Colin acercó su silla a la mesa y luego apartó a un lado el juego de té; se obligó a concentrarse en el asunto que les ocupaba y no en el delicado aroma de naranjas que acababa de percibir.
– ¿Tenemos espacio suficiente aquí?
– Sí, es perfecto.
La muchacha abrió el cordón de su bolso de redecilla y sacó una baraja envuelta en una pieza de seda de color bronce.
– ¿Quién le enseñó a echar las cartas?
– Mi madre -dijo ella, mirando la baraja que tenía en las manos.
– ¿La ve a menudo?
– No. Está muerta.
Lord Sutton percibió la pena, el dolor en sus bruscas palabras -una pena y un dolor que conocía muy bien- y no pudo refrenar la comprensión que brotó en su interior.
– Lo siento. Sé muy bien cuánto duele esa pérdida.
– Estas cartas son todo lo que me queda de ella -murmuró la joven.
Alex alzó los ojos, y sus miradas se encontraron. El hombre contuvo el aliento. Para frustración suya, la expresión de la muchacha era impenetrable, pero algo en sus ojos, algo que parecía vulnerabilidad, le llamó la atención. Lord Sutton se sintió confuso.
El silencio creció entre ellos. ¿Sentía ella aquella tensión densa y perturbadora, o solo la percibía él? La mirada de la joven se posó en sus labios. El hombre notó el impacto de aquella mirada como si fuese una caricia. Para gran irritación suya, tuvo de pronto una erección, y debió echar mano de toda su concentración para no removerse en el asiento a fin de aliviar la molestia.
Solo hacía unos cuantos años que había abandonado el espionaje, pero era evidente que había perdido facultades, entre ellas su control, y de forma inexplicable. Demonios, aquella mujer ni siquiera poseía una belleza convencional. Tampoco era una dama de su propia clase. Además, se trataba de una ladrona.
Era una ladrona cuatro años atrás, irrumpió su conciencia. La gente puede cambiar y efectivamente lo hace.
Maldijo en su fuero interno a su irritante voz interior. Bien. Cuatro años atrás era una ladrona. Lo más probable era que aún lo fuese. Eso era lo que se suponía que debía descubrir, y no que a su cuerpo desmandado la simple visión y aroma de ella le resultaban irracional e intensamente excitantes.
Lord Sutton apretó la mandíbula, y la joven parpadeó varias veces como si volviese al presente. Mientras dejaba sobre la mesa con gesto rápido la baraja envuelta en seda de color bronce, habló en tono enérgico:
– Para que pueda conectar mejor con las energías sutiles y mantener mi concentración, será preferible que nos abstengamos de más conversación innecesaria hasta que su tirada haya terminado. Su función aquí es preguntar. Mientras mezclo las cartas, quiero que piense en la pregunta que más le gustaría que respondiese.
El hombre se dio cuenta muy a su pesar de que seguía conteniendo el aliento e inspiró con fuerza.
– De acuerdo -dijo.
En la habitación en silencio solo se oía el tictac del reloj de la chimenea y el crepitar del fuego. Colin observó cómo la muchacha desenvolvía las cartas y doblaba con gesto cuidadoso la pieza de seda de color bronce. Le extrañó que no se quitase los guantes de encaje, pero decidió no preguntar en ese momento, pues sin duda ella juzgaría su pregunta como «conversación innecesaria». Dios sabía que no deseaba perturbar las «energías sutiles».
La joven cerró los ojos y respiró hondo y despacio varias veces. La mirada de lord Sutton bajó hasta detenerse en el delicado hueco de su cuello, que se hacía más profundo con cada inhalación. El pecho femenino subía y bajaba despacio, y él se encontró siguiendo el ritmo, esperando que la piel color crema situada encima del cuerpo del vestido se hinchase con la siguiente inspiración. Demonios, aquella mujer tenía un efecto muy extraño en su propia respiración.
Alzó los ojos y clavó la mirada en sus labios entreabiertos. El hombre apretó sus propios labios para reprimir la espiral de deseo que serpenteaba en su interior con creciente intensidad. Por desgracia, su esfuerzo fracasó por completo. Sobre todo cuando le asaltó el impulso abrumador de seguir el perfil de su provocativa boca con los dedos. Luego con la lengua…
Ella abrió los ojos y lo miró. Una vez más, el impacto de aquella mirada clara de color chocolate lo golpeó como un puñetazo.
– ¿Cuál es su pregunta, señor?
Él frunció el ceño.
– ¿Pregunta?
– ¿Ha decidido qué desea preguntarme?
¿Puedo besarla? ¿Tocarla? ¿Hacerle el amor…?
Lord Sutton apretó la mandíbula. Demonios. Esa clase de pregunta, no. Alguna otra pregunta. Una que no implicase los labios de ella, su propia lengua, cuerpos desnudos y fantasías ridículas e inapropiadas.
– Pues… deseo saber quién se convertirá en mi prometida.
Sí. Una pregunta perfecta. Concéntrate en otra mujer. Alguna que sea hermosa, joven, de buen ver, de noble cuna, no una ladrona.
Alex asintió. A continuación, con gesto enérgico, mezcló las cartas y cortó.
– Corte una vez -dijo mientras dejaba la baraja sobre la mesa-, con la mano izquierda.
El hombre decidió preguntarle más tarde por qué tenía que utilizar la mano izquierda. Cuando él terminó la tarea, la muchacha cogió la baraja con la mano izquierda y empezó a volver cartas.
Las cartas aparecían viejas y descoloridas, y representaban personas y cosas que a Colin le resultaban desconocidas. Al terminar, la joven contempló la tirada y se quedó inmóvil. Colin levantó los ojos. La muchacha adoptó por un momento una expresión extraña y luego frunció el ceño. El hombre resistió a duras penas el impulso de alzar la vista hacia el techo. Estaba claro que aquella mujer pretendía representar su comedia hasta el final y ofrecerle un espectáculo digno del dinero que había pagado. Aliviado ante la posibilidad de dedicar su atención a las cartas, lord Sutton se preparó para divertirse.
– ¿Ocurre algo? -preguntó tratando de hablar con seriedad, al ver que ella permanecía en silencio.
– Pues… no -respondió ella, antes de respirar despacio unas cuantas veces-. Estas representan su pasado -explicó, señalando un grupo de cartas-. Disfrutó de una infancia privilegiada y de una estrecha relación con alguien más joven que usted. Un hermano.
De nuevo Colin tuvo que reprimirse para no mirar hacia el cielo. Él mismo le había contado que tenía un hermano…
– Pero pese a esa estrecha relación -siguió-, usted se sentía… solo. Abrumado por la responsabilidad -añadió, mientras rozaba las cartas con los dedos enguantados-. Responsabilidad primero hacia su familia y su título, pero luego hacia otra cosa. Algo que significaba mucho para usted pero que causó un doloroso distanciamiento respecto a alguien a quien quería mucho. Experimentó un profundo dolor y un gran sentimiento de culpa debido a ese distanciamiento. Veo traición y mentiras. Sus acciones le avergonzaron, y aún se siente culpable debido a esas acciones.
Una sensación incómoda invadió a Colin, como si de pronto el pañuelo de cuello le apretase demasiado. Se obligó a permanecer impasible y a mantener los dedos unidos y relajados entre sus rodillas separadas. La atención de ella seguía centrada en las cartas, y sus manos indicaban el siguiente grupo.
– Estas representan su presente -susurró en tono serio-. Indican una fuerte agitación interior. Está muy perturbado… preocupado por su futuro. Estas preocupaciones pesan mucho en su mente. Su espíritu está en guerra consigo mismo, con su mente diciéndole una cosa y su instinto insistiendo en otra. Hay que tomar decisiones importantes, y sin embargo, aunque le preocupa escoger bien, también siente la necesidad de hacerlo con urgencia, de tomar estas decisiones con rapidez. Una sensación de terror le rodea, empujándole a actuar… tal vez de una forma que no desee.
Ignorando el extraño hormigueo que se deslizaba sobre su piel, Colin permaneció inmóvil, observándola con atención mientras la mirada de ella se dirigía hacia el grupo final. La joven frunció el ceño más aún y apretó los labios.
– Estas muestran su futuro inmediato -dijo por último.
Se creó un silencio entre ellos, durante el cual la muchacha pareció cada vez más trastornada. Algo en su actitud le provocó a Colin un escalofrío. Por el amor de Dios, ¿qué le ocurría?
– Dadas sus altísimas tarifas, espero que me diga cuál es antes de que me cobre un cuarto de hora más, madame -apuntó, introduciendo una forzada nota de diversión en su voz.
La joven alzó la mirada, y Colin se quedó en silencio al ver su expresión perturbada.
– Las cosas que indican las cartas… No deseo alarmarle.
Él hizo un gesto con la mano.
– No tenga miedo. Soy duro de pelar, se lo aseguro.
– Muy bien -respondió ella, visiblemente incómoda-. Veo peligro.
Colin asintió con gesto alentador.
– La mayoría de los hombres considera el matrimonio una ocupación peligrosa. ¿Qué más?
Ella sacudió la cabeza.
– Este peligro no se relaciona con el matrimonio, al menos no mucho. Es otra cosa. Algo que no está claro. Hay una mujer…
– Pero sin duda eso es una buena noticia. ¿Mi futura esposa? ¿Ha adivinado su nombre o al menos su color de pelo? ¿Es rubia o morena?
Alex sacudió de nuevo la cabeza, mirándolo a los ojos.
– No. Esta mujer no es lo que parece. Debe tener cuidado, con ella y con su propio entorno. Las cartas indican con claridad traición, engaño, enfermedad. -Su voz se convirtió en un susurro-. Muerte.
El silencio cayó sobre ellos una vez más. A Colin le invadió un irritante desasosiego que se negó a reconocer. Y su irritación le devolvió el sentido común.
– Bien hecho -dijo, asintiendo en señal de aprobación-. Debo decir que es usted muy buena. Tiene estilo de gitana y sabe crear ambiente. Yo diría que unas predicciones tan siniestras podrían ensombrecer alguna de las fiestas elegantes para las que la contratan, pero supongo que no se puede ignorar el aspecto morboso de la naturaleza humana.
Una cólera inconfundible destelló en los ojos de Alex antes de que se retirase tras la máscara que tan bien llevaba. Era el primer atisbo de verdadera emoción que mostraba, y Colin se sintió fascinado.
– Se está burlando de mí, señor -dijo ella con un atisbo en la voz de la misma cólera que Colin había detectado en sus ojos.
– Sencillamente no me tomo demasiado en serio un divertido pasatiempo. No me ha dicho nada que no haya podido averiguar conversando con cualquiera de mis amistades, o incluso directamente conmigo. Sus afirmaciones son vagas y podrían aplicarse a cualquier persona, así como a muchas situaciones. Ha investigado, lo ha adornado un poco y ha interpretado su papel de forma impecable. La aplaudo.
La joven adoptó una expresión glacial y levantó la barbilla.
– No he conversado con nadie sobre usted. No he investigado nada ni he adornado nada. Solo he interpretado lo que las propias cartas me decían.
– No pretendía ofenderla, madame. No discuto su talento para brindar un cuarto de hora de diversión. Solo afirmo que no hacía falta «conectar con las energías sutiles» para adivinar que disfruté de una infancia privilegiada. Mi posición en la sociedad ya lo indica. También mencioné que tenía un hermano.
Colin se apoyó en el respaldo y la observó con mirada firme, reprimiendo el impulso de informarla de que la mujer que «no es lo que parece» y de la que tenía que protegerse estaba sentada justo delante de él.
– En cuanto a sus demás afirmaciones, me costaría mucho nombrar a una persona que llegue a la edad adulta sin experimentar alguna forma de soledad, dolor, culpa, mentiras y traición. Gracias al Times, usted y el resto de los londinenses saben muy bien que pienso mucho en mi futuro. Mi deber hacia mi título, buscar una esposa para engendrar herederos, es justo la razón por la que estoy aquí. En cuanto a la enfermedad y la muerte, por desgracia, con el tiempo nos afectan a todos.
– Yo no hablaba de «con el tiempo», sino del futuro inmediato -dijo ella con rigidez-. No me divierto haciendo predicciones siniestras, lord Sutton. Me gustaría tener mejores noticias, pero todo en su tirada apunta a la necesidad de ser prudente, estar en guardia y cuidar su salud. Ahora. Espero que me haga caso y tenga cuidado.
– Tomo nota. Por suerte mi hermano es médico y podrá curarme en caso de que caiga víctima de una jaqueca o un dolor de estómago.
Pareció que la joven deseaba replicar, pero no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza y luego envolvió deprisa sus cartas en la pieza de seda y volvió a meterlas en su bolso de redecilla. A continuación se puso en pie y lo miró con su habitual expresión serena e impenetrable.
– Querría volver a echarle las cartas, señor, si me lo permite. Aquí, en su casa, pero en una habitación distinta, utilizando cartas distintas, para ver si su tirada es la misma.
Colin se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿Y por qué quiere hacer eso?
Hubo de reprimirse para no añadir: «Aparte de para cobrarme otra tarifa escandalosa».
– Porque quiero asegurarme de que la tirada es correcta, tener la certeza de que no me equivoco y tal vez averiguar algo más acerca del peligro que le espera.
– Yo preferiría concentrarme en descubrir la identidad de la mujer con la que estoy destinado a casarme -dijo él con sequedad-, pero desde luego concertaremos otra cita. ¿Qué le parece mañana a las tres? -añadió, escogiendo deliberadamente la misma hora que había sugerido en un principio para la entrevista de aquel día.
– Lo siento, pero ya estoy comprometida a las tres. Sin embargo, estoy disponible para las cuatro.
– Excelente. Aguardaré con impaciencia. Como le he dicho, siempre estoy dispuesto a entretenerme con divertidos pasatiempos.
Sin dejar de mirarla a los ojos, Colin dio la vuelta a la mesa para situarse delante de ella. Solo les separaba la distancia de un brazo, y el hombre no podía apartar la vista de ella. La textura cremosa de su piel parecía tan suave que Colin hubo de cerrar los puños para no alargar la mano y rozarle la mejilla con los dedos.
El resplandor del fuego arrancaba sutiles reflejos del brillante cabello de la joven, y Colin anheló retirar las horquillas de su pulcro moño y pasar los dedos por las lustrosas trenzas.
Cuando se dio cuenta, para su pesar, de que volvía a contener el aliento, inspiró con fuerza. El sutil aroma de naranjas llenaba su mente, mezclado con algo más que olía como el azúcar. Le costó reprimir un gemido. Demonios, ¿cómo podía oler una mujer como el azúcar? Al instante se imaginó inclinándose para rozar con la lengua su airoso cuello para comprobar si sabía tan dulce como olía. Su pulso se aceleró ante la idea. Aunque le doliese reconocerlo, estaba claro que deseaba a aquella mujer. Y mucho.
Sin embargo, más le dolía darse cuenta de que ella no parecía experimentar ese mismo deseo. La muchacha lo miró con la tranquila expresión de aquellos grandes ojos de color chocolate. ¿Cómo podía parecer tan serena cuando él se sentía tan… poco sereno?
Irritado consigo mismo y decidido a equilibrar la situación, Colin tomó la mano de ella y la levantó.
– Estoy especialmente dispuesto a entretenerme con cualquier pasatiempo que incluya la compañía de una mujer hermosa.
Mirándola a los ojos, besó con suavidad las puntas de sus dedos enguantados y luego, como la noche anterior, volvió la mano de ella y apretó los labios contra la piel clara y sedosa del interior de la muñeca.
La muchacha abrió mucho los ojos, y sus labios se separaron con una rápida inspiración. Un rubor seductor cubrió sus mejillas. Alex bajó la mirada hasta el punto en que la boca de él se apoyaba contra su piel perfumada y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
Colin se sintió invadido por una satisfacción sombría. Entonces… no era solo él. Ella también sentía aquel calor que crepitaba entre ellos. Ahora la única pregunta que quedaba era qué iban a hacer.
Llamaron a la puerta. Alex retiró la mano con un gemido, y Colin maldijo en silencio la interrupción. Diablos, la joven estaba ruborizada y excitada, y apenas la había tocado.
– Entre -ordenó, sin dejar de mirarla.
Su propia voz le sonó áspera y se aclaró la garganta mientras se abría la puerta. Entró Ellis llevando una bandeja de plata. El sirviente, habitualmente impasible, tenía el ceño fruncido.
– Acaba de llegar este mensaje de lord Wexhall. Su mensajero ha dicho que era urgente y que esperaría su respuesta.
¿Urgente? Durante su servicio a la Corona, Colin rendía cuentas a Wexhall y sabía que «urgente» no era una palabra que el hombre utilizase con ligereza. Un escalofrío recorrió su espalda. La llegada de Nathan y Victoria estaba prevista para el día siguiente. ¿Les habría ocurrido algún accidente?
Con los nervios en el estómago, rompió el sello, desdobló el grueso papel vitela y leyó deprisa la breve nota.
– El doctor Nathan y lady Victoria -dijo Ellis-. ¿Están…?
– Están bien, Ellis -dijo Colin.
El hombre dejó caer los hombros con el mismo alivio que sintió Colin al saber que su hermano y su cuñada no eran el objeto de aquella misiva urgente.
Lord Sutton devolvió su atención a madame Larchmont, cuya inescrutable máscara volvía a estar en su sitio.
– Por desgracia -dijo Colin-, no puede decirse lo mismo de lord Malloran ni de uno de sus lacayos, un joven llamado William Walters. Esta mañana los han descubierto muertos en el estudio de lord Malloran.