Capítulo 13

Se informó anteriormente en esta columna que esta cronista pronosticaba un posible enlace entre la señorita Rosamund Reiling y el señor Phillip Cavender. Esta cronista puede decir ahora que no es probable que ocurra eso. Se ha oído decir a lady Penwood (la madre de la señorita Reiling) que no se conformará con un simple «señor» sin título, aun cuando el padre de la señorita Reiling, si bien de buena cuna, no era miembro de la aristocracia.

Por no mencionar, claro, que el señor Cavender ha comenzado a demostrar un decidido interés por la señorita Cressida Cowper.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.


Sophie comenzó a sentirse mal en el instante mismo en que salió el coche de Mi Cabaña. Cuando se detuvieron para pasar la noche en una posada de Oxfordshire, ya sentía muy delicado el estómago. Y cuando llegaron a las afueras de Londres, estaba convencida de que se iba a poner a vomitar.

Se las arregló para mantener el contenido del estómago donde debía estar, pero cuando el coche se adentró en las tortuosas calles de Londres, ya la invadía una intensísima aprensión.

No, no aprensión exactamente; una sensación de desastre.

Estaban en mayo, lo cual significaba que la temporada de fiestas estaba en pleno auge, lo cual significaba que Araminta estaba en Londres.

Lo cual significaba que su llegada allí era muy inconveniente, muy mala idea.

– Muy mala -masculló.

Benedict la miró.

– ¿Has dicho algo?

– Sólo que eres un hombre muy malo.

Él se echó a reír. Ella ya sabía que se iba a reír, pero la irritó de todas maneras.

Él apartó la cortina de la ventanilla y miró fuera.

– Ya casi hemos llegado -dijo.

Le había dicho que la llevaría directamente a la casa de su madre. Sophie recordaba la grandiosa mansión de Grosvenor Square como si hubiera estado ahí la noche anterior. El salón de baile era inmenso, con miles de candelabros en las paredes, cada uno con una perfecta vela de cera de abejas. Las salas más pequeñas estaban decoradas al estido Adam, con exquisitas conchas en relieve en los cielos rasos, y las paredes de color pastel claro.

Ésa había sido la casa de sus sueños, muy literalmente. En todos sus sueños con Benedict y su futuro juntos, ella siempre se veía en esa casa. Eso era una tontería, lógicamente, puesto que él era hijo segundo y por lo tanto no estaba en la línea de sucesión para heredar la propiedad; de todos modos, era la casa más hermosa que había visto en su vida, y los sueños no eran para hacerse realidad. Si hubiera querido soñar que entraba en el Kensington Palace, tenía el derecho.

Claro que no era muy probable que viera el interior de Kensington Palace, pensó, sonriendo irónica.

– ¿De qué sonríes? -le preguntó Benedict.

– Estoy planeando tu muerte -repuso ella, sin molestarse en mirarlo.

Él sonrió; no lo estaba mirando, pero era una de esas sonrisas que ella oía en su forma de respirar.

Detestaba ser tan sensible hasta los más pequeños detalles de él. Sobre todo porque tenía la molesta sospecha de que a él le ocurría lo mismo con ella.

– Al menos parece interesante -comentó él.

– ¿Qué? -preguntó ella, apartando los ojos del borde inferior de la cortina, que llevaba horas mirando.

– Mi muerte -contestó él, con una sonrisa sesgada y traviesa-. Si me vas a matar, bien podrías disfrutar mientras lo haces, porque, Dios lo sabe, yo no lo disfrutaré.

Ella casi se quedó boquiabierta.

– Estás loco.

– Probablemente. -Se encogió de hombros con despreocupación y, acomodándose en su asiento, apoyó los pies en el asiento del frente-. Poco menos que te he secuestrado, después de todo. Yo diría que eso se puede calificar de la locura más grande que he cometido en mi vida.

– Podrías dejarme marchar ahora -dijo ella, aún sabiendo que él no aceptaría.

– ¿Aquí en Londres? ¿Donde te pueden atacar forajidos en cualquier momento? Eso sería grave irresponsabilidad por mi parte, ¿no te parece?

– No se compara con raptarme en contra de mi voluntad.

– No te rapté -dijo él, examinándose tranquilamente las uñas-. Te hice chantaje. Hay un mundo de diferencia.

El brusco movimiento que hizo el coche al detenerse libró a Sophie de tener que responder.

Benedict apartó una última vez la cortina y la dejó caer.

– Ah, hemos llegado.

Sophie esperó a que él se apeara y se acercó a la puerta. Se le pasó por la mente no hacer caso de la mano que le ofrecía y saltar sola, pero la puerta estaba bastante separada del suelo, y de verdad no quería hacer el ridículo tropezándose y aterrizando en la cuneta de desagüe. Le encantaría insultarlo, pero no a costa de un esguince en el tobillo. Suspirando, le cogió la mano.

– Muy inteligente decisión -susurró Benedict.

Sophie lo miró sorprendida. ¿Cómo supo lo que estaba pensando?

– Siempre sé lo que estás pensando -dijo él.

Ella tropezó.

– ¡Epa! -gritó él, cogiéndola expertamente antes de que aterrizara en la cuneta.

La retuvo un momento más largo del necesario y la depositó en la acera. Ella habría dicho algo si no hubiera tenido los dientes tan apretados que no dejaban salir ninguna palabra.

– ¿No te mata la ironía? -le preguntó él, sonriendo perversamente.

Ella logró aflojar la mandíbula.

– No, pero bien podría matarte a ti.

Él se echó a reír, el muy condenado.

– Vamos. Te presentaré a mi madre. Seguro que ella te encontrará uno u otro puesto.

– Podría no tener ningún puesto vacante -observó ella. Él se encogió de hombros.

– Me quiere. Creará un puesto.

Sophie se mantuvo en sus trece, negándose a dar un solo paso mientras no hubiera dejado claras las cosas.

– No voy a ser tu querida.

– Sí, ya lo has dicho -dijo él, su expresión extraordinariamente impasible.

– No, lo que quiero decir es que no va a resultar tu plan.

Él la miró, todo inocencia.

– ¿Tengo un plan?

– Vamos, por favor. Vas a tratar de conquistarme con la esperanza de que yo claudique.

– Eso ni lo soñaría.

– Seguro que lo sueñas más que un poco -masculló ella en voz baja.

Él debió oírla, porque se rió. Sophie se cruzó de brazos, sublevada, indiferente a lo poco decorosa que pareciera su postura, allí en la acera a plena vista de todo el mundo. Nadie se fijaría en ella, en todo caso, vestida como estaba con la lana basta de una sirvienta. Debería adoptar una actitud más alegre y considerar su nueva posición con más optimismo, pensó, pero, maldición, en ese momento le apetecía mostrarse hosca.

La verdad, se lo había ganado. Si alguien tenía derecho a estar resentida y contrariada, era ella.

– Podríamos quedarnos en la acera todo el día -dijo Benedict, en un tono bastante impregnado de sarcasmo.

Ella alzó la vista para mirarlo furiosa, pero entonces se fijó en el lugar donde estaban. No estaban en Grosvenor Square; en realidad no sabía dónde estaban. En Mayfair, seguro, pero la casa que tenían delante no era de ningún modo aquella donde asistió al baile.

– Eh…, ¿ésta es la casa Bridgerton?

Él arqueó una ceja.

– ¿Cómo sabías que mi casa se llamaba casa Bridgerton?

– Tú lo has dicho.

Por suerte, eso era cierto. En sus conversaciones él había hablado varias veces de la casa Bridgerton y de la residencia de la familia en el campo, Aubrey Hall.

Él pareció aceptar eso.

– Ah. Bueno, en realidad no lo es. Mi madre dejó la casa Bridgerton hace casi dos años. Ofreció un último baile allí, que fue un baile de máscaras, por cierto, y la entregó a mi hermano con su mujer. Siempre había dicho que se marcharía tan pronto como mi hermano se casara e iniciara una familia propia. Creo que su primer hijo nació un mes después de que se marchara mi madre.

– ¿Fue niño o niña? -preguntó ella, aunque lo sabía. Lady Whistledown siempre informaba de esas cosas.

– Un niño. Edmund. Tuvieron otro hijo, Miles, a comienzos de este año.

– ¡Qué bien! -exclamó ella, aunque sintió oprimido el corazón.

No era probable que ella tuviera hijos nunca, y ésa era una de las conclusiones más tristes a las que había llegado. Para tener hijos se necesita un marido, y el matrimonio para ella era un sueño imposible. No fue educada para ser una sirvienta, por lo que tenía muy poco en común con la mayoría de los hombres con los que se encontraba en su vida diaria. Ciertamente los demás criados eran personas buenas y honorables, pero se le hacía difícil imaginarse compartiendo la vida con un hombre que, por ejemplo, no supiera leer.

No necesitaba casarse con un hombre de origen particularmente elevado, pero incluso la clase media estaba fuera de su alcance. Ningún hombre que se respetara en el comercio se casaría con una criada.

Benedict le indicó que lo siguiera, y lo siguió hasta que llegaron a la escalinata de la puerta principal. Allí se plantó.

– Entraré por la puerta lateral de servicio.

Él apretó los labios para reprimir una sonrisa.

– Entrarás por la principal.

– Entraré por la puerta lateral -repitió ella firmemente-. Ninguna mujer de alcurnia contrata a una criada que entra por la puerta principal.

– Vienes conmigo -dijo él, entre dientes-. Entrarás por la principal.

A ella se le escapó una risita.

– Benedict, sólo ayer querías que me convirtiera en tu querida. ¿Te atreverías a traer a tu querida para presentarla a tu madre, haciéndola entrar por la puerta principal?

Eso lo confundió. Ella sonrió al verle arrugar la cara, frustrado. Eso la hizo sentirse mejor de lo que se había sentido desde hacía días.

– ¿Traerías a tu querida a conocer a tu madre? -continuó, simplemente para torturarlo más.

– No eres mi querida.

– No.

Él adelantó el mentón y la miró, perforándole los ojos con una furia apenas contenida.

– Eres una maldita criadita, porque has insistido en serlo. Y en calidad de criada, si bien estás algo abajo en la escala social, sigues siendo una persona muy respetable. Ciertamente respetable para mi madre.

A Sophie se le desvaneció la sonrisa. Tal vez había llevado demasiado lejos la provocación.

– Muy bien -gruñó él, cuando tuvo claro que ella no iba a seguir discutiendo-. Ven conmigo.

Ella subió las gradas con él. En realidad eso podría representar una ventaja. Seguro que su madre no contrataría a una criada que tenía el descaro de entrar por esa puerta. Y puesto que ya se había negado firmemente a ser su querida, él tendría que aceptar la derrota y dejarla volver al campo.

Benedict empujó la puerta y la sostuvo abierta hasta que ella entró delante de él. El mayordomo sólo tardó unos segundos en aparecer.

– Wickham, tenga la bondad de informar a mi madre que estoy aquí.

– Al instante, señor Bridgerton -repuso Wickham-. ¿Y podría tomarme la libertad de informarle que ella ha estado bastante curiosa respecto a su paradero esta semana pasada?

– Me sorprendería si no -contestó Benedict.

Wickham hizo un gesto hacia Sophie, con una expresión que se cernía entre curiosidad y desdén.

– ¿Podría informarla de la llegada de su huésped?

– Sí, por favor.

– ¿Podría informarla de la identidad de su huésped?

Sophie miró a Benedict con gran interés, pensando qué diría.

– Su nombre es señorita Beckett. Ha venido en busca de empleo.

Wickham arqueó una ceja. Eso sorprendió a Sophie. Por lo que sabía, los mayordomos debían ser absolutamente inexpresivos.

– ¿De criada?

– De lo que sea -respondió Benedict, indicando con su tono que ya empezaba a impacientarse.

– Muy bien, señor Bridgerton -acató Wickham y desapareció en la escalera.

– Creo que no le pareció nada bien -comentó Sophie en un susurro, cuidando bien de ocultar su sonrisa.

– Wickham no está al mando aquí.

Sophie exhaló un suspiro como diciendo «lo que tú digas».

– Me imagino que Wickham se opondría.

Benedict la miró incrédulo.

– Es el mayordomo.

– Y yo soy una criada. Lo sé todo de los mayordomos. Más que tú, diría.

– Tú actúas menos como criada que cualquier mujer de las que conozco -dijo él, mirándola con los ojos entrecerrados.

Ella se encogió de hombros y fingió estar contemplando atentamente una naturaleza muerta que colgaba de la pared.

– Usted hace surgir lo peor de mí, señor Bridgerton.

– Benedict -siseó él-. Ya nos tuteamos. Trátame con mi nombre de pila.

– Su madre no tardará en bajar la escalera -le recordó ella-, y usted insiste en que me contrate como criada. ¿Son muchos los criados que le tratan con su nombre de pila?

Él la miró indignado y ella comprendió que él sabía que ella tenía razón.

– No puede tener las dos cosas, señor Bridgerton -dijo, permitiéndose una leve sonrisa.

– Yo sólo deseaba «una» -gruñó él.

– ¡Benedict!

Sophie miró hacia la escalera, por la que venía bajando una mujer menuda y elegante. Sus cabellos eran más rubios que los de Benedict, pero su fisonomía decía claramente que era su madre.

– Madre, cuánto me alegra verte -dijo él, avanzando para recibirla al pie de la escalera.

– Y a mí me alegraría más verte si hubiera sabido dónde estabas esta semana pasada -respondió ella con desparpajo-. Lo último que supe de ti fue que habías ido a la fiesta de Cavender, pero después todos volvieron y tú no.

– Me marché antes de la fiesta, y me fui a Mi Cabaña.

– Bueno -suspiró ella-, supongo que no puedo pretender que me notifiques todos tus movimientos ahora que tienes treinta años.

Benedict le sonrió con cariño.

– Y ella debe de ser tu señorita Beckett -dijo ella mirando a Sophie.

– Sí. Me salvó la vida cuando estaba en Mi Cabaña.

Sophie pegó un salto.

– Yo no…

– Sí -la interrumpió Benedict suavemente-. Me enfermé por conducir bajo la lluvia, y ella cuidó de mí y me devolvió la salud.

– Podría haberse recuperado sin mí -insistió Sophie.

– Pero no con tanta rapidez ni comodidad -dijo Benedict dirigiéndose a su madre.

– ¿No estaban en casa los Crabtree? -preguntó Violet.

– No estaban cuando llegamos -repuso Benedict.

Violet miró a Sophie con una curiosidad tan evidente que Benedict se vio obligado a explicar:

– La señorita Beckett estaba empleada en casa de los Cavender, pero ciertas circunstancias le hicieron imposible continuar allí.

– Comprendo -dijo Violet, aunque su tono indicaba que no comprendía.

– Su hijo me salvó de un destino horroroso -explicó Sophie serenamente-. Le debo una inmensa gratitud.

Benedict la miró sorprendido. Dado el grado de hostilidad hacia él no se había imaginado que ella aportaría información elogiosa de él. Pero debería haberlo supuesto; Sophie tenía elevados principios, y no del tipo que permitiera que la ira obstaculizara la sinceridad.

Ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella.

– Comprendo -repitió Violet, esta vez con mucho más sentimiento.

– Tenía la esperanza de que le encontraras un puesto en tu casa -dijo Benedict.

– Pero no si es mucho problema -se apresuró a añadir Sophie.

– No -dijo Violet, fijando los ojos en su cara con una extraña expresión-. No sería ningún problema, pero…

Benedict y Sophie se quedaron en suspenso, pendientes del resto de la frase.

– ¿Nos conocemos de antes? -preguntó Violet a bocajarro.

– Creo que no -contestó Sophie, con un ligero tartamudeo. ¿Cómo podía ocurrírsele a lady Bridgerton que la conocía? Estaba segura de que no se había cruzado con ella esa noche del baile de máscaras-. No me imagino cómo podríamos conocernos.

– Tiene razón, sin duda -dijo lady Bridgerton, desechando la idea con un gesto de la mano-. Tiene usted algo que me resulta vagamente conocido. Pero lo más seguro es que haya conocido a alguien que se le parece mucho. Ocurre con frecuencia.

– En especial a mí -terció Benedict, con una sonrisa sesgada.

Lady Bridgerton miró a su hijo con visible cariño.

– No es culpa mía que todos mis hijos sean extraordinariamente parecidos.

– Si no podemos echarte la culpa a ti, ¿a quién, entonces? -le preguntó Benedict.

– A tu padre, totalmente -replicó lady Bridgerton con aire satisfecho. Miró a Sophie-: Todos se parecen mucho a mi difunto marido.

Sophie sabía que debía permanecer callada, pero encontró tan hermoso y agradable el momento, que dijo:

– Yo encuentro que su hijo se parece a usted.

– ¿Le parece? -preguntó lady Bridgerton, juntando las manos, encantada-. Qué maravilloso. Y yo que siempre me he considerado un recipiente para la familia Bridgerton.

– ¡Madre! -exclamó Benedict.

– ¿He hablado con demasiada franqueza? -suspiró ella-. Cada vez hago más eso en mi vejez.

– No eres vieja, madre.

Ella sonrió.

– Benedict, ¿por qué no vas a ver a tus hermanas mientras yo llevo a la señorita Bennet…?

– Beckett -enmendó él.

– Sí, claro, Beckett. La llevaré arriba para instalarla.

– Sólo necesita llevarme al ama de llaves -dijo Sophie.

Era muy raro que la señora de la casa se ocupara de contratar a una criada. De acuerdo, la situación era bastante insólita, pues era Benedict el que pedía que la contrataran, pero era muy extraño que lady Bridgerton se tomara un interés especial en ella.

– La señora Watkins está muy ocupada -explicó lady Bridgerton-. Además, creo que necesitamos otra doncella arriba. ¿Tiene experiencia en ese trabajo?

Sophie asintió.

– Excelente. Me lo imaginé. Habla muy bien.

– Mi madre era ama de llaves -dijo Sophie automáticamente-. Trabajaba para una familia muy generosa y…

Se interrumpió, horrorizada, recordando tardíamente que le había dicho la verdad a Benedict: que su madre había muerto al nacer ella. Lo miró, nerviosa, y él le contestó con un ladeo del mentón, ligeramente burlón, indicándole que no la iba a dejar como mentirosa.

– La familia era muy generosa -continuó ella, dejando escapar una espiración de alivio-, y me permitían a asistir a muchas clases con las hijas de la casa.

– Comprendo -dijo lady Bridgerton-. Eso explica muchísimo. Me cuesta creer que haya estado trabajando como criada. Está claro que tiene educación suficiente para aspirar a puestos más elevados.

– Lee muy bien -dijo Benedict.

Sophie lo miró sorprendida.

– Me leía muchísimo durante mi convalecencia -continuó él, dirigiéndose a su madre.

– ¿Escribe también? -preguntó lady Bridgerton.

– Tengo buena ortografía y bastante buena letra -repuso ella, asintiendo.

– Excelente. Siempre me va bien contar con un par de manos extras cuando escribo las invitaciones. Y tendremos un baile en verano. Presento en sociedad a dos hijas este año -le explicó a Sophie-. Tengo muchas esperanzas de que una de ellas elija marido antes de que acabe la temporada.

– No creo que Eloise desee casarse -dijo Benedict.

– Calla la boca.

– Esa declaración es un sacrilegio en esta casa -explicó Benedict a Sophie.

– No le haga caso -dijo lady Bridgerton echando a andar hacia la escalera-. Venga conmigo, señorita Beckett. ¿Como dijo que era su nombre de pila?

– Sophia.

– Ven conmigo, Sophie. Te presentaré a las niñas. Y te buscaremos ropa nueva -añadió arrugando la nariz-. No puedo permitir que una de nuestras doncellas ande tan mal vestida. Una persona podría pensar que no te pagamos un salario justo.

Sophie no había visto nunca que los miembros de la alta sociedad se preocuparan por pagar salarios justos a sus sirvientes, y le conmovió la generosidad de lady Bridgerton.

– Tú espérame abajo -dijo lady Bridgerton a Benedict-. Tenemos mucho que hablar tú y yo.

– Mira como tiemblo -replicó él.

– Entre él y su hermano, no sé cual me va a matar primero – masculló lady Bridgerton.

– ¿Qué hermano? -preguntó Sophie.

– Cualquiera. Los dos. Los tres. Todos unos sinvergüenzas.

Pero unos sinvergüenzas a los que amaba muchísimo, pensó Sophie. Eso lo notaba en su manera de hablar, lo veía en sus ojos cuando se iluminaban de alegría al mirar a su hijo.

Y eso la hacía sentirse sola, triste y envidiosa. Qué distinta podría haber sido su vida si su madre no hubiera muerto en el parto. No habrían sido respetables, tal vez, la señora Beckett, la querida de un noble, y ella, la hija bastarda, pero le agradaba pensar que su madre la habría amado.

Lo cual era más de lo que había recibido de cualquier otro adulto, incluido su padre.

– Vamos, Sophie -dijo lady Bridgerton enérgicamente.

Sophie la siguió escalera arriba, pensando por qué si sólo iba a comenzar un nuevo trabajo, se sentía como si fuera a entrar en una nueva familia.

Era… agradable.

Y había transcurrido mucho, muchísimo tiempo desde que su vida fuera agradable.

Загрузка...