Esta cronista ha sabido de muy buena tinta que hace dos días, cuando tomaba el té en Gunter's, a lady Penwood le golpeó un lado de la cabeza una galleta volante.
Esta cronista ha sido incapaz de determinar quién arrojó la galleta, pero todas las sospechas apuntan a las clientas más jóvenes del establecimiento: las señoritas Felicity Featherington y Hyacinth Bridgerton.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 21 de mayo de 1817.
Sophie la habían besado antes, Benedict la había besado antes, pero nada, ni un solo momento de un solo beso, la había preparado para ese beso.
No era un beso. Era el mismo cielo.
Él la besaba con una intensidad que casi no alcanzaba a comprender, acariciándola con los labios, rozando, mordisqueando, tentándola, atizando el fuego en su interior, incitándole el deseo de ser amada, el deseo de amar; y, Dios la amparara, cuando la besaba, lo único que deseaba hacer era besarlo también.
Lo oía susurrar su nombre, pero el susurro apenas le llegaba a través del rugido que sentía en los oídos. Eso era deseo; eso era necesiciad. Qué tonta había sido al pensar que podría negarse eso; qué engreimiento el suyo al creer qur podría ser más fuerte que la pasión.
«Sophie, Sophie», decía él una y otra vez, deslizándole los labios por las mejillas, el cuello, las orejas. Repetía su nombre tantas veces que parecía penetrarle la piel.
Sintió sus manos en los botones de su vestido, sintió soltarse la tela a medida que cada botón salía de su ojal. Eso era todo lo que siempre había jurado no hacer jamás, y sin embargo, cuando el corpiño le bajó a la cintura, dejándola impúdicamente al descubierto, gimió su nombre y arqueó la espalda, ofreciéndose a él como una especie de fruto prohibido.
Benedict dejó de respirar cuando la vio. Se había imaginado ese momento muchas veces, todas las noches cuando yacía en la cama, y en todos los sueños cuando estaba durmiendo. Pero eso, la realidad, era mucho más dulce que un sueño, y mucho más erótico.
Lentamente dezlizó hacia delante la mano con que le había estado acariciando la espalda para acariciarle la caja torácica.
– Eres preciosa -le susurró, incapaz de encontrar palabras más adecuadas.
No había palabras para expresar lo que sentía. Y cuando su temblorosa mano acabó su viaje y se posó sobre su pecho, se le escapó un trémulo gemido. Ya era imposible encontrar palabras; su necesidad era tan intensa, tan primitiva, que lo despojó de su capacidad de hablar. Demonios, escasamente podía pensar.
No sabía cómo esa mujer había llegado a significar tanto para él; tenía la impresión de que un día era una desconocida, y al siguiente le era tan indispensable como el aire. Y sin embargo eso no había ocurrido en un relámpago cegador. Había sido un proceso imprevisto, lento, tortuoso, que le fue coloreando calladamente las emociones hasta que comprendió que sin ella su vida carecía de sentido.
Le tocó la barbilla y le levantó la cara hasta poder mirarle los ojos; éstos parecían irradiar luz desde dentro, brillaban con lágrimas no derramadas. A ella también le temblaban los labios, y él comprendió que estaba tan afectada como él por ese momento.
Fue acercando su cuerpo lenta, muy lentamente. Quería darle la oportunidad de decir no. Lo mataría si decía no, pero peor sería escucharla lamentarlo en la proverbial mañana siguiente.
Pero ella no dijo no, y cuando él estaba a unas pocas pulgadas, ella cerró los ojos y ladeó ligeramente la cabeza, invitándolo silenciosamente a besarla.
Era extraordinario, pero cada vez que la besaba sentía más dulces sus labios, más seductor su aroma. Y aumentaba su necesidad también. Sentía acelerada la sangre de deseo, y tenía que valerse de hasta su última hilacha de control para no tumbarla sobre el sofá y arrancarle la ropa.
Eso vendría después, pensó, sonriendo para sus adentros. Esta vez, seguramente la primera para ella, sería lento, tierno, todo lo que soñaba una jovencita.
Bueno, tal vez no. Sonrió de verdad. A ella no se le habría ocurrido ni soñar con la mitad de las cosas que iba a hacerle.
– ¿De qué sonríes? -le preguntó ella.
Él se apartó un poco y le cogió la cara entre las manos.
– ¿Cómo sabes que sonreí?
– Sentí tu sonrisa en mis labios.
Él deslizó un dedo por el contorno de esos labios y luego le rozó la parte carnosa con el borde de la uña.
– Tú me haces sonreír -susurró-, cuando no me haces desear chillarte, me haces sonreír.
A ella le temblaron los labios y él sintió su aliento, caliente y húmedo en el dedo. Le cogió la mano y se la llevó a la boca, y con un dedo de ella se rozó los labios del mismo modo que le había rozado los labios a ella. Al verla agrandar los ojos, se metió el dedo en la boca y se lo chupó suavemente, lamiéndole y mordisqueándole la yema. Ella ahogó una exclamación, en un sonido dulce y erótico al mismo tiempo.
Eran miles las cosas que deseaba preguntarle, por ejemplo, cómo se sentía, qué sentía, pero lo aterraba que ella se echara atrás si él le daba la oportunidad de poner en palabras alguno de sus pensamientos. Por lo tanto, en lugar de hacerle preguntas, le dio besos, posando otra vez sus labios sobre los de ella, en una atormentadora y escasamente controlada danza de deseo.
Susurrando su nombre como una bendición, la fue haciendo descender sobre el sofá rozándole la espalda desnuda contra la tela del respaldo.
– Te deseo -gimió-. No puedes imaginarte cuánto. No tienes idea.
La única reacción de ella fue un suave y ronco gemido que pareció salirle del fondo de la garganta. Eso fue como echarle aceite al fuego que ardía dentro de él, y la aferró más fuerte con los dedos, enterrándoselos en la piel, mientras deslizaba los labios por la esbelta columna de su cuello.
Fue bajando, bajando los labios, dejándole una estela caliente en la piel, deteniéndose muy brevemente cuando llegó al comienzo de la elevación de su pecho. Ella ya estaba completamente debajo de él, sus ojos velados de deseo. Y eso era muchísimo mejor que cualquiera de sus sueños.
Y vaya si había soñado con ella.
Emitiendo un posesivo gruñido, se introdujo el pezón en la boca. A ella se le escapó un gritito, y él no pudo reprimir un ronco rugido de satisfacción.
– Shhh -la arrulló-, déjame…
– Pero…
Él le puso un dedo sobre los labios, tal vez con demasiada fuerza, pero es que se le estaba haciendo cada vez más difícil controlar sus movimientos.
– No pienses. Limítate a reposar la cabeza en el sofá y deja que yo te dé placer.
Ella pareció dudosa, pero cuando él pasó la boca al otro pecho y reanudó su asalto sensual, a ella se le velaron más los ojos, entreabrió los labios y apoyó la cabeza en los cojines.
– ¿Te gusta esto? -susurró él, siguiendo el contorno del pezón con la lengua.
Sophie no logró abrir los ojos, pero asintió.
– ¿Te gusta esto? -preguntó él, bajando la lengua por el costado del pecho y mordisqueando la sensible piel de más abajo.
Ella asintió, con la respiración superficial y rápida.
– ¿Y esto? -Le bajó más el vestido, y deslizó la boca hacia abajo, mordisquéandole suavemente la piel hasta llegar al ombligo.
Esta vez Sophie ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Dios santo, estaba prácticamente desnuda ante él y lo único que era capaz de hacer era gemir, suspirar y suplicar que continuara.
– Te necesito -susurró, jadeante.
– Lo sé -dijo él con la boca sobre la suave piel del abdomen. Sophie se agitó debajo de él, nerviosa, amilanada por esa primitiva necesidad de moverse. Sentía expandirse algo raro dentro de ella, una especie de calor, de hormigueo. Era como si ella misma se estuviera expandiendo, como preparándose para estallar, para salirse a través de la piel. Era como si, después de veintidós años de vida, estuviera por fin cobrando vida.
Deseosa de sentir la piel de él, le cogió la camisa de fino lino y la tironeó hasta sacarla de las calzas. Lo acarició, deslizando las manos por la parte inferior de su espalda, sorprendida y encantada al sentir estremecerse sus músculos al contacto con sus manos.
– Uy, Sophie -gimió él, estremeciéndose, cuando ella metió las manos bajo la camisa para acariciarle la piel.
Su reacción la envalentonó y lo acarició más, subiendo las manos hasta llegar a los hombros, anchos y musculosos.
Él volvió a gemir y se incorporó soltando una maldición en voz baja.
– Esta maldita camisa estorba -masculló, sacándosela y arrojándola al otro extremo de la sala.
Sophie tuvo un breve instante para mirarle el pecho desnudo antes de que él volviera a ponerse encima de ella; y esta vez sí estaban piel con piel.
Era la sensación más maravillosa que podría haberse imaginado. Sintió su piel cálida, y aunque sus músculos eran duros y potentes, su piel era seductoramente suave. Y olía bien, a una agradable y masculina combinación de sándalo y jabón.
Cuando él bajó la cabeza para besarle y mordisquearle el cuello, ella aprovechó para pasar los dedos por entre sus cabellos. Su pelo era abundante y fuerte, y le hacía cosquillas en el mentón.
– Ay, Benedict -suspiró-. Esto es absolutamente perfecto. No logro imaginarme nada mejor.
Él levantó la cabeza para mirarla, sus ojos oscuros tan pícaros como su sonrisa.
– Yo sí -dijo.
A ella se le abrió la boca como por voluntad propia, y pensó en qué aspecto debía tener, tumbada allí mirándolo como una idiota.
– Espera, ya verás -dijo él-. Tú espera.
– Pero… ¡Oh! -exclamó ella con un gritito cuando el le sacó los zapatos.
Entonces él cerró la mano en su tobillo y la deslizó hacia arriba, por toda la pierna.
– ¿Te imaginabas esto? -le preguntó, rozándole la corva de la rodilla.
Ella negó enérgicamente con la cabeza, tratando de no agitar el cuerpo por la sensación.
– ¿No? Entonces, seguro que no te has imaginado esto -dijo él soltándole las ligas.
– Uy, Benedict, no debes…
– Ah, no, «debo». -Le bajó las medias por las piernas con una torturante lentitud-. De verdad, debo.
Boquiabierta de placer, ella lo observó arrojar las medias al aire por encima de su cabeza. Sus medias no eran de la mejor calidad, pero de todos modos eran bastante ligeras, y flotaron un momento en el aire como vilanos de diente de león hasta aterrizar, una sobre una lámpara y la otra en el suelo.
Y cuando todavía se estaba riendo y mirando la media que colgaba como borracha de la pantalla de la lámpara, él la sobresaltó subiendo las manos por sus piernas hasta llegar a los muslos.
– Parece que nunca nadie te ha tocado aquí -dijo él, travieso.
Ella negó con la cabeza.
– Y parece que nunca te lo imaginaste.
Ella volvió a negar con la cabeza.
– Si no te has imaginado esto -le apretó los muslos, haciéndola lanzar un gritito y arquear el cuerpo-, entonces tampoco te has imaginado esto -añadió, deslizando los dedos hacia arriba, rozándole ligeramente la piel con las redondeadas uñas, hasta llegar a la mata de suave vello de la entrepierna.
– Eso no -dijo ella, más por reflejo que por otra cosa-. No puedes…
– Pues claro que puedo. Te lo aseguro.
– Pero… ¡Oooooh!
De repente se sintió como si el cerebro le hubiera salido volando por la ventana, porque le era imposible pensar en nada mientras los dedos de él la acariciaban ahí. Bueno, casi nada, porque sí era capaz de pensar en lo absolutamente inmoral que era eso y en que no deseaba por nada del mundo que él parara.
– ¿Qué me vas a hacer? -resolló, notando que se le tensaban todos los músculos mientras el movía los dedos de una manera particularmente perversa.
– Todo -repuso él, capturando sus labios con los de él-. Todo lo que deseas.
– Deseo… ¡Oooh!
– Te gusta, ¿verdad? -susurró él, con la boca pegada a su mejilla.
– No sé qué deseo -suspiró ella.
– Yo sí. -Deslizó la boca hacia la oreja y le mordisqueó suavemente el lóbulo-. Sé exactamente qué deseas. Fíate de mí.
Y así fue de fácil. Ella se entregó totalmente a él, y no era que no hubiera llegado ya a ese punto. Pero cuando él le dijo «Fíate de mí», y comprendió que se fiaba, algo cambió ligeramente en su interior. Estaba preparada para eso. Seguía estando mal, pero estaba dispuesta y lo deseaba, y por una vez en su vida haría algo insensato y descabellado, absolutamente atípico en ella.
Como si él le hubiera leído los pensamientos, se apartó un poco y le ahuecó la enorme mano en la mejilla.
– Si quieres que pare tienes que decírmelo ahora -le dijo con una voz increíblemente ronca-. No dentro de diez minutos ni dentro de uno. Tiene que ser ahora.
Conmovida porque él se había tomado el tiempo para pedirle eso, le puso la mano en la mejilla igual como él a ella. Pero cuando abrió la boca, lo único que logró decir fue:
– Por favor.
En los ojos de él relampagueó el deseo y en el mismo instante cambió, como si algo hubiera estallado dentro de él. Desapareció el amante suave y lánguido, y fue reemplazado por un hombre poseído por el deseo. Sus manos estaban en todas partes, sobre sus piernas, alrededor de su cintura, acariciándole la cara. Y antes de que se diera cuenta, su vestido estaba en el suelo, al lado de una de sus medias. Estaba completamente desnuda; se sintió muy rara, pero al mismo tiempo muy bien, mientras él siguiera acariciándola.
El sofá era estrecho, pero eso no parecía importarle a Benedict mientras se quitaba las botas y las calzas. Estaba sentado junto a ella desvistiéndose, porque no podía dejar de tocarla, de acariciarla. Le llevó más tiempo desnudarse, pero por otro lado, tenía la extrañísima sensación de que perecería ahí mismo si se apartaba de ella.
Creía que había deseado a una mujer antes. Creía que había necesitado a una mujer. Pero eso, eso trascendía el deseo y la necesidad. Era algo espiritual; estaba en su alma.
Cuando terminó de quitarse la ropa, volvió a colocarse encima de ella, y se quedó así durante un estremecido momento para saborear la sensación de tenerla debajo, piel con piel, de la cabeza a los pies. Estaba duro como una piedra, más duro de lo que recordaba haber estado nunca, pero batalló con sus impulsos y procuró avanzar lentamente.
Ésa era la primera vez para ella. Tenía que ser perfecto.
Y si no perfecto, por lo menos condenadamente fabuloso.
Deslizó una mano por entre ellos y la tocó. Ella estaba preparada, más que lista para él. Le introdujo un dedo, y sonrió de satisfacción al sentir agitarse todo su cuerpo y tensarse alrededor de su dedo.
– Eso es muy… -dijo ella con la voz rasposa, resollante-. Muy…
– ¿Raro?
Ella asintió.
Él sonrió; una sonrisa lenta, como la de un gato.
– Te acostumbrarás -le aseguró-. Tengo la intención de acostumbrarte, mucho.
Sophie echó atrás la cabeza. Eso era locura, fiebre. Sentía acrecentarse algo dentro de ella, en el fondo de las entrañas, enrollándose, desenrollándose, vibrando, tensándola. Era algo que necesitaba salir, liberarse, algo que la oprimía, pero aún con toda esa opresión, era espectacularmente maravilloso, como si estuviera naciendo en ese momento.
– Ah, Benedict -suspiró-. Aaah, mi amor.
Él se quedó inmóvil, sólo una fracción de segundo pero eso hastó para que ella comprendiera que la había oído. Pero no dijo nada, simplemente le besó el cuello y le apretó la pierna mientras se situaba entre sus muslos y le tocaba la entrada con el miembro.
Ella entreabrió los labios, conmocionada.
– No te preocupes -le dijo él, alegremente, leyéndole la mente, como siempre-. Irá bien.
– Pero…
– Créeme -susurró él con los labios sobre los de ella.
Ella lo sintió entrar, lentamente. La sensación era de ensanchamiento, de invasión, pero no podía decir que fuera desagradable. Era… era…
– Estás muy seria -dijo él, acariciándole la mejilla.
– Es que estoy pensando cómo es la sensación.
– Si tienes la sangre fría para hacer eso quiere decir que no lo estoy haciendo nada bien.
Sobresaltada, ella lo miró. Él le estaba sonriendo, con esa sonrisa sesgada que nunca dejaba de reducirla a pulpa.
– Deja de pensar -musitó él.
– Pero es que es difícil no… ¡Oooh! -exclamó, poniendo los ojos en blanco y arqueándose.
Benedict hundió la cabeza en su cuello, para que ella no viera su expresión divertida. Le pareció que continuar moviéndose sería la mejor manera de impedir que ella analizara un momento que debería ser pura sensación y emoción.
Y eso hizo. Entrando y saliendo fue adentrándose inexorablemente hasta llegar a la frágil barrera de su virginidad.
Era la primera vez que estaba con una virgen, pensó, algo ceñudo. Había oído decir que dolía, que el hombre no podía hacer nada para evitar el dolor, pero seguro que si lo hacía con la mayor suavidad, a ella le sería menos doloroso.
La miró. Ella tenía la cara sonrosada y su respiración era rápida. Tenía los ojos velados, claramente extáticos de pasión.
Eso estimuló su ardor. La deseaba tanto, que le dolían hasta los huesos.
– Esto podría dolerte -le mintió.
Le dolería. Pero estaba desgarrado entre el deseo de decirle la verdad para que estuviera preparada y el de decirle la versión moderada para que no se pusiera nerviosa.
– No me importa -resolló ella-. Sigue, por favor. Te necesito.
Bajó la cabeza para darle un último y abrasador beso al tiempo que embestía impulsándose con las caderas. La sintió tensarse cuando le rompió la telita, y tuvo que morderse la mano para no eyacular en ese mismo instante.
Parecía más un muchacho novato de dieciséis años que un hombre experimentado de treinta.
Ella le producía eso. Sólo ella. Ese pensamiento le inspiraba humildad.
Apretando los dientes para controlar sus impulsos más bajos, comenzó a moverse dentro de ella, con lentos embites, cuando lo que en realidad deseaba era desenfrenarse totalmente.
– Sophie, Sophie -musitó, y siguió repitiendo su nombre en silencio para recordar que esta vez era para ella.
Estaba ahí para satisfacer las necesidades de ella, no las de él.
Sería perfecto. Tenía que ser perfecto. Necesitaba que a ella le gustara eso. Necesitaba que ella lo amara.
Ella ya había empezado a moverse, cada vez más rápido, y cada movimiento acicateaba su propio frenesí. Quería hacerlo más pausado, más suave, por ella, pero ella le estaba poniendo condenadamente difícil aguantarse. Sentía sus manos por todas partes, en las caderas, en la espalda, apretándole los hombros.
– Sophie -gimió otra vez.
No podría contenerse mucho rato más. No tenía la fuerza, no tenía la nobleza, no era…
– ¡Oooooooohhhh!
Ella se estremeció, arqueando el cuerpo y soltando un gritito. Le enterró los dedos en la espalda, arañándole la piel, pero a él no le importó. Lo único que sabía era que ella había llegado a su liberación, y eso era fantástico y, por el amor de Dios, por fin podía…
– ¡Aaahhhh!
Explotó. Ninguna otra palabra podía describirlo.
Por unos momentos, no pudo dejar de seguir moviéndose, nu pudo dejar de estremecerse, y de pronto, en un instante, se desmoronó, vagamente consciente de que la estaba aplastando; pero era incapaz de mover ni un solo músculo.
Debería decirle algo, decirle algo sobre lo maravilloso que había sido. Pero tenía la lengua torpe, sentía pesados los labios y, además, apenas podía abrir los ojos. Las palabras bonitas tendrían que esperar.
Sólo era un hombre al fin y al cabo, y tenía que recuperar el aliento.
– ¿Benedict? -susurró ella.
Él dejó caer la mano, rozándola ligeramente. Fue lo único que logró hacer para indicarle que la había oído.
– ¿Siempre es así?
Él movió la cabeza de uno a otro lado, con la esperanza de que ella sintiera el movimiento y entendiera que quería decir no.
Ella suspiró y pareció hundirse más en los cojines.
– Ya me lo parecía.
Benedict le besó el lado de la cabeza, que fue lo más lejos que logró llegar. No, no siempre era así. Había soñado con ella muchas veces, pero eso… eso…
Eso era mucho más que los sueños.
Sophie no lo habría creído posible, pero tenía que haberse quedado dormida, aún con el sensacional peso de Benedict aplastándola en el sofá y haciéndole un poco difícil respirar. Él debió quedarse dormido también, y al despertar la despertó a ella, con la repentina ráfaga de aire fresco que le dio en el cuerpo al quitarse él de encima.
Él la cubrió con una manta antes de que ella tuviera la posibilidad de azorarse por su desnudez. Sonrió al mismo tiempo de ruborizarse, porque no era mucho lo que se podía hacer para aliviarle el azoramiento. Y no era que se arrepintiera de lo que acababa de hacer. Pero una mujer no pierde la virginidad en un sofá sin sentir un poco de vergüenza. Eso sencillamente no es posible.
De todos modos, colocarle la manta fue un gesto considerado, aunque no sorprendente. Benedict era un hombre considerado.
Pero estaba claro que él no compartía su recato, pensó, porque no hizo ni amago de cubrirse cuando atravesó la sala para ir a recoger la ropa que arrojara de cualquier manera. Lo miró descaradamente mientras él se ponía las calzas. Él estaba erguido y orgulloso, y la sonrisa con que la obsequió cuando la sorprendió mirándola fue cálida y franca.
Dios santo, cómo amaba a ese hombre.
– ¿Cómo te sientes? -le preguntó él.
– Muy bien. Estupendamente bien. -Sonrió tímida-. Espléndidamente.
Él recogió su camisa y metió un brazo.
– Enviaré a alguien a recoger tus cosas.
Ella pestañeó.
– ¿Qué quieres decir?
– No te preocupes, elegiré a uno que sea discreto. Sé que podría ser violento para ti ahora que conoces a mi familia.
Sophie se apretó la manta contra el cuerpo, deseando que su ropa no estuviera fuera de su alcance. Porque repentinamente se sintió avergonzada. Había hecho lo que siempre había jurado no hacer jamás, y ahora Benedict suponía que iba a ser su querida. ¿Y por que no habría de suponerlo? Era una suposición muy natural.
– Por favor, no envíes a nadie -dijo con una débil vocecita.
Él la miró sorprendido.
– ¿Prefieres ir tú?
– Prefiero que mis cosas sigan donde están -dijo dulcemente. Era más fácil decirle eso que decirle que no se convertiría en su querida.
Una vez, podía perdonársela. Una vez, podía incluso ser un recuerdo entrañable. Pero una vida con un hombre que no era su marido, eso sí sabía que no lo podría hacer.
Se miró el vientre, rogando que no hubiera allí un hijo que nacería ilegítimo.
– ¿Qué me has dicho? -le preguntó él, mirándole atentamente la cara.
– He dicho -ella, tragando saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta- que no puedo ser tu querida.
– ¿Y cómo le llamas a esto? -preguntó él entre dientes, agitando los brazos hacia ella.
– Lo llamo un error de juicio -repuso ella, sin mirarlo a los ojos.
– Ah, ¿o sea que soy un error de juicio? -dijo él en un tono exageradamente agradable-. Qué bien. Creo que nunca antes lle sido un error de juicio de nadie.
– Sabes que no es eso lo que quise decir.
– ¿Sí? -Cogió una bota y se sentó en el brazo de un sillón a ponérsela-. Francamente, querida mía, ya no sé que quieres decir.
– No debería haber hecho esto.
Él giró bruscamente la cabeza para mirarla, la furia que despedían sus ojos reñida con la suavidad de su sonrisa.
– ¿Ahora soy un «no debería»? Excelente. Incluso mejor que un error de juicio. Suena mucho más malvado, ¿no crees? Un error es simplemente una equivocación.
– No hay ninguna necesidad de que trates esto de un modo tan repugnante.
Él ladeó la cabeza como si estuviera considerando esas palabras.
– ¿Eso he hecho? Yo creía actuar del modo más amistoso y comprensivo. Oye, ni gritos ni chillidos.
– Preferiría los gritos y chillidos a esto.
Él recogió el vestido y se lo lanzó, sin demasiada suavidad.
– Bueno, no siempre tenemos lo que preferimos, ¿verdad señorita Beckett? Yo puedo dar fe de eso.
Ella cogió el vestido y lo metió bajo la manta, con la esperanza de encontrar la manera de ponérselo sin retirar la manta.
– Será un estupendo truco si descubres la forma de hacerlo -le dijo él, mirándola con aire de superioridad.
Ella lo miró indignada.
– No te pediré que te disculpes de ese insulto.
– Bueno, eso es un alivio. Dudo de mi capacidad para encontrar las palabras.
– Por favor, no seas tan sarcástico.
– No estás en posición para pedirme nada -repuso él, con una sonrisa muy burlona.
– Benedict…
Él se inclinó sobre ella con una sonrisa groseramente impúdica.
– A no ser, claro, que me pidas que vuelva a acostarme contigo, lo que haría con mucho gusto.
Ella guardó silencio.
– ¿Sabes cómo sienta el verse rechazado? -continuó él, dulcificando un tanto la expresión de sus ojos-. ¿Cuántas veces crees que puedes rechazarme hasta que yo deje de intentarlo?
– No es que yo quiera…
– Vamos, déjate de esa vieja excusa. Está gastada. Si quisieras vivir conmigo, vivirías conmigo. Si te niegas es que no quieres.
– No lo comprendes -dijo ella en voz baja-. Tú siempre has estado en una posición en que puedes hacer lo que quieres. Algunos no tenemos ese lujo.
– Tonto de mí. Pensé que lo que te ofrecía era justamente ese lujo.
– El lujo de ser tu querida -dijo ella amargamente.
Él se cruzó de brazos, frunciendo los labios.
– No harás nada que no hayas hecho ya.
Ella decidió pasar por alto el insulto. No era más de lo que se merecía. Se había acostado con él. ¿Por qué no iba a pensar él que sería su querida?
– Me dejé llevar -contesto al fin-. Cometí un error. Pero eso no significa que deba cometerlo otra vez.
– Puedo ofrecerte una vida mejor -dijo él en voz baja.
– No seré tu querida -repuso ella, negando con la cabeza-. No seré la querida de ningún hombre.
Él entreabrió los labios, anonadado al entender el sentido de sus palabras. La miró incrédulo.
– Sophie, sabes que no puedo casarme contigo.
– Claro que lo sé -espetó ella-. Soy una criada, no una idiota.
Benedict trató de ponerse en su piel por un momento. Sabía que ella deseaba respetabilidad, pero tenía que entender que él no podía dársela.
– Sería difícil para ti también si me casara contigo -dijo dulcemente-. No te aceptarían. La alta sociedad sabe ser cruel.
A Sophie se le escapó una risita hueca.
– Lo sé -dijo, sonriendo sin humor-. Puedes estar seguro de que lo sé.
– ¿Entonces por qué…?
– Hazme un favor -interrumpió ella, desviando la cara para no continuar mirándolo-. Busca a alguien para casarte. Encuentra a una persona aceptable, que te haga feliz, y entonces déjame en paz.
Esas palabras dieron en el clavo. Repentinamente Benedict recordó a la dama del baile de máscaras. Ella era de su mundo, de su clase. Habría sido aceptable. Y mientras miraba a Sophie, que estaba acurrucuada en el sofá tratando de no mirarlo, cayó en la cuenta de que ésa era la mujer que siempre había visto en su mente cuando pensaba en el futuro, cuando se imaginaba con una esposa e hijos.
Había pasado los dos años pasados con un ojo puesto en la puerta de cada salón en que se encontrara, siempre esperando que entrara su dama del vestido plateado. A veces se sentía tonto, incluso estúpido, pero nunca había logrado borrarla de sus pensamientos.
Tampoco había logrado librarse del sueño, de aquel en que se casaba con ella y vivían felices para siempre.
Era una fantasía tonta para un hombre de su reputación, dulzona y sensiblera, pero no había podido evitarla. Ése era el resultado de criarse en una familia numerosa y amorosa: quería tener una familia igual.
Pero la misteriosa mujer del baile había sido apenas algo más que un espejismo. Demonios, si ni siquiera sabía cómo se llamaba. En cambio Sophie estaba allí.
No podía casarse con ella, pero eso no significaba que no pudieran vivir juntos. Eso significaría transigencia, principalmente por parte de ella, reconoció. Pero era posible. Y ciertamente serían más felices que si estuvieran separados.
– Sophie, sé que la situación no es ideal…
– No -interrumpió ella, en voz muy baja, apenas audible.
– Si quisieras escucharme…
– Por favor, no.
– Pero si no…
– ¡Basta! -exclamó ella, elevando peligrosamente el volumen de su voz.
Tenía los hombros tan tensos que casi le tocaban las orejas, pero Benedict continuó de todos modos. La amaba; la necesitaba. Tenía que hacerla entrar en razón.
– Sophie, sé que estarías de acuerdo si…
– ¡No quiero tener un hijo ilegítimo! -gritó ella, poniéndose de pie y tratando de envolverse en la manta-. ¡No quiero! Te amo, pero no tanto como para eso. A nadie amo tanto.
– Bien podría ser ya demasiado tarde para eso -musitó él mirándole el vientre.
– Lo sé -repuso ella en voz baja-, y eso ya me está royendo por dentro.
– Los remordimientos suelen hacer eso.
– No me arrepiento de lo que hicimos -dijo ella desviando la vista-. Ojalá pudiera. Sé que debería, pero no puedo.
Benedict se limitó a contemplarla. Deseaba entenderla, pero no lograba comprender cómo podía ser tan inflexible en su negativa a ser su querida y tener sus hijos y al mismo tiempo no lamentar haberse acostado con él.
¿Cómo podía decir que lo amaba? Eso le hacía aún más intenso el dolor.
– Si no hemos engendrado un hijo -continuó ella en voz baja-, me consideraré muy afortunada. Y no quiero volver a tentar a la suerte.
– No, sólo me tentarás a mí -dijo él, detestando la burla que detectó en su voz.
Ella hizo como si no lo hubiera oído y se arrebujó más la manta, mirando sin ver un cuadro de la pared.
– Tendré un recuerdo que mimaré siempre. Y por eso, supongo, no puedo arrepentirme de lo que hicimos.
– No te calentará por la noche.
– No -concedió ella tristemente-, pero llenará mis sueños.
– Eres una cobarde. Una cobarde por no tratar de hacer realidad esos sueños.
Ella se giró a mirarlo.
– No, cobarde no -dijo, con la voz extraordinariamente serena dada la ferocidad con que la miraba él-. Lo que soy es una hija ilegítima, una bastarda, Y antes de que digas que no te importa, permiteme que te diga que a mí sí. Y a todos los demás les importa. No ha pasado un sólo día sin que se me recuerde de alguna manera la ilegitimidad de mi nacimiento.
– Sophie…
– Si tuviera una hija -continuó ella, con la voz algo quebrada-, ¿sabes cuánto la amaría? Más que a mi vida, más que a mi respiración, más que a nada. ¿Cómo podría hacer a una hija mía el daño que me han hecho a mí? ¿Cómo podría someterla al mismo tipo de sufrimiento?
– ¿Rechazarías a tu hija?
– ¡Por supuesto que no!
– Entonces no sentiría el mismo tipo de sufrimiento -dijo él, encogiéndose de hombros-. Porque yo tampoco la rechazaría.
– No lo entiendes -dijo ella, acabando con un sollozo ahogado.
Él hizo como si no la hubiera oído.
– ¿Tengo razón en suponer que a ti te rechazaron tus padres?
Ella sonrió irónica.
– No exactamente. Desentenderse sería una mejor definición.
– Sophie -dijo él corriendo a cogerla en sus brazos-, no tienes por qué repetir los errores de tus padres.
– Lo sé -repuso ella, sin rechazar el abrazo pero sin corresponderlo tampoco-. Y por eso no puedo ser tu querida. No quiero revivir la vida de mi madre.
– No la rev…
– Dicen que una persona inteligente es aquella que aprende de sus errores -interrumpió ella con voz enérgica, silenciándolo-. Pero una persona verdaderamente inteligente es aquella que aprende de los errores de los demás. -Se apartó de él y levantó la cara para mirarlo-. Me agrada pensar que soy una persona verdaderamente inteligente. Por favor, no me quites eso.
Él vio en sus ojos un dolor desesperado, casi palpable, que le golpeó el pecho y lo hizo retroceder un paso.
– Querría vestirme -dijo ella volviéndose hasta darle la espalda-. Creo que deberías salir.
Él le miró la espalda unos segundos y luego dijo:
– Podría hacerte cambiar de opinión. Podría besarte y tú…
– No lo harías -repuso ella sin mover un músculo-. Eso no está en ti.
– Lo está.
– Me besarías y luego te odiarías. Y eso sólo llevaría un segundo.
Sin decir otra palabra él salió, y dejó que el ruido de la puerta al cerrarse le indicara su salida.
Entonces Sophie, con las manos temblorosas, dejó caer la manta y se arrojó en el sofá, manchando para siempre la delicada tela con sus lágrimas.