Colin se encontraba en la oscuridad que le brindaba un portal situado en una estrecha calle de adoquines, frente al edificio hasta el que había seguido a madame Larchmont la noche anterior. A la luz del día, el ladrillo cubierto de hollín parecía poco atractivo, y aún más siniestro debido a las nubes grises que flotaban bajas en el cielo de color pizarra.
Por las observaciones que hizo la noche anterior después de que ella entrase en el edificio, las sombras que se movían al otro lado de la ventana en la tercera habitación del segundo piso indicaban que aquel era su destino. Dos personas habían salido del edificio en el último cuarto de hora, pero hasta el momento no había ni rastro de madame Larchmont. Se sacó el reloj de bolsillo y miró la hora. Las dos y media. ¿Era posible que se hubiese marchado ya para acudir a su cita de las tres?
Una joven pelirroja salió del edificio, y Colin entornó los párpados. No era su presa. La muchacha, vestida con un sencillo vestido marrón, llevaba una caja plana que le colgaba por debajo de la cintura, sujeta con unas correas. Era la clase de recipiente que utilizaban las vendedoras de naranjas, aunque por lo que Colin podía ver lo que llevaba no eran naranjas. Parecían ser tartas o magdalenas.
Transcurrieron otros diez minutos, que Colin pasó esperando con paciencia el momento oportuno. Acababa de mirar de nuevo el reloj cuando la vio salir del edificio. Aunque un gorro de ala ancha le protegía los ojos del sol, la muchacha resultaba inconfundible. Llevaba una bolsa que parecía una mochila. Al verla, Colin frunció el ceño. Se le entrecortó el aliento, y su corazón ejecutó una extraña maniobra. La joven vaciló durante varios segundos mirando a su alrededor, y él se hundió más aún en la oscuridad. Luego la muchacha se puso a caminar a buen paso, avanzando en dirección opuesta a la casa de él.
Al igual que la noche anterior, ella se movía con la seguridad de alguien familiarizado con la zona. Al cabo de unos diez minutos, se acercó a un edificio medio destartalado, justo en la periferia de los bajos fondos. Cuatro escaparates, tres de ellos tapados, cubrían la planta baja. Un cartel manchado con una jarra de cerveza mal pintada que anunciaba El Barril Roto marcaba la cuarta puerta. La joven entró en la taberna y salió cinco minutos después, ya sin mochila. Antes de echar a andar volvió a mirar a su alrededor, y Colin se preguntó si lo haría normalmente o si intuía su presencia. La causa podía ser simplemente lo poco recomendable de la zona, pues Colin también sentía el peso de otros ojos sobre él. Después de echar a su vez un vistazo alrededor y no detectar a nadie, la siguió durante varios minutos más. Cuando quedó claro que no volvía a su casa sino que se dirigía a Mayfair, Colin volvió sobre sus pasos. En la esquina del edificio en el que vivía la muchacha se detuvo un momento para frotarse el muslo dolorido.
Tras comprobar que nadie lo observaba, Colin entró en el edificio. Un olor de col y sudor invadía el aire mientras subía en silencio por la escalera. Voces ahogadas y el sonido del llanto de un niño flotaron hacia abajo. Cuando llegó al segundo piso, se detuvo en la tercera puerta y apoyó la oreja en la rendija, atento por si oía voces, mientras sus dedos ágiles manipulaban la cerradura. Al no oír nada, y convencido de que la habitación estaba vacía, abrió la puerta y se deslizó en silencio en el interior.
Se apoyó de espaldas contra la puerta y permaneció inmóvil durante varios segundos, observando los detalles. La habitación era más grande de lo que esperaba, aunque poco espaciosa, y estaba muy limpia. Olió el aire y percibió los aromas agradables de naranjas y magdalenas recién horneadas. El suelo de madera estaba cubierto de alfombras hechas con lo que parecían tiras trenzadas de tela. Había un solo ropero en el rincón, flanqueado por dos camas estrechas. Un gato de rayas grises yacía acurrucado en un extremo de la cama más próxima a la ventana. Había una mesita junto a cada cama, un baño de asiento en un rincón y un solo tocador contra la pared. Al otro lado de la habitación estaba la zona de la cocina, con una mesa y dos bancos. Una cortina desteñida de terciopelo azul aislaba una parte de la habitación. ¿Otra zona para dormir?
Colin se acercó al ropero sin hacer ruido. Al abrir la puerta, sus sentidos se vieron asaltados de inmediato por un delicado aroma cítrico. De golpe surgió en su mente la imagen de madame Larchmont, evaluándolo con sus ojos marrón chocolate y a punto de hablar con aquellos labios gruesos. La mirada de Colin se fijó en un familiar vestido de color bronce. Alargó el brazo y pasó los dedos por el tejido, recordando cómo parecía brillar contra la piel clara de ella. Antes de poder detenerse, se inclinó hacia delante, se llevó la tela al rostro y aspiró.
Naranjas. Y algo más, algo agradable que solo se le ocurría calificar de fresco. Seguramente eran los restos de su jabón. Cerró los ojos y otra imagen de ella se materializó en su mente. La joven salía del baño y una estela de pompas de jabón serpenteaba por su silueta húmeda y brillante. Enseguida se sintió invadido por el calor y abrió los ojos. Gimió asqueado de sí mismo y dejó caer el tejido como si se hubiese quemado.
Una búsqueda rápida por el ropero reveló otro vestido verde oscuro que parecía propio de madame Larchmont y un sencillo vestido de día marrón que mostraba los signos del paso del tiempo, pero cuidado de forma meticulosa. En el otro extremo del ropero vio dos vestidos grises. Al igual que los otros, estos eran viejos aunque bien remendados, pero eran al menos diez centímetros más cortos que los otros vestidos. No había ni una sola prenda masculina en ninguna parte.
Mientras asimilaba esa interesante información, dirigió su atención a las mesitas. En ambas había platos desportillados con velas de sebo. En la mesita más próxima a la ventana, un libro descansaba junto a la vela. Colin leyó el título: Orgullo y prejuicio. La otra mesita contenía también un libro de aspecto similar a los blocs utilizados por los estudiantes. Lo cogió y hojeó las páginas llenas de letras y números copiados cuidadosamente, aunque con letra infantil. Tras devolver el libro a su lugar, le echó un vistazo al gato, que se había despertado y lo obsequiaba con una mirada feroz y recelosa.
– Buenas tardes -susurró Colin, dando un lento paso hacia el animal. En un abrir y cerrar de ojos, el gato se metió debajo de la cama.
Colin no deseaba asustar al animal y siguió adelante, cruzando la alfombra hecha a mano para inspeccionar la zona de la cocina. Había unas naranjas apiladas en forma de pirámide, y faltaba la de encima. Un ligero sonido captó su atención, y Colin volvió la cabeza para mirar la cortina de terciopelo azul. ¿El gato? Con movimientos silenciosos y cautos se acercó a la cortina y la apartó con la velocidad del rayo, para descubrir una pequeña zona vacía salvo por una pila de jergones enrollados en un rincón.
Y un niño que intentaba escapar por una trampilla abierta en el suelo.
Sus miradas se encontraron, y, por un instante, en los ojos del niño surgió un destello de puro terror. Colin corrió hacia delante y agarró la puerta antes de que se cerrase. A continuación, cogió bruscamente al chaval por el cuello de la ropa.
– ¡Suéltame, maldito bastardo! -exclamó una voz en la que vibraba el agravio y un miedo inconfundible. Unos brazos flacos metidos en un abrigo muy sucio se agitaban furiosamente mientras unas piernas delgadas enfundadas en unos pantalones andrajosos y unos zapatos rotos y llenos de agujeros trataban de golpear algo-. ¡Suéltame o te abro en canal, te lo juro!
Pese a las valientes palabras, Colin pudo ver que la criatura, que parecía ser un niño de unos cinco o seis años, estaba aterrada.
– No hace falta que me abras en canal -dijo Colin en tono suave, colocando al niño de pie.
Este se esforzó para alejarse de él, pero Colin lo sujetaba con firmeza por los hombros. El niño se quedó quieto y lo miró furioso con los ojos entornados. Ante aquella cara sucia, a Colin se le cayó el alma a los pies. Luego, al ver las contusiones bajo la suciedad, apretó la mandíbula. Demonios, alguien había golpeado a aquel niño.
– ¿Quién eres y qué haces aquí? -exigió saber el niño-. Si crees que dejaré que les robes a la señorita Alex y a la señorita Emmie, estás muy equivocado.
Colin arrancó su mirada de la repugnante visión del cardenal que rodeaba el ojo de la criatura y se encontró mirando el bulto redondo que había en el bolsillo del niño.
– ¿Te refieres a robarles una naranja, como haces tú?
El niño se ruborizó bajo la suciedad y las contusiones.
– No robo. Las dejan para mí. Además, solo he cogido una -dijo el niño, mirando las manos de Colin, que lo agarraban de los brazos. En sus ojos oscuros se dibujó un miedo innegable y tragó saliva-. Yo tengo permiso para estar aquí. Tú no.
Aquella oscilación de miedo conmovió a Colin.
– No voy a hacerte daño -dijo en tono suave.
– ¿Por qué no lo demuestras quitándome las manos de encima? -dijo el niño, con un desprecio que Colin no pudo evitar admirar.
– Si lo hago, tendrás que responder unas cuantas preguntas.
– ¿Por qué debería hacerlo?
– Porque aquí hay un chelín para ti si lo haces.
Los ojos del niño se ensancharon un instante, antes de adoptar una expresión astuta. Su mirada se deslizó por la ropa de Colin, hecha a medida.
– Un tipo como tú puede pagar más.
Colin lo soltó con una mano y se sacó del bolsillo del chaleco una moneda de oro. El niño abrió mucho los ojos.
– Muy bien -accedió él, sujetando la moneda entre los dedos-. Un soberano por tus respuestas.
– ¿Solo por respuestas? ¿Nada más? -preguntó el chaval, mirando la moneda.
A Colin se le encogió el estómago ante las horrendas implicaciones de la pregunta suspicaz del niño.
– Solo por respuestas. Tienes mi palabra.
Estaba claro que la palabra de un hombre significaba poco para aquella criatura.
– No dejaré que hagas daño a la señorita Alex o a la señorita Emmie.
– No tengo ninguna intención de hacerles daño. Otra vez te doy mi palabra.
El niño reflexionó durante unos segundos. A continuación sacudió la cabeza y tendió su mano mugrienta.
– Primero la moneda.
– Primero una pregunta, como muestra de buena fe, y luego te daré la moneda.
El niño apretó los labios y luego asintió.
– ¿De qué conoces a la señorita Alex?
– Es mi amiga -contestó, tendiendo la mano otra vez-. Mi moneda.
Colin echó hacia arriba la pieza de oro. El niño la cogió en el aire y luego, como un rayo, se lanzó hacia la puerta. Colin lo miró marcharse sin perseguirlo. Muy trastornado, se acercó despacio a la puerta, la cerró y corrió el cerrojo, rechazando las docenas de preguntas que le bombardeaban acerca de la criatura y «la señorita Alex y la señorita Emmie». Más tarde. Ya tendría tiempo de meditar más tarde.
Regresó a la habitación detrás de la cortina de terciopelo. Después de levantar la trampilla, descendió despacio por una tosca escalera de madera. Hacía frío, estaba oscuro y olía a humedad. Cuando alcanzó el extremo de la escalera, hubo de avanzar a tientas por un estrecho pasillo, guiado solo por una débil luz procedente de un agujero situado unos diez metros delante de él. Cuando alcanzó la luz, se dio cuenta de que provenía de una puerta que parecía tapada. Acercó el ojo a la rendija y vio lo que parecía ser un callejón desierto. Trató de abrir la puerta, pero fracasó. Estaba claro que era una entrada, lo que significaba que tenía que haber una salida.
Tanteó con cuidado a su alrededor y al cabo de unos minutos localizó un trozo de cuerda cerca de la parte superior de la puerta. Al tirar de él oyó un chirrido ahogado, como si algo se estuviese levantando al otro lado de la puerta, y observó que había entrado un poco más de luz en el pasillo, cerca del suelo. Se agachó y vio una abertura. Bajó un poco la cuerda y la abertura quedó cubierta. Era una abertura del tamaño suficiente para que pasase por ella una criatura, pero no un hombre.
Soltó la cuerda despacio, observando cómo el rayo de luz exterior menguaba hasta casi desaparecer, y a continuación regresó por el pasillo y volvió a subir la escalera. Después de atisbar prudentemente a través de la trampilla para asegurarse de que nadie había entrado en el piso, salió enseguida, y luego hizo uso de las habilidades que tan útiles le resultaron en sus tiempos de espía para cerrar la puerta desde el exterior. Menos de un minuto después, salió a la calle y empezó a caminar a buen paso hacia Hyde Park.
Sin dejar de caminar, consultó su reloj de bolsillo. Madame Larchmont tenía que llegar a casa de él a esa misma hora. Aunque el breve vistazo que había echado a la vida de la joven le había proporcionado la respuesta a algunas de sus preguntas, por otra parte había engendrado docenas de dudas más. ¿Quién era ese niño? Había dicho que la señorita Alex era su amiga. ¿Vivía allí? Al margen del propio niño, no había encontrado indicio alguno de la presencia de un niño, ni ropa ni juguetes. Como tampoco había encontrado indicio alguno de la presencia de un hombre. ¿Quién era aquella «señorita Emmie» que había mencionado el niño? Otra pieza más del misterioso rompecabezas que componía a madame Larchmont.
Llegó a casa veinte minutos después y fue recibido por Ellis.
– ¿Está aquí? -preguntó Colin.
– Sí, señor. Ha llegado a las cuatro en punto. Tal como usted ordenó, le he pedido disculpas de su parte por no estar disponible enseguida y le he servido té en el salón. Le espera allí.
– Gracias.
Colin echó a andar a grandes zancadas por el corredor revestido de madera mientras se arreglaba los puños y la chaqueta. Se detuvo un momento en el umbral del salón y, al verla, se quedó inmóvil.
Estaba de pie ante el hogar, mirando el retrato que colgaba sobre la chimenea de mármol blanco. Un alegre fuego calentaba la habitación, disipando el tenebroso gris que entraba por las ventanas situadas a espaldas de la joven. Al observar su perfil, Colin se fijó en la ligera inclinación de la nariz y en el gracioso arco que formaba su cuello al mirar hacia arriba. A diferencia de la noche anterior, llevaba el cabello sujeto en un sencillo moño, con un par de rizos sueltos, brillantes y oscuros, que reposaban sobre su hombro. Su vestido de día, de color verde claro, resaltaba la textura cremosa de su piel, y cubrían sus manos unos guantes de encaje similares a los que llevaba la víspera. Todo en ella tenía un aspecto suave y femenino, y los dedos de Colin se crisparon con el vivo deseo de tocarla para descubrir si era tan suave como parecía.
La mirada de Colin recorrió la silueta de ella y, aunque el vestido era recatado, su imaginación evocó unas exuberantes curvas femeninas. La muchacha cambió de posición, inclinando la cabeza hacia la izquierda, y eso atrajo la atención de él más arriba. La joven se humedeció los labios con la lengua, y el cuerpo de Colin se tensó con un deseo inconfundible. Como si estuviese en trance, se encontró imitando la acción. Su imaginación encendida ardía con la imagen mental de su propia lengua rozando el grueso labio inferior de ella mientras sus manos exploraban las exuberantes curvas que insinuaban el vestido.
Una pequeña parte de objetividad volvió a la vida y le advirtió que semejantes pensamientos acerca de aquella mujer -una mujer que en el mejor de los casos era una ladrona, y que probablemente lo seguía siendo- eran del todo inadecuados, pero no había forma de detener las imágenes sensuales que lo bombardeaban.
Justo entonces, ella se volvió y sus miradas se encontraron. Colin trató de disimular, aunque al ver que la joven abría un poco los ojos supuso que debía de quedar en su expresión algún resto de sus pensamientos. Como en cada ocasión en que sus miradas se unían, se sintió ligeramente desestabilizado, un fenómeno misterioso que ni entendía ni le gustaba.
La expresión de la muchacha se suavizó y, con aire imperturbable, inclinó la cabeza.
– Buenas tardes, lord Sutton.
Cuando Colin fue a abrir la boca para hablar, observó con fastidio que su boca ya estaba abierta y que contenía el aliento. Diablos. El efecto que aquella mujer tenía en él era sencillamente… imposible. Nunca había permitido que sus pasiones lo esclavizasen -él las controlaba a ellas, y no al revés-, y no iba a empezar ahora. Apretó los labios, adoptó una expresión de pesar y se acercó a ella.
– Madame Larchmont, discúlpeme por hacerla esperar. Me han entretenido sin que pudiera evitarlo.
Se detuvo ante ella y se inclinó en un gesto formal, irracionalmente decepcionado al ver que ella no le ofrecía la mano. -Como me han ofrecido un ambiente tan agradable y un té tan delicioso para entretener la espera, no me quejaré, señor respondió la joven con una sonrisa-. Al menos, no demasiado.
Colin echó un vistazo al juego de té de plata colocado sobre la mesa de cerezo situada delante del sofá, y observó la vacía y las migas diminutas que quedaban en el plato.
– ¿Le apetece otra taza de té? ¿Más pastas?
– No puedo rehusar la oferta. Las pastas estaban deliciosas -contestó, volviendo a sonreír. Sus labios gruesos y encarnados fascinaban a Colin-. La verdad es que me encantan los dulces.
Por el amor de Dios, estaba embobado como si nunca hubiese visto unos labios. Muy molesto consigo mismo, se obligó a mirarla a los ojos, solo para sentirse distraído al ver que sus iris estaban salpicados de matices de un marrón más claro, como chocolate rociado con canela. Vaya. Él sentía especial afición por el chocolate rociado con canela.
Se aclaró la garganta.
– Le encantan los dulces… Eso es algo que tenemos en común. Siéntese, por favor -rogó, señalando el sofá.
La joven se volvió y pasó junto a él, dejando un aroma de naranjas a su paso. A Colin casi se le hizo la boca agua.
– ¿Cuáles son sus favoritos? -preguntó ella mientras se acomodaba sobre el cojín de brocado.
– ¿Mis favoritos?
– Dulces. A mí me encantan los pasteles escarchados, y siento debilidad por el chocolate.
– Yo no diría que no ni a una cosa ni a otra.
Ni a nada que a ti te pudiera encantar…, añadió en su mente.
Reprimiendo un gemido avergonzado por sus caprichosos pensamientos, Colin se acomodó en la butaca de cuero situada frente a ella. Ahora los separaba más de metro y medio y una mesa. Excelente.
– También siento debilidad por el mazapán.
La muchacha cerró los ojos y emitió un sonido que solo podía describirse como un ronroneo.
– Mazapán -dijo en tono suave y reverente.
Colin observó cómo sus labios formaban la palabra y se quedó paralizado, en la necesidad de removerse en su asiento. ¿Tenía idea de lo excitada que parecía? Sus ojos se abrieron despacio y lo miraron fijamente.
– Sí, es una maravilla -murmuró con una voz ronca que no sirvió para disipar la incomodidad que tenía lugar en los pantalones de Colin-. Sobre todo con una taza de chocolate.
– Estoy de acuerdo. Resulta que ese es mi tentempié favorito antes de acostarme.
La muchacha enarcó las cejas.
– ¿De verdad? ¿No es coñac u oporto y un puro?
– No, me temo que para mí es chocolate y mazapán.
Ella sonrió.
– Qué poco elegante, señor -opinó mientras inclinaba la cabeza hacia el juego de té-. ¿Le sirvo?
– Sí, gracias.
Colin se apoyó en el respaldo y la miró servir con una habilidad que no dejaba adivinar que hubiese pasado el tiempo robando carteras en lugar de tomar lecciones de urbanidad. Parecía muy tranquila y relajada, cómoda en su presencia, algo que lo irritaba más de lo que le habría gustado reconocer, pues él tenía que esforzarse por mantener una apariencia de calma. Lo cierto era que, a pesar de sus sospechas acerca de las motivaciones de ella, no podía dejar de admirar su aparente serenidad. Aunque esa era una característica excelente, y muy necesaria, para una ladrona.
– ¿Azúcar? -preguntó ella.
– Dos, por favor.
Después de pasarle la taza y el platillo, cogió las delicadas tenacillas de plata.
– ¿Pastas?
Él sonrió.
– ¿Es una pregunta retórica?
La joven le devolvió la sonrisa, revelando un par de hoyuelos poco profundos a ambos lados de los labios. Formaban un triángulo perfecto con la hendidura de la barbilla, una forma que Colin deseó ardientemente explorar.
– No le estaba preguntando si quería una, señor, sino cuántas quería.
– Mmm. Al parecer, he cometido un error estratégico al revelar mi debilidad por los dulces.
– Un hombre en su situación sabrá sin duda que revelar cualquier debilidad es siempre un error estratégico.
La muchacha colocó dos de los pastelillos escarchados en el plato y luego enarcó las cejas en un gesto de interrogación.
– Tomaré tres.
Alex añadió otro dulce al plato y se lo pasó. Observándola con atención, Colin rozó sus dedos de forma deliberada al aceptar el plato. Si la joven experimentó el mismo escalofrío apasionado durante el breve contacto, no dio muestras de ello.
– ¿A qué se refiere al decir «un hombre en su situación»? -preguntó él, rechazando la absurda irritación que le asaltaba.
Alex tardó varios segundos en responder porque, pese a la barrera de sus guantes de encaje, el roce de los dedos de él había minado su concentración. ¿Cómo podía afectarla así un simple contacto?
– A un caballero con título en busca de esposa. Imagino que, si las señoritas jóvenes de la alta sociedad se enterasen de su inclinación por los dulces, se vería usted inundado de regalos de confites.
– ¡Vaya! ¿Por qué no se me ha ocurrido? Creo que publicaré un anuncio en el Times proclamando mi amor por todas las cosas dulces.
Ella se echó a reír y se sirvió con destreza una pasta.
– ¿Solo una, madame Larchmont?
– Ya he tomado dos.
– Espero que eso no le impida seguir comiendo.
– Cometería un grave error de protocolo si comiese más que mi anfitrión.
La mirada de Colin se deslizó hasta la fuente de plata sobre la bandeja del té, en la que quedaba un trío de pastas.
– Pues yo no pienso salir de esta habitación hasta que esa bandeja esté vacía. Espero que no sea tímida y me ayude a terminar lo que queda.
– Tengo muchos defectos, señor, pero le aseguro que la timidez no es uno de ellos.
Una sonrisa curvó despacio la atractiva boca de él, inyectando calor en lugares secretos que la joven no deseaba sentir calientes y llevándola a preguntarse qué se sentiría al tener esa bonita boca contra la suya.
– Una información fascinante, madame Larchmont, aunque tal vez confesarlo sea un error estratégico por su parte.
– No ha sido una confesión sino una advertencia, señor. Así le preparo para el momento en que prescinda de la conversación educada y pase al tema del dinero que va a pagarme por echarle las cartas -dijo ella.
Colin enarcó las cejas.
– Me ha parecido preferible ser directa, dada nuestra conversación de anoche -añadió la joven-. No me gustaría que pensase que digo una cosa y quiero decir otra.
– En este caso, no creo que nadie pueda acusarla de eso. ¿Suelen pagarle antes de que preste sus servicios?
– Sí. Según mi experiencia, es lo mejor. He observado que si le digo a alguien algo que no le gusta demasiado…
– No desea pagar.
– Exactamente.
– ¿Tiene planeado decirme algo que no me guste?
La joven levantó la barbilla.
– Yo no planeo decir nada a nadie, lord Sutton. Solo transmito lo que las cartas indican.
Él no hizo ningún comentario, limitándose a llevarse la taza a los labios y tomar un sorbo de té mientras la observaba por encima del borde. Alex se obligó a sostenerle la mirada. Le parecía que estaban unidos en una silenciosa batalla de voluntades que ella se negaba a perder siendo la primera en apartar la mirada. Tras apoyar la taza en el platillo, Colin se levantó y se acercó al escritorio de caoba, junto a la ventana. Abrió el cajón superior, sacó una bolsita de piel y dejó caer varias monedas en la palma de su mano. Tras contar el importe que quería, retiró otra bolsita más pequeña y metió en ella las monedas. A continuación devolvió la bolsita más grande al cajón y regresó junto a la joven.
– Creo que este es el importe que acordamos -dijo.
Ella cogió la bolsa que él le tendía y luego dejó su taza en la mesa.
– Si no le importa, lo contaré, solo para asegurarme.
Colin volvió a su asiento y cogió una de sus pastas. Alex sentía el peso de su mirada mientras contaba rápidamente las monedas.
– ¿Está todo correcto? -preguntó él cuando terminó la joven.
– Sí.
– No es usted muy confiada.
Ella lo miró a los ojos.
– No pretendía ofenderle, lord Sutton. Simplemente pienso que es mejor no dejar nada al azar.
– No me he ofendido, se lo aseguro. Solo hacía una observación. Lo cierto es que admiro su prudencia, en especial tratándose de dinero. Como usted sabe, por nuestra querida ciudad vagan muchísimos ladrones.
– Soy consciente de ello, por desgracia -dijo la muchacha, con voz serena a pesar de sus latidos acelerados.
Alex trató de leer la expresión de Colin, pero sus rasgos no revelaban nada en absoluto. De nuevo, se sintió como un ratón entre las zarpas de un gato.
– ¿Ah, sí? Espero que no haya sido víctima de algún rufián.
– Recientemente, no, pero me refería a que es imposible vivir en Londres y no ser consciente de la triste situación de pobreza en la que viven tantos ciudadanos. Por desgracia, la necesidad puede empujar a las buenas personas a hacer cosas malas y desesperadas.
– Como por ejemplo robar.
– Sí.
Los ojos verdes del hombre la miraron con fijeza.
– Pero algunas personas, madame Larchmont, son sencillamente malas.
– Sí, lo sé.
Desde luego, lo sabía muy bien. Con la intención de cambiar de tema, Alex indicó con la barbilla el gran retrato colgado sobre la chimenea.
– ¿Su madre?
Los ojos de él se fijaron en el cuadro, y Alex se volvió para mirar la imagen de una preciosa mujer con un vestido de color marfil. Estaba de pie en un jardín lleno de flores de tonos pastel, y una brisa invisible le agitaba con suavidad las faldas y el brillante cabello oscuro. Tenía en los labios una suave sonrisa, y en sus ojos verdes brillaba una expresión traviesa. Cuando Alex dirigió su atención de nuevo hacia lord Sutton, vio que un músculo se le movía en la mandíbula y que tragaba saliva.
– Sí -dijo él en voz baja-. Es mi madre.
– Es muy guapa.
De la forma en que siempre había imaginado a su propia madre. Feliz. Sana. Bien vestida. Querida. Desde luego, querida por alguien que no fuese una niña sucia, hambrienta y asustada que no supo cómo cuidarla cuando la enfermedad cayó sobre ella.
Él apretó los labios durante varios segundos y luego asintió.
– Muy guapa… Sí, lo era. También por dentro. Terminaron el retrato justo antes de que muriese.
En su voz se percibía una honda pena y, cuando miró a Alex, la joven se sintió conmovida al ver la tristeza en sus ojos.
– Lo siento -dijo ella sin saber qué responder, aunque comprendía de sobras el dolor de perder a una madre-. Era joven.
Colin frunció el ceño.
– Tenía la misma edad que tengo yo ahora.
– Tiene usted sus mismos ojos.
La mirada del hombre se dirigió de nuevo hacia el cuadro.
– Sí. También heredé su amor por los dulces.
Se produjo un largo silencio, y luego sus ojos adoptaron una expresión ausente.
– Nos llevaba a mi hermano y a mí a la pastelería Maximillian, en Bond Street -continuó-. Nos pasábamos mucho rato eligiendo, muy serios y correctos. Pero en cuanto entrábamos en el carruaje para volver a casa -añadió con una leve sonrisa-, acometíamos los paquetes y comíamos y reíamos hasta que nos dolían las costillas. Su risa era mágica. Contagiosa…
Alex se quedó inmóvil, conmovida por el tono íntimo y melancólico del hombre, que había pronunciado la última frase como quien piensa en voz alta. Era evidente que había querido mucho a su madre y que esta lo había amado también mucho. La joven sintió una punzada de envidia. Qué bonito sería tener recuerdos de salidas felices. La invadió un dolor extraño y perturbador que no pudo calificar. ¿Lástima por la pérdida de él? ¿Autocompasión por su propia pérdida? ¿Cómo podía añorar algo que nunca había conocido?
– ¿Y su padre? -preguntó ella.
Él parpadeó como si despertase y dirigió de nuevo su atención hacia la joven.
– Tal como mencioné anoche, volvió a casarse hace poco. Su esposa es tía de la esposa de mi hermano. Es una lástima que lady Victoria, la mujer de mi hermano, no tenga una hermana. Si la tuviese, me casaría con ella así -dijo, chasqueando los dedos- y no tendría que perder el tiempo buscando una prometida adecuada.
– Creo que más le valdría guardarse para sí la frase «perder el tiempo buscando una prometida adecuada». Hasta la más práctica de las mujeres aprecia un poco de romanticismo.
– ¿Y usted se considera práctica?
– Por supuesto.
La mirada del hombre clavada en la suya le dio la impresión de estar sentada demasiado cerca del fuego.
– Y sin embargo aprecia el romanticismo.
– Por supuesto. Pero no hablaba de mí misma, lord Sutton. Hablaba de las señoritas de la alta sociedad entre las que buscará a su futura esposa.
– ¿Así se ganó su afecto monsieur Larchmont? ¿Con romanticismo?
– Naturalmente -respondió ella, cogiendo su taza de té y observándolo por encima del borde-. Con eso y con su natural reserva.
– Ah, es hombre de pocas palabras.
– Muy pocas.
– Es más un hombre de… acción.
– Eso lo describe a la perfección, sí.
– ¿No posee el hábito que, según usted, tienen los hombres de decir una cosa y querer decir otra?
– No. Cuando dice «tengo hambre» quiere decir «tengo hambre».
– Ya veo -contestó lord Sutton. Su mirada se deslizó hasta los labios de ella, donde permaneció varios segundos. Alex se detuvo en el acto de alargar la mano para coger una pasta de té-. Y por lo tanto supongo que cuando dice «tengo hambre» se refiere solo a la comida… y no a cualquier otra clase de hambre que inspire su esposa.
La muchacha se sofocó de pronto, consciente a su pesar del misterioso atractivo de su anfitrión. Se obligó a continuar alargando la mano para coger la pasta y observó incómoda cómo sus movimientos resultaban bruscos.
– Sí, da gusto lo sincero que es -respondió mientras forzaba una sonrisa-. Él y yo somos muy parecidos.
– ¿Se considera usted directa?
En absoluto.
– Mucho.
– Eso es… reconfortante. No hay mucha gente que lo sea.
Antes de que la joven pudiese determinar si había algún sentido oculto tras las palabras de él, lord Sutton alargó el brazo para coger una pasta de té y volvió a hablar.
– ¿A él le gusta vivir con usted aquí en Londres?
La muchacha frunció el ceño.
– ¿A él?
El hombre inclinó la cabeza y la miró con expresión de duda burlona.
– A su marido.
Por el amor de Dios, ¿qué le ocurría?
– Por supuesto. ¿Por qué lo pregunta? -dijo con brusquedad, irritada consigo misma por perder el hilo de la conversación y con él por persistir en sus preguntas.
Él se encogió de hombros.
– Solo me preguntaba si echaba de menos su Francia natal.
– ¡Ah! A veces. Sin embargo, se ha adaptado muy bien.
– ¿Cuánto tiempo llevan casados?
– Tres años. En cuanto a sus cartas…
– ¿Tienen hijos?
– No. Sus cartas…
– ¿No le acompaña a las fiestas a las que asiste?
Si esperaba hacerla reaccionar, la joven no pensaba darle ese gusto.
– No, no le gustan las multitudes.
– ¿También es echador de cartas?
– No. Dígame, lord Sutton, cuando haya elegido esposa, ¿piensa quedarse en Londres?
– No. ¿Cuál es su ocupación?
– ¿La de quién?
– La de monsieur Larchmont.
La joven apoyó la taza sobre la mesa y levantó un poco la barbilla.
– Es cazador de ratas, señor -declaró en tono desafiante.
En realidad, la joven anhelaba que él hiciese algún comentario sobre tan humilde ocupación. De ese modo, ella podría irritarse y así sentir algo, lo que fuese, distinto de aquella conciencia casi dolorosa de la presencia del hombre. Lo dejaría aplastado diciéndole que, de no ser por los cazadores de ratas, los bichos invadirían los hogares de los nobles arrogantes como él. Pero lord Sutton se limitó a asentir, sin dejar de mirarla a los ojos.
– ¿Hace mucho que es cazador de ratas?
– Desde que lo conozco.
Maldición. ¿Por qué hacía tantas preguntas? Ninguno de los otros miembros de la nobleza mostraba aquella curiosidad. Y ¿cómo se las había arreglado para que la conversación girase otra vez en torno a ella?
– Se hace tarde, lord Sutton -dijo en tono firme, decidida a recuperar, y conservar esta vez, las riendas de la situación-. Más valdría que comenzásemos la lectura de sus cartas porque tengo que marcharme pronto.
– ¿Tiene otro compromiso esta noche?
– Sí.
– ¿La fiesta de lady Newtrebble?
Ella asintió, y en ese momento cayó en la cuenta. De pronto se sintió alarmada, pero enseguida la asaltó una oleada de calor.
– ¿Usted también asistirá?
– Sí. Debo seguir buscando a mi prometida, ¿sabe? -respondió él con una sonrisa maliciosa y demasiado atractiva-. Tengo la esperanza de que las cartas puedan decirme de quién se trata.
Fuera quien fuese, Alex le deseó suerte para resistirse a aquel hombre de peligroso atractivo.
– Sí. Para acabar con toda esa pérdida de tiempo. Entonces ¿empezamos?
– Desde luego.