Capítulo 23

Me han dicho que lady Bridgerton se ha marchado de la ciudad. Lo mismo dicen de lady Penwood. Muy interesante.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 18 de junio de 1817.


Benedict decidió que nunca había querido más a su madre que en ese momento.

Se esforzaba en no sonreír, pero eso le resultaba sumamente difícil viendo resollar sofocada a lady Penwood como un pez fuera del agua.

El magistrado miró a lady Bridgerton con los ojos desorbitados.

– ¿No querrá insinuar que arreste a la condesa?

– No, claro que no -repuso Violet-. Quedaría en libertad. La aristocracia rara vez paga sus delitos. Pero -añadió, ladeando ligeramente la cabeza y echando una rápida e intencionada mirada a lady Penwood-, si la arrestara, sería terriblemente vergonzoso lo que diría al defenderse de las acusaciones.

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó lady Penwood con los dientes apretados.

Violet se dirigió al magistrado:

– ¿Podría hablar un momento a solas con lady Penwood?

– Ciertamente, milady -repuso él, haciéndole una brusca venia-. ¡Todos fuera! -ladró a los demás.

– No, no -dijo Violet con una dulce sonrisa a la vez que le ponía en la palma de la mano algo que tenía muchas trazas de ser un billete de libra-. Mi familia puede quedarse.

Sonrojándose levemente, el magistrado cogió del brazo al alcaide y se lo llevó por el otro corredor.

– Ya está -musitó Violet-. ¿Dónde estábamos?

Benedict sonrió de oreja a oreja, orgulloso, al ver a su madre acercarse a lady Penwood y mirarla fijamente hasta hacerla bajar los ojos. Miró hacia Sophie y vio que ésta tenía la boca abierta.

– Mi hijo se va a casar con Sophie -dijo Violet-, y usted le va a decir a todo el mundo que quiera escuchar que ella era la pupila de su difunto marido.

– Jamás mentiré por ella -replicó lady Penwood.

– Muy bien -dijo Violet, encogiéndose de hombros-. Entonces puede esperar que mis abogados comiencen de inmediato a averiguar el paradero de la dote de Sophie. Después de todo, Benedict tendrá derecho a ella una vez que se casen.

– Si alguien me lo pregunta -dijo lady Penwood entre dientes-, confirmaré cualquier historia que ustedes echen a correr. Pero no espere que haga un esfuerzo por ayudarla.

Violet simuló estar rumiando eso un momento y luego dijo:

– Excelente, creo que eso irá muy bien. -Se giró hacia su hijo-. ¿Benedict?

Él asintió enérgicamente, y su madre volvió a girarse hacia lady Penwood.

– El padre de Sophie se llamaba Charles Beckett y era un primo lejano del conde, ¿verdad?

Lady Penwood dio la impresión de haberse tragado una almeja podrida, pero asintió.

Violet dio ostentosamente la espalda a la condesa y dijo:

– No me cabe duda de que los miembros de la alta sociedad la considerarán poco elegante, puesto que nadie sabrá nada de su familia, pero por lo menos será respetable. Después de todo -añadió, y se giró a obsequiar con una radiante sonrisa a Araminta-, existe esa conexión con los Penwood.

Araminta emitió un extraño sonido, muy parecido a gruñido. Benedict tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no echarse a reir.

– ¡Eh, magistrado! -gritó Violet, y cuando el hombre reapareció a toda prisa en el corredor, le sonrió bravamente y le dijo-:

– Creo que ya está concluido mi trabajo aquí.

Él exhaló un suspiro de alivio.

– ¿Entonces no tengo que arrestar a nadie?

– Parece que no.

Él se apoyó en la pared, prácticamente desmoronado de alivio.

– Bueno, yo me marcho -anunció lady Penwood, como si alguien fuera a echarla de menos. Se volvió hacia su hija con ojos furiosos-. Vamos, Posy.

Benedict vio cómo el color abandonaba la cara de Posy, pero antes de que él pudiera intervenir, Sophie dio un salto hacia delante.

– ¡Lady Bridgerton! -exclamó, justo en el momento en que Araminta decía a Posy:

– ¡Muévete, nos vamos!

– ¿Sí, cariño?

Sophie cogió el brazo de Violet y la acercó para susurrarle algo al oído.

– Muy bien -dijo Violet y se giró hacia Posy. -¿Señorita Gunningworth?

– En realidad soy señorita Reiling -enmendó Posy-. El conde no me adoptó.

– Muy bien, señorita Reiling. ¿Qué edad tiene?

– Veintiún años, milady.

– Bueno, ésa ya es una edad para que tome sus propias decisiones. ¿Le gustaría venir a pasar unos días en mi casa?

– ¡Oh, sí!

– Posy, ¡no tienes permiso para ir a vivir con los Bridgerton! -bramó Araminta.

– Creo que me iré antes de Londres esta temporada -continuó Violet dirigiéndose a Posy, sin hacer caso de Araminta-. ¿Le gustaría pasar con nosotros una larga estancia en Kent?

Posy se apresuró a asentir.

– Se lo agradecería muchísimo.

– Arreglado, entonces.

– No hay nada arreglado -ladró Araminta-. Es mi hija y…

– Benedict -dijo lady Bridgerton en tono algo aburrido-, ¿cómo se llama mi abogado?

– Ve -espetó Araminta a Posy-. Y no vuelvas jamás a oscurecer mi puerta.

Por primera vez en toda la reunión, Posy pareció un poco asustada. Y el susto empeoró cuando Araminta se puso frente a ella y le siseó muy cerca de la cara:

– Si te vas con ellos ahora, estás muerta para mí. ¿Entiendes? ¡Muerta!

Posy miró aterrada a Violet, la que se apresuró a acercársele y a entrelazar su brazo con el de ella.

– No pasa nada, Posy -le dijo dulcemente-. Puedes vivir con nosotros todo el tiempo que quieras.

Sophie también se le acercó y le cogió el brazo libre.

– Ahora sí que seremos hermanas de verdad -le dijo, dándole un beso en la mejilla.

– Oh, Sophie -sollozó Posy, con los ojos anegados en lágrimas-. Perdona, lo siento tanto. Nunca te defendí. Debería haber dicho algo. Debería haber hecho algo, pero…

– Eras una niña -la interrumpió Sophie, negando con la cabeza-. Yo era también una niña. Y sé mejor que nadie lo difícil que es desafiarla -añadió mirando duramente a Araminta.

– No me hables así -chilló Araminta, levantando la mano como para golpearla.

– ¡Eh, eh! -intervino Violet-. Los abogados, lady Penwood. No olvide a los abogados.

Araminta bajó la mano, pero su expresión daba a entender que igual estallaría en llamas espontáneamente en cualquier momento.

– ¿Benedict? ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las oficinas de nuestros abogados?

Sonriendo para sus adentros, él se pasó la mano por el mentón, pensativo.

– No es muy lejos. ¿Veinte minutos? Treinta si hay mucho atasco en las calles.

Araminta se estremeció de rabia y dirigió sus palabras a Violet:

– Llévesela, entonces. Para mí nunca ha sido otra cosa que decepción. Y puede esperar estar clavada con ella hasta el día de su muerte, puesto que no hay ninguna probabilidad de que alguien le pida la mano. He tenido que sobornar a hombres sólo para que la saquen a bailar.

Y entonces ocurrió algo de lo más extraño. Sophie empezó a temblar, se le puso la cara roja, le rechinaron los dientes y le salió un increíble rugido por la boca. Y antes de que a alguien se le ocurriera siquiera intervenir, se abalanzó sobre Araminta y le enterró el puño en el ojo, arrojándola al suelo.

Benedict había pensado que nunca nada podría sorprenderlo más que la vena maquiavélica que acababa de descubrir en su madre.

Estaba equivocado.

– Eso no es por robarme la dote -siseó Sophie-. No es por todas las veces que intentó expulsarme de mi casa antes de que muriera mi padre. Y no es por haberme convertido en su esclava personal.

– Ehh, Sophie -dijo Benedict apaciblemente-. ¿Por qué, entonces?

– Por no amar igual a sus dos hijas -contestó Sophie, sin apartar los ojos de la cara de Araminta.

Posy se puso a hipar, llorando desconsolada.

– Hay un lugar especial en el infierno para las madres como usted -dijo Sophie, con voz peligrosamente grave.

– Han de saber -graznó el magistrado-, que tenemos urgente necesidad de desocupar esta celda para el próximo ocupante.

– Tiene razón -dijo Violet, poniéndose rápidamente delante de Sophie, no fuera a decidir empezar a dar de patadas a Araminta-. ¿Hay alguna pertenencia que desees ir a recoger? -preguntó a Posy.

Posy negó con la cabeza.

A Violet se le tornaron tristes los ojos, y le apretó suavemente la mano.

– Nosotros te haremos nuevos recuerdos, querida mía.

Araminta se puso de pie y, después de lanzar una horrible mirada de furia a Posy, se marchó pisando fuerte.

– Bueno -dijo Violet, plantándose las manos en las caderas-. Creí que no se iba a ir nunca.

– No muevas ni un solo músculo -susurró Benedict a Sophie, quitándole el brazo de la cintura. Después fue a ponerse al lado de su madre.

– ¿Te he dicho últimamente lo mucho que te quiero? -le susurró al oído.

– No, pero lo sé de todos modos -repuso ella, con una sonrisa satisfecha.

– ¿Te he dicho que eres la mejor de las madres?

– No, pero eso también lo sé.

– Estupendo -dijo él dándole un beso en la mejilla-. Gracias. Es un privilegio ser tu hijo.

Entonces su madre, que se había mantenido firme todo ese tiempo demostrando que era la menos sentimental y la más práctica e ingeniosa de todos ellos, se echó a llorar.

– ¿Qué le has dicho? -le preguntó Sophie a Benedict.

– No pasa nada -dijo Violet, sorbiendo por la nariz-. Es…-Estrechó en sus brazos a Benedict-. Yo también te quiero.

– Ésta es una familia maravillosa -comentó Posy a Sophie. Sophie giró la cabeza para mirarla.

– Lo sé -dijo.


Una hora después, Sophie estaba en la sala de estar de Benedict, sentada en el mismo sofá donde perdiera la inocencia sólo hacía unas semanas. Lady Bridgerton había manifestado sus dudas respecto a la prudencia (y decoro) de que ella fuera a la casa de Benedict sola, pero él la miró con tal expresión que se apresuró a dar marcha atrás y sólo puso la condición de que estuviera de vuelta en casa a las siete.

Eso les daba una hora para estar juntos.

– Lo siento -dijo en el instante en que su trasero tocaba el sofá.

Durante el trayecto a casa en coche, por algún inexplicable motivo, no habían hablado nada. Vinieron cogidos de las manos y Benedict le había besado los dedos, pero ninguno de los dos dijo nada. Para ella eso fue un alivio. No se sentía preparada para decir palabras. En la prisión le había resultado fácil hablar, con toda la conmoción y las muchas personas, pero en ese momento, a solas con él, no se le ocurrió nada, aparte del «Lo siento».

– No, yo lo siento -contestó él, sentándose a su lado y cogiéndole las manos.

– No, yo… -de pronto sonrió-. Esto es muy tonto.

– Te amo -dijo él.

Ella entreabrió los labios.

– Quiero casarme contigo.

Ella dejó de respirar.

– Y no me importan tus padres ni el pacto de mi madre con lady Penwood para hacerte respetable. -La miró con los ojos ardientes de amor-. Me habría casado contigo fuera como fuera.

Sophie pestañeó. Sentía calientes y grandes las lágrimas en los ojos, y tuvo la molesta sospecha de que estaba a punto de hacer el ridículo lloriqueando y mojándolo entero. Consiguió pronunciar su nombre, pero no supo qué más decir.

Benedict le apretó las manos.

– No podríamos haber vivido en Londres, lo sé, pero no tenemos ninguna necesidad de vivir en Londres. Siempre que pensaba en lo que verdaderamente necesitaba en mi vida, no lo que deseaba sino lo que necesitaba, lo único que aparecía en mi mente eras tú.

– Eh…

– No, déjame terminar -dijo él, con la voz sospechosamente ronca-. No debería haberte pedido que fueras mi querida. Eso no fue correcto de mi parte.

– Benedict, ¿qué otra cosa podrías haber hecho? -le dijo ella dulcemente-. Me creías una sirvienta. En un mundo perfecto podríamos habernos casado, pero éste no es un mundo perfecto. Los hombres como tú no se casan con…

– Bueno, no fue incorrecto pedírtelo, entonces -dijo él. Trató de sonreír, y la sonrisa le salió sesgada-. Habría sido un tonto si no te lo hubiera pedido. Te deseaba tanto, tanto, y creo que ya te amaba. Y…

– Benedict, no tienes por qué…

– ¿Explicártelo? Sí que tengo. No debería haber insistido después que rechazaste mi proposición. Fui injusto al pedírtelo, sobre todo cuando los dos sabíamos que yo tendría que casarme finalmente. Moriría antes que compartirte con otro. ¿Cómo podía pedirte que hicieras eso tú?

Ella alargó la mano y le quitó algo de la mejilla. Cielo santo, ¿estaba llorando? Ni recordaba la última vez que lloró. ¿Cuando murió su padre, tal vez? Pero incluso entonces, derramó sus lágrimas en privado.

– Hay muchos motivos para amarte -le dijo, marcando cada palabra con esmerada precisión.

Sabía que la había conquistado; ella no iba a huir, sería su esposa. Pero de todos modos quería que el momento fuera perfecto. Un hombre sólo tiene una oportunidad para declararse a su verdadero amor, y él no quería estropearla.

– Pero una de las cosas que más me gustan -continuó – es que te conoces. Sabes quién eres y lo que vales. Tienes principios, Sophie, y te atienes a ellos. -Se llevó una mano a los labios para besarla-. Eso es muy excepcional.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él deseó abrazarla inmediatamente, pero tenía que terminar. Eran muchas las palabras que bullían dentro de él y tenía que decirlas todas.

– Además -le dijo, en voz más baja-, te tomas el tiempo para verme, para conocerme. A mí, a Benedict, no al señor Bridgerton, no al Número Dos. A Benedict.

Ella le acarició la mejilla.

– Eres la persona más maravillosa que conozco. Adoro a tu familia, pero a ti te amo.

Él la estrechó en sus brazos, no pudo evitarlo. Tenía que sentirla en sus brazos, cerciorarse de que estaba ahí y que siempre estaría ahí, con él, a su lado, hasta que la muerte los separara. Era raro, pero sentía la extrañísima necesidad de abrazarla, simplemente abrazarla.

La deseaba, por supuesto. Siempre la deseaba. Pero más que eso, deseaba abrazarla, olerla, sentirla.

Su presencia lo consolaba, comprendió. No necesitaban hablar. Ni siquiera necesitaban acariciarse aunque no iba a soltarla. Dicho simplemente, era un hombre más feliz, y muy posiblemente un hombre mejor, cuando ella estaba cerca.

Hundió la cara en su pelo, aspirando su aroma; olía a… Olía a…

Se apartó.

– ¿Te apetecería darte un baño?

A ella le subieron los colores al instante, se puso roja.

– Oh, no -gimió, apagando las palabras al cubrirse la boca con la mano-. Era terrible la suciedad en la celda, tuve que dormir en el suelo y…

– No me digas nada más -dijo él.

– Pero…

– Por favor.

Si oía una cosa más podría tener que matar a alguien. Mientras ella no hubiera sufrido un daño permanente, prefería no conocer los detalles.

– Creo -dijo, con un primer asomo de sonrisa en la comisura izquierda de la boca- que deberías darte un baño.

– Muy bien -asintió ella, poniéndose de pie-. Me iré derecho a la casa de tu mad…

– Aquí.

– ¿Aquí?

A él se le extendió la sonrisa hasta la comisura derecha.

– Aquí.

– Pero le dijimos a tu madre…

– Que estarías en casa a las nueve.

– Creo que dijo a las siete.

– ¿Sí? Qué raro, yo oí nueve.

– Benedict…

Él le cogió la mano y la tironeó hacia la puerta.

– Siete suena tremendamente parecido a nueve.

– Benedict…

– En realidad, suena más parecido a once.

– ¡Benedict!

Él la dejó junto a la puerta.

– Quédate aquí.

– ¿Que?

– No muevas ni un solo músculo -dijo él acariciándole la nariz con un dedo.

Sophie lo observó indecisa salir al corredor. Sólo tardó dos minutos en volver.

– ¿Adónde fuiste?

– A ordenar que prepararan un baño.

– Pero…

Él la miró con ojos muy, muy pícaros.

– Para dos.

Ella tragó saliva.

– Dio la casualidad de que ya estaban calentando agua.

– ¿Sí?

– No tardarán más de unos minutos en llenar la bañera.

Ella miró hacia la puerta principal.

– Ya son casi las siete.

– Pero tengo permiso para tenerte hasta las doce.

– ¡Benedict!

Él la acercó hacia él.

– Quieres quedarte.

– No he dicho eso.

– No tienes para qué. Si de verdad no estuvieras de acuerdo conmigo habrías hecho algo más que decir «¡Benedict!».

Ella no tuvo más remedio que sonreír; él le imitaba muy bien la voz.

Él curvó la boca en una sonrisa traviesa.

– ¿Me equivoco?

Ella desvió la vista, pero se le curvaron los labios.

– Creo que no -musitó él. Le hizo un gesto con la cabeza hacia la escalera-. Ven conmigo.

Ella fue.

Ante la gran sorpresa de Sophie, Benedict salió de la habitación para que ella se desvistiera. Retuvo el aliento cuando se sacó el vestido por la cabeza. Él tenía razón, olía fatal.

La doncella que preparó el baño había perfumado el agua con aceite aromático y un jabón espumoso que formaba burbujas en la superficie.

Cuando terminó de quitarse la ropa, metió un dedo del pie en el agua caliente. El resto del cuerpo no tardó en seguirlo.

Cielos. Era difícil creer que se había bañado sólo hacía dos días. Una noche en la cárcel la hacía sentirse como si fuera un año que no se bañaba.

Trató de despejarse la mente y disfrutar del placer del momento, pero le resultaba difícil disfrutar con la sensación de expectación que le iba aumentando en las venas. Cuando decidió quedarse sabía que Benedict planeaba unirse con ella. Podría haberse negado; con todos sus mimos y halagos, él la habría llevado de vuelta a la casa de su madre.

Pero ella había decidido quedarse. En algún momento, entre la puerta de la sala de estar y la escalera, comprendió que «deseaba» quedarse. Un larguísimo camino había llevado a ese momento, y no estaba nada dispuesta a renunciar a él, ni aunque sólo fuera hasta la mañana siguiente, cuando con toda seguridad él iría a desayunar en casa de su madre.

Vendría pronto. Y cuando estuviera…

Se estremeció. Dentro de la bañera con agua caliente, se estremeció. Y cuando se estaba sumergiendo más en el agua, para que le cubriera los hombros y el cuello, e incluso hasta la nariz, oyó abrir se la puerta.

Benedict. Llevaba una bata verde oscuro atada con cinturón.

Estaba descalzo, y las piernas desnudas de rodilla para abajo.

– Espero que no te importe si hago destruir eso -dijo él indicando el vestido que estaba en el suelo.

Ella le sonrió y negó con la cabeza. No era eso lo que había esperado que dijera, y comprendió que él lo había dicho para tranquilizarla.

– Enviaré a alguien a buscarte otro.

– Gracias.

Se movió ligeramente hacia un lado para hacerle espacio a él, pero él la sorprendió colocándose en el extremo de la bañera, a su espalda.

– Inclínate -le dijo él en voz baja.

Ella se inclinó, y suspiró de placer cuando él comenzó a lavarle la espalda.

– He soñado hacer esto durante años.

– ¿Años? -preguntó ella, divertida.

– Mmmm. Tuve muchísimos sueños contigo después del baile de máscaras.

Sophie se alegró de estar inclinada con la frente apoyada en las rodillas flexionadas, porque se ruborizó.

– Hunde la cabeza para poder lavarte el pelo -le ordenó él.

Ella sumergió la cabeza y volvió a sacarla rápidamente.

Él se frotó el jabón en las manos y empezó a extenderle la espuma por el pelo.

– Lo llevabas más largo antes -comentó.

– Tuve que cortármelo. Lo vendí a un fabricante de pelucas.- No podría asegurarlo, pero creyó oírlo gruñir. -Lo tuve aún más corto -añadió.

– Listo para aclarar.

Ella volvió a hundir la cabeza en el agua y la movió de un lado a otro hasta que tuvo que sacarla fuera para respirar.

Benedict cogió agua en las manos ahuecadas.

– Todavía te queda espuma atrás -dijo, dejando caer el agua sobre el pelo.

Sophie lo dejó repetir la operación varias veces y finalmente le preguntó:

– ¿No te vas a meter?

Ésa era una pregunta horrorosamente descarada, y seguro que tenía la cara sonrojada como una frambuesa, pero tenía que saberlo. Él negó con la cabeza.

– Eso pensaba hacer, pero esto es mucho más divertido.

– ¿Lavarme? -preguntó ella, dudosa.

A él se le curvó la comisura de la boca en un asomo de sonrisa.

– Me hace bastante ilusión secarte también. -Alargó la mano para coger una enorme toalla blanca-. Arriba.

Sophie se mordió el labio inferior, indecisa. Ya había tenido con él toda la intimidad que pueden tener dos personas, pero no llegaba a tanto su desenfado como para salir desnuda de la bañera sin sentir un poco de pudor.

Benedict sonrió levemente mientras desdoblaba la toalla. La puso extendida delante de ella y desvió la cara.

– Te tendré toda envuelta antes de tener la posibilidad de ver algo.

Sophie hizo una honda inspiración y se levantó, con la extraña sensación de que ese solo acto podría marcar el comienzo del resto de su vida.

Benedict la envolvió en la toalla con suma suavidad y al terminar subió las manos hasta los lados de la cara, y se las pasó por las mejillas, donde tenía algunas gotitas de agua; después le acercó la cara y le besó la nariz.

– Me alegra que estés aquí.

– A mí también.

Él le acarició la mejilla, sin dejar de mirarla a los ojos, y ella casi sintió que él le acariciaba los ojos también. Y entonces, con la más suave y tierna de las caricias, la besó en la boca. Sophie no sólo se sintió amada, se sintió adorada.

– Debería esperar hasta el lunes -dijo él-, pero no quiero esperar.

– Y yo no quiero que esperes -susurró ella.

Él volvió a besarla, esta vez con un poco más de urgencia.

– Qué hermosa eres -musitó-. Eres todo lo que he soñado en mi vida.

Sus labios le encontraron la mejilla, el mentón, el cuello y con cada beso, con cada suave succión le fue robando el equilibrio y el aliento. Estaba segura de que le cederían las piernas, le fallarían las fuerzas con ese tierno asalto, y justo cuando estaba convencida de que caería desplomada al suelo, él la levantó en brazos y la llevó a la cama.

– En mi corazón ya eres mi esposa -juró él depositándola sobre los edredones y almohadones.

A Sophie se le cortó el aliento.

– Después nuestra boda será legal, bendecida por Dios y el país -continuó él estirándose a su lado-, pero en este momento… -añadió con la voz más ronca, incorporándose un poco, apoyado en el codo, para mirarla a los ojos-. En este momento es verdadera.

Sophie le acarició la cara.

– Te amo -le susurró-. Siempre te he amado. Creo que te he amado desde antes de conocerte.

Él se inclinó a besarla otra vez, pero ella lo detuvo con un estremecido:

– No, espera.

Él detuvo el movimiento con la boca a unos dedos de sus labios.

– En el baile de máscaras -continuó ella con voz temblorosa-, incluso antes de verte te sentí. Sentí expectación, magia. Había un no sé qué en el aire. Y cuando me giré y tú estabas ahí, fue como si me hubieras estado esperando, y comprendí que tú eras el motivo de que yo me hubiera colado furtivamente en el baile.

Sintió caer una gota en la mejilla, era una sola lágrima, caída de un ojo de él.

– Tú eres la razón de mi existencia -dijo dulcemente-, el motivo de que yo haya nacido.

Él abrió la boca y ella esperó un momento, segura de que diría algo, pero lo único que salió de su boca fue un sonido ronco, entrecortado. Comprendió que él estaba tan avasallado que no podía hablar.

Y no supo qué decir.

Entonces Benedict la besó, tratando de demostrar con hechos lo que no podía decir en palabras. No se había imaginado que pudiera amarla más de lo que la amaba hacía cinco segundos, pero cuando ella dijo… cuando ella le dijo…

Se le ensanchó el corazón y llegó a creer que le iba a estallar.

La amaba. Repentinamente el mundo era un lugar muy sencillo. La amaba y eso era lo único que importaba.

Salieron volando su bata y la toalla de ella, y cuando estuvieron piel contra piel la adoró con sus manos y labios. Deseaba que ella comprendiera cuánto la necesitaba y deseaba que ella conociera el mismo deseo.

– Oh, Sophie -gimió, porque su nombre era la única palabra que consiguía decir-. Sophie, Sophie.

Ella le sonrió y él sintió el más extraordinario deseo de reír. Se sentía feliz, comprendió, condenadamente feliz. Y eso era agradable.

Se colocó encima de ella, listo para entrar, listo para hacerla suya. Eso era diferente de la vez anterior, en que los dos se dejaron llevar por la emoción. Esta vez los dos tenían la intención; habían elegido más que pasión; se habían elegido mutuamente.

– Eres mía -dijo, sin dejar de mirarla a los ojos mientras la penetraba-. Eres mía.

Y mucho después, cuando estaban saciados y agotados, cada uno reposando en los brazos del otro, él le acercó los labios al oído y le susurró:

– Y yo soy tuyo.


Varias horas después, Sophie bostezó, abrió los ojos y pestañeó para despabilarse, pensando por qué se sentía tan maravillosamente bien, abrigada y…

– ¡Benedict! ¿Qué hora es?

Él no contestó, por lo que ella le cogió el hombro y lo sacudió con fuerza.

– ¡Benedict! ¡Benedict!

– Estoy durmiendo -gruñó él, dándose la vuelta.

– ¿Qué hora es?

Él hundió la cara en la almohada.

– No tengo la menor idea.

– Tenía que estar en la casa de tu madre a las siete.

– A las once -masculló él.

– ¡A las siete!

Él abrió un ojo, lo que al parecer le costó un enorme esfuerzo.

– Cuando decidiste darte un baño sabías que no lograrías volver a las siete.

– Ya, pero creí que podría volver no muy pasadas las nueve.

Benedict cerró y abrió los ojos varias veces y miró alrededor.

– No creo que logres volver a esa…

Pero ella ya había visto el reloj de la repisa del hogar y estaba agitando la cabeza, sofocada.

– ¿Te sientes mal? -le preguntó él.

– ¡Son las tres de la mañana!

– Bien podrías pasar la noche aquí, entonces -dijo él sonriendo.

– ¡Benedict!

– No querrás incomodar a alguno de los criados, ¿verdad? Están todos bien dormidos, seguro.

– Pero es que…

– Ten piedad, mujer. Nos casaremos la próxima semana -declaró él finalmente.

Eso captó la atención de ella.

– ¿La próxima semana? -preguntó con una vocecita aguda. Él trató de poner una expresión seria:

– Es mejor ocuparse de estas cosas rápido.

– ¿Por qué?

– ¿Porqué? -repitió él.

– Sí, ¿por qué?

– Eh, eh…, para poner fin a los cotilleos y todo eso.

Ella entreabrió los labios y agrandó los ojos.

– ¿Crees que lady Whistledown escribirá sobre mí?

– Dios, espero que no.

A ella se le alargó la cara.

– Bueno, supongo que podría. ¿Por qué demonios quieres que escriba sobre ti?

– Llevo años leyendo su columna. Siempre soñé con ver mi nombre en ella.

– Tienes unos sueños muy raros -comentó él, moviendo la cabeza.

– ¡Benedict!

– Muy bien, sí, me imagino que lady Whistledown informará de nuestra boda, si no antes de la ceremonia, ciertamente muy pronto después. Es diabólica en eso.

– Me encantaría saber quién es.

– A ti y a medio Londres.

– A mí y a todo Londres, diría yo. -Sophie suspiró y añadió, no muy convencida-. Debería irme, de verdad. Tu madre debe de estar preocupada por mí.

– Sabe dónde estás -dijo él, encogiéndose de hombros.

– Pero pensará mal de mí.

– Lo dudo. Te dará más libertad, seguro, tomando en cuenta que nos casaremos dentro de tres días.

– ¿Tres días? -exclamó ella-. Creí oírte decir la próxima semana.

– Dentro de tres días es la próxima semana.

Sophie frunció el ceño.

– Ah, tienes razón. ¿El lunes, entonces?

Él asintió, con expresión muy satisfecha.

– Imagínate, apareceré en Whistledown.

Él se incorporó apoyado en un codo y la miró con desconfianza:

– ¿Te hace ilusión casarte conmigo, o es simplemente la mención en Whistledown lo que te entusiasma tanto?

Ella le dio una traviesa palmada en el hombro.

– En realidad -musitó él, pensativo-, ya has aparecido en Whistledown.

– ¿Sí? ¿Cuándo?

– Después del baile de máscaras. Lady Whistledown comentó que yo parecía muy conquistado por una misteriosa dama de vestido plateado. Y que pese a todos sus intentos no había logrado deducir tu identidad. -Sonrió-. Muy bien podría ser el único secreto de Londres que no ha descubierto.

Al instante Sophie puso la cara seria y se apartó algo más de un palmo de él.

– Ay, Benedict. Tengo que… deseo… es decir… -Desvió la cara un momento y volvió a mirarlo-. Perdona.

Él consideró la posibilidad de atraerla de un tirón a sus brazos, pero ella estaba tan condenadamente seria que no tuvo más remedio que tomarla en serio.

– El no haberte dicho quién era. Fue incorrecto de mi parte. -Se mordió el labio-. Bueno, no incorrecto exactamente.

Él se apartó un poco.

– Si no fue incorrecto, ¿qué fue, entonces?

– No lo sé. No sé explicar exactamente por qué hice lo que hice, pero es que…

Se mordió más el labio. Él ya empezaba a pensar que se haría un daño irremediable en el labio, cuando ella suspiró:

– No te lo dije inmediatamente porque me pareció que no tenía ningún sentido hacerlo. Estaba muy segura de que nos separaríamos tan pronto como nos alejáramos de la propiedad Cavender. Pero entonces tú caíste enfermo, yo tuve que cuidarte y tu no me reconociste y…

Él le puso un dedo sobre los labios.

– No importa.

Ella arqueó las cejas.

– Me parece que la otra noche te importaba muchísimo.

Él no sabía por qué, pero no quería entrar en una conversación seria en ese momento.

– Han cambiado muchas cosas desde entonces.

– ¿No quieres saber por qué no te dije quién era?

– Sé quién eres -repuso él, acariciándole la mejilla.

Ella se mordió el labio.

– ¿Y quieres oír la parte más divertida? -continuó él-. ¿Sabes uno de los motivos de que yo vacilara tanto en entregarte totalmente el corazón? Había estado reservando una parte de él para la dama del baile de máscaras, siempre con la esperanza de que algún día la encontraría.

– Oh, Benedict -suspiró ella, emocionada por sus palabras, y al mismo tiempo triste por haberlo hecho sufrir tanto.

– Decidir casarme contigo significaba abandonar mi sueño de casarme con ella -musitó él-. Irónico, ¿verdad?

– Lamento haberte hecho sufrir al no reverlarte mi identidad -dijo ella, sin mirarlo a los ojos-, pero no sé si lamento haberlo hecho. ¿Tiene algún sentido eso?

Él no dijo nada.

– Creo que lo volvería a hacer.

Él continuó sin decir nada. Ella comenzó a sentir una inmensa inquietud.

– Me pareció que eso era lo correcto en el momento -prosiguió-. Decirte que había estado en el baile de máscaras no habría servido a ninguna finalidad.

– Yo habría sabido la verdad -dijo él dulcemente.

– Sí, ¿y qué habrías hecho con esa verdad? -Se sentó y subió el edredón hasta tenerlo bien cogido bajo los brazos-. Habrías deseado que tu misteriosa mujer fuera tu querida, tal como deseaste que la criada fuera tu querida.

Él guardó silencio, sin dejar de mirarla a la cara.

– Supongo que lo que quiero decir -se apresuró a decir ella-, es que si entonces hubiera sabido lo que sé ahora, habría dicho algo. Pero no lo sabía, y pensé que sólo me pondría en posición para sufrir, y… -se atragantó con las últimas palabras y le miró angustiada la cara, en busca de algún signo que revelara sus sentimientos-. Por favor, di algo.

– Te amo -dijo él.

Eso era todo lo que ella necesitaba oír.

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