Capítulo 14

Alex estaba tendida sobre la magnífica cama de su elegante dormitorio, una cama suave, cómoda, cálida, lujosa y en la que, sin embargo, no conseguía conciliar el sueño a pesar de desearlo con todas sus fuerzas. Había intentado durante horas dejar la mente en blanco, pero no había forma de lograrlo con la presencia de Colin llenando cada rincón de su mente.

Cerró los ojos pero no consiguió esquivar el bombardeo de recuerdos sensuales: Colin aprisionándola contra la pared de la galería, cercándola con el calor de su cuerpo, invadiendo sus sentidos con ese aroma masculino, agachando la cabeza…

Recordó vivamente el delicioso sabor de su beso, la exquisita sensación de su cuerpo apretando el suyo. Solo había sido necesaria una caricia de Colin para despojarla de todas sus sensatas resoluciones, una sola caricia para que desease más, para que lo desease todo.

Alex dejó escapar un gemido de frustración y, con un gesto de impaciencia, apartó las sábanas y se incorporó en la cama. Después se levantó y empezó a recorrer la habitación una y otra vez, hasta que finalmente se detuvo frente a la chimenea y se quedó mirando fijamente los rescoldos resplandecientes del hogar. Lanzó un suspiro y contempló las brasas y su brillo. Se dio cuenta de que ella se sentía igual que aquellas ascuas medio apagadas… caliente, expectante, lista. Solo hacía falta un soplo de aire para que volviese, como ellas, a arder.

Alexandra sabía lo que ocurría entre los hombres y las mujeres en la oscuridad porque lo había oído, había sido testigo de ello en infinidad de ocasiones, tantas que ni las recordaba. Y también sabía cuánto se llegaba a hablar de esas cosas, pero por lo que había visto, le resultaba muy poco excitante. De hecho, todo el proceso en sí le había resultado siempre algo asqueroso, algo a evitar.

Hasta el beso de Colin. El contacto con él había transformado su desprecio hacia el acto carnal en un deseo que no podía sofocar, un deseo que quería explorar, desesperadamente y con él.

Pero ¿se atrevería?

La pregunta retumbó en su mente y tuvo que ralentizar el paso. Si se le ofreciese… ¿él aceptaría? Probablemente. Los hombres no solían rechazar esos ofrecimientos, ¿verdad? Especialmente si sabían que no podía haber segundas intenciones ni consecuencias. Ella no era una dama de sociedad empeñada en conseguir una propuesta de matrimonio. Y especialmente si él sabía que la aventura solo duraría el corto período de tiempo que permaneciese en Londres. Ella no esperaría nada de él excepto la promesa de que tomaría las precauciones necesarias para evitar que concibiesen un hijo. Por la reacción de su cuerpo cuando se besaron, estaba claro que físicamente, no se mostraría reacio a la idea. Y sin duda, un hombre de su posición y que había vivido durante años como espía, estaría familiarizado con la discreción.

¿Se atrevería?

Sí, le susurró una voz interior, esa voz femenina interior que había sofocado a la fuerza durante todos aquellos años y que ahora pedía ser escuchada.

No, intervino su sentido común, recordándole que apenas conocía a aquel hombre y que mientras él no arriesgaba nada, ella arriesgaba mucho.

Pero entonces su corazón se hizo oír e insistió en que, pese a que había pasado muy poco tiempo realmente en su compañía, gracias a las cartas, había conocido a aquel hombre de cabello oscuro y ojos verdes mucho antes de verlo por primera vez en Vauxhall. Aquel hombre era, sin duda alguna, Colin, y había vivido en su imaginación, en su corazón y en su alma durante años. Él era el hombre que siempre había deseado y esta era su oportunidad, su única oportunidad, de tener una pequeña parte de él durante un corto espacio de tiempo.

¿Se atrevería?

Cerró los ojos y respiró hondo. Sí… Sí, se atrevería.

Se ofrecería a él y, con un poco de suerte, sería suya durante un corto y mágico tiempo.

En el instante en que tomó la decisión, sintió que la invadía un tremendo alivio. Había reflexionado y la decisión estaba tomada. Lo único que necesitaba hacer era actuar de acuerdo con ella y así lo haría en cuanto volviese a verlo, algo que ocurriría al día siguiente.

Dirigió la mirada al reloj que había sobre la repisa de la chimenea y se dio cuenta de que era casi la una de la madrugada.

Ya era el día siguiente.

Toda ella vibró de expectación y se rodeó el cuerpo con los brazos. Sin poder estarse quieta, se dirigió a los ventanales y miró al jardín.

La luna llena iluminaba el pequeño jardín con su etéreo brillo plateado. La eterna niebla londinense cubría el suelo y se elevaba desde la hierba como dedos vaporosos y fantasmales. En medio del jardín se erguía un majestuoso árbol. Mientras lo contemplaba, le pareció que junto al tronco del árbol se movía una sombra.

Alex fijó la mirada y unos segundos más tarde el corazón le dio un vuelco al descubrir que la sombra correspondía a una persona. Antes de que pudiera decidir cómo dar la alarma en aquel hogar desconocido, la sombra se apartó del árbol y se movió sigilosamente hacia los setos que rodeaban el perímetro del jardín. La sombra se movía con una cojera familiar.

Contuvo el aliento y por un instante, antes de que las sombras se lo tragasen de nuevo, lo vio claramente. ¿Qué demonios estaba haciendo Colin allá fuera?

Se apretó el pecho con las manos notando el súbito y frenético latido de su corazón. ¿Era posible que los pensamientos de Colin fuesen los mismos que los suyos y que hubiese ido allí con la intención de convertirla en su amante?

No lo sabía, pero se negaba a tener que esperar un momento más para averiguarlo.


Colin estaba bajo la oscura sombra que proyectaba la mansión Wexhall. Desde su ventajosa posición podía controlar toda la zona del jardín, y hasta ese momento su vigilancia no había detectado nada fuera de lo normal. Notaba el profundo e intenso dolor que solía sentir en la pierna cuando estaba fatigado, pero sabía que aunque regresase a su casa y se metiese en la cama, no conciliaría el sueño. De hecho, esa era la razón por la que estaba allí, vigilando la zona. En cuanto cerró los ojos, lo único que vio fue a Alexandra, sus hermosos ojos marrones, sus suaves y carnosos labios, su provocativa sonrisa.

Su imaginación se había disparado, proyectando en su mente imágenes eróticas, imágenes de ella, exuberante y excitada, desnuda en su cama, debajo de él, encima de él, él dentro de ella. Con un gemido de frustración, se había levantado de la cama. Había estado dando vueltas, mirando el fuego, pensando en la posibilidad de leer un libro. Después se había tomado dos mazapanes acompañados de un fuerte trago de brandy, esperando que fuese una ayuda para pasar el tiempo que faltaba hasta volver a verla.

Pero por más que miraba el reloj sobre la repisa de la chimenea, las horas no avanzaban. No había nada que pudiera borrarla de su mente. Y maldita sea, no había manera de aliviar la erección que le habían provocado los sensuales pensamientos que había tenido con ella. Puesto que estaba claro que el sueño no había de llegar, decidió que por lo menos podía ser útil vigilando alrededor de la mansión Wexhall para asegurarse de que Alex estuviera a salvo. En su interior sabía que la vigilancia también significaba estar más cerca del objeto de sus deseos, pero había exigido a su voz interior que estuviese en silencio.

Allí, envuelto en las sombras, volvió a escudriñar el jardín. Todo estaba en perfecta calma, un silencio solo alterado por el crujido de las hojas que movía la suave brisa que también mecía la niebla baja que cubría el suelo.

Se pasó las manos por el cabello, cerró los ojos y se masajeó las sienes. Debería irse a casa y beber brandy hasta conciliar el sueño. Así podría soñar con ella hasta el momento de volver a verla y entonces le haría una proposición que ojalá no rechazase.

– Hola, Colin.

¡Por todos los diablos! Al oír esas palabras, pronunciadas en un susurro, abrió los ojos de golpe y adelantó una pierna. Con el corazón acelerado, de manera instintiva, bajó la mano y, preparándose para el combate, agarró la empuñadura del cuchillo que llevaba en la bota. Después miró petrificado.

Alexandra estaba a unos pocos centímetros de él y, de la barbilla a los pies, llevaba el cuerpo cubierto por una simple bata blanca que cubría lo que parecía ser un también simple camisón blanco. Llevaba el pelo oscuro recogido en una gruesa trenza que contrastaba con su pálido atuendo. La trenza le llegaba a la altura de las caderas y terminaba adornada con un lazo de raso.

– ¿Vas a devolverme el saludo o pretendes apuñalarme? -preguntó ella en un tono suave y divertido.

Sin poder decir palabra, Colin dejó el cuchillo y se puso en pie despacio para darle tiempo a su corazón a recuperar el ritmo normal. Maldita sea, no sabía si estaba molesto o impresionado por cómo se las había arreglado Alex para acercarse hasta él tan sigilosamente y pillarlo del todo desprevenido. Si el asesino se hubiera encontrado en las inmediaciones, sin duda, estaría muerto. Estaba claro que había perdido aptitudes desde su retiro.

Incluso en la oscuridad podía ver cómo los labios de Alexandra se movían con nerviosismo.

– Me alegro de que no hayas optado por apuñalarme.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó después de aclararse la garganta para poder hablar.

– En la velada de los Newtrebble me dijiste que si iba a convertirse en una costumbre lo de toparme contigo, preferías la intimidad del jardín. Simplemente te he tomando la palabra.

La mente de Colin se quedó en suspenso. Una ardiente lujuria se había apoderado de él al ver a Alexandra allí de pie, vestida únicamente con su ropa para dormir, unas prendas que, aunque eran extremadamente virginales, insinuaban también las exquisitas curvas que escondían. Poseído por el deseo, durante unos segundos solo pudo mirarla fijamente, intentando recordar cómo respirar.

– Te he visto desde la ventana de mi habitación -continuó ella-. Pero viendo que te he localizado y que claramente te he sorprendido, pienso que quizá tus habilidades como espía no son precisamente… formidables.

El tono divertido de su voz sacó a Colin de su estupor y se sintió enojado. Cruzó los brazos y entornó los ojos.

– Te aseguro que no es el caso.

– Si tú lo dices…

– Sí, y dime, ¿por qué estás aquí?

– Como te he dicho, te vi desde la ventana y quería saber… -Interrumpió sus palabras y miró al suelo.

– ¿Saber qué?

Lanzó un suspiro lo suficientemente alto para que Colin lo oyese, después levantó la vista y lo miró a los ojos diciendo:

– Si has venido aquí por mí.

Hubo algo en la expresión de Alexandra que llenó a Colin de excitación y de tranquilidad al mismo tiempo.

– Así es -dijo muy despacio, mirándola con detenimiento-. Estaba vigilando los alrededores, para asegurarme de que estabas a salvo.

– Ya veo.

Ni su expresión ni su voz le dieron ninguna indicación a Colin de lo que ella estaba pensando. Maldita sea, ¿por qué tenía que ser tan exasperadamente indescifrable?

– ¿Te molesta? -preguntó.

– No -dijo Alex negando con la cabeza-. No, me… decepciona.

– ¿Por qué?

– Porque confiaba en que hubieras venido a verme -dijo lanzando de nuevo un profundo suspiro.

Ante aquellas palabras, Colin sintió que su cuerpo se encendía, que todos los rescoldos del miedo y del enfado se apagaban y que solo quedaba ella. Extendió las manos y, al cogerle suavemente los brazos, notó que toda ella estaba temblando.

– ¿Y si dijese que había venido a verte a ti? -le preguntó.

– Tus palabras serían bien recibidas -susurró Alex.

Al instante siguiente, tras haber pronunciado aquellas palabras, Colin la tenía entre sus brazos, apretada contra su sólido cuerpo. Sus bocas se juntaron en un beso salvaje, fiero, exigente, que la deshizo por dentro y la dejó sin aliento, un beso que indicaba que las palabras de ella también eran bien recibidas por Colin.

La expectación se mezcló con el alivio y la euforia, y Alexandra rodeó el cuello de Colin con sus brazos, forzándolo a acercarse más, separando sus labios para deleitarse con la erótica fricción de sus lenguas. Colin le acarició la espalda y ella recibió el calor de sus manos a través de la fina ropa del camisón y del salto de cama. Notó un delicioso escalofrío recorriéndole la columna que se hizo más agudo cuando Colin le tomó las nalgas con sus manos y la atrajo hacia él con pasión. Sintió la potente fuerza de su erección apretándole el vientre, provocándole una tremenda y deliciosa sensación de pálpito.

Y entonces, con tanta rapidez como la había tomado contra su cuerpo y la había besado hasta dejarla sin aliento, la asió por los brazos y la apartó. Afortunadamente, no la soltó del todo, porque de haberlo hecho habría caído al suelo y se habría desmayado a sus pies.

Abrió los ojos con dificultad y vio el brillo en los de Colin; sintió cómo la respiración de él era tan errática como la suya propia.

– Sabes que te deseo -dijo él al cabo de unos segundos en tono áspero.

Alexandra se humedeció los labios y replicó:

– A lo que solo puedo decir «gracias a Dios».

La fiera expresión de Colin se suavizó un poco y la acercó hacia él suavemente, sujetándola por la cintura con uno de sus fuertes brazos. Después, le acarició la mejilla con dedos temblorosos.

– Sí -murmuró-. Gracias a Dios.

– Tengo algo que pedirte -dijo ella, apoyando sus manos en el pecho de Colin y notando en ellas el veloz golpeteo de su corazón.

– Solo tienes que formular tu petición.

Se quedó callada, repasando las palabras de él en su mente. «Solo tienes que formular tu petición.» Nunca nadie antes le había dicho algo así.

– ¿No quieres saber qué quiero antes de prometerme dármelo?

– No.

– ¿Y qué pasa si pido algo extravagante?

– ¿Cómo qué?

– Diamantes, perlas.

– ¿Es eso lo que quieres de mí, Alexandra, diamantes y perlas? -le preguntó despacio, con una mirada tan intensa que Alexandra supo que no estaba bromeando.

A su mente acudieron dos ideas simultáneas. Una era la imagen de ella misma llevando un escotado y elegante traje de noche, con un collar de perlas color crema alrededor del cuello y colgando de sus lóbulos dos pendientes de diamantes.

La otra era el cálculo de lo que esas joyas valdrían, un dinero que sin duda podría financiarla a ella y a su causa durante años. Y eso solo a cambio de lo que, creía intuir, le estaba entregando Colin en ese momento.

Su confianza.

Notó un nudo de emoción en la garganta. Por la expresión de Colin estaba claro que si ella le pedía joyas, él se las daría. Aquel atractivo hombre, al entregarle su confianza, se convertiría en una más de sus víctimas. Y cuando lo descubriese, la atracción y la admiración que pudiera sentir hacia ella en esos momentos desaparecerían.

Sin embargo, aunque el tiempo que pudieran compartir en Londres fuese breve, Alexandra no quería pagar ese precio.

– No, Colin. No quiero diamantes ni perlas.

Colin no dijo nada durante varios segundos. Se limitó a pasar las yemas de sus dedos por sus rasgos, como si quisiera memorizarlos, acompañando con la mirada sus gestos. Alexandra deseaba fervientemente saber qué estaba pensando. Finalmente, dijo:

– Gracias.

– ¿Por qué?

– Por ser la única mujer que conozco capaz de pronunciar esa frase. Eres… extraordinaria.

– Todo lo contrario, soy de lo más vulgar -dijo, pero pensó: Mucho más de lo que tú crees.

– No, eres extraordinaria, en todos los sentidos, incluso en algunos que ni siquiera conoces. -Y pasó la yema de su dedo pulgar por el labio de Alexandra-. Puesto que no deseas ni diamantes ni perlas, dime qué quieres.

– Está relacionado con nuestro… acuerdo. Necesito que me asegures que solo lo sabremos nosotros. Aceptan a madame Larchmont como una mujer casada, y no puedo arriesgarme a que mi reputación se vea mancillada por una aventura.

– Tienes mi palabra de que te protegeré, de todas las maneras.

– Gracias. Tampoco me gustaría… -vaciló.

Sabía que un embarazo sería desastroso para ella, pero por un loco momento retuvo la imagen de ella misma portando el hijo de Colin.

– ¿Quedarte embarazada?

– Sí.

– Tomaré precauciones para evitarlo.

– Y nuestras relaciones terminarán cuando hayas escogido esposa -dijo Alex con firmeza-. No podría mantener una relación de este tipo con el futuro esposo de otra mujer.

– Yo tampoco humillaría a mi esposa con una aventura adúltera -dijo Colin apartándole a Alexandra un rizo que le caía por la mejilla-. Pero hasta entonces, serás mía.

Un estremecimiento de hembra le recorrió todo el cuerpo ante aquel tono de serena posesión.

– Sí -dijo-. Y tú mío.

– Sí, soy tuyo.

Su corazón se detuvo al oír su consentimiento. La mera idea de que aquel hombre podía ser suyo de algún modo, durante algún tiempo… Era una oportunidad en la que había soñado pero que nunca se había atrevido a esperar, y tenía toda la intención de disfrutar de cada minuto que pasasen juntos.

– ¿Son esas tus únicas peticiones, Alexandra?

Dios mío, solo al oír cómo pronunciaba su nombre deliciosos escalofríos le recorrían todo el cuerpo.

– Solo una más -susurró-. Quiero que apagues este fuego que has encendido dentro de mí.

Colin apoyó su frente contra la de Alexandra.

– Yo quiero lo mismo, pero este no es el momento ni el lugar, y si vuelvo a besarte… -Levantó la cabeza y dirigió la mirada hacia su boca.

Alexandra abrió sus labios involuntariamente.

– ¿Si vuelves a besarme…?

– Como tienes un efecto desastroso sobre mi autocontrol, mucho me temo que terminaría por tomarte contra la pared.

Dios mío.

– Lo dices como si fuese algo malo.

– No es malo, pero resulta inconveniente cuando uno se halla sin cama junto a una mujer que merece una, por lo menos la primera vez que hace el amor. -Se inclinó y apoyó suavemente sus labios en los de ella-. Déjame intentar que tu primera vez sea perfecta.

– Me parece bastante perfecta ahora, excepto por mi pulso que está gravemente alterado.

Colin esbozó una maliciosa y rápida sonrisa.

– Bien. Odio pensar que es solo el mío el que está alterado. -La soltó y luego la tomó de la mano-. Ven conmigo.

Y la condujo alrededor de la casa hasta la entrada de servicio. Allí, sacó una pequeña pieza de metal del bolsillo y se inclinó sobre la cerradura. En menos de un minuto, la puerta se abrió sin ruido alguno.

– Eres buenísimo -susurró.

La ladrona que había sido sintió admiración y una indudable punzada de envidia.

– Estoy seguro de haberte dicho que soy bueno en muchas cosas. Esta casa es casi idéntica a la mía. Sigue este pasillo hasta llegar a la escalera, sube al segundo piso, gira a la derecha, sigue recto por el pasillo que encuentres y llegarás a tu habitación.

– ¿Sola? -dijo Alexandra totalmente desilusionada.

– Sí.

– Pero ¿qué pasa con… nosotros?

– Mi dulce Alexandra, tal como te he dicho, este no es el momento ni el lugar. Ese «nosotros» será muy pronto, lo prometo. Y ahora dime, ¿cómo saliste de la casa?

– Por los ventanales que dan a la terraza.

– Me aseguraré de que quedan cerrados con llave.

Colin inclinó la cabeza, y Alexandra levantó su rostro pero en lugar de darle el beso que ella aguardaba ansiosamente él le depositó un rápido beso en la punta de la nariz.

– Date prisa, y cuando cierre la puerta, gira la llave por dentro. Te veré muy pronto.

Alexandra entró en el umbral perpleja, confundida, irritada y frustrada.

– Un poco de calma nos irá bien a los dos -dijo una divertida voz en la oscuridad.

Pero cuando se dio la vuelta dispuesta a asesinar a Colin con la mirada, descubrió que ya había cerrado.

Miró la puerta de madera totalmente anonadada. Nunca había creído que iba a proponérsele a un hombre y cuando lo hacía, ¿qué ocurría? Él la mandaba sola a su habitación. Quizá Colin no había querido tomarla contra la pared pero, por favor, ese era el modo en que se hacía en su ambiente. Puede que no la deseara tanto como proclamaba.

– Qué hombre tan irritante -murmuró entre dientes.

Se abrió camino cuidadosamente a través de la oscura y silenciosa casa, siguiendo las indicaciones que le había dado Colin para llegar a su habitación y, con cada paso, crecía su frustración. Sentía el cuerpo impaciente y ardiente y sus pliegues más íntimos entumecidos. Y ahora lo único que la esperaba eran largas horas de insomnio hasta verlo de nuevo. Se volvería loca.

Cuando llegó al pie de la escalera, subió, giró a la derecha y tomó el pasillo. Debía de estar tan sumida en su enfado que tuvo que llegar al final del corredor para darse cuenta de que a buen seguro había pasado de largo su dormitorio. Frunciendo el ceño, se dio la vuelta, y cuando recorrió con la mirada el rincón donde se encontraba, que estaba a oscuras, descubrió que aquel pasillo no le resultaba nada familiar. Aquella mesa en forma de media luna con un ramo de flores no había estado antes en ese sitio, ni tampoco el recargado espejo ovalado que colgaba en la pared de enfrente.

Maldita sea. Aquel hombre no solo era un tormento para su paz de espíritu, sino que no tenía ningún sentido de la orientación.

Apretando los dientes, retrocedió sobre sus pasos con cuidado y, una vez llegó a la escalera, se dirigió hacia el vestíbulo para poder orientarse. Cuando estuvo sobre las baldosas de mármol de la entrada, se cercioró de la dirección que debía tornar y se dirigió a su dormitorio. Para cuando llegó, estaba absolutamente desquiciada. Abrió la puerta y la cerró silenciosamente tras de sí apenas conteniendo el deseo de dar un portazo. Había recorrido la mitad de la habitación cuando se detuvo como si se hubiese encontrado con una pared de cristal. Y miró anonadada.

Colin se había quitado la chaqueta y el chaleco y estaba de pie junto a su cama, con los hombros apoyados despreocupadamente contra la madera profusamente tallada del dosel, los brazos cruzados alegremente y los ojos brillando con ese ardor inconfundible que incendiaba cada una de las células de su cuerpo.

– Pues bien -dijo él suavemente-, esto es lo que yo llamaría un momento y lugar más apropiados.

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