Capítulo 8

Morenas de Inglaterra, ¡alégrense! En la fiesta de lord y lady Newtrebble, la popular y siempre acertada madame Larchmont le echó las cartas a cierto vizconde que busca esposa, y la tarotista predijo que la mujer destinada para ese buen partido que es lord Sutton será una belleza de cabello oscuro. Una terrible decepción para las bellezas rubias de esta temporada, pero está claro que tendrán que poner sus ojos en otra parte. Ahora queda una pregunta en el aire: ¿Quién es esa dama morena con la que se casará lord Sutton?


De la página de sociedad del London Times.


La joven caminaba despacio hacia él. El ruido de sus pisadas quedaba amortiguado por la gruesa alfombra Axminster de su dormitorio, y sus caderas oscilaban con un ritmo sinuoso que aceleraba la respiración de él y lo paralizaba. La expresión de la muchacha ya no era impasible, y su intención resultaba inconfundible. Unos ojos oscuros del color del chocolate fundido brillaban con una luz maliciosamente sensual, y una media sonrisa de sirena curvaba las comisuras de sus gruesos labios. Su fina bata de color aguamarina flotaba alrededor de ella como una columna de seda de delicado brillo ribeteada con encaje marfil que a cada paso ofrecía burlones atisbos de las curvas voluptuosas que se hallaban debajo. El cabello le caía sobre los hombros y por la espalda hasta la cintura como una brillante cascada de espesos y brillantes rizos oscuros.

La muchacha se detuvo cuando les separaba una distancia inferior a la longitud de un brazo. Alargó las manos y las apoyó en el pecho desnudo de él, arrancándole un suave gemido de placer.

– Alexandra…

Colin trató de alcanzarla, pero le pareció que tenía un peso encima y no podía moverse. Con una seductora sonrisa, la joven se puso de puntillas, levantó el rostro y…

Le lamió la mejilla.

Frustrado, intentó moverse una vez más, desesperado por tocarla y besarla, pero unas manos invisibles le inmovilizaban los hombros. Ella le recompensó con otro húmedo lametón en la mejilla. Estaba claro que necesitaba unas cuantas lecciones sobre el arte de besar. Colin tenía toda la cara mojada y, por Dios, también pegajosa…

Con un gemido, abrió los ojos, y se encontró mirando un negro hocico fofo y unos ojos de color marrón oscuro muy abiertos.

– ¿Qué demonios…?

Sus palabras se vieron interrumpidas por el golpe de una gran lengua canina húmeda contra su barbilla.

– ¡Maldita sea!

Colin hizo una mueca de asco y trató de levantar el brazo para secarse la cara, pero el peso del monstruoso perro tumbado sobre su pecho lo inmovilizaba. Unas patas del tamaño de bandejas clavaban sus hombros en la cama.

De repente cayó en la cuenta y entornó los párpados. A continuación movió la cabeza sobre la almohada para evitar otro entusiasta beso perruno. A cambio, le arrojaron una lluvia caliente de aliento canino, seguido de un profundo y áspero ladrido.

– C. B. -murmuró, dedicándole una mirada enojada al enorme mastín de Nathan-. ¿Cómo puñetas has llegado aquí?

– Ha entrado conmigo -sonó la voz profunda y familiar de Nathan, cerca de la ventana-. Por si no te has dado cuenta, está exultante de alegría por verte.

Colin volvió la cabeza -la única parte de su cuerpo que podía mover- y parpadeó ante la brillante luz del sol que entraba a raudales por la ventana.

La oleada inicial de felicidad al ver a su hermano quedó muy restringida por la carga que le aplastaba los pulmones y le clavaba al colchón.

– Por si no te has dado cuenta -masculló entre dientes-, esta bestia pesa al menos un quintal.

Sus palabras se vieron recompensadas con otro golpe de lengua canina contra el cuello. Colin volvió a dedicarle a C. B. una mirada de cólera.

– ¡Para!

C. B. le miró con gesto de reproche y luego pareció sonreírle.

– Un poco más de un quintal -dijo Nathan.

Otro beso perruno mojó el mentón de Colin.

– ¡Que el diablo se lo lleve! ¡Para!

Con un fuerte empujón, consiguió salir de debajo del aplastante peso del perro y sentarse. A continuación transfirió su cólera a su hermano.

– Su aliento no huele precisamente a flores, ¿sabes? ¿Qué le das de comer?

– Su último tentempié ha sido esa bota -dijo Nathan, indicando el escritorio con un gesto de la cabeza.

Colin siguió la mirada de su hermano y apretó la mandíbula al ver el cuero destrozado.

– Esas eran mi par favorito.

– No te preocupes, solo ha mordisqueado una de ellas.

– ¡Qué puñetera suerte!

– Como recordarás, C. B. significa «Come Botas».

– No es probable que lo olvide, viendo el recuerdo que dejó la última vez en mis botas nuevas.

Nathan se apartó del alféizar de la ventana, donde tenía apoyadas las caderas, y se acercó a la cama.

– Ya era hora de que despertases. Te decía en mi carta que tenía previsto llegar hoy y llevo media hora esperando.

– ¿No se te ha ocurrido esperar en el salón?

– ¡Madre mía, había olvidado lo gruñón que te pones cuando te acabas de despertar!

– No soy gruñón. Es que estoy… sorprendido. Y cubierto de baba de perro que huele a bota -dijo mientras se pasaba los dedos por el pelo-. ¿Qué hora es?

– Casi las dos. Uno se pregunta qué estuviste haciendo anoche para agotarte tanto -dijo Nathan con una sonrisa-. ¿No estás contento de verme?

Colin trató de mantener su gesto ceñudo, pero no lo consiguió del todo.

– Sí que me alegro. Simplemente habría estado más contento de verte dentro de una hora, cuando estuviese despierto, con la mente despejada y vestido.

Después de coger su batín de seda de los pies de la cama -evitando por poco otro golpe de la lengua de C. B. -se puso la prenda, se ató el cordón y se levantó.

– Me alegro de verte, hermano.

Nathan estrechó su mano, y durante unos segundos Colin miró a su hermano a los ojos mientras lo invadía una emoción incontenible. A pesar de sus intereses diferentes, habían crecido muy unidos, un vínculo que se hizo aún más fuerte cuando asumieron el peligroso deber de espiar a los franceses para la Corona. O que se hizo más fuerte hasta que Colin cometió un terrible error y estuvo a punto de perder a Nathan.

El mismo sentimiento de culpa y remordimiento que experimentaba Colin cada vez que pensaba en ello lo asaltó de nuevo, seguido primero de un impulso de gratitud, pues Nathan le había perdonado que creyese que había traicionado a su país, y a continuación de la vergüenza que seguía sintiendo porque Nathan nunca dudó de él, ni siquiera cuando tuvo buenas razones para hacerlo. No, a diferencia de él, cuando su honradez se puso en duda, la confianza de Nathan en él fue absoluta. Inquebrantable. Incondicional.

Colin siempre se consideró un hombre inteligente. Un hombre de honor, íntegro y leal. Pero aquella noche horrible cuatro años atrás, la noche en que le dispararon, fueron puestas a prueba esas cualidades de las que tanto se enorgullecía, y fracasó en todas ellas. Nueve meses atrás, Nathan regresó a Cornualles por primera vez desde aquella noche, dándole a Colin la oportunidad de reparar su quebrada relación. Aunque Colin subsanó su error y ambos resolvieron sus desavenencias, una parte de él seguía sintiendo que no había hecho lo suficiente, que no merecía el perdón de su hermano. Una cosa era segura: no tenía intención de repetir jamás aquel error.

Ambos se movieron a la vez para abrazarse y darse unas palmadas en la espalda. Colin parpadeó varías veces para limpiar sus ojos de la inexplicable humedad que se reunía allí. Por el amor de Dios, tenía que informar a Ellis de que su dormitorio necesitaba ventilarse. Demonios, apenas podía tragar con todo aquel polvo en la garganta.

Cuando se separaron, Colin observó a su hermano -que parecía igual de afectado por el polvo- durante varios segundos. Luego se aclaró la garganta y, en un intento de aligerar el aire henchido de emoción, sonrió.

– Cualquiera diría que me has echado de menos.

En un abrir y cerrar de ojos regresó la vieja camaradería entre ellos, como si solo hubiesen transcurrido siete minutos y no siete meses desde la última vez que se vieron.

Nathan se encogió de hombros.

– Puede que un poco.

– Se te ve feliz -dijo Colin.

– Lo soy, y toda la culpa es de Victoria.

– Es evidente que te sienta bien la vida de casado.

Los ojos de Nathan mostraron una expresión que Colin solo pudo calificar de embobada. Sintió una mezcla de felicidad y envidia hacia su hermano que le produjo un nudo en el estómago.

– Muy bien -convino Nathan, mientras dedicaba a Colin una mirada de evaluación que hizo que este se sintiese como uno de los pacientes de su hermano-. En cambio, tú pareces… cansado.

– Vaya, gracias -dijo en tono seco-. Tal vez porque dormía a pierna suelta hace solo medio minuto.

Un aroma familiar llamó su atención, y Colin husmeó el aire mientras su estómago rugía en respuesta. Miró la mesa ovalada de cerezo situada junto a la ventana, donde había estado Nathan, y observó la taza y el plato de porcelana.

– Te he traído una taza de chocolate y un plato de galletas -dijo Nathan, siguiendo su mirada.

Colin se acercó a la mesa y miró el interior de la taza, que solo contenía los posos de una bebida oscura, y luego la media docena de migas que salpicaban el plato azul marino de porcelana de Sèvres. Diablos. Algunas cosas nunca cambiaban entre hermanos.

– Eso veo. Te daría las gracias si hubieras conseguido guardarme un poco.

– Habrías podido tenerlo todo de haber estado despierto -dijo Nathan con una sonrisa nada arrepentida, antes de coger entre los dedos una de las pequeñas migas y metérsela en la boca-. No olvides ese famoso refrán que nos enseñó la cocinera cuando éramos niños: Oveja que duerme bocado que pierde.

– Eso parece -murmuró Colin en tono sombrío-. Eso me hace esperar con ilusión la próxima vez que eches una siesta. Te sugiero que duermas con un ojo abierto.

Nathan murmuró algo que no sonó muy halagador.

– Como no dabas señales de despertarte, y el chocolate se estaba enfriando, me he sentido en la obligación de asegurarme que el duro trabajo de la cocinera no cayese en saco roto -dijo-. Ya sabes lo responsable que soy.

– Sí, para ti todo son obligaciones.

– Y, por supuesto, no se puede disfrutar como es debido del chocolate sin mojar galletas, que, por cierto, acababan de salir del horno. -Nathan se pasó la mano por el estómago-. Estaban deliciosas de verdad. Quería guardarte la última, pero te alegrará saber que se la he dado a C. B.

– ¿Y por qué debería alegrarme saber eso?

– Porque las galletas son lo único que le ha impedido mordisquear tu otra bota.

– Excelente, porque una sola bota sin mordisquear me resulta muy útil. ¿Cómo es que no se te ocurrió darle la galleta antes de que se comiese la primera bota?

– Estaba ocupado.

– ¿Ah, sí? ¿Qué hacías, aparte de beberte mi chocolate y comerte mis galletas?

– Escucharte -dijo Nathan sonriendo-. ¿Quién es Alexandra?

Colin se tensó por dentro, pero después de unos años de práctica no le resultaba difícil mantener una expresión impasible.

– No tengo ni idea.

Y era cierto. En realidad no sabía quién era. Todavía.

Nathan enarcó una ceja.

– Seguro que sí, porque te ha inspirado un gemido muy lujurioso. Alexaaandraaa -susurró con voz de falsete, parpadeando y llevándose las manos al pecho en un gesto dramático.

Dios, ¿de verdad creyó haber echado de menos a aquel hermano menor tan irritante?

– Estoy seguro de que solo estaba roncando -dijo en tono glacial-, o tal vez el ruido procediese de tu perro, que estaba destrozando mi bota.

C. B. resopló desde la cama, sobre cuya colcha se hallaba reclinado en toda su enorme gloria canina. Relamiéndose, miró a Colin a los ojos, y este hubo de reprimir una sonrisa. Luego suspiró. Aquel perro era un peligro para los zapatos, Pero no se podía negar que era un encanto. Aunque nunca lo reconocería ante Nathan. Ni hablar. Si lo hiciese, le encajaría una docena de cachorros mordedores de botas.

– No, eras tú -insistió Nathan-. Puede que no roncases, pero desde luego estabas muerto para el mundo. ¿Te acostaste tarde?

– Lo cierto es que sí.

– ¿Por Alexandra?

Una imagen de ella excitada y recién besada atravesó su mente, dejando un rastro de calor a su paso.

– No sé de qué hablas -dijo mientras se acercaba a grandes zancadas a su lavabo para eliminar el saludo de C. B. y escapar a las dotes de observación de Nathan-. ¿Dónde está Victoria? -preguntó, cogiendo la toalla del toallero de latón y mirando la puerta con intención-. Seguro que tu esposa echa de menos tu compañía, y también la de tu perro.

– En absoluto -dijo Nathan en tono despreocupado, ignorando la indirecta-. Victoria ha ido de compras a Bond Street con su padre a remolque, mientras sacan brillo a su casa en preparación de la fiesta que va a organizar. Tal como mencionaba en mi nota, Victoria tiene previsto ayudarle, hacer de anfitriona. A estas horas deben de haber visitado todas y cada una de las sombrererías y joyerías de Bond Street -añadió, estremeciéndose con una mueca-. Mejor él que yo. Incluso ver cómo roncas es preferible a ir de tiendas. Y ahora que por fin estás despierto, ardo en deseos de averiguar qué ha precipitado ese repentino deseo de tener esposa, una búsqueda, por cierto, en la que Victoria está decidida a ayudar.

Colin se encogió de hombros.

– Yo no lo llamaría repentino. Llevo toda la vida sabiendo que es mi obligación casarme y engendrar a un heredero. Pensaba que tú te alegrarías más que nadie de que por fin me ponga manos a la obra.

– Y así es. Ya es hora de que decidas sentar la cabeza y engendrar a esos herederos que garanticen que el puñetero título no recaiga sobre mí en caso de que estires la pata antes de tiempo.

Sí, y por desgracia eso me dice el instinto que pasara, pensó Colin. Nathan bromeaba, por supuesto, pero sin querer había puesto el dedo en la llaga, algo para lo que poseía mucha habilidad. Colin consideró por un instante la posibilidad de sincerarse con Nathan, pero descartó la idea porque no le pareció un buen momento. Aunque tenía toda la intención de comentar sus preocupaciones con Nathan -que comprendería mejor que nadie la necesidad de escuchar a la intuición-, aquel no era el momento ni el lugar, sobre todo porque había dormido demasiado y ahora tenía prisa.

– Supongo que siento curiosidad por saber qué te ha empujado por fin a mover el trasero -dijo Nathan-. ¿Por qué ahora?

– ¿Y por qué no?

– Respondes una pregunta con otra pregunta.

– Uno de tus propios hábitos molestos, si mal no recuerdo.

– Además, tratas de cambiar de tema. Así que volveré a preguntártelo: ¿Por qué ahora? -Nathan lo miró a los ojos-. ¿Estás bien?

Colin se pasó una mano por el pelo con gesto impaciente.

– Estoy perfectamente. Mi decisión ha sido impulsada en parte por ti.

– ¿Por mí?

– Sí. Por ti y por nuestro padre, ambos disfrutando de la felicidad marital. Eso ha hecho que me diese cuenta de que voy siendo mayor y ya es hora de cumplir con mi deber.

– Entiendo. Entonces ¿has escogido ya a tu prometida?

– Imposible. Llegué a Londres hace solo unos días.

– Tiempo más que suficiente para reducir al menos la lista de candidatas a un número manejable. ¿Alguna dama en particular que destaque en tu mente?

Otra imagen de ojos de color chocolate y brillante cabello oscuro surgió en su mente.

– Hay varias posibles candidatas -dijo en tono vago-. Por la noche tendré más oportunidades, porque asistiré a la fiesta de lord y lady Ralstrom.

– Victoria y yo también.

– Debes de estar deseándolo, ¿no es así? -preguntó Colin en tono irónico, sabiendo lo mucho que Nathan detestaba los actos sociales.

– En condiciones normales preferiría que unos patos me matasen a mordiscos, pero reconozco que estoy deseando ver cómo te las arreglas con las candidatas.

– Hablando de patos, ¿cómo están los tuyos?

– Muy contentos, gracias por preguntar.

– No estarán aquí, ¿verdad?

Nathan adoptó un aire inocente, algo que al instante despertó las sospechas de Colin.

– Claro que no -respondió en tono ofendido.

– Gracias a Dios.

– Me alegro de que no te hayan oído decir eso. Te quieren mucho, ¿sabes? Eres su tío.

– Yo no soy tío de esos patos. Ni de tu cabra comedora de botones, ni del cerdo o cordero o los demás bichos que hayas adquirido desde la última vez que te vi. Enséñame un niño, y me alegraré de adoptar el título de tío.

– Estamos en ello.

– Sí, ya me lo imagino -dijo, con un suspiro exagerado-. ¿Sabes?, si no te hubieses casado con lady Victoria, habría podido hacerlo yo y ahorrarme toda esta infernal caza de novias.

Nathan hizo una mueca.

– Yo le gusté más. Piensa que soy muy listo e insuperablemente guapo.

– La pobre muchacha debe de haber llevado una vida muy aislada, y está claro que necesita gafas. Pero, de todos modos, es encantadora. Lo menos que podía haber hecho es tener una hermana.

– Creo que hay una prima lejana en Yorkshire que no es demasiado mayor y tiene casi todos los dientes. ¿Quieres que te la presente?

– Hay setos espinosos dos pisos más abajo, justo debajo de esa ventana que tienes detrás. ¿Quieres que te los presente?

Nathan se echó a reír y le dio una palmada en el hombro.

– No tengas miedo, tu hermano está aquí. Me tomaré como una misión personal la obligación de ayudarte a encontrar a la novia perfecta.

– Que el Señor me coja confesado.

– No es necesario pedir ayuda del cielo mientras yo esté aquí. No te preocupes, tengo mucha experiencia en estos asuntos.

– ¿De verdad? No recuerdo que buscases esposa cuando apareció Victoria.

– Y sin embargo la encontré. ¿Ves lo bueno que soy?

– No podrías encontrar tu propio trasero con ambas manos y la ventaja de un mapa detallado. Ya encontraré yo a mi propia esposa, muchas gracias.

Nathan asintió despacio antes de dar un paso atrás y cruzar los brazos.

– Como es evidente que no deseas hablar de la búsqueda de tu prometida ni de la misteriosa Alexandra a la que afirmas no conocer, ¿por qué no me dices qué te preocupa?

Demonios, estaba perdiendo facultades si resultaba tan fácil adivinar sus pensamientos. Se dirigió al armario y sacó de un tirón una camisa limpia.

– Me molesta haber dormido mucho más de lo que tenía previsto, y ahora llego tarde a una cita.

– No te preocupes. Estoy seguro de que nadie más que yo, que te conozco tan bien, adivinaría que te inquieta algo. ¿Qué es?

Colin se volvió, y sus miradas se encontraron. La de Nathan se llenó de inconfundible preocupación.

– Deja que te ayude -dijo Nathan en voz baja.

Colin se sintió abrumado por el sentimiento de culpa. Aquella oferta tan simple le llegaba al corazón. Nathan le ofrecía libremente lo que él le negó cuatro años atrás, es decir, ayuda sin preguntas. Porque creía en él. Resultaba irónico y humillante, porque Colin no le hizo una oferta similar cuatro años atrás.

– Agradezco la oferta -dijo, antes de aclararse la garganta para librar a su voz de su extraño timbre áspero-. Y querría comentar una cosa contigo…

– Me parece que viene un «pero».

– Pero… por desgracia tengo una cita para la que he de prepararme ya.

– ¿Por qué no cenas con nosotros esta noche?

– De acuerdo; sin embargo, preferiría no comentar esto en casa de Wexhall. Ven a desayunar mañana y te lo contaré todo.

Nathan lo observó durante varios segundos más antes de volver a hablar.

– ¿Lo que te preocupa tiene algo que ver con la muerte de Malloran y de su lacayo?

La verdad, espero que no, pensó Colin.

– ¿Te lo ha contado Wexhall?

– Sí, pero aunque no lo hubiese hecho es el principal tema de conversación vayas a donde vayas. ¿Te inquietan esas muertes?

– Me parecen… sorprendentes. Espero saber más cuando hablemos mañana. Entonces te lo contaré todo.

Aunque era evidente que Nathan deseaba hacerle más preguntas, se limitó a asentir.

– Muy bien. Vendré a desayunar mañana por la mañana. Procura estar despierto.

– Procura guardarme unas pocas galletas y algo de chocolate. Mientras tanto, nos veremos esta noche en la cena.

– De acuerdo.

Nathan silbó para llamar a C. B., que había oído la palabra «galleta» y, creyendo que había una golosina en su futuro inmediato, saltó de la cama para trotar detrás de su amo. En cuanto se cerró la puerta tras ellos, Colin se vistió a toda prisa. Tenía que averiguar mucho más sobre madame Alexandra Larchmont y no disponía de demasiado tiempo para hacerlo antes de que ella llegase. El corazón se le aceleró al pensar en volver a verla. Volver a tocarla.

Volver a besarla.

Pero, antes de que eso sucediera, tenían que hablar. Desde luego, ella tenía que explicarle algunas cosas. Y Colin se ocuparía de que no se marchase de allí aquel día hasta haberlo hecho.


Sentada en el salón ricamente decorado de Logan Jennsen, Alex observó las cartas extendidas sobre la mesa y levantó la mirada para tropezar con sus intensos ojos oscuros, que la contemplaban con una expresión inconfundible. A diferencia de la mirada Colin, no había nada misterioso ni inescrutable en la de aquel hombre. El deseo brillaba en ella con toda claridad.

– ¿Qué futuro indican mis cartas, madame? -preguntó, inclinándose hacia delante.

La joven inspiró hondo y percibió el agradable aroma de su jabón de afeitar.

– Continúo viendo un deseo de tomar represalias, una profunda necesidad de terminar con injusticias cometidas contra usted. Una necesidad de demostrar su valía. De demostrarle a la gente, a una persona de su pasado en particular, que es una fuerza con la que hay que contar. Veo más riqueza en su futuro, pero también mucho dolor. Y profunda soledad.

– Entiendo. Dígame, ¿cree que hay una oportunidad de que pueda cambiar mi futuro, de hacer algo que evite esa profunda soledad que me predice?

– Estoy segura de que, si quiere compañía, solo tiene que decirlo y estará rodeado de gente.

– Es cierto, pero estoy más interesado en la calidad que en la cantidad. Por ejemplo, prefiero pasar el tiempo con una mujer que me interese que con una docena que me aburran. Usted me interesa, madame -dijo en voz baja, mirándola a los ojos.

Antes de que ella pudiese responder, el hombre alargó el brazo y le rozó la mejilla con la punta de un dedo. Su contacto era cálido y dulce y, aunque inesperado, nada desagradable.

– Señor Jennsen…

– Logan.

– Me siento muy halagada -dijo la joven con sinceridad-. Pero…

– Nada de peros -dijo él, sacudiendo la cabeza-. Solo quiero que sepa que la encuentro… reconfortante. Mucho más que esas perlas de la alta sociedad que me rodean. No se da importancia. Provengo de una cuna muy pobre y me siento mucho más atraído por alguien como usted, que no mira por encima del hombro ni lo recibe todo de manos de un mayordomo.

– Apenas me conoce.

– Y usted apenas me conoce a mí, algo que me encantaría rectificar.

– Algunas de esas perlas de la alta sociedad son muy agradables.

El hombre se encogió de hombros.

– Tal vez, pero yo sigo queriendo conocerla mejor.

– Logan -dijo la muchacha en voz baja-, estoy casada.

Él entornó los párpados.

– ¿De verdad? Tengo cierta experiencia con las mujeres, y usted no tiene aspecto de mujer casada.

El corazón de Alex dio un vuelco mientras la joven luchaba por mantenerse impasible.

– ¿Cómo dice?

El hombre se inclinó hacia delante, inmovilizándola con su poderosa mirada.

– Creo que utiliza «madame» para aumentar su credibilidad al echar las cartas, y porque le proporciona unas libertades que no tendría como mujer soltera, entre ellas la de venir a mi casa sin compañía, así como una barrera entre usted y los admiradores no deseados. Admiro su ingenio. Es justo lo que yo haría en su situación.

Alex, perpleja, consiguió sostenerle la mirada mientras buscaba la mejor forma de responder a su acusación. Sin embargo, antes de que pudiese decidir, el hombre continuó hablando.

– También sospecho que no está casada porque no puedo imaginar que un hombre tenga la suerte de ser su marido y sin embargo permita que otro hombre la lleve a casa al terminar las fiestas a las que asiste. Si fuese mía, puede estar segura de que la acompañaría a casa yo mismo y no dejaría la tarea en manos de lord Sutton ni de nadie más.

La muchacha sintió mariposas en el estómago al oír que aquel hombre mencionaba a lord Sutton, una reacción que ocultó enarcando una ceja.

– Es posible que no todos los hombres sean tan posesivos como usted.

– Cuando se trata de su mujer, todos los hombres son posesivos. Por supuesto, siempre que la relación no sea insatisfactoria o infeliz. Entonces, madame, ¿estoy en lo cierto? Permítame asegurarle que, si confirma mis sospechas, no se lo contaré a nadie.

Una parte de sí le advirtió que reconocer la verdad era muy poco sensato, que una vez que se contaba un secreto dejaba de ser un secreto. Además, contárselo solo serviría para alentar sus atenciones. Y ella no quería eso.

¿O sí?

Las atenciones de un hombre riquísimo, guapísimo e inteligente, susurró su voz interior, incrédula. ¿Estás loca? ¿Qué mujer no querría la atención de un hombre así?

Sin embargo, ¿cómo podía arriesgarse?

– Tenga en cuenta -dijo él, al ver que la joven seguía dudando. -que le permitiré decidir hasta dónde llega nuestra relación. Y no olvide que yo no tengo ni un gran deseo de seguir siendo soltero ni un título arrogante que deba proteger de cualquiera que no pertenezca a los escalones más altos de la sociedad inglesa -añadió, tomándola de la mano-. Como mínimo, me gustaría ofrecerle mi amistad y contar con la suya a cambio.

Una imagen de lord Sutton surgió en su mente… un hombre que nunca jamás podría ser suyo. Logan Jennsen no solo era muy atractivo, sino que estaba disponible. Y tal vez era justo lo que necesitaba para ayudarla a olvidar a lord Sutton.

– No sé qué decir. Me siento… intrigada.

El hombre sonrió a medias.

– Y espero que tentada.

Incapaz de negarlo, Alex asintió. Luego llegó a un compromiso con su conciencia.

– Lo estoy. Lo suficiente para reconocer que no se me ocurre nadie que pueda poner objeciones a mi amistad con usted.

Él sonrió complacido.

– No reconoce que no está casada, pero aun así es la mejor noticia que he oído en mucho tiempo -respondió con mirada cálida, antes de besarle las puntas de los dedos-. La amistad es un excelente punto de partida.


Al llegar a casa después de su extraordinario encuentro con Logan, Alex cerró la puerta, y luego, con el corazón desbocado, atisbo por la ventana hacia la calle. No podía evitar la sensación de que alguien la observaba, aunque nada parecía ir mal.

La joven se apartó de la ventana, se quitó la capa y el gorro, y a continuación se puso a caminar de un lado a otro. Quería concentrarse en Logan, un hombre que la quería y era libre de hacerlo, pero su mente obstinada no dejaba de volver a lord Sutton y al extraordinario beso que habían compartido.

Nada en su experiencia la había preparado para él ni para aquel beso arrollador. Todo lo que sabía de lo que ocurría entre mujeres y hombres lo había observado en las calles de Londres. Citas secretas en callejones, caracterizadas por gruñidos animalescos y sonidos ásperos, manos inquietas y lenguaje grosero. Era imposible escapar a aquellas visiones y sonidos, que habían impreso en ella la certeza de que, pese a su curiosidad natural y a los anhelos susurrados de su propio cuerpo, el acto en sí -y todo lo que conducía a él- no era nada en lo que quisiera participar.

Pero aquellos breves e intensos minutos en sus brazos la habían dejado aturdida y encantada, aunque confusa. Lo que sintió en nada se parecía a los actos procaces y realizados a toda prisa que había presenciado. Con aquel único beso, el hombre había abierto puertas que Alex no sabía que estuviesen cerradas. La joven había saboreado y tocado. Y ahora quería más.

¿Por qué, si debía albergar tales sentimientos, tales anhelos, no podían dirigirse hacia alguien que no perteneciese a una clase social tan superior a la de ella que lo situase por completo fuera de su alcance? Alguien que no buscase esposa, una dama elegante de impecable cuna. Una mujer que nunca podría ser ella.

Por su propia paz de espíritu debía evitar verlo, mantenerse alejada de él, no acercarse a una tentación que no estaba segura de poder resistir. Concentrarse en otra persona, como Logan Jennsen. Pero ¿cómo hacerlo, si lord Sutton ocupaba toda su mente?

Por desgracia, evitarlo era imposible, al menos de momento. Alex no podía renunciar a los ingresos que le proporcionaría su trabajo en las fiestas a las que sin duda asistiría él mientras buscaba a su esposa. Necesitaba demasiado el dinero. Emma y ella tenían planes para Robbie y todos los demás niños, cuyas vidas eran tan miserables como lo fue la de ella. Quería y necesitaba ayudarlos, y no podía tirar por la borda todo lo que había conseguido a base de trabajo, todo lo que por fin estaba a su alcance, porque se había encaprichado de un hombre que al cabo de una semana no recordaría su nombre.

Por supuesto, Logan Jennsen era un hombre rico…

Deshecho la idea antes de que pudiese arraigar. Demonios, perseguir a un hombre por su dinero no era mejor que robar, y ella ya no era una ladrona. Y tampoco estaba en venta. Alex no dudaba que, si obtenía fondos de Logan para su causa, el hombre esperaría un pago, de una clase que ella no estaba dispuesta a dar. No, ganaría su dinero echando las cartas y conservaría su alma y su dignidad en el proceso.

Pero por lo que se refería a lord Sutton… estaba también la cuestión del peligro que había visto en sus cartas. No podía darle la espalda a aquello sin tratar de determinar si estaba en lo cierto. Si la tirada de ese día no indicaba el peligro y traición que había visto, evitaría más tentaciones y no programaría más tiradas privadas con él, por más dinero que se ofreciese a pagar. Pero, si las tiradas eran las mismas, debía tratar de ayudarlo; intentar averiguar quién lo amenazaba, dónde y cuándo. Si no lo hacía, no podría vivir consigo misma.

Con un poco de suerte, la tirada de ese día no mostraría nada que no fuese un brillante y radiante futuro, con una esposa encantadora y un montón de niños. Entonces podría alejarse y olvidar que lo había conocido. Volver a dedicar sus energías a construir un futuro para los ángeles perdidos y destrozados de las calles sórdidas de Londres. Dejar que lord Sutton la besara había sido un error, un desvarío. No volvería a pensar en ello, y desde luego no se repetiría.

Llena de determinación, consultó la hora. Al ver que eran más de las dos, se despabiló. Antes de salir a vender sus naranjas, Emma ya había llenado la mochila que Alex debía entregar. Tras ponerse los guantes, Alex se disponía a coger la mochila cuando oyó el familiar chirrido ahogado de la trampilla que se abría. Cruzó la habitación, apartó la cortina y vio cómo Robbie entraba en el cuarto. La joven se sintió aliviada. El niño no había dormido allí la noche anterior y, aunque no acudía todas las noches, aun así estaba preocupada.

Después de cerrar la trampilla, el chico la miró con seriedad.

– Hola, señorita Alex -dijo.

Alex vio que le temblaba el labio inferior. Luego, el niño cruzó la habitación corriendo y le echó los brazos a la cintura, enterrando el rostro en su falda.

Ella lo abrazó con fuerza y a continuación se agachó para poder mirarlo a los ojos.

– ¿Estás bien, Robbie? -preguntó mientras su mirada recorría el cuerpo del niño, temerosa de oír su respuesta.

Sus cardenales habían adquirido un apagado tono verde amarillento, y Alex no vio muestras de otros nuevos. Gracias a Dios.

El niño se limpió la nariz con la manga y asintió.

– ¿Están bien la señorita Emmie y usted?

– Claro que sí. Solo estábamos preocupadas por ti -respondió ella, apartándole un mechón de pelo de la frente y brindándole una sonrisa que confió en que ocultase el dolor que el niño siempre le inspiraba-. Anoche te echamos de menos, Robbie.

– Traté de venir, pero no pude.

Alex apretó la mandíbula. Sabía lo que eso significaba. Su padre no estaba lo bastante borracho para desmayarse y no percatarse de la ausencia del niño.

Este bajó la cabeza y arrastró contra el suelo la punta de su zapato sucio y desgastado.

– No he podido venir hasta ahora para ver si estaban bien -dijo mientras levantaba la cabeza-. ¿Jura que está bien?

– Lo juro. Y la señorita Emmie, también. ¿Por qué no íbamos a estarlo?

– Por el hombre que estaba aquí cuando vine ayer. En esta misma habitación, señorita Alex. Lo pillé cuando vine a buscar una naranja. Le dije que le mataría si les hacía daño -remató con expresión feroz.

La joven se quedó paralizada.

– ¿Un hombre? ¿Aquí? ¿Qué quería?

– Preguntó por usted. Me dio un chelín, pero no se preocupe, fui más listo que él y no le dije nada.

– ¿Que te dio un chelín? Eso es mucho dinero -dijo ella en tono ligero, tratando de disimular su alarma. Dios. ¿Había descubierto el asesino de lord Malloran que era ella la autora de la nota y la había encontrado?-. ¿Reconociste a ese hombre?

Robbie negó con la cabeza.

– Era un tipo elegante. Rico. Trató de darme menos, pero yo sabía que podía pagar más.

El niño se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquetito envuelto en una pieza de tela sucia, que le tendió.

– Me compré un bollo y guardé la mitad para la señorita Emmie y para usted. Para darles las gracias por… -Robbie volvió a arrastrar la punta del zapato-. Bueno, ya sabe. Sé que le gustan los dulces.

A Alex se le hizo un nudo en la garganta. El orgullo en la voz del niño era inconfundible. Dado que si rechazaba su regalo -un regalo que apenas podía permitirse-, el niño se sentiría desolado, la joven aceptó el paquete con gesto solemne; comprendía la necesidad que él tenía de mostrar gratitud.

– Gracias, Robbie. Este es el mejor regalo que he recibido jamás. La señorita Emmie y yo nos lo comeremos con el té.

Alex dejó con cuidado el valioso paquete y luego apoyó las manos sobre los delgados hombros del niño.

– Dime algo más de ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?

Robbie arrugó la cara para reflexionar.

– El tipo iba bien vestido y era moreno. Era alto y corpulento -dijo, abriendo los brazos-, pero no gordo, ¿eh? Solo… grande. Fuerte. Me cogió por el cuello de la ropa.

La joven se sintió invadida por la rabia.

– ¿Te hizo daño?

– Qué va. Me lo quité de encima. Daba miedo, pero no tanto como mi padre. Trató de impresionarme con los ojos, pero no le dejé… El tipo tenía los ojos muy verdes. Nunca los he visto tan verdes.

Alex se quedó de piedra. ¿Ojos verdes? La muchacha cayó en la cuenta y se encolerizó. Se sentía como una tetera a punto de escupir vapor. No albergaba dudas en cuanto a la identidad de aquel tipo rico de ojos verdes. ¡No era de extrañar que percibiese que alguien la vigilaba! Él la había seguido y luego había invadido su casa. Su intimidad. Su santuario. El santuario de los niños. A la joven le daba vueltas la cabeza con solo pensar en las repercusiones.

– Me vio entrar por la trampilla, señorita Alex -dijo Robbie con una vocecita llorosa. A pesar de todo lo que había vivido aquel niño, Alex jamás lo había visto llorar, pero ahora parecía a punto de hacerlo-. Lo siento. Yo no quería…

La joven interrumpió sus palabras apoyando un dedo en sus labios temblorosos con gesto cariñoso.

– No tienes por qué sentirlo, Robbie. Gracias a tu descripción, estoy segura de quién es el hombre.

– ¿Es un… hombre malo?

Alex forzó una sonrisa.

– No, así que no te preocupes. Yo me encargaré de todo, te lo prometo.


Colin observaba el edificio de Alex desde el mismo umbral en sombras en el que se situase el día anterior. Cuando por fin apareció su presa, llevaba una mochila que parecía idéntica a la del día anterior.

La siguió hasta el mismo edificio de la víspera, donde entró en El Barril Roto. Salió poco después sin la mochila y echó a andar en dirección a Mayfair, seguramente hacia la casa de él para acudir a su cita.

– ¿Cuál es el plan? -susurró una voz justo detrás de él.

Colin se volvió sobresaltado y se encontró con Nathan.

– ¡Puñetas! -exclamó-. ¿De dónde has salido?

Nathan enarcó una ceja.

– Del útero de nuestra madre, igual que tú. ¿Necesitas que te explique de dónde vienen los niños?

¡Maldita sea!, exclamó Colin para sus adentros. ¿Cómo se las había arreglado para olvidar lo pesado que podía ser Nathan, y al tiempo lo ligero que podía resultar al moverse? Aun así, le perturbaba que Nathan hubiese podido sorprenderle con tanta facilidad. Eso no le auguraba mucho éxito.

– ¿Qué haces aquí?

– La misma pregunta que iba a hacerte yo.

– Si hubiese querido que lo supieras, te lo habría dicho.

– Está claro que no ibas a hacerlo, y por eso me he visto obligado a tomar el asunto en mis propias manos y seguirte.

– Parece que no he perdido mis facultades para las operaciones clandestinas. A ti, en cambio, se te ve un poco falto de práctica.

Colin no se molestó en responder. No sabía con certeza si estaba más enfadado consigo mismo por no detectar la presencia de Nathan, o con este por su intromisión.

– Ya hablaremos de eso luego. Vete a casa.

– Sí, por supuesto que hablaremos luego. En cuanto a irme a casa, si crees que voy a marcharme, te equivocas, así que cuéntame el plan. ¿Quién era esa mujer y por qué la sigues?

Demonios, ¿por qué no pudo ser hijo único? Colin comprendió que no conseguiría librarse de su hermano.

– Luego. Ahora mismo, no tengo tiempo. Quiero averiguar qué ha hecho en ese edificio. No espero que vuelva pero, ya que estás aquí, puedes hacer algo. Quédate aquí vigilando y, si ves que se acerca, hazme una señal.

– De acuerdo.

Colin se acercó al edificio y observó el exterior cochambroso, la fachada con unos cuantos ladrillos de menos. Las tres tiendas abandonadas parecían desiertas, pero sospechó que la vida rebosaba tras los ásperos tablones que obstruían las entradas.

Abrió la deteriorada puerta de madera de El Barril Roto y penetró en el interior de la taberna, poco iluminado. Lo asaltó el olor agrio de cerveza rancia y cuerpos sucios. Se detuvo nada más cruzar el umbral y miró a su alrededor los bancos combados y las mesas desgastadas. Desde el otro extremo del local, dos hombres encorvados sobre unas jarras lo miraron con los ojos entornados, sin duda evaluando las posibilidades de quitarle la cartera. Con la mirada clavada en aquellos dos, Colin se agachó despacio y sacó de la bota parte del cuchillo que llevaba escondido, de forma que la brillante hoja de plata fuese bien visible. Los hombres intercambiaron una mirada, se encogieron de hombros y volvieron a sus bebidas.

Satisfecho, se acercó a la barra, tras la cual se hallaba un gigante calvo que limpiaba la apagada superficie de madera con un trapo de aspecto sucio. El hombre le dedicó una mirada suspicaz.

– ¿Cerveza? -preguntó el gigante.

– Información.

– No sé nada.

Colin se metió la mano en el bolsillo y depositó un soberano de oro sobre la barra.

– Puede que sepa algo -murmuró el tabernero, encogiendo sus robustos hombros.

Colin apoyó un codo en el borde de la barra y se acercó más, en apariencia para hablar de forma confidencial, aunque mientras tanto su mirada recorría la zona situada detrás de la barra. Había una mochila en un rincón.

– La mujer que acaba de estar aquí… ¿qué le ha dado?

El hombre entornó los párpados. Apoyó los enormes puños sobre la barra y se inclinó hacia delante hasta que su nariz, que se había roto al menos una vez, estuvo a punto de tocar la de Colin.

– No sé nada.

Luego se echó hacia atrás y dedicó a Colin una mirada glacial destinada a fulminarlo.

Sin dejar de mirar los ojos color fango del hombre, Colin indicó con la cabeza el rincón detrás de la barra.

– Esa mochila me dice otra cosa.

– ¿Quién demonios eres, y por qué quieres saberlo?

– Soy un… amigo que se preocupa por ella.

– ¿Sí? Pues a mí me preocupa que un pijo como tú pregunte por ella y se meta donde no lo llaman.

Colin dejó otra moneda de oro sobre la barra.

– ¿Por qué ha venido? ¿Qué hay en esa mochila?

El hombre cogió las dos monedas, alargó el brazo y volvió a deslizarlas en el bolsillo de Colin.

– Tu dinero no sirve aquí, pero deja que te dé un consejo gratis. Aléjate de ella. Si me entero de que la has molestado, tendrás que vértelas con Jack Wallace -dijo, antes de golpearse la palma de la mano con el puño-. Y no te resultará una experiencia agradable.

Colin levantó una ceja.

– ¿Es que es suya?

El gigante entornó los párpados.

– Solo necesitas saber que no es tuya. Ahora lárgate -dijo, indicando la puerta con la cabeza-. Antes de que olvide mis modales elegantes y te eche de una patada en ese elegante trasero tuyo.

– Muy bien -respondió Colin, caminando hacia la puerta y abriéndola. Sin embargo, antes de cruzar el umbral se volvió y miró al gigante a los ojos-. Como mi dinero no servía aquí, he llegado a la conclusión de que tampoco lo haría mi reloj, así que he vuelto a quitárselo. Le felicito, señor Wallace. Para tener las manos tan grandes, su técnica es muy buena.

Wallace lo miró sorprendido y se llevó la mano al bolsillo del delantal. Sin más, Colin salió de la taberna y echó a andar hacia Mayfair. Solo había dado media docena de pasos cuando Nathan se situó junto a él.

– ¿Has averiguado lo que deseabas saber? -preguntó su hermano.

– No.

– Me he sentido aliviado al ver que el tabernero no decidía hacer contigo unos entremeses. Incluso entre los dos, no estoy seguro de que hubiéramos podido con él.

– Se suponía que ibas a esperar al otro lado de la calle.

– No, se suponía que iba a vigilar. ¿Es culpa mía que mientras cumplía con mi deber haya visto a ese tabernero gigantesco?

Colin iba a responder a Nathan, pero este proseguía con su perorata.

– Y, hablando de lo que se suponía que ibas a hacer tú, dijiste que me contarías qué demonios está pasando.

– Y lo haré. Mañana.

Colin hizo una mueca de dolor y se frotó el muslo con la mano sin dejar de caminar. Se volvió a mirar a Nathan y observó que su hermano lo contemplaba con la mandíbula tensa. Dejó de frotarse la pierna de inmediato, maldiciendo su descuido.

– No pasa nada. Tengo agujetas.

Nathan lo miró, y Colin leyó el sentimiento de culpa y el remordimiento en los ojos de su hermano.

– Estoy bien, Nathan. Y si vuelves a disculparte por algo que no fue culpa tuya, te juro que te tiro al Támesis.

– Fue solo culpa mía que recibieses un disparo así que me disculparé tantas veces como me dé la gana.

– Fue solo culpa mía, así que me niego a escuchar más disculpas innecesarias.

– Supongo que simplemente tendremos que ponernos de acuerdo para estar en desacuerdo. Y, en cuanto a eso de tirarme al Támesis, te costaría muchísimo, teniendo en cuenta que corro más que tú.

Una carcajada de alivio surgió en la garganta de Colin, que tosió para disimularla, agradecido de que hubiese pasado el momento incómodo.

– Puede que tú corras más, pero yo soy más listo.

– Eso es discutible pero, aunque fueses un puñetero genio, yo desde luego no soy tan bobo para acabar en el Támesis.

– Se te pondrá cara de tonto cuando repitas esas palabras mientras chorreas agua del río. Pero no tengo tiempo de seguir discutiendo el asunto, porque debo acudir a una cita a la que ya llego tarde. Albergo la esperanza de que esa cita me ayude a tener más cosas que contarte mañana.

– Entiendo. Bueno, entonces creo que me separaré de ti en la esquina, porque tengo asuntos propios que tratar. ¿Nos vemos para cenar? ¿A las ocho?

– Sí.

Cuando llegaron a la esquina, Colin siguió en línea recta, hacia casa, mientras Nathan giraba a mano derecha. Fuera de la vista de su hermano, Colin se frotó la pierna, maldiciendo el dolor que le impedía moverse tan deprisa como habría deseado.

Madame Larchmont lo esperaba, y eso estaba bien, porque las preguntas no dejaban de acumularse. ¿Qué le había dado a Wallace? ¿Por qué el hombre no había aceptado el soborno? ¿Qué tenía ella para inspirar semejante lealtad? Conseguiría sus respuestas. Y cuando las tuviese, pensaba averiguar si el beso que compartieron era igual de magnífico la segunda vez.

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