Capítulo 18

Alex estaba sentada junto a la mesa donde echaba las cartas en el abarrotado y elegantísimo salón de lord y lady Ralstrom, justo debajo de la balconada a la que se asomaba la galería del primer piso de la mansión. Mientras echaba las cartas, iba escuchando las voces a su alrededor, con la esperanza de reconocer ese ronco suspiro que había oído en el estudio de lord Malloran. Pero hasta ese momento no había oído ningún sonido parecido. Su situación le permitía una excelente vista del salón, así que pasaba mucho rato mirando a los invitados.

Desafortunadamente, no le gustaba lo que había visto.

Cada vez que levantaba la vista, Colin, quien se había situado cerca de ella junto a un grupo de macetas de palmeras por si acaso ella le hacía el acordado signo al oír la voz, había estado conversando con una mujer diferente, cada una más hermosa que la anterior y todas ellas ataviadas con carísimos trajes de noche a la última moda, con el cabello, el cuello y las muñecas adornados con brillantes piedras preciosas. Aunque no estaba suficientemente cerca para oír la conversación que mantenían, había oído de vez en cuando la risa de Colin. Cada vez que había dirigido la mirada hacia él, lo había visto sistemáticamente sonriendo a alguna hija casadera de algún aristócrata acaudalado, que miraba a Colin con brillo, en algunas ocasiones de seducción, en los ojos.

¿Y quién podía culpar a ninguna mujer de hacerlo? Su belleza morena, su figura fuerte y atlética vestida con un traje elegante de noche y una camisa de un blanco níveo lo hacían, sin duda alguna, el hombre más atractivo del salón. Incluso sin el beneficio de su elevada posición social, habría atraído más atención femenina que la media. Con su riqueza, su título y el hecho públicamente conocido de estar buscando activamente esposa, parecía como si, igual que colibríes aguardando su turno para saborear el néctar, todas las mujeres en la habitación merodeasen a su alrededor.

Y maldita sea, a Alexandra le habría gustado tirarlas a todas ellas al suelo. Justo en ese momento estaba hablando con la encantadora lady Margaret. Como si no bastase con su belleza, se les acercó lady Miranda, la prima de lady Malloran. Observando a las dos hermosas mujeres, una de ellas una rubia delicada y pálida y la otra una exuberante morena, se preguntó si alguna de ellas sería la que había escrito la nota con fragancia de rosas firmada con una simple M, que había visto en la sala de Colin. Esa M que estaba deseando volver a verlo. Bueno, las dos mujeres lo estaban volviendo a ver en ese momento, y lo miraban con esa calculada premeditación con la que un gato observaría a un ratón untado con nata.

Lady Miranda le sonrió y después extendió la mano. Alex, sumida en unos inevitables celos agónicos, contempló cómo Colin levantaba la mano de la mujer -una mano que ella sabía que sería blanca como los lirios y perfecta y sin las durezas o las marcas del duro trabajo-. Y se la llevaba a la boca para acariciar sus dedos con los labios. Aunque el gesto era absolutamente respetable y Colin le soltó la mano de forma inmediata, Alex tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse de la silla y no lanzarse blandiendo un pañuelo en la mano para borrar la huella de la boca de Colin de esa maldita mano perfecta y la sensación de esa mano de los labios de él.

Dios mío, las cosas no iban bien. Ninguna de esas mujeres había hecho nada malo. Todas tenían todo el derecho del mundo a hablar y a flirtear con él. Igual que él con ellas. Era ella la que tenía que recordar que Colin no le pertenecía, que nunca podría pertenecerle, excepto del modo más superficial y pasajero. Despacio, tomó una larga bocanada de aire y apretó los labios, cerrando los ojos para borrar la dolorosa visión: dos mujeres hermosas que lo tenían todo para poder conseguir lo que Alex quería y nunca podría tener.

A Colin.

No tenía ningún derecho sobre él. Su mente y su sentido común así se lo decían. Pero, Dios, notaba el corazón pesado, como si se lo hubiesen atravesado. Y él ni siquiera había escogido todavía una esposa. Si Alex sufría ya tanto, entonces ¿cómo iba a poder soportarlo cuando Colin le dijese que había escogido a la mujer con la que iba a pasar el resto de sus días, a la que iba a hacer el amor, la que iba a engendrar a sus hijos? ¿Cómo iba a poder soportarlo cuando él le dijese adiós?

– ¿Tengo la suerte de encontrarla libre para una sesión, madame?

Alex abrió los ojos de golpe al oír la voz profunda que hacía la pregunta y se encontró frente a Logan Jennsen. En sus labios había una sonrisa indolente y un brillo malicioso iluminaba su mirada.

Alexandra se sintió aliviada al encontrarse con una cara conocida y poder así concentrarse en alguien diferente. Le sonrió.

– Sí, estoy libre para una sesión, Logan, así que por favor, siéntate.

– Gracias.

Logan se acomodó en la silla que había frente a ella y, para su consuelo, se dio cuenta de que su talla y su anchura le tapaban totalmente la visión del salón. Excelente. Ojos que no ven, corazón que no siente. O por lo menos eso quería pensar.

– Ninguna de ellas puede compararse contigo -dijo Logan.

– ¿Disculpa?

– Lady Miranda y lady Margaret. Por lo que a mí respecta, a tu lado pasarían totalmente desapercibidas.

Alexandra no pudo evitar reírse.

– Hablas como un verdadero amigo, pero eres un mentiroso espantoso.

– A decir verdad, soy un mentiroso compulsivo, pero en esta ocasión, digo la verdad. -La recorrió con la mirada-. Estás encantadora esta noche.

– Gracias. Tú también.

– Esta es la mejor conversación que he tenido en toda la noche -dijo sonriendo.

Alexandra le sonrió también y cogió sus cartas.

– Yo también. Y ahora dime, ¿cuál es la pregunta que querrías que respondiera?

– Estaría encantado de oír cualquier cosa que quisieras contarme -dijo abriendo las manos-. Especialmente si son buenas noticias.

– ¿Qué considerarías buenas noticias?

– Que cierta dama me encuentre tan fascinante como yo la encuentro a ella.

Al ver la mirada de advertencia en los ojos de Alex, Logan levantó las manos con un gesto que indicaba que se rendía.

– Tú has preguntado.

– ¿Y qué te parece si te digo que estás destinado a comprar otra flota de barcos?

Logan le lanzó una atractiva sonrisa y se le marcaron los hoyuelos de las mejillas.

– Desde luego, no lo consideraría malas noticias. ¿Es eso lo que me tiene reservado el destino?

Haciendo un esfuerzo para no estirar el cuello y mirar por encima del hombro de Logan, Alex empezó a reírse.

– Vamos a ver qué predicen las cartas.


Colin fingía interés por lo que le estaba diciendo lady Margaret, asintiendo educadamente, pero le estaba resultando un gran esfuerzo. Maldita sea, ese americano, Jennsen, estaba sentado ante la mesa de Alexandra. ¿Qué demonios estaba haciendo? Ella ya le había echado las cartas en la fiesta de los Newtrebble y había tenido una sesión privada, lo que significaba que lo que le atraía era la adivina y no las cartas. Si ese bastardo decía o hacía algo negativo, se encontraría tirado encima de los setos del jardín, cabeza abajo.

Por supuesto, se había sentido del mismo modo con los otros hombres, once en total -y no es que estuviera contándolos-, que habían visitado la mesa de adivina de Alexandra aquella noche. Ella les había sonreído a todos y él había tenido que apretar los dientes, dolorosamente consciente de la presencia de ella mientras solo a medias escuchaba a las mujeres a las que debería haber estado prestando atención.

Maldita sea. Eso… fuera lo que fuese lo que había hecho ella con él, cualesquiera fuese el hechizo que le había lanzado, no le hacía ningún bien. ¿Cómo se suponía que iba a poder concentrarse en encontrar una esposa si la única mujer en la que lograba pensar era en ella? Aunque lanzaba un comentario por aquí, una sonrisa por allá y asentía todo el rato, su atención estaba centrada completamente en ella. Pero ahora aquel enorme patán de Jennsen le estaba tapando la vista, y maldita sea, ¿era posible que aquel bastardo le estuviera besando la mano?

Todo él se sintió estremecer por un repentino y puro ataque de celos y apretó los dedos alrededor de la cristalina copa de champán.

– Si las damas me excusan… -dijo a lady Margaret y a lady Miranda, procurando educadamente que no notasen la impaciencia en su tono.

Después de saludarlas con una reverencia, se dio la vuelta y empezó a abrirse paso entre la multitud con la mirada fija en Alexandra, dejando de lado sus celos y concentrándose de nuevo en su seguridad. Cualquiera de los hombres que había visitado su mesa aquella noche podía ser el asesino de la voz ronca. Incluido Jennsen.

No había dado más de media docena de pasos cuando le cortó el paso su cuñada.

– Al fin, una oportunidad de hablar contigo, Colin -dijo Victoria con la mirada iluminada por… algo, algo que él estaba demasiado distraído para intentar descifrar-. Has estado rodeado de gente toda la noche.

– Victoria -murmuró, mirando por encima de ella y dándose cuenta con amargura de que Alexandra y Jennsen se estaban riendo.

– ¿Puedo robarte un momento? -preguntó Victoria.

Deseaba gritar que no y seguir su camino pero le pudo el sentido común. Estaba claro que no era culpa de Victoria que él se sintiese tan endiabladamente irritado y frustrado. Volviendo la atención a su cuñada, hizo un esfuerzo por sonreír.

– Por supuesto.

– ¿Podemos salir del salón para tener algo de intimidad?

– ¿Es necesario? -le preguntó Colin en voz baja inclinándose hacia ella-. No quiero estar fuera en caso de que Alexandra vuelva a oír la voz.

– Nathan la está vigilando -dijo señalando a su marido que tenía una visión completa de la mesa de Alexandra-. Conoce la señal. Solo te retendré un momento.

Colin miró a Nathan, quien le hizo un gesto perceptible solo para él.

– Muy bien -dijo, no muy dispuesto pero sabiendo que no podía decir que no sin resultar grosero.

Se dirigieron hacia los ventanales que conducían afuera. El cielo parecía un manto aterciopelado con diamantes incrustados y en él brillaba la luna como una perla reluciente, bañando con su luz plateada las baldosas de la terraza. Una brisa cálida, aromatizada por la delicada fragancia de las flores nocturnas, movía las hojas. Colin se detuvo junto a unos maceteros de tejos perfectamente cortados y, volviéndose hacia Victoria, le preguntó:

– ¿De qué deseabas hablarme?

– De tu búsqueda de esposa.

– ¿Qué pasa con eso?

– Me preguntaba cómo iba, si progresaba.

No progresa, pensó.

– Bien.

Algo brilló en los ojos de Victoria. ¿Dudas? No estaba seguro, pero, francamente, no le importaba.

– Ya veo. ¿Bien en el sentido de que estoy conociendo a docenas de mujeres fascinantes e interesantes a las que encuentro atractivas o bien en el sentido de que no podría decirte el nombre de ninguna de las mujeres con las que he hablado esta noche porque mi pensamiento está en otra parte?

Maldición… Un grupo de caballeros se había parado junto a los ventanales tapándole la visión de Alexandra.

– Bien como… bien.

– Ah, espléndido. ¿Has tomado alguna decisión?

– ¿Decisión?

– Ya sabes, descartar unas cuantas, decidir si alguna tiene potencial, ese tipo de cosas.

El grupo de caballeros se amplió tapándole aún más la vista. ¿No podían esos tipos beber oporto o fumar puros en otro sitio?

– Mmm. No.

– Eso me temía, y es por eso por lo que estoy dispuesta a ofrecerte mi ayuda.

Maldita sea, ¿cuánto rato iban a estar esos hombres ahí parados?

– ¿Ayuda? ¿Para qué?

– Para buscar esposa -dijo Victoria en tono exasperado, pero lenta y claramente.

Colin hizo un esfuerzo para disimular su propia exasperación y se obligó a mirar a su cuñada.

– ¿Qué pasa con ese tema?

Victoria lo observó durante varios segundos, con la mirada desconcertantemente tranquila, con expresión indescifrable. Pero ¿por qué todas las mujeres debían ser tan frustrantemente difíciles de entender?

Finalmente, Victoria se aclaró la garganta.

– Estaba dispuesta a ofrecerte mi ayuda para buscar esposa, pero parece ser que no es necesario.

– No, no lo es. -Algo en su tono y en sus ojos disparó la alarma en Colin-. ¿Por qué no lo es?

– Porque parece ser que ya has hecho tu elección.

Con el rabillo del ojo, vio que el grupo de caballeros se movía y echó un vistazo al salón.

– ¿Eso he hecho?

– Claramente -respondió Victoria. Vaciló y luego dijo con calma-: He hablado con Nathan y sé que no está casada.

– ¿Quién?

Maldición, otro grupo de caballeros le tapaba de nuevo el salón.

– Tu elección.

De nuevo volvió su atención a Victoria quien, por alguna razón, estaba hablando de la forma más enigmática.

– ¿Qué pasa con ella? -le preguntó.

– Que no está casada.

Se apretó las sienes con los dedos.

– Claro que, quienquiera que sea, no está casada. No puedo escoger a una mujer que ya está casada.

Como un rebaño de lentas vacas al fin el grupo se puso en movimiento, despejando la vista. Y se quedó petrificado.

Alexandra y Jennsen estaban de pie junto a la mesa y ella le estaba cogiendo del brazo y sonriendo. El rostro de Jennsen reflejaba la inconfundible expresión de un hombre al que le gustaba mucho lo que estaba viendo, un hombre que deseaba lo que estaba viendo. El americano se inclinó a decir algo a Alexandra, y después se perdieron juntos entre la gente. Todo él era una mezcla de rabia, preocupación y celos. Por su seguridad, se suponía que Alex no debía abandonar el salón. ¿Adónde demonios iba?

– Perdóname -le dijo a Victoria y, sin esperar su respuesta, atravesó la terraza y volvió a entrar en el salón.

Colin pasó la vista por la habitación y los vio junto al ponche. Con la mandíbula en tensión se dirigió hacia allí y casi se cae sobre Nathan, quien apareció como por arte de magia en medio de su camino.

– Ella está bien -dijo Nathan en un susurro, bloqueándole el paso-. Tú, en cambio, parece que necesitas un brandy. -Y le tendió una copa de cristal.

– Lo que necesito -dijo Colin entre dientes e ignorando la bebida que le ofrecían- es saber qué demonios cree que está haciendo.

– Es obvio lo que está haciendo. Está tomando un vaso de ponche.

– Con ese maldito americano que, por lo poco que sabemos, podría ser la persona que estamos buscando.

– Y por eso Wexhall está junto a ella, listo para intervenir si él intenta llevársela a solas. Está perfectamente a salvo. Quien me preocupa eres tú.

Las palabras de Nathan atravesaron el miedo, la rabia y los celos que lo envolvían y se pasó las manos por el rostro.

– Estoy bien.

– No, no lo estás. Estás enfadado con Jennsen por mirarla como si estuviera muriéndose de sed y ella fuese una bebida refrescante. No te culpo. Yo me sentiría igual que tú si estuviera en tu situación y probablemente le habría plantado cara hace tiempo. Lo haría si cometiese el error de mirar a Victoria de ese modo.

Colin tomó aire y sintió un tremendo cargo de conciencia.

– Victoria… La he dejado sola en la terraza.

– Ha sabido encontrar el camino de vuelta. Es bastante independiente. Está hablando con lady Margaret y lady Miranda, las dos otras damas a las que has abandonado bruscamente.

Nathan le tendió el vaso de brandy, y Colin le dio un buen sorbo notando el calor de la bebida descendiendo por la garganta.

– Ambas son hermosas -dijo Nathan.

– Supongo.

– ¿Te gusta alguna de las dos?

Ni por asomo, pensó.

– Es agradable hablar con ellas -dijo.

– ¿Ah, sí? ¿De qué estabais hablando?

No tenía la más remota idea. Y por la expresión poco inocente de Nathan, supo que su hermano tenía claro que no se había enterado de nada.

– Del tiempo.

Probablemente.

– Ah, sí, un tema fascinante. Pero me refería a si alguna de ellas te gustaba como candidata al matrimonio.

Antes de responder, Colin tomó otro sorbo del potente licor en un intento fallido de llenar el vacío que le había producido la idea de casarse con cualquiera de ellas.

– Desde un punto de vista práctico, cualquiera de las dos funcionaría.

– ¿Y desde un punto de vista no práctico?

Lo invadió un profundo desánimo.

– Ahora mismo, la idea de pasar el resto de mi vida con cualquiera de ellas resulta… -Su voz interior le dijo «deprimente», pero él añadió-: Difícil de imaginar.

– ¿Y por qué crees que te pasa eso?

– Porque en este momento -dijo Colin irritado- tengo otras cosas en la cabeza. La fiesta de Wexhall es la semana próxima y esperemos que cuando haya pasado, hayamos podido resolver todos los interrogantes de este misterio; así podré concentrarme en la búsqueda de esposa.

– ¿Crees que estarás más capacitado para escoger uno de esos diamantes de sociedad después de la fiesta de Wexhall?

– Sí, por supuesto.

Nathan murmuró algo que sonó sospechosamente parecido a «estúpido idiota» y después le dio una palmada en el hombro a su hermano.

– Te deseo suerte. De verdad. Pero siendo como soy alguien que muy recientemente ha pasado por exactamente lo mismo a lo que te vas a enfrentar, solo puedo ofrecerte mi más profunda compasión y mis mejores deseos de que se resuelva tan bien como se resolvió para mí.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– De la batalla.

– ¿Qué batalla? -Entre tu mente y tu corazón. -No sé a qué te refieres. Nathan le apretó el hombro. -Lo sabrás. Buena suerte.


Alex estaba sentada a solas junto a su mesa de adivina, disfrutando del breve respiro. Dirigió su mirada hacia Colin y vio que de nuevo estaba en compañía de una hermosa joven. Parecía estar escuchándola, pero justo en ese momento desvió la mirada hacia ella. Sus miradas se cruzaron y Alex notó el impacto de sus ojos por todo el cuerpo. Intentó mirar hacia otro lado, pero no pudo.

Sin embargo, estaba claro que Colin no estaba sufriendo como ella, porque de pronto desvió la mirada hacia arriba, por encima de su cabeza. Frunció el ceño y entornó los ojos, para abrirlos de golpe. Volvió la vista hacia ella y, abalanzándose hacia delante, empezó a mover las manos como si intentase apartar algo.

– ¡Alexandra! -gritó corriendo hacia ella-. ¡Muévete! ¡Muévete!

Asustada, se puso de pie y dio la vuelta a la mesa. Un instante más tarde, una enorme urna de piedra se estrelló contra la silla donde había estado sentada segundos antes. La silla se quebró con el peso y la urna se rompió levantando una nube de polvo.

Inmóvil por la impresión, se quedó mirando el desastre mientras la gente gritaba a su alrededor.

– Alexandra -dijo Colin en voz baja y tensa. La tomó por los hombros y la movió con delicadeza-. ¿Estás bien?

– Estoy… bien. Gracias. -Apartó la mirada de la silla y la urna rotas para mirarlo-. ¿Qué ha pasado?

– La urna ha caído desde el balcón de la galería.

El doctor Oliver se abrió paso entre el gentío y llegó hasta ellos. Pasó la mirada por el cuerpo de Alex.

– ¿Está herida?

– No.

Las rodillas se le doblaron al darse cuenta de pronto de lo que habría ocurrido de haberla golpeado aquella urna…

Cerró los ojos y notó cómo los dedos de Colin le sujetaban del brazo. La gente se agolpaba a su alrededor y el tono de sus voces subía.

– Madame Larchmont no está herida -dijo Colin dirigiéndose a los invitados.

Alexandra abrió los ojos y se encontró con la mirada de Colin, con sus ojos verdes.

– Me has salvado la vida -susurró.

Antes de que pudiera responder, apareció lord Relstrom. Contempló los destrozos a través de su monóculo y dijo:

– Increíble. Está claro que movieron la urna para limpiarla y después no la colocaron adecuadamente. Reciba mis más sentidas disculpas, madame Larchmont, y no le quepa duda de que encontraré al responsable de este terrible descuido.

– Gracias, milord -dijo Alex después de tragar saliva.

– ¿Hay algún lugar tranquilo donde pueda recuperarse del susto? -preguntó Colin a lord Relstrom en voz baja.

– Por supuesto. Síganme.

Algunos minutos más tarde, refugiada en el estudio privado de lord Relstrom y bajo las atentas miradas de lady Victoria, del doctor Oliver y de Colin, Alex daba sorbos a un vaso de brandy.

– No creo que fuese un accidente -dijo Colin en cuanto lord Relstrom hubo salido de la habitación.

– Mi padre se ha dirigido al balcón inmediatamente -dijo lady Victoria-. Si alguien empujó esa urna, lo encontrará.

Colin fue hasta el aparador y se sirvió una generosa copa de brandy que se bebió de un trago. Notó el calor de la bebida bajando por la garganta y rezó para que sirviese para relajar la tensión que lo estaba atenazando.

Cerró los ojos, pero la imagen de aquella urna tambaleándose justo encima de la cabeza de Alexandra lo acongojaba.

Se veía de nuevo testigo de cómo iba a caer sobre ella y consciente de no poder alcanzarla a tiempo. Quizá algún día pudiese recuperarse del espantoso terror de ese momento, pero no aquella noche.

Lo invadió una furia que nunca antes había conocido. Quienquiera que hubiese intentado hacerle daño pagaría. Se aseguraría de que así fuese.

Llamaron a la puerta y el criado de lord Ralstrom hizo entrar a lord Wexhall.

– ¿Y bien? -preguntó Colin sin preámbulos.

– El balcón estaba vacío -explicó Wexhall-, pero dado lo oscuro que estaba, alguien podría haber empujado la urna sin ser visto y luego escabullirse por alguna de las puertas o por la escalera de atrás.

Colin contempló a Alexandra. Estaba pálida pero parecía tranquila. Se había obligado a mantener una distancia física entre ellos desde que habían entrado en la habitación, para no dejarse llevar por el impulso de tomarla en sus brazos e impedir que se marchase nunca más. Es lo que estaba deseando hacer, así que necesitaba una tarea con la que distraerse.

– Como Alexandra no está herida -dijo-, me gustaría investigar el balcón yo mismo. Ya os diré si descubro algo.

Después de recorrer el balcón durante treinta minutos y no encontrar nada, Colin bajó de nuevo y al entrar al salón, donde la fiesta había recuperado todo su esplendor, notó los ojos de alguien en la espalda. Se dio la vuelta y se encontró frente a frente con Logan Jennsen.

– ¿De verdad está bien? -le preguntó Jennsen.

– Sí -dijo Colin apretando los puños.

El americano arqueó las cejas notando el tono cortante de Colin.

– Me gustaría verla. ¿Sabe dónde está?

– Lo sé, pero como le he dicho, está bien. No hay ninguna necesidad de que vaya a verla.

Por unos momentos, se hizo un silencio tenso. Después, Jennsen dijo en tono calmado:

– Por lo que he oído, va usted a volver a Cornualles muy pronto con una de esas elegantes damas de sociedad como esposa. Soy un hombre paciente, y Alexandra bien merece la espera. -Le lanzó a Colin una fría sonrisa-. Afortunadamente para ella y para mí, yo no soy esclavo de uno de esos sublimes títulos ingleses. Buenas noches, Sutton.

Colin lo vio marchar, sabiendo que, desgraciadamente, Jennsen tenía toda la razón del mundo.


Alex se esforzó en sonreír y dio las buenas noches a lord Wexhall, a lady Victoria y al doctor Oliver en el vestíbulo de la casa de Wexhall y después subió la escalera hacia su habitación notando la pesadez de sus piernas, eternamente agradecida de que la noche hubiese finalmente tocado a su fin. Una vez Colin volvió de su infructuosa búsqueda al estudio, se habían marchado. Entre el accidente y todas las horas anteriores viéndolo rodeado de todas aquellas mujeres hermosas coqueteando con él, Alex había tenido bastante. Si hubiese tenido que soportar ver una sola mujer más dejando caer las pestañas mientras lo miraba, habría…

Lanzó un profundo suspiro. No habría hecho nada.

Porque no había nada que hacer. Solo tragarse su pena y sonreír y pretender que no le importaba, que el hecho de que pronto otra mujer poseería al hombre al que ella deseaba para sí de forma tan estúpida y desesperada no le dolía tanto que apenas podía respirar.

Aumentaba su pesar saber que pronto su aventura se habría terminado. Había dicho que acabaría cuando él se decidiese por una joven como esposa. ¿Había elegido aquella noche la mujer con la que comprometerse?

Excepto por los momentos inmediatamente posteriores al accidente, la había estado evitando toda la noche, no se había acercado a la mesa donde ella echaba las cartas, no le había dirigido la palabra. Ella lo había estado buscando con la mirada en tantas ocasiones que había perdido la cuenta, pero por lo que había visto, aunque él había estado cerca para garantizar su seguridad, no había mirado en su dirección. Incluso cuando se marchó de la fiesta con los Wexhall, la había saludado con un gesto formal, un educado buenas noches, la alegría de que no hubiera sufrido herida alguna, y su expresión inescrutable. No había hecho gesto alguno para besarle la mano ni siquiera para tocarla, y por más que quisiera convencerse de lo contrario, su frío distanciamiento le dolía muchísimo.

¿Dónde estaba el hombre que la había deseado tan furiosamente aquella misma mañana, que había sido incapaz de no tocarla, cuyos ojos habían ardido en deseo de poseerla? No había señal de ese hombre aquella noche. En su lugar, se había encontrado con un extraño distante que no la había mirado con el más mínimo deseo. De hecho, había hecho falta una urna que casi la aplasta para que mostrase emoción alguna.

Alex caminó lentamente por el pasillo, sintiendo un nudo de tristeza en el estómago. Estaba claro que, aunque Colin estaba preocupado por ella, ya se había cansado. Al verla en el mismo salón que todas aquellas brillantes joyas de sociedad se había dado cuenta de que ella era solo una burda imitación y, al comparar, Alexandra había salido claramente perdiendo.

Recordó las advertencias de Emma: «Sabes que un hombre como él solo te tomará y luego te… tirará como quien tira las sobras del día anterior. Sabes que te romperá el corazón».

Sí, lo sabía. Sabía que su aventura, su cuento de hadas, iba a acabar. Simplemente no había pensado que acabaría tan pronto, ni que su desprecio resultaría tan doloroso. No había pensado en que iba a tener que seguir viéndolo cuando tomasen caminos diferentes. Una cosa era que, por decoro, simulasen en una velada que no había nada entre ellos. Otra cosa muy distinta era pretender que no sentía nada porque su relación era ya… nada. La idea de mantener la farsa de que todo iba bien delante de su familia en la casa de Wexhall la hizo estremecer de horror.

Maldita sea. Quería irse a casa, a su casa, donde todo era familiar, donde tenía una misión, donde la necesitaban. Faltaba una semana para la fiesta de Wexhall. Una vez hubiese concluido, tenía la intención de volver al sitio al que pertenecía.

Entró en su dormitorio y se apoyó en la madera. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de cansancio.

– Echa la llave.

Alexandra dio un respingo y abrió los ojos de golpe ante la petición de una voz suave y profunda que provenía de un rincón sin luz. Aunque no podía verlo, reconoció la voz de Colin y un temblor recorrió su cuerpo.

Con el corazón acelerado y la mirada buceando en la oscuridad, buscó con las manos la recargada llave que colgaba de la cerradura y, al notar el metal entre sus dedos, giró la muñeca. El sonido de la cerradura reverberó en toda la habitación. Y en ese momento la llave que había mantenido cerrado su corazón se abrió dejando escapar un torrente de emociones que la envolvieron, unas emociones que ya no podía negar.

Lo amaba.

Completamente. Irrevocablemente. Y sin esperanza alguna.

Las palabras «Te amo» se asomaron a sus labios, pero cerró la boca para silenciarlas. Pronunciar inútiles palabras de amor a un hombre con el que no tenía futuro no serviría más que para humillarla y para hacer que ambos se sintieran incómodos.

– Ponte delante del fuego.

La orden ronca procedía de cerca del armario, pero no podía distinguir su silueta en medio de la profunda oscuridad. Aparcó sus recién descubiertos sentimientos de amor y caminó hacia la chimenea lentamente con paso tembloroso. Las pequeñas llamas que ardían en el hogar le calentaron la espalda cuando se detuvo, un calor innecesario porque de pronto notaba como si el fuego recorriese sus venas.

Se le agolparon las preguntas, pero tenía la garganta demasiado reseca para pronunciarlas. Miró hacia el rincón más alejado de la habitación y vio cómo de la oscuridad surgía una figura. Colin se acercó hacia ella, despacio, como un depredador cercando a su presa y se detuvo a una corta distancia de Alexandra.

Ella recorrió su cuerpo con la mirada, su camisa blanca abierta en el cuello, sus pantalones ajustados que abrazaban sus largas y fuertes piernas y que llevaba metidos en unas botas negras bajas. Su aspecto era oscuro, delicioso, y un poco peligroso. Alex levantó la vista, lo miró a los ojos y se quedó inmóvil. Esa fría indiferencia de antes había sido sustituida por un centelleante apetito que dejaba claro por qué estaba allí.

La deseaba.

Fue tal su alivio que casi se tambaleó. Irguió las rodillas notando que todos sus sentidos volvían a la vida. Se humedeció los labios con la lengua y se dio cuenta de que Colin seguía su movimiento con la mirada, sus ojos como dos brasas ardientes…

– Colin…

Él se llevó un dedo a los labios.

– Chist. No hables -susurró-. No te muevas.

Alexandra contuvo sus palabras y vio cómo Colin se dirigía al tocador que había junto al armario. Volvió con una silla sin brazos, de alto respaldo tapizado, y la colocó cuidadosamente a un metro más o menos frente a ella. Con la mirada ardiente y serena sobre ella, se sentó en una postura relajada y cómoda, lo que contrastaba con la tensión que Alexandra sentía que emanaba de su cuerpo. Extendió las piernas, se puso las manos en los muslos y Alexandra, con solo una fugaz mirada, pudo ver claramente su erección contra sus ajustados pantalones.

– Quítate el vestido.

Aquella suave petición hizo que volviese a mirarlo a los ojos. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo de moaré verde pálido de la silla, y con los ojos entornados la miraba de forma penetrante.

Alexandra sintió un potente calor que bajaba por su vientre. La miraba de un modo… como si estuviera hambriento y tuviese la intención de convertirla a ella en su próxima comida. Sintió cómo se humedecía. Levantó las manos y notó que le temblaban. Empezó a desabrocharse el vestido. Quería darse prisa, pero se esforzó para que sus movimientos fuesen deliberadamente lentos, mientras la expresión intensa y embelesada de Colin la llenaba de una nueva y creciente excitación.

Cuando se desabrochó todos los botones, dejó caer la prenda hasta sus caderas y de ahí la empujó hasta que quedó en el suelo rodeando sus tobillos. Sabía que, iluminada por el fuego, Colin podría ver claramente el contorno de su cuerpo a través de la fina combinación.

– Muy bonito -murmuró-. Continúa.

Notó todo su cuerpo estremecerse, un estremecimiento que, gracias a él, reconoció como excitación. Con el mismo ritmo lento, deslizó la combinación por su cuerpo y la dejó caer junto al vestido, y se quedó solo con la ropa interior, las medias y los zapatos puestos. Sus pezones se endurecieron, anhelando ansiosamente la boca y las manos de Colin. Alexandra arqueó la espalda acercando su cuerpo hacia él.

– Precioso -dijo su ronco murmullo. Con la mirada le indicó su ropa interior-. Continúa.

Tomando pequeñas bocanadas de aire para calmar su corazón desbocado, Alex se inclinó para desatar los lazos de sus rodillas y después deslizó la prenda de algodón por sus piernas. Ahí de pie frente a la mirada de Colin repasando sus formas, sintió cómo el pulso fuerte y pesado de su corazón golpeaba todo su cuerpo, su cabeza, su vientre, entre sus piernas.

– Apártate de la ropa.

Las rodillas le temblaron cuando hizo el movimiento de levantar las piernas para dejar las prendas atrás. Colin la recorrió con la mirada y Alex se preguntó si su siguiente petición sería que se quitase las medias y los zapatos. -Exquisita. Suéltate el pelo.

Levantó los brazos y se quitó las horquillas del moño, dejándolas caer sobre el montón de ropa. Cuando se quitó la última horquilla, movió la cabeza de un lado a otro y la melena le cayó por toda la espalda, cubriéndole el principio de sus caderas desnudas, produciéndole un dulce escalofrío.

– Tócate el pecho.

El calor la recorrió entera y sus mejillas se sonrojaron entre la vergüenza y la excitación.

– No sientas vergüenza, Alexandra -dijo Colin con un suspiro áspero-. Conmigo no.

Tomando aire con fuerza, Alex levantó las manos y tomó sus senos sintiendo su peso sobre ellas.

– ¿Cómo los sientes?

Alex tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Suaves, doloridos.

– Bien. Ahora acarícialos. Como te gustaría que lo hiciera yo.

Alex pasó las manos por los sensibles pezones y los rodeó con sus dedos. Sintió que el deseo le apretaba por dentro y le tensaba los pliegues entumecidos y húmedos entre sus piernas.

– No pares -le susurró Colin.

Ella obedeció, jugando con sus senos, estirando de sus pezones, regodeándose en el fuego que iluminaba la mirada de Colin, un fuego que diluía la vacilación que todavía podía sentir. Abrió los labios para tomar rápidas bocanadas de aire. Nunca se había sentido tan perversa, tan lasciva.

– Desliza tus manos hacia abajo.

El ardiente deseo en los ojos de Colin y el anhelo ferviente de su voz despojaron a Alexandra de la poca inhibición que le restaba y, extendiendo los dedos, los subió hasta la altura de sus hombros y deslizó las palmas de sus manos lentamente por su torso, parándose cuando llegó a los rizos entre sus muslos.

– Más abajo.

Bajó las manos hasta detenerlas en la parte alta de sus muslos.

– Separa las piernas.

Con el corazón desbocado, hizo lo que Colin le pedía, sabiendo cuál sería su siguiente petición.

– Tócate.

Casi sin atreverse a respirar, deslizó una mano entre sus muslos. Gimió suavemente cuando se acarició con los dedos la esencia de su carne, exquisitamente sensible.

– ¿Cómo te sientes?

– Húmeda, caliente -dijo Alexandra humedeciéndose los labios secos. Depositó la mirada en el aparatoso bulto que mostraba Colin entre sus piernas extendidas-. Impaciente.

Colin lanzó una especie de gruñido y movió las caderas hacia delante en un lento empujón. El interior de Alexandra se contrajo como respuesta.

– Vacía -susurró.

Colin apretó los dientes para frenar su propia impaciencia que arañaba cada uno de sus nervios. Sus músculos estaban tensos por un ávido y áspero deseo. Se había obligado a no tocarla, a esperar, sabiendo que en el instante en que la tocase, su tenso control se disolvería. Aquella visión de ella, desnuda, excitada, bañada por el oro de la luz del fuego, con el cabello suelto como una nube de rizos, tocándose, lo habían llevado a los límites de su aguante.

– Ven aquí -dijo él con una voz que no se conocía.

Los ojos de Alexandra se iluminaron maliciosamente y negó despacio con la cabeza.

– No.

Poniendo las manos en sus caderas, le indicó el pecho con la barbilla y dijo:

– Quítate la camisa.

Colin sintió que su garganta emitía una risa ronca de admiración, al mismo tiempo que el calor lo abrasaba ante su dulce petición. Sin quitarle la vista de encima, se desabrochó lentamente la camisa y sacó la prenda de los pantalones para abrírsela. Después, la deslizó por sus hombros y la lanzó al suelo.

– Maravilloso -susurró Alexandra-. Esa fina línea de cabello oscuro que recorre tu abdomen es… fascinante.

Quería darle las gracias pero se había quedado sin voz. La mirada de Alexandra le recorrió el torso hasta detenerse en la entrepierna, y por los ojos de Colin pasó la imagen de sus labios recorriendo el mismo camino.

– Quítate las botas.

Se inclinó obedeciéndola y, después de dejar las botas junto a la camisa, volvió a incorporarse. Apretó firmemente los talones contra la suave alfombra para impedir saltar y abrazarla.

– ¿Hay alguna parte de tu cuerpo que no sea hermosa? -preguntó Alex suavemente.

Antes de que pudiera contestarle preguntándole lo mismo, ella levantó la vista y le dijo:

– Ábrete los pantalones.

Con manos temblorosas, Colin se desabrochó las dos filas de botones laterales, liberando su miembro erecto que se elevó hacia su vientre. Sintió la mirada penetrante y ardiente de Alexandra como una caricia. Notó cómo se hinchaba su miembro y tuvo que agarrarse a la silla para no perder la batalla por el control de su cuerpo.

– Magnífico -dijo Alex con ojos brillante-. Quítatelos.

Mirándola, levantó las caderas y se quitó la ajustada prenda. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para ir despacio y cuando terminó, respiraba pesadamente. Volvió a acomodarse en la silla adoptando de nuevo su postura lánguida e indolente, una postura que ocultaba completamente la tensa expectación que lo poseía y el fuego que lamía su cuerpo.

– Separa las piernas. Bien separadas.

Colin lo hizo; entonces Alex lo miró a los ojos.

– Tócate. Como te gustaría que yo lo hiciera.

Tomando pequeñas bocanadas de aire, se tomó la base de su miembro con dos dedos y los deslizó hacia arriba. Cuando alcanzó la punta, la acarició con pequeños y delicados círculos, para después recorrerlo hacia abajo de nuevo.

– ¿Cómo te sientes? -susurró con la mirada puesta en las delicadas caricias de los dedos de Colin.

– Duro. Caliente. Impaciente. -Las palabras le salieron jadeantes-. Seco.

Alex lo miró a los ojos y en aquella mirada se transmitieron algo, algo más profundo que la mera intimidad y el deseo algo que él no podía nombrar, porque nunca antes lo había sentido.

Sin una palabra, Alex se movió hacia él y se detuvo cuando prácticamente rozaba la silla con sus piernas.

– ¿Seco? -murmuró-. Quizá pueda ayudar.

Se arrodilló y delicadamente le apartó la mano a Colin. Inclinándose, pasó la lengua por su miembro.

El corazón de Colin, que se había quedado en suspenso, volvió a la vida, golpeándole con fuerza las costillas, mientras él jadeaba por un poco de aire. Miró hacia abajo y en un momento de ardiente lujuria vio la lengua de Alexandra girar alrededor de la punta de su pene, capturando la gota perlada de sus fluidos, lamiéndolo con un húmedo roce.

Colin dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla y un largo gemido salió de su garganta. Pasó sus dedos por el cabello de Alexandra, transfigurado por la erótica visión y sensación de los húmedos labios de ella cerrándose a su alrededor. Era el colmo de la intimidad física, pero de algún modo, en aquel momento, no le parecía suficiente.

– Alexandra… -Apretó las manos contra su pelo y le levantó la cabeza delicadamente-. Ven aquí.

Los ojos de Alexandra mostraron vacilación.

– ¿No te he dado placer?

– Sí, Dios mío, sí -logró decir Colin mientras la guiaba para que se pusiese de pie, abriese las piernas y se montase a horcajadas sobre él.

No sabía cómo explicarle la necesidad que había sentido de notar su piel contra la de él, de tocarla profundamente, con todo su cuerpo, así que dijo simplemente:

– Pero quiero sentirte toda.

Cuando Alexandra se posó sobre él, la tomó de las caderas e introdujo la punta de su miembro en su sexo. Sus labios se abrieron y, agarrándolo de los hombros, Alex se deslizó sobre él, una penetración ardiente, húmeda, que le arrancó a Colin un desgarrado gemido. Cuando estuvo dentro hasta el fondo, perdió el último vestigio de control. Le tomó la cabeza con una mano y envolvió la boca de Alex con la suya, mientras con la otra mano acariciaba sus pechos.

Pero aun así no era suficiente. Empujó hacia arriba, con todos los músculos en tensión, golpeando con su lengua el interior de la deliciosa boca de Alexandra, al unísono con las embestidas de su cuerpo. Ella se retorcía contra él, y toda la existencia de Colin se redujo a la unión de sus cuerpos. Su miembro se hinchó y rápidamente -no sabía si demasiado rápido o no lo suficientemente rápido- notó cómo Alex se cerraba a su alrededor. Separando sus bocas, se apartó para absorber la visión de ella echando el cuerpo hacia atrás, hundiendo los dedos en sus hombros, el sonido de su largo gemido al alcanzar el clímax. Y cuando sus espasmos se diluyeron, Colin salió con rapidez en un esfuerzo que casi lo mata. Su respiración se entrecortó y la abrazó fuertemente, manteniéndola pegada a él, sus corazones unidos, mientras se dejaba llevar por el orgasmo.

Su corazón no había recuperado todavía el pulso normal cuando ella se removió y levantó la cabeza. Colin abrió los ojos y la vio, sonrojada, con el pelo revuelto, los labios húmedos y separados, una mirada de saciada satisfacción en sus ojos caídos.

Algo se removió en su interior, algo que le decía que aunque por el momento podía ser suficiente, nunca nada sería bastante con aquella mujer.

Загрузка...