¡ Vaya si no hubo emoción ayer en la escalinata de la puerta principal de la residencia de lady Bridgerton en Bruton Street!
La primera fue que se vio a Penelope Featherington en la compañía, no de uno ni de dos, sino de tres hermanos Bridgerton, ciertamente una proeza hasta el momento imposible para la pobre muchacha, que tiene la no muy buena fama de ser la fea del baile. Por desgracia (aunque tal vez previsiblemente) para la señorita Featherington, cuando finalmente se marchó, lo hizo del brazo del vizconde, el único hombre casado del grupo.
Si la señorita Featherington llegara a arreglárselas para llevar al altar a un hermano Bridgerton querría decir que habría llegado el fin del mundo tal como lo conocemos, y que esta cronista, que no vacila en reconocer que ese mundo no tendría ni pies ni cabeza para ella, se vería obligada a renunciar a esta columna en el acto.
Y como si la señorita Featherington no hubiera sido suficiente noticia, aún no habían transcurrido tres horas cuando lady Penwood, que vive tres puertas más allá, abordó violentamente a una mujer delante de la casa de la familia Bridgerton. Parece ser que dicha mujer, la que, según sospecha esta cronista, trabajaba para la familia Bridgerton, había trabajado para lady Penwood anteriormente. Lady Penwood alega que esta mujer no identificada le robó, e inmediatamente hizo encarcelara la pobre criatura.
Esta cronista no sabe bien cómo se castiga el robo en esta época, pero es de suponer que si alguien tiene la audacia de robarle a la condesa, el castigo es muy estricto. Es posible que cuelguen a esa pobre muchacha o, como muy mínimo, la deporten.
Ahora parece insignificante la guerra por las criadas (de la que se informó en esta columna el mes pasado).
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 13 de junio de 1817.
La primera inclinación de Benedict a la mañana siguiente fue servirse una buena copa de licor fuerte. O tal vez tres. Podía ser escandalosamente temprano para beber licor, pero se le antojaba bastante atractivo el aturdimiento alcohólico después de la estocada que recibiera la tarde anterior de manos de Sophie Beckett.
Entonces recordó que había quedado con su hermano Colin esa mañana para una competición de esgrima. De pronto encontró bastante atractiva la idea de darle unas buenas estocadas a su hermano, aun cuando éste no tuviera nada que ver con su pésimo humor.
Para eso estaban los hermanos, pensó, sonriendo tristemente, mientras se ponía la indumentaria.
– Sólo tengo una hora -dijo Colin, insertando el botón redondeado en la punta de su florete-. Tengo una cita más tarde.
– No importa -contestó Benedict, haciendo unas cuantas fintas para aflojar los músculos de las piernas; hacía tiempo que no practicaba; sentía cómodo el florete en la mano. Retrocedió y tocó el suelo con la punta, doblando ligeramente la hoja-. No me llevará más de una hora derrotarte.
Colin miró al cielo poniendo los ojos en blanco antes de bajarse, la careta.
Benedict avanzó hasta el centro de la sala.
– ¿Estás preparado?
– No del todo -repuso Colin siguiéndolo.
Benedict le hizo otra finta.
– ¡He dicho que aún no estoy preparado! -rugió Colin saltando hacia un lado.
– Eres muy lento -ladró Benedict.
Colin soltó una maldición en voz baja y añadió otra en voy, alta:
– ¡Condenación! ¿Qué mosca te ha picado?
– Ninguna -casi gruñó Benedict-. ¿Por qué lo dices?
Colin retrocedió hasta ponerse a una distancia adecuada para comenzar el combate.
– Ah, no sé -canturreó, sarcástico-. Supongo que será porque casi me hiciste volar la cabeza.
– Tengo el botón en la punta.
– Y moviste el florete como si fuera un sable -replicó Colin.
– Así es más divertido -rebatió Benedict, sonriendo con dureza.
– No para mi cuello. -Cambió de mano el florete para flexionar y estirar los dedos. Detuvo el movimiento y frunció el ceño-.¿Estás seguro de que es un florete lo que tienes?
– Por el amor de Dios, Colin -refunfuñó Benedict-. Jamás usaría un arma de verdad.
– Sólo era para asegurarme -masculló Colin, tocándose ligeramente el cuello-. ¿Preparado?
Benedict asintió y flexionó las rodillas.
– Las reglas normales -dijo Colin, adoptando la postura inicial-. Nada de tirar tajos.
Benedict asintió secamente.
– ¡En garde!
Los dos levantaron el brazo derecho hasta tener la palma arriba, los dedos cerrados en el puño del florete.
– ¿Es nueva ésa? -preguntó de pronto Colin, mirando interesado la empuñadura del florete de Benedict.
Benedict maldijo su pérdida de concentración.
– Sí -ladró-. Prefiero la empuñadura italiana.
Colin retrocedió, abandonando la postura de esgrima, y miró su florete, que tenía una empuñadura francesa menos adornada.
– ¿Me la prestarías alguna vez? Me gustaría ver si…
– ¡Sí! -gritó Benedict, resistiendo apenas el deseo de atacar en ese mismo instante-. ¿Vas a volver a ponerte en guardia?
Colin lo miró con una sonrisa sesgada, y Benedict comprendió que le había preguntado por su empuñadura sólo para molestarlo.
– Como quieras -musitó Colin, readoptando la postura. Pasado un momento en que los dos estuvieron inmóviles, gritó:
– ¡Al ataque!
Benedict avanzó, haciendo fintas y atacando, pero Colin siempre había tenido un excelente juego de pies, y retrocedía y respondía con expertas paradas sus ataques.
– Estás de un humor de los mil diablos hoy -comentó Colin, atacando y casi tocando a Benedict en el hombro.
Benedict esquivó y levantó el florete para parar el ataque.
– Sí, bueno, es que tuve un mal día. -Volvió a avanzar con el florete apuntando recto.
Colin hizo el quite limpiamente.
– Bonita estocada -comentó, tocándose la frente con su empuñadura en fingido saludo.
– Cállate y ataca -ladró Benedict.
Colin se rió y avanzó moviendo el florete aquí y allá, manteniendo a Benedict en retirada.
– Tiene que ser una mujer -dijo.
Benedict paró el ataque y comenzó su avance. -No es asunto tuyo.
– Es una mujer -dijo Colin, sonriendo satisfecho.
Benedict atacó y le tocó la clavícula con la punta de su florete.
– Punto -gruñó.
– Touche para ti -dijo Colin, asintiendo secamente. Los dos volvieron al centro de la sala. – ¿ Preparado?
Benedict asintió.
– En garde! ¡Al ataque!
Esta vez Colin fue el primero en atacar.
– Si necesitas consejo sobre mujeres… -dijo, llevando a Benedict hacia el rincón.
Benedict levantó el florete y paró el ataque con tanta fuerza que su hermano menor retrocedió tambaleante.
– Si necesitara consejo sobre mujeres, la última persona a la que acudiría serías tú.
– Me has herido -dijo Colin, recuperando el equilibrio.
– No -dijo Benedict, burlón-. Para eso está la punta de seguridad.
– Ciertamente tengo mejor historial con mujeres que tú.
– ¿Ah, sí? -dijo Benedict, sarcástico. Apuntó la nariz hacia arriba y remedó, bastante bien, por cierto-: ¡Ciertamente no me voy a casar con Penelope Featherington!
Colin hizo una mueca.
– Tú no deberías darle consejo a nadie.
– No sabía que estaba ahí.
– Ésa no es excusa. -Avanzó el florete y por poco no le tocó el hombro-. Estabas en un lugar público, y a plena luz del día. Aunque ella no hubiera estado ahí, cualquiera podría haberte oído y el maldito asunto habría acabado apareciendo en Whistledown.
Colin paró el golpe y se abalanzó con una estocada tan veloz que tocó a Benedict en medio del abdomen.
– Mi touche -gruñó.
Benedict asintió, reconociéndole el punto.
– Fui tonto -dijo Colin mientras volvían al centro de la sala-. Tú, en cambio, eres estúpido.
– ¿Qué demonios significa eso?
Colin exhaló un suspiro y se levantó la careta.
– ¿Por qué no vas y nos haces el favor a todos de casarte con la muchacha?
Benedict se lo quedó mirando fijamente, y se le aflojó la mano en el puño del florete. ¿Había alguna posibilidad de que Colin no supiera de quién estaban hablando?
Se quitó la careta, miró los ojos verdes de su hermano y casi emitió un gemido. Colin lo sabía. No sabía cómo, pero estaba claro que lo sabía. Aunque eso no debería sorprenderlo. Colin siempre lo sabía todo. De hecho, la única persona que siempre parecía saber más cotilleos que Colin era Eloise, y ésta nunca tardaba más de unas pocas horas en impartir sus dudosos conocimientos a Colin.
– ¿Cómo lo supiste? -preguntó finalmente.
– ¿Lo de Sophie? Es bastante evidente.
– Colin, es…
– ¿Una criada? ¿Y a quién le importa? ¿Qué te va a pasar si te casas con ella? -preguntó Colin, encogiéndose de hombros como diciendo a quién diablos le importa-. ¿Personas que no podrían importarte menos te van a excluir de su sociedad? Demonios, no me importaría que a mí me excluyeran algunas personas con las que estoy obligado a tratar.
– Ya he decidido que no me importa nada de eso -dijo Benedict, con un desdeñoso encogimiento de hombros.
– ¿Entonces cuál es el problema?
– Es complicado.
– Nunca nada es tan complicado como uno cree.
Benedict rumió eso un momento, apoyando la punta del florete en el suelo y haciendo doblarse la flexible hoja hacia delante y atrás.
– ¿Te acuerdas del baile de máscaras de madre?
– ¿Hace unos años? ¿Justo antes de dejar la casa Bridgerton?
– Ése -asintió Benedict-. ¿Recuerdas que conociste a una mujer de vestido plateado? Nos encontraste en el corredor.
– Claro. Tú estabas bastante interesado… -de pronto agrandó los ojos-. ¿No era Sophie?
– Extraordinario, ¿verdad? -musitó Benedict, la inflexión de su voz gritando que eso quedaba corto.
– Pero… ¿Cómo…?
– No sé cómo llegó allí, pero no es una criada.
– ¿No?
– Bueno, lo es -aclaró Benedict-. Pero también es la hija bastarda del conde de Penwood.
– ¿No el actual, sup…?
– No, el que murió hace varios años.
– ¿Y tú sabías todo eso?
– No -dijo Benedict, haciendo vibrar la palabra en la lengua-. No.
– Ah. -Colin se cogió el labio inferior entre los dientes, asimilando el sentido de la lacónica respuesta de sus hermano-. Comprendo. ¿Qué vas a hacer?
El florete de Benedict, que había estado doblando hacia delante y atrás, apoyado en el suelo, de pronto se enderezó y se le escapó de la mano. Él lo observó impasible deslizarse por el suelo, y mientras iba a recogerlo contestó, sin alzar la vista:
– Ésa es una muy buena pregunta.
Seguía furioso con Sophie por su engaño, pero él tampoco estaba libre de culpa. No debería haberle pedido que fuera su querida.
Tenía el derecho a pedírselo, sí, pero ella también tenía el derecho a negarse. Y una vez que ella se negó, él debería haberla dejado en paz.
Él no había crecido siendo un bastardo, y si la experiencia de ella había sido tan terrible que no quería arriesgarse a tener hijos bastardos, bueno, él debería haber respetado eso.
Si la respetaba a ella, tenía que respetar sus creencias.
No debería haber sido tan frívolo con ella, insistiendo en que todo era posible, que ella era libre para hacer lo que fuera que deseara su corazón. Su madre tenía razón: sí que vivía una vida encantada. Tenía riqueza, familia, felicidad, y nada estaba fuera de su alcance. Lo único terrible que había ocurrido en su vida era la prematura muerte de su padre, e incluso entonces, había tenido a su familia a su lado para soportarla. Le era difícil imaginarse ciertos sufrimientos porque nunca los había experimentado.
Y a diferencia de Sophie, nunca había estado solo.
¿Y ahora qué? Ya había decidido que estaba preparado para hacer frente al ostracismo social y casarse con ella. La hija bastarda no reconocida de un conde era ligeramente más aceptable que una criada, pero sólo ligeramente. La sociedad londinense podría aceptarla si él los obligaba, pero no harían mayor esfuerzo por ser amables. Probablemente tendrían que vivir discretamente en el campo, evitando la sociedad de Londres, que casi con toda seguridad les volvería la espalda.
Pero su corazón tardó menos de un segundo en saber que una vida discreta con Sophie era infinitamente preferible a una vida pública sin ella.
¿Importaba que ella fuera la mujer del baile de máscaras? Le había mentido respecto a su identidad, pero él conocía su alma. Cuando se besaban, cuando reían juntos, cuando simplemente estaban sentados conversando, ella jamás fingía, ni por un instante.
La mujer capaz de hacerle cantar el corazón con una simple sonrisa, la mujer que lo llenaba de satisfacción simplemente estando sentada a su lado mientras él dibujaba, ésa era la verdadera Sophie.
Y él la amaba.
– Tienes el aspecto de haber llegado a una decisión -comentó Colin en voz baja.
Benedict lo contempló pensativo. ¿Cuándo se había vuelto tan perspicaz su hermano? Pensándolo bien, ¿cuándo había crecido? Él siempre había considerado a Colin un jovencito pícaro, encantador y gallardo, pero no uno que hubiera tenido que asumir ningún tipo de responsabiliad jamás.
Pero al observarlo en ese momento, vio a otra persona. Tenía los hombros algo más anchos, la postura un poco más firme y seria. Y sus ojos parecían más sabios. Ése era el mayor cambio. Si de verdad los ojos eran los espejos del alma, el alma de Colin había crecido en algún momento en que él no estaba prestando atención.
– Le debo unas cuantas disculpas -dijo.
– Seguro que te perdonará.
– Ella me debe varias también. Más que varias.
Benedict advirtió que su hermano deseaba preguntar «¿De qué?», pero tuvo que reconocerle el mérito cuando lo único que le preguntó fue:
– ¿Estás dispuesto a perdonarla?
Benedict asintió.
Colin se acercó y le quitó el florete de la mano.
– Yo te guardaré esto.
Benedict contempló la mano de su hermano con su florete un rato estúpidamente largo, hasta que levantó bruscamente la cabeza.
– ¡Tengo que irme! -exclamó.
– Eso supuse -repuso Colín, medio reprimiendo una sonrisa. Benedict lo miró y de pronto, sin otro motivo que un avasallador deseo, le dio un rápido abrazo.
– No digo esto a menudo -dijo, con una voz que a sus oídos sonó bronca-, pero te quiero.
– Yo también te quiero, hermano mayor -contestó Colin, ensanchando la sonrisa, siempre un poco sesgada-. Ahora, ¡fuera de aquí!
Benedict le pasó su careta y salió de la sala con largas zancadas.
– ¿Qué quieres decir con que se marchó?
– Pues eso -dijo lady Bridgerton, con los ojos tristes y compasivos-. Que se marchó.
Benedict sintió una insoportable presión en las sienes; era un milagro que no le estallara la cabeza.
– ¿Y tú la dejaste?
– No habría sido legal que la obligara a quedarse.
Benedict casi emitió un gemido. Tampoco había sido legal obligarla a venir a Londres, pero él la obligó de todos modos.
– ¿Adónde fue?
Su madre pareció desmoronarse en su asiento.
– No lo sé. Le insistí en que usara uno de nuestros coches, en parte porque temía por su seguridad, pero también porque deseaba saber adónde iba.
– ¿Qué fue lo que ocurrió, pues? -dijo él golpeando el escritorio con las palmas.
– Como te estaba explicando, insistí en que usara uno de nuestros coches, pero era evidente que ella no quería, y desapareció antes de que el coche diera la vuelta hasta la puerta.
Benedict soltó una maldición en voz baja. Era probable que Sophie todavía estuviera en Londres, pero la ciudad era enorme y muy populosa. Era prácticamente imposible localizar a una persona que no quería que la encontraran.
– Supuse que habíais tenido una riña -dijo Violet delicadamente.
Benedict se pasó la mano por el pelo y entonces se fijó en su manga blanca. Había ido allí con su indumentaria de esgrima.
– Pardiez -masculló. Vio el gesto que hacía su madre, enseñando los blancos de los ojos-. Nada de sermones sobre blasfemias ahora, madre, por favor.
– Ni lo soñaría -repuso ella, los labios curvados en una sonrisa.
– ¿Dónde la voy a encontrar?
Desapareció la expresión risueña de los ojos de Violet.
– No lo sé, Benedict. Ojalá lo supiera. Me gustaba mucho Sophie.
– Es la hija de Penwood.
– Sospechaba algo así -dijo Violet, ceñuda-. ¿Ilegítima, supongo?
Benedict asintió.
Su madre abrió la boca para decir algo, pero él no llegó a saber qué iba a decir, porque en ese momento se abrió bruscamente la puerta del despacho, con tanto impetu que se golpeó contra la pared con un fuerte estruendo. Francesca, que sin duda había venido corriendo por toda la casa, no alcanzó a frenar y fue a estrellarse con el escritorio, y Hyacinth, que venía corriendo detrás, chocó con ella.
– ¿Qué pasa? -preguntó Violet, levantándose.
– Sophie -resolló Francesca.
– Lo sé -dijo Violet-. Se marchó. Estábamos…
– ¡No! -interrumpió Hyacinth, poniendo una hoja sobre el escritorio-. Mirad.
Benedict alargó la mano para coger el papel, el que al instante reconoció como un número de Whistledown, pero su madre se le adelantó y comenzó a leer.
– ¿Qué pasa? -preguntó, con un nudo en el estómago, al ver que su madre palidecía.
Ella le pasó la hoja. Él pasó rápidamente la vista por los cotilleos sobre el duque de Ashbourne, el conde de Macclesfield y Penelope Featherington, hasta llegar a la parte que tenía que ser sobre Sophie.
– ¿Prisión? -dijo, su voz apenas un susurro.
– Tenemos que sacarla de ahí -dijo su madre, cuadrando los hombros como un general aprestándose para la batalla.
Pero Benedict ya había salido por la puerta.
– ¡Espera! -gritó Violet, corriendo tras él-. Yo también voy.
Benedict se detuvo justo antes de llegar a la escalera.
– Tú no vienes -le ordenó-. No permitiré que te expongas a…
– Vamos, no digas tonterías. No soy ninguna débil florecilla. Y puedo dar fe de la honradez e integridad de Sophie.
– Yo también voy -dijo Hyacinth, deteniéndose con un patinazo junto a Francesca, que los había seguido.
– ¡No! -respondieron madre y hermano, al unísono.
– Pero…
– ¡He dicho no! -interrumpió Violet en tono firme. Francesca emitió un resentido bufido.
– Supongo que no sacaría nada si insistiera en…
– Ni se te ocurra acabar esa frase -bramó Bencdict.
– Como si fueras a dejarme -masculló ella.
– Si quieres ir -dijo Benedict a su madre, sin hacer caso de Francesca-, tenemos que irnos inmediatamente.
– Ordenaré que saquen el coche y te estaré esperando en la puerta.
Diez minutos después, ya estaban en marcha.