Colin abrió la puerta de hierro forjado que llevaba a su casa. La luna se había deslizado detrás de una nube, eliminando el resplandor plateado que flotaba sobre Mayfair solo unos momentos antes. Volutas de bruma danzaban en torno a sus botas, pero el nebuloso vapor no era tan denso allí, detrás de Hyde Park, como al otro lado de la ciudad, donde había dejado a madame Larchmont una hora atrás.
Subió los peldaños de ladrillo con el rostro contraído por el dolor que le palpitaba en la pierna izquierda. Cuando su bota pisó el último peldaño, se abrió la puerta de roble y le recibió una figura alta que sostenía un candelabro muy ornamentado. Colin borró de inmediato toda expresión de su rostro, aunque no estaba seguro de que su disimulo sirviese de mucho ante Ellis, a quien nada se le escapaba.
– Buenas noches, señor -entonó Ellis en la misma voz sonora que Colin conocía desde su infancia-. Poco después de su marcha han entregado un mensaje para usted. Se lo he dejado sobre el escritorio de la biblioteca, junto con su cena habitual. ¿Le apetecerá una taza de chocolate?
Ellis sabía todo lo que ocurría dentro de la casa, hasta el último detalle, incluyendo la predilección infantil de Colin por deslizarse por la barandilla y robar dulces de la cocina. Con el tiempo Colin había superado su afición por las barandillas, pero su amor por los dulces no había disminuido ni un ápice, como bien sabía Ellis, al igual que el hábito de Colin de no retirarse a sus aposentos nada más llegar a casa.
Este sacudió la cabeza.
– Gracias, pero me temo que esta noche necesito coñac.
La mirada de Ellis se llenó de inquietud y se fijó por un instante en la pierna de Colin.
– ¿Le caliento una manta?
– No, gracias, Ellis. El coñac bastará. Le veré por la mañana.
– Buenas noches, señor.
Tras desearle al mayordomo buenas noches, Colin rechazó el candelabro y se introdujo en el oscuro corredor que llevaba a la biblioteca. Conocía muy bien aquella casa, y se alegraba de que las profundas sombras le evitasen tener que mirar los retratos de sus antepasados que, con sus marcos historiados, adornaban las paredes forradas de seda. Ya de niño no le gustaba mirarlos; siempre sentía que sus severas miradas le seguían como si supiesen que se disponía a hacer alguna travesura, salmodiando advertencias sobre la importancia del deber y las obligaciones que le imponía su título. Como si no le metieran en la cabeza las palabras «deber» y «obligación» de la mañana a la noche.
Después de entrar en la biblioteca, cerró la puerta a sus espaldas y cruzó de inmediato la alfombra Axminster de color marrón hacia las licoreras, ignorando el doloroso tirón que sus largas zancadas le causaban en la pierna. Colin se sirvió una generosa ración del potente licor, observando sus manos trémulas con el ceño fruncido. Le habría gustado atribuir aquel pequeño temblor al agotamiento, al hambre o a cualquier otra cosa que no fuese la verdadera causa, pero había aprendido tiempo atrás que, aunque mentir a otras personas formaba parte de la forma en que había decidido vivir su vida, mentirse a sí mismo era una inútil pérdida de tiempo.
Se tomó el coñac de un solo trago, cerrando los ojos para absorber y saborear el calor que bajaba por su garganta. De haber podido evocar algo parecido a la diversión, se habría reído de sí mismo por sentirse tan agitado. Abrió los ojos, se sirvió otra copa y luego se acercó a la chimenea con pasos desiguales. Tras acomodarse en el mullido sofá de brocado, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas separadas. Con la copa de cristal tallado entre sus dedos, Colin fijó la mirada en las llamas que danzaban.
La imagen de ella surgió enseguida en su mente, acompañada de la conmoción que experimentó al verla en el salón de lady Malloran.
Madame Larchmont. Alexandra, como había sabido por lady Malloran. Por fin, un nombre acompañaba al rostro que le obsesionaba desde hacía cuatro años.
La había reconocido al instante, sintiendo un puñetazo en las vísceras que lo dejó sin aliento. Observaba a los invitados de lady Malloran sin mucho interés cuando su mirada dio con la echadora de cartas de la que había oído hablar a varias personas. Aunque la habían contratado para animar la fiesta, Colin no había prestado demasiada atención, pues el tarot no tenía ningún interés para él.
Entonces ella alzó la mirada. Y los ojos de Colin se fijaron en su rostro… esos rasgos inolvidables que quedaron grabados en su memoria desde el primer instante en que los vio en Vauxhall aquella remota noche de verano. Él la miró incrédulo, y durante varios segundos pareció que todo su ser se aplacaba, su corazón, su respiración, su sangre. Y, como ocurrió aquella primera vez, se desvaneció todo lo demás, la multitud, el ruido y las risas, dejándolos solos a los dos. Mientras la miraba, las palabras «Gracias a Dios estás viva» resonaron en su mente.
Ya no iba vestida con harapos como en Vauxhall, y ninguna suciedad desfiguraba su tez, pero aquellos oscuros ojos resultaban inconfundibles. Aquella barbilla obstinada y cuadrada, que mostraba una profunda hendidura, como si los dioses hubiesen apoyado allí un dedo. La pequeña nariz recta sobre aquellos labios tremendamente gruesos y sedosos, demasiado grandes para su rostro en forma de corazón. No poseía una belleza convencional… Sus rasgos resultaban demasiado desiguales, demasiado asimétricos. Aun así, Colin encontró su insólito aspecto irresistible, cautivador, de una forma que le dejó estupefacto. Sin embargo, lo que más lo desconcertó, aún más que su intento de robarle, fue la forma en que lo miró.
No esperaba encontrarse cara a cara con una mujer, pero no era posible confundir con un muchacho a la sucia pilluela a quien sujetaba. La serie de emociones que reflejó el rostro de la muchacha mientras él la agarraba por los brazos fue rápida y fugaz, aunque inconfundible. Primero sobresalto. Aunque él la había sorprendido quitándole el reloj de oro, solo pudo hacerlo gracias a sus propias habilidades en ese terreno. La joven era muy diestra, y resultaba claro que no estaba acostumbrada a ser sorprendida.
El sobresalto dio paso a un miedo inconfundible: la muchacha creía que él iba a hacerle daño. Ambas reacciones eran comprensibles. Pero luego parpadeó y lo miró fijamente durante unos segundos mientras sus ojos se ensanchaban con una expresión de reconocimiento. Y susurró las palabras «eres tú».
Antes de que pudiese interrogarla, ella se liberó y echó a correr como alma que lleva el diablo. Él la persiguió, pero la muchacha se desvaneció como el humo entre la multitud. Siguió buscándola hasta que las franjas malva del amanecer pintaron el cielo; se aventuró a buscarla incluso por los oscuros y sucios callejones y tugurios de Saint Giles, empujado por razones que no entendía, para hablar con ella.
¿Qué significaban sus misteriosas palabras? Sabía que él nunca la había visto antes; se enorgullecía de no olvidar nunca una cara, y su semblante no era de los que se olvidan. Había algo en ella que lo atraía, que tiraba de él de una forma sin precedentes que no podía comprender. Mientras la sujetaba durante aquellos pocos segundos turbadores, percibió su angustia y su desesperación. Ambas emociones, junto con el hambre y la pobreza, se desprendían de ella en oleadas. Y luego aquel miedo. Casi pudo olerlo, y el corazón se le llenó de compasión. Ella le robaba a él, y sin embargo, de forma inexplicable, era él quien deseaba tranquilizarla, asegurarle que no quería hacerle ningún daño. Y quería ayudarla. Tras percibir su profunda angustia y su miedo, deseó haber dejado que consiguiese el maldito reloj.
Sus dedos apretaron la copa de cristal tallado. Colin apartó la mirada de las llamas crepitantes para mirar el líquido ambarino. ¿Cuántas veces había pensado en ella en los últimos cuatro años? Más de las que podía contar. Aquellos ojos lo habían obsesionado, mientras su conciencia le censuraba por negarle algo que era para él una baratija fácil de sustituir pero que para ella podría haber supuesto la diferencia entre la supervivencia y la muerte. Colin conocía bien los diversos y terribles destinos que aguardaban a las mujeres que, como ella, se ganaban la vida robando, y el corazón se le encogía cada vez que pensaba en ella, lo que sucedía con demasiada frecuencia.
Cuando más pensaba en ella era por las noches, despierto en su cama, preguntándose si seguiría con vida o si la habrían atrapado y ahorcado. O si la habrían matado en las duras calles de Londres, donde moraban ladrones y carteristas. O si se habría visto obligada a entrar en la pesadilla de la prostitución. Le perseguía la imagen de ella herida o algo peor, así como el hecho desconcertante pero innegable de que pareciese conocerle. Y él no había hecho nada para ayudarla. Había viajado a Londres tres veces desde aquella noche, y en cada ocasión se había pasado largas horas paseando por Vauxhall y las zonas más sórdidas de la ciudad, unas veces convirtiéndose en un objetivo fácil y otras ocultándose para observar furtivamente a la multitud con la esperanza de verla o volver a ser su víctima. Pero sus esfuerzos habían sido en vano.
Incluso en este último viaje, no había pasado sus dos primeras noches en la ciudad en Almack's, en la ópera ni en fiestas privadas en busca de su futura esposa, sino recorriendo las calles de la ciudad y vagando por las zonas poco iluminadas de Vauxhall y Covent Garden en un intento de localizarla. Fracasó estrepitosamente, y ambas noches llegó a casa perturbado y entristecido por la terrible pobreza, el sufrimiento y la violencia que había presenciado. La segunda noche evitó a duras penas un altercado con un hombre gigantesco que dejó claro que no dudaría en destripar a Colin a fin de quitarle el dinero. Por fortuna, las habilidades asesinas del gigante se vieron muy reducidas una vez que Colin le quitó el cuchillo. Cuando llegó a casa, comprendió que su búsqueda era inútil y se rindió por fin, creyendo que nunca volvería a verla.
Desde luego, no esperaba verla en el salón de lady Malloran.
No le cabía la menor duda de que ella lo había reconocido, lo que lo llenaba de una fría satisfacción, pues, desde luego, él no la había olvidado. No obstante, era evidente que la muchacha sabía ocultar sus emociones, un rasgo que él reconocía con facilidad porque él mismo lo había perfeccionado tiempo atrás. Había visto el parpadeo de pasmado reconocimiento en sus ojos, ojos que, gracias a la luz proyectada por las docenas de velas encendidas, observó que eran del mismo matiz que el chocolate fundido. La chispa de reconocimiento pasó tan deprisa que fue casi imperceptible. Pero sus años al servicio de la Corona le habían vuelto muy observador y le habían proporcionado una habilidad especial para leer los pensamientos de la gente. Debía admitir que ella se había recobrado enseguida, pero luego, al igual que hizo en Vauxhall, desapareció entre la multitud. Él la buscó, y sin embargo, como hiciera cuatro años atrás, la joven se le escapó. Decidido a no perderla, salió al jardín, sabiendo que al final tendría que salir de la casa. Y lo había hecho, a través de aquella ventana.
La había visto colgando del alféizar, y el corazón le dio un vuelco mientras se confirmaban sus peores sospechas. Estaba claro que tramaba algo, y estaba claro que ese algo no era nada bueno. Antes de que pudiese moverse tan siquiera, la muchacha saltó al suelo. Para no delatarse, Colin fingió creer que ella había tropezado.
Y así había comenzado el juego entre ellos.
Colin se arrellanó en su asiento y dio un largo trago de coñac. Admiraba la forma en que había recuperado su aplomo y le había seguido el juego. Era evidente que se sentía segura en la creencia de que no la había reconocido, y él pensaba dejar así las cosas. Al menos hasta que averiguase qué tramaba.
Miró fijamente las llamas, deseando que su vacilante núcleo rojo y oro pudiese facilitarle las respuestas que buscaba. La aparición de aquella mujer en la fiesta de esa noche le intrigaba y alarmaba al mismo tiempo. Aunque solo llevaba en Londres cuatro días, ya había oído hablar de la célebre madame Larchmont y de lo solicitados que estaban sus servicios de tarot en las fiestas y en consultas privadas. Pero ¿cuántos de los miembros de la alta sociedad, a cuyos hogares acudía como invitada, sabían que cuatro años atrás madame Larchmont robaba carteras en las aceras poco iluminadas de Vauxhall?
– Apostaría a que no muchos -murmuró.
Así pues, la cuestión era si la joven había hecho borrón y cuenta nueva o si su trabajo de adivinación era solo un ardid para estafar dinero a los acaudalados invitados o, peor aún, robarles la cartera. Colin no creyó ni por un instante que de verdad pudiese decir la buenaventura. No creía que nadie pudiese predecir el futuro, con o sin la ayuda de una baraja de cartas.
De todas formas, el tarot era un entretenimiento, y a los profesionales del entretenimiento se les pagaba por sus servicios. Desde luego, no sería él quien le escatimase a ella ni a nadie la oportunidad o el medio de ganarse la vida honradamente. Sin embargo, según su experiencia, la gente ocupada en actividades honradas no solía salir de las casas por las ventanas, y desde luego, gracias a su trabajo para la Corona, él había escapado de suficientes casas por las ventanas para saberlo. En cualquier caso, estaba decidido a averiguar si el mero entretenimiento era la única actividad que ocupaba a madame Larchmont. Porque sabía muy bien que aquella mujer tenía secretos. Como, por ejemplo, dónde vivía.
Sospechó que ella no le había dado su verdadera dirección, una sospecha que resultó ser acertada. Colin salió de su carruaje en el instante en que ella volvió la esquina del edificio de ladrillo en el que afirmaba vivir y la siguió. Aunque era evidente que ella sabía orientarse por las calles estrechas y serpenteantes, él no le iba a la zaga. La joven avanzaba deprisa, y aunque Colin tuvo que forzar la pierna para no quedar demasiado rezagado, consiguió no perderla. La vio entrar en un edificio situado en una zona de la ciudad llena de comercios y pequeños almacenes. El barrio no era nada elegante y muy distinto de aquel en el que había dicho que vivía, pero no dejaba de ser respetable. De todas formas, una mujer que mentía sobre el lugar en el que vivía podía mentir sobre cualquier otra cosa.
Y él pensaba averiguar cuáles podían ser esas otras cosas.
Dada la popularidad de la joven, sin duda tenía previsto asistir a más fiestas en los días sucesivos… fiestas a las que él también estaría invitado y donde aprovecharía para buscar esposa. Sus caminos se cruzarían con frecuencia.
Y, por supuesto, ella le haría una tirada al día siguiente, en privado. Allí mismo. En su casa. Donde podría observarla de cerca, y a la luz del día, por primera vez.
Al pensarlo, le asaltó un calor que nada tenía que ver con la proximidad de la chimenea ni con el coñac que había tomado, y Colin frunció el ceño ante su propia reacción. La misma reacción que había experimentado al caminar con ella por el jardín de los Malloran, con la mano de la joven apoyada en su propio brazo y los hombros de ambos rozándose. Luego, de nuevo, mientras estaba sentado frente a ella dentro del carruaje. Era una conciencia casi dolorosa y acalorada que le hacía observar detalles de ella que le habría gustado no ver. Como las generosas curvas femeninas resaltadas por su vestido de color bronce. La forma en que los rayos de luna arrancaban destellos de sus brillantes cabellos oscuros. Las pecas que le cubrían la nariz. La forma en que sus labios recuperaban su grosor después de que los apretase.
Su delicioso olor de naranjas dulces. La fruta favorita de él.
Con un gemido, Colin cerró los ojos e inspiró como si quisiera captar su fragancia. El delicado aroma de la joven había atormentado sus sentidos durante todo el viaje en carruaje. Al despedirse, había sido incapaz de resistirse al deseo de tocar su piel con los labios para ver si la joven sabía tan deliciosa como olía. Así era. Y, durante aquel breve beso en la muñeca, Colin sintió el pulso rápido de ella contra los labios, la única indicación de que no estaba tan serena como parecía. Eso le complació, porque detestaba la idea de ser el único en sentirse agitado. Lo único que le había impedido ceder al impulso abrumador de volver a tocar su piel con los labios fue su afirmación de tener marido, una declaración que provocó en él una desagradable sensación, muy parecida a un calambre.
¿Qué clase de hombre era su marido? ¿Cuánto tiempo llevaban casados? ¿Era un honrado comerciante o un ladrón? ¿Conocía las habilidades de carterista que tenía su esposa? ¿Él también las poseía? Más preguntas para las que estaba decidido a hallar respuesta. Y necesitaba hacerlo deprisa porque la sensación de muerte inminente, que le asaltó por primera vez el mes anterior y que no le había abandonado desde entonces, se hacía cada vez más intensa, sobre todo desde que estaba en Londres.
Abrió los ojos, apuró la copa de coñac y se levantó a servirse otra. Mientras vertía el líquido ambarino, se quedó mirando las llamas doradas y se hizo la pregunta que le atormentaba desde que el sueño recurrente de su propia muerte había caído sobre él.
¿Cuánto tiempo le quedaba?
Exhaló el aire, impaciente, pasándose la mano por el cabello. Había tratado de convencerse de que la sensación de creciente peligro era producto de su imaginación enloquecida, o simplemente fruto del cansancio. Nada más que la melancolía que siempre lo asaltaba al acercarse el aniversario de la muerte de su madre. Pero incluso después de que pasase el triste día, seguía sin poder librarse de aquella sensación.
Entonces había empezado el sueño o, mejor dicho, la pesadilla. Atrapado en un espacio oscuro y estrecho, con el corazón desbocado y los pulmones ardiendo, sabiendo con todo su ser que el peligro estaba cerca. Muerte inminente. Despertando, bañado en sudor frío, incapaz de volver a dormirse, con un nudo en la garganta por el inexplicable temor a los lugares cerrados que sufría desde su infancia.
Había aprendido tiempo atrás a escuchar sus sensaciones y a confiar en su instinto. En realidad, durante sus años al servicio de la Corona, su instinto le habían salvado la vida en más de una ocasión. Por eso no podía ignorar el mensaje perturbador que le susurraban desde hacía un mes: algo malo iba a ocurrirle. Algo que no podría evitar. Algo a lo que probablemente no sobreviviría. El sentimiento se había vuelto más pronunciado desde su llegada a Londres, y no se había disipado en modo alguno tras su enfrentamiento con aquel gigante del cuchillo. Había conseguido escapar al desastre en aquel momento, pero ¿sería igual de afortunado la próxima vez? Su instinto le decía que no, no lo sería. Y que le acechaban más peligros.
Había reflexionado que tal vez parte de aquel profundo presentimiento se debiese a que él tenía ahora la misma edad que tenía su madre cuando murió, pero desechó la idea por considerarla una superstición. No, él no era un hombre supersticioso. Pero era un hombre que escuchaba su instinto.
La innegable sensación de su propia mortalidad, del tiempo que se agotaba, pesaba mucho sobre él. De ahí su apremiante necesidad de cumplir con sus deberes y obligaciones, y de inmediato. Antes de que fuese demasiado tarde. Y el más urgente de esos deberes y obligaciones era encontrar una esposa y engendrar un heredero.
Su sentido común trataba de decirle que se equivocaba, que no le ocurriría nada y que viviría hasta alcanzar una edad avanzada. Desde luego, esa era su esperanza. Pero no había forma de negar aquella sensación funesta de la que no podía librarse, y no era un riesgo que estuviese dispuesto a asumir.
Sobre todo porque, en caso de que encontrase una muerte prematura, Nathan heredaría el título y todo lo que lo acompañaba. Y eso, como él sabía, era lo último que su hermano menor habría deseado, y por lo tanto era lo último que Colin habría deseado para él. Nathan siempre había evitado la pompa de la alta sociedad, prefiriendo centrar su atención y su talento en la medicina, y era un buen médico. Deseaba el título tanto como habría querido que le arrancasen las vísceras con una cuchilla oxidada.
No, la responsabilidad de engendrar un heredero le correspondía a Colin. Ahora solo deseaba haber cumplido esa obligación siendo más joven. Antes de que aquella sensación de urgencia lo agarrase por el cuello. Cuando aún había tiempo. Por supuesto, solo un mes atrás, creía tener todo el tiempo del mundo…
Al levantar los ojos su mirada tropezó con el escritorio de cerezo, y recordó que Ellis le había dicho que tenía una carta. Tras apoyar la copa vacía sobre la mesa, cruzó la habitación y cogió el papel vitela doblado, de color marfil y sellado con un poco de lacre rojo. Enarcó las cejas al ver su nombre escrito en la cara externa con los inconfundibles trazos vigorosos de Nathan. Resultaba asombroso que su hermano hallase tiempo para escribir una carta, llevando solo siete meses casado y todo eso. Desde luego, si Colin tuviese la suerte de tener una mujer como la bellísima Victoria, de la que Nathan estaba apasionadamente enamorado, Dios sabía que no malgastaría el tiempo escribiendo cartas.
Tras romper el sello de lacre, leyó la breve nota:
Llegaré a la ciudad pasado mañana en lugar de la semana que viene con Victoria y varios amigos a cuestas. Nos alojaremos en la casa de Wexhall, pues mi mujer tiene previsto ayudar a su padre con los preparativos de su fiesta. Cuando lleguemos te haremos una visita.
Nathan
Le asaltó el mismo sentimiento de culpa persistente que siempre albergaba al pensar en Nathan, pero lo apartó de sí para centrarse en lo agradable que sería volver a ver a su hermano. Dobló la nota y luego dirigió su atención al pequeño plato azul y blanco de porcelana de Sèvres que descansaba en una esquina del escritorio. Una sonrisa curvó sus labios a la vista del trío de exquisitos mazapanes, cada uno una obra de arte en miniatura modelada en perfecta imitación de una fruta. Observó las variedades de esa noche: una fresa, una pera y…
Una naranja.
Su elección no ofrecía la menor duda.
Alargó la mano, cogió la apetitosa naranja y se la llevó a la boca. Cerró los ojos y saboreó el dulzor de fruta y almendra que resbalaba por su lengua, mientras la imagen de la misteriosa madame Larchmont le ocupaba la mente.
Aquella mujer era un enigma y actuaba de forma poco clara, pero Colin era especialista en desentrañar misterios y nunca se le había resistido ninguno. Estaba decidido a obtener respuesta a muchas de sus preguntas aun antes de que la joven fuese al día siguiente.
Que la mujer no solo estuviese viva sino que pareciese prosperar indicaba que poseía inteligencia y suerte en abundancia. Pero Colin juró que esta vez había encontrado la horma de su zapato. Y, si se dedicaba a alguna clase de robo, su suerte estaba a punto de acabar.
Alex avanzó deprisa a través de una serie de callejones y luego subió corriendo los peldaños gastados hasta el segundo piso del edificio en el que vivía. Tras echar un vistazo al oscuro corredor para asegurarse de que estaba sola, introdujo la llave y abrió en silencio la puerta de su piso. Se deslizó en el interior y cerró la puerta tras de sí sin perder un momento. Luego se apoyó contra la madera áspera y cerró los ojos. Su respiración agitada le quemaba los pulmones, y el corazón le latía desbocado, no solo por su apresuramiento, sino también por la inquietante sensación de que alguien la vigilaba y la había seguido mientras se dirigía a casa tras abandonar el carruaje de lord Sutton. Estaba acostumbrada a la presencia de ladrones y rufianes, y sabía evitarlos. También sabía defenderse si evitarlos le era imposible. Sus dedos rozaron el bulto de su falda, donde escondía un cuchillo enfundado y metido en la liga.
Pero lo que había experimentado esa noche era distinto. La abrumadora sensación de que la vigilaban y le seguían los pasos la había atormentado a lo largo de todo el camino hasta casa, produciéndole escalofríos. Unos escalofríos especialmente agudos tras la conversación que había sorprendido esa noche en el estudio de lord Malloran. Quienes la tenían en su punto de mira sabían permanecer ocultos, pero ella había vivido en las calles de los barrios más pobres de Londres demasiado tiempo para no saber cuándo la estaban observando.
– ¿Te encuentras bien, Alex?
Abrió los ojos al oír la pregunta, formulada en voz baja, y se encontró con los ojos azules de Emma, llenos de preocupación.
Aunque solo tenía diecisiete años, seis menos que Alex, Emma Bagwell era muy lista y perspicaz gracias a su conocimiento de los bajos fondos de Londres. Se habían encontrado hacía tres años y, juntas, habían conseguido sobrevivir y dejar atrás el lugar del que procedían.
Alex comprendió que no solo era inútil tratar de ocultarle un secreto a su tenaz amiga, sino que además necesitaba confiarle los detalles de aquella perturbadora velada.
– Hay algo que me inquieta, pero antes de contártelo… -Se interrumpió, indicando con la cabeza la cortina desteñida de terciopelo azul que aislaba una parte de la habitación-. ¿Cuántos tenemos esta noche?
Emma miró la cortina.
– Ocho.
Ocho. La noche anterior fueron seis, y la de antes, doce. El martes de la semana anterior habían hecho espacio para diecisiete.
– ¿Está Robbie?
Emma asintió.
– Ha sido el último en llegar, hace una hora más o menos. Muy sucio y agotado. Apenas ha podido mantenerse despierto el tiempo suficiente para cenar -explicó, con un destello de cólera en la mirada-. Estaba más que sucio, Alex. Le han pegado.
Alex se agarró la capa con fuerza.
– ¿Cómo está?
– Tiene un ojo hinchado y el labio reventado. Lo he limpiado, pero deberías echarle un vistazo. Ha preguntado por ti.
– De acuerdo -murmuró-. Lo haré ahora, porque se marchará antes de que nos despertemos.
– Es como un fantasma -convino Emma, asintiendo-. Todos son así. Añadiré más agua al hervidor y prepararé té para las dos.
– Gracias.
Alex cruzó la habitación y colgó la capa en el destartalado armario que compartía con Emma. Incluso con la ropa de ambas, había espacio de sobras. Sabiendo que Robbie y los otros estaban ya dormidos, se tomó unos minutos para quitarse el vestido y luego, sin perder un momento, se puso su sencillo camisón de algodón. Se ató el cinturón de la bata y se dirigió a la cortina de terciopelo. Llevaba dos años haciendo aquello, por lo que sabía qué encontraría; aun así, inspiró para prepararse antes de apartar la pesada tela.
Aguardó un momento a que su vista se adaptase a la oscuridad, y poco a poco se hicieron más visibles. Ocho de ellos esa noche, cada uno envuelto en el único consuelo que habían conocido jamás: una manta. Su mirada recorrió sus formas dormidas. Por muchas noches que los viese allí, cada noche le rompían el corazón.
Reconoció a Will y Kenneth, Dobbs, Johnny y Douglas. Y allí, en el rincón, yacía Mary, y junto a ella, Lilith. Todos dormían sobre los jergones que se guardaban enrollados en el rincón, preparados para ellos. Cada niño parecía un pequeño ángel herido. Y eso eran para Alex, pues ninguno de ellos tenía más de doce años. Todos estaban seguros durante unas horas en el refugio que su pobre hogar proporcionaba, pero el amanecer llegaría demasiado pronto, y ellos abandonarían aquel santuario para volver al infierno que les aguardaba en las calles y callejones hostiles donde pasaban los días.
Por último, su mirada dio con Robbie y, como le ocurría cada vez que lo veía, se le encogió el corazón, sobre todo en ese instante que la débil luz del fuego que ardía despacio en la habitación principal le iluminaba el ojo magullado y el labio inferior reventado. Todos aquellos niños, y muchos más como ellos, huérfanos o abandonados, víctimas de la intensa pobreza, los malos tratos y unas condiciones de vida horribles, le rompían el corazón, pero había algo en Robbie que la conmovía aún más. Tal vez porque le recordaba a sí misma a su edad. Un manojo de miedo tembloroso envuelto en capas de falsa bravuconería.
Lágrimas de ira, frustración y profunda compasión pugnaron por brotar de sus ojos. Por el amor de Dios, apenas tenía seis años.
Un mechón de su pelo claro, sucio de hollín, le caía sobre la frente, y los dedos de Alex anhelaban apartárselo. Pero sabía que, si lo tocaba, lo más probable era que se despertase. Por necesidad, debido al lugar y a la forma en que vivían, todos los niños tenían un sueño ligero. Si dormían demasiado profundamente, cualquier clase de horror podía caer sobre ellos. Alex seguía teniendo un sueño ligero y nunca dormía muchas horas seguidas. Los niños dormían mejor allí, sabiendo que estaban seguros por unas horas. Por ello, aunque Alex anhelaba acercarse, Robbie necesitaba el sueño más de lo que ella necesitaba tocarlo y arriesgarse a asustarlo.
Tras una última mirada, dejó caer la cortina y se dirigió hacia la zona de la cocina, donde Emma servía el té en gruesas tazas de loza. Se sentó en el largo banco de madera, de pronto fatigada y sin energías. El aroma de naranjas y magdalenas recién horneadas flotaba en la habitación.
– Gracias por ocuparte del horno esta noche -dijo con una sonrisa cansada, en voz baja para no despertar a los niños.
– De nada -respondió Emma, presentando con un floreo una bandeja en la que había una sola galleta-. Te he guardado una.
Ante aquel detalle a Alex se le hizo un nudo en la garganta. Emma conocía su debilidad por los dulces, una debilidad que ella misma compartía. Alargó el brazo, partió la galleta por la mitad y dio a su amiga el pedazo más grande.
– Siento dejarte a ti todas las tareas.
– No digas tonterías -dijo Emma, colocando una taza humeante delante de su amiga-. Para mí es un placer, y es más importante que madame Larchmont emplee sus habilidades para echar las cartas a la gente rica y elegante. Gracias al dinero extra que estás ganando, podremos mudarnos a un sitio más grande, mejor y más seguro, y antes de lo que esperábamos. Entonces podrás empezar a enseñarles.
Sí, había trabajado mucho para conseguir un sitio más grande, mejor y más seguro para ella misma, Emma y los niños que confiaban en ellas, que acudían a ellas en busca de protección. Estaba decidida a obtenerlo. Por fin había podido albergar la esperanza de lograrlo con el reciente éxito de su identidad como madame Larchmont.
– Eso espero -dijo-, pero ya sabes lo inconstante que puede ser la gente de la alta sociedad, lo pronto que se aburre y lo poco que tarda en pasar al siguiente entretenimiento. Ahora estoy muy solicitada, pero no me hago ilusiones de que mi actual popularidad dure más allá del fin de la temporada.
– Entonces, asegurémonos de que te forras esta temporada -dijo Emma, mirándola por encima del borde de su taza humeante.
– Eso espero también… pero… bueno, ambas sabemos que la carrera de madame Larchmont se acabaría si los miembros de la alta sociedad que ahora piden a voces sus servicios descubriesen su pasado.
La mirada de Emma se hizo más perspicaz.
– Dices eso como si hubiese algún motivo para pensar que podrían hacerlo.
Ella envolvió la taza con las manos, absorbiendo el calor con sus dedos, de pronto fríos.
– Emma, esta noche he encontrado a un hombre. Es… él.
Emma parpadeó dos veces, confusa, pero luego los ojos se le ensancharon al comprender.
– ¿Él? ¿El hombre que salía en tus cartas?
– Sí -asintió.
– ¿Estás segura?
– Lo estoy.
Emma no preguntó cómo sabía Alex que aquel era el hombre que había desempeñado una función tan destacada en sus tiradas a lo largo de los años; no le extrañó, pues estaba acostumbrada a su «intuición», así que asintió pensativa.
– Vaya, ha tardado mucho en llegar -dijo-. ¿Quién es?
– Se llama Colin Oliver -dijo, negándose a reconocer el escalofrío que la recorrió al decir su nombre en voz alta-. Lleva el título de vizconde Sutton.
Emma se quedó boquiabierta.
– ¿Un vizconde? -repitió, sacudiendo la cabeza-. Debes de haberte equivocado de tipo. Tus cartas decían que ese hombre tendría una función destacada en tu futuro, que te influiría mucho. ¿Cómo podría referirse eso a un vizconde?
Emma dibujó una O con la boca y se llevó las puntas de los dedos a los labios.
– ¡Oh! A menos que quiera que seas… a menos que tengas pensado ser su… querida.
Alex se sintió acalorada de pronto, lo que atribuyó de inmediato al vapor que desprendía el té caliente, y apartó la taza.
– No, claro que no -susurró.
– Entonces ¿de qué otra manera podría tener un hombre así una función en tu futuro? Además, se supone que el hombre de las cartas es alguien que ya conociste años atrás -dijo Emma, sacudiendo la cabeza con decisión. Un rizo de color caoba se le desprendió de la trenza-. No, no es él, Alex.
– Sí, lo es. Yo… ya lo había visto una vez. Le robé.
– ¿Cómo puedes estar segura de que es el mismo tipo? Todos esos ricachones parecen iguales en la oscuridad. Siempre bebidos y pagados de sí mismos. Primos, eso es lo que son.
– Lo que eran -subrayó Alex-. Esa era nuestra antigua profesión. Y lo recuerdo muy bien porque me sorprendió.
– ¿Te sorprendió? -repitió Emma en un susurro incrédulo-. ¡Pero a ti nunca te sorprendían! ¡Eras la mejor!
– Aunque agradezco tu valoración de mis antiguas aptitudes, te aseguro que me sorprendió. Conseguí escapar y nunca volví a verlo. Hasta esta noche.
Emma captó las repercusiones al instante.
– ¡Dios del cielo! ¿Te ha reconocido?
Incapaz de permanecer sentada, Alex se levantó y se puso a caminar por delante de la mesa.
– No lo sé. No creo, pero…
Sacudió la cabeza y luego contó a Emma todos los acontecimientos de la velada, incluyendo la conversación que había oído y la nota que había dejado para lord Malloran. Los únicos detalles que omitió fueron las sensaciones que le provocó lord Sutton y la forma en que le besó la muñeca.
– Mañana por la tarde le haré una tirada en privado en su casa. O, mejor dicho, hoy.
Emma la miró inquieta.
– No sé qué me preocupa más, Alex, que vuelvas a ver a ese vizconde, cosa que en mi opinión es meterse en la boca del lobo, o la conversación que has oído. ¿Y si alguien averigua que estás enterada y que has sido tú quien ha escrito la nota?
– ¿Cómo podría averiguarlo nadie? He disfrazado mi letra deliberadamente. Nadie perderá el tiempo tratando de descubrir quién ha escrito la nota. Estarán demasiado ocupados intentando saber quién va a ser asesinado en la fiesta de lord Wexhall y evitando que ocurra.
A pesar de sus palabras, Emma seguía inquieta.
– Espero que tengas razón.
Yo también, pensó Alex. Yo también.