Capítulo 13

Alex estaba sentada en el recargado comedor de lord Wexhall, bajo un techo color azul cielo adornado con regordetes cupidos flotando entre nubes algodonosas. Se sentía como si estuviese cenando en el cielo. El aire estaba impregnado del sabroso aroma de deliciosa comida, y estaba rodeada de sirvientes y del murmullo de la educada conversación de los comensales. Metió la mano debajo de la mesa y se pellizcó el muslo con fuerza, apretando los labios para contener el grito de dolor. Sí, todo era real: el cristal centelleante y la plata reluciente; el elaborado juego de porcelana sobre la mesa de madera oscura a la que habían sacado tanto brillo que parecía relucir como el cristal; el centro de flores frescas que caía por el lateral de un jarrón de pie rectangular de cristal; el aroma a cera de las docenas de velas que bañaban la habitación con el suave resplandor de su luz dorada…

Y la comida… Alexandra nunca había visto tal variedad y cantidad juntas. Solo había cinco personas pero desde luego había suficiente comida para una docena, o quizá para dos docenas de comensales. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no coger lonchas de jamón y de queso y rebanadas de pan y envolverlas en su servilleta para llevárselas a escondidas a Emma, a Robbie y a los demás. Todos los suculentos platos -la sopa, los guisantes a la crema, el faisán, el jamón, las zanahorias estofadas- los servían criados vestidos con librea y con guantes de blanco prístino. Y cada plato iba acompañado de un vino delicioso que nunca antes había probado.

Pero en lugar de relajarse y disfrutar del lujo, se sentía tensa y con los nervios a flor de piel. Habló muy poco concentrada como estaba en utilizar adecuadamente cada uno de los cubiertos que lady Victoria, sentada frente a ella, utilizaba. Afortunadamente, pudo librarse de participar en la conversación, ya que lord Wexhall estaba comunicativo y hablador y entretuvo a los comensales con divertidas anécdotas de sus días de espía. Después, el doctor Oliver explicó algunos contratiempos de su colección de animales de granja. No ayudó a la concentración de Alexandra, desafortunadamente, que «él» estuviera sentado justo al otro lado de la mesa, junto a lady Victoria.

Nunca en su vida había tenido una conciencia tan penetrante y dolorosa de la presencia de otra persona.

Por más que lo intentaba, no podía evitar que su mirada buscase a Colin. Cada vez que acababa de estudiar las manos de lady Victoria para asegurarse de que estaba utilizando el cubierto apropiado y de manera correcta, sus pupilas errantes se desviaban hacia él e, invariablemente, descubría que él tenía la mirada puesta en ella, lo que le hacía perder aún más la compostura.

Su aspecto era tan impresionante que resultaba devastador. Llevaba un chaqué en tono verde bosque que intensificaba el color de sus ojos. Su cabello oscuro brillaba a la luz de las velas y contrastaba con su camisa de un blanco níveo y su chaleco plateado. Mirase donde mirase, seguía viéndolo con el rabillo del ojo y sentía su mirada sobre ella. Incluso cuando se centraba en el plato, se descubría a sí misma levantando la vista y mirando a hurtadillas, a través de sus pestañas, cómo sus largos y fuertes dedos sujetaban la acristalada copa de vino o la vajilla de plata.

Dentro de ella resonaba el sonido de su voz, el ruido sordo de su risa, provocándole diminutas descargas de placer que la cautivaban y embelesaban. Cuando se descubrió inclinada hacia delante, ladeando la cabeza en su dirección para oírlo mejor, se enojó consigo misma. ¡Qué contrariedad! Era inadmisible que por estar sentada en una habitación observando cómo aquel maldito hombre respiraba se sintiese tan inmensamente feliz.

Por el amor de Dios, ¿qué le había ocurrido? ¿Cuándo y cómo había pasado? Era como si la hubiese hechizado. Pero por lo menos al centrarse en él, podía evitar pensar en el hecho de que, a pesar de llevar su mejor traje de color verde esmeralda, se sentía deplorablemente torpe y terriblemente poco sofisticada en aquel magnífico ambiente. Una cosa era desempeñar un papel y encajar como una adivina entretenida en medio de la multitud, y otra era compartir una comida formal con un grupo reducido e íntimo de aristócratas. Al día siguiente se inventaría una excusa para cenar en su habitación y evitarse esa incomodidad.

– Madame Larchmont.

El sonido de su nombre la sacó de sus cavilaciones y parpadeando miró a través de la mesa a lady Victoria, que la estaba observando con una curiosa sonrisa. De pronto, sintió el peso de cuatro miradas posarse sobre ella y notó que se le secaba la garganta.

Tragó para recuperar la voz.

– Lamento reconocer que estaba tan encantada con la cena que he perdido el hilo de la conversación -dijo.

– Le transmitiré sus cumplidos a la cocinera -dijo lady Victoria sonriendo-. Me preguntaba cuál era su respuesta a la pregunta, puesto que yo ya he dado la mía.

– ¿Pregunta?

– Si pudiera describir un lugar perfecto, ¿cómo sería?

Alex no tenía que pensárselo. Había visualizado ese lugar de ensueño en su mente cada día de su vida desde que era una niña.

– El lugar perfecto para mí siempre es cálido y seguro, iluminado por los dorados rayos del sol y plagado de verdes prados donde crecen flores de colores. Está cerca del mar y en el aire se respira una brisa limpia y teñida de olor a sal. Está lleno de gente a la que quiero y que me quiere. Es un lugar donde nadie sufre nunca daño alguno y donde todo el mundo tiene dinero, comida y ropa suficiente. -Por un momento pensó en no pronunciar el último requisito pero finalmente decidió hacerlo y añadió-: Y donde tengo un armario lleno de tantos trajes hermosos que cada día tardo una hora en decidir cuál ponerme.

Por un momento se hizo el silencio y Alex percibió de nuevo el peso de los ojos de todos los presentes posándose sobre ella. Sintió que se ruborizaba pensando en sus imprudentes palabras y dirigió su mirada a Colin, quien la estaba observando con una expresión indescifrable.

Lady Victoria rompió el silencio diciendo:

– Oh, desde luego, suena como un sitio perfecto.

– No para mí -intervino el doctor Oliver-. ¿Qué demonios haría yo con un armario lleno de trajes?

– Dármelos a mí -dijo lady Victoria en un tono algo cortante-. Por supuesto, mi lugar perfecto tiene un montón de tiendas.

– Y el mío no tiene ni una sola tienda, ni siquiera una ópera -dijo el doctor Oliver haciendo una cómica mueca-. No ha hecho referencia a animales de compañía, madame. Mi lugar perfecto incluye muchos animales.

– Una omisión imperdonable -dijo Alex sonriendo y obligándose a relajarse-. Me encantan los gatos y también los perros.

– Mi lugar perfecto debería incluir un brandy excelente, buenos puros y una biblioteca donde hubiese buenos libros -dijo lord Wexhall y, dirigiéndose a Colin, preguntó-: ¿Y el tuyo?

Colin se llevó el dedo a la barbilla en actitud claramente reflexiva y después, mirando directamente a Alex, respondió:

– Creston Manor, el lugar donde vivo en Cornualles, es prácticamente el lugar perfecto. Está lo suficientemente cerca del mar para que el aire siempre tenga el aroma a sal y pueda oírse la música de las olas acariciando el acantilado. Los jardines son maravillas en flor y la tierra está llena de árboles, prados y riachuelos. -En sus ojos brilló la malicia-. Y por supuesto, hay un lago que está bastante frío la mayor parte del año, tal como Nathan puede confirmar.

– Y los huevos, que cuando se rompen son bastante asquerosos, como Colin puede confirmar -replicó Nathan.

– Suena realmente como el lugar perfecto -dijo Alex sin poder apartar la mirada de Colin.

Sintió como si todo lo que había en la habitación, cosas y personas, se hubiesen esfumado y solo quedasen ellos dos.

– No del todo -dijo él suavemente-. Creo que hay una última cosa necesaria para hacer que un lugar, cualquier lugar, sea perfecto.

No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que intentó hablar.

– ¿Y cuál es?

– La persona perfecta con quien compartirlo. Estar solo es tan…

– ¿Vacío? -añadió Alex.

– Sí -dijo él con una sonrisa revoltosa en los labios.

– Esto trae a colación una pregunta interesante -dijo lady Victoria-. ¿Qué rasgos debería poseer esa persona perfecta para tener el honor de compartir nuestro lugar perfecto?

– Victoria, por supuesto, solo tiene que mirarme para conocer la respuesta a esa pregunta -dijo el doctor Oliver con exagerada satisfacción haciendo que todos riesen-. Y mi esposa es la persona perfecta para mí: es hermosa, inteligente y leal, y cree que soy insuperablemente brillante.

Alex no pudo evitar darse cuenta de la mirada que intercambiaron el doctor Oliver y su esposa, una mirada llena de amor y de inconfundible deseo, una mirada que le produjo un profundo anhelo.

– Por lo que a mí respecta -dijo lord Wexhall-, la persona perfecta debería ser aquella a la que pudiese ganar a las cartas y que pudiera predecir los resultados de las carreras de caballos.

– Si tuvierais que escoger solo un rasgo -intervino lady Victoria-, el rasgo que consideráis más importante y el más admirable, ¿cuál sería? -Se dirigió a su marido-: Tú primero.

Nathan lo meditó durante unos segundos y después dijo:

– La lealtad. ¿Y tú?

– El valor.

– ¿Y usted, madame? -preguntó Colin.

– La compasión -dijo Alex quedamente-. ¿Y usted, milord?

– La honestidad.

El corazón le dio un vuelco. Qué irónico resultaba que de todas las cualidades que podría haber escogido eligiese aquella que ella había enterrado bajo una montaña de mentiras. No es que importase, por supuesto. Pensar que ella pudiera ser su persona perfecta era completamente risible y eso resultaba muy deprimente.

Enseguida terminó la cena y el grupo se dirigió al salón, donde la conversación se centró en los asesinatos. Estaba claro que o bien su padre o bien su marido habían informado a lady Victoria sobre lo que estaba pasando ya que parecía estar muy al tanto de la situación.

– Hay algo interesante sobre uno de los nombres de la lista que me dio, Sutton -dijo lord Wexhall-. Whitemore… Había sido uno de mis mejores hombres. La mayor parte de su trabajo lo desarrolló fuera de Londres y se retiró del servicio hace un par de años. Una pena, porque era excelente.

– ¿Por qué se retiró? -preguntó Colin.

– Había estado trabajando durante una década y dijo que ya había visto y hecho suficiente.

– Yo nunca tuve trato con él -dijo el doctor Oliver-. ¿Y tú, Colin?

– Nada relacionado con espionaje.

– Es la única persona de la lista que me llamó la atención -dijo lord Wexhall-. Me aseguraré de vigilarle mañana en la fiesta de Ralstrom.

Después se levantó y se excusó alegando que se sentía fatigado.

Cuando hubo salido de la habitación, lady Victoria preguntó:

– ¿Le apetecería a alguien jugar a algo? ¿Al julepe tal vez?

Antes de que Alex pudiera explicar que no conocía el juego, Colin dijo:

– De hecho, había pensado en mostrarle a madame Larchmont la galería, si no tenéis nada que objetar.

Se sintió enrojecer ante la inconfundible sospecha en los ojos azules de lady Victoria, que fueron de Alex a Colin. Al igual que todo el mundo, lady Victoria creía que Alex estaba casada.

– No tengo nada que objetar -dijo lady Victoria, aunque sus ojos parecieron perder algo de su calidez-. Eso me dará la oportunidad perfecta para ganar a mi marido al backgamon.

– Mi querida Victoria, ansió enormemente cualquier derrota que pueda venir de tus manos.

Cuando el matrimonio se dirigió hacia la mesa del backgamon cerca de la ventana, lord Sutton extendió su mano.

– ¿Vamos?

Alex se debatía dividida entre la necesidad de escapar de la tensión que le causaba pretender pertenecer a esa sociedad simulando conocer elegantes juegos de salón y el temor de que estar de nuevo a solas con Colin resultaría en otro beso.

Sintió que aumentaba su impaciencia. ¡Por Dios! Era perfectamente capaz de controlarse. Si él intentaba besarla, simplemente lo rechazaría, con firmeza y de forma contundente. Con la decisión tomada, puso su guante de encaje sobre el brazo de Colin. Notó al instante el calor hormigueante en su brazo, una calidez que con firmeza ignoró.

Colin tomó la mano de Alex y la acompañó fuera de la habitación, conduciéndola a través de un pasillo escasamente iluminado. Andaba a ritmo bastante rápido, y Alex prácticamente tenía que trotar para seguirle el paso. Esa era con toda seguridad la razón de que estuviese sin aliento. No tenía absolutamente nada que ver con su cercanía.

– Ha estado callada esta noche -dijo Colin.

– Sí, supongo que sí. Estaba preocupada.

– ¿Por qué?

Alex respiró muy hondo y después le explicó su teoría de que quizá fuera él la persona que estaba en peligro. Cuando terminó, Colin le dijo:

– Creo que puede tener razón. De hecho, Nathan y yo hemos estado discutiendo esa posibilidad antes.

Dios mío, no sabía si podría resistir que le ocurriese algo.

– Espero que tenga cuidado.

– Lo tendré.

– También quería decirle que creo que alguien me estaba vigilando hoy.

– ¿Cuándo? ¿Dónde? -preguntó Colin mirándola con el ceño fruncido.

– Esta mañana cuando volvía a casa de mi cita con el señor Jennsen.

– Ah, de su sesión privada -dijo Colin tensando la mandíbula.

– Sí. No vi a nadie pero sentí una presencia.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

– Se me fue de la cabeza, y no era nada, de verdad, solo una sensación que tuve cuando descendí de su coche.

– ¿La acompañó a casa? -Su voz sonó dura.

– Sí.

– Así que, ¿Jennsen sabe dónde vive?

– No exactamente, el conductor me dejó unas manzanas más atrás.

– No quiero que vuelva a salir sin que la acompañen. Es demasiado peligroso. Nathan o yo mismo la acompañaremos a donde tenga que ir.

– Puesto que no tengo ningunas ganas de ponerme en Peligro, lo acepto.

Colin había declarado que la honestidad era la cualidad que más respetaba en una persona, así que Alex decidió ser algo más honesta.

– Estaba callada también porque me sentía algo cohibida, y terriblemente fuera de lugar.

– Lo supuse, y esa es una de las razones por las que pensé que desearía escapar a la galería.

– No quiero decir que no haya estado gusto… -dijo ruborizándose avergonzada.

– Lo sé. Pero cualquiera que no esté acostumbrado a ser un invitado en una casa como esta se sentiría fuera de lugar. Yo solo puedo asegurarle que encajaba deliciosamente.

Siguieron paseando y Alex intentó desesperadamente encontrar en su cerebro algo que decir que no fuese «bésame».

– Su hermano y lady Victoria están muy enamorados.

– Sí, Nathan se merece cada momento de la felicidad que ha hallado. De hecho, siento envidia.

– ¿De qué?

– De cómo ella lo mira, de cómo se ilumina al igual que una vela encendida cada vez que él entra en la habitación. Solo puedo imaginar que debe de ser una sensación embriagadora tener a alguien que te quiere tanto y querer tanto a alguien.

– Supongo que sí, pero estoy segura de que es algo que usted ha experimentado.

– ¿Por qué lo dice?

– Sin duda, a usted lo miran con ojos de adoración con mucha frecuencia.

– No, que yo sepa. Le ruego que me diga quién me miraría de ese modo.

– Me aventuraría a responder que cualquier fémina con algo de sangre en las venas.

Colin la miró con ojos divertidos.

– ¿Lo haría usted? ¿Y por qué?

– Se da usted cuenta, claro está, de que parece que esté descaradamente suplicando cumplidos.

Doblaron una esquina y entraron en un pasillo aún menos iluminado en cuyas paredes, a ambos lados, colgaban grandes cuadros. Alex se detuvo frente al primer lienzo, se inclinó y entornó los ojos.

– La luz no es muy buena. Es bastante difícil…

Alexandra interrumpió sus palabras y tuvo que coger aire de manera repentina cuando Colin le acarició con los labios por encima de su muñeca, justo donde terminaba el guante de encaje. Después, introdujo uno de sus largos dedos a través de la prenda y le acarició la palma de la mano. Alex sintió el calor recorrer todo su cuerpo ante la sensual intimidad del gesto. Y en solo un instante, su firme y contundente resolución se esfumó.

– ¿Es bastante difícil…? -continuó él.

Tuvo que tragar para poder hablar. Respirar.

– Ver -respondió.

Y se tuvo que morder el labio para contener el gemido de placer que le provocaba la lenta e hipnótica caricia del dedo de Colin.

Él retiró el dedo del guante y tocó la suave boca de Alex. Después dio un paso acercándose a ella y sintió que la tensión que lo había estado constriñendo toda la noche empezaba lentamente a disiparse ahora que finalmente estaba con ella a solas. Los ojos de Alexandra se agrandaron ligeramente y dio un paso hacia atrás. Sus hombros golpearon la pared entre dos de los cuadros de los antepasados de Wexhall y sofocó un grito. Perfecto, tal como Colin deseaba tenerla, atrapada y sin aliento.

Apoyando las palmas de sus manos contra la pared a cada uno de los lados de la cabeza de ella, se inclinó hacia su rostro y dijo suavemente:

– Me parece que me gustaría mucho oír un cumplido tuyo, Alexandra.

– Estoy segura de ello -respondió ella levantando la barbilla-. Sin embargo, se supone que debe presentarme a los antepasados de Wexhall.

– Muy bien. -Y manteniendo la mirada en Alexandra, señaló con la cabeza a su izquierda-. Ese caballero es el hermano de… -Movió la cabeza a la derecha y añadió-: Ese otro caballero. Probablemente. El tipo gordinflón del retrato de detrás de mí es su tío, probablemente.

– Para ser alguien que se ha ofrecido a enseñarme la galería, se le ve notablemente desinformado.

– Ah, pero ¿no dijiste que los hombres pocas veces dicen lo que piensan?

Alexandra se humedeció los labios y Colin estuvo a punto de gemir. Maldita sea, nunca antes en toda su vida había deseado tanto besar a una mujer.

– ¿Está diciendo que cuando me preguntó si quería dar una vuelta por la galería…?

– Quería decir algo totalmente diferente.

– Ya veo. Y como ha declarado su deseo de recibir cumplidos, ¿debo interpretar que «desearía dar una vuelta por la galería» significa realmente «quiero que me regalen los oídos»?

– No, significa «quiero sentir tus manos sobre mí».

Apartándose de la pared, agarró una de las manos de Alex y muy despacio, dedo a dedo, le quitó el guante. Después, se guardó la pieza de encaje en el chaleco y apretó la palma de la mano de ella, ahora desnuda, contra su mejilla.

Alexandra exploró con sus dedos lentamente su mentón y, de haber podido, Colin se habría reído de su rápida y potente reacción ante la suave caricia. No era capaz de explicar la ferocidad con la que anhelaba ese tacto de ella, pero, sin duda, era innegable. Después de guardarse el otro guante en el bolsillo, le tomó ambas manos y las apretó contra su pecho.

– Si pretende besarme…

– No hay ningún «si» sobre mis intenciones de besarte, Alexandra. He estado deseando tocarte y besarte desde que he llegado esta noche. Creí que la cena no acabaría nunca.

– Debo advertirle que si me descompone el peinado o el traje, su hermano y su cuñada seguro que se dan cuenta.

– Sin duda alguna.

Colin no se molestó en explicarle que como tenía la intención de asegurarse de que fuese una mujer bien besada, solo con mirarla, su hermano y su cuñada podrían ver que habían hecho algo más en la galería que mirar retratos.

– No quiero que tengan una pobre opinión de mí.

– ¿Por qué iban a tenerla?

– Creen que estoy casada.

– Mi hermano sabe que no lo estás.

– ¿Se lo ha dicho?

– Dado que sabe que las mujeres casadas no son de mi gusto, lo ha adivinado. Solo he confirmado lo que él había deducido correctamente. Y por lo que respecta a Victoria, es muy discreta, así que te sugiero que se lo cuentes. Pero si te hace sentirte mejor y en pro del decoro… -Volvió a poner las palmas de las manos contra la pared a cada lado de la cabeza de Alexandra y se inclinó hasta casi tocarle con los labios-. Así, solo te tocaré con la boca.

Y acto seguido posó sus labios en los de ella y sintió que se hundía en un oscuro abismo de placer y deseo en el que solo ella existía. Alexandra lo cogió de la chaqueta, acercándolo, y Colin tuvo que apretar los puños contra la pared para mantener su promesa. Los labios de Alexandra se abrieron y él entró a explorar su boca de satén. Todo él se sintió invadido de un deseo ardiente y salvaje y se acercó aún más, empujándola contra la pared con la mitad inferior del cuerpo. Notó, bajo los pantalones, la sacudida brusca de una erección y se frotó despacio contra la suavidad de ella, mientras en su garganta vibraba un suave quejido. Alexandra le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas apretándose aún más contra él, ondulando sus caderas de un modo que hizo que el control que ya iba perdiendo a marchas forzadas se deshiciese con una rapidez vertiginosa.

Colin se separó de los labios de Alex y hundió el rostro en la cálida curva de su cuello, respirando entrecortadamente la reverberante fragancia de su piel. Era absurdo lo que lograba aquella mujer con un solo beso. Levantó la cabeza y comprobó con serena satisfacción que ella parecía tan excitada, maravillada y aturdida como él. Por lo menos, esa fiera pasión se veía correspondida.

Alexandra abrió los ojos y por un breve y tentador instante colocó la yema de uno de sus dedos sobre los labios de Colin, acompañando la suave caricia con una mirada adormecida. Colin sintió como si le estrujaran el corazón.

Alexandra solía esconder muy bien sus sentimientos, pero en aquel momento sus ojos reflejaban todo lo que sentía: sorpresa, excitación, curiosidad, expectación, vulnerabilidad, incertidumbre, confusión, deseo. Colin los reconoció porque eran un espejo exacto de sus propios sentimientos. Sin embargo, la vulnerabilidad, la incertidumbre y la confusión en las mujeres eran territorios nuevos para él.

¿Cómo era posible que un simple beso se hubiera vuelto tan… complicado?

Todo su cuerpo vibró con el irresistible deseo de besarla de nuevo, pero antes de que pudiera hacerlo Alexandra abrió los ojos de par en par presa del pánico y lanzó una exclamación de claro reproche hacia sí misma. Lo apartó y, agachándose, pasó bajo su brazo.

– Debo irme -dijo con voz tensa y se dio la vuelta dispuesta a marcharse.

Colin la agarró del brazo deteniéndola.

– Alexandra, espera…

Ella se volvió y miró a Colin con ojos llenos de angustia.

– Por favor, déjame marchar -le susurró-. No quiero… No puedo… -Lanzó un profundo y tembloroso suspiro-. Deseo retirarme.

Su mirada reflejaba tanta tristeza y vulnerabilidad que Colin estuvo a punto de desmoronarse.

– Sí, déjame irme, ahora que todavía puedo -repitió poniendo su mano sobre la de Colin-. Por favor, Colin.

Soltarla era la última cosa en el mundo que deseaba hacer, pero no podía negarse, así que muy despacio apartó su mano del brazo de Alexandra quien, en el mismo instante en que se vio libre, se alejó a toda prisa.

Cuando desapareció de su vista, Colin apoyó los hombros contra la pared y echó la cabeza hacia atrás. Se sentía más solo de lo que nunca antes se había sentido. Sacó uno de los guantes de Alexandra del bolsillo y levantó la pieza de encaje a la altura de su rostro. Cerró los ojos, respiró la deliciosa fragancia y pronunció la única palabra que ocupaba su pensamiento:

– Alexandra -murmuró dejando escapar un gemido.

Maldita sea, ¿por qué no existía un elixir mágico que la borrara de su mente de un trago? Algo que le hiciese olvidar cuánto la deseaba, borrar el recuerdo de la perfección con la que encajaba entre sus brazos, que hiciese desaparecer el sabor de ella de su boca o eliminase esa voraz necesidad de hacerle el amor y esa poderosa ansia que sentía de hablar y reír con ella solo con tenerla en la misma habitación.

Nunca en su vida había experimentado unos sentimientos tan confusos por una mujer, ni siquiera en las ocasiones en las que se había sentido profundamente atraído por alguna o en las que había llegado a compartir su lecho. Aquellos encuentros habían sido placenteros, ligeros, pero siempre, sin excepción, los había olvidado de manera inmediata.

Aunque no había duda de que sentía un enorme placer en compañía de Alexandra, no había nada ligero en sus sentimientos. No, esto era… intenso, vivido, como si todo a su alrededor tuviese una definición más fuerte, los colores fuesen más brillantes y relucientes, haciendo que su vida anterior pareciese haber sido solo en tonos grises. Y en cuanto a la posibilidad de olvidarla de manera inmediata…

De sus labios escapó un áspero gruñido. En el fondo de su alma, sabía que no podría olvidarla ni aunque viviese hasta el siglo siguiente. Lo seguiría obsesionando como lo había hecho durante los últimos cuatro años, mucho antes de que hubiese conocido su nombre, y mucho menos el sabor de sus besos o la sensación de sus brazos rodeándolo.

La presencia de Alexandra le estaba impidiendo cumplir con el objetivo por el que había ido a Londres, pero le resultaba imposible buscar una prometida cuando lo único que podía hacer era pensar en ella, una mujer que, dado la responsabilidad de su título, no podía ser su esposa.

Pero podrías convertirla en tu amante, le susurró una voz interior.

Su conciencia, su honor y su integridad protestaron inmediatamente ante la idea de una aventura adúltera. No deshonraría los votos matrimoniales una vez pronunciados.

Pero todavía no estás casado, le recordó astutamente su voz interior.

Abrió los ojos e irguió la cabeza, mirando fijamente el guante de encaje que sostenía en la mano. No, todavía no estaba casado, ni siquiera estaba comprometido. Podía convertirla en su amante hasta entonces. Serían discretos y se aseguraría de que estaba bien atendida, tanto Alex como la causa que ella tanto apreciaba. Después… se dirían adiós.

Su corazón se aceleró ante la expectativa. Estaba convencido. En ese momento, lo único que debía hacer era convencerla a ella.

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