

– Madre te matará si te pilla con los pies en la mesa -le advirtió Eloise sentándose en un sillón que hacía esquina con el sofá-. ¿Por que fue tan horrorosa la fiesta?

– La compañía. -Se miró los pies y decidió dejarlos donde estaban-. No había visto jamás un grupo de gamberros más aburrido.

– Mientras no tengas pelos en la lengua.

Él arqueó una ceja ante el sarcasmo.

– Por lo tanto se te prohíbe que te cases con cualquiera de los asistentes.

– Orden que, creo, no tendré ninguna dificultad para acatar.

Golpeó las manos en los brazos del sillón y Benedict no pudo dejar de sonreír; Eloise siempre había sido un atado de energía nerviosa.

– Pero eso no explica dónde estuviste toda la semana -continuó ella, mirándolo con los ojos entornados.

– ¿Te han dicho que eres muy fisgona?

– Ah, todo el tiempo. ¿Dónde estuviste?

– E insistente también.

– Es la única manera de ser. ¿Dónde estuviste?

– ¿Te he contado que estoy pensando en invertir en una fábrica de bozales para humanos?

Ella le arrojó el cojín a la cabeza.

– ¿Dónde estuviste?

– Da la casualidad -repuso él, lanzándole suavemente el cojín-, que la respuesta no es de lo más interesante. Estuve en Mi Cabaña, recuperándome de un antipático resfriado.

– Creí que ya te habías recuperado.

Él la miró con una inverosímil expresión mezcla de sorpresa y disgusto.

– ¿Cómo sabes eso?

– Lo sé todo. Eso ya deberías saberlo -añadió, sonriendo de oreja a oreja-. Sí que son antipáticos los resfriados. ¿Tuviste una recaída?

– Después de conducir bajo la lluvia -asintió él.

– Bueno, no fuiste muy inteligente al hacer eso.

– ¿Hay alguna razón -preguntó él, mirando alrededor como si la pregunta fuera dirigida a otra persona- para que me deje insultar por mi boba hermana menor?

– Probablemente que yo lo hago muy bien -dijo ella, empujándole el pie sobre la mesa con el suyo, tratando de hacerlo caer.

– Madre entrará en cualquier momento.

– No. Está ocupada -repuso él.

– ¿Haciendo qué?

Él agitó la mano indicando el cielo raso.

– Orientando a la nueva criada.

Ella se enderezó.

– ¿Tenemos una nueva criada? Nadie me lo ha dicho.

– Cielos, ha ocurrido algo y Eloise no lo sabe.

Ella volvió a echarse hacia atrás y a golpearle el pie con el suyo.

– ¿Criada? ¿Doncella? ¿Fregona?

– ¿Por qué te interesa?

– Siempre va bien saber qué es qué.

– Doncella, creo.

Eloise se tomó medio segundo para asimilar eso.

– ¿Y cómo lo sabes?

Benedict calculó que valía más decirle la verdad. Dios sabía que a la puesta de sol ella ya sabría toda la historia, aun cuando él no la supiera.

– Porque yo la traje aquí.

– ¿A la criada?

– No, a madre. Pues claro que a la criada.

– ¿Desde cuando te tomas la molestia de contratar sirvientes?

– Desde que esta determinada joven casi me salvó la vida, cuidando de mí cuando estaba enfermo.

Eloise se quedó boquiabierta.

– ¿Tan enfermo estuviste?

Tal vez le convenía hacerla creer que había estado a las puertas de la muerte, pensó él. Un poco de lástima y preocupación podría funcionar a su favor la próxima vez que necesitara conseguir que lo ayudara en algo.

– Me he sentido mejor -dijo modestamente-. ¿Dónde vas?

Ella ya se había levantado.

– A buscar a madre para conocer a la nueva doncella. Es probable que nos atienda a Francesca y a mí, ahora que no está Marle.

– ¿Perdisteis a vuestra doncella?

Ella hizo una mueca.

– Nos dejó por esa odiosa lady Penwood.

Benedict no pudo dejar de sonreír al oír ese epíteto. Recordaba muy bien su único encuentro con lady Penwood; él también la había encontrado odiosa.

– Lady Penwood es notoria por maltratar a sus criados. Ya ha tenido tres doncellas este año. Una se la robó a la señora Featherington en sus mismas narices, pero la pobre muchacha sólo duró con ella dos semanas.

Benedict escuchó pacientemente la parrafada de su hermana, asombrado por su interés en el tema. Pero por algún extraño motivo, le interesaba.

– Marie volverá arrastrándose dentro de una semana, a pedirnos que la recibamos, entiéndeme bien.

– Siempre entiendo bien lo que dices -repuso él-. Pero no siempre me interesa.

– Lamentarás haber dicho eso -replicó ella, apuntándolo con el dedo.

– Lo dudo -dijo él, negando con la cabeza y con una leve sonrisa.

– Mmm. Voy a subir.

– Que te diviertas.

Ella le sacó la lengua, ciertamente un gesto nada apropiado para una joven de veintiún años, y salió de la sala.

Benedict había logrado disfrutar de tres escasos minutos de soledad cuando oyó pasos en el corredor, rítmicos pasos en dirección a la sala de estar. Cuando levantó la vista, estaba su madre en la puerta.

Se puso de pie al instante. Se pueden descuidar ciertos buenos modales con una hermana, pero jamás con la propia madre.

– Te vi los pies sobre la mesa -dijo Violet antes de que él lograra abrir la boca.

– Sólo quería abrillantar la superficie con mis botas.

Ella arqueó las cejas y fue a sentarse en el sillón que acababa de desocupar Eloise.

– De acuerdo, Benedict -dijo, en un tono extraordinariamente serio-. ¿Quién es?

– ¿La señorita Beckett, quieres decir?

Violet hizo un formal gesto de asentimiento.

– No tengo idea, aparte de que trabajaba para los Cavender y su hijo la maltrataba.

Violet palideció.

– ¿Quieres decir que él…? Dios mío. ¿La…?

– Creo que no -contestó Benedict-, pero no por falta de empeño por parte de él.

– La pobrecilla. Qué suerte para ella que estuvieras tú ahí para salvarla.

Benedict descubrió que no quería revivir esa noche en el patio de entrada de los Cavender. Aunque la aventura acabó muy favorablemente, no conseguía dejar de pensar en toda la gama de «¿y si?». ¿Y si no hubiera llegado a tiempo? ¿Y si Cavender y sus amigos hubieran estado menos borrachos y hubieran sido más obstinados? Podrían haber violado a Sophie. Habrían violado a Sophie.

Y ahora que conocía a Sophie, y le había tomado afecto, la sola idea le producía escalofríos.

– Bueno -dijo Violet-, no es lo que dice ser. De eso estoy segura.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó él, enderezando la espalda.

– Es demasiado bien educada para ser una criada. Puede que los empleadores de su madre le hayan permitido asistir a algunas clases con sus hijas, pero ¿a todas? Benedict, ¡la muchacha habla francés!

– ¿Sí?

– Bueno, de que lo hable, no puedo estar segura -reconoció Violet-, pero la sorprendí mirando un libro escrito en francés que estaba en el escritorio de Francesca.

– Mirar no es lo mismo que leer, madre.

Ella lo miró impaciente.

– Te lo digo, vi cómo movía los ojos. Estaba leyendo.

– Si tú lo dices, debes tener razón.

– ¿Eso es un sarcasmo? -preguntó ella, con los ojos entrecerrados.

– Normalmente diría que sí -respondió él sonriendo-, pero en este caso lo he dicho en serio.

– Tal vez es la hija repudiada de una familia aristocrática -musitó Violet.

– ¿ Repudiada?

– Por quedar embarazada -explicó ella.

Benedict no estaba acostumbrado a que su madre hablara con tanta franqueza.

– Eh, no -dijo, pensando en la firmeza con que Sophie se negó a ser su querida-. No lo creo.

Pero entonces pensó ¿por qué no? Tal vez se negaba a traer al mundo un hijo ilegítimo porque ya había tenido un hijo ilegítimo y no quería repetir el error. De pronto sintió un sabor amargo en la boca. Si Sophie había tenido un hijo, quería decir que había tenido un amante.

– O tal vez es la hija ilegítima de un noble -continuó Violet, entusiasmada con la tarea de descubrir la identidad de Sophie.

Eso era considerablemente más creíble, pensó él. Y también más aceptable.

– Se podría pensar que él tendría que haber dispuesto para ella fondos suficientes para que no tuviera que trabajar como criada.

– Muchísimos hombres se desentienden totalmente de sus hijos bastardos -dijo Violet, arrugando la nariz, disgustada-. Es nada menos que escandaloso.

– ¿Más escandaloso que engendrar hijos bastardos?

La expresión de Violet se tornó muy malhumorada.

– Además -continuó Benedict, reclinándose y poniéndose pierna arriba-, si es la hija ilegítima de un noble y él se ocupó de ella tanto como para darle una buena educación cuando era niña, ¿por qué ahora está sin un céntimo?

– Mmm, ése es buen argumento. -Violet se golpeteó la mejilla con el índice, frunció los labios y continuó golpeteándose-. Pero no temas -dijo finalmente-, descubriré su identidad en menos de un mes.

– Te recomiendo que le pidas ayuda a Eloise -dijo Benedict, irónico.

– Buena idea -asintió Violet, pensativa-. Esa niña sería capaz de sonsacarle los secretos a Napoleón.

– Tengo que irme -dijo él, levantándose-. Estoy cansado del viaje y quiero llegar a casa.

– Siempre puedes disponer de esta casa.

Él le dirigió una media sonrisa. Nada le gustaba más a su madre que tener a sus hijos cerca.

– Necesito volver a mi morada -dijo, inclinándose a besarla en la mejilla-. Gracias por encontrarle un puesto a Sophie.

– ¿La señorita Beckett, quieres decir? -preguntó ella, curvando traviesamente los labios.

– Sophie, señorita Beckett -dijo él, fingiendo indiferencia-. Llámala como quieras.

Cuando se marchaba, no vio la ancha sonrisa que iluminaba la cara de su madre mirándole la espalda.


Debía evitar llegar a sentirse demasiado a gusto en la casa de lady Bridgerton, pensaba Sophie; después de todo se marcharía tan pronto como pudiera disponerlo todo. Pero al pasear la vista por su habitación, sin duda la más hermosa que había visto en toda su vida asignada a una criada, pensó en la amistosa actitud de lady Bridgerton y en su sonrisa llana…

No pudo evitar desear poder quedarse allí para siempre.

Pero eso era imposible. Eso lo sabía tan bien como sabía que su nombre era Sophia Maria Beckett y no Sophia Maria Gunningworth.

En primer lugar siempre corría el peligro de encontrarse con Araminta, sobre todo dado que lady Bridgerton la había ascendido de criada a doncella. Como doncella podría tocarle, por ejemplo, hacer el papel de acompañante de las hijas solteras, o acompañar a las señoras en las salidas de la casa. Salidas a lugares tal vez frecuentados por Araminta y sus hijas.

Y no le cabía la menor duda de que Araminta encontraría la manera de hacerle la vida un infierno. Araminta la odiaba de una manera que desafiaba toda razón, toda emoción. Si la veía en Londres, no se contentaría con simplemente hacer caso omiso de ella, no. Mentiría, engañaría y robaría con el solo fin de hacerle la vida más difícil a ella.

Así era el odio de Araminta.

Pero si era sincera consigo misma, el verdadero motivo de que no pudiera continuar en Londres no era Araminta. Era Benedict.

¿Como lograría evitar encontrarse con él, viviendo en la casa de su madre? En esos momentos estaba furiosa con él, más que furiosa, la verdad, pero en el fondo sabía que esa furia sería de muy corta duración. ¿Cómo podría resistirse a él día tras día, cuando con sólo verlo le flaqueaban las piernas de anhelo? Algún día él le sonreiría, con esa sonrisa sesgada, y ella tendría que aferrarse a un mueble para no caer derretida al suelo en un patético charco.

Se había enamorado del hombre que no debía. Jamás podría tenerlo según sus condiciones, y de ninguna manera podía aceptar las condiciones de él.

Su situación era irremediable.

Un enérgico golpe en la puerta la salvó de sumirse en pensamientos más deprimentes.

– ¿Sí?

Se abrió la puerta y entró lady Bridgerton.

Sophie se levantó al instante y se inclinó en una venia.

– ¿Necesitaba algo, milady?

– No, no, nada. Simplemente quería ver si te estabas instalando. ¿Se te ofrece algo?

Sophie pestañeó. ¿Lady Bridgerton le preguntaba a ella si se le ofrecía algo? Una relación señora criada más bien al revés.

– Eh, no, gracias -dijo-. Pero a mí me gustaría servirla en algo.

Lady Bridgerton desechó el ofrecimiento agitando una mano.

– No hay ninguna necesidad. Hoy debes pensar que no tienes nada en qué servirnos. Prefiero que te instales bien primero para que no tengas distracciones cuando comiences.

Sophie hizo un gesto hacia su pequeña bolsa.

– No es mucho el equipaje que tengo que deshacer. De verdad, me encantaría comenzar a trabajar inmediatamente.

– Tonterías. Ya estamos casi al final del día, y no tenemos planeado salir esta noche. La semana pasada las niñas y yo hemos tenido que arreglárnoslas con una sola doncella; ciertamente sobreviviremos una noche más.

– Pero…

– Basta de discutir, por favor. Un día libre es lo menos que puedo darte por salvar a mi hijo.

– Hice muy poco. Él se habría puesto bien sin mí.

– De todos modos, cuidaste de él cuando lo necesitaba, y por eso estoy en deuda contigo.

– Para mí fue un placer -repuso Sophie-. Era lo menos que podía hacer en gratitud a lo que hizo él por mí.

Entonces, ante su gran sorpresa, lady Bridgerton fue a sentarse en la silla de su escritorio. ¡Tenía un escritorio! Todavía estaba tratando de asimilar eso. ¿Qué criada ha tenido alguna vez un escritorio en su habitación?

– Bueno, pues, Sophie, dime -le dijo lady Bridgerton con una encantadora sonrisa, la que a ella le recordó al instante la sonrisa de lienedict-. ¿De dónde eres?

– Nací en East Anglia -repuso al instante; no veía ningún motivo para mentir en eso. Los Bridgerton eran de Kent; era improbable que lady Bridgerton conociera muy bien Norfolk, donde ella se crió-. No muy lejos de Sandrigharn, si sabe dónde está.

– Sí que lo sé. No he estado ahí, pero me han dicho que es un edificio muy hermoso.

– Sí, mucho. Claro que nunca he estado en el interior. Pero el exterior es muy hermoso.

– ¿Dónde trabajaba tu madre?

– En Blackheath Hall -mintió, sin que ni siquiera se le enredara la lengua. Le habían hecho esa pregunta muchas veces; hacía tiempo que le había puesto nombre a su hogar de ficción-. ¿La conoce?

Lady Bridgerton frunció el ceño.

– No. Creo que no.

– Está un poco al norte de Swaffham.

– No, no la conozco -dijo lady Bridgerton negando con la cabeza.

– No muchas personas la conocen -explicó Sophie, sonriendo amablemente.

– ¿Tienes algún hermano o hermana?

Sophie no estaba acostumbrada a que una empleadora deseara saber tantos de sus datos personales; normalmente lo único que les interesaba saber eran referencias y recomendaciones de sus empleos anteriores.

– No -contestó-. Fui hija única.

– Ah, bueno, por lo menos tenías la compañía de las niñas con las que compartías estudios. Eso debe de haber sido agradable para ti.

– Nos divertíamos muchísimo -mintió Sophie.

Había sido una tortura estudiar con Rosamund y Posy. Había preferido con mucho las clases cuando estaba sola con su institutriz, antes de que ellas llegaran a Penwood Park.

– He de decir que los empleadores de tu madre fueron muy generosos… mmm, perdón -añadió con el ceño fruncido-, ¿cómo dijiste que era el apellido de la familia?

– Grenville.

Lady Bridgerton volvió a fruncir el ceño.

– No los conozco.

– No suelen venir a Londres.

– Ah, eso lo explica. Pero como decía, fue mucha su generosidad al permitirte que estudiaras con sus hijas. ¿Qué estudiaste?

Sophie se sintió paralizada; ya no sabía si eso era un interrogatorio o sólo simple interés de lady Bridgerton. Nadie se había interesado jamás en ahondar en el pasado falso que se había inventado.

– Pues, las asignaturas normales; aritmética, literatura, historia, algo de mitología, francés.

– ¿Francés? -repitió lady Bridgerton, sorprendida-. Qué interesante. Los tutores de francés suelen ser muy caros.

– La institutriz hablaba francés -explicó Sophie-. Por lo tanto no costaba un precio extra.

– ¿Cómo es tu francés?

De ninguna manera podía decirle la verdad, que su francés era perfecto. O casi perfecto, pues hacía mucho tiempo que no lo practicaba y había perdido algo de fluidez.

– Pasable -contestó-. Lo bastante bueno para pasar por criada francesa, si eso es lo que desea.

– ¡Oh, no! -exclamó lady Bridgerton riendo alegremente-. Cielos, no. Sé que está muy de moda tener criadas francesas, pero jamás te pediría que hicieras tus quehaceres tratando de hablar con acento francés.

– Muy amable de su parte -dijo Sophie, procurando que no se le reflejara la desconfianza en la cara.

Estaba segura de que lady Bridgerton era una señora encantadora; tenía que ser encantadora para haber criado a una familia tan encantadora. Pero eso era demasiado encanto.

– Bueno, es… ah, buen día, Eloise. ¿Qué te trae por aquí?

Sophie miró hacia la puerta y vio a una joven que sólo podía ser una Bridgerton. Llevaba sus abundantes cabellos castaños recogidos en un elegante moño en la nuca, y su boca era ancha y expresiva, igual que la de Benedict.

– Benedict me dijo que tenemos una nueva doncella -dijo Eloise.

Lady Bridgerton hizo un gesto hacia Sophie.

– Ella es Sophie Beckett. Estábamos charlando. Creo que nos vamos a llevar a las mil maravillas.

Eloise miró a su madre algo extrañada, o al menos a Sophie le pareció que su expresión era de extrañeza. Era posible que Eloise siempre mirara a su madre con cierta desconfianza, algo confusa, de soslayo. Pero algo la hizo pensar que no era así.

– Mi hermano me ha dicho que le salvaste la vida -dijo Eloise volviéndose hacia ella.

– Exagera -dijo, con una leve sonrisa.

Eloise la miró con una expresión extrañamente atenta, y Sophie tuvo la clara sensación de que le estaba analizando la sonrisa, intentando discernir si quería ridiculizar a Benedict, y en ese caso, si era en broma o con mala intención.

El momento pareció alargarse y de pronto Eloise curvó los labios de una manera sorprendentemente astuta.

– Creo que mi madre tiene razón. Nos vamos a llevar a las mil maravillas.

Sophie tuvo la impresión de que acababa de aprobar una especie de examen fundamental.

– ¿Ya conoces a Francesca y Hyacinth? -le preguntó Eloise. Negó con la cabeza, justo en el momento en que lady Bridgerton decía:

– No están en casa. Francesca fue a visitar a Daphne y Hyacinth está en casa de las Featherington. Parece que ya hizo las paces con Felicity y vuelven a ser inseparables.

– Pobre Penelope -rió Eloise-. Creo que le gustaba la relativa paz y silencio que disfrutaba en ausencia de Hyacinth. Sé que yo disfrutaba de la ausencia de Felicity.

– Mi hija Hyacinth -explicó lady Bridgerton a Sophie- suele encontrarse con más frecuencia que menos en la casa de su mejor amiga Felicity Featherington. Y cuando ella no está ahí, se puede encontrar a Felicity aquí.

Sophie sonrió y asintió, nuevamente tratando de entender por qué le contaban esos detalles a ella. La trataban como si fuera de la familia, algo que no le había ocurrido jamás en su propia familia.

Era muy extraño.

Extraño y maravilloso.

Extraño, maravilloso y horrible.

Porque no duraría.

Pero tal vez podría quedarse un tiempo. No mucho. Unas cuantas semanas, tal vez incluso un mes. El tiempo suficiente para ordenar sus asuntos y pensamientos. El tiempo suficiente para relajarse y simular que era algo más que una sirvienta.

Jamás podría formar parte de la familia Bridgerton. Pero tal vez si podría ser una amiga.

Y hacía tanto tiempo que no había sido amiga de nadie.

– ¿Te pasa algo, Sophie? -le preguntó lady Bridgerton-. Tienes una lágrima en el ojo.

Sophie negó con la cabeza.

– Una mota de polvo -dijo y se apresuró a fingir que estaba ocupada sacando las cosas de su bolsa.

Se dio cuenta de que no la creyeron, pero no le importó mucho.

Y aun cuando no tenía idea de adónde pretendía ir a partir de ese momento, tuvo la rarísima sensación de que acababa de comenzar su vida.

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