Capítulo 1

La invitación más codiciada en la temporada de este año tiene que ser sin duda alguna la del baile de máscaras en la casa Bridgerton, que se celebrará el próximo lunes. En efecto, una no puede dar dos pasos sin verse obligada a escuchar a alguna mamá de la alta sociedad haciendo elucubraciones sobre quién asistirá y, tal vez lo más importante, quién se disfrazará de qué.

Sin embargo, ninguno de estos temas son ni de cerca tan interesantes como el de los dos hermanos Bridgerton solteros. (Antes que alguien señale que existe un tercer hermano Bridgerton soltero, permitid que esta cronista os asegure que conoce muy bien la existencia de Gregory Bridgerton. Pero sólo tiene catorce años, por lo tanto no corresponde hablar de él en esta determinada columna, la que trata, como suelen tratar las columnas de esta cronista, del más sagrado de los deportes: la caza de marido.)

Si bien los señores Bridgerton no poseen ningún título de nobleza, se los considera dos de los principales partidos de la temporada. Es un hecho bien sabido que ambos son dueños de respetables fortunas, y no hace falta ser muy observador para advertir que también poseen la belleza Bridgerton, como la poseen los ocho miembros de esta prole.

¿Aprovechará alguna damita el misterio de una noche de máscaras para cazar a uno de los cotizados solteros?

Esta cronista ni siquiera hará el intento de elucubrar.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 31 de mayo de 1815


¡Sophie! ¡Soophiie!

Continuaron los gritos, fuertes como para romper los cristales, o por lo menos un tímpano.

– ¡Voy Rosamund! ¡Voy!

Cogiéndose la falda de lana basta, Sophie subió a toda prisa la escalera, pero en el cuarto peldañ:, se resbaló y alcanzó justo a cogerse de la baranda para no caer sentada. Tendría que haber recordado que los peldaños estarían resbaladizos; ella misma había ayudado a la criada de la planta baja a encerarlos esa mañana.

Deteniéndose con un patinazo en la puerta del dormitorio de Rosamund, tratando de recuperar el aliento, dijo:

– ¿Sí?

– El té está frío.

«Estaba caliente cuando te lo traje hace una hora, holgazana pesada», deseó decir Sophie, pero dijo:

– Te traeré otra tetera.

Rosamund sorbió por la nariz.

– Procura hacerlo.

Sophie estiró los labios formando un gesto que los cegatones podrían llamar sonrisa, y cogió la bandeja.

– ¿Dejo las galletas?

Rosamund negó con su hermosa cabeza.

– Quiero de las recién hechas.

Con los hombros ligeramente encorvados por el peso del contenido de la bandeja, Sophie salió de la habitación y tuvo buen cuidado de no comenzar a refunfuñar hasta cuando se había alejado bastante por el corredor. Rosamund vivía pidiendo té y luego no se molestaba en tomárselo hasta pasada una hora. Entonces, lógicamente, el té ya se había enfriado, por lo que tenía que pedir que le llevaran otra tetera con té caliente.

Lo cual significaba que ella vivía subiendo y bajando la escalera a toda prisa, arriba y abajo, arriba y abajo. A veces le parecía que eso era lo único que hacía en su vida.

Subir y bajar, subir y bajar.

Y claro, también estaban el arreglar ropa, el planchar, peinar, limpiar y abrillantar los zapatos, zurcir, remendar, hacer las camas, en fin.

– ¡Sophie!

Se giró y vio a Posy caminando hacia ella.

– Sophie, quería preguntarte, ¿encuentras que este color me sienta bien?

Con mirada evaluadora contempló el disfraz de sirena que le enseñaba Posy. El corte no era el adecuado, pues Posy continuaba conservando la gordura de cuando era niña, pero el color sí hacía resaltar lo mejor de su piel.

– Es un hermoso matiz de verde -contestó, sinceramente-. Te hace ver muy sonrosadas las mejillas.

– Ah, qué bien, me alegra tanto que te guste. Tienes un verdadero don para elegir mi ropa. -Sonriendo, alargó la mano y cogió una galleta azucarada de la bandeja-. Madre ha estado absolutamente insoportable conmigo toda la semana por el baile de máscaras, y sé que no veré el fin de eso si no me veo bien. 0 -añadió arrugando la cara en un mal gesto- si ella encuentra que no me veo bien. Está resuelta a que una de nosotras atrape a uno de los hermanos Bridgerton que quedan solteros, ¿sabes?

– Lo sé.

– Y para empeorar las cosas, esa mujer Whistledown ha vuelto a escribir sobre ellos. Eso sólo -Posy guardó silencio para terminar de masticar y tragar- le abre el apetito.

– ¿Era muy buena la columna esta mañana? -preguntó Sophie, apoyándose la bandeja en la cadera-. Aún no he tenido la oportunidad de leerla.

– Bah, lo de siempre -repuso Posy agitando la mano-. La verdad es que puede ser muy aburrida, ¿sabes?

Sophie intentó sonreír y no lo consiguió. Nada le gustaría más que vivir un día de la aburrida vida de Posy. Bueno, tal vez no le gustaría tener a Araminta por madre, pero no le molestaría una vida de fiestas, salidas y veladas musicales.

– Veamos -musitó Posy-. Había una reseña sobre el último baile de lady Worth, un corto comentario sobre el vizconde Guelph, que parece estar bastante enamorado de una muchacha de Escocia, y luego una larga columna sobre el próximo baile de máscaras de los Bridgerton.

Sophie exhaló un suspiro. Llevaba semanas leyendo acerca de ese baile de máscaras, y aunque no era otra cosa que una doncella de la señora (y de tanto en tanto criada también, siempre que Araminta consideraba que no trabajaba bastante) no podía dejar de desear asistir a ese baile.

– Yo por mi parte estaré encantada si ese vizconde Guelph se compromete en matrimonio -comentó Posy, cogiendo otra galleta-. Eso significará que madre tendrá un soltero menos del que hablar y hablar como posible marido. Y no es que yo haya tenido alguna esperanza de atraer su atención de todos modos. -Tomó un bocado de la galleta, haciéndola crujir fuerte-. Espero que lady Whistledown tenga razón respecto a él.

– Probablemente la tiene -contestó Sophie.

Leía la hoja Ecos de Sociedad de Lady Whistledown desde que empezara a aparecer en 1813, y la columnista de cotilleos casi siempre tenía razón cuando se trataba de asuntos del Mercado Matrimonial.

Lógicamente ella no había tenido jamás la oportunidad de ver ese Mercado en persona, pero si alguien leía la Whistledown con suficiente frecuencia casi podía sentirse parte de la Sociedad londinense sin asistir a ningún baile.

En realidad, leer la Whistledown era para ella un pasatiempo verdaderamente agradable. Ya había leído todas las novelas de la biblioteca, y puesto que ni Araminta, Rosamund ni Posy eran particularmente aficionadas a la lectura, no tenía esperanzas de que entrara algún libro nuevo en la casa.

Pero la hoja Whistledown era divertidísima. Nadie conocía la verdadera identidad de la columnista. Cuando hizo su primera aparición la hoja informativa hacía dos años, las elucubraciones estuvieron a la orden del día. Incluso en esos momentos, siempre que lady Whistledown comentaba algún cotilleo particularmente jugoso, la dama volvía a ser tema de conversación y de suposiciones; volvía la curiosidad sobre quién demonios podía ser esa persona que informaba con tanta rapidez y exactitud.

En cuanto a Sophie, para ella Whistledown era un seductor atisbo del mundo que podría haber sido el de ella si sus padres hubieran legalizado su unión. Habría sido la hija del conde, no la bastarda; su apellido habría sido Gunningworth, no Beckett.

Aunque sólo fuera una vez, le gustaría ser ella la que subía al coche y asistía al baile.

En lugar de eso, era la que vestía a las demás para sus salidas nocturnas, ciñéndole el corsé a Posy, peinando a Rosamund o limpiando un par de zapatos de Araminta.

Pero no podía, o al menos no debía, quejarse. Tal vez tenía que servir de doncella a Araminta y a sus hijas, pero por lo menos tenía un hogar, lo cual era más de lo que tenían la mayoría de las muchachas en su situación.

Su padre no le dejó nada al morir; bueno, nada aparte de un techo sobre la cabeza. Con su testamento se aseguró de que no la pudieran echar de la casa hasta que tuviera veinte años. De ninguna manera iba a perder Araminta el derecho a cuatro mil libras anuales echándola de casa.

Pero esas cuatro mil libras eran de Araminta, no de ella, y jamás había visto ni un solo penique de ellas. Desaparecieron los hermosos vestidos que se había acostumbrado a usar, siendo reemplazados por los de lana basta de las criadas. Y comía lo que comían las demás criadas, lo que fuera que Araminta, Rosamund y Posy decidieran dejar de sobras.

Sin embargo, hacía casi un año que llegó y pasó su vigésimo cumpleaños, y continuaba viviendo en la casa Penwood, seguía desviviéndose en el servicio a Araminta. Por algún motivo desconocido, ya fuera porque no quería formar (o pagar) a otra doncella, ésta le había permitido seguir viviendo en la casa.

Y ella continuó, claro. Si Araminta era el demonio que conocía, el resto del mundo era el demonio que no conocía. Y ella no tenía idea de cuál podía ser peor.

– ¿No te pesa mucho esa bandeja?

Sophie cerró y abrió los ojos para salir de su ensimismamiento y centró la atención en Posy, que estaba cogiendo la última galleta de la bandeja.

– Sí, pesa bastante. Y ya debería estar en la cocina con ella.

Posy sonrió.

– No te detendré más tiempo, pero cuando hayas acabado eso, ¿podrías plancharme el vestido rosa? Me lo voy a poner esta noche. Ah, y supongo que tendrías que limpiar los zapatos a juego también. Quedaron un poco polvorientos la última vez que me los puse y ya sabes cómo es madre con los zapatos. Que más da que no se vean bajo mi falda. Ella se fijará en la más mínima motita de polvo en el instante en que me levante la falda para subir un peldaño.

Sophie asintió, añadiendo mentalmente esas peticiones a su lista de quehaceres diarios.

– ¡Hasta luego, entonces! -dijo Posy y, tragándose lo que quedaba de galleta, desapareció en su dormitorio. Y Sophie bajó a la cocina.

Pasados unos días, Sophie estaba arrodillada con unos cuantos alfileres entre los dientes, haciendo los arreglos de último momento en el disfraz de Araminta para el baile. El traje Reina Isabel había llegado perfecto de la modista, pero Araminta insistió en que le quedaba un cuarto de pulgada más ancho en la cintura.

– ¿Cómo está ahí? -preguntó, hablando entre dientes para que no se le cayeran los alfileres.

– Demasiado ceñido.

Sophie cambió de sitio unos pocos alfileres.

– ¿Y ahora?

– Demasiado suelto.

Sophie sacó un alfiler y lo prendió justo en el punto donde había estado antes.

– ¿Y ahora, como está?

Araminta giró el cuerpo hacia un lado y hacia el otro y, finalmente, declaró.

– Así está bien.

Sonriendo para sus adentros, Sophie se puso de pie para ayudarla a quitarse el vestido.

– Lo necesitaré dentro de una hora si queremos llegar a tiempo al baile -dijo Araminta.

– Sí, por supuesto -repuso Sophie.

Había descubierto que en sus conversaciones con Araminta era más sencillo decir muchas veces «por supuesto».

– Este baile es muy importante -declaró Araminta muy seria-. Rosamund tiene que lograr un matrimonio ventajoso este año. El nuevo conde… -se estremeció disgustada; seguía considerando un intruso al conde heredero, aun cuando era el pariente vivo más cercano del difunto conde-. Bueno, me ha dicho que éste es el último año que podemos usar la casa Penwood de Londres. Qué descaro tiene el hombre. Yo soy la condesa viuda, después de todo, y Rosamund y Posy son las hijas del conde.

«Hijastras», corrigió Sophie en silencio.

– Tenemos todo el derecho a usar la casa Penwood para la temporada. Qué planes tiene él para la casa, no lo sabré jamás.

– Tal vez desea asistir a las fiestas de la temporada y buscar esposa -sugirió Sophie-. Deseará un heredero, seguro.

Araminta frunció el ceño.

– Si Rosamund no se casa con un hombre rico, no sé qué haremos. Es muy difícil encontrar una casa de alquiler adecuada. Y muy caro también.

Sophie se abstuvo de comentar que por lo menos no tenía que pagar a una doncella. De hecho, hasta que ella cumplió los veinte años, Araminta había recibido cuatro mil libras al año simplemente por tener una doncella.

Araminta hizo chasquear los dedos.

– No olvides que Rosamund necesitará que le empolves el pelo.

Rosamund iría vestida de María Antonieta. Sophie le había preguntado si pensaba ponerse una cinta color rojo sangre alrededor del cuello. A Rosamund no le hizo ninguna gracia la broma.

Araminta se puso su vestido y se ciñó el fajín con movimientos rápidos y tensos.

– Y Posy -arrugó la nariz-. Bueno, Posy necesitará tu ayuda en una u otra cosa, seguro.

– Siempre estoy feliz de ayudar a Posy -replicó Sophie.

Araminta entrecerró los ojos, como tratando de determinar si eso había sido una insolencia.

– Procura hacerlo -dijo al fin, pronunciando bien cada sílaba. Acto seguido, salió en dirección al cuarto de baño.

Sophie se cuadró cuando se cerró la puerta.

– Ah, estás aquí, Sophie -dijo Rosamund irrumpiendo en la sala-. Necesito tu ayuda inmediatamente.

– Creo que eso tendrá que esperar hasta…

– ¡He dicho inmediatamente! -ladró Rosamund.

Sophie cuadró los hombros y le dirigió una mirada acerada.

– Tu madre quiere que le arregle el vestido.

– Quítale los alfileres y dile que ya lo arreglaste. No notará la diferencia.

Sophie, que había estado considerando la posibilidad de hacer justamente eso, emitió un gemido. Si hacía lo que le pedía Rosamund, ésta iría con el cuento al día siguiente y Araminta despotricaría y rabiaría toda una semana. No tenía más remedio que hacer el arreglo.

– ¿Qué necesitas, Rosamund?

– Hay un descosido en el dobladillo de mi disfraz. No tengo idea de cómo se hizo.

– Tal vez cuando te lo probaste…

– ¡No seas impertinente!

Sophie cerró la boca. Le resultaba mucho más difícil aceptar órdenes de Rosamund que de Araminta, tal vez porque en otro tiempo habían sido iguales, y compartían la misma aula y la misma institutriz.

– Tienes que repararlo enseguida -insistió Rosamund, sorbiendo afectadamente por la nariz.

Sophie suspiró.

– Tráelo. Lo haré tan pronto como acabe con lo de tu madre. Te prometo que lo tendrás con tiempo de sobra.

– No quiero llegar tarde a este baile -le advirtió Rosamund-. Si me retraso, querré tu cabeza en una bandeja.

– No llegarás tarde -le prometió Sophie.

Rosamund emitió una especie de resoplido malhumorado y salió corriendo a buscar el traje.

– ¡Uuf!

Sophie levantó la vista y vio a Rosamund chocar con Posy, que iba entrando precipitadamente por la puerta.

– ¡Mira por dónde andas, Posy! -regañó Rosamund.

– ¡Tú también podrías mirar por dónde andas! -replicó Posy.

– Yo iba mirando. Es imposible sortearte a ti, gorda.

Con las mejillas teñidas de rojo subido, Posy se hizo a un lado.

– ¿Se te ofrecía algo, Posy? -le preguntó Sophie, tan pronto como desapareció Rosamund.

– Sí. ¿Podrías reservarte un tiempo extra para peinarme esta noche? Encontré unas cintas verdes que tienen un cierto parecido a algas.

Sophie hizo una larga espiración. Las cintas verde oscuro no se verían muy bien sobre el pelo oscuro de la muchacha, pero no tuvo valor para hacérselo notar.

– Lo intentaré, Posy, pero tengo que remendar el vestido de Rosamund y arreglarle la cintura al de tu madre.

– Ah.

La expresión de Posy era tan afligida que casi le partió el corazón a Sophie. Aparte de los criados, Posy era la única persona que era medio amable con ella en la casa de Araminta.

– No te preocupes -la tranquilizó-. Yo me encargaré de que lleves el pelo bonito esta noche, tengamos el tiempo que tengamos.

– ¡Ay, gracias, Sophie! Yo…

– ¿Aún no has empezado a arreglar mi vestido? -tronó Araminta, volviendo del cuarto de aseo.

Sophie tragó saliva.

– Estuve hablando con Rosamund y Posy. Rosamund se rompió el vestido y…

– ¡Ponte a trabajar!

– Sí, al instante. -Se dejó caer en el sofá y dio vuelta del revés el vestido para entrarlo en la cintura-. Más rápido que al instante -masculló-. Más rápido que el aleteo de un colibrí. Más rápido que…

– ¿Qué dices? -le preguntó Araminta.

– Nada.

– Bueno, deja de parlotear inmediatamente. Encuentro particularmente irritante el sonido de tu voz.

Sophie apretó los dientes.

– Mamá -dijo Posy-. Esta noche Sophie me va a peinar como…

– Pues claro que te va a peinar. Deja de perder el tiempo y ve a ponerte compresas en los ojos para que no se vean tan hinchados.

Posy se puso triste.

– ¿Tengo los ojos hinchados?

– Siempre tienes los párpados hinchados -replicó Araminta-. ¿No te parece, Rosamund?

Posy y Sophie miraron hacia la puerta. Acababa de entrar Rosamund, vestida con el traje a lo María Antonieta.

– Siempre -convino-. Pero una compresa le irá bien, seguro.

– Estás preciosa esta noche -dijo Araminta a Rosamund-. Y esto que aún no has comenzado a prepararte. Ese dorado del vestido hace juego exquisitamente con tu pelo.

Sophie echó una mirada compasiva hacia la morena Posy, que jamás recibía esos elogios de su madre.

– Vas a cazar a uno de esos hermanos Bridgerton -continuó Araminta-. Estoy segura.

Rosamund bajó los ojos recatadamente. Era una expresión que había perfeccionado, y Sophie tuvo que reconocer que le sentaba muy bien. Pero claro, todo le sentaba bien a Rosamund. Su pelo dorado y sus ojos azules hacían furor ese año, y gracias a la generosa dote dispuesta para ella por el difunto conde, todos suponían que haría un brillante matrimonio antes de que terminara la temporada.

Sophie volvió a mirar a Posy, que estaba contemplando a su madre con expresión triste y pensativa.

– Tú también te ves hermosa, Posy -le dijo impulsivamente. A Posy se le iluminaron los ojos.

– ¿Te parece?

– Por supuesto. Y tu traje es muy original. Estoy segura de que no habrá ninguna otra sirena.

– ¿Cómo puedes saber eso, Sophie? -le preguntó Rosamund, riendo-. No es que te hayan presentado en sociedad alguna vez.

– Estoy segura de que lo pasarás muy bien, Posy -dijo Sophie intencionadamente, sin hacer caso de la burla de Rosamund-. Te tengo una envidia terrible. Ojalá pudiera ir.

Su suave suspiro y su deseo fueron recibidos por un silencio absoluto, que fue seguido por las estridentes carcajadas de Araminta y Rosamund. Hasta Posy soltó una risita.

– Ay, eso sí que está bueno -dijo Araminta, casi sin aliento de tanto reír-. La pequeña Sophie en el baile de los Bridgerton. No admiten bastardas en nuestra sociedad, ¿sabes?

– No he dicho que esperaba ir -repuso Sophie, a la defensiva-, sólo dije que ojalá pudiera.

– Bueno, no deberías ni molestarte deseándolo -la regañó Rosamund-. Si deseas cosas que de ninguna manera puedes esperar, sólo vas a tener decepciones.

Pero Sophie se olvidó de lo que iba a contestar, porque en ese momento ocurrió algo rarísimo. En el momento en que giró la cabeza hacia Rosamund, vio al ama de llaves en la puerta. Ésta era la señora Gibbons, que había venido de Penwood Park a ocupar el puesto dejado vacante al morir el ama de llaves de la casa de la ciudad. Y cuando Sophie la miró a los ojos, la señora Gibbons le hizo un guiño.

¡Un guiño! No recordaba haber visto jamás hacer un guiño a la señora Gibbons.

– ¡Sophie! ¡Sophie! ¿No me has oído?

Sophie volvió su distraída mirada hacia Araminta.

– Perdón. ¿Qué decía?

– Te estaba diciendo -contestó Araminta en tono antipático-, que será mejor que te pongas a trabajar en mi vestido al instante. Si llegamos tarde al baile tú responderás de eso mañana.

– Sí, por supuesto -se apresuró a decir Sophie.

Enterró la aguja en la tela y comenzó a coser, pero su mente seguía puesta en la señora Gibbons.

¿Un guiño?

¿Qué demonios significaba ese guiño?

Tres horas después, Sophie estaba en las gradas de la puerta principal de la casa Penwood mirando cómo Araminta, Rosamund y luego Posy cogían una a una la mano del lacayo y subían al coche. Le hizo un gesto de despedida a Posy, que se lo correspondió, y luego se quedó observando el coche avanzar por la calle hasta desaparecer en la esquina. La mansión Bridgerton, donde se celebraría el baile de máscaras, estaba a sólo seis manzanas de distancia, pero Araminta habría insistido en hacer el trayecto en coche aunque la casa hubiera estado al lado.

Era importante hacer una grandiosa entrada, después de todo.

Exhalando un suspiro, subió la escalinata para entrar en la casa. Por lo menos, con la emoción del momento, Araminta había olvidado dejarle una lista de tareas para hacer durante su ausencia. Una noche lihrc era un verdadero lujo; tal vez releería una novela. O tal vez podría encontrar la edición de Whistledown de ese día. Le pareció recordar haber visto a Rosamund entrar con la hoja en su habitación esa tarde.

Pero en el preciso instante en que entró por la puerta, se materia lizó la señora Gibbons, como salida de ninguna parte, y le cogió el brazo.

– ¡No hay tiempo que perder! -le dijo.

Sophie la miró como si hubiera perdido el juicio.

– ¿Cómo ha dicho?

La señora Gibbons le tironeó la manga por el codo.

– Ven conmigo.

Sophie se dejó llevar los tres tramos de escalera hasta su habitación, un diminuto cuarto metido bajo el alero. La señora Gibbons actuaba de modo muy peculiar, pero ella le dio en el gusto y la siguió. El ama de llaves siempre la trataba con excepcional amabilidad, aun cuando estaba claro que Araminta desaprobaba eso.

– Tienes que desvestirte -le dijo la señora Gibbons al coger el pomo de la puerta.

– ¿Qué?

– Tenemos que darnos prisa.

– Pero, señora Gibbons… -se le cortó la voz y se quedó mirando boquiabierta la escena que tenía lugar en su dormitorio.

En el centro había una bañera, humeante del vapor de agua caliente, y las tres criadas estaban ocupadísimas alrededor. Una estaba vaciando un cubo de agua caliente en la bañera, otra estaba tratando de abrir la cerradura de un arcón de aspecto misterioso, y la otra sostenía una toalla, diciendo:

– ¡Deprisa! ¡Deprisa!

Sophie las miró a todas, desconcertada.

– ¿Qué pasa?

La señora Gibbons se giró a mirarla y sonrió de oreja a oreja.

– Tú, señorita Sophie Beckett, vas a ir al baile de máscaras.

Una hora después, Sophie estaba transformada. El arcón contenía vestidos de la difunta madre del conde. Todos eran anticuados, de cincuenta años atrás, pero eso no importaba. Era un baile de máscaras; nadie esperaba que los trajes fueran de la última moda.

Al fondo del arcón habían encontrado un precioso vestido de brillante seda color plata, con un ceñido corpiño con incrustaciones de perla y el tipo de falda acampanada sobre enaguas que fuera tan popular el siglo anterior. Sophie se sintió como una princesa con sólo tocarlo. Tenía un cierto olor rancio por haber estado años en el arcón, y una de las criadas lo sacudió para airearlo y lo roció con un poco de agua de rosas.

La habían bañado, perfumado y peinado, e incluso una de las criadas le aplicó un poco de pintalabios.

– No se lo diga a la señorita Rosamund -le susurró mientras se lo aplicaba-. Lo cogí de su colección.

– Ooooh, mirad -exclamó la señora Gibbons-. Encontré unos guantes a juego.

Sophie levantó la vista y la vio sosteniendo un par de guantes largos hasta el codo.

– Mire -dijo, cogiendo uno de los guantes y examinándolo-. El blasón Penwood. Y lleva un monograma, justo en el borde.

La señora Gibbons le dio la vuelta al que tenía en la mano.

– Ese, ele, ge. Sara Louisa Gunningworth. Tu abuela.

Sophie la miró sorprendida. La señora Gibbons nunca se había referido al conde como a su padre. Jamás nadie en Penwood Park había reconocido con palabras sus lazos sanguíneos con la familia Gunningworth.

– Bueno, pues, es tu abuela -afirmó la señora Gibbons-. Todos hemos bailado en torno al tema durante mucho tiempo. Es un crimen que a Rosamund y a Posy se las trate como a las hijas de la casa y que tú, la verdadera hija del conde, tengas que barrer y servir como una criada.

Las tres criadas asintieron, expresando su acuerdo.

– Por una vez -continuó la señora Gibbons-, por una sola noche, serás tú la reina del baile.

Sonriendo, hizo girar a Sophie hasta dejarla de frente ante el espejo.

Sophie retuvo el aliento.

– ¿Esa soy yo?

La señora Gibbons asintió, con los ojos sospechosamente brillantes.

– Estás preciosa, cariño -susurró.

Sophie levantó lentamente una mano para tocarse el pelo.

– ¡No lo chafes! -gritó una de las criadas.

– No lo chafaré -prometió Sophie, con los labios temblorosos al sonreír, a la vez que trataba de impedir que le saliera una lágrima. Le habían puesto un toque de brillantes polvos en el pelo, por lo que toda ella brillaba como una princesa de cuento de hadas. Le habían recogido los rizos rubio oscuro en lo alto de la cabeza, en una especie de moño suelto, dejando caer una gruesa guedeja a lo largo del cuello. Su ojos, normalmente color verde musgo, brillaban como esmeraldas.

Aunque ella sospechó que el brillo tenía más que ver con las lágrimas no derramadas que con cualquier otra cosa.

– Ésta es tu máscara -dijo enérgicamente la señora Gibbons. Era un antifaz, del tipo que se ata atrás, por lo que Sophie no tendría que ocupar una mano en sostenerlo-. Ahora sólo nos falta un par de zapatos.

Sophie miró pesarosa sus zapatos de trabajo, prácticos y feos, que estaban en un rincón.

– No tengo nada adecuado para estas elegancias -dijo.

La criada que le había pintado los labios levantó un par de delicados zapatos blancos.

– Del ropero de Rosamund -declaró.

Sophie metió el pie derecho en el zapato correspondiente y lo sacó con la misma rapidez.

– Demasiado grande -dijo, mirando a la señora Gibbons-. No podría caminar con ellos.

– Ve a buscar un par en el ropero de Posy -dijo la señora Gibbons a la criada.

– Son más grandes aún -repuso Sophie-. Lo sé. He limpiado muchas marcas de rozaduras en ellos.

La señora Gibbons exhaló un largo suspiro.

– No hay nada que hacer ahí, entonces. Tendremos que asaltar la colección de Araminta.

Sophie se estremeció. La idea de caminar a cualquier parte con los pies metidos en zapatos de Araminta le producía repelús. Pero era eso o ir descalza, y no creía que los pies descalzos fueran aceptables en un elegante baile de máscaras de Londres.

A los pocos minutos volvió la criada con un par de zapatos de satén blanco, cosidos con hilo de plata y adornados con unas preciosas rosetas de diamantes falsos.

Sophie seguía sintiendo aprensión por usar zapatos de Araminta, pero de todos modos se puso uno. Le calzaban a la perfección.

– Y son a juego también -dijo una de las criadas señalando las puntadas en hilo de plata-. Como si estuvieran hechos para el vestido.

– No tenemos tiempo para admirar zapatos -dijo repentinamente la señora Gibbons -. Ahora escucha atentamente las instrucciones. El cochero ha vuelto de ir a dejar a la condesa y las niñas, y te llevará a la casa Bridgerton. Pero tiene que estar esperando fuera cuando ellas deseen marcharse, lo cual significa que tienes que salir de ahí a medianoche, y ni un solo segundo más tarde. ¿Entiendes?

Sophie asintió y miró el reloj de la pared. Eran algo pasadas las nueve, lo que significaba que podría permanecer más de dos horas en el baile.

– Gracias -susurró-. Oh, muchísimas gracias.

La señora Gibbons se limpió las lágrimas con un pañuelo.

– Tú pásalo bien, cariño. Eso es el el único agradecimiento que necesito.

Sophie volvió a mirar el reloj. Dos horas.

Dos horas que tendría que hacer durar toda una vida.

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