Ayer noche los Featherington ofrecieron una cena y, aunque esta cronista no tuvo el privilegio de asistir, se ha comentado que la velada fue todo un éxito. Asistieron tres Bridgerton, pero, por desgracia para las señoritas Featherington, ninguno de la variedad masculina. Estaba ahí el siempre encantador Nigel Berbrooke, dedicando gran atención a la señorita Philippa Featherington.
Esta cronista se ha enterado de que fueron invitados Benedict y Colin Bridgerton, pero tuvieron que enviar sus excusas.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 19 de mayo de 1817.
A medida que los días se fundían en una semana, Sophie fue descubriendo que trabajar para las Bridgerton podía mantener ocupadísima a una muchacha. Su trabajo de doncella consistía en atender a las tres hijas solteras, por lo que sus días estaban repletos, entre peinarlas, arreglar ropa, planchar vestidos, lustrar zapatos, etcétera. No había salido de casa ni una sola vez, a no ser que contara los momentos que pasaba en el jardín de atrás.
Pero si la vida en casa de Araminta había sido triste, monótona y humillante, en la casa de las Bridgerton abundaban las risas y las sonrisas. Las niñas reñían y se tomaban el pelo entre ellas, pero nunca con la crueldad con que ella había visto a Rosamund tratar a Posy. Y citando el té era informal, en la sala de estar de arriba, y sólo esta ban presentes lady Bridgerton y sus hijas, a ella siempre la invitaban a participar. Normalmente ella llevaba su cesta de costuras, para remendar, zurcir o pegar botones mientras las otras charlaban, pero era maravilloso poder estar sentada allí, bebiendo té con leche fresca, en una fina taza, y panecillos calientes. Y pasados unos días, se sentía tan a gusto que comenzó intervenir en la conversación. La hora del té se había convertido en su favorita.
Una tarde, alrededor de una semana después de lo que ella había comenzado a llamar «el gran beso», Eloise preguntó:
– ¿Dónde creéis que podría estar Benedict?
– ¡Ay!
Cuatro caras Bridgerton se giraron hacia Sophie.
– ¿Te sientes mal? -le preguntó lady Bridgerton, con la taza detenida a medio camino entre el platillo y su boca.
– Me pinché el dedo -contestó Sophie, haciendo una mueca.
Los labios de lady Bridgerton se curvaron en una misteriosa sonrisita.
– Madre te ha dicho -dijo Hyacinth, de catorce años- por lo menos mil veces…
– ¿Mil veces? -preguntó Francesca con las cejas arqueadas.
– Cien veces -corrigió Hyacinth, mirando furiosa a su hermana- que no tienes que traer tus remiendos al té.
Sophie tuvo que reprimir una sonrisa.
– Me sentiría una holgazana si no los trajera -dijo.
– Bueno, yo no voy a traer mi bordado -declaró Hyacinth, aunque nadie le había pedido que lo trajera.
– ¿Te sientes una holgazana? -le preguntó Francesca.
– Ni lo más mínimo -replicó Hyacinth.
– Has hecho sentirse holgazana a Hyacinth -dijo Francesca a Sophie.
– ¡No me siento holgazana! -protestó Hyacinth.
– Llevas bastante tiempo trabajando en el mismo bordado, Hyacinth -dijo lady Bridgerton, después de acabar de tragar un sorbo de té-. Desde febrero, si no me falla la memoria.
– Nunca le falla la memoria -explicó Francesca a Sophie.
Hyacinth dirigió una mirada furibunda a Francesca, que sonrió a su taza de té.
Sophie tosió para ocultar su sonrisa. Francesca, que a sus veinte años era sólo un año menor que Eloise, tenía un sentido del humor pícaro y provocador. Algún día Hyacinth estaría a su altura, pero aún no había llegado ese momento.
– Nadie ha contestado mi pregunta -terció Eloise, dejando la taza en el plato con un fuerte clac-. ¿Dónde está Benedict? No lo veo desde hace siglos.
– Hace una semana -enmendó lady Bridgerton.
– ¡Ay!
– ¿No te has puesto el dedal? -preguntó Hyacinth a Sophie.
– Normalmente no soy tan torpe -masculló Sophie.
Lady Bridgerton se llevó la taza a la boca y la mantuvo ahí un buen rato.
Sophie apretó los dientes y reanudó su trabajo con renovado brío. La sorprendía mucho que Benedict no se hubiera presentado en la casa en toda la semana, desde el «gran beso». Se había sorprendido asomándose a las ventanas, metiendo la nariz en los rincones, siempre con la esperanza de verle.
Pero él no estaba nunca.
No sabía discernir si se sentía decepcionada o aliviada. O las dos cosas. Las dos cosas, ciertamente, concluyó, exhalando un suspiro.
– ¿Has dicho algo, Sophie? -le preguntó Eloise.
– No -repuso ella, negando con la cabeza, pero sin apartar los ojos de su pobre índice maltratado.
Arrugando la nariz se apretó la yema y vio formarse lentamente una gotita de sangre.
– ¿Dónde está? -insistió Eloise.
– Benedict tiene treinta años -dijo lady Bridgerton apaciblemente-. No tiene por qué informarnos de todas sus actividades.
Eloise emitió un fuerte bufido.
– Eso es un cambio radical respecto a la semana pasada, madre -comentó.
– ¿Qué quieres decir?
– «¿Dónde está Benedict?» -remedó Eloise, en una buena imitación de su madre-. «¿Cómo se atreve a marcharse sin decir palabra? Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.»
– Eso era diferente -dijo lady Bridgerton.
– ¿En qué? -preguntó Francesca, que tenía puesta su habitual sonrisa guasona.
– Había dicho que iría a la fiesta de ese horrendo muchacho Cavender, y después no volvió, mientras que esta vez… -se interrumpió y frunció los labios-. ¿Y por qué habría de explicaros mis motivos?
– No logro imaginarlo -masculló Sophie.
Eloise, que estaba a su lado, se atragantó con el té.
Francesca se apresuró a darle unas palmadas en la espalda y se inclinó a preguntar:
– ¿Dijiste algo, Sophie?
Negando con la cabeza, Sophie enterró la aguja para dar la siguiente puntada en el dobladillo que estaba repasando y erró totalmente el blanco.
Eloise la miró de reojo, bastante extrañada.
Lady Bridgerton se aclaró la garganta.
– Bueno, creo que… -se interrumpió y ladeó la cabeza-. Oye, ¿hay alguien en el corredor?
Ahogando un gemido, Sophie miró hacia la puerta, esperando ver entrar al mayordomo. Wickham siempre la miraba desaprobador antes de decir cualquier recado o noticia que llevara. No aprobaba que la doncella tomara el té con las señoras de la casa, y si bien nunca expresaba su opinión sobre el asunto delante de las Bridgerton, rara vez se tomaba la molestia de impedir que se le reflejara la opinión en la cara.
Pero no fue Wickham el que apareció en la puerta, sino Benedict.
– ¡Benedict! -exclamó Eloise levantándose al instante-. Justamente estábamos hablando de ti.
– ¿Ah, sí? -dijo él, mirando a Sophie.
– Yo no -masculló ella.
– ¿Dijiste algo, Sophie? -preguntó Hyacinth.
– ¡Ay!
– Tendré que quitarte esa costura -dijo lady Bridgerton sonriendo divertida-. Habrás perdido una pinta de sangre cuando haya acabado el día.
Sophie dejó a un lado la costura disponiéndose a levantarse.
– Iré a buscar un dedal.
– ¡¿No tienes dedal?! -exclamó Hyacinth-. Yo jamás soñaría ron remendar algo sin un dedal.
– ¿Y alguna vez has soñado con remendar? -le preguntó Francesca, sonriendo burlona.
Hyacinth le dio un puntapié, con lo que casi volcó el servicio de té.
– ¡Hyacinth! -la regañó lady Bridgerton.
Sophie miró hacia la puerta, tratando de fijar los ojos en cualquier cosa que no fuera Benedict. Se había pasado toda la semana deseando verlo, y ahora que estaba ahí, lo único que deseaba era escapar. Si le miraba a la cara, su mirada se desviaría inevitablemente hacia sus labios, y si le miraba los labios, sus pensamientos irían inmediatamente a ese beso, y si pensaba en ese beso…
– Necesito ese dedal -dijo, levantándose de un salto. Había ciertas cosas que no se debían pensar en público.
– Eso dijiste -comentó Benedict, alzando una ceja en un arco perfecto, y perfectamente arrogante.
– Está abajo -explicó ella-, en mi habitación.
– Pero si tu habitación está arriba -observó Hyacinth.
Sophie la habría matado.
– Eso fue lo que dije -dijo ella entre dientes.
– No dijiste eso -rebatió Hyacinth, muy segura.
– Sí, dijo eso -afirmó lady Bridgerton-. Yo la oí.
Sophie giró la cabeza para mirar a lady Bridgerton y al instante comprendió que ésta había mentido.
– Tengo que ir a buscar ese dedal -dijo, más o menos por enésima vez.
Corrió hacia la puerta, atragantándose con la saliva al acercarse a Benedict.
– No querría que te hicieras daño -dijo él, haciéndose a un lado para dejarla pasar por la puerta. Pero cuando ella pasó, se le acercó un poco y susurró-: Cobarde.
Ella sintió arder las mejillas, y cuando ya había bajado media escalera, cayó en la cuenta de que tenía que haber subido a su habitación. Maldición, no deseaba volverse y pasar nuevamente junto a Benedict. Lo más probable era que él continuara de pie en la puerta, y curvaría los labios cuando ella pasara, en una de esas sonrisas levemente burlonas, levemente seductoras que siempre conseguían quitarle el aliento.
Qué desastre. De ninguna manera podía continuar en esa casa. ¿Como podría continuar con lady Bridgerton cuando cada vez que veía a Benedict se le licuaban las rodillas? Sencillamente no tenía la fuerza. Él la conquistaría, la haría olvidar todos sus principios, todos sus juramentos. Tendría que marcharse. No tenía otra opción.
Y eso era terrible también, porque le gustaba trabajar para las hermanas Bridgerton. La trataban como a un ser humano, no como a un caballo de tiro. Le hacían preguntas y parecían interesarse en sus respuestas.
Ella no era una de ellas, cierto, jamás lo sería, pero ellas le hacían fácil imaginar, simular, que lo era.
Y por encima de todo, lo único que de verdad había deseado en su vida era una familia.
Con las Bridgerton, casi podía simular que tenía una familia.
– ¿Te has extraviado?
Levantó la vista y vio a Benedict en lo alto de la escalera, apoyado despreocupadamente en la pared. Miró el suelo y cayó en la cuenta de que seguía a mitad de la escalera.
– Voy a salir.
– ¿A comprar un dedal?
– Sí -respondió ella, retadora.
– ¿No necesitas dinero?
Podía mentirle y decirle que llevaba dinero en el bolsillo o decirle la verdad y dejar al descubierto la patética tonta que era. O igual podía bajar corriendo la escalera y salir de la casa. Ésa era la salida cobarde, pero…
– Tengo que irme -masculló, y bajó tan rápido que se olvidó de que debía salir por la puerta de servicio.
Atravesó corriendo el vestíbulo, abrió la pesada puerta y bajó a tropezones la escalinata de entrada. Al tocar sus pies la acera, giró en dirección norte, no por ningún motivo en particular, sino simplemente porque tenía que ir a alguna parte. Y entonces oyó una vor. Una voz chillona, horrible, espantosa.
Dios santo, era la voz de Araminta.
Se le paró el corazón. Corrió hacia la pared y se apretó contra ella. Araminta estaba mirando hacia la calle, y a menos que se girara, no la vería.
Por lo menos era fácil permanecer en silencio cuando no se tenían fuerzas ni para respirar.
¿Y qué hacía ahí Araminta? La casa Penwood estaba por lo menos a unas ocho manzanas, más cerca de…
Entonces le vino el recuerdo. Lo había leído en Whistledown el año anterior, en uno de los pocos ejemplares que habían caído en sus manos cuando trabajaba para los Cavender. El nuevo conde de Penwood había decidido tomar residencia en su casa de Londres, por lo que Araininta, Rosamund y Posy se vieron obligadas a buscarse otra casa.
Pero ¿la casa vecina a la de los Bridgerton? Ni aunque lo hubiera intentado habría podido imaginarse una pesadilla peor.
– ¿Dónde está esa muchacha insufrible? -estaba diciendo Araminta.
Al instante Sophie sintió lástima de esa determinada muchacha. Habiendo sido la anterior «muchacha insufrible» de Araminta, sabía que ese puesto iba acompañado de muy pocos beneficios.
– ¡Posy! -chilló Araminta y fue a subir a un coche que estaba esperando.
Sophie se mordió el labio, con el corazón oprimido. En ese momento comprendió exactamente lo que debió ocurrir cuando ella se marchó. Araminta habría contratado una doncella, y seguro que la trataría horrorosamente, pero no podía degradarla y humillarla del mismo modo que a ella. Había que conocer a la persona y odiarla realmente para ser tan cruel. Cualquier criada no le serviría. Y puesto que Araminta necesitaba humillar a alguien, pues no podía sentirse bien consigo misma si no hacía sentirse mal a alguien, evidentemente eligió a Posy como cabeza de turco, o de turca, tal vez.
En ese momento Posy salió corriendo de la casa, con la cara pálida y ojerosa. Sophie la observó; se veía desgraciada, y tal vez un poco más gorda que hacía dos años. A Araminta no le gustaría nada eso, pensó tristemente. Araminta nunca había logrado aceptar que Posy no fuera menuda, rubia y hermosa, como ella y como Rosamund.
Si ella hahía sido el castigo de Araminta, Posy siempre había sido su desilusión, pensó.
Posy estaba agachada en lo alto de la escalinata, atándose las correas de los botines. Rosamund sacó la cabeza por la ventanilla del coche y gritó:
– ¡Posy!
Una voz chillona bastante poco atractiva, pensó Sophie.
– ¡Voy! -gritó Posy.
– ¡Date prisa!
Posy acabó de atarse las correas y bajó, pero en su prisa se le resbaló el pie en el último peldaño y al instante siguiente estaba tumbada en la acera.
Instintivamente Sophie dio un paso para correr a ayudarla, pero volvió a pegarse a la pared. Posy no se había hecho ningún daño, y no había nada en la vida que deseara menos que la posibilidad de que Araminta se enterara de que estaba en Londres, y justamente en la casa vecina.
Posy se levantó del suelo y dedicó un momento a mover el cuello, primero a la izquierda, luego a la derecha y…
Y entonces la vio. De eso no cabía la menor duda, porque agrandó los ojos, abrió ligeramente la boca y luego formó un pequeño morro con los labios, como para decir «¿Sophie?».
Sophie negó enérgicamente con la cabeza.
– ¡Posy! -gritó Araminta con voz airada.
Sophie volvió a negar con la cabeza, suplicándole con los ojos que no delatara su presencia.
– ¡Voy, madre! -gritó Posy y, después de hacerle un leve gesto de asentimiento a ella, subió al coche.
El coche emprendió la marcha y, por suerte, iba en la dirección opuesta a donde se encontraba ella.
A punto de desplomarse, estuvo un minuto entero apoyada en la pared sin moverse.
Y luego continuó inmóvil otros cinco.
No había sido la intención de Benedict ir a tomar el té con su madre y sus hermanas, aunque al llegar lo había pensado mejor. Pero en el momento en que Sophie salió corriendo de la sala de estar de arriba, perdió todo el interés en el té y los panecillos.
– Justo estaba preguntando dónde estarías -estaba diciendo Eloise.
– ¿Mmm? -Giró levemente la cabeza hacia la derecha y estiró el cuello, para ver cuánto de la calle lograba ver por la ventana desde ese ángulo.
– He dicho que estaba preguntando… -alcanzó a decir Eloise, casi a gritos.
– Eloise, baja la voz -la interrumpió lady Bridgerton.
– Pero es que no está escuchando.
– Si no está escuchando, gritando no vas a atraer su atención-dijo lady Bridgerton.
– Arrojarle un panecillo podría resultar -sugirió Hyacinth.
– Hyacinth, no te at…
Pero Hyacinth ya había arrojado el panecillo. Benedict se hizo a un lado un segundo antes de que el panecillo le rebotara en un lado de la cabeza. Lo primero que hizo fue mirar la pared, donde el panecillo había dejado una ligera mancha, y luego miró al suelo, donde había aterrizado, notablemente, en una sola pieza.
– Creo que ésa es la señal para que me marche -dijo afablemente, dirigiendo una fresca sonrisa a su hermana menor.
El panecillo volante le daba el pretexto perfecto para salir de la sala a ver si lograba seguirle el rastro a Sophie hasta donde fuera que creía que iba.
– Pero si acabas de llegar -dijo su madre.
Al instante él la observó con desconfianza. Ése no había sido ni remotamente el tono quejumbroso que empleaba habitualmente para decir «Pero si acabas de llegar». La verdad, no parecía molesta en lo más mínimo porque él pensaba marcharse.
Lo cual significaba que se traía algo entre manos.
– Podría quedarme -dijo, sólo para probarla.
– Oh, no -repuso ella, llevándose la taza a los labios, aunque él estaba seguro de que estaba vacía-. No permitas que te retengamos si estás ocupado.
Benedict trató de acomodar los rasgos en una expresión impasible, o por lo menos una que ocultara su sorpresa. La última vez que informó a su madre de que estaba «ocupado», ella reaccionó con un «¿Demasiado ocupado para tu madre?».
Su primer impulso fue afirmar «Me quedo» e instalarse en una silla, pero tuvo la sangre fría necesaria para comprender que quedarse ahí sólo para frustrar a su madre era bastante ridículo, cuando lo que de veras deseaba hacer era marcharse.
– Me voy, entonces -dijo finalmente, retrocediendo hacia la puerta.
– Vete -dijo ella, haciéndole un gesto de despedida-. Que te diviertas.
Benedict decidió salir antes de que ella se las arreglara para confundirlo más. Se agachó a recoger el panecillo, y lo lanzó suavemente a Hyacinth, que lo cogió al vuelo, sonriendo. Después hizo una inclinación hacia su madre y sus hermanas y salió al corredor. Cuando llegaba a la escalera alcanzó a oír decir a su madre:
– Creí que no se marcharía nunca.
Muy extraño, francamente.
Bajó de prisa la escalera, atravesó el vestíbulo con largas y tranquilas zancadas, y salió. Dudaba de que Sophie estuviera cerca de la casa, pero si había ido a comprar, sólo podía haber tomado una dirección. Giró a la derecha, con la intención de dirigirse a la pequeña hilera de tiendas, pero sólo había dado tres pasos cuando la vio. Ella estaba pegada a la pared de ladrillos exterior, con el aspecto de recordar apenas la forma de respirar. Corrió hacia ella.
– ¿Sophie? ¿Qué ha ocurrido? ¿Te sientes mal?
Ella se sobresaltó al verlo, después negó con la cabeza.
Él no la creyó, naturalmente, pero no le vio ningún sentido a decirle eso.
– Estás temblando -le dijo, mirándole las manos-. Dime qué ocurrió. ¿Alguien te molestó?
– No -dijo ella con voz temblorosa nada característica-. Sólo… esto… eh… -Miró hacia el lado y vio la escalinata-. Me tropecé al bajar y me asusté. -Sonrió débilmente-. Seguro que sabes lo que quiero decir, esa sensación de que te han dado un vuelco las entrañas.
Benedict asintió porque sabía qué quería decir, pero no porque la creyera.
– Ven conmigo.
Ella lo miró y había algo en esas profundidades verdes que a él le oprimió el corazón.
– ¿Adónde? -preguntó ella en un susurro.
– A cualquier parte, para no estar aquí.
– Eh…
– Vivo cinco casas más allá.
– ¿Sí? -preguntó ella con los ojos agrandados-. Nadie me lo había dicho.
– Te prometo que tu virtud estará a salvo -y luego añadió, simplemente porque no lo pudo evitar- A no ser que «tú» desees otra cosa.
Tuvo la impresión de que ella se habría resistido o protestado si no hubiera estado tan aturdida, pero se dejó llevar por la calle.
– Simplemente estaremos sentados en mi sala de estar hasta que te sientas mejor.
Ella asintió y él la hizo subir la escalinata y entrar en su casa, una modesta casa de ciudad un poco al sur de la de su madre.
Cuando ya estaban cómodamente instalados y él había cerrado la puerta para que no los molestara ningún criado al pasar, la miró pensando decirle «Ahora podrías contarme la verdad de lo que ocurrió», pero en el último minuto, algo lo obligó a morderse la lengua. Él podía preguntárselo, pero seguro que ella no se lo diría. Se pondría a la defensiva y eso no favorecería en nada su causa.
Poniéndose una expresión neutra en la cara, le preguntó:
– ¿Cómo encuentras trabajar para mi familia?
– Son muy simpáticas.
– ¿Simpáticas? -repitió él, sin poder evitar que se le reflejara la incredulidad en la cara-. Enloquecedoras, quizás, incluso agotadoras, pero ¿simpáticas?
– Yo las encuentro simpáticas -dijo Sophie firmemente.
Benedict sonrió porque quería muchísimo a su madre y sus hermanas, y le encantaba que Sophie estuviera empezando a quererlas, pero entonces cayó en la cuenta de que eso iba en contra de sus propios intereses, porque cuanto más se encariñara Sophie con ellas menos posibilides habría de que se deshonrara a sus ojos accediendo a ser su amante.
Maldición. Había cometido un grave error de cálculo al llevarla allí. Como había estado tan empeñado en que se viniera con él a Londres que ofrecerle un puesto en la casa de su madre le pareció la única manera de convencerla.
Eso, combinado con su buen poco de coacción.
Maldición, maldición, maldición. ¿Por qué no la había coaccionado a hacer algo que le hiciera más fácil arrojarse en sus brazos?
– Deberías agradecer a tus estrellas de la suerte por tenerlas -dijo ella, con la voz más enérgica de lo que le había salido en toda la tarde-. Yo daría cualquier cosa por… -no acabó la frase.
– ¿Darías cualquier cosa por qué? -le preguntó él, sorprendido de lo mucho que le interesaba oír la respuesta.
– Por tener una familia como la tuya -repuso ella, mirando tristemente por la ventana.
– No tienes a nadie -dijo él, no como pregunta, sino como afirmación.
– Nunca he tenido a nadie.
– ¿Ni siquiera a tu…? -Recordó que en un descuido ella le había dicho que su madre había muerto al nacer ella-. A veces no es fácil ser un Bridgerton -dijo, en tono intencionadamente alegre y afable.
Ella giró lentamente la cabeza y lo miró.
– No puedo imaginarme nada más agradable.
– Y no hay nada más agradable, pero eso no quiere decir que siempre sea fácil.
– ¿Qué quieres decir?
Y entonces Benedict se vio impulsado a expresar sentimientos que jamás había contado a ningún alma viviente, ni siquiera a su familia.
– Para la mayor parte del mundo -explicó-, sólo soy un Bridgerton. No soy Benedict, ni Ben y ni siquiera un caballero de posibles y algo de inteligencia. Soy simplemente -sonrió pesaroso- un Bridgerton. Concretamente, el Número Dos.
A ella le temblaron los labios y por fin sonrió.
– Eres mucho más que eso.
– Y así me gusta pensarlo, pero la mayor parte del mundo no lo ve así.
– La mayor parte del mundo es tonto y no te conoce.
Él se echó a reír. No había nada más atractivo que Sophie frunciendo el entrecejo.
– No encontrarás oposición en mí respecto a eso.
Pero entonces, justo cuando creía que había acabado ese tema, ella lo sorprendió diciendo:
– No te pareces en nada al resto de tu familia.
– ¿Cómo? -preguntó él, sin mirarla a los ojos. No quería que ella viera lo importante que era para él su respuesta.
– Bueno, tu hermano Anthony… -arrugó la cara, pensando-. El hecho de ser el mayor le ha alterado toda su vida. Evidentemente siente una responsabilidad hacia la familia que tú no.
– Vamos a ver, espera un mo…
– No me interrumpas -dijo ella, colocándole una mano tranquilizadora en el pecho-. No he dicho que no quieras a tu familia ni que no darías tu vida por cualquiera de ellos. Pero en el caso de tu hermano es diferente. Se siente responsable, y de verdad creo que se consideraría un fracaso si cualquiera de sus hermanos fuera desgraciado.
– ¿Cuántas veces has visto a Anthony?
– Una sola vez. -Tensó las comisuras de la boca como si quisiera reprimir una sonrisa-. Pero esa vez fue suficiente. En cuanto a tu hermano menor Colin… bueno, no lo he visto, pero he oído hablar mucho…
– ¿A quién?
– A todo el mundo. Por no decir que siempre lo mencionan en la hoja Whistledown, la que, he de confesar, he leído durante años.
– Entonces sabías de mí antes de conocerme.
Ella asintió.
– Pero no te conocía. Eres mucho más de lo que imagina lady Whistledown.
– Dime -dijo él, colocando la mano sobre la de ella-. ¿Qué ves?
Sophie lo miró a los ojos, examinó esas profundidades color chocolate y vio algo que jamás habría soñado que existía. Una diminuta chispa de vulnerabilidad, de necesidad.
Él necesitaba saber qué pensaba ella de él, que él era importante para ella. Ese hombre, tan seguro de sí mismo, necesitaba su aprobación.
Tal vez la necesitaba a ella.
Giró la mano hasta que se tocaron las palmas y con el índice de la otra mano trazó círculos y remolinos sobre la fina cabritilla de su guante.
– Eres… -comenzó, tomándose su tiempo, porque sabía que cada palabra pesaba más en ese intenso momento-. No eres del todo el hombre que presentas ante el resto del mundo. Te gusta que te consideren gallardo, elegante, irónico, perspicaz, y lo eres, pero bajo todo eso eres mucho más. Te importan las personas -continuó, consciente de que la voz le salía rasposa de emoción-. Te importa tu familia, e incluso te importo yo, aunque Dios sabe que no siempre me lo merezco.
– Siempre -interrumpió él, llevándose su mano a los labios y besándole la palma, con un fervor que a ella le cortó el aliento- Siempre.
– Y… y… -le costaba continuar, estando esos ojos fijos en los de ella con una emoción tan transparente.
– ¿Y qué? -la instó él en un susurro.
– Gran parte de lo que eres te viene de tu familia -dijo ella, casi a borbotones-. Eso es muy verdad. No se puede crecer con tanto amor y lealtad y no ser una persona mejor debido a eso. Pero en el fondo de ti, en tu corazón, en tu alma, está el hombre para ser el cual naciste. Tú, no el hijo de alguien, no el hermano de alguien. Tú.
Benedict la observó atentamente. Abrió la boca para hablar, pero descubrió que no tenía palabras. No había palabras para un momento como ese.
– En el fondo -continuó ella-, tienes el alma de un artista.
– Noo -dijo él, negando con la cabeza.
– Sí. He visto tus dibujos. Eres brillante. Yo no sabía cuánto hasta que conocí a tu familia. Los has captado a todos a la perfección, desde la expresión guasona de Francesca cuando sonríe hasta la travesura en la forma como Hyacinth pone los hombros.
– Nunca le he enseñado a nadie mis dibujos -reconoció él. Ella levantó bruscamente la cabeza.
– Noo. ¿En serio?
– A nadie.
– Pero es que son excelentes. Tú eres excelente. Estoy segura de que a tu madre le encantaría verlos.
– No sé por qué -dijo él, sintiéndose tímido-, pero nunca he deseado enseñárselos a nadie.
– Pero a mí me los enseñaste -dijo ella dulcemente.
– No sé, me pareció… bien.
Y entonces el corazón se saltó un latido, porque de pronto «todo» estaba bien.
La amaba. No sabía cómo ocurrió eso, sólo sabía que era cierto.
No era sólo que ella conviniera a sus necesidades corporales. Había habido montones de mujeres convenientes en ese sentido. Sophie era distinta. Lo hacía reír. Lo hacía desear hacerla reír. Y cuando estaba con ella…, bueno, cuando estaba con ella la deseaba desesperadamente, pero durante esos momentos en que su cuerpo lograba mantenerse controlado…
Se sentía contento, satisfecho.
Era extraño, eso de encontrar una mujer que pudiera hacerlo feliz con su sola presencia. Ni siquiera necesitaba verla, ni oír su voz, ni oler su aroma. Simplemente necesitaba saber que estaba ahí.
Si eso no era amor, no sabía qué era.
La contempló, tratando de prolongar el momento, de retener esos instantes de perfección total. Vio que algo se ablandaba en sus ojos, y el color pareció fundirse, convertirse de una brillante esmeralda en un musgo blando y armonioso. Se le entreabrieron y ablandaron los labios y comprendió que tenía que besarla, y no porque lo deseara, sino porque tenía que besarla.
La necesitaba junto a él, debajo de él, encima de él.
La necesitaba dentro de él, alrededor de él, como una parte de él.
La necesitaba como necesitaba el aire.
Y, pensó en ese último instante racional antes de que sus labios encontraran los de ella, la necesitaba en ese preciso momento.