Capítulo 9

En cuanto el mayordomo de lord Sutton cerró la puerta del elegante salón dejando a Alex a solas, la joven se acercó a toda prisa al escritorio situado junto a la ventana. No sabía con certeza de cuánto tiempo disponía antes de que lord Sutton -o, como ahora prefería pensar en él, el tipo rico de ojos verdes- acudiese a su cita, y pretendía aprovechar cada minuto.

Con un esfuerzo, reprimió la ira que burbujeaba tan cerca de la superficie y repasó deprisa la pila de correspondencia bien colocada en una bandeja de plata apoyada en la esquina de la brillante superficie de caoba. Media docena de invitaciones a fiestas, una nota de su hermano, otra de lord Wexhall, varias invitaciones más, la última con una sola línea que decía «Estoy deseando volver a verle». Estaba firmada solo con la letra «M» y… se llevó el papel vitela a la nariz… perfumada con agua de rosas.

La invadió una sensación desagradable que no quiso examinar muy de cerca; no deseaba reconocer su semejanza con los celos. Luego frunció el ceño muy irritada. Demonios, ¿qué le importaba si tenía citas con aquella mujer llamada «M» o con una docena de mujeres? No le importaba nada.

Aun así, la idea de Colin tocando a otra mujer, besando a otra mujer… Alex cerró los ojos con fuerza para borrar el recuerdo apasionado de él tocándola, besándola, pero el esfuerzo fracasó por completo. Lo cual resultaba ridículo y muy humillante. Estaba enfadada con él. Furiosa. Vamos, que si intentaba volver a besarla le pondría los dos ojos morados.

De haber sabido antes del beso lo que había hecho, de qué forma había invadido su hogar y su intimidad, sin duda no le habría permitido tomarse tantas libertades.

¿O sí?

Por el amor de Dios, quería y necesitaba creer que no lo habría hecho. Pero no saberlo la asustaba, casi tanto como su descontrolada reacción ante aquel hombre y el fuego que prendió en su cuerpo. Abrió los ojos, apretó los labios y se aferró a su ira, una emoción mucho más segura que las demás sensaciones perturbadoras que él le provocaba. Pensaba ceñirse a esa ira al echarle en cara su engaño.

Se forzó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos, volvió a colocar la correspondencia en su lugar y abrió el cajón superior. Vio al instante la bolsita de piel con que Colin le había pagado el día anterior. Levantó la bolsa, sopesándola en la palma de la mano y escuchando el tintineo de las monedas.

A juzgar por el peso había allí una pequeña fortuna, y la joven sintió en los dedos el hormigueo de la tentación. No mucho tiempo atrás se habría deslizado la bolsa en el bolsillo. Desde luego, después de lo que lord Sutton le había hecho no merecía menos. Pero Alex ya no era esa persona ni quería volver a serlo. Tras apretar la bolsita por última vez, la colocó de nuevo en su lugar y luego registró a toda prisa los demás cajones, que no contenían nada de interés.

Hasta que llegó al cajón inferior, que estaba cerrado. Sin dudar un momento se dejó caer de rodillas, se arrancó los guantes, se sacó una horquilla del moño y se puso manos a la obra. El tictac del reloj de la chimenea era el único sonido mientras se concentraba en su tarea. La cerradura tardó menos de un minuto en empezar a ceder, y una sonrisa de satisfacción curvó sus labios. Solo un movimiento más…

– Puede que esto la ayude -dijo una voz profunda, justo detrás.

Alex se volvió con un grito ahogado. Lord Sutton estaba apoyado contra la pared con los tobillos cruzados, mirándola con su habitual expresión impenetrable. Una llave de plata suspendida de una cinta negra colgaba de su mano tendida.

Diablos. ¿Cómo se las había arreglado para sorprenderla de ese modo? Debía de moverse como el humo. Y, Dios del cielo, desde luego se las arreglaba para tener un aspecto imponente mientras lo hacía. La chaqueta azul marino, el chaleco color plata y los pantalones crema, que llevaba metidos en unas botas negras brillantes como un espejo, se adaptaban a sus formas masculinas a la perfección.

Alex lo miró de arriba abajo, deteniéndose en lo bien que le sentaban los ceñidos pantalones. Como estaba de rodillas, los ojos le quedaban a la altura de la ingle, una visión fascinante que captó su interés de una forma que sin duda debería haberla horrorizado. Y sin duda lo haría, en cuanto pudiese apartar la mirada.

Una oleada de calor invadió a Alex, que se llevó la mano de forma involuntaria hasta la cadera, para apoyarse en el punto exacto en que la carne dura de él se había apretado contra ella la noche anterior.

– Me está mirando, madame, y su mirada me distrae mucho.

La asaltó otra oleada de calor, esta vez cargada de una aguda mortificación. Alex levantó la mirada de golpe. Los ojos verdes de él parecieron quemarla y la arrancaron de su humillante estupor.

La joven se puso en pie de un salto, se apoyó las manos en las caderas y le dedicó una mirada furiosa.

– Casi me mata del susto. ¿Tiene la costumbre de acercarse sigilosamente a la gente, señor?

Colin levantó un poco una ceja.

– Desde luego, hay que reconocer que tiene audacia. Creo que una pregunta más pertinente, madame, es: ¿Tiene la costumbre de forzar la cerradura de los cajones ajenos?

– Usted podría dar clases de audacia, señor. Mi presencia ante su escritorio no es menos de lo que merece, teniendo en cuenta que forzó la cerradura para entrar en mi apartamento.

Alex esperaba que lo negase, pero Colin inclinó la cabeza.

– Es evidente que yo tuve más éxito que usted -dijo, moviendo la llave-. Dado que su habilidad es tan escasa, le ruego me permita ofrecerle esto.

¿Escasa? ¡Qué arrogancia! Nunca se había puesto en duda su habilidad; sin embargo, Alex no podía negar el irritante y humillante hecho de que era la segunda vez que lord Sutton la atrapaba con las manos en la masa. La joven no sabía si estaba más irritada consigo misma o con él.

– Si hubiese tardado uno o dos minutos más -dijo en su mejor tono de desprecio, sin dignarse a echar un vistazo a la llave-, sabría de sobras qué puñetas se trae entre manos. ¿No le apetece acercarse a uno de sus clubes durante un rato?

– Creo que no. Por cierto, vaya lenguaje, madame. He de decir que no es propio de una dama.

– No se equivoque, señor. Nunca he dicho que fuese una dama. Por otra parte, usted sí es un caballero, aunque una se pregunta dónde y por qué iba a adquirir un caballero la habilidad de forzar cerraduras.

– Es evidente que tuve mejor profesor que usted. ¿Qué buscaba exactamente? ¿Dinero? Si es así, habría preferido que me lo pidiera. ¿O ya ha cogido las monedas que, como sabe por su visita de ayer, están en el cajón de arriba? -preguntó él con voz fría.

Alex se sintió humillada.

– No he cogido su dinero. No soy una ladrona.

Ya no lo soy, pensó.

Colin no pareció nada convencido.

– Entonces ¿qué buscaba?

– ¿Qué buscaba usted cuando se coló en mi casa?

Aquel hombre horrible ni siquiera tenía la decencia de parecer avergonzado.

– Información.

– ¿Sobre qué?

– Sobre usted.

– ¿Por qué no me preguntó?

– No creía que fuese a responderme con franqueza.

Alex enarcó las cejas.

– Es una posibilidad… si pregunta por temas que no son asunto suyo.

– Irritante, pero comprensible. Por eso me encargué yo de averiguar lo que quería saber. ¿Le gustaría oír lo que descubrí?

– Sé lo que descubrió.

En la mente de Alex surgió la imagen de la cara de Robbie con el labio inferior tembloroso, y la ira de la joven aumentó. Se acercó más a él y se puso en jarras.

– ¿Sabe cuánto asustó a ese niño, un niño que vive cada día con miedo, un niño cuyo único refugio invadió usted?

Un músculo se movió en la mandíbula de Colin.

– No quería asustarlo.

– Pero lo hizo. ¿Tiene idea del daño que ha causado?

La rabia de Alex se desbordó, y de pronto no pudo quedarse quieta. Se puso a caminar por delante de él con pasos bruscos.

– Robbie no tiene ningún otro sitio seguro -añadió-. Ninguno de ellos lo tiene. Si tiene miedo de venir a mi apartamento… Su padre lo obliga a robar para ganarse el sustento. Si no lleva suficiente dinero a casa, le pega. Ese niño pasa los días luchando por sobrevivir y rezando para que por las noches su padre beba lo suficiente para desmayarse. Esas son las noches en que viene a mi casa. Para descansar. Para comer. Para curarse. Para sentirse seguro. Y es el único momento en que de verdad se siente seguro. Ver a un extraño en mi apartamento, a alguien que según cree podría hacernos daño a él o a mí… podría hacer que dejase de venir. Si se lo cuenta a los demás, quizá también dejen de venir ellos.

– ¿A los demás? ¿Cuántos hay?

Alex tomó aire.

– Más de los que puedo ayudar. Yo soy todo lo que tienen, junto con Emma, la amiga que vive conmigo. Depositan en nosotras la poca confianza que poseen. Y ninguno de ellos merece más miedo en su vida, ni que violen su único lugar seguro. No tenía derecho…

Colin alargó el brazo y le puso los dedos en los labios, interrumpiendo sus palabras.

– Lo siento. No lo sabía. De haberlo sabido…

– Habría hecho exactamente lo mismo -dijo Alex en tono acusador, apartándose de su mano.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Quería saber más de usted.

– Otra vez tengo que preguntarle por qué.

Colin la observó durante varios segundos.

– ¿Está buscando que le regalen los oídos? -preguntó.

A Alex se le escapó un sonido de incredulidad.

– ¿Que me regalen los oídos? Es un misterio para mí cómo ha llegado a semejante conclusión. Pero, para responder a su pregunta, no. Ahora le pido que responda a la mía. ¿Por qué iba a estar interesado en averiguar más sobre mí?

– ¿Y si le dijera que es porque la encuentro… fascinante?

– Diría que tiene que haber otra razón.

La mirada de Colin recorrió su rostro con una intensidad que la impresionó.

– Me pregunto si es usted así de modesta o si de verdad carece de vanidad.

– No tengo nada de lo que envanecerme, señor, como puede apreciar cualquiera que tenga ojos en la cara; por lo tanto, le exijo que ponga fin ya a este disparate y me diga la verdad.

– Muy bien. Más vale que nos sentemos -sugirió Colin, indicando el sofá situado delante de la chimenea.

– Prefiero estar de pie.

– Como guste. -Colin apoyó los hombros contra la pared y cruzó los brazos; su postura despreocupada contrastaba por completo con la tensión que le dominaba-. Quería saber más de usted por varias razones, una de las cuales era la gran curiosidad que me produjo su original método para salir de la casa de lord Malloran.

Colin captó el leve parpadeo de Alex, que se le habría escapado de no haber estado observándola con tanta atención, y muy a su pesar se sintió invadido por la admiración. No había duda de que era muy buena. En realidad, habría sido una espía estupenda.

– No sé muy bien a qué se refiere -dijo.

– Me refiero a su salida por la ventana del estudio de su señoría, algo un tanto insólito, sobre todo teniendo en cuenta la distancia hasta el suelo. Estoy seguro de que podrá entender que mi curiosidad no hizo sino aumentar cuando supe que fue en esa habitación donde encontraron muertos a Malloran y a su lacayo solo unas horas después de su salida.

Se produjo entre ellos un silencio cargado de tensión.

– No irá a creer que tengo algo que ver con su muerte -dijo Alex por fin.

– ¿Por qué no iba a pensar eso? En el mejor de los casos, sus acciones son muy sospechosas.

– Si me creyese culpable de asesinato, me habría denunciado a las autoridades.

– ¿Qué le hace pensar que no lo he hecho?

Allí estaba… Un parpadeo inconfundible. Pero no era debido a un sentimiento de culpa. No, parecía miedo… Un miedo comprensible si se pensaba en cómo pasaba el tiempo en Vauxhall. Las cárceles de Londres tenían fama de ser desagradables. La joven levantó un poco la barbilla.

– Nadie me ha interrogado.

– Es evidente que no se ha percatado de que eso es justo lo que yo estoy haciendo.

Alex pareció perpleja y luego emitió un sonido de incredulidad.

– No tiene autoridad para hacerlo.

– No, pero la vi salir por esa ventana. Muy interesante, sobre todo porque a Malloran y a su lacayo los hallaron muertos por envenenamiento poco después.

La joven abrió los ojos con una sorpresa demasiado auténtica para ser fingida.

– Pe… pero creía que los habían matado a golpes. Todos los rumores decían…

– Sí, los golpearon, pero después de envenenarlos. Al parecer, para que los asesinatos pareciesen un robo. Se cree que el veneno utilizado fue el ácido prúsico, lo cual también resulta interesante.

La muchacha frunció el ceño, sinceramente confusa.

– ¿Qué es el ácido prúsico?

– Una pregunta extraña viniendo de la esposa de un cazador de ratas, pues el ácido prúsico suele ser utilizado por los hombres del gremio de su marido para matar a esos bichos.

Alex se quedó paralizada y luego fue palideciendo poco apoco.

– Una coincidencia bastante condenatoria, sobre todo porque me mintió acerca del lugar en que vivía -dijo él en voz baja-. Pero cuando registré su casa, no solo no encontré ni rastro de veneno. Tampoco encontré ni rastro de un marido.

De pronto Colin se apartó de la pared y se acercó a Alex, quien retrocedió con un grito ahogado. La joven solo pudo dar un paso porque sus caderas toparon contra el escritorio. Los separaba una distancia inferior a la longitud de un brazo. Colin podía ver las motas color canela en sus ojos y las doradas pecas que le cubrían la nariz. Y el parpadeo de aprensión en sus ojos.

– Así pues, ¿por qué no me dice, madame Larchmont, por qué no debería creer que usted envenenó a lord Malloran y a su lacayo? Deme una razón para no informar inmediatamente de mis sospechas al magistrado.

Alex se humedeció los labios.

– ¿Por qué no lo ha hecho ya?

Porque pese a lo que vi, pese a lo que sé sobre ti, mi instinto me asegura que hay otra explicación, se dijo Colin.

– Antes quería oír su explicación. Por desgracia, mi experiencia me ha enseñado que las cosas no siempre son lo que parecen.

La joven bajó la mirada y la fijó en la mano de Colin, quien se percató irritado de que se estaba frotando el muslo dolorido sin darse cuenta. Se detuvo de inmediato, y Alex volvió a alzar la mirada.

– La escucho, madame -dijo él, ignorando las preguntas que se ocultaban en aquellas profundidades de color marrón chocolate.

Alex lo miró a los ojos, observó su expresión implacable supo que no tenía sentido no contarle la verdad sobre lo que había oído, aunque no era necesario decirle que fue su propia presencia inesperada lo que precipitó su huida prematura del salón y su búsqueda de refugio en el estudio de lord Malloran.

La muchacha respiró hondo y empezó.

– Estaba fatigada después de tantas tiradas y fui en busca de un refugio tranquilo con la esperanza de hallar un momento de reposo.

A continuación relató con calma su llegada al estudio, la conversación que oyó y la nota que dejó para lord Malloran.

– Temía que me descubriesen en el corredor -concluyó- y decidí que la ventana era la opción más segura para salir. Por desgracia, no sabía que usted merodeaba por los alrededores.

– No merodeaba; me encontraba allí -replicó Colin con el ceño fruncido-. ¿Está segura de que una de las personas a las que oyó era el difunto lacayo de Malloran?

– Sí. No vi a la otra persona, pero reconocería esa voz… Anoche volví a oírla -añadió, tras debatirlo un instante consigo misma.

Colin la miró con más atención.

– ¿Cuándo? ¿Dónde?

– En la fiesta de los Newtrebble. Justo antes de que terminase, mientras me inclinaba para coger mi bolso.

– ¿Vio quién había hablado?

– No. Había demasiadas personas para saber quién era. Me puse a escuchar, pero no volví a oír la voz.

Colin la miró a los ojos.

– Por eso estaba tan pálida.

Alex le brindó media sonrisa.

– Llevaba toda la noche escuchando, pero en realidad no esperaba oírla porque era un susurro, no la verdadera voz de alguien. Me temo que al oírla me llevé un susto.

– ¿Recuerda a quién vio?

– Por supuesto. Anoté los nombres en cuanto llegué a casa para no olvidarme. -Alex cerró los ojos para visualizar los grupos-. Pasaban junto a mí lord y lady Barnes, lord Carver, el señor Jennsen, lord y lady Ralstrom y su hija, lady Margaret. Se hallaban cerca lord y lady Whitemore, su hija lady Alicia, la pariente lejana de lady Malloran, lady Miranda, lord Mallory y lord Surringham. También había dos lacayos en las proximidades.

Colin cogió una hoja de papel vitela del escritorio. A continuación, humedeció la pluma en el tintero. Alex vio cómo escribía deprisa los nombres que ella acababa de recitar. Sus manos eran fuertes pero elegantes. Aquellas manos la habían tocado hacía solo unas horas con una asombrosa combinación de suave fuerza y apasionada impaciencia. Alex deseaba sentir de nuevo aquellas manos, con una necesidad que la confundía y asustaba.

– Tiene buena memoria, y es muy observadora -dijo él, dejando la pluma y situándose de nuevo delante de ella.

Alex parpadeó para apartar de su mente la idea de sus manos acariciándola.

– Recordar a la gente y observarla… es una costumbre mía.

Colin la miró a los ojos.

– ¿Qué hay en la mochila que lleva usted a El Barril Roto cada día? -preguntó en voz baja.

La pregunta dejó sin aliento a la joven, que cerró los puños en un intento de controlar su rabia.

– También me ha seguido hasta allí. Supongo que no debería sorprenderme.

– Supongo que no. ¿Qué lleva allí?

– ¿Por qué no se lo ha preguntado al tabernero?

– Lo he hecho. El señor Wallace no ha querido decírmelo, pese a mi oferta de un buen soborno. No la cansaré con los detalles, pero sus siguientes palabras incluían diversas amenazas de daño físico en caso de que la molestase.

– Jack es muy… leal.

– He llegado yo solo a esa conclusión -dijo, antes de observarla durante vanos segundos-. ¿Qué es él para usted?

– Un amigo.

– ¿Nada más?

Alex consideró la posibilidad de mentir, de decirle que Jack era más que eso, a fin de levantar una barrera entre ellos que le hacía mucha falta. Sin embargo, negó con la cabeza.

– Nada más.

– ¿Qué hay en la mochila?

– No es asunto suyo.

– Estoy de acuerdo, pero lo pregunto de todos modos. -dijo mirándola a los ojos-. Dígamelo, por favor -añadió suavemente.

Aquellas dos últimas palabras, pronunciadas en voz baja, combinadas con esos ojos verdes que la miraban con tanta seriedad, conspiraron para borrar la ira de Alex. ¿Dónde había ido aparar?

– Aunque se lo diga, no me creerá -dijo ella, tratando de resucitarla y levantando la barbilla.

Colin permaneció en silencio, y ella hubo de admirarlo a regañadientes por no ofrecerle falsas garantías.

– Galletas y magdalenas de naranja -murmuró Alex Por fin. Al ver que él no decía nada, espiró con fuerza y siguió hablando-. Mi amiga Emma y yo horneamos galletas y Magdalenas cada día. Ella las vende, junto con las naranjas, cerca de Covent Garden y Drury Lane. Jack compra un saco cada día para dárselo a los niños que mendigan comida cerca de El Barril Roto. Ellos tienen algo que comer y a cambio no le roban.

Colin asintió despacio.

– Entiendo. Por eso siempre huele a naranjas.

– Para hacer las galletas y magdalenas, utilizamos todas las naranjas que Emma no ha vendido ese día. También destilamos agua con aroma de naranja a partir de las cascaras. A mí me encanta el aroma.

– Es… inolvidable. Gracias por responder a mi pregunta.

¿Significaba eso que la creía? Antes de que ella pudiese decidirlo, Colin volvió a hablar.

– Ahora me gustaría saber algo acerca de ese personaje de ficción que usted llama monsieur Larchmont.

Alex suspiró. Era evidente que no tenía sentido seguir dando rodeos.

– No me gusta mentir…

– Por eso apostaría algo a que su gato cazador de ratas se llama Monsieur… Una forma muy ingeniosa de aplacar su conciencia.

Caramba, aquel hombre era demasiado listo. Alex no sabía si estaba más impresionada o irritada.

– Inventarme un marido me proporciona unas libertades y una seguridad que de otro modo no tendría -dijo, doblando los dedos sobre el borde del escritorio-. No necesito temer por mi reputación como temería una mujer soltera y siempre tengo una excusa para rechazar insinuaciones indeseadas. Me da cierto grado de seguridad que la gente sepa que hay un marido protector que me espera en casa. Y, por supuesto, el título de «madame» añade una agradable mística a mi actividad de echadora de cartas.

– Desde luego que sí. Pero ¿y si decidiese casarse de verdad?

– Lo cierto es que no he pensado en el asunto porque no tengo deseos de casarme. En mi trabajo deposito mi tiempo y mis esfuerzos, mi corazón y mi pasión.

– ¿Se refiere a echar las cartas?

– No, esa es solo una manera de ganar dinero para financiar mi pasión.

– Que es proporcionar un refugio seguro para niños como Robbie.

Alex levantó la barbilla.

– En efecto. Si tuviese un marido de verdad, estaría legalmente obligada a responder ante él, a obedecerle. Todo aquello que tanto me ha costado conseguir sería propiedad suya, y eso no nos beneficiaría en modo alguno ni a mí ni a mi causa. Como el engaño no perjudica a nadie, le rogaría que no revelase mi verdadero estado civil.

– Su secreto está seguro. Sin embargo, debería haber denunciado enseguida ante el magistrado lo que oyó en el estudio de lord Malloran.

Alex no podía decirle que su anterior existencia delictiva le había impedido hacerlo.

– Hay algunas personas que miran con recelo la forma que tengo de ganarme la vida, creyendo que, en el mejor de los casos, es una tomadura de pelo. Me mirarían más como una sospechosa que como una testigo.

– ¿Conoce a lord Wexhall?

– No demasiado, aunque nos han presentado. Me ha contratado para echar las cartas en su próxima fiesta.

– Yo lo conozco muy bien y puedo decirle que merece toda mi confianza. Me gustaría que le contase lo que me ha contado a mí.

– Así podrá decírselo al magistrado -dijo Alex, incapaz de borrar la amargura de su voz- y el magistrado podrá acusarme de asesinato, de un crimen que usted cree que cometí.

Colin la agarró de los brazos. Incluso a través de la lana del vestido, el contacto del hombre encendió chispas. La joven intentó dar un paso atrás, pero con las caderas ya apretadas contra el escritorio estaba atrapada. Él clavó los ojos en los suyos en busca de algo, pero Alex le sostuvo la mirada.

– Creo todo lo que me ha contado -dijo Colin por fin-. No pongo en duda su versión.

La invadió una sensación insólita, algo que no podía nombrar, una especie de remolino de alivio, gratitud y sorpresa. Estuvo a punto de preguntarle por qué razón la creía, pero se contuvo.

– Pues… me alegro.

– Parece sorprendida.

– Supongo que lo estoy.

Colin volvió a mirarla a los ojos.

– No está acostumbrada a que sus palabras sean aceptadas como la verdad.

No era una pregunta, y la joven tuvo una extraña sensación.

– Es normal en mi profesión -dijo, hablando con una despreocupación que estaba muy lejos de sentir-. Algunas personas creen lo que digo; otras piensan que me limito a inventarme las cosas para entretenerlas.

Colin asintió.

– Comprendo -dijo-, pero hay que decírselo a lord Wexhall. El asesinato se cometerá en su casa la semana que viene, y él tiene los recursos necesarios para tomar las precauciones que sirvan para impedirlo. -Colin la sujetó con más fuerza-. Usted debe darse cuenta de que, al oír ese plan, también está en peligro.

– Por desgracia, he considerado esa posibilidad.

– Yo diría que es más que una posibilidad. Necesita protección.

– Soy muy capaz de cuidar de mí misma.

– En circunstancias normales, estoy seguro de que es así. Sin embargo, estas no son circunstancias normales. ¿Ha observado algo insólito? ¿Alguien ha dicho o hecho algo que le haya parecido amenazador?

Los pulgares de Colin rozaron sus mangas, produciéndole un escalofrío en los brazos. Un escalofrío que la distraía mucho. Además, estaba tan cerca… lo bastante cerca para percibir la tersura de su piel bien afeitada. Alex se humedeció los labios, de pronto resecos.

– Me pareció que alguien me vigilaba y me seguía, tanto después de la fiesta de los Malloran como de la fiesta de los Newtrebble, pero resulta que era usted. Ayer experimenté la misma sensación mientras venía aquí, y también hoy. Aparte de eso, no ha ocurrido nada insólito.

Colin frunció el ceño.

– ¿Mientras venía aquí? ¿Desde su apartamento, o desde El Barril Roto?

Alex reflexionó durante varios segundos.

– Desde mi apartamento los dos días. Desde la taberna, solo hoy.

Él frunció el ceño más aún.

– ¿Está segura?

– Sí. He tenido la intensa sensación de que me vigilaban.

Alex se estremeció al recordar esa sensación de tener los ojos de alguien encima e intentó disimular su incomodidad con una leve sonrisa.

– De haber mirado con atención, deduzco que le habría visto a usted merodeando detrás de un árbol cercano.

– No, hoy no la he seguido hasta aquí, lo que significa que, si está en lo cierto, lo ha hecho otra persona.

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