Capítulo 12

Alex miró a Colin a través del amplio espacio de su lujoso carruaje y, por duodécima vez desde que habían salido de su casa, se preguntó en qué estaba pensando. Había estado preocupado desde que ella le leyó las cartas y silencioso durante el trayecto en dirección al apartamento donde ella se alojaba.

¿Estaba pensando él, al igual que ella, en el beso que se habían dado? ¿En a qué habría conducido de no haber sido interrumpidos? Deseaba desesperadamente creer que habría recuperado la cordura, que habría emergido del mundo sensual en el que se había perdido sin la necesidad de la llamada a la puerta, pero no tenía sentido alimentar una mentira tan obvia.

Aquella sorprendentemente deliciosa sensación de la mano de él bajo su falda, el calor de la palma de su mano tomándole las nalgas… nunca podría haber imaginado algo tan excitante. Solo pensarlo despertaba aquel insistente latido entre sus piernas.

Los pensamientos de Alex se vieron interrumpidos cuando llegaron al edificio en el que vivía. Colin y su criado la acompañaron arriba. Mientras guardaba sus exiguas pertenencias en una maleta de cuero gastado, llegó Emma. Después de una rápida presentación, explicó el plan a su amiga, cuyos ojos azules lanzaban alternativamente miradas de desconfianza a lord Sutton y miradas de pura admiración al alto y apuesto joven criado.

– Tengo que dejarte -dijo Alexandra a Emma, retorciéndose las manos-, pero si trajera aquí el peligro, a ti, a los niños, nunca podría perdonármelo.

Emma le cogió las manos y se las apretó suavemente para impedir que Alexandra las siguiese moviendo con nerviosismo.

– No te preocupes de nada, Alex, yo me ocuparé de los chiquillos y de la comida. Lo más importante es que tú estés a salvo. -Y lanzando una mirada ceñuda a Colin añadió-: A salvo de todo.

– Mi intención es mantenerla a salvo, señorita Bagwell -dijo Colin con una inclinación de cabeza.

– Estoy segura de ello. -Emma levantó la barbilla-. Simplemente me pregunto si es esa su única intención.

Alex dio un respingo sorprendida ante las insinuaciones inequívocas de su amiga y su tono furioso. Antes de que pudiese decir una palabra, Colin habló:

– No sufrirá ningún daño, señorita Bagwell.

– Procure que así sea -dijo Emma duramente-. Por parte de nadie, incluido usted.

– Emma… -dijo Alex.

– La protegeré con mi vida -dijo Colin despacio, mirando a Emma fijamente-, y le agradezco sus palabras. Admiro la sinceridad. Alexandra es afortunada por tener una amiga tan leal y firme.

– Yo soy la afortunada por tenerla a ella -dijo Emma, entornando los ojos-. No hay ninguna mejor que ella y no quiero que le hagan daño, nadie, de ningún modo.

– Entonces estamos totalmente de acuerdo.

Se hizo un incómodo silencio. Alex miró a Colin, un aristócrata atractivo, rico y culto, de porte y alcurnia impecables, vestido con las mejores ropas, ahí, en su humilde casa, de pie sobre el basto suelo de madera cubierto por una alfombra hecha a mano que ella misma había confeccionado con retales de tela. Notó que le subía por la garganta una risa seca y amarga ante tan incongruente escena, el recordatorio mordaz y penetrante de quién y qué era ella. Y de quién y qué era él.

Y cómo esas dos realidades nunca iban o podrían, en modo alguno, converger.

Se aclaró la garganta y dijo a Colin:

– Ya tengo todo en la maleta, pero me gustaría disponer de unos minutos a solas con Emma, por favor.

– La esperaré en el coche -dijo él asintiendo.

El criado tomó la maleta y lo siguió fuera de la habitación.

En el momento en que la puerta se cerró tras ellos, Emma dejó escapar un largo suspiro y empezó a abanicarse con la mano.

– Maldita sea, creo que me va a dar un sofoco. ¿No es el hombre más atractivo que has visto en tu vida?

Sin poder contenerse, Alex dejó escapar un suspiro como el de Emma y a duras penas consiguió evitar abanicarse con la mano.

– Sí -corroboró deseando fervientemente no hacerlo-. Es el hombre más guapo que he visto nunca.

– Solo con mirarlo me he quedado sin respiración. Me ha dejado petrificada, sin habla.

– Sí, sé exactamente a qué te refieres. Pero a mí me has parecido tan franca como siempre.

– Oh, por supuesto, hablando con el tipo elegante ese sí, pero no con él. -Y pronunció la última palabra con una veneración que Alex no le había oído nunca antes-. Y hablando de ese tipo elegante… -Emma se calló de pronto y abrió los ojos de par en par-. ¿Qué?¿Era él de quién estabas hablando ahora mismo?

Alex, confundida, parpadeó. Estaba claro que Emma y ella habían tenido un diálogo de besugos y, como no tenía sentido alguno negar la afirmación de Emma, asintió.

– Pero su criado es realmente atractivo -añadió, aunque, Dios Santo, apenas se había fijado en él.

Alex notó cómo la cortina que servía para dividir la habitación se movía ligeramente y, al darse la vuelta, pudo ver por un instante una cara sucia que se escondía de nuevo detrás de la cortina.

– Ven aquí, Robbie -dijo.

Unos segundos más tarde, el niño salió arrastrando los pies. Se detuvo frente a Alex y dijo rápidamente:

– Ese era el tipo del que le hablé, el que estuvo aquí antes.

– Sí, lo se y he hablado con él de eso. No volverá a venir sin invitación. Imagino que has oído todo, ¿verdad?

Asintió y levantó la vista mirándola con unos ojos que reflejaban que estaba receloso y claramente ofendido.

– Debería haberme dicho que estaba en peligro, señorita Alex. Yo la habría protegido.

A Alex se le encogió el corazón, se agachó y puso las manos sobre los delgados hombros del pequeño.

– Lo sé. Y harías un estupendo trabajo. Pero no puedo arriesgarme a que alguien te haga daño a ti, a Emma o a los demás. Necesito que vigiles a los otros y a Emma también. ¿Podrás hacer eso por mí?

Frunció el ceño, asintió sacudiendo la cabeza y luego dijo en tono acusador:

– Iba a marcharse sin decirme adiós.

– Robbie, no me marcho. Simplemente voy a estar en otra parte de Londres por un tiempo.

– El sitio donde vive el tipo ese rico -dijo con la voz llena de amargura y la barbilla temblorosa-. Se acostumbrará a la buena vida y se olvidará de nosotros.

Dios mío, ese niño lanzaba los dardos directamente al corazón. Alex tomó su pequeña y sucia cara entre las manos y le dijo:

– Nunca podría olvidarme de ti, ni de Emma, ni de los demás. Pienso en vosotros constantemente. Siempre estáis aquí… -Se puso la mano en el corazón-. Dentro de mí. Sois parte de mí. Solo estaré fuera unos días. Cuando vuelva, nos tomaremos un plato entero de galletas, solos tú, yo y Emma, y te contaré todo lo que ha pasado.

– ¿Prometido?

– Prometido.

Robbie, respiró hondo y temblorosamente, y después se lanzó a los brazos de Alex rodeándole el cuello con sus bracitos. Alex lo abrazó con fuerza, saboreando la sensación pues no era un niño pródigo en muestras de cariño. Enseguida se apartó y ella se lo permitió.

– Ahora tómate la naranja y márchate -le dijo estirándole suavemente de la barbilla.

El niño corrió hasta la mesa donde había un montón extra de naranjas y cogió la de encima de todas. Después se fue caminando hasta la puerta, la abrió y se marchó tras echar un último vistazo por encima del hombro y hacer un saludo de despedida.

Cuando la puerta se cerró, Alex y Emma intercambiaron una mirada.

– Cuidaré de él, Alex.

– Lo sé.

– Y hablando del tal lord Sutton… ¿ha estado aquí hoy?

– Sí.

– Así que sabe que no estás casada. -La mirada de Emma estaba cargada de preocupación-. He visto cómo te miraba, Alex. Como si tú fueras un sabroso trocito de pan y él un hombre muerto de hambre.

Debería haberse sentido consternada y, sin embargo, su corazón dio un brinco de emoción.

– Sabes que un hombre como él se limitaría a tomarte y abandonarte, lo más probable con su hijo en tu vientre.

– ¿Un hombre como él?

– Un tipo elegante -dijo Emma tras un resoplido de exasperación-. Su placer es lo primero. Presta atención a mis palabras, está acostumbrado a obtener lo que quiere, sin importarle lo que pueda suponer para los demás, y te quiere a ti.

– Estoy de acuerdo contigo en que mucha gente de la alta sociedad es así, pero él tiene algo más. Mucho más -dijo Alex suspirando muy hondo y preguntó-: ¿Qué pasa si te digo que yo también lo quiero a él?

Emma frunció el ceño considerando la posibilidad con Caridad.

– Sabes que te romperá el corazón -dijo finalmente.

– Sí.

– Bueno, entonces supongo que debes decidir si merece la pena el dolor que padecerás cuando te lance a la basura como si fueses las sobras del día anterior. Porque sabes que eso es lo que hará.

– Sí, lo sé -dijo Emma asintiendo y haciendo una mueca de dolor ante la idea.

– En mi caso, yo estaría aterrorizada ante un tipo elegante como ese. Esos ricachones son tipos raros. Pero solo con que su criado me hiciese una señal con el dedo, sería incapaz de resistirme, o no querría. Y puesto que trabaja en una casa elegante, no te quepa la menor duda de que también me lanzaría a la basura como si fuese las sobras de ayer, y, solo estoy suponiéndolo, creo que merecería la pena que me rompiese el corazón. -Emma apretó la mano a Alex-. Haz lo que creas que es mejor para ti. Sabes que yo te querré pase lo que pase y que cuando se haya ido, te ayudaré a recuperarte.

Alex sintió que un estremecimiento de fiero y poderoso amor le recorría el cuerpo y abrazó a Emma.

– Gracias. Ahora lo que quería decirte…

Rápidamente dio a Emma la dirección de la casa de Wexhall y le explicó el deseo del doctor Oliver de comprar naranjas para su esposa.

– Ven mañana, si traes la mochila para Jack, yo se la entregaré.

– Allí estaré, con montones de naranjas y no te preocupes por Jack. Puedo ocuparme de su entrega hasta que vuelvas a casa.

Alex empezó a caminar de un lado a otro; no podía estarse quieta.

– Pero te dejo con toda la cocina, los niños, y ¿qué pasará con tus lecciones de escritura y de lectura?

– Todo estará aquí cuando vuelvas. De lo único que tienes que preocuparte es de tu seguridad. -Y con los ojos brillantes añadió-: Y quizá del modo de conseguir que me encuentre con el criado de tu tipo elegante.

A pesar de sus preocupaciones, Alex sonrió.

– Veré qué puedo hacer.


Dos horas más tarde, Alex se encontraba en la mansión Wexhall, en un dormitorio en el que nunca habría imaginado que dormiría. La bella esposa del doctor Oliver, tan elegante como impresionante, lady Victoria, la había acompañado hasta la habitación hacía un cuarto de hora y antes de marcharse había dicho a Alex que la cena se servía a las ocho.

Pero desde que Alex se había quedado sola, lo único que había podido hacer era mirar boquiabierta a su alrededor. Lady Victoria se había referido al dormitorio como «la habitación del jardín», y con razón. La combinación del color verde, acentuada por una gruesa alfombra de color hierba ribeteada por hojas entrelazadas con flores de colores, hacía que Alex se sintiese como si estuviese en medio de un florido prado.

Caminó despacio por el perímetro de la habitación y pasó las yemas de los dedos por las paredes de sedosa textura y de un color verde más pálido que la alfombra, admirando el conjunto de cuadros de flores de marcos dorados. En la mesilla de noche había un jarrón de cristal con un extravagante ramo de rosas de color rosa pálido que llenaban el aire de un delicado aroma floral.

Posó la mirada en el hermoso lecho y sus pies la llevaron hacia él, como si estuviera en trance. La cama parecía tan grande y tan increíblemente suave y tentadora como una nube de satén verde. No pudo evitar deslizar la mano por la bonita colcha y por las almohadas con trabajadas borlas. Se dio cuenta de que estaba mirando por encima de su hombro, sin poder apartar la sensación de que en cualquier momento alguien iba a entrar bruscamente en la habitación y ordenarle que se marchase de ese dormitorio de ensueño.

Se sentó cuidadosamente en el borde del colchón y dio un saltito a modo de prueba. Ante la deliciosa sensación, no pudo evitar que de sus labios escapase una rápida carcajada de júbilo y asombro. Echó un vistazo de nuevo para asegurarse de que no iba a ser expulsada, y se tendió, con cuidado, para no arrugar la colcha.

Al hundirse en la suavidad, cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro de placer. Con toda segundad, así debían de ser las esponjosas nubes. Nunca en su vida había descansado sobre algo tan cómodo.

¿Cuántas veces había soñado con dormir en una cama así, en una habitación así? Más de las que podía contar: cada una de las desdichadas noches que había pasado acurrucada en portales o escondiéndose detrás de montones de basura, sufriendo la lluvia o el frío o el opresivo calor, aunque, a decir verdad, realmente siempre había deseado la llegada del verano para librarse de ese frío que continuamente parecía tener metido en los huesos. Algunas veces había dormido a cubierto, pero aquellos cuartos siempre eran lugares oscuros, sucios y malolientes donde se apiñaban otros como ella. Nunca olvidaría el día en que había robado suficiente dinero para permitirse un techo sólido, aunque con goteras, sobre su cabeza.

Alex se dio cuenta de que era mejor que se levantase antes de que acabase decidiendo que no quería volver a hacerlo, así que dejó la confortable cama y se dirigió hacia los ventanales que ocupaban la pared posterior, a través de los cuales entraban inclinados los dorados rayos del sol. Para su delicia, vio que los ventanales se abrían a una terraza. Salió y, una vez fuera, sonrió cuando el aire le alborotó el cabello. Se inclinó a mirar el pequeño jardín rodeado de un muro de piedra y de elevados setos perfectamente cortados, incapaz de creer que era una auténtica invitada, un huésped, y no alguien que cobraba para entretener a los asistentes a las fiestas.

Que Dios la ayudase, no estaba segura de si estaba emocionada o intimidada. Durante las horas que duraban las veladas de sociedad en las que trabajaba, era capaz, haciendo un esfuerzo, de no quedarse embobada ante el lujo que la rodeaba. Pero aquello… ser una invitada en aquel elegante hogar donde todo el mundo actuaba con los más impecables modales… ¿Sería ella capaz de comportarse sin ponerse en ridículo? ¿No revelaría su vergonzoso pasado? Después de tantos años observando y escuchando cuidadosamente a los más ricos, absorbiendo su estilo de conversar y sus maneras como una esponja, se había sentido suficientemente segura para adoptar la personalidad de madame Larchmont y explotar su talento como lectora de cartas. Tenía la determinación de dejar de robar, de intentar encauzar su vida dejando de coger las cosas que pertenecían a otros. Puede que los ricos a los que robaba no se mereciesen todas las cosas bonitas y todo su dinero, pero ella les robaba y eso la convertía en tan poco merecedora de los objetos como cualquiera.

Pero a pesar de sus logradas dotes para la interpretación y del hecho de que ya no robaba, no era uno de ellos. No era una dama y nunca lo sería. Y entonces, ahí en medio de toda aquella elegancia, se sintió tan fuera de lugar como lo había estado Colin poco antes en la casa de ella. La estancia en aquella distinguida mansión con sus sirvientes y su gran cantidad de comida y sus elegantes posesiones era meramente temporal, y debía recordarlo.

Del mismo modo que debía recordar que dejar que la relación personal con Colin siguiese adelante solo tendría como resultado su sufrimiento. Aunque volver a besarlo era increíblemente apetecible, era una tentación a la que tenía que resistirse. No había sitio para eso en su vida y debía olvidar aquella atracción imposible que sentía hacia él. Para estar tranquila. Una relación amorosa con él ponía en peligro su reputación y por consiguiente todo por lo que había luchado con tanto ahínco. No merecía la pena correr ese riesgo por unas horas de placer.

Una vez hubo tomado esta resolución, Alexandra volvió dentro y acabó de explorar la habitación. Descubrió con vergüenza que sus modestos trajes estaban ya colgados en el armario, algo de lo que sin duda se habría encargado alguna criada. Pasó de sentirse avergonzada a sentirse intimidada: ¡una criada cuidando de ella! Cuando se lo dijese a Emma…

Negando con la cabeza, se dirigió a un pequeño secreter de estilo femenino que había en una esquina y se sentó cuidadosamente en la delicada silla. Después de una breve vacilación, sacó las cartas del bolsillo de su traje y miró la baraja envuelta en seda, dividida entre su deseo de leerse a sí misma las cartas y la turbación que le producía hacerlo.

Nunca antes había tenido miedo a leerse las cartas, pero en aquel momento tenía pavor a ver algo que no quería ver. Pero debía saberlo…

Tomó aire con energía, abrió el envoltorio de seda y después de barajar y cortar, dio la vuelta a las cartas lentamente. Cuando acabó, miró fijamente. Después, empezó a temblar.

Todo estaba allí… Sus cartas eran casi idénticas a las que le habían salido a Colin. Mostraban traición, engaño, muerte y todo ello giraba alrededor del hombre de cabello oscuro, el mismo hombre de cabello oscuro que había destacado de manera prominente en sus cartas durante años. Y en el centro de todo, una mujer de cabello oscuro.

El hecho de que sus cartas se parecieran tanto a las de Colin no podía ser una mera coincidencia. Pero las dos preguntas que aquel fenómeno le sugerían hacían que su corazón palpitase al lento y duro compás del terror. ¿Era posible que el horror que rodeaba a Colin significase que él era la pretendida víctima de la fiesta de lord Wexhall?

¿Y era posible que fuese ella la mujer de oscuro cabello?


Después de dejar a Alexandra en la mansión Wexhall en manos de la hábil Victoria, Colin llegó a su casa y se dirigió al salón, donde hizo una visita a su alijo secreto de mazapanes. Eligió uno que parecía una perfecta miniatura de naranja y después se instaló con el premio en su butaca preferida. Estaba a punto de dar el primer mordisco cuando llamaron a la puerta.

– Adelante, Ellis -dijo casi sin poder disimular su irritación.

La puerta se abrió y entró Ellis.

– El doctor Nathan está aquí, milord. ¿Está usted en casa?

– Sí, ¿estás en casa? -se oyó la voz de Nathan justo detrás de Ellis.

El mayordomo dio un respingo.

– Estoy en casa, Ellis, gracias.

Nathan entró y, dando grandes zancadas, atravesó la habitación y se sentó en frente de él. Estaba a punto de decir algo cuando se detuvo y husmeó el aire.

– Huelo a mazapán.

– Sí, estoy seguro de ello.

Colin le mostró la naranja, la levantó en el aire y, deleitándose, le dio un lento mordisco comiéndose la mitad.

– Me había parecido entender que me había acabado el último.

– Mentí.

– ¿Dónde están?

– Ni la más atroz de las torturas podría sacarme esa información. Dime, ¿por qué estás aquí de nuevo? Te veré dentro de una hora en la cena.

– Por varias razones. Primero, ¿has encontrado el regalo que te he traído?

– No, algo de lo que me siento aliviado pero receloso. ¿Y qué quieres decir con lo de «encontrado»? ¿Por qué no me lo das simplemente y damos el tema por zanjado?

– Así es más divertido -dijo Nathan con una media sonrisa en la comisura de los labios.

– Para ti, sí. ¿Cómo sabré que he «encontrado» el regalo?

– Oh, confía en mí. Lo sabrás.

– Lamentablemente, eso es lo que me temo. ¿Qué otras razones tienes para franquear de nuevo mi puerta?

– Como antes tenías una invitada, no hemos tenido oportunidad de tener la conversación privada que me había traído hasta aquí, y no quiero arriesgarme a que nos interrumpan en casa de Wexhall esta noche. Es una conversación que pretendía tener contigo justo después de que me hablases de esa madame Larchmont.

Colin se metió la otra mitad del mazapán en la boca y se tomó su tiempo masticándolo, mientras procuraba no reflejar expresión alguna en el rostro. Después de tragar, preguntó:

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

– ¿Qué te hace pensar que hay algo que contar?

– El hecho de que la besases es un indicio bastante evidente.

Maldita sea. ¿Por qué tenía que ser su hermano tan endiabladamente observador?

– ¿Qué te hace pensar que la besé?

– Puesto que yo mismo sé besar de manera excelente, según mi esposa, conozco la mirada de una mujer a la que han besado bien y la mirada de madame Larchmont le delataba completamente. Está claro que tú no me vas a facilitar ninguna información voluntariamente, así que me veo obligado a preguntar. ¿Es viuda o simplemente pretende estar casada?

– ¿Qué te hace pensar que no está casada?

– Te conozco y sé que no eres el tipo de hombre que jugaría con la mujer de otro hombre.

Maldita sea. Nathan siempre pensaba lo mejor de él; nunca dudaba de su honor o de su integridad y eso lo intimidaba.

– Gracias por el voto de confianza -dijo con calma-. Dios sabe que es más de lo que merezco.

– Si dices eso una vez más, te juro que voy a empezar a lanzarte huevos de nuevo -replicó Nathan con suavidad- Así que, ¿es viuda o hace ver que está casada?

– Pretende estar casada.

– El pretendido esposo le permite estar a salvo, segura y con la libertad que no tendría si no estuviera casada o incluso si fuese viuda. Está claro que es muy inteligente.

– Sí, lo es.

– Y obviamente está enamorada de ti. Un sentimiento que, yo que te conozco muy bien, sospecho que es recíproco.

Una venda, eso es lo que tendría que ponerle en los ojos a su excesivamente observador hermano. Una maldita venda.

– No puedo negar que la encuentro atractiva.

– Me parece que es algo más complicado y eso no casa bien con tus planes de buscar esposa.

– No.

– Así que, ¿quieres contarme todo sobre ella o prefieres empezar explicándome las razones que hay detrás de tu repentina decisión de contraer matrimonio?

– Pensaba que habíamos acordado mantener esta conversación mañana durante el desayuno.

– Así es, pero ya que ahora disfrutamos de un momento de intimidad, tengámosla ahora.

Sus sentimientos con respecto a Alexandra eran tan conflictivos que optó por retrasar la conversación sobre ella el mayor tiempo posible. Inclinándose hacia delante y apoyando los codos sobre las rodillas, le contó todo a Nathan: sus recurrentes pesadillas en las que se encontraba atrapado en un espacio oscuro y estrecho sabiendo que la muerte estaba cerca; la creciente sensación de fatalidad, de que el tiempo se le acababa; la certeza instintiva e inexplicable de que algo malo iba a ocurrirle.

– ¿Y qué pasa con esos sentimientos ahora que estás en Londres? -le preguntó Nathan cuando hubo terminado su explicación y después de escucharle atentamente.

– Son más fuertes, pero eso podría deberse simplemente a las visitas que he hecho a zonas poco seguras mientras seguía a madame Larchmont.

Colin se pasó las manos por el rostro.

– Espero que todo esto sea solo un trastorno porque ahora tengo los años que tenía nuestra madre cuando murió.

– ¿Y piensas que tu destino es también morir joven?

– Es algo en lo que nunca me había parado a pensar, pero desde que empezaron las pesadillas y caí en la cuenta de que tenía su misma edad, por ridículo que parezca, no he podido quitarme la idea de la cabeza.

– Yo no creo que sea ridículo -replicó Nathan-. Es un trastorno que he visto en algunos pacientes. El miedo a la muerte empieza a manifestarse cuando uno se acerca a la edad en la que murió algún progenitor, algún hermano o algún ser querido y, lamentablemente, no desaparece del todo hasta que llega el siguiente cumpleaños. -Y continuó-: En tu caso, sin embargo, conociendo tu agudo instinto, me inclino a pensar que tu intuición acerca de un inminente peligro es acertada. La cuestión es, ¿qué tipo de peligro te espera? ¿Peligro físico real? ¿O algo más benigno?

– ¿Cómo?

– Dado que estás buscando esposa -dijo Nathan encogiéndose de hombros- quizá el peligro que corres es que te rompan el corazón.

– Extremadamente improbable, ya que no tengo planeado casarme por amor.

– Siendo como soy alguien a quien la reciente inmersión en el amor le ha pillado totalmente por sorpresa, siento la necesidad de advertirte que, en lo referente al corazón, los planes, invariablemente, se tuercen.

Las palabras de Nathan causaron a Colin una inquietud que se negaba a analizar en profundidad e, incapaz de seguir sentado, se levantó y empezó a pasear a lo largo de la alfombra frente al fuego.

– Las pesadillas giran alrededor de un peligro físico, y sobre ese peligro me advierte mi instinto.

– Es eso también lo que indicaba tu sesión de cartas hoy y, por lo que pude entender, también tus dos sesiones anteriores.

Colin frunció el ceño.

– Sí, debo admitir que anteriormente no había concedido credibilidad a las predicciones de madame Larchmont, pero está claro que lo que te dijo a ti resultó ser cierto.

– Inquietante y cierto. ¿Le has explicado algo a ella de los acontecimientos de hace cuatro años?

– No, nada.

– Lo que simplemente hace que lo que me dijo sea más inquietante.

– Aunque estoy totalmente perdido a la hora de explicar o de entender el talento que posee, no puedo seguir desestimando sus predicciones, especialmente cuando reflejan de manera tan certera mi propia sensación de peligro…

La voz de Colin se fue apagando y se quedó quieto al asaltarle un pensamiento. Miró a Nathan.

– Me pregunto… -comenzó a decir.

– ¿Qué? -inquirió Nathan.

– Wexhall había sufrido un ataque, así que pensamos que él era la supuesta víctima. Pero consideremos que yo he notado el peligro y que la inquietante y certera madame Larchmont ha hecho esa misma predicción. Añadamos a eso que ha oído un plan en el que una persona de cierto rango, tal como se podría describir a un lord, va a ser asesinado. Y ese crimen va a tener lugar en casa del hombre al que yo solía informar, en una fiesta a la que yo tengo programado asistir. Además, estoy relacionado con todos los nombres de la lista de personas que estaban cerca de madame Larchmont cuando oyó esa voz la pasada noche. ¿Puede ser todo eso mera coincidencia?

– No creo demasiado en las coincidencias -dijo Nathan incorporándose en la silla.

– Yo tampoco.

– ¿Estás pensando que tú podrías ser el objetivo en la fiesta de Wexhall?

– Pienso que es posible, sí. ¿Y tú?

– Teniendo en cuenta todas esas coincidencias, creo que es una hipótesis que no debemos descartar alegremente. Pero ¿por qué iba a querer nadie verte muerto?

– Si piensas en lo que te ocurrió hace solo nueve meses, creo que no deberías hacerte esa pregunta.

Miró fijamente a su hermano y vio el brillo en sus ojos al comprender que tenía razón.

– Piensas que algo o alguien de tu pasado ha regresado para atormentarte.

– El tipo de actividades que desempeñé para la Corona pueden haber hecho que alguien no me tenga en gran aprecio -dijo Colin.

– ¿Tienes alguna teoría?

– Todavía no, apenas he tenido oportunidad de pensar en ello.

– ¿Alguna razón por la que alguno de los nombres de la lista que me mostraste quisiera verte muerto?

– No estoy seguro. ¿Cuál fue la reacción de Wexhall cuando le mostraste la lista, Nathan?

– Todavía no lo he hecho. Wexhall estaba fuera.

Colin cruzó la habitación y se dirigió a su escritorio de donde cogió el trozo de papel color marfil donde había escrito los nombres que Alexandra le había dictado. Pasó la mirada por la lista.

– En estos últimos años he ganado a Barnes a las cartas -dijo-, he rechazado educadamente una proposición amorosa de la mujer de Carver, he tenido una aventura con la hija viuda de Mallory, y he tomado una decisión negativa con respecto a la adquisición de un cuadro de Surringham. Fui con Ralstrom y Whitemore a las carreras hace dos años y los dejé sin blanca. Más recientemente, he arruinado las expectativas de lady Whitemore de que me case con su hija, lady Alicia. Tanto lady Miranda como lady Margaret parecen tener interés en mí y están encantadas conmigo. Respecto a Jennsen, me lo acaban de presentar.

– Nada de eso parece demasiado amenazador.

– No, no lo parece. Seguiré pensando en ello y quizá se me ocurra algo más. Y puede que Wexhall sea capaz de arrojar algo de luz.

– Ten por seguro -dijo Nathan asintiendo- que si tu eres realmente el objetivo, Wexhall y yo haremos todo lo que esté en nuestras manos para asegurarnos de que no sufras ningún daño.

– Gracias. Ni madame Larchmont.

– Sí. -La mirada de Nathan se tornó interrogativa-. ¿Estás listo para hablarme de ella?

– ¿Qué es exactamente lo que quieres saber?

– Todo. O por lo menos todo lo que estés dispuesto a contarme. ¿Cómo os conocisteis?

– Nos presentaron en la velada de los Malloran -dijo Colin después de dudar un instante.

Era absolutamente cierto, pero al mismo tiempo era un engaño y se sintió mal por mentir a su hermano.

– Lo que me sorprende aún más -dijo Nathan arqueando las cejas-. La conoces apenas hace unos días, pero está claro que te importa.

– Y eso lo dice un hombre que se declaró a una mujer a la que había conocido apenas una semana antes.

– Falso. Como sabes muy bien, había conocido a Victoria años antes aquí en Londres.

– Sí, en una ocasión. Pero tardaste tres años en volver a verla. -Se pasó los dedos por el cabello al darse cuenta de las similitudes entre su situación y la de Nathan-. Y mira por dónde, yo conocí a madame Larchmont en ese mismo viaje a Londres, pero no volví a verla hasta la velada de los Malloran.

– Creía que habías dicho que os acababan de presentar.

– Así es. No nos presentaron hace cuatro años.

– Ah. ¿Simplemente la admiraste de lejos?

– Algo parecido.

– Entonces, aquel viaje a Londres fue realmente definitivo para ambos. ¿Dónde la viste?

Colin apoyó las manos en la repisa de la chimenea y apretó el frío mármol blanco, mirando fijamente las brasas que brillaban intensamente.

– Wauxhall -respondió.

Después de un largo silencio, Nathan preguntó:

– ¿Estaba echando las cartas?

Colin siguió mirando fijamente el fuego y finalmente se dio la vuelta y miró a Nathan.

– No, la pillé cuando intentaba robarme.

Se sintió súbitamente agotado y se sentó apoyando los codos en las rodillas separadas. Dio una palmada con las manos.

– La pillé con las manos en la masa, pero solo porque la habilidad del hurto me era muy familiar. Era buena y estuvo a punto de dejarme sin el reloj de oro del abuelo. Fue bastante chocante verla en el salón de los Malloran.

– ¿La reconociste?

– Vívidamente.

Colin explicó a Nathan cómo le había parecido que ella lo reconocía, cómo la había buscado, y sus primeras sospechas cuando la vio por primera vez en la velada de los Malloran, cómo había simulado no reconocerla y lo que había descubierto al ir a investigar a su apartamento.

– Imagino que esos niños a los que ayuda -concluyó- llevan el mismo tipo de vida que ella tuvo de niña.

– ¿Te ha hablado de su infancia?

– No, y nunca le he preguntado. Todavía. Pero no me cabe ninguna duda de que fue dura.

Notó un nudo en el estómago. Sintió lástima y rabia por ella, por los horrores a los que tuvo que haberse enfrentado.

– ¿Crees que su trabajo de adivina es una mera estratagema para tener acceso a los hogares de los ricos? -preguntó Nathan acentuando sus palabras.

– No -dijo Colin sin vacilar-. Admito que al principio pensé en esa posibilidad, pero no lo creo de una mujer que ayuda a esos niños.

– Les sería de mucha más ayuda utilizando las ganancias ilícitamente sustraídas en todas esas veladas elegantes.

– Cierto, pero, de todos modos, no lo creo.

– Esos niños que se supone que está ayudando también podrían robar para ella, y tú podrías ser la víctima de un montaje perfectamente tramado para ganarse tu compasión.

– Es posible, pero de nuevo, no lo creo. Mi instinto me dice que es sincera y que ya no es una ladrona.

Nathan lo estudió bastante rato, y Colin casi podía oír el torbellino que provocaba las vueltas que daba la cabeza de su hermano.

– No es que no respete enormemente tu instinto -dijo Nathan finalmente en voz baja-, pero dado que apenas la conoces, me veo obligado a preguntarte: ¿le estás dando tu confianza a esta mujer porque genuinamente se la merece o por algún inapropiado sentimiento de culpa?

No quería sacar falsas conclusiones pero al ver que Colin permanecía en silencio, Nathan continuó:

– Por favor, dime que no estás simplemente empeñado en confiar en ella, pase lo que pase, para remediar lo que tú interpretas como un error en tu pasado.

– Fui injusto contigo.

– Eso terminó, es agua pasada.

– Lo sé.

– Entonces, déjalo estar. Yo lo he hecho. Creía que los dos lo habíamos dejado atrás.

– Lo hemos hecho. Pero no quiero cometer el mismo error otra vez. A pesar de que no lo sé todo sobre ella, sobre su pasado, mi opción es creer en su historia, creer que ha cambiado de vida. Todo me indica que es sincera.

Nathan permaneció callado durante varios minutos y después finalmente asintió.

– Respetaré tu decisión.

– Gracias.

– Y reza para que no te cueste la vida.

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