Alex mezcló las cartas con gesto enérgico. Como si aquella noche no estuviese ya lo bastante alterada intentando detectar el áspero susurro que había oído la noche anterior en el estudio de lord Malloran, ahora se sentía perturbada por la proximidad de lord Sutton. La presencia de lady Newtrebble, que andaba dando vueltas en las proximidades, temblorosa y expectante, no hacía sino aumentar su incomodidad.
– ¿Qué pregunta le gustaría hacerme, lord Sutton? -preguntó sin dejar de mezclar las cartas.
– La que todo el mundo tiene en mente. ¿Con quién voy a casarme?
Alex asintió y dejó la baraja sobre la mesa.
– Corte una vez con la mano izquierda.
– ¿Por qué con la izquierda? -preguntó él mientras obedecía.
– Eso contribuye a conferirle a la baraja su energía personal.
Sin decir nada más, la joven volvió las cartas que predecirían el futuro inmediato de Colin. Y se quedó sin aliento.
Falsedad. Engaño. Traición. Enfermedad. Peligro. Muerte. Las mismas cosas que había visto durante la tirada de esa tarde. Y la última carta, que representaba a la entidad en torno a la cual giraban todas las demás, indicaba…
A una mujer de cabello castaño.
De haber sido capaz de hacerlo, Alex se habría echado a reír ante la ironía. Al menos no tendría que mentir, porque no veía a ninguna rubia en su futuro. Por supuesto, la mala noticia era que la mujer de pelo castaño significaría probablemente la muerte para él.
– ¿Qué ve?
El primer impulso de la muchacha fue decírselo de inmediato, avisarle, pero dada la falta de intimidad pensó que aquel no era el momento ni el lugar adecuado. Sobre todo porque su escepticismo acerca de la veracidad de su tirada significaba que sería necesario convencerle. Pero debía hacerlo porque, en vista de aquella tirada, Alex no tenía dudas de que le aguardaban peligros.
Más tarde. Se lo diría más tarde. En aquel momento tenía que ganarse aquel soberano que tanto necesitaba.
– Veo a una mujer en su futuro -dijo.
Colin extendió las manos y sonrió.
– Bueno, eso suena prometedor. ¿Puede decirme cómo se llama?
– Los espíritus, las cartas, no indican un nombre, pero…
La muchacha hizo una pausa para obtener un efecto dramático.
– Pero ¿qué? -intervino lady Newtrebble-. ¿Quién es la chica?
– Se la considera hermosa…
– Claro que sí -dijo lady Newtrebble en tono triunfante.
– Inteligente…
– Por supuesto -dijo lady Newtrebble, indicándole con la mano que siguiese-. Continúe.
– Creo que es a mí a quien le están prediciendo el futuro, lady Newtrebble -dijo lord Sutton en tono seco.
– ¡Oh! Sí. Claro. Siga, madame Larchmont.
– Y es morena -dijo Alex-, con los ojos castaños.
Cayó sobre el trío un silencio ensordecedor, roto por la voz rabiosa de lady Newtrebble.
– ¿Qué disparate es ese? Ella no es así. Es rubia y tiene los ojos azules.
Alex sacudió la cabeza.
– Me temo que las cartas indican, con mucha claridad e insistencia, que la mujer destinada para lord Sutton es una morena de ojos castaños. ¿Conoce a alguien con esa descripción, señor? -preguntó la muchacha.
– La mitad de las mujeres de Inglaterra responden a esa descripción, como la mitad de las mujeres que asisten a esta fiesta -dijo Colin, antes de observarla durante varios segundos-. Incluyéndola a usted, madame.
La joven sintió mariposas en el estómago y, si las palabras y la fascinante mirada de él no la hubiesen dejado sin habla, se habría echado a reír. Ella era la última mujer de todo el reino que estaría destinada a ese hombre.
– Bien, espero que recuerde que esto es solo una diversión inofensiva, señor -dijo lady Newtrebble antes de que Alex pudiese pensar en una respuesta.
– Lo tendré en cuenta en todo momento mientras busco a mi futura esposa morena y de ojos castaños -dijo Colin en tono solemne-. Tiene usted mi más profunda gratitud, lady Newtrebble, por permitir que madame Larchmont me haya dado esta noticia durante su fiesta. Estoy seguro de que, si el asunto se publica en el Times, su nombre y esta deliciosa fiesta se mencionarán de forma destacada.
Lady Newtrebble parpadeó, y luego sus ojos se entornaron con inconfundible avaricia.
– El Times. Sí. Sin duda querrán saberlo todo.
La dama se excusó, y Alex suspiró aliviada.
– Bien hecho -dijo lord Sutton en voz baja.
– Gracias. Espero que mi interpretación haya sido aceptable.
– Sí. Le pagaré su tarifa mañana cuando venga a mi casa para echarme las cartas.
Colin se levantó pero, en lugar de marcharse, apoyó las palmas sobre la mesa y se inclinó hacia ella.
– ¿Puedo acompañarla a su casa después de la fiesta?
Hablaba en voz baja y apremiante, y sus ojos verdes no revelaban sus pensamientos. La perspectiva de estar a solas con él, en la intimidad de su carruaje, sentados cerca, en la oscuridad, provocó a Alex un escalofrío. Un escalofrío que deseó llamar aprensión, pero al que solo pudo dar el nombre que tenía. Ilusión.
Debía negarse, quería negarse, y sin duda lo habría hecho si no hubiese tenido que decirle lo que de verdad había visto en las cartas. Alex se aferró a esa excusa.
– No es necesario… -dijo, negándose a parecer entusiasmada.
– Ya sé que no es necesario, madame. Pero, como caballero que soy, mi conciencia no me permite dejar que vuelva a casa en un coche de alquiler, y menos a una hora tan avanzada. Una dama no debería salir sin un acompañante adecuado en una ciudad en la que el delito es moneda corriente.
Una dama. Alex contuvo el sonido de disgusto que pugnaba por salir de su garganta, reprimiéndose para no señalar que ella no era ni sería nunca una dama.
– Es usted muy galante, señor.
– Y estoy muy acostumbrado a conseguir lo que quiero.
La joven enarcó una ceja.
– Cosa que me tienta a rehusar solo por ese motivo.
– Espero que venza esa tentación en particular.
Algo en su voz, en su forma de decir «tentación», en su forma de mirarla… hizo que el corazón de Alex traquetease.
– Es necesario vencer la tentación, señor.
– En algunos casos, sí.
– ¿No en todos?
Por el amor de Dios, ¿ese sonido jadeante era su voz?
La mirada de Colin se detuvo en los labios de ella, y la joven se quedó sin aliento.
– No, madame -dijo él, mirándola de nuevo a los ojos-. No en todos los casos. ¿Me permite acompañarla a casa?
– Muy bien. Acepto su oferta, porque hay algo que quiero comentar con usted -añadió, llevada por el orgullo.
Colin sonrió.
– Espero que no sea una subida de sus tarifas.
– No, pero esa es una excelente idea.
– No, seguro que no lo es. Sin embargo, yo sí que tengo una idea que es excelente.
Colin permaneció en silencio unos momentos.
– ¿Y cuál es esa excelente idea? -apuntó Alex, al ver que él no decía nada.
Los labios de Colin se curvaron despacio y la miró sonriendo. La joven resistió a duras penas el impulso de abanicarse con la mano enguantada. ¡Dios, aquel hombre era… contundente! Y, al parecer, sin intentarlo siquiera. Pobre de la mujer que intentase resistirse a él si de verdad se esforzaba por seducirla.
– Pensaba que nunca lo preguntaría, madame. Responderé a su pregunta durante el viaje a casa.
– ¿Y qué se supone que voy a hacer hasta entonces? ¿Marchitarme de curiosidad?
Colin se inclinó hacia la joven, que percibió un agradable aroma de ropa recién lavada.
– No. Tiene que pensar en mí -dijo en voz baja-, y preguntarse cuál es mi excelente idea.
Antes de que Alex pudiese respirar, y mucho menos formular una respuesta, Colin se marchó para perderse entre la multitud.
Tiene que pensar en mí.
La joven exhaló el aire despacio. Eso no sería ningún problema. Lo cierto era que, desde que lo vio la noche anterior en la fiesta de los Malloran, le había resultado casi imposible pensar en algo que no fuese él.
Tres horas después, tras echar el tarot por última vez esa noche, Alex seguía pensando en lord Sutton, como había hecho mientras les echaba las cartas a más de una docena de invitados. Y mientras escuchaba con atención todas las voces que flotaban a su alrededor, preguntándose si volvería a oír el áspero susurro del estudio de lord Malloran, nada segura de desear oír de nuevo esa voz. Porque, si la oía, ¿qué haría entonces?
Desde que Colin se perdió entre la multitud, Alex se había obligado a mantener su atención centrada en las personas que se sentaban frente a ella, sin permitir que su mirada vagase en busca de él. De todos modos, aquel hombre ocupaba cada rincón de su mente, cosa que en sí ya era bastante perturbadora. Pero aún la desestabilizaba más la forma en que lo hacía, la desconcertante dirección de sus pensamientos.
Su pelo… parecía tan espeso y brillante que le apetecía tocarlo. ¿Qué sensación produciría pasar los dedos entre aquellos oscuros mechones sedosos?
Y sus ojos. Tan verdes. Tan frustrantes e impenetrables.
Y sin embargo tan atractivos cuando brillaban con una nota de humor. ¿Qué aspecto tendrían llenos de deseo?
¿Llenos de deseo por ella?
Un pensamiento peligroso que Alex había apartado de su mente incontables veces.
Sin embargo, tan pronto como alejaba el recuerdo de sus ojos, se encontraba pensando en sus anchos hombros, en la forma fascinante en que llenaba su chaqueta y sus pantalones negros de etiqueta. Sus brazos parecían tan fuertes… ¿Qué se sentiría al ser abrazada por ellos?
Y luego estaba su boca… aquella boca atractiva y masculina cuyos labios atraían su mirada como un festín a un hombre hambriento. ¿Qué tacto tendrían aquellos labios bajo las puntas de sus dedos? ¿Suave? ¿Firme? ¿Ambos? ¿Qué sensación daría el roce de su boca contra la de ella? Que Dios la ayudase. Quería saberlo. Con desesperación. Y mucho se temía que, si se le ofrecía la oportunidad de averiguarlo, no sería capaz de resistirse.
Todos sus impulsos y anhelos, toda la curiosidad femenina que había reprimido con rigor hasta entonces parecían ahora a punto de estallar, como una fruta demasiado madura que rompiese su piel. Por primera vez, deseó liberarse de su título de madame, dejarse arrastrar por sus fantasías con el hombre que las había inspirado desde el momento en que lo vio en Vauxhall cuatro años atrás.
Un sonido de disgusto surgió en su garganta, y Alex apretó los labios para contenerlo. Como debía contener aquellos pensamientos tortuosos y ridículos, y aquellas preguntas inadecuadas e imposibles cuyas respuestas jamás conocería. Sin embargo, mientras su sentido común le decía eso, imágenes sensuales de él continuaban bombardeándola, lo que la fastidiaba mucho. No deseaba albergar tales pensamientos acerca de ningún hombre, pero si iba a hacerlo, ¿por qué, por qué tenía que ser con ese hombre en particular, un hombre al que nunca podría tener, que no era adecuado para ella de ninguna forma concebible, al que nunca podría tocar o besar?
Muy molesta consigo misma, recogió sus naipes. El último consultante había abandonado la mesa hacía vanos minutos, y ella se quedó sentada allí como una idiota, suspirando embobada por un hombre situado tan por encima de su nivel social que daba risa.
Tras envolver sus cartas en la pieza de seda de color bronce, bajó el brazo por debajo del largo mantel de damasco blanco en busca de su bolso. Al no encontrarlo, se inclinó más y levantó la tela para atisbar bajo la mesa. Cuando vio el bolso fuera de su alcance, se estiró aún más hacia el suelo. Sus dedos acababan de rozar el cordón de terciopelo cuando oyó un áspero susurro.
– Me temo que eso es imposible -decía.
Alex se quedó paralizada. Se le erizó todo el vello de la nuca, y un escalofrío recorrió su espalda. Reconocía esa voz. Jamás la olvidaría. Se levantó enseguida con el corazón desbocado. Un grupo de personas pasaba junto a la mesa, seguramente hacia el vestíbulo, para marcharse. Eran cuatro hombres y dos mujeres, todos miembros conocidos de la alta sociedad. Mientras pasaban, se fijó en otro grupo formado por tres hombres, situado a unos tres metros. Y en un trío de mujeres cerca de ellos. De nuevo, todos eran respetables miembros de la aristocracia. En las proximidades había también dos lacayos que recogían las copas vacías de los invitados que se marchaban. Alex escuchó con atención, pero ninguna de las voces era el áspero susurro. Quien había hablado, fuera quien fuese, estaba ahora en silencio o había recuperado una voz normal.
¿De qué grupo procedía la voz? No estaba segura de querer saberlo. Aquella persona planeaba matar a alguien la semana siguiente, y con toda probabilidad era responsable de la muerte de lord Malloran y de su lacayo, seguramente debido a la nota que había escrito ella. Alex no deseaba convertirse en un cadáver. Pero la única forma de detener aquello era averiguar quién era el asesino. Antes de que alguien más muriese. Es decir, ella.
Aunque la invadía el pánico, tenía que averiguar quién había hablado. Se puso en pie y metió las cartas en su bolso a toda prisa. Luego se volvió para alejarse de la mesa. Y tropezó contra algo sólido. Algo sólido que olía a ropa limpia con una pizca de sándalo. Algo que la agarró de los brazos y se puso a hablar.
– Si chocar conmigo va a convertirse en una costumbre, he de decir que prefiero la intimidad del jardín a un salón lleno de gente.
El corazón de Alex latió con fuerza y, para su horror, en lugar de apartarse o al menos quedarse inmóvil, acercó la nariz a la pechera de lord Sutton y volvió a respirar su aroma. Por espacio de varios segundos, se sintió segura, por primera vez en su vida. Como si estuviese envuelta en unos brazos fuertes y protectores. Una idea descabellada que apartó de su mente al instante.
Mareada por la combinación del aroma de Colin y el calor de las manos masculinas que bajaban por sus brazos, tuvo que obligar a sus pies a dar un paso atrás. Cuando lo hizo, sus miradas se encontraron. El hombre seguía cogiéndola de los brazos, y a Alex le resultaba difícil respirar mientras continuaban mirándose. Entonces él frunció el ceño.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– Pues… nada.
Colin se le acercó mientras sus dedos la apretaban con más fuerza.
– Algo sucede. Está pálida y temblorosa.
Alex notó el peso de una mirada que no era la de él, y de nuevo se le erizó el vello de la nuca. La joven observó a la gente situada cerca de la mesa, pero nadie la miraba.
Colin también miró a su alrededor, recorriendo con la vista el grupo cercano antes de volver los ojos hacia ella.
– ¿La ha molestado alguien?
La joven percibió con claridad la gélida amenaza bajo sus palabras serenas, y por un instante descabellado experimentó una emoción femenina desconocida. Lord Sutton parecía dispuesto a pelearse con cualquiera que se atreviese a decirle a ella algo desafortunado. Como si pretendiese protegerla de cualquier daño…
Un impulso de enojo contra sí misma interrumpió el ridículo pensamiento. Él no haría semejante cosa. ¿Por qué iba a arriesgarse siquiera a arrugarse la chaqueta por ella? Y, aunque así fuese, ella no necesitaba que nadie la protegiese ni se pelease por ella. Le había ido muy bien sola durante todos aquellos años. Se sintió aún más irritada por permitir que su angustia se notase tanto. Recobrando su autocontrol, Alex levantó la barbilla y dio un paso atrás. Los dedos de Colin se separaron de sus brazos, pero sus ojos perspicaces no abandonaron los suyos ni un momento.
– Nadie me ha dicho nada, señor. Pero, aunque así fuese, no veo por qué tendría que preocuparse usted.
– ¿No?
– No. Soy muy capaz de defenderme si la ocasión lo requiere. Si estoy pálida, es solo porque me siento cansada. Me resulta agotador echar las cartas tantas veces en una sola sesión.
– ¿Es fatigoso comunicarse con los espíritus?
La joven ignoró su tono seco.
– Lo cierto es que sí.
– Entonces, vamos a llevarla a casa, por supuesto.
Menos de cinco minutos después, Alex estaba sentada frente a Colin dentro de su lujoso carruaje. Los gruesos cojines de terciopelo la acogían con deliciosa suavidad, y sus ojos se cerraron mientras suspiraba complacida.
– ¿Mejor que un coche de alquiler? -dijo la profunda voz de él, divertida.
Alex abrió los ojos de golpe. Colin estaba reclinado en el asiento de enfrente, mirándola desde las sombras. Su boca esbozaba una media sonrisa.
– Un poco -dijo ella, en el mismo tono ligero que él había utilizado.
Aunque la muchacha, severa, se recordó que aquel atisbo de lujo era pasajero, estaba decidida a disfrutar de sus pocos momentos de comodidad.
Sin embargo, era difícil sentirse cómoda del todo con la perturbadora mirada de lord Sutton posada en ella, por no mencionar la fatalidad predicha por la tirada de él y la posible amenaza para sí misma del asesino de voz áspera.
El silencio se prolongaba entre ellos. ¿Sentía él la misma corriente subterránea de tensión? Alex necesitaba advertirle lo que había visto en sus cartas, pero Colin parecía preocupado. Agitado. La joven decidió romper el hielo antes de sacar a colación el tema que ocupaba su mente.
– ¿Cómo le ha ido esta noche?
En lugar de responderle con una respuesta cualquiera, Colin pareció considerar seriamente la pregunta.
– Ha sido una noche pesada y poco memorable. ¿Y a usted?
La muchacha sintió la tentación de decir lo mismo pero, aunque la noche se le había hecho pesada, para ella sí había sido memorable, y toda la culpa era de él. Bueno, de él y de haber tenido muy cerca hacía solo unos momentos a alguien que sin duda deseaba mandarla al otro barrio.
– Para mí la noche ha sido… interesante -dijo.
– ¿Cómo es eso?
– Me gusta conocer personas, averiguar cosas de ellas a través de sus cartas.
– La envidio. Tal vez debería dedicarme a echar las cartas. Me temo que no me resulta nada interesante eludir a madres casamenteras o tratar de conversar con sus hijas bobas e insulsas.
Colin se inclinó hacia delante, y Alex se quedó sin aliento ante su repentina proximidad. Menos de un metro separaba su rostro del de ella, una distancia que parecía demasiado escasa y al mismo tiempo excesiva.
Con los codos apoyados sobre sus piernas separadas, el hombre entrelazó las manos y la miró con ojos en los que brillaba un atisbo de malicia.
– Aunque agradezco su convincente afirmación (que, por cierto, me ha costado una fortuna) de que la mujer destinada para mí tiene el cabello oscuro, habría preferido algo un poco más concreto. Algo, lo que fuese, que me evitase la molestia de hablar del tiempo con otra manada de muchachas soltando risitas. ¿Es que ninguna puede mantener una conversación remotamente inteligente? -dijo, sacudiendo la cabeza.
– Seguramente se ponen nerviosas en su presencia, señor.
– ¿Nerviosas?
– Supongo que entenderá que a una mujer joven e inexperta le intimide un hombre como usted.
Colin enarcó una ceja.
– La verdad es que no. ¿Y qué es, para ser exactos, un hombre como yo?
– No quiere entenderme, señor. Su posición en la sociedad basta por sí sola para dejar mudas a muchas personas, y no digamos ya a una muchacha. Sobre todo si va acompañada de una madre casamentera y desea causarle buena impresión.
– No parece que a usted le intimide, ni que se quede muda en mi presencia. Algo que me ha costado mucho dinero esta noche.
– Pero yo no soy una joven inexperta empeñada en causarle buena impresión, señor.
– La verdad, desde el punto de vista de mis fondos, que disminuyen a toda velocidad, es una lástima.
Colin inclinó la cabeza y pareció observar las manos enguantadas de Alex, quien sintió el impulso de ocultarlas bajo los pliegues de su vestido. Luego, el hombre levantó los ojos y la inmovilizó con una mirada llena de seriedad.
– Entonces ¿un hombre como yo es alguien con un título nobiliario?
– Sí.
– Entiendo. ¿Y eso es todo? ¿Nada más?
Colin esperaba su respuesta con todos los músculos tensos, diciéndose que no le importaba nada lo que ella opinase. Que, si ella solo lo veía como un título nobiliario y nada más, le daba absolutamente igual.
Un destello de malicia anidó en los ojos de Alex.
– Está buscando que le regalen los oídos, y de forma descarada.
¿Sí? Demonios, no lo sabía. No tenía costumbre de hacer eso pero, claro, nunca se había sentido tan perturbado en presencia de una mujer.
– No busco que me regalen los oídos -dijo, tras reflexionar-, sino simplemente saber a qué se refiere. Por supuesto, si resulta que pretende regalármelos, pues mejor.
– ¿Y si resulta que no pretendo regalárselos?
– De todos modos me gustaría saberlo. Por supuesto, eso podría disminuir sus posibilidades de sacarme otro soberano en breve plazo.
La joven esbozó una sonrisa.
– En ese caso, me refería a un hombre con su porte distinguido, su inteligencia imponente, su buena apariencia.
Colin enarcó las cejas.
– ¿Solo buena?
– Por supuesto, he querido decir su imponente apariencia.
– Creía que era mi inteligencia lo que le parecía imponente.
– Al igual que su apariencia.
– Hace dos segundos, mi apariencia le resultaba solo buena.
La muchacha sonrió.
– Pero de una forma imponente.
La mirada de Colin descendió hasta los labios curvados de la joven, y de pronto pareció que no había aire en el carruaje. El deseo de tocarla que llevaba acechándolo toda la noche amenazó con dominarlo. Colin unió las manos para contenerse porque sospechaba que, si cedía, un solo contacto no sería suficiente.
Lord Sutton decidió que su mejor recurso era cambiar de tema.
– Me ha dicho que aceptaba mi oferta de acompañarla a su casa porque deseaba comentar algo conmigo.
La diversión se desvaneció de los ojos de la muchacha, y Colin la echó de menos al instante, aunque habría debido alegrarse de su desaparición pues le resultaba demasiado atractiva y tentadora. Pero, diablos, Alex no era menos atractiva ni tentadora sin ella. Tal vez si le echase un saco sobre la cabeza… pero no, aún podría ver sus voluptuosas curvas. Un saco de cuerpo entero… eso necesitaba. Para cubrirla de pies a cabeza. Y si resultaba que el saco ocultaba su seductor aroma de naranjas, mejor aún.
– Deseaba comentar su tirada.
Aquellas palabras lo arrancaron de su ensimismamiento.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál? ¿La de esta tarde, que me ha costado una pequeña fortuna, la de esta noche, que me ha costado una fortuna mayor, o la de mañana, que temo acabe costándome una fortuna mayor aún?
– La de esta noche. Debido a la presencia de lady Newtrebble, no le he dicho todo lo que he visto -explicó Alex, mientras sus dedos enguantados tiraban de los pliegues de su vestido-. Me temo que las cartas revelan las mismas cosas preocupantes que he visto esta tarde, señor. La falsedad, la traición y el engaño. La enfermedad, el peligro y la muerte -acabo, en un susurro.
– Entiendo.
Colin la observó durante unos segundos. Aunque la expresión de Alex no revelaba nada, su actitud era de sincera preocupación. Un escalofrío de desazón recorrió la espalda del hombre. Su intuición llevaba un tiempo diciéndole que se enfrentaba a las mismas cosas que la joven había visto en las cartas. ¿Podía haber alguna verdad en aquello, o era solo un truco de salón y una coincidencia?
Colin sacudió la cabeza. Demonios, estaba dejándose llevar por la imaginación. Aquella mujer era lista, y él había hecho mal en subestimarla. Si le predecía un futuro de color rosa, sus sesiones llegarían a su fin. Al predecir cosas terribles, sin duda esperaba mantenerlo interesado, lo suficiente para continuar pagando sus escandalosas tarifas.
– Dado que estamos de acuerdo en que las mujeres dicen una cosa y quieren decir otra, ¿debo interpretar que «falsedad, traición y engaño» significa en realidad que voy a recibir grandes sumas de dinero y a encontrar a la mujer de mis sueños?
– Esto no es asunto de broma, señor.
– No se lo tome a mal, madame. No deseo insultarla pero, tal como le dije desde el principio, no creo mucho en el tarot.
Alex se inclinó hacia delante con el ceño fruncido.
– Debe ser cauteloso, prudente…
– Siempre lo soy, así que le ruego que no se angustie más por mí. Ahora, dígame, ¿ha hecho lo que le he sugerido?
– ¿Sugerido?
– Sí. Le he dicho que pensase en mí.
La joven se quedó perpleja.
– Y que se preguntase cuál era mi excelente idea -añadió Colin en voz baja.
Alex parpadeó y levantó la barbilla.
– Lo siento, pero estaba tan ocupada con las tiradas que no he pensado en eso.
Colin sacudió la cabeza.
– Lástima, porque esperaba tentarla. Pero está claro que no es una mujer que caiga en la tentación.
– Pues no, no lo soy. Desde luego que no.
El hombre alargó la mano hasta el rincón a oscuras de su asiento y sacó un paquetito envuelto en una pieza de tela.
– Una virtud admirable, madame. Aplaudo su determinación. Sin embargo, yo no soy tan duro de pelar.
Colin desenvolvió el paquete.
– ¿Qué es? -preguntó ella, acercándose con los ojos muy abiertos.
– Pastelillos. Llevan por dentro capas de bizcocho de chocolate y crema de frambuesa. Luego, bañan cada pieza en chocolate y le ponen encima un toque de cremoso glaseado.
– ¡Oh… vaya!
Su rosada lengua asomó un instante para humedecer sus labios, y Colin se quedó paralizado.
– ¿Cómo han llegado esos deliciosos pastelillos a su carruaje? -quiso saber la muchacha.
– Los ha preparado mi cocinera. He hurtado estos cuatro y los he escondido en el carruaje para poder comérmelos en el camino de vuelta a casa. Mi excelente idea era disfrutarlos con alguien que compartiese mi debilidad por los dulces -dijo, antes de exhalar el aire con fuerza-. Por desgracia, como no ha pensado en eso, está claro que no le interesa.
– ¡Oh! Pero…
– Además, no es una mujer que caiga en la tentación -dijo, alargando el brazo y agitando el paquete delante de sus narices-. Lástima.
Alex aspiró por las fosas nasales y cerró los ojos un instante. Sus labios se entreabrieron, atrayendo la atención de Colin hacia su boca sensual. Luego la joven se aclaró la garganta.
– Señor, creo que hemos acordado que no es necesario vencer la tentación en todos los casos.
– La verdad, aunque recuerdo haber dicho eso, no me parece que usted coincidiese conmigo.
– Desde luego, mi intención era esa, sobre todo en lo que respecta a los pasteles glaseados -dijo ella, mirando los dulces-. Apetecibles pasteles glaseados, de aspecto delicioso y dulce olor. Creo que su idea de disfrutarlos con alguien que comparta su debilidad por los dulces es más que excelente. La verdad, siento la tentación de calificarla de genial.
Colin sonrió.
– Entonces, sí he conseguido tentarla.
– Me temo que me he derrumbado como un castillo de naipes de tarot.
– Mi querida madame Larchmont, con estos pasteles, hasta yo habría podido predecir ese resultado.
El hombre cogió uno de los dulces y se lo tendió. Cuando Alex alargó la mano, Colin apartó la suya y sacudió la cabeza.
– Se manchará los guantes -dijo-. Permítame.
Lord Sutton extendió la mano y sostuvo el bocado delante de los labios de la joven.
Ella lo miró sorprendida, y Colin percibió su lucha interna entre el decoro y el anhelo del dulce. Finalmente, se inclinó hacia delante y lo mordió con delicadeza.
Los labios de Alex rozaron las puntas de los dedos masculinos, y un intenso calor ascendió por el brazo de Colin. Pero aquel calor pareció fresco comparado con el ardor que la muchacha encendió al cerrar los ojos despacio y emitir un suave gemido de placer. Paralizado, Colin observó el lento movimiento de los labios de la joven mientras saboreaba el trozo de pastel y cómo al terminar se pasaba la punta de la lengua por los labios para atrapar el sabor que pudiese quedar. El cuerpo entero de Colin se tensó, y hubo de apretar sus propios labios para reprimir un gemido.
Alex dio un largo suspiro que sonó como un sensual susurro. Entonces sus ojos se abrieron, y la muchacha lo miró con una expresión vidriosa a través de los párpados entornados.
– ¡Oooh, vaya! -murmuró-. Ha sido… estupendo.
Demonios. Estupendo era una descripción muy pobre. Con los labios separados y húmedos, y los párpados caídos, parecía excitada y más deliciosa que cualquier dulce que hubiese visto jamás. Y, por Dios, quería probarla más de lo que nunca había deseado dulce alguno.
Colin no sabía cuánto tiempo llevaba sentado allí, mirándola boquiabierto, pero por fin la joven parpadeó y habló:
– Me está mirando fijamente, señor.
Él tuvo que tragar saliva dos veces para localizar su voz.
– No, estoy… admirando -respondió sin apartar la mirada de Alex, mientras se movía para sentarse junto a ella-. Para usted -dijo alzando la mitad restante hasta los labios de la joven.
– ¿No lo quiere?
Que Dios lo ayudase; en ese momento toda la existencia de Colin giraba en torno al verbo «querer».
– Quiero que se lo coma usted -dijo en un áspero susurro que apenas reconoció.
El hombre tocó su boca con el pedazo de pastel, y ella separó los labios. Tras deslizar despacio el bocado en su boca, Colin retiró la mano, arrastrando la punta del dedo índice por encima del labio inferior de la joven y dejando atrás una brillante capa de chocolate fundido.
Las pupilas de Alex llamearon, y la muchacha apretó los labios, atrapando la punta de su dedo. La erótica visión y la impresionante sensación de los labios femeninos rodeando la punta de su dedo inmovilizó a Colin. Se sintió invadido por el calor, y su corazón latió con fuerza, bombeando fuego hacia todas sus terminaciones nerviosas. Su dedo se liberó despacio, y Colin contempló cada matiz de la expresión de ella mientras se comía la oferta, excitándose más y más con cada segundo que pasaba. Diablos, ¿desde cuándo resultaba tan sensual, desde cuándo tenía tanta carga sexual, ver comer a alguien?
Alex cerró los ojos y masticó despacio. Al tragar, emitió un suave gruñido de placer. Luego se pasó la lengua despacio Por el labio inferior, borrando la fina capa de chocolate que Colin había dejado en él.
A continuación abrió los ojos.
– Ha sido maravilloso.
– Para mí también -dijo Colin.
Su voz sonó como si se hubiese tragado un puñado de grava.
– Pero usted no se ha comido ninguno.
– Preferiría probar el suyo.
Colin inclinó la cabeza y rozó los labios de la joven con los suyos. Alex inspiró con fuerza y luego se quedó inmóvil.
– ¡Qué dulce! -murmuró él, volviendo a tocar sus labios-. Es delicioso.
Más. He de tener más, se dijo,
Tomó la cara de Alex entre las manos y besó cada rincón de su boca. A continuación, pasó la lengua por el grueso labio inferior de la muchacha. Los labios femeninos se separaron con un suave sonido jadeante, y Colin lo aprovechó al instante, colocando la boca sobre la de ella. Y se perdió de inmediato.
¿Alguna mujer tenía un sabor tan voluptuoso, tan cálido y delicioso? No… Solo aquella. Aquella mujer cuyo recuerdo le había perseguido durante cuatro años. Aquella mujer a la que nunca esperó volver a ver y tocar fuera de sus sueños. El corazón de Colin siempre supo que aquella mujer tendría aquel sabor. Un sabor perfecto.
Con un gemido, deslizó una mano entre sus suaves cabellos y la otra en torno a su cintura, apretándola contra sí mientras su lengua exploraba la aterciopelada dulzura de su boca. Un deseo apremiante lo inundó, abrumándolo con una necesidad que se multiplicó cuando la joven frotó su lengua contra la de él, primero con gesto vacilante y luego con una receptividad que eliminó otra capa del control de Colin, que se desvanecía a toda velocidad.
Demonios, quería devorarla. Lo invadió una desesperación abrasadora, distinta de todo lo que había experimentado en su vida, forzándolo a reprimir el impulso irrefrenable de levantarle las faldas sin más ceremonias y enterrarse dentro de ella; una reacción humillante y confusa, porque siempre había dominado sus acciones y reacciones. Además, se consideraba un hombre de cierta finura. Sin embargo, con un solo beso la joven lo había despojado de su control, dejándolo casi tembloroso, ardiendo con un deseo y una lujuria desconocidos para él que no estaba seguro de poder contener durante mucho tiempo.
No obstante, no podía detenerse… aún. No mientras sus dedos siguiesen explorando la seda de su cabello. No mientras la piel de la joven emanase aquel cautivador aroma de naranjas. No mientras su boca tentadora encajase con tanta perfección contra la suya.
Más cerca… Diablos, la necesitaba más cerca. En aquel momento. Sin interrumpir el beso, la tomó en brazos y la depositó sobre sus rodillas. Un profundo gemido vibró en la garganta de Colin cuando las curvas de la muchacha se aposentaron contra él, con la cadera presionando contra su erección. Abrió las piernas con la esperanza de aliviar el palpitante dolor, pero el movimiento solo sirvió para inflamarle más.
Desapareció todo concepto del tiempo y del espacio, dejando a su paso solo ardiente deseo y desesperada necesidad. Sin pensar, le arrancó las horquillas del cabello y las dejó caer con descuido en el suelo del carruaje. Pasó los dedos a través de las largas madejas de seda, liberando el leve aroma de naranjas cuando los mechones cayeron sobre la espalda y los hombros de la muchacha para envolverles en una nube sedosa de fragantes rizos.
Alex gimió y cambió de posición. Su cadera se deslizó contra la tensa erección de Colin, y otro gemido se alzó en la garganta de este. Diablos. Le parecía estar desmontándose, a un ritmo frenético que cobraba impulso con cada segundo que pasaba.
Una vocecita razonable se abrió paso a través de la niebla de deseo que lo devoraba, advirtiéndole que se lo tomase con calma, que pusiera fin a aquella locura, pero él apartó la advertencia de su mente y bajó una mano por la espalda de Alex hasta llegar a sus nalgas, apretándola con mayor firmeza contra él, mientras con la otra mano exploraba la piel satinada de su cuello. Sus dedos rozaron el delicado declive y luego descendieron para explorar la redondez de sus senos en el punto en que se encontraban con la tela del vestido. Suave… Ella era increíblemente suave. Y, demonios, él estaba tan increíblemente duro, y la deseaba tanto…
El carruaje se detuvo con una sacudida, arrancándolo de la nube sensual que llenaba su mente. Colin levantó despacio la cabeza, la miró y contuvo un gemido. La muchacha tenía los ojos cerrados, y de sus labios separados, húmedos e hinchados por el beso, salía el aire entre jadeos. Con el cabello en desorden por culpa de sus manos impacientes, parecía descontrolada, excitada y más deseable que cualquier mujer que hubiese visto jamás. La mirada de Colin descendió un poco más y se quedó clavada en la visión de su propia mano apoyada en el pecho de ella. Abrió los dedos despacio, cautivado por lo oscura y áspera que resultaba su piel contra la pálida delicadeza de la de Alex. El corazón de la joven latía fuerte y frenético contra su palma, a un ritmo que coincidía con el suyo.
La mirada de Colin erró de nuevo hasta su rostro, recorriendo todos aquellos rasgos imperfectos que resultaban tan… perfectos. Incapaz de refrenarse, dejó que sus dedos temblorosos siguieran el mismo camino que su mirada, rozando el mentón, las suaves mejillas y la breve pendiente de la nariz, para acabar dibujando la atractiva forma de la boca. Los párpados de Alex se abrieron, y Colin se encontró mirándola a los ojos aturdidos.
El deseo lo arponeó con fuerza, junto a otro sentimiento que parecía posesividad. Algo que susurraba en su mente «esta mujer me pertenece». Alex levantó la mano que tenía apoyada en el pecho de él y despacio, con gesto vacilante, le pasó las puntas de los dedos por la frente, apartándole un mechón de pelo. Ante aquel sencillo ademán, combinado con la mirada de asombro que brillaba en sus ojos, el corazón de Colin dio un vuelco.
Tomó su mano y le dio un breve beso en la palma enguantada.
– Hemos llegado.
Alex parpadeó varias veces y luego, como si le hubiesen arrojado un jarro de agua fría, se enderezó de golpe mientras el pánico llenaba sus ojos.
– ¡Madre mía! Yo… Oh, ¿qué he hecho?
La joven se apartó de él y se llevó las manos a los cabellos, que le caían sobre los hombros. Empezó a buscar sus horquillas con gesto frenético, y Colin la agarró de las manos.
– Cálmate -dijo con suavidad-. Te ayudaré a recoger las horquillas.
Pero, antes de que pudiese hacerlo, ella apartó las manos como si quemasen y agarró su bolso.
– Tengo que irme -dijo, alargando el brazo para abrir la puerta.
– Espera -dijo Colin, sujetándole la mano.
Alex se volvió hacia él con los ojos llenos de angustia y una inconfundible expresión de enojo. Colin no supo si aquel enojo se dirigía hacia sí misma, hacia él o hacia ambos.
– ¿Qué espere? ¿A qué debo esperar, señor? ¿A poder avergonzarme todavía más?
– No has hecho nada de lo que avergonzarte.
Un sonido de amargura cruzó sus labios.
– ¿No lo he hecho? ¿No lo hemos hecho ambos?
– No veo por qué.
Alex levantó la barbilla.
– ¿Tiene usted la costumbre de besar apasionadamente a mujeres casadas?
– No. Nunca he besado a una mujer casada.
Su mirada exploró la de ella, deseando con todas sus fuerzas que le dijese que seguía sin haberlo hecho.
– ¿Tienes tú la costumbre de besar apasionadamente a otros hombres? -añadió, en vista de que la muchacha permanecía en silencio.
Alex lo miró desolada, y luego su mirada se endureció.
– No. Yo… nunca lo he hecho. No sé qué me ha pasado. Solo sé que no volverá a suceder, no puede volver a suceder. Le pido mis más sinceras disculpas. Pienso olvidar que ha ocurrido y le sugiero que haga lo mismo.
Sin más, la muchacha abrió de un tirón la puerta del carruaje y salió como alma que lleva el diablo. Como la noche anterior, Colin esperó a que volviese la esquina y luego abandonó el carruaje. Dio instrucciones a su cochero para que volviese a casa y la siguió por las calles oscuras. Su rostro reflejaba el dolor que sentía en el muslo al seguir el ritmo rápido de ella. Tras asegurarse de que llegaba a su edificio, permaneció entre las sombras, observando la ventana de la tercera habitación del segundo piso. Al cabo de menos de un minuto vio el resplandor de una vela y supo que estaba sana y salva.
Se quedó allí varios minutos más y, cuando se disponía a marcharse, intuyó que lo observaban. Colin sacó el cuchillo de la bota. Palpando la hoja, recorrió la zona con la mirada, pero no vio nada fuera de lo común. La sensación se desvaneció y su instinto le dijo que quien le contemplaba en silencio, fuera quien fuese, se había ido. Sin dejar de palpar la hoja, con los sentidos afilados, se dirigió deprisa a su casa.
Llegó a su mansión sin novedad, y tan pronto como cerró a sus espaldas se apoyó contra la puerta de roble y se frotó el muslo dolorido mientras las palabras de la muchacha resonaban en sus oídos: «Pienso olvidar que ha ocurrido y le sugiero que haga lo mismo… no volverá a suceder, no puede volver a suceder».
Él no era un echador de cartas, pero sabía que la joven se equivocaba. Ella no olvidaría aquel beso, ni él tampoco. Demonios, ahora sabía qué se sentía al ser alcanzado por un rayo. El sabor y el contacto de ella estaba grabado de forma permanente en su mente, al igual que su respuesta hacia él. Y, por imprudente que pudiera resultar, sin duda volvería a ocurrir.
Ya se encargaría él de eso.