Los Rridgerton son una familia realmente única. Seguro que no hay nadie en Londres que no sepa que el parecido entre ellos es extraornario o que sus nombres siguen el orden alfabético: Anthony, Benedict, Colin, Daphne, Eloise, Francesca, Gregory y Hyacinth.
Esto incita a pensar qué nombre habrían puesto el difunto viznde y la vizcondesa viuda (todavía muy viva) a su noveno hijo o hija si lo o la hubieran tenido. ¿Imogen? ¿lnigo?
Tal vez haya sido mejor que se detuvieran en ocho.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de junio de 1815.
Benedict Bridgerton era el segundo de ocho hermanos, pero a veces tenía la impresión de que fueran cien.
Ese baile en que tanto había insistido su madre tenía que ser disfraces, por lo tanto se había puesto obedientemente un antiz negro, pero todos sabían quién era, o más bien todos casi sabían.
‹‹¡Un Bridgerton!», exclamarían dando palmadas alegremente. «Tú tienes que ser un Bridgerton!» «¡Un Bridgerton! Soy capaz de conocer a un Bridgerton donde sea.»
Benedict era un Bridgerton, sí, y si bien no había ninguna otra familia a la que deseara pertenecer, a veces deseaba que lo consideraran menos un Bridgerton y más él mismo.
Justo cuando estaba pensando eso, pasó por su lado una mujer de edad algo indefinida disfrazada de pastora.
– ¡Un Bridgerton! -gorjeó-. Reconocería ese pelo castaño en cualquier parte. ¿Cuál eres? No, no lo digas, déjame adivinar. No eres el vizconde porque acabo de verlo. Tienes que ser el Número Dos o el Número Tres.
Benedict la miró imperturbable.
– ¿Cuál eres? ¿El Número Dos o el Número Tres?
– Dos -dijo él entre dientes.
Ella juntó las manos.
– ¡Eso fue lo que pensé! Ah, tengo que encontrar a Portia. Le dije que eras el Número Dos…
Benedict estuvo a punto de gruñir.
– … pero ella dijo no, es el menor, pero yo…
Benedict sintió la repentina necesidad de alejarse. O se alejaba o mataba a esa boba gritona, y habiendo tantos testigos, ciertamente no saldría impune.
– Si me disculpa -dijo lisamente-. Veo a una persona con la que debo hablar.
Era mentira, pero qué importaba. Después de hacer una seca inclinación de la cabeza ante la vieja pastora, caminó en línea recta hacia la puerta lateral del salón, ansioso por escapar de la multitud y esconderse en el estudio de su hermano, donde podría encontrar un poco de bendito silencio y tranquilidad y tal vez una copa de buen coñac.
– ¡Benedict!
Condenación. Había estado a punto de lograr escapar. Levantó la vista y vio a su madre caminando a toda prisa hacia él. Llevaba un traje de estilo isabelino. Suponía que su intención había sido disfrazarse de un personaje de Shakespeare, pero por su vida que no tenía idea de cuál.
– ¿Qué puedo hacer por ti, madre? Y no me digas «Baila con Hermione Smythe-Smith». La última vez que bailé con ella casi perdí tres dedos de los pies.
– No pensaba pedirte nada de ese tipo -contestó Violet-. Te iba a pedir que bailaras con Prudence Featherington.
– Ten piedad, madre -gimió él-. Es peor aún.
– No te pido que te cases con la muchachita. Sólo que bailes con ella.
Benedict reprimió un gemido. Prudence Featherington, si bien una persona simpática en esencia, tenía el cerebro del tamaño de un guisante, y una risa tan irritante que había visto a hombres adultos huir con las manos en los oídos.
– Te diré qué -propuso en tono halagador-, bailaré con Penelope Featherington si tú mantienes a raya a Prudence.
– Eso me va bien -dijo Violet, asintiendo con aire satisfecho, causándole la deprimente sensación de que su intención había sido desde el principio hacerlo bailar con Penelope-. Está allí, junto a la mesa de la limonada -añadió-, vestida de duende, pobrecilla. El color le sienta bien, pero alguien debería acompañar a su madre la próxima vez que se aventuren a visitar a la modista. No logro imaginar un disfraz más desafortunado.
– Está claro que aún no has visto a la sirena -susurró Benedict.
Ella le golpeó ligeramente el brazo.
– No te burles de las invitadas.
– Pero es que lo ponen tan fácil.
– Me voy a buscar a tu hermana -dijo ella después de dirigirle una seria mirada de advertencia.
– ¿A cuál?
– A una de las que no están casadas -repuso Violet descaradamente-. Puede que el vizconde Guelph esté interesado en esa muchacha escocesa, pero aún no están comprometidos.
En silencio Benedict le deseó suerte a Guelph. El pobre hombre la necesitaría.
– Y gracias por bailar con Penelope.
Él medio le sonrió irónico. Los dos sabían que esas palabras no eran un agradecimiento sino un recordatorio.
Cruzándose de brazos en una postura un tanto severa, estuvo un momento observando alejarse a su madre; finalmente hizo una larga inspiración y se giró para dirigirse a la mesa de la limonada. Adoraba a su madre con locura, pero tratándose de la vida social de sus hijos ella pecaba por el lado de la intromisión. Y si había algo que la molestaba más aún que la soltería de su hijo, era ver la cara triste de una jovencita cuando nadie la invitaba a bailar. En consecuencia, él se pasaba la mayor parte del tiempo en la pista de baile, a veces con jovencitas con las que ella quería que se casara, pero con más frecuencia con aquellas feas a las que nadie miraba.
De los dos tipos de muchachas, él creía preferir a las feúchas. Las jovencitas populares tendían a ser superficiales y, para ser franco, un pelín aburridas.
Su madre siempre le había tenido una especial simpatía a Penelope Featherington, que estaba en su… frunció el ceño, ¿su tercera temporada? Tenía que ser la tercera, y sin ninguna perspectiva de matrimonio a la vista. Ah, bueno, bien podría cumplir con su deber. Penelope era una joven bastante simpática, con personalidad y una inteligencia decente. Algún día encontraría marido. No sería él, lógicamente, y con toda sinceridad, tal vez no sería ninguno de sus conocidos, pero seguro que encontraría a alguien.
Suspirando echó a andar hacia la mesa de la limonada. Prácticamente sentía en la boca el sabor meloso y maduro de ese coñac, pero un vaso de limonada lo ayudaría a salir del apuro por un rato.
– ¡Señorita Featherington! -exclamó, y trató de no estremecerse al ver volverse a las tres señoritas Featherington. Con una sonrisa que sabía era muy, muy débil, añadió-. Esto… Penelope, quise decir.
Desde unos quince palmos de distancia, Penelope le sonrió de oreja a oreja, y él recordó que le caía muy bien Penelope Featherington. En realidad, no se la consideraría tan poco atractiva si no estuviera siempre acompañada por sus desafortunadas hermanas, las que fácilmente podían hacer desear a un hombre coger un barco rumbo a Australia.
Casi había salvado la distancia que los separaba cuando oyó detrás de él un ronco murmullo de susurros que se iba propagando por el salón de baile. Debía continuar caminando para acabar de una vez con ese baile obligado, pero, misericordia, Señor, su curiosidad pudo más y se giró a mirar.
Y se encontró mirando a una mujer que tenía que ser la más impresionante que había visto en toda su vida.
Ni siquiera sabía si era hermosa. Su cabello era de un rubio oscuro bastante corriente, y con su antifaz bien atado detrás de la cabeza, no le veía ni la mitad de la cara.
Pero había algo en ella que más o menos lo hipnotizaba. Era su sonrisa, la forma de sus ojos, su prestancia, su manera de mirar el salón de baile como si jamás hubiera tenido una visión más gloriosa que la de los tontos miembros de la alta sociedad, todos vestidos con ridículos disfraces.
Su belleza irradiaba de dentro.
Brillaba. Resplandecía.
Era una mujer absolutamente radiante, y de pronto Benedict comprendió que eso se debía a que parecía condenadamente feliz. Feliz de estar donde estaba, feliz de ser quien era.
Feliz de una manera que él escasamente recordaba. La suya era una buena vida, cierto, tal vez incluso una vida fabulosa. Tenía siete hermanos maravillosos, una madre amorosa, y veintenas de amigos. Pero esa mujer…
Esa mujer conocía la dicha.
Y él tenía que conocerla a ella.
Olvidado de Penelope, se abrió paso por entre la muchedumbre hasta encontrarse a unos pocos pasos de ella. Otros tres caballeros habían llegado antes a su destino y en ese momento estaban derramando sobre ella elogios y halagos. Él la observó con interés; ella no reaccionaba como habría reaccionado ninguna de las mujeres que conocía.
No actuaba con coquetería; tampoco actuaba como si supusiera que se merecía los elogios. Su actitud no era tímida, afectada, maliciosa ni irónica, ni ninguna de esas cosas que se pueden esperar de una mujer.
Simplemente sonreía. Una ancha sonrisa, en realidad. Él suponía que los cump!idos producirían una cierta cantidad de felicidad a la receptora, pero jamás había visto a una mujer que reaccionara con una alegría tan pura, tan auténtica.
Avanzó otro paso. Deseaba esa alegría para él.
– Disculpadme, señores, pero la dama ya me ha prometido a mí este baile -mintió.
Los agujeros del antifaz de ella eran bastante amplios y él la vio agrandar los ojos y luego entrecerrarlos con unas arruguitas en las cumisuras, como si se sintiera divertida. Le tendió la mano, retándola a contradecirlo.
Pero ella le sonrió, con una ancha y radiante sonrisa que le perforó la piel y fue a tocarle directamente el alma. Ella puso la mano en la de él y sólo entonces él cayó en la cuenta de que había estado reteniendo el aliento.
– ¿Tiene permiso para bailar el vals? -le susurró cuando iban llegando a la pista de baile.
Ella negó con la cabeza.
– No bailo.
– Bromea.
– Pues no. La verdad es que -acercó un poco la cara a él y con un atisbo de sonrisa, continuó-: no sé bailar.
Él la miró sorprendido. Ella caminaba con un donaire innato; además, ¿qué dama de buena crianza podía llegar a esa edad sin haber aprendido a bailar?
– Entonces sólo hay una cosa que hacer -musitó-. Yo le enseñaré.
Ella agrandó los ojos, abrió la boca y dejó escapar una risa de sorpresa.
– ¿Qué es lo que le parece tan divertido? -preguntó él, tratando de hacer serio su tono.
Ella le sonrió, con ese tipo de sonrisa que se esperaría de un compañero de colegio, no de una damita en su primer baile. Sin dejar de sonreír, ella le dijo:
– Incluso yo sé que no se dan clases de baile en un baile.
– ¿Qué quiere decir, me pregunto, ese «incluso yo»?
Ella guardó silencio.
– Entonces tendré que aprovechar la ventaja y obligarla a obedecer.
– ¿Obligarme?
Pero eso lo dijo sonriendo, haciéndole comprender que no estaba ofendida.
– Sería muy poco caballeroso de mi parte permitir que continúe esta lamentable situación.
– ¿Lamentable, dice?
Él se encogió de hombros.
– Una hermosa dama que no sabe bailar. Me parece un crimen, es antinatural.
– Si le permito enseñarme…
– Cuando me permita enseñarle…
– Si le permito enseñarme, ¿dónde me dará la clase?
Benedict alzó el mentón y paseó la vista por el salón. No le resultaba difícil ver por encima de las cabezas de los invitados; con su altura de más de metro ochenta, era uno de los hombres más altos del salón.
– Nos retiraremos a la terraza -dijo finalmente.
– ¿La terraza? -repitió ella-. ¿No estará terriblemente atestada? Es una noche calurosa.
– No, la terraza privada -susurró él acercándosele más.
– ¿La terraza privada, dice? ¿Y cómo sabe de la existencia de una terraza privada?
Benedict la miró fijamente, conmocionado. ¿Era posible que ella no supiera quién era él? Su opinión de sí mismo no era tan elevada como para suponer que todo Londres conociera su identidad. Sencillamente era un Bridgerton, y si una persona conocía a un Bridgerton, por lo general eso significaba que era capaz de reconocer a otro. Y puesto que no había nadie en Londres que no se hubiera cruzado con uno u otro Bridgerton, a él lo reconocían en todas partes. Aun cuando, pensó pesaroso, ese reconocimiento fuera simplemente como el «Número Dos».
– No ha contestado mi pregunta -le recordó la dama misteriosa.
– ¿Sobre la terraza privada? -Levantó su mano hasta sus labios y besó la fina seda del guante-. Limitémonos a decir que tengo mis métodos.
Ella pareció indecisa, de modo que le tironeó la mano, acercándola más, no más de una pulgada, pero en cierto modo tuvo la impresión de que ella estaba a sólo la distancia de un beso.
– Venga -dijo-. Baile conmigo.
Ella avanzó un paso y en ese instante él supo que su vida había cambiado para siempre.
Sophie no lo vio cuando entró en el salón, pero percibió magia en el aire, y cuando él apareció ante ella, como un príncipe encantado de un cuento de niños, sin saber cómo, tuvo la clara sensación de que él era el motivo de que ella se hubiera introducido furtivamente en el baile.
Era alto, y su rostro, lo que dejaba ver el antifaz, era muy hermoso; unos labios que insinuaban ironía y sonrisas, y una piel tersa, muy ligeramente ensombrecida por una barba de un día. Su cabello era de un exquisito color castaño oscuro, al que la parpadeante luz de las velas daba unos visos rojizos.
La gente parecía saber quién era; observó que cuando él avanzaba, los invitados se hacían a un lado para dejarle paso. Y cuando mintió tan descaradamente asegurando que ella le había prometido ese baile, los demás hombres aceptaron y se apartaron.
Era apuesto y fuerte, y por esa única noche, era de ella.
Cuando el reloj diera las doce de la noche, ella volvería a su monótona y penosa vida de trabajo, de remendar, lavar y atender a todos los deseos de Araminta. ¿Tan malo era desear esa embriagadora noche de magia y amor?
Se sentía como una princesa, una princesa temeraria, de modo que cuando él la invitó a bailar, ella colocó su mano en la de él. Y aunque sabía que toda esa noche era una mentira, que ella era la hija bastarda de un noble y la doncella de una condesa, que su vestido era prestado y sus zapatos prácticamente robados, nada de eso pareció importar cuando se entrelazaron sus dedos con los de él.
Por unas pocas horas al menos podía simular que ese caballero era «su» caballero y que a partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.
No era otra cosa que un sueño, pero hacía tantísimo tiempo que no se permitía soñar…
Arrojando lejos toda prudencia, le permitió conducirla fuera del salón de baile. Él caminaba rápido, aun cuando tenía que abrirse paso por en medio de la vibrante muchedumbre, y se sorprendió riendo mientras trotaba detrás de él.
– ¿Por qué tengo la impresión de que siempre se está riendo de mí? -le preguntó él, deteniéndose un instante al llegar al corredor contiguo al salón.
Ella volvió a reír; no pudo evitarlo.
– Me siento feliz -contestó, y se encogió de hombros, indecisa-. Estoy muy feliz por estar aquí.
– ¿Y eso por qué? Un baile como este tiene que ser una rutina para una dama como usted.
Sophie sonrió. Si él la creía miembro de la alta sociedad, una graduada de muchos bailes y fiestas, quería decir que estaba representando su papel a la perfección.
Él le tocó la comisura de la boca.
– Siempre está sonriendo -musitó.
– Me gusta sonreír.
La mano de él encontró su cintura y la acercó más. La distancia entre sus cuerpos seguía siendo respetable, pero la mayor cercanía le quitó el aliento a ella.
– Me gusta verla sonreír -dijo él.
Esas palabras las dijo en voz baja y seductora, pero ella notó algo extrañamente ronco en su voz y casi se permitió creer que él lo decía en serio, que ella no era simplemente una mera conquista de esa noche.
Pero antes de que pudiera contestar sonó una voz acusadora en la puerta que daba al salón.
– ¡Ahí estás!
A Sophie le dio un vuelco el estómago y le subió hasta la garganta. La habían descubierto. La arrojarían a la calle y al día siguiente tal vez la meterían en prisión por haber robado los zapatos de Araminta y…
Y el hombre que había hablado ya estaba a su lado y le estaba diciendo a su misterioso caballero:
– Madre te ha andado buscando por todas partes. Te escabulliste de tu baile con Penelope y yo tuve que ocupar tu lugar.
– Lo siento -musitó su caballero.
Eso no pareció bastar como disculpa al recién llegado, porque frunció terriblemente el ceño y añadió:
– Si te escapas de la fiesta y me abandonas a esa manada de jovencitas del demonio, te juro que exigiré venganza hasta el día de mi muerte.
– Riesgo que estoy dispuesto a correr -dijo su caballero.
– Bueno, yo te reemplacé con Penelope -gruñó el otro-. Tuviste suerte de que yo estuviera cerca. Me pareció que se le rompía el corazón a la pobre moza cuando te alejaste.
El caballero tuvo la elegancia de sonrojarse.
– Algunas cosas son inevitables, creo -dijo.
Sophie miró del uno al otro. Incluso bajo sus antifaces era más que evidente que eran hermanos, y en un relámpago de luz comprendió que tenían que ser los hermanos Bridgerton, y que ésa tenía que ser su casa y…
Ay, buen Dios, había hecho un ridículo total al preguntarle cómo sabía de la existencia de una terraza privada.
Pero ¿cuál de los hermanos era? Benedict. Tenía que ser Benedict. Envió unas silenciosas gracias a lady Whistledown, la que una vez escribió una columna dedicada exclusivamente a explicar las diferencias entre los hermanos Bridgerton. A Benedict, recordaba, lo distinguía como al más alto.
El hombre que le hacía latir el corazón tres veces más rápido de lo normal sobrepasaba en sus buenos dos dedos la altura de su hermano.
Y de pronto se dio cuenta de que el susodicho hermano la estaba mirando muy atentamente.
– Comprendo por qué te marchaste -dijo Colin.
(Porque tenía que ser Colin; de ninguna manera podía ser Gregory, que sólo tenía catorce años; y Anthony estaba casado, de modo que no le importaría si Benedict se escapaba de la fiesta dejándolo solo para defenderse de las jovencitas recién presentadas en sociedad.)
Colin miró a Benedict con expresión astuta.
– ¿Podría pedir una presentación?
Benedict arqueó una ceja.
– Puedes intentarlo, pero dudo que tengas éxito. Yo aún no me he enterado de su nombre.
– No lo ha preguntado -terció Sophie, sin poder evitarlo.
– ¿Y me lo diría si lo preguntara?
– Le diría algo.
– Pero no la verdad.
Ella negó con la cabeza.
– Ésta no es una noche para verdades.
– Mi tipo favorito de noche -dijo Colin en tono satisfecho.
– ¿No tienes ningún lugar para estar? -le preguntó Benedict.
– Seguro que madre preferiría que estuviera en el salón de baile, pero eso no es precisamente una exigencia.
– Yo lo exijo -repuso Benedict.
Sophie sintió burbujear una risita en la garganta.
– Muy bien -suspiró Colin-. Me iré de aquí.
– Excelente -dijo Benedict.
– Yo solo frente a tantas lobas…
– ¿Lobas? -repitió Sophie.
– Damitas muy cotizadas para esposas -aclaró Colin-. Una manada de lobas hambrientas, todas ellas. A excepción de la presente, lógicamente.
Sophie creyó mejor no explicar que ella no era de ningún modo una «damita cotizada».
– Nada le gustaría más a mi madre… -empezó Colin. Benedict lo interrumpió con un gemido.
– … que ver casado a mi querido hermano mayor -terminó Colin. Guardó silencio un instante como para sopesar sus palabras-: Con la excepción tal vez de verme casado a mí.
– Aunque sólo sea para que dejes la casa -añadió Benedict, sarástico.
Esta vez Sophie sí emitió una risita.
– Pero claro, él es considerablemente más viejo -continuó Colin-, así que tal vez deberíamos enviarlo a él primero a la horca, h… es decir, al altar.
– ¿Tienes algún buen argumento? -gruñó Benedict.
– No, ninguno -reconoció Colin-. Pero claro, nunca lo tengo.
– Dice la verdad -afirmó Benedict mirando a Sophie.
– Así pues -dijo Colin a Sophie haciendo un grandioso gesto con el brazo-. ¿Tendrá piedad de mi pobre y sufriente madre y llevará a mi querido hermano por el pasillo?
– Bueno, no me lo ha pedido -contestó ella, tratando de entrar en cl humor del momento.
– ¿Cuánto has bebido? -gruñó Benedict.
– ¿Yo? -preguntó Sophie.
– Él.
– Nada en absoluto -repuso Colin alegremente-, pero estoy pensando seriamente en remediar eso. En realidad, eso podría ser lo único que me haga soportable esta velada.
– Si la búsqueda de bebida te aleja de mi presencia, ciertamente eso será lo único que me haga soportable esta noche a mí -dijo Benedict.
Colin sonrió de oreja a oreja, les hizo un saludo cuadrándose, y se alejó.
– Es agradable ver a dos hermanos que se quieren tanto -comentó Sophie.
Benedict, que estaba mirando con expresión amenazadora hacia la puerta por donde acababa de desaparecer su hermano, volvió bruscamente la atención hacia ella.
– ¿A eso le llama quererse?
Sophie pensó en Rosamund y Posy, que vivían insultándose, y no en broma.
– Sí -afirmó-. Es evidente que usted daría su vida por él. Y él por usted.
– Supongo que tiene razón -dijo él, con un suspiro de hastío, y luego estropeó el efecto sonriendo-. Por mucho que me duela reconocerlo. -Apoyó la espalda en la pared y se cruzó de brazos, adoptando un aspecto terriblemente sofisticado y educado-. Dígame, entonces, ¿tiene hermanos?
Sophie reflexionó un momento y luego contestó decidida:
– No.
Él alzó una ceja en un arco extrañamente arrogante, y ladeó ligeramente la cabeza.
– Encuentro bastante curioso que haya tardado tanto en decidir la respuesta a esa pregunta. Yo diría que tendría que ser muy fácil encontrar la respuesta.
Sophie desvió la mirada un momento. No quería que él viera la pena que sin duda se reflejaría en sus ojos. Siempre había deseado tener una familia. En realidad no había nada en la vida que hubiera deseado más. Su padre jamás la reconoció como a su hija, ni siquiera en la intimidad, y su madre murió al nacer ella. Araminta la trataba como a la peste, y ciertamente Rosamund y Posy jamás habían sido hermanas para ella. De tanto en tanto Posy se portaba como una amiga, pero incluso ella se pasaba la mayor parte del día pidiéndole que le remendara un vestido, le arreglara el pelo o le limpiara unos zapatos.
Y dicha sea la verdad, aun cuando Posy le pedía las cosas, no se las ordenaba, como hacían su hermana y su madre, ella no tenía precisamente la opción de negarse.
– Soy hija única -dijo finalmente.
– Y eso es todo lo que va a decir sobre el tema -musitó Benedict.
– Y eso es todo lo que voy a decir sobre el tema -convino ella.
– Muy bien -dijo él sonriendo, con esa perezosa sonrisa masculina-. ¿Qué me está permitido preguntar, entonces?
– La verdad, nada.
– ¿Nada de nada?
– Supongo que podría sentirme inducida a decirle que mi color preferido es el verde, pero aparte de eso no le daré ninguna pista sobre mi identidad.
– ¿Por qué tantos secretos?
– Si contestara a eso -repuso ella con una sonrisa enigmática, realmente entusiasmada con su papel de misteriosa desconocida-, eso sería el fin de mis secretos, ¿verdad?
Él se le acercó muy, muy ligeramente.
– Siempre podría crearse más secretos.
Sophie retrocedió un paso. La mirada de él se había tornado ardiente, y ella había oído bastantes conversaciones en el cuarto de los criados para saber lo que significaba eso. Por emocionante que fuera eso, no era tan osada como simulaba ser.
– Toda esta velada ya es suficiente secreto -dijo.
– Entonces pregúnteme algo. Yo no tengo ningún secreto.
Ella agrandó los ojos.
– ¿Ninguno? ¿De veras? ¿No tiene secretos todo el mundo?
– Yo no. Mi vida es absolutamente vulgar.
– Eso sí que me cuesta creerlo.
– Es cierto -dijo él, encogiéndose de hombros-. Jamás he seducido a una inocente, y ni siquiera a una mujer casada. No tengo deudas de juego, y mis padres eran absolutamente fieles entre ellos.
Lo cual quería decir que no era un hijo bastardo, pensó ella. Al pensar eso se le formó un nudo en la garganta. Y no porque él fuera legitímo, no, sino porque comprendió que él jamás la buscaría a ella, al menos no de la manera honorable, si llegaba a enterarse de que ella no lo era.
– No me ha hecho ninguna pregunta -le recordó él.
Ella pestañeó sorprendida. No se le había ocurrido que hablara en serio.
– M-muy bien -medio tartamudeó, cogida con la guardia baja-. ¿Cuál es su color preferido?
– ¿Y va a despercidiar su pregunta con eso? -sonrió él.
– ¿Sólo puedo hacer una pregunta?
– Más que justo, puesto que usted no me concede ninguna. -Acercó más la cara, con sus ojos brillantes-. Y la respuesta es el azul.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? -repitió él.
– Sí, ¿por qué? ¿Por el mar? ¿ Por el cielo? ¿O tal vez porque sencillamente le gusta?
Benedict la miró con curiosidad. Sí que era una pregunta muy rara ésa, por qué su color preferido era el azul. Cualquier otra persona habría aceptado la respuesta azul y ya está. Pero esa mujer, cuyo nombre todavía ignoraba, quería ahondar más, pasar de los cuáles a los por qués.
– ¿Es pintora? -le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
– Sólo curiosa.
– ¿Por qué su color preferido es el verde?
Ella suspiró y en sus ojos brilló la nostalgia.
– La hierba, supongo, y tal vez las hojas de los árboles. Pero principalmente la hierba. La sensación que produce cuando uno corre descalzo en verano. El olor que despide después de que los jardineros la han recortado dejándola pareja con sus guadañas.
– ¿Qué tiene que ver el olor y la sensación que produce la hierba con el color?
– Nada, supongo. Y tal vez todo. Verá, yo vivía en el campo…
Se interrumpió bruscamente. No había sido su intención decirle ni siquiera eso, pero bueno, qué mal podía haber en que él supiera ese detalle inocente.
– ¿Y era más feliz ahí? -preguntó él dulcemente.
Ella asintió, sintiendo un tímido revuelo de rubor en la piel, producido por un nuevo conocimiento. Seguro que lady Whistledown nunca había tenido una conversación con Benedict Bridgerton acerca de cosas más profundas, porque jamás había escrito que él era el hombre más perspicaz de Londres. Cuando él la miraba a los ojos, tenía la curiosa sensación de que le veía hasta el alma.
– Entonces debe de gustarle pasear por el parque -dijo él.
– Sí -mintió ella.
Jamás tenía tiempo para ir al parque. Araminta ni siquiera le daba un día libre, como a los demás criados.
– Tendremos que hacer un paseo juntos -dijo él.
Sophie evadió la respuesta, recordándole:
– Aún no me ha dicho por qué el azul es su color preferido.
Él ladeó ligeramente la cabeza y entrecerró los ojos, justo lo suficiente para darle a entender que había notado su evasiva. Pero dijo:
– No lo sé. Tal vez, como a usted, me recuerda algo que echo de menos. Hay un lago en Aubrey Hall, donde me crié, en Kent. Pero el agua siempre está más gris que azul.
– Probablemente refleja el cielo -comentó ella.
– Que la mayor parte del tiempo está más gris que azul -observó él, riendo-. Tal vez eso es lo que echo en falta: cielos azules y luz del sol.
– Si no lloviera, esto no sería Inglaterra -repuso ella sonriendo.
– Una vez fui a Italia. Allí siempre había sol.
– Un verdadero cielo.
– Eso diría uno, pero me sorprendí echando de menos la lluvia.
– No me lo puedo creer -exclamó ella, riendo-. Y a mí que me parece que me he pasado la mitad de mi vida mirando por la ventana y gruñéndole a la lluvia.
– Si no hubiera lluvia, la echaría de menos.
Sophie se puso pensativa. ¿Había cosas en su vida que echaría de menos si desaparecieran? No echaría de menos a Araminta, eso seguro, y tampoco a Rosamund. Tal vez echaría de menos a Posy, y ciertamente echaría de menos el sol que entraba por la ventana de su cuarto del ático por las mañanas. Echaría de menos las risas y bromas de los criados y que de tanto en tanto la incluyeran en la diversión, aun sabiendo que era la hija bastarda del difunto conde.
Pero no iba a echar en falta esas cosas, ni siquiera tendría la oportunidad de echarlas de menos, porque no iba a irse a ninguna parte. Después de esa noche, de esa increíble, maravillosa y mágica noche, volvería a su vida de siempre.
Pensaba que si fuera más fuerte, más valiente, se habría marchado de la casa Penwood hacía años. Pero ¿eso le habría cambiado en algo la vida? Bien que no le gustaba vivir con Araminta, pero marcharse no mejoraría su vida. Tal vez le habría gustado ser una institutriz, y sin duda estaba bien cualificada para ese trabajo, pero esos empleos eran escasos para mujeres sin recomendaciones, y estaba clarísimo que Araminta no le daría ninguna.
– Está muy callada -dijo Benedict dulcemente.
– Estaba pensando.
– ¿En qué?
– En lo que echaría de menos y no echaría de menos si mi vida cambiara drásticamente.
La mirada de él se intensificó.
– ¿Y supone que va a cambiar drásticamente?
Ella negó con la cabeza y trató de eliminar la tristeza de su voz al contestar:
– No.
– ¿Y desea que cambie? -dijo él en voz muy baja, casi en un susurro.
– Sí -suspiró ella, y añadió, sin poder contenerse-: Oh, sí.
Él le cogió las manos, las llevó hasta sus labios y le besó suavemente cada una.
– Entonces comenzaremos inmediatamente -prometió-. Y mañana estará transformada.
– Esta noche estoy transformada -susurró ella-. Mañana ya habré desaparecido.
Benedict la atrajo hacia él y depositó el más suavísimo y fugaz beso en su frente.
– Entonces tenemos que envolver toda una vida en esta noche.