Capítulo 6

Hace ya tres años que no hay ninguna boda en la familia Bridgerton, y en varias ocasiones se ha oído declarar a lady Bridgerton que está casi desquiciada. Benedict no ha buscado novia (y es la opinión de esta cronista que a sus treinta años ya debería hacerlo); tampoco tiene novia Colin, aunque tal vez se le puede perdonar su tardanza porque, al fin y al cabo, sólo tiene veintiséis años.

La vizcondesa viuda tiene también dos hijas por las que preocuparse. Eloise está muy cerca de los veintiún años, y aunque le han hecho varias proposiciones, ha demostrado no tener ninguna inclinación a casarse. Francesca va a cumplir los veinte (por coincidencia, las dos jovenes están de cumpleaños el mismo día), y también parece más interesada en la temporada que en el matrimonio.

Esta cronista opina que lady Bridgerton no tiene por qué preocuparse en realidad. Es inconcebible que cualquiera de los hermanos Bridgerton no haga finalmente un matrimonio aceptable; además, sus dos hijos casados ya le han dado un total de cinco nietos, y supongo que ése es el deseo de su corazón.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.


Alcohol y cigarros; partidas de cartas y muchas mujeres de alquiler. Justo el tipo de fiesta de la que Benedict Bridgerton habría disfrutado inmensamente cuando acababa de salir de la universidad.

Pero en esos momentos estaba aburrido, hastiado.

Ni siquiera sabía por qué se le ocurrió asistir. Por puro aburrimiento, suponía. Hasta el momento la temporada de 1817 en Londres había sido una repetición de la del año anterior, y no había encontrado particularmente interesante la de 1816. Hacer lo mismo y lo mismo otra vez ya era peor que vulgar.

Tampoco conocía al anfitrión, un tal Phillip Cavender. Era una de esas situaciones del amigo de un amigo de un amigo, y en esos momentos deseaba fervientemente haberse quedado en Londres. Acababa de salir de un molesto catarro, y debería haber aprovechado ese pretexto para rechazar la invitación, pero su amigo, al que, por cierto, no veía desde hacía varias horas, había insistido, tentándolo, engatusándolo, hasta que él cedió.

Y cuánto lo lamentaba.

Avanzó por el corredor que salía del vestíbulo principal de la casa de los padres de Cavender. Por la puerta izquierda vio a un grupo jugando a las cartas; uno de los jugadores estaba sudando copiosamente.

– Idiota -masculló. El pobre hombre igual estaba a punto de perder su casa ancestral.

La puerta de la derecha estaba cerrada, pero oyó risitas femeninas y luego la risa de un hombre, seguidos por unos gruñidos y chillidos bastante desagradables.

Eso era una locura, una estupidez. No deseaba estar ahí. Detestaba jugar a las cartas cuando las apuestas eran sumas superiores a lo que podían permitirse los participantes y jamás había tenido el menor interés en copular de una manera tan pública. No sabía qué le había ocurrido al amigo que lo llevó allí, y no le caían muy bien los demás invitados.

– Me marcho -anunció, aunque no había nadie que lo escuchara.

Tenía una pequeña propiedad no muy lejos de allí, a una hora de trayecto en realidad. Aunque no era mucho más que una rústica casita de campo, en esos momentos se le antojó que era el mismísimo cielo.

Pero los buenos modales le ordenaban que buscara a su anfitrión para informarlo de su partida, aun cuando el señor Cavender estuviera tan borracho que al día siguiente no recordara nada de la conversación.

Pero al cabo de diez minutos de infructuosa búsqueda, Benedict ya comenzaba a desear que su madre no hubiera sido tan firme en su empeño de inculcar buenos modales a todos sus hijos. Entonces le habría resultado mucho más fácil marcharse simplemente y ya está.

– Tres minutos más -gruñó-. Si dentro de tres minutos no encuentro al puñetero idiota, me marcho.

Justo en ese momento pasaron por su lado dos jóvenes tambaleantes que al enredarse en sus propios pies soltaron una ruidosa carcajada. El aire se impregnó de efluvios alcohólicos, y Benedict retrocedió discretamente un paso, no fuera a ser que uno de ellos se viera obligado a echarle encima el contenido de su estómago.

Le tenía muchísimo cariño a sus botas.

– ¡Bridgerton! -exclamó uno de ellos.

Benedict los saludó con una seca inclinación de la cabeza. Los dos eran unos cinco años menores que él y no los conocía bien.

– Ése no es un Bridgerton -dijo el otro con la voz estropajosa-. Ése es… vaya, pues sí que es un Bridgerton. Tiene el pelo y la nariz. -Entrecerró los ojos-. ¿Pero cuál de los Bridgerton?

– ¿Habéis visto a nuestro anfitrión? -les preguntó Benedict, pasando por alto la pregunta.

– ¿Tenemos un anfitrión?

– Pues, claro -dijo el primero-. Cavender. Un tipo condenadamente amable, dejarnos usar su casa…

– La casa de sus padres -enmendó el otro-. No la ha heredado todavía, el pobre.

– ¡Eso! La casa de sus padres. Muy agradable el muchacho de todos modos.

– ¿Alguno de vosotros lo ha visto? -gruñó Benedict.

– Está fuera -contestó el que al principio no recordaba que tenían un anfitrión-. Justo delante de la casa.

– Gracias.

Sin más, pasó junto a ellos en dirección a la puerta. Bajaría la cscalinata, presentaría sus respetos a Cavender y se dirigiría al establo a recoger su faetón. Tal vez ni siquiera tendría que aminorar el paso.


Era hora de buscarse otro empleo, pensó Sophie Beckett.

Habían transcurrido casi dos años desde que se marchara de Londres, dos años desde que por fin dejara de ser la esclava de Araminta, dos años desde que se quedara totalmente sola.

Después de salir de la casa Penwood empeñó las pinzas de los zapatos de Araminta, pero los diamantes de que tanto alardeara Araminta resultaron no ser diamantes sino simples imitaciones, y no le dieron mucho dinero por ellos. Intentó encontrar trabajo como institutriz, pero en ninguna de las agencias a las que se presentó estuvieron dispuestos a aceptarla. Sí que tenía buena educación, pero no tenía ninguna recomendación; además, la mayoría de las mujeres no querían contratar a una persona tan joven y bonita.

Finalmente compró un billete en un coche de línea hasta Wiltshire, puesto que eso era lo más lejos que podía ir si quería reservarse la mayor parte de su dinero para emergencias. Afortunadamente, no tardó mucho en encontrar empleo, como camarera de la planta superior en la casa del señor y señora Cavender. Éstos eran una pareja normal, que esperaban buen trabajo de sus criados pero no exigían lo imposible. Después de trabajar tantos años para Araminta, el trabajo en casa de los Cavender le pareció casi como hacer vacaciones.

Pero entonces regresó el hijo de su viaje por Europa y todo cambió. Phillip vivía tratando de arrinconarla en los corredores, y al rechazar ella una y otra vez sus insinuaciones y requerimientos, él se se fue poniendo más y más agresivo.

Justo estaba empezando a pensar que debía buscar un empleo en otra parte, cuando los señores Cavender se fueron a Brighton, a hacer una visita de una semana a la hermana de la señora Cavender. Y entonces Phillip dedidió organizar una fiesta para unos veinte de sus mejores amigos.

Ya le había resultado difícil evitar los encuentros con Phillip antes, pero por lo menos se sentía algo protegida; Phillip no se atrevería a atacarla estando su madre en casa. Pero estando ausentes los señores Cavender, el joven parecía creer que podía hacer y tomar lo que fuera que se le antojara; y sus amigos no eran mejores.

Sabía que debería haberse marchado inmediatamente, pero la señora Cavender la había tratado bien y no le pareció correcto marcharse sin dar el aviso con dos semanas de antelación. Sin embargo, después de sufrir una persecución de dos horas por toda la casa, decidió que los buenos modales no valían su virtud, de modo que después de decirle al ama de llaves (compasiva, por suerte) que no podía continuar allí, metió sus pocas pertenencias en una pequeña bolsa, bajó sigilosamente por la escalera lateral de servicio y salió. La esperaba una caminata de dos millas hasta la ciudad, pero sin duda estaría infinitamente más segura en el camino, incluso en la oscuridad de esa negra noche, que quedándose en la casa Cavender. Además, sabía de una pequeña posada donde podría comer algo caliente y conseguir una habitación a un precio módico.

Acababa de dar la vuelta a la casa y tomar el camino de entrada cuando oyó un estridente grito.

Miró. Maldición. Era Phillip Cavender, que parecía estar más borracho y desagradable que de costumbre.

Echó a correr, rogando que el alcohol le hubiera estropeado la coordinación, porque sabía que no podría igualarlo en velocidad.

Pero al parecer su huida sólo sirvió para excitarlo, porque lo oyó gritar alegremente y luego oyó sus pasos, atronadores, acercándose, acercándose, hasta que sintió cerrarse su mano en la parte de atrás del cuello de su chaqueta, obligándola a detenerse.

Phillip rió triunfante, y ella se sintió más aterrada que nunca en toda su vida.

– Mira lo que tengo aquí -cacareó-. La señorita Sophie. Tendré que presentarte a mis amigos.

Sophie sintió la boca reseca y no supo si el corazón se le había parado o estaba latiendo al doble de velocidad.

– Suélteme, señor Cavender -dijo con la voz más severa que logró sacar. Sabía que a él le gustaba verla impotente y suplicante, y no estaba dispuesta a darle el gusto.

– Creo que no -dijo él.

La hizo darse media vuelta, por lo que se vio obligada a ver estirarse sus labios en una sonrisa babosa. Entonces él giró la cabeza ¡lacia un lado y gritó:

– ¡Heasley! ¡Flctcher! ¡Mirad lo que tengo aquí!

Horrorizada vio salir a dos hombres de las sombras, los que, a juzgar por su aspecto, estaban tan borrachos, o más, que Phillip.

– Siempre das las mejores fiestas -dijo uno de ellos en tono zalamero.

Phillip se hinchó de orgullo.

– ¡Suélteme! -repitió Sophie.

Phillip sonrió de oreja a oreja.

– ¿Qué os parece muchachos? ¿Obedezco a la dama?

– ¡Demonios, no! -contestó el más joven de los dos hombres. -Parecería que «dama» es una denominación algo incorrecta, ¿no crees? -dijo el otro, el que acababa de decir que Phillip daba las mejores fiestas.

– ¡Muy cierto! -exclamó Phillip-. Ésta es una criada, y, como todos sabemos, esta gentuza ha nacido para servir. -Dio un fuerte empujón a Sophie en la dirección de uno de sus amigos-. Ahí tienes. Échale una mirada a la mercancía.

Sophie lanzó un grito al sentirse así catapultada y aferró fuertemente su bolsa. La iban a violar, eso estaba claro. Pero su mente aterrada quería aferrarse a una hilacha de dignidad, y no permitiría que esos hombres desparramaran hasta la última de sus pertenencias sobre el frío suelo.

El hombre que la cogió la manoseó groseramente y luego la empujó hacia el tercero. Éste acababa de pasarle el brazo por la cintura cuando alguien gritó:

– ¡Cavender!

Sophie cerró los ojos, desesperada. Otro hombre más. Cuatro.

Dios santo, ¿es que tres no eran suficientes?

– ¡Bridgerton! -gritó Phillip-. Únete a nosotros.

Sophie abrió los ojos. ¿Bridgerton?

De la oscuridad salió un hombre alto, de potente musculatura, avanzando con confiada soltura.

– ¿Qué tenemos aquí?

Dios santo, habría reconocido esa voz en cualquier parte. La había oído con mucha frecuencia en sus sueños. Era Benedict Bridgerton. Su Príncipe Encantado.

El aire nocturno estaba frío, pero Benedict lo encontró refrescante, después de haberse visto obligado a inspirar los efluvios del alcohol y tabaco en el interior de la casa. La luna brillaba bien redondeada, casi llena, y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Total, que era una excelente noche para abandonar una fiesta aburrida y regresar a casa.

Pero lo primero es lo primero. Tenía que encontrar a su anfitrión y pasar por el proceso de agradecerle su hospitalidad e informarlo de su partida. Cuando llegó al peldaño inferior gritó:

– ¡Cavender!

– ¡Aquí! -llegó la respuesta.

Miró a la derecha. Cavender estaba junto a un majestuoso olmo con otros dos caballeros. Al parecer estaban divirtiéndose con una criada, empujándola de uno a otro.

Soltó un gemido. Estaba demasiado lejos para determinar si la criada estaba disfrutando de sus atenciones, y si no lo estaba, tendría que salvarla, y no era eso lo que tenía planeado hacer esa noche. Nunca le había gustado particularmente hacer el héroe, pero tenía muchas hermanas menores, cuatro exactamente, como para hacer caso omiso de una mujer en apuros.

– ¡Eh, ahí! -gritó caminando sin prisa, tratando de mantener una postura despreocupada.

Siempre era mejor caminar lentamente para evaluar la situación, que no abalanzarse a ciegas.

– ¡Bridgerton! -gritó Cavender-. ¡Unete a nosotros!

Benedict llegó al lugar justo en el momento en que uno de los hombres le pasaba un brazo por la cintura a la joven, desde atrás, y con la otra mano empezaba a pellizcarle y manosearle el trasero.

Miró a la criada a los ojos. Esos ojos estaban agrandados, aterrados, y lo miraban a él como si acabara de caer entero del cielo.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó.

– Un poco de diversión -rió Cavender-. Mis padres tuvieron la amabilidad de contratar a este buen bocado como camarera de la planta superior.

– No parece estar disfrutando de vuestras atenciones -dijo Benedict tranquilamente.

– Sí que le gusta -contestó Cavender sonriendo-. Le gusta lo suficiente para mí, en todo caso.

– Pero no para mí -dijo Benedict avanzando.

– Puedes tener tu turno con ella -dijo Cavender Jovialmente-. Tan pronto como nosotros hayamos terminado.

– Has entendido mal.

Ante el filo acerado de su voz los tres hombres se quedaron inmóviles, mirándolo con recelosa curiosidad.

– Suelta a la muchacha.

Todavía pasmado por el repentino cambio de atmósfera y tal vez con los reflejos adormecidos por el alcohol, el hombre que sostenía a la muchacha no la soltó.

– No deseo luchar con vosotros -dijo Benedict, cruzándose de brazos-, pero lo haré. Y os aseguro que las posibilidades de tres contra uno no me asustan.

– Oye, tú -dijo Cavender enfadado-. No puedes venir aquí a darme órdenes en mi propiedad.

– La propiedad es de tus padres -enmendó Benedict, recordándoles a todos que Cavender todavía estaba con la leche en los labios.

– Es mi casa -replicó Cavender-, y ella es mi criada. Y hará lo que yo quiera.

– No sabía que la esclavitud era legal en este país.

– Tiene que hacer lo que yo diga.

– ¿Sí?

– Si no, la despediré.

– Muy bien -dijo Benedict con un asomo de sonrisa burlona-. Pregúntaselo, entonces. Pregúntale si desea copular con vosotros tres. Porque eso es lo que teníais pensado, ¿verdad?

Cavender farfulló algo sin saber qué decir.

– Pregúntaselo -repitió Benedict, sonriendo, principalmente porque sabía que su sonrisa enfurecería al hombre menor-. Y si dice no, puedes despedirla ahora mismo.

– No se lo preguntaré -gimió Cavender.

– Bueno, entonces no puedes esperar que lo haga, ¿verdad? -Miró a la muchacha. Era muy atractiva, con una melena corta de rizos castaño claro y unos ojos que se veían casi demasiado grandes en su cara-. Muy bien -dijo- mirando nuevamente a Cavender-. Yo se lo preguntaré.

La muchacha entreabrió los labios, y Benedict tuvo la extrañísima impresión de que se habían visto antes. Pero eso era imposible, a no ser que hubiera trabajado para alguna otra familia aristocrática. E incluso en ese caso, sólo la habría visto de paso. Su gusto en mujeres no iba jamás hacia las criadas, y la verdad, tendía a no fijarse en ellas.

– Señorita… -Frunció el ceño-. Oiga, ¿cómo se llama?

– Sophie Beckett -repuso ella, con la voz sofocada, como si tuviera un inmenso sapo atrapado en la garganta.

– Señorita Beckett -continuó él-, ¿tendría la amabilidad de contestar la siguiente pregunta?

– ¡No! -explotó ella.

– ¿No va a contestar? -le preguntó él, con una expresión de diversión en los ojos.

– No, no quiero copular con esos tres hombres.

Las palabras le salieron casi a borbotones de la boca.

– Bueno, parece que eso resuelve el asunto -dijo Benedict. Miró al hombre que todavía la tenía cogida-. Te sugiero que la sueltes para que Cavender pueda despedirla de su empleo.

– ¿Y adónde irá? -se burló Cavender-. Puedo asegurarte que no volverá a trabajar en este distrito.

Sophie miró a Benedict, pensando lo mismo.

Benedict se encogió de hombros despreocupadamente.

– Le encontraré un puesto en la casa de mi madre. -La miró a ella y arqueó una ceja-. Supongo que eso es aceptable, ¿no?

Sophie estaba boquiabierta, con horrorizada sorpresa. ¿Benedict quería llevarla a su casa?

– Ésa no es exactamente la reacción que yo esperaba -comentó él, sarcástico-. Ciertamente será más agradable que su empleo aquí. Como mínimo, puedo asegurarle que no la violarán. ¿Qué dice?

Desesperada, Sophie miró a los tres hombres que habían intentado violarla. En realidad no tenía otra opción; Benedict Bridgerton era su único medio para salir de la propiedad Cavender. Eso sí, de ninguna manera podría trabajar para su madre; sería absolutamente insoportable estar tan cerca de él y seguir siendo una criada. Pero encontraría la manera de evitar eso después; en ese momento lo que necesitaba era librarse de Phillip.

Miró a Benedict y asintió, sin atreverse a hablar. Se sentía como si se estuviera ahogando, aunque no sabía si eso se debía a miedo o a alivio.

– Muy bien -dijo él-. ¿Nos vamos entonces?

Ella miró intencionadamente el brazo que la seguía reteniendo.

– Vamos, por el amor de Dios -gruñó Benedict-. ¿La vas a soltar o tendré que destrozarte la maldita mano con un disparo?

Benedict ni siquiera tenía una pistola en la mano, pero su tono fue tal que el hombre la soltó al instante.

– Estupendo -dijo Benedict ofreciendo el brazo a la criada. Ella dio unos pasos y colocó la temblorosa mano sobre su codo.

– ¡No puedes llevártela! -chilló Phillip.

– Ya lo he hecho -repuso Benedict mirándolo desdeñoso.

– Lamentarás haber hecho esto -dijo Phillip.

– Lo dudo. Y ahora, ¡fuera de mi vista!

Después de emitir unos cuantos resoplidos, Phillip se volvió hacia sus amigos.

– Vámonos de aquí -les dijo. Luego miró a Benedict-. Y tú no creas que vas a recibir otra invitación a alguna de mis fiestas.

– Se me parte el corazón -contestó Benedict, con voz burlona. Phillip farfulló otro poco, indignado, y luego él y sus dos amigos echaron a andar hacia la casa.

Durante un momento Sophie los observó alejarse y luego volvió lentamente la mirada hacia Benedict. Cuando estaba atrapada por Phillip y sus lascivos amigos sabía lo que deseaban hacerle y casi deseó morir. Y de pronto, ahí estaba Benedict Bridgerton, ante ella, como un héroe de sus sueños, y llegó a creer que había muerto, ¿porque cómo podía estar él ahí con ella si no estaba en el cielo?

Estaba tan absolutamente pasmada que casi olvidó que el amigo de Phillip la tenía apretada contra él y le tenía cogido el trasero de la manera más humillante. Por un breve instante el mundo pareció desvanecerse y lo único que era capaz de ver, lo único que percibía, era a Benedict Bridgerton.

Fue un momento perfecto.

Pero entonces reapareció el mundo, aplastante, como con un estallido, y lo primero que se le ocurrió pensar fue ¿qué hacía él ahí? Ésa era una fiesta asquerosa, toda de borrachos y rameras. Cuando lo conoció dos años atrás, él no le dio la impresión de ser un hombre que frecuentara ese tipo de reuniones. Pero sólo estuvo con él unas pocas horas; tal vez se formó un juicio equivocado de él. Cerró los ojos, angustiada. Durante esos dos años pasados, Benedict Bridgerton había sido la luz más brillante en su monótona y penosa existencia. Si se había formado una opinión equivocada de él, si él era poco mejor que Phillip y sus amigos, se quedaría sin nada.

Ni siquiera con un recuerdo de amor.

Pero él acababa de salvarla; eso era irrefutable. Tal vez lo importante no era el motivo de que él hubiera ido a la fiesta de Phillip sino sólo que había ido y la había salvado.

– ¿Se siente mal? -le preguntó él.

Ella negó con la cabeza, mirándolo a los ojos, esperando que él la reconociera.

– ¿Está segura?

Ella asintió, y siguió esperando. No tardaría en reconocerla.

– Estupendo. La estaban zarandeando brutalmente.

– Lo superaré.

Sophie se mordió el labio inferior. No sabía cómo reaccionaría él cuando se diera cuenta de quién era ella. ¿Estaría encantado? ¿Se pondría furioso? El suspenso la mataría.

– ¿Cuánto le llevará empaquetar sus cosas?

Ella pestañeó, algo aturdida, y entonces cayó en la cuenta de que seguía aferrando fuertemente su bolsa.

– Lo tengo todo aquí. Ya había salido de la casa para marcharme cuando me cogieron.

– Inteligente muchacha -comentó él, aprobador.

Ella se limitó a mirarlo, sin poder creer que no la hubiera reconocido.

– Vámonos, entonces -dijo él-. El sólo estar en la propiedad de Cavender me enferma.

Ella guardó silencio, pero adelantó ligeramente el mentón y ladeo la cabeza, observándole la cara.

– ¿Seguro que se encuentra bien? – le preguntó él.

Y entonces Sophie empezó a pensar. Dos años atrás, cuando lo conoció, ella tenía cubierta la mitad de la cara por un antifaz. Llevaba ligeramente empolvado el pelo, lo que la hacía parecer más rubia de lo que era en realidad. Además, después se lo había cortado y vendido la melena a un fabricante de pelucas. Sus cabellos en otro tiempo largos y ondeados eran ahora rizos cortos.

Sin tener a la señora Gibbons para alimentarla, había adelgazado muchísimo.

Y, si lo pensaba bien, sólo habían estado en mutua compañía escasamente una hora y media.

Lo miró fijamente a los ojos. Y entonces comprendió. Él no la reconocería. No tenía la menor idea de quién era ella. No supo si echarse a reír o a llorar.

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