Capítulo 16

Alex se despertó despacio y parpadeó al notar los rayos brillantes de sol que entraban por los ventanales. ¿Sol? ¿Qué hora era?

Se incorporó en la cama apoyándose sobre uno de sus brazos. Al notar la suavidad entre sus piernas, se estremeció. Volvió la mirada entrecerrada por el sueño hacia el reloj situado encima de la chimenea. Abrió los ojos de par en par. ¿Las nueve? ¡Nunca había dormido hasta tan tarde! Nunca dormía más de unas pocas horas seguidas.

Los recuerdos le invadieron de golpe y bajó la cabeza hacia la almohada vacía junto a la suya. Todavía se podía notar la forma que había dejado el peso de Colin. Cerró los ojos y respiró profundamente: la almohada aún conservaba su olor.

Notó cómo un cálido rubor recorría todo su cuerpo y, con un suspiro, se tumbó, abrazando la almohada vacía. La suave tela acarició sus sensibles pezones, y cerró los ojos recordando vivamente la increíble sensación de las manos y la boca de Colin acariciando sus senos. Un bombardeo de imágenes sensuales la invadió, pero no hizo esfuerzo alguno por apartarlos sino que se regodeó en cada uno de ellos: la imagen de Colin limpiando la evidencia de su acto de amor; quitándose la ropa que todavía vestía; explorando su cuerpo con una delicada pasión que la dejaba sin aliento; enseñándole cómo tocarle a él, lo que le daba placer y lo excitaba, y después encontrando múltiples modos de darle placer y excitarla a ella; animando su curiosidad, impidiéndole que se sintiese en modo alguno avergonzada o inhibida; y después haciéndole el amor de nuevo, con tanta intensidad que acabó desmayándose en sus brazos, lánguida, saciada, deliciosamente deshecha.

Lo último que recordaba era haberse acurrucado contra él apoyando la cabeza en su hombro, la mano en su pecho absorbiendo el latido acelerado de su corazón, con la pierna cruzando su cuerpo y él posando sus labios contra su sien y musitando su nombre. Nunca antes en su vida se había sentido tan a salvo, tan cálida y segura.

Desde luego, ahora entendía el porqué de tanto jaleo sobre el tema, conocía ese deseo maravilloso y terrible que necesitaba ser satisfecho, entendía por qué hombres y mujeres se metían en callejones oscuros para descargar sus lujuriosos impulsos.

Pese a la impresión negativa que le causaban aquellos encuentros furtivos en los callejones no había habido nada sórdido en lo que había compartido con Colin. Había sido todo lo que ella sabía que iba a ser: tierno, paciente, hermoso. Y por razones que no podía entender, estaba claro que él la deseaba. Un hombre que podía tener a cualquier mujer que quisiera, ¿por qué diablos iba a quererla a ella?

No te querría, ni por un instante, si supiese qué eras realmente, lo que has sido, cómo has vivido, se dijo.

Para su sorpresa y mortificación, se le humedecieron los ojos. ¿Qué diablos le estaba pasando? Ella nunca lloraba. Desde luego, no lo había hecho desde que era una niña, desde el día en que había sujetado la mano de su madre y había visto expirar a la única persona que tenía en el mundo.

Se secó las lágrimas con impaciencia, puso la almohada a un lado con decisión y se levantó. No había razón alguna para sentirse tan extrañamente emotiva. Simplemente no estaba acostumbrada a la intimidad que habían compartido y que de manera imprevisible había hecho mella en su corazón. Eso explicaba aquellas sensaciones y aquellos sentimientos nuevos que en esos momentos la hacían vulnerable y voluble. Debía mantenerlos controlados para evitar que la semilla que mucho temía, ya se había plantado en su corazón creciese.

Cruzó la habitación y se dirigió hacia el conjunto de jarrones de porcelana que había en una esquina, se detuvo delante del espejo de pie y miró fijamente a la mujer desnuda que se reflejaba en él. Tenía los ojos muy abiertos, el pelo suelto y alborotado, la piel reluciente y los labios inflamados por los besos. Para ella, era evidente que en sus ojos existía un brillo de conocimiento carnal que no habían tenido antes. ¿Lo notaría alguien? Emma, sin duda, pero esperaba que solo porque era su amiga y la conocía muy bien.

Estudió su reflejo durante varios minutos, intentando ver lo que Colin veía, la razón por la que la había escogido a ella, pero no podía averiguarlo. No podía ser por su hermosura porque simplemente no era hermosa. Sus rasgos eran irregulares y no había comparación entre ella y las impresionantes y elegantes jóvenes que frecuentaban la temporada. Sin embargo, él había declarado que era exquisita. ¿Era posible que Colin necesitase anteojos?

Se había mostrado extraordinariamente embelesado por su cuerpo, pero, en su opinión, su cuerpo no difería en modo alguno del de cualquier otra mujer, excepto por unos centímetros de altura de más en comparación con la altura que en aquellos tiempos se consideraba adecuada para las jóvenes. Puede que se comportase del mismo modo con todas sus amantes.

Se frotó los ojos y movió la cabeza intentando apartar de su mente la imagen de Colin besando, tocando, haciendo el amor a otra mujer. Pronto lo estaría haciendo, y con otra mujer que no sólo sería su amante sino su esposa, una mujer que ella nunca podría llegar a ser.

Así que simplemente debía concentrarse en disfrutar del breve tiempo que iban a compartir, en recordar cuan mágicamente la había hecho sentirse, cuan segura y cálida se había sentido entre sus brazos. Y después, lo dejaría marchar.

Abrió los ojos, irguió la espalda y se dirigió hacia la palangana. Al acercarse, vio un pequeño trozo de papel cerca de un atril de madera. Aceleró el paso y se quedó mirando fijamente el papel y el pequeño objeto que había junto a él. Alargó su mano temblorosa, cogió la nota, desdobló el papel y leyó el breve mensaje:


Una noche exquisita con una mujer exquisita merece un regalo exquisito. Disfruta la sorpresa que esperabas tan deliciosamente impaciente. Hasta luego…


Cogió el único mazapán que había junto a la nota, que parecía una perfecta naranja en miniatura. El corazón le dio un vuelco y después se hundió en un pozo de emociones del que dudaba pudiera rescatarlo nunca. «Hasta luego…»

Que Dios se apiadase de ella, no podía esperar.


Colin recorría la sala de lord Wexhall esperando impacientemente a que apareciese su hermano.

– Menudo regalo -murmuró, mirando al bulto de pelo negro que dormía en sus brazos.

Maldita sea. Debería haber sabido que Nathan haría algo así, obligarlo a que acogiese a uno de los animales de su finca diciéndole que era un regalo. Pues no estaba dispuesto. Si le daba la mínima opción a su hermano, siempre rodeado de animales, pronto no solo viviría con un perro, sino con gatos, cabras, cerdos, patos y vacas, y Dios sabía qué otra clase de animales. El cachorro movió en sueños sus blandas orejas y Colin suspiró.

Por supuesto, Nathan no le había regalado simplemente un cachorro. Le había regalado un cachorro absolutamente adorable e irresistible, de los que enternecen el corazón. Pero debía resistirse, porque si no lo hacía, sabía que a aquel inocente y dulce perro lo seguiría un inacabable desfile de animales de granja. Así que en cuanto apareciese Nathan, simularía total indiferencia y pondría al cachorro en manos del que se lo había entregado. Vaya lata de hermano. Lo único que podía decir en favor del regalo de Nathan era que había logrado la imposible misión de que sus pensamientos se ocupasen de algo que no fuese Alexandra.

Alexandra. Su imagen iluminó su mente y tuvo que pararse al instante. Alexandra, desnuda y saciada, con los labios abiertos y los ojos cargados de languidez sexual, alargando los brazos hacia él. Alexandra, dormida, su flexible cuerpo acurrucado contra él. La había abrazado con fuerza, aspirando el aroma de su pelo, su piel, besándole suavemente las sienes, reviviendo cada momento de su pasión hasta tenerlos grabados indeleblemente en su mente.

Normalmente, después de la pasión, solía marcharse. Prefería marcar distancias con sus amantes. Pero la sensación de tener a Alexandra dormida entre sus brazos había bañado todo su ser con una paz que nunca antes había experimentado. Se marchó cuando las primeras luces del amanecer aparecieron en el cielo de la noche, y aun entonces tuvo que hacer un esfuerzo para irse. Solo habían pasado cuatro horas desde que había dejado el lecho de Alex y parecía que habían sido cuatro décadas.

– Buenos días, Colin.

La alegre voz de Nathan lo sacó de su ensimismamiento. Se dio la vuelta y vio a su hermano dirigiéndose hacia él. La mirada de Nathan se desvió hacia el cachorro y su rostro se iluminó con una sonrisa.

– ¡Ah! Veo que al fin has descubierto tu regalo. Se lo di a Ellis, quien me aseguró que cuidaría de él hasta dejarlo en tus manos.

– En un momento en que no te tuviese cerca para poder devolverte el bicho.

La sonrisa de Nathan no mostraba ningún arrepentimiento.

– Precisamente. La coordinación es un arte, como lo es el emparejamiento. Me bastó una mirada a ese cachorro saber que su destino estaba contigo.

– No osaría privarte de la compañía de este animal. Así que te lo devuelvo.

Pero, maldita sea, incluso pronunciando las palabras, sus brazos seguían acunando al perro dormido.

– Tonterías. Un hombre que prevé peligro en su vida debe tener un buen perro guardián.

– Puede ser, pero no creo que consideres que este es el perro para esa tarea. Por lo que he visto, solo se ha dedicado a lamer e incordiar. De hecho, lo único que este animal sabe hacer es dormir, comer, morder botas, hacer pipí en las flores y ladrar de un modo ensordecedor, precisamente, cuando uno está intentando dormir.

– Eso describe a cualquier cachorro, y esa es la razón por la que son tan increíblemente adorables. Intentan paliar esas características no tan agradables que has descrito.

– Son esas características no tan agradables las que me han hecho no comprar un cachorro.

– Te han hecho no comprarlo, pero no te han hecho no desearlo.

– No deseo…

– Claro que sí. Simplemente eres demasiado testarudo para admitirlo. Mira con qué perfección Narciso se adapta a tus brazos.

Colin parpadeó y miró al techo.

– ¿Narciso? Dios santo. ¿Qué nombre es ese para un cachorro macho?

– Por supuesto, estaremos encantados de que lo salves de una vida condenada a la vergüenza y lo rebautices. Estoy seguro de que te lo agradecerá.

– Tienes suerte de que no te mordiese el brazo por colgarle semejante nombre. Pero eres tú el que tendrás que rebautizarlo, porque yo no me lo quedo.

– ¿Por qué no?

– Porque te conozco y sé que si lo hago, otras criaturas con nombres tipo Capullo de Rosa, Lila, Hortensia, Lirio y Crisantemo lo seguirán y mi casa parecerá una granja.

Nathan se puso la mano sobre el corazón.

– Tienes mi palabra de que ningún animal con el nombre de Capullo de Rosa, Lila, Hortensia, Lirio o Crisantemo vendrá después de este.

Colin frunció el ceño: conocía sobradamente los trucos de Nathan.

– Ni Gardenia, Delfinio ni nada parecido.

– De acuerdo. De hecho, te he regalado a Narciso no solo para protegerte.

– Excelente, ya que mucho me temo que no servirá…

– Sino también para conseguirte una novia.

Colin miró perplejo a su hermano.

– ¿Perdón?

– Novia -repitió Nathan, marcando cada sílaba despacio como si hablase con un niño pequeño-. Llévate a Narciso a dar un largo paseo por Hyde Park y, créeme, no hay nada como un cachorro juguetón para llamar la atención de las mujeres. Puedes reducir tu búsqueda de prometida rechazando a cualquier dama que no se sienta inmediatamente cautivada por tu adorable cachorro, ya que indicará que no tiene corazón y no merecerá ni tu admiración, ni evidentemente convertirse en tu esposa y llevar el título de vizcondesa de Sutton. -Y extendiendo las manos y sonriendo añadió-: ¿Ves qué útil soy?

– Creo que útil no es la palabra que utilizaría ahora mismo para describirte -murmuró Colin.

Novia. Vizcondesa de Sutton. Las palabras fueron como una sacudida y le recordaron que apenas había dedicado un momento a la verdadera razón por la que había ido a Londres. Todos sus planes de encontrar esposa se habían disuelto como azúcar en chocolate caliente en el momento en que había visto a Alexandra.

Como si pensar en ella hubiera sido un conjuro, apareció en el umbral de la puerta detrás de Peters, el impecable mayordomo de lord Wexhall, quien se aclaró la garganta y anunció:

– Madame Larchmont.

Después se apartó y Alexandra se quedó sola en el marco de la puerta, como un cuadro. Iba vestida con un sencillo y austero traje marrón y llevaba el pelo recogido con un moño en la nuca. Pero aun así le cortó la respiración. Cuando sus miradas se cruzaron, a Colin no le sorprendió que sus pulmones dejasen de funcionar durante varios segundos. Habría jurado que en esa simple mirada entre ellos circuló algo íntimo y cálido. El flujo de recuerdos sensuales era tan potente que lo desbordó inundándole de calor y lujuria y necesidad y un deseo casi insoportable de atravesar la habitación, tomarla entre sus brazos y pasar el resto del día mostrándole exactamente cuánto la había echado de menos.

Echarla de menos. Era absolutamente ridículo que pudiera echarla de menos durante una ausencia tan corta, pero no podía negar que así había sido. Era como si, desde que la había dejado, hubiese estado bajo una nube y entonces, al aparecer de nuevo, hubiera salido el sol, dándole calor, llenándolo de energía. Y de un profundo anhelo de tocarla, besarla, estar cerca de ella.

– Buenos días, caballeros -dijo Alex entrando en la habitación.

– Buenos días -murmuró él, sabiendo pero sin importarle que su agudo hermano se daría cuenta de cómo la devoraba con la mirada.

– Buenos días, madame -dijo Nathan-. Espero que haya dormido bien.

– Así es, gracias -dijo ella-. Acabo de ver a lady Victoria en la sala de desayuno y se preguntaba si iba usted a reunirse con ella.

– Una invitación que nunca rechazaría -dijo Nathan sonriendo-. Si me excusan…

Empezó a cruzar la habitación pero, antes de llegar a la Puerta, la mirada de Alexandra se posó en el bulto que tenía Colin entre los brazos y abrió los ojos de par en par.

– Oh, Dios mío -dijo con una sonrisa en los labios, unos labios que todavía tenían la marca de sus besos-. ¡Qué cachorro tan adorable!

Colin oyó la risa ahogada de Nathan ya en la puerta y cuando lo miró, su hermano le dijo solo moviendo los labios «Te lo advertí», y después, saludando con la mano, salió y cerró delicadamente la puerta tras él.

Alexandra se detuvo frente a él, con la mirada puesta en el desgraciadamente bautizado Narciso, que continuaba dormido.

– ¿Quién es este? -preguntó pasando el dedo por el pelo casi negro del cachorro.

Colin tardó varios segundos en contestar pues la cercanía de ella le había dejado la mente en blanco. Y además no llevaba puestos sus guantes de encaje habituales. La visión de su mano desnuda le produjo más ardor del debido. Su piel desprendía un fresco olor a jabón y a naranjas, y miró fijamente sus dedos, recordando cómo habían acariciado su piel, cómo habían recorrido su cabello y habían abrazado su miembro.

En lugar de contestar a su pregunta, le dijo suavemente:

– No llevas tus guantes.

Ella levantó la vista del cachorro y Colin se quedó petrificado ante el impacto de sus ojos y del ligero sonrojo que coloreó sus mejillas.

– Dijiste que te gustaban mis manos.

Colin se dio cuenta de que sentía una satisfacción desmesurada por el evidente deseo de Alex de complacerlo.

– Así es -dijo él, y cogiéndolo con el brazo que tenía libre por detrás de la cintura, la acercó hacia él-. Y también me gustan tus labios.

Bajó la cabeza y la besó, con la intención de que el contacto fuese ligero y breve. Pero en el instante en que sus bocas se tocaron, ella abrió los labios y, con un gemido de deseo, Colin la apretó contra él y se dejó llevar por el ansia de ese profundo e íntimo beso que llevaba anhelando durante horas.

En ese momento el pobre Narciso se movió y lanzó varios ladridos. Alexandra se apartó y Colin dejó escapar un gruñido. Ambos miraron al cachorro. Los ojos del animal estaban alerta y su lengua rosa buscaba algo que lamer.

– Nos hace saber que no le gusta que lo ignoren -dijo Alexandra riéndose, mientras el cachorro comenzaba a lamer sus dedos.

– Qué delicia -masculló Colin.

Intentó lanzar una mirada de ira a la bola de pelo en movimiento que había interrumpido su beso, pero le resultó difícil mostrarse severo cuando la mujer y el perro parecían tan encantados el uno con el otro.

– ¿Te gustaría cogerlo?

– Oh, sí -dijo Alex alargando los brazos.

Colin le pasó el bulto y miró cómo Alexandra, con los brazos extendidos, sujetaba al cachorro que se movía extasiado.

– Eres tan dulce… -exclamó. Y acurrucó al perrito contra su pecho.

Cuando hundió el rostro en el pelo suave y negro del animal y le besó delicadamente la cabeza, el cachorro se calmó y dejó escapar lo que parecía un suspiro de satisfacción.

El maldito perro era listo, decidió Colin.

Y también muy afortunado.

– Es absolutamente maravilloso -dijo Alexandra, mirando a Colin y sonriéndole-. ¿Es tuyo?

– Sí -dijo Colin sin vacilar-. Es el regalo que mi hermano mencionó. Nathan siempre me obsequia con algo que necesita alimento y cuidados, así que no me ha sorprendido. De hecho, debería sentirme aliviado por no haber recibido una bandada de gansos o un rebaño de vacas como regalo.

– ¿Tiene nombre?

Miró al pequeño animal, acurrucado en los brazos de Alexandra, con su cabecita perfectamente encajada en la generosa curva de sus senos y dijo:

– Lucky. Su nombre es Lucky. Afortunado…

– Un nombre muy bonito… Lucky.

– Y muy apropiado, dado que está cerca de ti. -Dio un paso hacia ella e incapaz de no tocarla, pasó los dedos por su suave mejilla-. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Un poco… tierna, pero de un modo delicioso.

– Delicioso… -murmuró él, inclinándose y acariciándole el cuello con los labios-. Eso describe perfectamente la pasada noche.

– También estoy muy descansada, para mi sorpresa. Normalmente no duermo hasta tan tarde. Eres una almohada muy cómoda.

Colin siguió deslizando las manos hacia abajo, dibujando su clavícula y contuvo las ganas de decirle que el simple hecho de haberla abrazado mientras dormía le había dado tanta alegría y satisfacción como hacerle el amor.

– ¿Encontraste tu sorpresa?

– Sí, gracias. Estaba delicioso. ¿Lo trajiste de casa?

– No, se lo cogí a Nathan camino de tu habitación. Sabía que tendría provisiones ocultas de dulces. Conozco sus escondites secretos.

– ¿Conseguiste cogérselo en el tiempo que tardé en llegar a mi habitación?

– Así es.

– Madre mía, sí que tienes talento. En más de un sentido.

– Gracias -dijo Colin y deslizó aún más abajo sus dedos hasta tomar su seno. Alexandra ahogó un grito-. ¿Estarías interesada en otra demostración de mi talento? -preguntó él acariciando con el dedo pulgar su pezón y notando cómo se endurecía por debajo de la tela del traje.

– ¿Qué… idea tienes?

Como respuesta, Colin se apartó y le quitó delicadamente el cachorro de los brazos, dejándolo en la alfombra que había frente a la chimenea, donde el animal lanzó un gemido y después se acurrucó formando un ovillo y se quedó adormecido. Colin atravesó la habitación y cerró la puerta con llave. El ruido de la cerradura resonó en medio del repentino y tenso silencio.

Se dio la vuelta y se dirigió despacio hacia ella, disfrutando al ver cómo sus ojos se abrían de par en par. Cuando llegó junto a Alex, no se detuvo, sino que la tomó en sus brazos, la levantó del suelo y siguió avanzando.

– ¿Qué estás haciendo? -susurró ella rodeándole el cuello con los brazos.

– Demostrándote lo que ocupa mis pensamientos ahora mismo.

– ¿Aquí? ¿Ahora?

Alcanzó la pared y la apretó contra la madera de caoba que la recubría.

– Aquí mismo -susurró pegado a su cuello, respirando su exquisita fragancia mientras que con sus manos le levantaba las faldas-. Ahora mismo.

– Pero ¿y lord Wexhall?

– Pasará el día fuera.

– ¿Y tu hermano y lady Victoria?

– Son enormemente lentos comiendo.

– ¿Y si hoy no lo son?

– Por eso he cerrado la puerta con llave.

– Pero sabrán lo que estamos haciendo.

Sin embargo, al mismo tiempo que protestaba, le agarró el cabello y atrajo su boca hasta sus labios.

– Solo si no nos damos prisa. ¿Hasta qué punto estás tierna? -preguntó Colin, dándole rápidos besos en los labios mientras hablaba.

– No tan tierna como desesperada.

– Gracias a Dios.

Le levantó las faldas hasta la cintura y colocó el muslo de Alexandra sobre su cadera, abriéndola para acariciarla con los dedos.

Alexandra dejó escapar un agudo suspiro cuando Colin introdujo la mano en su interior, un sonido que coincidió con el gemido de él al acariciarle los sedosos pliegues.

– Ya estás húmeda -jadeó contra su boca.

Alexandra frotó la mano contra su erección.

– Y tú ya estás duro.

– Constantemente. -Y despacio introdujo profundamente uno de los dedos en su apretado calor-. Y es solo culpa tuya. Me temo que va a convertirse en un embarazoso problema.

– Considérame más que dispuesta a colaborar.

– Una oferta que no tengo ninguna intención de rechazar.

Y sacando la mano de su cuerpo, se desabrochó los pantalones tan rápido como le permitieron sus nerviosos dedos. Una débil voz interior lo avisó de que no estaba mostrando la más mínima delicadeza, pero un deseo fiero y oscuro apagó esa voz. La quería, la necesitaba, necesitaba estar dentro de ella. En ese momento.

En el momento en que se liberó, la tomó por las nalgas y la levantó.

– Agárrame con tus piernas -dijo con una voz que apenas reconoció-. Y aguanta.

Unos segundos más tarde, entró en su calor húmedo y ya no simuló control alguno. La tomó con largas, duras y profundas sacudidas, apretando los dientes para contener su imparable necesidad de llegar al clímax, observando cada matiz del rostro acalorado de Alexandra, sus labios abiertos, sus ojos cerrados, sus dedos apretándole los hombros, hasta que gritó, arqueando la espalda y notó cómo las paredes de su interior se convulsionaban alrededor de su miembro. En el instante en que notó que ella se relajaba, salió y apretó fuertemente la erección contra el vientre de ella, refugió el rostro contra la cálida y fragante curva de su cuello y el orgasmo lo recorrió como un relámpago.

Cuando cesó de temblar, levantó la vista y ella abrió los ojos. Durante varios segundos se miraron fijamente. Colin quería decir algo, algo insustancial e ingenioso, pero ya no estaba a su alcance. Aquella mujer no solo lo había desposeído de su control, sino que al parecer también le había robado el juicio. Así que dijo la única palabra que se sentía capaz de pronunciar:

– Alexandra.

Entonces se inclinó y la besó, introduciéndose despacio en la calidez aterciopelada de su boca, saboreándola, disfrutando de la erótica fricción de sus lenguas, del olor de su piel caliente y de la pasión que habían compartido. El corazón le latía con fuerza contra las costillas y dejaron de besarse tan despacio como habían empezado.

– Desde luego, eres un hombre con talento -susurró ella, con la cabeza apoyada contra la pared.

– Y tú eres una mujer deliciosa. No te he hecho daño, ¿verdad?

– Cielos, no. Aunque anoche fue lento y delicado y maravilloso, no puedo negar que hay algo extraordinariamente dulce en esta aproximación más brusca y rápida.

– Tomo nota obedientemente.

En la boca de Alexandra se formó una maliciosa sonrisa.

– Ardo en impaciencia por ver cuál va a ser tu próxima demostración.

– Viendo el efecto que ejerces sobre mí, lo averiguarás muy pronto.

La bajó delicadamente, y cuando Alexandra volvió a tener los pies sobre el suelo, sacó un pañuelo del bolsillo.

– Deberías visitar tu habitación para acicalarte antes de que salgamos -dijo limpiando con cuidado la evidencia de su pasión.

– ¿Salgamos?

– Sí, estoy aquí para acompañarte a los recados que tengas que hacer.

– Ah -replicó ella levantó las cejas con escepticismo-. Y yo que pensaba que estabas aquí para aprovecharte de mí.

Colin rió.

– Y ahora que ya lo he hecho, podemos comenzar con tus recados. Y los míos.

– ¿Cuáles son los tuyos?

– Bueno, en primer lugar, parece ser que tengo un perro al que pasear.

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