Capítulo 4

Más de un invitado al baile de máscaras ha informado a esta cronista que a Benedict Bridgerton se le vio en compañía de una dama desconocida que vestía un traje plateado.

Por mucho que lo ha intentado, esta cronista ha sido absolutamente incapaz de descubrir la identidad de la misteriosa dama. Y si esta cronista no ha podido descubrir la verdad, podéis estar seguros de que su identidad es un secreto muy bien guardado.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815


Ella había desaparecido.

De pie delante de la casa Bridgerton, en la acera, Benedict escudriñó la calle. Era una locura. Toda Grosvenor Square estaba atiborrada de coches. Ella podía estar en cualquiera de ellos, o simplemente sentada en algún lugar sobre los adoquines, protegiéndose del tráfico. También podía estar en uno de los tres coches que acababan de salir del enredo y desaparecido en la esquina.

Fuera como fuera, ya no estaba.

Estaba medio dispuesto a estrangular a lady Danbury, que le enterró cl bastón en el pie e insistió en darle la opinión de la mayoría de los disfraces de los invitados. Cuando logró librarse de ella, su dama misteriosa había desaparecido por la puerta lateral del salón de baile.

Y él sabía que ella no tenía la menor intención de permitir que la volviera a ver.

Soltó una maldición con bastante rabia. De todas las damas que le había presentado su madre, y eran muchísimas, con ninguna de ellas había sentido la misma conexión espiritual que ardiera entre él y la dama vestida de plata. Desde el momento en que la vio, no, desde un momento antes de verla, cuando sólo sentía su presencia, había notado el aire vivo, crujiente de tensión y excitación. Y él también se había sentido vivo, vivo de una manera que hacía años que no sentía, como si de pronto todo fuera nuevo, resplandeciente, lleno de pasión y sueños.

Y sin embargo…

Volvió a maldecir, esta vez con un punto de pesar.

Y sin embargo, ni siquiera sabía de qué color tenía los ojos.

Ciertamente no eran castaño oscuros. De eso estaba seguro. Pero con la tenue iluminación de las velas esa noche, no había logrado discernir si eran azules o verdes, o castaño claro o grises. Eso lo roía, le producía una quemante sensación de hambre en la boca del estómago.

Decían que los ojos son las ventanas del alma. Si de verdad había encontrado a la mujer de sus sueños, aquella con la que podía por fin imaginarse una familia y un futuro, por Dios que tenía que saber de qué color tenía los ojos.

No le resultaría fácil encontrarla. No podía ser fácil encontrar a una persona que no quiere que la encuentren, y ella le había dejado muy claro que su identidad era un secreto.

Los datos de que disponía eran insignificantes, mirados en su mejor aspecto. Unos pocos comentarios respecto a la columna de lady Whistledown y…

Miró el guante que todavía tenía cogido en la mano derecha. Había olvidado que lo tenía mientras se abría paso por el salón. Se lo acercó a la cara para aspirar su aroma, y muy sorprendido comprobó que no olía a agua de rosas ni a jabón, como olía su misteriosa dama. Tenía un olor más bien rancio, como si hubiera estado guardado muchos años en un arcón en un ático.

Eso era extraño. ¿Por qué llevaría unos guantes antiguos?

Lo dio vueltas en la mano, como si ese movimiento la fuera a traer de vuelta, y entonces fue cuando vio un diminuto bordado en el borde.

SLG. Ésas eran las iniciales del nombre de alguien.

¿De ella tal vez?

Y un blasón de familia. Uno que no reconocía.

Pero su madre lo sabría. Su madre siempre sabía ese tipo de cosas. Era posible que si conocía el blasón también supiera de quién eran las iniciales.

Sintió su primer asomo de esperanza. La encontraría. La encontraría y la haría suya. Era así de sencillo.


A Sophie le llevó una escasa media hora volver a su monótono estado normal. Desaparecidos estaban el vestido, los brillantes pendientes y el elegante peinado. Los zapatos enjoyados estaban muy bien ordenaditos en el ropero de Araminta, el pintalabios que usara la criada para pintarle los labios había retornado a su lugar en el tocador de Rosamund. Incluso había dedicado cinco minutos a masajearse la cara para hacer desaparecer las marcas dejadas por el antifaz.

Estaba como siempre antes de acostarse: sencilla, ordinaria, sin pretensiones, el pelo recogido en una trenza suelta, los pies metidos en medias de abrigo para protegerse del frío aire nocturno.

Volvía a parecer lo que era en realidad, nada más que una criada. Había desaparecido todo rastro de la princesa de cuento de hadas que había sido durante una corta velada.

Y lo más triste de todo, había desparecido su príncipe de cuento de hadas.

Benedict Bridgerton era todo lo que había leído sobre él en Whistledown. Apuesto, fuerte, gallardo. Era el tema de los sueños de una joven, pero no, pensó tristemente, de sus sueños. Un hombre como ese no se casa con la bastarda de un conde. Y ciertamente no se casa con una criada.

Pero por una noche había sido de ella, y eso tendría que bastarle.

Cogió un perro de peluche que tenía desde que era pequeña. Lo había conservado todos esos años como recordatorio de tiempos más felices. Normalmente lo tenía sobre la cómoda, pero por algún motivo, esa noche deseaba tenerlo más cerca. Se metió en la cama con el perrito bajo el brazo y se acurrucó bajo las mantas.

Después cerró los ojos, mordiéndose el labio mientras unas lágrimas silenciosas caían sobre la almohada. Era una noche larga, muy larga.


– ¿Reconoces esto?

Sentado junto a su madre en su muy femenina sala de estar decorada en rosa y crema, Benedict Bridgerton le enseñó su único vínculo con la mujer vestida de plata. Violet Bridgerton cogió el guante y miró detenidamente el blasón. No tardó más de un segundo en declarar:

– Penwood.

– ¿Como en conde de…?

Ella asintió.

– Y la G podría ser de Gunningworth. Si no recuerdo mal, hace poco el título recayó fuera de la familia. El conde murió sin dejar descendencia. Ah, debe de hacer unos seis o siete años de esto. El título pasó a un primo lejano. Y -añadió, moviendo la cabeza desaprobadora-, anoche olvidaste bailar con Penelope Featherington. Por suerte tu hermano estaba allí para bailar con ella en tu lugar.

Benedict reprimió un gemido y trató de pasar por alto la regañina.

– ¿De quién son entonces las iniciales S, L, G?

Violet entrecerró sus ojos azules.

– ¿Por qué te interesa?

– Supongo que no contestarás a mi pregunta haciéndome tú otra -dijo Benedict en tono quejumbroso.

Ella emitió un muy educado bufido.

– Me conoces bien.

Benedict estuvo a punto de mirar al cielo y poner los ojos en blanco, pero se contuvo.

– ¿A quién pertenece este guante, Benedict? -preguntó ella. Al ver que no contestaba con la rapidez que ella quería, añadió-: ¿Podrías contármelo todo? Sabes que lo descubriré muy pronto y será menos vergonzoso para ti si no tengo que hacerte preguntas.

Benedict exhaló un suspiro. Iba a tener que decírselo todo. O al menos, casi todo. No le gustaba nada explicarle ese tipo de detalles a su madre; ella tendía a aferrarse a la más mínima esperanza de que él pudiera casarse, y se aferraba con la tenacidad de un percebe. Pero no tenía otra opción, si quería encontrarla.

– Anoche en el baile de máscaras conocí a alguien -dijo al fin. Violet se cogió las manos, encantada.

– ¿Sí?

– Ella fue el motivo de que olvidara bailar con Penelope.

Violet parecía a punto de morir de arrobamiento.

– ¿Quién es? ¿Una de las hijas de Penwood? -Frunció el ceño-. No, eso es imposible. No tuvo hijas. Pero sí tenía hijastras. -Volvió a fruncir el ceño-. Aunque he de decir, habiendo conocido a esas dos muchachas… bueno…

– ¿Bueno qué?

Violet arrugó la frente, buscando palabras educadas.

– Bueno, simplemente no me habría imaginado que te interesaría una de ellas, eso es todo. Pero si te interesa -añadió con la cara considerablemente más alegre-, invitaré a la condesa viuda a tomar el té. Es lo menos que puedo hacer.

Benedict abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla al ver que su madre volvía a fruncir el ceño.

– ¿Qué pasa ahora?

– Ah, nada. Sólo que… bueno…

– Suéltalo, madre.

Ella sonrió, una sonrisa débil.

– Lo que pasa es que no me cae particularmente bien la condesa viuda. Siempre la he encontrado algo fría y ambiciosa.

– Hay quienes dirían que tú eres ambiciosa también, madre-observó él.

Violet arrugó la nariz.

– Claro que tengo la gran ambición de que mis hijos hagan un buen y feliz matrimonio, pero no soy del tipo que casaría a una hija con un viejo de setenta años, simplemente porque es duque.

Benedict no logró recordar a ningún duque de setenta años haciendo un viaje al altar.

– ¿Ha hecho eso la condesa?

– No, pero lo haría. Mientras que yo… -Benedict tuvo que reprimir una sonrisa al ver a su madre señalar-. Permitiría que mis hijas se casaran con personas pobres si eso las hacía felices.

Benedict arqueó una ceja.

– Tendrían que ser pobres de buenos principios y muy trabajadores, eso sí -continuó ella-. Ningún jugador necesita hacer proposiciones.

No queriendo reírse de su madre, Benedict tosió discretamente en su pañuelo.

– Pero tú no deberías preocuparte por mí -dijo Violet, mirándolo de reojo y luego pellizcándole suavemente el brazo.

– Pues sí que debo -se apresuró a decir él.

Ella sonrió, muy serena.

– Dejaré de lado mis sentimientos por la condesa viuda si quieres a una de sus hijas. -Lo miró esperanzada-. ¿Quieres a una de sus hijas?

– No tengo idea -reconoció Benedict-. No logré saber su nombre. Sólo tengo su guante.

Violet lo miró severa.

– No te voy a preguntar cómo obtuviste su guante.

– Fue todo muy inocente, te lo aseguro.

La expresión de Violet era de enorme desconfianza.

– Tengo demasiados hijos varones para creerme eso -masculló.

– ¿Y las iniciales? -le recordó él.

Violet volvió a mirar detenidamente el guante.

– Es bastante viejo -dijo.

– Yo también pensé eso -asintió él-. Huele un poco a rancio, como si hubiera estado guardado mucho tiempo.

– Y el bordado también está desgastado -comentó ella-. No sé qué podría significar la L, pero la S podría ser de Sarah, la madre del difunto conde, que también murió. Lo cual tendría sentido, dada la antigüedad del guante.

Benedict estuvo un rato mirando el guante en las manos de su madre. Al fin dijo:

– Estoy bastante seguro de que no conversé con un fantasma anoche. ¿A quién crees que podría pertenecer el guante?

– No tengo idea. A alguien de la familia Gunningworth, me imagino.

– ¿Sabes dónde viven?

– Pues, en la casa Penwood. El nuevo conde no las ha echado todavía. No sé por qué. Tal vez teme que deseen vivir con él cuando tome residencia. Creo que ni siquiera ha venido a la ciudad para la temporada. No lo conozco.

– ¿Sabes por casualidad…?

– ¿Dónde está la casa Penwood? -terminó ella-. Claro que sí. No está lejos, sólo a unas cuantas manzanas de aquí.

Le dio la dirección y Benedict, en su prisa por ponerse en marcha, ya estaba a medio camino de la puerta cuando ella terminó.

– ¡Ah, Benedict! -lo llamó ella, sonriendo muy divertida.

– ¿Sí? -dijo él, volviéndose.

– Las hijas de la condesa se llaman Rosamund y Posy, por si te interesa.

Rosamund y Posy. Ninguno de los dos nombres le pareció adecuado, pero ¿qué sabía él? Era posible que su nombre Benedict no les pareciera adecuado a las personas que conocía. Giró sobre sus talones y nuevamente trató de salir, pero su madre lo detuvo con otro:

– ¡Ah, Benedict!

Volvió a girarse.

– ¿Sí, madre? -preguntó, en tono intencionadamente molesto.

– Me dirás lo que ocurre, ¿verdad?

– Por supuesto, madre.

– Mientes -dijo ella, sonriendo-. Pero te perdono. Es muy agradable verte enamorado.

– No estoy…

– Lo que tu digas, cariño -dijo ella, haciéndole un gesto de despedida.

Benedict decidió que no tenía ningún sentido contestar, así que sin nada más que una mirada al cielo con los ojos en blanco, salió de la sala y se apresuró a salir de la casa.


– ¡Soooophiiie!

Sophie levantó bruscamente la cabeza. La voz de Araminta sonaba más airada que de costumbre, si era posible eso. Araminta siempre estaba molesta con ella.

Señalándose a sí misma con un grandioso gesto.

– ¡Sophie! Maldición, ¿dónde se ha metido esa muchacha infernal?

– Aquí está la muchacha infernal -masculló Sophie, dejando sobre la mesa la cuchara de plata que había estado puliendo. En su calidad de doncella de Araminta, Rosamund y Posy, no debería tener que añadir esa tarea a su lista de quehaceres, pero Araminta realmente se deleitaba en hacerla trabajar como una esclava.

Se levantó y salió al corredor. Sólo Dios sabía por qué estaba fastidiada Araminta esta vez.

– Estoy aquí -gritó. Miró a uno y otro lado-. ¿Milady? Apareció

Araminta en la esquina del corredor, pisando fuerte.

– ¿Qué significa esto? -chilló, levantando algo que tenía en la mano derecha.

Sophie le miró la mano y logró arreglárselas para reprimir una exclamación ahogada. Araminta tenía los zapatos que ella se había puesto la noche anterior.

– N-no sé q-qué quiere decir -tartamudeó.

– Estos zapatos son nuevos. ¡Nuevos!

Sophie guardó silencio hasta que cayó en la cuenta de que Araminta exigía una respuesta.

– Mmm, ¿cuál es el problema?

– ¡Mira esto! -chilló Araminta, pasando el dedo por uno de los tacones-. Está rayado. ¡Rayado! ¿Cómo puede haber ocurrido esto?

– No lo sé, milady. Tal vez…

– No hay tal vez que valga. Alguien se ha puesto mis zapatos.

– Le aseguro que nadie se ha puesto sus zapatos -replicó Sophie, sorprendida de que la voz le saliera tan tranquila-. Todos sabemos lo delicada que es usted con su calzado.

Araminta entrecerró los ojos y la miró con desconfianza.

– ¿Es un sarcasmo eso?

Sophie pensó que si Araminta tenía que preguntar quería decir que le había salido muy bien el sarcasmo.

– ¡No, claro que no! -mintió-. Simplemente quise decir que usted cuida muy bien de sus zapatos. Duran más así. -Puesto que Araminta no decía nada, añadió-: Y eso significa que no tiene necesidad de comprar muchos pares.

Decir lo cual era una absoluta ridiculez, pues Araminta ya tenía más pares de zapatos que los que podría usar una persona en toda su vida.

– Esto es culpa tuya -gruñó la mujer.

Según Araminta, todo era siempre culpa de ella, pero esta vez tenía la razón, de modo que Sophie simplemente tragó saliva y dijo:

– ¿Que quiere que haga al respecto, milady?

– Quiero saber quién usó mis zapatos.

– Tal vez se rayaron en el armario -sugirió Sophie-. Tal vez usted los rozó por casualidad con el pie al pasar.

– Nunca hago nada «por casualidad» -ladró Araminta.

Eso era cierto, pensó Sophie. Todo lo que hacía Araminta, lo hacía con intención.

– Puedo preguntarlo a las criadas. Tal vez alguna de ellas sepa algo.

– Las criadas son una manada de idiotas. Lo que saben cabe en la uña de mi dedo meñique.

Sophie esperó por si Araminta añadía «A excepción de ti», pero lógicamente no lo dijo.

– Puedo tratar de limpiarlo. Seguro que podré hacer algo para borrar la marca de rozadura.

– Los tacones están revestidos en satén -dijo Araminta, burlona-. Si logras encontrar una manera de pulir eso, tendríamos que admitirte en el Colegio Real de Científicos de Tejidos.

A Sophie le habría gustado preguntar si existía un Colegio Real de Científicos de Tejidos, pero Araminta no tenía mucho sentido del humor, ni siquiera cuando no estaba irritada. Hacer una broma en ese momento sería una clara invitación al desastre.

– Podría frotarlo -sugirió-. O cepillarlo.

– Haz eso. Por cierto, mientras estás en ello…

Maldición. Todo lo malo comenzaba cuando Araminta decía

«Mientras estás en ello…».

– … podrías limpiar todos mis zapatos.

Sophie tragó saliva. La colección de zapatos de Araminta estaba formada por al menos ochenta pares.

– ¿Todos?

– Todos. Y mientras estás en ello…

Bueno, ¿más aún?

– ¿Lady Penwood?

Afortunadamente Araminta se interrumpió a mitad de la orden para volverse a ver qué quería el mayordomo.

– Un caballero desea verla, milady -dijo él, pasándole una tarjeta de visita blanca.

Araminta la cogió y leyó el nombre. Agrandó los ojos.

– ¡Oh! -Volviéndose al instante al mayordomo, ladró-: ¡Té! ¡Galletas! El mejor servicio de plata. ¡Inmediatamente!

El mayordomo se alejó a toda prisa, y Sophie se quedó mirando a Araminta con curiosidad no disimulada.

– ¿Tal vez yo podría ayudar en algo? -preguntó.

Araminta pestañeó dos veces y la miró como si se hubiera olvidado de su presencia.

– No -espetó-. Estoy muy ocupada para molestarme contigo. Sube inmediatamente. -La miró otro momento, y añadió-: ¿Y qué estabas haciendo aquí, por cierto?

Sophie hizo un gesto hacia el comedor, de donde acababa de salir.

– Usted me pidió que puliera…

– Te pedí que te ocuparas de mis zapatos -chilló Araminta.

– Muy bien -dijo Sophie al fin. En su opinión, ésa era una manera muy rara de actuar, incluso para Araminta-. Primero voy a guardar las…

– ¡Sube ahora mismo!

Sophie corrió hacia la escalera.

– ¡Espera!

– ¿Sí? -preguntó, vacilante.

Araminta frunció los labios en un gesto nada atractivo.

– Asegúrate de que Rosamund y Posy estén bien peinadas.

– Por supuesto.

– Después puedes ordenarle a Rosamund que te encierre en mi ropero.

Sophie la miró fijamente. ¿Quería que ella diera la orden de que la encerraran en un ropero?

– ¿Me has entendido?

Sophie ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Algunas cosas eran sencillamente demasiado humillantes.

Araminta se le acercó hasta poner la cara casi tocándole la de ella.

– No me has contestado. ¿Has entendido?

Sophie asintió, pero apenas. Al parecer, cada día que pasaba le proporcionaba más pruebas de la intensidad del odio que Araminta sentía por ella.

– ¿Por qué me tiene aquí? -preguntó, antes de pensarlo mejor.

– Porque te encuentro útil -fue la respuesta.

Sophie se quedó un momento observándola alejarse y luego subió corriendo la escalera. Después de ver que los peinados de Rosamund y Posy estaban bastante aceptables, con un suspiro se acercó a Posy y le dijo:

– Enciérrame en ese ropero, por favor.

Posy la miró sorprendida.

– ¿Qué has dicho?

– Me ordenaron que se lo pidiera a Rosamund, pero no me siento capaz de hacerlo.

Posy asomó la cabeza en el inmenso armario empotrado con gran interés.

– ¿Puedo preguntar para qué?

– Tengo que limpiar los zapatos de tu madre.

Posy tragó saliva, incómoda.

– Lo siento.

– Yo también -dijo Sophie, suspirando-. Yo también.

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