La señorita Posy Reiling (la hijastra menor del difunto conde de Penwood) no es tema frecuente en esta columna (como tampoco es, lamenta decir esta cronista, objeto frecuente de atención en las funciones sociales), pero una no pudo dejar de observar que su comportamiento fúe muy extraño en la velada musical que ofreció su madre la noche del martes. Insistió en sentarse junto a la ventana y durante toda la actuación no hizo otra cosa que mirar hacia la calle, como si buscara algo, ¿o a alguien tal vez?
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, Benedict estaba repantigado en el sillón con los ojos vidriosos. De tanto en tanto tenía que hacerse una revisión para asegurarse de que no le colgaba la mandíbula.
Así de aburrida era la conversación de su madre.
La damita de la que quería hablarle había resultado ser siete damitas, cada una de las cuales, le aseguraba, era mejor que la anterior.
Pensó que se iba a volver loco. Ahí mismo en la sala de estar de su madre se iba a volver loco furioso. De repente saltaría del sillón y se arrojaría al suelo, frenético, agitando brazos y piernas, echando espuma por la boca, y…
– Benedict, ¿me estás escuchando siquiera?
Él alzó la vista y pestañeó. Maldición, tendría que centrar la atención en la lista de posibles novias que le tenía su madre. La perspectiva de perder la cordura era infinitamente más atractiva.
– Te estaba hablando de Mary Edgeware -dijo Violet, con expresión más divertida que frustrada.
Al instante lo asaltó la desconfianza. Cuando se trataba del tema de arrastrar a sus hijos al altar, su madre jamás tenía expresión divertida.
– ¿Mary cuánto?
– Edge… bah, dejémoslo. Ya veo que no puedo competir con lo que sea que te atormenta en este momento.
– Madre…
Ella ladeó ligeramente la cabeza, sus ojos curiosos y tal vez algo sorprendidos.
– ¿Sí?
– Cuando conociste a padre…
– Ocurrió en un instante -dijo ella dulcemente, como si hubiera sabido lo que él le iba a preguntar.
– ¿O sea que supiste al instante que era él?
Ella sonrió y sus ojos adquirieron una expresión lejana, nebulosa.
– Uy, yo no lo habría admitido, al menos no inmediatamente. Me creía una muchacha práctica. Siempre me había mofado de la idea del amor a primera vista.
Se quedó callada y Benedict comprendió que ya no estaba en la sala con él sino en un baile de años atrás, conociendo a su padre. Pasado un rato, cuando él ya creía que ella había olvidado la pregunta, ella lo miró y dijo:
– Pero lo supe.
– ¿En el momento en que lo viste por primera vez?
– Bueno, la primera vez que hablamos, por lo menos.
Cogió el pañuelo que él le tendía y se lo pasó por los ojos, sonriendo tímidamente, como avergonzada de sus lágrimas.
Benedict sintió formarse un bulto en la garganta y desvió la cara, no fuera que ella viera que tenía los ojos empañados. ¿Lloraría alguien por él después de diez años de haber muerto? Inspiraba humildad estar en presencia del verdadero amor, pensó, y de pronto se sintió condenadamente envidioso de sus propios padres.
Ellos encontraron el amor y tuvieron la sensatez de reconocerlo y mimarlo. Pocas personas eran tan afortunadas.
– Había un algo en su voz tremendamente tranquilizador, muy cálido -continuó Violet-. Cuando hablaba, uno tenía la sensación de que era la única persona presente en la habitación.
– Lo recuerdo -dijo él, con una sonrisa cálida, nostálgica-. Toda una proeza ser capaz de hacer eso, con ocho hijos.
Violet tragó saliva como para ahogar un sollozo y dijo, con la voz nuevamente enérgica:
– Sí, bueno, no llegó a conocer a Hyacinth, así que digamos que sólo eran siete.
– De todas maneras…
– De todas maneras -asintió ella.
Benedict se inclinó a darle una palmadita en la mano. No supo por qué lo hizo; no había planeado hacerlo. Simplemente le pareció que era lo adecuado.
– Sí, bueno -dijo ella, dándole un suave apretón en la mano y volviendo a ponerla en su falda-. ¿Has preguntado por tu padre por algún motivo especial?
– No -mintió él-. Al menos no… Bueno…
Ella esperó pacientemente, con esa expresión apaciblemente expectante que hacía imposible ocultarle los sentimientos.
– ¿Qué pasa cuando uno se enamora de una persona inadecuada?
– Una persona inadecuada -repitió ella.
Benedict asintió, ya lamentando angustiosamente sus palabras. No debería haberle dicho nada a su madre, y sin embargo…
Suspiró. Su madre siempre había sido extraordinaria para escuchar. Y pese a todos sus fastidiosos métodos casamenteros, realmente estaba más cualificada que cualquiera de las personas que él conocía para dar consejos en asuntos del corazón.
Cuando Violet habló, daba la impresión de estar eligiendo cuidadosamente las palabras.
– ¿Qué quieres decir con una persona inadecuada?
– Alguien… -lo pensó un momento-. Una persona con la que probablemente no debería casarse alguien como yo.
– ¿Tal vez una persona que no es de nuestra clase social?
– Una persona así -contestó él, con los ojos clavados en un cuadro de la pared.
– Comprendo. Bueno… -arrugó un pelín la frente y continuó-: Supongo que dependería de a qué distancia está esta persona de nuestra clase social.
– Lejos.
– ¿Un poco lejos o muy lejos?
Benedict estaba convencido de que ningún hombre de su edad y reputación había tenido jamás una conversación así con su madre, pero contestó:
– Muchísimo.
– Comprendo. Bueno, yo diría… -Se mordió el labio inferior y estuvo así un momento-: Yo diría… -repitió en tono ligeramente más enérgico aunque nada enérgico si se midiera en términos absolutos -. Yo diría -repitió por tercera vez-, que te quiero muchísimo y te apoyaría en todo. -Se aclaró la garganta-. Si es que estamos hablando de ti.
No servía de nada negarlo, de modo que Benedict asintió.
– Pero -continuó Violet-, te recomendaría pensarlo bien. El amor es ciertamente el elemento más importante en cualquier unión, pero las influencias externas pueden crear tensiones en el matrimonio. Si te casas con una mujer de, digamos -se aclaró la garganta-, de la clase servil, serás objeto de mucho cotilleo y no poco ostracismo. Y eso será difícil de soportar para uno como tú.
– ¿Uno como yo? -preguntó él, erizado.
– Tienes que saber que no ha sido mi intención insultarte. Pero tú y tus hermanos lleváis vidas encantadas. Sois hermosos, inteligentes, atractivos. Caéis bien a todo el mundo. No sabes lo feliz que me hace eso. -Sonrió, pero su sonrisa era melancólica, ligeramente triste-. No es fácil ser la fea del baile.
Repentinamente Benedict comprendió por qué su madre siempre lo obligaba a bailar con muchachas como Penelope Featherington.
Con aquellas que estaban en las orillas del salón, aquellas que siempre fingían que no deseaban bailar.
Ella había sido poco atractiva.
Era difícil imaginarse eso. Su madre era tremendamente popular, siempre sonriente, y tenía montones de amistades. Y si él había oído correctamente la historia, su padre había estado considerado el mejor partido de la temporada.
– Sólo tú podrás tomar esta decisión -continuó Violet, volviéndolo al presente-, y me temo que no será fácil.
Él miró por la ventana, otorgando con su silencio.
– Pero -añadió ella-, si decidieras unir tu vida a la de una mujer que no es de nuestra clase, yo ciertamente te apoyaré de todas las maneras posibles.
Benedict giró bruscamente la cabeza para mirarla. Pocas mujeres de la alta sociedad dirían eso a sus hijos.
– Eres mi hijo -dijo ella simplemente-. Daría mi vida por ti.
Él abrió la boca para hablar pero comprobó, sorprendido, que no podía hacer ni un sonido.
– Ciertamente no te desterraré por casarte con una persona inadecuada.
– Gracias -dijo él. Fue lo único que consiguió decir.
Violet exhaló un suspiro, lo bastante fuerte para atraer toda su atención. Se veía cansada, melancólica.
– Ojalá estuviera aquí tu padre -dijo.
– No dices eso muy a menudo.
– Siempre deseo que tu padre estuviera aquí. -Cerró los ojos un breve momento-. Siempre.
Y entonces Benedict lo vio todo claro. Al mirar la cara de su madre, al caer en la cuenta por fin, no, al «entender» por fin, la profundidad del amor entre sus padres, se le aclaró todo.
Amor. Amaba a Sophie. Eso era lo único que debía importar.
Había creído que amaba a la mujer del baile de máscaras; había creído que deseaba casarse con ella. Pero en ese momento comprendía que eso sólo había sido un sueño, una fantasía fugaz con una mujer a la que apenas conocía.
En cambio Sophie era…
Sophie era Sophie. Y eso era todo lo que necesitaba.
Sophie no era una gran creyente en el destino ni en los hados, pero cuando llevaba una hora con Nicholas, Elizabeth, John y Alice Wentworth, los primos pequeños del clan Bridgerton, ya comenzaba a pensar que tal vez había una razón que explicara por qué nunca había logrado obtener un puesto de institutriz.
Estaba agotada.
No, pensó, con más de un poco de desesperación. La palabra agotamiento no era una definición adecuada para el estado en que se encontraba en esos momentos. Agotamiento no llegaba a captar el ribete de locura que había producido en su mente ese cuarteto.
– No, no y no, ésa es mi muñeca -le estaba diciendo Elizabeth a Alice.
– ¡Es mía! -replicó Alice.
– ¡No es tuya!
– ¡Es mía!
– Yo arreglaré esto -gritó Nicholas, acercándoseles con las manos en las caderas.
Sophie emitió un gemido. Tenía la clara impresión de que no era nada conveniente dejar resolver la pelea a un niño de diez años, que daba la casualidad se creía pirata.
– Ninguna de las dos va a querer la muñeca -dijo Nicholas con un astuto destello en los ojos -si yo le corto la…
– No le cortarás la cabeza, Nicholas Wentworth -intervino Sophie.
– Pero es que así dejarán de…
– No -dijo Sophie enérgicamente.
Él la miró un momento, como evaluando su resolución de impedírselo, y luego se alejó gruñendo.
– Creo que necesitamos otro juego -le susurró Hyacinth a Sophie.
– Sí que necesitamos otro juego -convino Sophie.
– ¡Suelta mi soldado! -chilló John-. ¡Suéltalo, suéltalo, sueltalo!
– Jamás tendré hijos -declaró Hyacinth-. De hecho, jamás me casaré.
Sophie se abstuvo de decirle que cuando se casara y tuviera hijos tendría una flotilla de niñeras que la ayudarían en su crianza y cuidado.
Hyacinth hizo un gesto de dolor al ver a John tirándole el pelo a Alice, y tragó saliva disgustada cuando Alice le enterró el puño en el estómago a John.
– La situación se está poniendo desesperada -susurró a Sophie.
– ¡La gallina ciega! -exclamó Sophie-. ¿Qué os parece a todos? ¿Jugamos a la gallina ciega?
Alice y John asintieron entusiasmados. Elizabeth lo pensó un momento y al final dijo, de mala gana:
– De acuerdo.
– ¿Y qué dices tú, Nicholas? -preguntó Sophie al último dudoso.
Él se tomó otro momento.
– Podría ser divertido -contestó al fin, aterrando a Sophie con un diabólico destello en los ojos.
– Excelente -dijo Sophie, tratando de que no se notara su recelo.
– Pero tú tienes que ser la gallina ciega -añadió él.
Sophie abrió la boca para protestar, pero en ese momento los otros tres niños comenzaron a saltar y gritar encantados. Y su destino quedó sellado cuando Hyacinth la miró con una astuta sonrisa y le dijo:
– Vamos, tienes que ser tú.
Puesto que era inútil protestar, Sophie exhaló un largo suspiro, bien exagerado, para divertir a los niños, y se giró, para que Hyacinth le vendara los ojos.
– ¿Ves algo? -le preguntó Nicholas.
– No -mintió Sophie.
– Ve -dijo él a Hyacinth haciendo una mueca. ¿Cómo podía saberlo?
– Átale un segundo pañuelo -dijo el niño-. Ése es demasiado transparente.
– Qué indignidad -masculló Sophie, pero agachó un poco la cabeza para que Hyacinth le atara otro pañuelo.
– ¡Ahora sí que está ciega! – gritó John a todo pulmón. Sophie los obsequió a todos con una empalagosa sonrisa.
– Muy bien, entonces -dijo Nicholas, que había tomado el mando-. Espera diez segundos para que ocupemos nuestros lugares.
Sophie asintió y reprimió un mal gesto al oír el ruido de un choque.
– ¡Procurad no romper nada! -grito, como si eso fuera a influir en un sobreexcitado niño de seis años.
– ¿Listos? -preguntó.
No hubo respuesta. Eso significaba sí.
– ¡Gallina ciega! -gritó.
– ¡Píllame! -gritaron cinco voces al unísono.
Sophie frunció el ceño, calculando. Una de las niñas estaba detrás del sofá. Dio unos pasos a tientas a la derecha.
– ¡Gallina ciega!
– ¡Píllame!
A eso siguieron, lógicamente, unos cuantos chillidos y risitas.
– ¡Gallina, ay!
Más gritos y carcajadas. Sophie gruñó y se agachó a frotarse la espinilla.
– ¡Gallina ciega! -gritó con mucho menos entusiasmo.
– ¡Píllame!
– ¡Píllame!
– ¡Píllame!
– ¡Píllame!
– Eres toda mía, Alice -musitó en voz baja, decidiendo ir a por la más pequeña y, presumiblemente, la más débil del grupo-. Toda mía.
Benedict casi logró escapar sin ser visto. Después de que saliera su madre de la sala de estar, él se bebió una muy necesitada copa de coñac y se dirigió al vestíbulo. Estaba a punto de llegar a la puerta cuando lo sorprendió Eloise y lo informó de que de ninguna manera podía marcharse todavía, que su madre había hecho el enorme esfuerzo de reunir a todos sus hijos en un lugar porque Daphne tenía que hacer un importantísimo anuncio.
– ¿Embarazada otra vez? -preguntó él.
– Finge sorpresa. Se supone que no lo sabes.
– No voy a fingir nada. Me voy.
De un salto ella le dio alcance y le cogió la manga.
– No puedes.
Benedict exhaló un largo suspiro y trató de quitarle la mano del brazo, pero ella tenía bien cogida la camisa.
– Voy a levantar un pie -dijo él en tono de lo más tedioso- y dar un paso. Después levantaré el otro pie…
– Le prometiste a Hyacinth que la ayudarías en aritmética -soltó Eloise- y no te ha visto el pelo en dos semanas.
– Como si fuera a suspender en un colegio -masculló Benedict.
– ¡Benedict, qué terrible lo que has dicho!
– Lo sé -gimió él, con la esperanza de ahorrarse un sermón.
– Que a las mujeres no se nos permita estudiar en colegios como Eton o Cambridge no significa que nuestra educación no sea importante -despotricó Eloise, como si no hubiera oído su débil «lo sé»-. Además…
Benedict se desmoronó contra la pared.
– …soy de la opinión de que el motivo de que no se nos permita el acceso a colegios es que si nos lo permitieran, ¡los derrotaríamos en todas las asignaturas!
– Sin duda tienes razón -suspiró él.
– No me trates con ese aire de superioridad.
– Te aseguro, Eloise, que jamás se me ocurriría ni soñar con tratarte así.
Ella lo miró desconfiada un momento y después se cruzó de brazos.
– Bueno, no decepciones a Hyacinth.
– Noo -dijo él cansinamente.
– Creo que está en la sala de los niños.
Después de hacerle un distraído gesto de asentimiento, él se dirigió a la escalera y comenzó a subir.
Pero mientras subía no vio a Eloise girarse hacia su madre, que estaba asomada a la puerta de la sala de música, y hacerle un guiño, sonriendo.
La sala de los niños estaba en la segunda planta. No era frecuente que Benedict subiera allí. Los dormitorios de la mayoría de sus hermanos estaban en la primera planta; sólo Gregory y Hyacinth seguían teniendo sus dormitorios contiguos a la sala de los niños, y estando Gregory en Eton la mayor parte del año y Hyacinth aterrorizando a alguien en alguna otra parte de la casa, él simplemente no tenía motivos para subir allí.
No se le escapaba que aparte de la sala de estudio y dormitorios de los niños, también estaban en esa planta los dormitorios de los criados de más categoría, entre ellos las doncellas.
El dormitorio de Sophie.
Probablemente ella estaba en algún rincón por ahí, ocupada en sus remiendos, no en el cuarto de los niños, lógicamente, que era el dominio de las niñeras. Una doncella no tendría ningún motivo para…
– ¡Ja ja ja ja ja!
Benedict arqueó las cejas. Ésas eran ciertamente risas de niños pequeños, no un sonido que pudiera salir de la boca de Hyacinth.
Ah, claro. Estaban de visita sus primos Wentworth, algo le había dicho su madre al respecto. Bueno, eso sería un extra. Hacía meses que no los veía, y eran niños bastante simpáticos, si bien un poco revoltosos.
Cuando se acercaba a la sala de los niños, las risas aumentaron, mezcladas con unos cuantos gritos. Eso lo hizo sonreír, y cuando llegó a la puerta abierta miró dentro, y entonces…
La vio.
A «ella».
No a Sophie, a «ella».
Y sin embargo era Sophie.
Tenía los ojos vendados y estaba sonriendo con las manos extendidas hacia los risueños niños. Sólo se le veía la parte inferior de la cara, y entonces fue cuando cayó en la cuenta.
Sólo había otra única mujer en el mundo a la que le había visto solamente la parte inferior de la cara.
La sonrisa era igual; el atractivo hoyuelo en el extremo del mentón era igual. Todo era igual.
Sophie era la mujer del vestido plateado, la mujer del baile de máscaras.
De pronto todo cobró sentido. Sólo dos veces en su vida había sentido esa atracción inexplicable, casi mística, por una mujer. Le había parecido extraordinario encontrar a dos, cuando en su corazón siempre había creído que sólo había una mujer perfecta para él.
Su corazón no se había equivocado. Sólo había una.
La había buscado durante meses; había suspirado por ella más tiempo aún. Y estaba ahí, ante sus mismas narices.
Y ella no se lo había dicho.
¿Comprendería cuánto lo había hecho sufrir? ¿Las horas que había yacido despierto en la cama pensando que hacía traición a la dama del vestido plateado porque se estaba enamorando de una criada?
Dios santo, eso rayaba en lo absurdo. Finalmente había decidido olvidar a la dama del baile; le iba a pedir a Sophie que se casara con él, y a la mierda las consecuencias sociales.
Y resultaba que eran una y la misma.
Un extraño rugido le llenó la cabeza, como si le hubieran tapado cada oído con una enorme concha; sentía silbidos, chirridos, zumbidos; y de pronto sentía un olor algo acre en el aire, y todo empezaba a tomar un color rojo, y…
No podía apartar los ojos de ella.
Todos los niños se habían quedado en silencio, mirándolo con los ojos agrandados, boquiabiertos.
– ¿Pasa algo? -preguntó Sophie.
– Hyacinth -dijo él-, ¿harías el favor de evacuar la sala?
– Pero…
– ¡Ahora mismo! -rugió él.
– Nicholas, Elizabeth, John, Alice, venid conmigo -se apresuró a decir Hyacinth con voz cascada-. Hay galletas en la cocina y sé que…
Benedict no oyó el resto. Hyacinth se las había arreglado para evacuar la sala en tiempo récord y su voz se fue perdiendo por el corredor llevándose a los niños.
– ¿Benedict? -estaba diciendo Sophie, con las manos detrás de la cabeza tratando de desatarse los pañuelos-. ¿Benedict?
Él cerró la puerta de un golpe; el ruido fue tan fuerte que ella pegó un salto.
– ¿Qué pasa? -preguntó en un susurro.
Él no contestó, limitándose a observarla tironear del pañueño. Le agradaba que estuviera impotente. No se sentía nada amable ni caritativo en ese momento.
– ¿Tienes algo que necesites decirme? -le preguntó con la voz controlada, aunque le temblaban las manos.
Ella se quedó inmóvil, tan inmóvil que él habría jurado que le veía salir calor del cuerpo. Después se aclaró la garganta, indicando con el sonido que se sentía incómoda, violenta, y reanudó la tarea de desatarse los nudos. Sus movimientos le ceñían el vestido a los pechos, pero él no sintió ni una pizca de deseo.
Era la primera vez que no sentía deseos por esa mujer, en ninguna de sus dos encarnaciones, pensó con ironía.
– ¿Puedes ayudarme en esto? -le preguntó ella, pero con voz titubeante.
Benedict no se movió.
– ¿Benedict?
– Es interesante verte con un pañuelo atado alrededor de la cabeza, Sophie -le dijo él en voz baja.
Ella bajó lentamente las manos a los costados.
– Es casi como un antifaz, ¿no te parece?
Ella entreabrió los labios, y la suave bocanada de aire que pasó por entre ellos fue el único sonido que se oyó en la sala.
Él caminó hacia ella, lenta, inexorablemente, el ruido de sus pasos lo suficientemente fuerte para que ella supiera que se le iba acercando.
– Hace años que no he estado en un baile de máscaras -dijo.
Ella comprendió. Lo vio en su cara, en la expresión de su boca, apretada en las comisuras y sin embargo ligeramente entreabierta. Ella sabía que él sabía.
Esperaba que estuviera aterrada.
Dio otros dos pasos hacia ella y bruscamente viró a la derecha, rozándole la manga con el brazo.
– ¿Ibas a decirme alguna vez que ya nos conocíamos?
Ella movió la boca pero no dijo nada.
– ¿Ibas a decírmelo? -insistió él, en voz baja y controlada.
– No -balbuceó ella.
– ¿No?
Ella no dijo nada.
– ¿Por algún motivo en particular?
– No… no me parecía pertinente.
– ¿No te parecía pertinente? -bramó él, girándose a mirarla-.Me enamoré de ti hace dos años, ¿y no te parecía pertinente?
– ¿Puedo quitarme el pañuelo, por favor? -susurró ella.
– Puedes continuar ciega.
– Benedict…
– Como he estado ciego yo este mes -continuó él furioso-. ¿Por qué no ciega tú, a ver si te gusta?
– No te enamoraste de mí hace dos años -dijo ella, tironeándose la venda.
– ¿Cómo podías saberlo? Desapareciste.
– Tenía que desaparecer -exclamó ella-. No tenía opción.
– Siempre tenemos opciones -dijo él, desdeñoso-. A eso le llamamos libre voluntad.
– Para ti es fácil decir eso -replicó ella, tironeándose el pañuelo desesperada-. Para ti, ¡que lo tienes todo! Yo tenía que… ¡Ay!
Con un violento tirón logró bajar el pañuelo hasta dejarlo colgando suelto del cuello. Cerró los ojos ante el repentino asalto de la luz; cuando los abrió vio la cara de Benedict y retrocedió un paso.
Él tenía los ojos brillantes, ardiendo de rabia y, sí, de un dolor que ella no alcanzaba a comprender del todo.
– Me alegra verte, Sophie -dijo él en un tono peligrosamente suave-. Si es que ése es tu verdadero nombre.
Ella asintió.
– Se me ha ocurrido -continuó él, en un tono exageradamente despreocupado- que si estuviste en el baile de máscaras no eres de la clase servil.
– No tenía invitación -se apresuró a contestar ella-. Era una impostora. No tenía ningún derecho a estar allí.
– Me mentiste. En todas las cosas, en todo esto, me mentiste.
– Tuve que hacerlo -susurró ella.
– Vamos, por favor. ¿Qué podía ser tan terrible que no pudieras revelarme tu identidad «a mí»?
Sophie tragó saliva. Ahí en el cuarto de los niños Bridgerton, frente a él, no lograba recordar por qué decidió no decirle que era la dama del baile de máscaras.
Tal vez temió que él deseara hacerla su querida.
Lo cual ocurrió de todos modos.
O tal vez no quiso decirle nada porque cuando comprendió que ése no iba a ser un encuentro casual, que él no iba a dejar salir de su vida a Sophie la criada, ya era demasiado tarde. Ya había pasado mucho tiempo sin decírselo, y temió su ira.
Y eso ocurrió, exactamente.
Lo cual demostraba que había tenido razón. Claro que eso no era ningún consuelo al encontrarse allí, frente a él, viendo sus ojos ardientes de rabia y fríos de desdén al mismo tiempo.
Tal vez la verdad, por poco halagadora que fuera, era que sintió herido su orgullo. La había decepcionado que él no la reconociera. Si la noche del baile de máscaras había sido tan mágica para él como para ella, ¿no debería haberla reconocido al instante?
Dos años había pasado soñando con él. Dos años había visto su cara en la mente todas las noches. Y cuando él vio la de ella, vio a una desconocida.
O tal vez, sólo tal vez, no fue por ninguna de esas cosas. Tal vez fue algo más sencillo: sólo deseaba proteger su corazón. No sabía por qué, pero se había sentido algo más segura, algo menos expuesta como una criada anónima. Si Benedict hubiera sabido quién era, o por lo menos sabido que ella era la dama del baile de máscaras, le habría ido detrás, implacablemente.
Bueno, sí que le había ido detrás cuando la creía una criada. Pero habría sido distinto si hubiera sabido la verdad. Estaba segura. No habría considerado tan grande la diferencia de clase, y entonces ella habría perdido una importante barrera entre ellos. Su posición social, o su falta de posición social, había sido un muro protector alrededor de su corazón. No podía acercarse demasiado porque, simplemente no podía; un hombre como Benedict, hijo de vizconde, hermano de vizconde, jamás se casaría con una criada.
Pero para una hija ilegítima de un conde, bueno, la situación era mucho más difícil. A diferencia de una criada, una bastarda aristocrática podía soñar.
Aunque, como en el caso de una criada, esos sueños no tenían probabilidades de hacerse realidad, lo cual los hacía mucho más dolorosos. Y comprendía, cada vez que había estado a punto de revelar su secreto lo había comprendido, que decirle la verdad a él la llevaría derecho a un corazón roto.
Sintió deseos de reírse. Su corazón no podía sentirse peor que en ese momento.
– Te busqué -dijo él, su voz intensa penetrando sus pensamientos.
Ella abrió más los ojos, los sintió mojados.
– ¿Sí?
– Durante seis malditos meses -maldijo él-. Fue como si hubieras desaparecido de la faz de la tierra.
– No tenía adónde ir -dijo ella, sin saber por qué le decía eso.
– Me tenías a mí.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, opresivas, sombrías. Finalmente, impulsada por un tardío sentido de sinceridad,
Sophie dijo:
– No sabía que me buscabas. Pero, pero… -se atragantó con las palabras, no pudo decirlas, y cerró fuertemente los ojos, como para protegerse del sufrimiento.
– Pero ¿qué?
Ella tragó saliva y abrió los ojos, pero no lo miró a la cara.
– Aunque hubiera sabido que me buscabas -dijo, cruzando los brazos para abrazarse-, no habría permitido que me encontraras.
– ¿Tan repugnante era yo para ti?
– ¡No! -exclamó ella, mirándolo a la cara.
Vio dolor en sus ojos. Él lo ocultaba, pero ella lo conocía bien.
Estaba herido; lo veía en sus ojos.
– No -repitió, tratando de hablar calmada-. No por eso. Eso no podría ser jamás.
– ¿Entonces por qué?
– Somos de mundos diferentes, Benedict. Incluso entonces yo sabía que no podía haber ningún futuro para nosotros. Y habría sido una tortura. ¿Torturarme con un sueño que no podía hacerse realidad? No podía hacer eso.
– ¿Quién eres? -preguntó él repentinamente.
Ella sólo pudo mirarlo, sin poder hablar, paralizada.
– Dímelo. Dime quién eres. Porque no eres ninguna condenada doncella, estoy seguro.
– Soy exactamente lo que te dije que era -dijo ella. Al ver su mirada asesina, se apresuró a añadir-. Casi.
– ¿Quién eres? -repitió él, acercándose un paso.
Ella retrocedió un paso.
– He sido sirvienta desde los catorce años.
– ¿Y quién eras antes de eso?
– Una bastarda -repuso ella en un susurro.
– ¿De quién?
– ¿Importa eso?
Él adoptó una postura más belicosa.
– A mí me importa.
Sophie se sintió desanimada. No había esperado que él hiciera caso omiso de los deberes impuestos por su posición para casarse con una persona como ella, pero tampoco había esperado que a él le importara tanto.
– ¿Quiénes fueron tus padres? -insistió él.
– Nadie que tú conozcas.
– ¿Quiénes fueron tus padres? -rugió él.
– El conde de Penwood.
Él se quedó absolutamente inmóvil, sin mover ni un solo músculo. Ni siquiera pestañeó.
– Soy la bastarda de un noble -continuó ella, en tono áspero, dejando salir años de rabia y resentimiento-. Mi padre fue el conde de Penwood, y mi madre, una criada. -Al ver que él palidecía, espetó-: Sí, mi madre era una doncella, tal como yo lo soy ahora. -Al cabo de un denso silencio, añadió-: No quiero ser como mi madre.
– Y sin embargo -dijo él-, si ella se hubiera comportado de otro modo, tú no estarías aquí para decírmelo.
– No se trata de eso.
Benedict se retorció las manos, las que había tenido en puños a los costados.
– Me mentiste -dijo en voz baja.
– No había ninguna necesidad de decirte la verdad.
– ¿Quién demonios eres tú para decidir eso? -explotó él- Pobre Benedict, no es capaz de enfrentar la verdad, es incapaz de decidirse. No es…
Se interrumpió disgustado al percibir su voz quejumbrosa. Ella lo había convertido en alguien a quien no conocía, alguien que le caía mal. Tenía que salir de ahí, tenía que…
– ¿Benedict…?
Ella lo estaba mirando extrañada, sus ojos preocupados.
– Tengo que irme -masculló-. No puedo estar contigo en este momento.
– ¿Por qué? -preguntó ella, y él notó que al instante se arrepentía de haber preguntado eso.
– Estoy tan enfadado en este momento -dijo, lentamente, marcando bien cada palabra- que no me conozco. No…
Se miró las manos; le temblaban. Deseaba herirla, comprendió. No, no deseaba herirla. Jamás desearía herirla. Y sin embargo…
Y sin embargo…
Era la primera vez en su vida que se sentía tan descontrolado. Lo asustaba eso.
– Tengo que irme -repitió; pasó bruscamente por su lado, llegó a la puerta y salió.