Capítulo 2

El enojo de Alex se evaporó, y un sentimiento de alarma rugió a través de ella con tanta fuerza que la joven se mareó. Una vocecita interior le ordenó apartarse de él, pero no pudo moverse. Solo pudo mirar aquellos ojos insondables, que la observaban con una expresión impenetrable. Todos sus músculos se tensaron, atenazándola con el miedo que creía haber vencido tiempo atrás.

Un tenso silencio que pareció durar una eternidad creció entre ellos mientras Alex luchaba por dominar su pavor y mostrarse serena.

Algo aleteó en la mirada de él… algo que desapareció antes de que Alex pudiese descifrarlo. Algo que la muchacha rogó que no fuese reconocimiento. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía ser? Sin duda, no se trataba de una coincidencia que precisamente él apareciese justo debajo de esa ventana concreta en ese momento concreto.

Los años que había vivido huyendo de su pasado finalmente la habían alcanzado. En la forma de ese extraño que seguía sujetándola con firmeza. Recurriendo a todas sus reservas, Alex se deshizo de su aprensión y recuperó su aplomo. Sabía cómo salir de situaciones apuradas, aunque nada en el porte de él lo clasificaba como un tonto, una observación que la joven decidió ignorar estúpidamente cuatro años atrás.

– ¿Se encuentra bien, madame Larchmont?

Cualquier pequeño resquicio de esperanza de que él ignorase su identidad se desvaneció con la pregunta. La muchacha enderezó la espalda y levantó la barbilla.

– Sabe usted quién soy.

Una oscura ceja se arqueó.

– ¿Esperaba que no lo supiera?

Una chica puede soñar, se dijo ella.

– Lo dudaba, porque es evidente que se está propasando -respondió la joven mirándole con intención las manos, que seguían sujetándola-. Puede soltarme, señor.

Él obedeció de inmediato y dio un paso atrás. A Alex le pareció que sus dedos se deslizaban un instante sobre su piel desnuda antes de soltarla. Un temblor la recorrió; sin duda debido al fresco aire nocturno que rozó la zona que habían calentado las palmas de él.

– ¿Se ha hecho daño al tropezar? -preguntó él, con voz preocupada, mirándola de arriba, abajo.

– ¿Al tropezar?

– Sí. Estaba caminando por el jardín cuando he oído un ruido. Al volver la esquina, la he visto levantarse y sacudirse las manos. Espero que no esté herida.

– Pues… no, gracias. Estoy bien.

Alex, confusa, lo observó con atención. Se enorgullecía de su capacidad para leer los pensamientos de la gente, y la expresión de aquel hombre, muy visible al resplandor de la luna llena, revelaba solo un interés cortés, tal vez con una pizca de curiosidad. Al parecer, ignoraba que ella hubiese saltado por la ventana.

Volvió a mirarlo. En los ojos de aquel hombre no brillaba ni la más ligera sombra de reconocimiento. ¿Era posible que no recordase su anterior encuentro, que solo la conociese de esa misma noche? La invadió una oleada de alivio, aunque duró poco. La intensidad con la que él la había mirado en el salón tenía que significar algo. Si no la recordaba, ¿qué debía ser?

El hombre se movió, y a la joven se le tensaron los músculos. Sin embargo, se limitó a sacarse un pañuelo del bolsillo interior del chaleco.

– Para que se limpie las manos -dijo, ofreciéndole la pieza de tela blanca con un galante ademán.

Ya recuperada del todo la compostura, Alex disimuló sus sospechas acerca de las motivaciones del hombre con la habilidad de una experimentada actriz y sacudió la cabeza.

– Gracias, pero los guantes me han protegido las manos. Estoy perfectamente -dijo, antes de obsequiarle con su mirada más autoritaria-. ¿Qué hacía usted en el jardín?

El hombre sonrió, y ella resistió el impulso de parpadear. En otras circunstancias, podría haber quedado deslumbrada por aquel destello devastadoramente atractivo de dientes blancos y homogéneos, como imaginaba que debía ocurrirle a la mayoría de las mujeres. Por fortuna, ella era inmune al atractivo de aquel hombre.

– Como usted, tomar un poco el aire -respondió-. Además, deseaba alejarme de la multitud por un momento… aunque encontrarme con madame Larchmont ha sido un placer inesperado.

Aún suspicaz, aunque dispuesta a seguirle el juego, Alex inclinó la cabeza para agradecer su cumplido.

– Tiene una ventaja sobre mí, señor, pues yo ignoro su nombre.

Sus atractivos rasgos revelaron un gesto avergonzado, demasiado auténtico para ser fingido, y el hombre se guardó el pañuelo.

– Discúlpeme. Soy Colin Oliver, vizconde Sutton -aclaró, inclinándose ante ella-. A su servicio.

Alex tragó saliva. Reconocía el nombre, por supuesto. Lord Sutton era uno de los mejores partidos de la temporada, sobre todo porque se decía que buscaba esposa y no sería necesario arrastrarlo hasta el altar. Un noble muy respetado y con poder. Si la recordase de antes… Alex se estremeció. Podía echar a perder todo aquello por lo que tanto había trabajado y luchado.

Él volvió a sonreírle.

– Veo por su expresión que mi nombre le resulta familiar. ¿Ha leído acaso el artículo en el Times de hoy?

Su alivio por no ser reconocida al instante se vio templado por un absurdo resentimiento al ver que no la recordaba, sobre todo porque ella lo recordaba con todo detalle. ¿Tan insignificante resultaba?

Alex apartó de su mente la ridícula pregunta. Por el amor de Dios, debería estar dando saltos de alegría ante su mala memoria. Además, ¿por qué iba a recordarla? Su encuentro había sido muy breve. Un arrogante miembro de la nobleza difícilmente se fijaría en el rostro de una sucia pilluela callejera.

La nube de desastre que se cernía sobre su sustento y todos sus planes de futuro retrocedió… un poco. No podía disipar la extraña sensación de que, pese a todas las apariencias, el hombre estaba jugando con ella. Alex debía permanecer en guardia, y para ello necesitaba información. Las cartas habían predicho la reaparición de aquel extraño en su vida y que desempeñaría en ella una función destacada. Pero no sabía por qué y necesitaba averiguarlo.

– Pues sí, he leído el artículo del Times -dijo, brindándole su mejor y más misteriosa sonrisa-. Creo que medio Londres confía en que yo pueda predecir con quién se casará.

Él rió entre dientes con voz profunda y sonora.

– Yo también confío en ello. La verdad, me ahorraría mucho tiempo. ¿Puedo acompañarla adentro? -preguntó mientras le ofrecía el brazo-. Espero con ansia mi turno para que me eche las cartas.

Alex vaciló. No deseaba regresar a la casa en la que el criminal criado de los Malloran y su socio se movían entre los invitados.

– Gracias, pero ya me marchaba.

– ¿Tan pronto?

La joven extendió las manos.

– Cuando los espíritus me llaman a casa, debo obedecer.

– ¿Han llamado ya a su carruaje?

Ella ocultó su mueca de disgusto. Era típico de un aristócrata consentido dar por supuesto que todo el mundo tenía un carruaje a su disposición. Alex levantó un poco la barbilla.

– Pensaba tomar un coche de alquiler.

El hombre descartó esa posibilidad con un gesto.

– Ni hablar. Es demasiado tarde para que una dama viaje sola. Pediré mi carruaje ahora mismo y la acompañaré a casa.

– Agradezco la oferta, lord Sutton. Sin embargo, estoy acostumbrada a volver sola a casa.

– Puede ser, pero no es necesario que lo haga esta noche.

– No se me ocurriría sacarle de la fiesta, en la que muy bien podría conocer a su futura esposa.

– Ya he visto las ofertas de esta noche y estoy seguro de que la mujer de mis sueños no se halla en el salón de lady Malloran. La verdad es que la mujer más interesante que he conocido hoy, con diferencia, está delante de mí -dijo él con una sonrisa cálida, simpática e impregnada de picardía-. Créame, me haría un gran favor si me permitiese acompañarla a casa.

¿Se estaba divirtiendo a su costa? Quizá. Pero si era así, ella tenía que saberlo. Sentía una enorme curiosidad por aquel hombre quien -estaba convencida de ello- era el que había desempeñado una función tan destacada en sus cartas durante años, y no se le ocurría ninguna razón para rehusar su oferta que no sonase a grosería, así que la joven asintió.

– Muy bien.

Él extendió el brazo en el ángulo perfecto.

– Vaya con cuidado. No querría que volviese a tropezar.

¿Había un destello de humor en su voz? Alex lo observó, pero la expresión de él no vaciló.

– No, no me gustaría volver a tropezar -convino ella.

Con los dedos enguantados, la joven lo tomó del codo y ambos avanzaron por la estrecha franja de hierba que corría a lo largo de la casa hacia la fachada. Los firmes músculos del antebrazo del hombre se doblaron bajo los dedos de la muchacha, y ella pensó que debía de gustarle montar a caballo. Alex observó sorprendida que cojeaba un poco de la pierna izquierda. Cuatro años atrás no sufría aquella cojera. En realidad, caminaba muy deprisa. Demasiado.

Cuando llegaron a los peldaños de la entrada apareció un lacayo, y Alex se puso rígida, temiendo que el sirviente alto y moreno fuese la persona que había oído en el estudio.

– ¿Su carruaje, lord Sutton?

La joven suspiró aliviada y se obligó a relajarse. No era su voz. No se trataba del mismo hombre.

– Sí, gracias -respondió lord Sutton, antes de volverse hacia la muchacha-. ¿Lleva algún chal u otras pertenencias que haya que recoger?

Cielos, entre tanta confusión se había olvidado de eso.

– Sí, mi gorro y mi capa de terciopelo verde.

Alex miró las amplias puertas dobles que conducían al vestíbulo. Supuso que debía volver a entrar para despedirse de lady Malloran, pero la simple idea de hacerlo le producía escalofríos.

– ¿Por qué no espera aquí mientras me ocupo de nuestras pertenencias y me despido de nuestra anfitriona de parte de usted?

– De acuerdo, gracias -dijo ella en su tono más regio, confiando en que no se notase el alivio que sentía.

Él entró en la casa, y Alex aprovechó para respirar a gusto por primera vez desde que lo había visto en el salón. Tal vez no fuese el hombre que, según las reiteradas predicciones de las cartas, iba a entrar de nuevo en su vida, pero su intuición, que nunca le había fallado, le decía que se trataba de él. Si pudiese echarle las cartas, tal vez le fuese posible averiguar más. Sin embargo, para hacer eso le habría hecho falta pasar más tiempo en su compañía. En tal caso, ¿se arriesgaría a que él la recordase?

Ahora que podía pensar con claridad, se dio cuenta de que solo tenía que negar cualquier encuentro anterior, afirmar que debía de parecerse a alguien que él vio solo una vez, y unos breves instantes. Era evidente que ella no le resultaba familiar. Sin embargo, Alex lo recordaba intensamente. Aquel hombre se había hecho inolvidable en el transcurso de unos cuantos minutos frenéticos.

Resultaba evidente que ella no estaba hecha de una pasta tan memorable, algo que de nuevo, de forma inexplicable, hizo que se sintiese ofendida. La joven miró hacia el cielo. ¿Ofendida? Estaba loca de atar. Que él no la recordase solo podía describirse como una milagrosa bendición.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando se detuvo delante de la casa un elegante carruaje lacado en negro, cuya puerta decoraba un escudo de armas, tirado por un hermoso par de caballos rucios.

– Justo a tiempo -dijo la voz profunda de lord Sutton a sus espaldas.

Antes de que pudiera volverse, el hombre le colocó la capa sobre los hombros. Cuando la joven fue a coger las ataduras, sus dedos rozaron los de él. Notó que lord Sutton se quedaba inmóvil, muy cerca de ella. Escandalosamente cerca. Tan cerca que la calidez de su aliento le acarició la nuca. El calor de sus manos penetró sus finos guantes de encaje, y la piel de la joven se estremeció ante el contacto. Antes de que Alex pudiese reaccionar de alguna forma que no fuese quedarse allí y asimilar lo perturbada que se sentía ante él, el hombre dio un paso atrás.

Irritada consigo misma, Alex tiró de las cintas del cuello, pero, para mayor mortificación, los dedos le temblaron un poco al atar los largos cordones y el resultado fue un lazo chapucero y flojo.

Lord Sutton se situó a su lado, tranquilo e imperturbable, y le tendió su gorro, que Alex optó por no ponerse en vista de su reciente experiencia con los lazos.

– Lady Malloran está muy disgustada por su marcha -dijo él-, así que me he tomado la libertad de explicarle que cuando los espíritus le hablan, usted no tiene más remedio que hacerles caso, y que le han dicho muy claro que era hora de volver a casa. Espero que mis palabras cuenten con su aprobación.

La joven examinó su semblante en busca de algún signo de burla, pero su voz y expresión eran serias. La luz salía a raudales por las altas ventanas de la casa, destacando sus hermosos rasgos, y Alex recordó de inmediato que no había podido apartar su mirada de él la primera vez que lo vio entre la multitud en Vauxhall, cuatro años atrás. Alto y tremendamente atractivo, estaba solo, bajo un árbol, con la espalda apoyada contra el robusto tronco, observando a la gente que pasaba junto a él. Alex sintió enseguida una afinidad. Sabía muy bien lo que era sentirse sola y observar a la gente que pasaba de largo. Con solo mirarle, todas sus fantasías secretas e inalcanzables de ser arrebatada por un héroe guapo y elegante habían convergido en su mente, asignándole el papel de su caballero de brillante armadura. Ese que la mantendría a salvo, mataría a sus dragones y haría desaparecer la dolorosa soledad y el miedo siempre presente. Sueños tontos e imposibles, como muy bien sabía su mente, pero a los que su estúpido corazón se aferraba de todos modos.

A lo largo de los años había observado a incontables aristócratas y los había descartado sin pensar, pero él tenía algo que atraía su imaginación y la excitaba de una forma que jamás había experimentado, de una forma perturbadora, excitante y emocionante que la confundía e intrigaba al mismo tiempo. Pese a su aspecto de caballero, emanaba un aura contradictoria de melancolía mezclada con un toque de peligro y misterio que la atrajo como si fuese un ladrón ante un escondite de joyas.

No cabía duda de que era uno de los miembros de la alta sociedad que deambulaban por la zona, y sin embargo se mantenía al margen de ellos. Cada detalle de su apariencia, desde aquellos ojos irresistibles hasta los altos pómulos y la nariz recta y clásica, pasando por el mentón cuadrado y su propio porte, lo señalaba como un caballero de alta cuna. No era de los que le gustaban, y desde luego no era de aquellos a quienes gustaba ella.

Ahora se encontró observándolo, y su mirada se detuvo en el labio superior, de forma perfecta, y luego en el labio inferior, más grueso. ¿Cómo se las arreglaba su boca para parecer suave y firme al mismo tiempo? Desde luego, un hombre bendecido con un atractivo tan extraordinario no tendría problemas para encontrar esposa. Sin duda, le haría falta una escoba para barrer a las docenas de muchachas dispuestas. Mmm… ¿Habría algo de cierto en el rumor que afirmaba que un labio inferior grueso en un hombre indicaba que poseía un sensual…?

– ¿Lo que le he dicho a lady Malloran cuenta con su aprobación, madame Larchmont?

La pregunta formulada en voz baja la obligó a levantar la vista. Lord Sutton la observaba con una expresión impenetrable que le impidió saber si se daba cuenta de la fascinación que sentía ella por su boca, pero en cualquier caso pronunció una silenciosa oración de agradecimiento por haber perdido mucho tiempo atrás la capacidad de ruborizarse. Si se daba cuenta, era evidente que esa información no provocaba ningún tipo de reacción en él, con la posible excepción del aburrimiento, algo que no habría debido ofender su vanidad femenina, pero que no obstante lo hacía, por extraño que resultase.

Santo cielo, tal vez estuviese de verdad loca de atar. Aquel hombre, en menos de una hora, la había perturbado más de lo que cualquier otro hombre lo había logrado en ningún momento de su vida. Lo cierto era que el único hombre que la había perturbado jamás era… él. Cuatro años atrás. Sí, se dijo Alex, y mira lo desastroso que resultó ese encuentro.

Debía de estar muy acostumbrado a dejar embobadas a las mujeres. La asaltó un deseo abrumador de asegurarle que su embobamiento había sido una aberración del todo inexplicable e impropia de ella, pero consiguió reprimir el impulso y lo miró directamente a los ojos.

– Como lo que le ha explicado a lady Malloran es del todo cierto, sí, cuenta con mi aprobación. Gracias.

– No hay de qué. ¿Vamos? -sugirió el hombre, indicando el carruaje.

Rechazando la ayuda del lacayo, lord Sutton la ayudó a subir.

– ¿Dónde vive? -preguntó.

La joven nombró una parte de la ciudad que, aunque no era la más elegante, sin duda era respetable. Tras repetir sus palabras al cochero, lord Sutton se reunió con la muchacha y acomodó su alargado cuerpo frente a ella, sobre los suaves cojines de terciopelo gris. Segundos después de que se cerrase la puerta, el vehículo se puso en movimiento con una sacudida.

El exiguo espacio del interior del lujoso carruaje hacía que el ancho y robusto cuerpo de lord Sutton pareciese aún más ancho, sus hombros, más amplios, y sus musculosas piernas, más largas. Perturbada de una forma que no le gustaba ni era capaz de explicar, Alex desvió su atención de él y bajó la mirada, pero no encontró alivio, pues sus ojos se fijaron en el dobladillo de su propia capa, que descansaba sobre la punta de una de las brillantes botas negras del hombre. Experimentó una sensación extraña al ver que su ropa tocaba la de él. Resultaba demasiado… íntimo, y la joven cambió de posición en su asiento de forma que el terciopelo verde de su capa se apartase de la bota.

Negándose a examinar su alivio con demasiada atención, Alex inspiró con fuerza, y cualquier sensación de calma interior se desvaneció como una nube de vapor cuando sus sentidos se llenaron con los agradables aromas de ropa recién almidonada y sándalo que ya había percibido cuando estuvo a punto de meter la nariz en la corbata de lord Sutton. Él olía… a limpio, de una forma que Alex no solía asociar con los hombres. Según su experiencia, apestaban a perfumes o bien a olor de cuerpo sin lavar.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo en Londres, madame Larchmont?

La joven se zarandeó mentalmente y volvió a centrar su atención en él. Parecía muy relajado, pero había estirado la pierna izquierda, y Alex se preguntó si le dolería. Aunque el rostro de lord Sutton se hallaba entre las sombras, ella vio que la observaba con un interés cortés.

– Hace varios años que vivo en la ciudad -dijo ella, antes de cambiar hábilmente de tema-. Según me han contado, hacía tiempo que usted no venía a Londres, pues vivía en la propiedad que posee su familia en Cornualles.

Él asintió.

– Sí. Prefiero aquello. ¿Ha estado alguna vez allí?

– ¿En Cornualles? No. ¿Cómo es?

El hombre adoptó una expresión pensativa.

– Bonito, aunque si tuviese que escoger una sola palabra para describirlo elegiría «tranquilo». El olor, el sonido y la vista del mar son cosas que echo mucho de menos cada vez que me marcho de allí.

Lord Sutton extendió el brazo sobre el respaldo del asiento con gesto imperturbable y la observó con otra de sus expresiones inescrutables, algo que a ella le resultaba a la vez frustrante y extrañamente fascinante, pues por lo general leía con facilidad los pensamientos de la gente.

– Dígame, señor, ¿hablaba en serio cuando ha dicho que quería que le echase las cartas?

Él sonrió.

– Por supuesto. Siempre me complace entregarme a una diversión inofensiva.

La joven enarcó una ceja.

– ¿No cree en el poder o la exactitud del tarot?

– La verdad, nunca he pensado demasiado en ello, pero he de reconocer que mi reacción inicial es de escepticismo. Me cuesta dar crédito a una baraja.

– Señor, me desafía a hacerle cambiar de opinión.

– Le aseguro que hacerme cambiar de opinión será un verdadero reto. Me temo que todo aquello relacionado con la naturaleza mística va en contra de mi temperamento pragmático.

– Sin embargo, ¿está dispuesto a darme una oportunidad Para convencerle?

– ¿Convencerme de qué, exactamente?

– De que las cartas pueden hablar del pasado y del presente, y predecir el futuro con exactitud. En manos de la echadora de cartas adecuada.

– Que sería usted.

– Por supuesto.

– Entonces digamos que estoy dispuesto a dejar que me eche las cartas. Está por ver si puede o no convencerme -dijo, encogiéndose de hombros.

– Debo advertirle que quizá necesite mucho tiempo para hacerlo, pues los escépticos siempre requieren mayor esfuerzo.

Él sonrió.

– Dice eso como si debiese sentirme alarmado.

– Tal vez debería -respondió ella, devolviéndole la sonrisa-. Por echar las cartas cobro por cuotas de quince minutos.

– Ya. ¿Y sus honorarios?

Sin parpadear, Alex indicó una figura que triplicaba su precio normal.

Lord Sutton enarcó las cejas.

– Con unos honorarios así, madame, uno podría sentir la tentación de llamarla…

– ¿Echadora de cartas de primera categoría? -sugirió ella amablemente al ver que el hombre vacilaba.

Él se inclinó hacia delante hasta apoyar los antebrazos sobre las rodillas. Sus ojos brillaron en la penumbra mientras la miraban con fijeza.

– Ladrona.

Fue una suerte que estuviesen sumidos en la penumbra, pues Alex notó que la sangre le huía del rostro. El corazón le dio un vuelco, y de pronto pareció que hubiese desaparecido todo el aire del interior del carruaje.

Antes de que pudiese recuperarse, lord Sutton se apoyó en el respaldo y sonrió.

– Pero supongo que si unos servicios tienen una gran demanda, como tengo entendido que ocurre con los suyos, cabe esperar precios desorbitados.

Su expresión parecía por completo inocente. Sin embargo, la joven no podía alejar la incómoda sensación de ser un ratón entre las zarpas de un gato. Alex se humedeció los labios resecos y luego adoptó una expresión altiva.

– Sí, cabe esperar precios desorbitados en esas circunstancias.

– Por todo ese dinero, espero recibir mucha información.

– Le diré todo sobre usted, lord Sutton. Incluso cosas que tal vez no desee saber.

– Excelente. La verdad, me encantaría que me dijese con quién estoy destinado a casarme para que pueda empezar a cortejar a la joven dama. Me gustaría que todo el proceso concluyese lo antes posible para poder regresar a Cornualles.

– ¡Qué romántico por su parte! -dijo ella, en tono muy seco.

– Me temo que no tiene nada de romántico que un hombre en mi situación busque esposa. En realidad no es más que un acuerdo de negocios. Sospecho que por eso hay tantos matrimonios infelices entre los de mi clase.

Ella lo observó durante varios segundos antes de hablar.

– Parece usted casi… melancólico.

– ¿Sí? Supongo que es porque mi padre ha contraído segundas nupcias hace poco y mi hermano menor acaba de casarse. Ambos son tremendamente felices -dijo él, esbozando una sonrisa-. Y yo me alegro por ellos. Pero no puedo negar que hay una parte de mí que siente envidia. Ambos se han casado por amor.

– ¿Y usted desea hacer lo mismo? -preguntó ella, sin poder disimular su sorpresa.

– No importa si lo deseo o no, porque no puedo permitirme el lujo de basar mi elección de una esposa en los caprichos del corazón -dijo, antes de volverse a mirar por la ventanilla. Un músculo se movió en su mandíbula. Alex vio el rostro de lord Sutton reflejado en el cristal y se sintió impresionada por su triste expresión-. Tampoco tengo tiempo para hacerlo -murmuró.

Palabras intrigantes por las que le habría gustado preguntarle. Sin embargo, antes de que pudiese hacerlo, el hombre volvió a mirarla. Sus labios se curvaron despacio en una sonrisa que obligó a Alex a tomar conciencia de su presencia. Una conciencia que la inundó de una calidez insólita y que la llevó a reprimir el impulso de removerse en su asiento.

– Pero ahora espero que me diga que mi futura esposa es un diamante sin defecto, de primera categoría -continuó él-. Una dama de alta cuna e impecable educación, que no solo es la candidata perfecta para ser mi esposa, sino también la mujer de la que me enamore ridícula y locamente.

Aunque Alex no estaba segura de la capacidad de aquel hombre para enamorarse, no dudaba ni por un momento que el camino que recorría se hallaba sembrado de corazones femeninos.

– ¿Es su mayor deseo enamorarse ridícula y locamente?

– La verdad, me conformaría con que mi prometida fuese soportable y no pareciese una carpa.

– Es decir que, mientras sea rica y proceda de una familia aristocrática cuyas posesiones encajen bien con las de usted, ya valdrá. ¿No es así?

– Es una forma un tanto brusca de decirlo, pero sí.

– Habría pensado que un hombre con su… temperamento pragmático, como usted ha dicho, apreciaría la franqueza.

– Y es cierto que la aprecio. Lo que sucede es que no estoy acostumbrado a oírla de labios de una dama. Según mi experiencia, las mujeres tienden a hablar en clave en lugar de decir sencillamente lo que piensan.

– ¿De verdad? ¡Qué interesante, porque a mí me parece que son los caballeros quienes se muestran mucho menos abiertos que las mujeres!

Él sacudió la cabeza.

– Imposible. Los hombres son sinceros por naturaleza. Las mujeres son mucho más…

– ¿Listas?

– Iba a decir retorcidas.

La expresión de lord Sutton no revelaba nada, y Alex volvió a experimentar la perturbadora sensación de que el hombre estaba jugando con ella. Pues, si así era, estaba condenado a la decepción, porque ella no tenía intención de dejarse ganar.

– Para ser un hombre que desea conseguir esposa, no parece tener en mucho aprecio a las de mi género, señor.

– Al contrario, admiro muchísimo el arte femenino de la conversación ingeniosa y evasiva -respondió lord Sutton con una sonrisa-. Solo me gustaría ser más experto en traducir los sentidos ocultos.

Alex adoptó su expresión más inocente.

– Me temo que no sé a qué se refiere.

– Entonces permítame ponerle un ejemplo. Cuando una dama dice que no está disgustada, he observado que la mayoría de las veces no solo está enfadada, sino furiosa. ¿Por qué no responder simplemente, como haría un caballero, «sí, estoy disgustada»?

– Sin embargo, ustedes los caballeros se propasarían con el coñac y luego recurrirían a los puñetazos o a las pistolas al amanecer -dijo ella, con un elegante gesto de desprecio-. Sí, eso resulta mucho más civilizado.

– Al menos es sincero.

– ¿De verdad? Está claro, señor, que se ha formado esa opinión sin haber tenido las suficientes conversaciones con caballeros. Según mi experiencia, casi todo lo que sale de su boca está cargado de sentido oculto, y ese otro sentido casi siempre tiene que ver con cosas de una… naturaleza amorosa.

– ¿Ah, sí? ¿Es decir…?

– Por ejemplo -dijo ella-, cuando un caballero le alaba a una mujer el vestido, su mirada siempre se fija en el pecho de ella. Por lo tanto, aunque dice «me gusta su vestido», lo que quiere decir es «me gusta su escote».

Él asintió despacio.

– Muy interesante. Si un caballero le pregunta «¿le apetece bailar?», ¿qué quiere decir en realidad?

– Sin duda usted lo sabe mejor que yo, señor.

Una sonrisa bailaba en las comisuras de los labios de él.

– Tal vez, pero siento mucha curiosidad por esa teoría suya de que todo lo que dice un hombre significa otra cosa. ¿Qué cree usted que pretende decir?

– «¿Le apetece bailar?» significa en realidad «quiero tocarla».

– Ya. Y «está preciosa» significa…

– «Deseo besarla.»

– Y «¿le apetece dar un paseo por el jardín?» es…

– «Espero enamorarla» -dijo ella, extendiendo las manos con una sonrisa-. ¿Lo ve? Todo son solo corteses eufemismos para lo que de verdad quiere. Que es…

– Llevársela a la cama.

Las palabras dichas en voz baja flotaron en el aire entre ellos. Resonaron en la mente de Alex, proyectando calor a cada una de sus terminaciones nerviosas. Estaba claro que tampoco lord Sutton era contrario a la franqueza. La joven inclinó la cabeza.

– Es usted muy cínica para ser tan joven.

– Puede que sea mayor de lo que cree. Y además, mi trabajo me da la oportunidad de observar de cerca la naturaleza humana.

– Y ha llegado usted a la conclusión de que todo lo que dicen los hombres tiene un sentido oculto de naturaleza sensual.

– Debo confesar que yo no he observado que sea así.

La joven sonrió.

– Seguramente es porque usted no les dice a otros caballeros que desea bailar con ellos, ni ellos le dicen a usted que les gusta su vestido.

– Ah, ya. Entonces usted afirma que los hombres somos sinceros con otros hombres, y que los engaños surgen cuando hablamos con las mujeres.

– No sé si son sinceros entre sí, pero cuando se trata de conversar con las mujeres no me cabe duda de que se andan con muchos rodeos.

– Y a mí no me cabe duda de que las mujeres hablan en clave y de que la mayoría de sus palabras son solo corteses eufemismos para lo que de verdad quieren.

– ¿Y qué imagina usted que quieren las mujeres?

– El dinero de un hombre, su protección y su corazón, este último en bandeja de plata incrustada de diamantes, por favor.

Alex arqueó una ceja.

– ¿Quién es el cínico ahora?

– La verdad, más bien creía mostrarme de acuerdo con usted, aunque desde el punto de vista de mi género.

– Entonces usted dice que las mujeres son sinceras con otras mujeres, y que los engaños surgen cuando hablamos con los hombres -dijo la joven, repitiendo las palabras de él.

– Eso parece. Uno se pregunta si hombres y mujeres no deberían hablar solo del tiempo.

Ella se echó a reír.

– ¿Desea eliminar de la conversación todos los matices y toda la sofisticación, señor?

– No, solo el engaño -respondió el hombre, echando la cabeza hacia atrás y observándola desde la penumbra-. Y eso me lleva a preguntarme si esta noche no habremos sido usted y yo víctimas de esos engaños.

El regocijo de Alex se desvaneció, y la muchacha, nerviosa, reprimió el impulso de tirar del terciopelo de su capa.

– Como yo no necesito su protección ni su corazón, y usted va en busca de una esposa aristocrática, no hay necesidad de engaño entre nosotros.

Él la observó durante varios segundos, y Alex contuvo el aliento.

– Observo que no ha dicho que no necesita mi dinero -dijo lord Sutton en voz baja.

La joven soltó el aire despacio y luego le brindó media sonrisa.

– Porque tengo la intención de que gaste un buen pellizco de ese dinero a cambio de mis servicios de adivinación.

Lord Sutton forzó una sonrisa.

– Desde luego, no puedo acusarla de falta de sinceridad, madame. La verdad, su franqueza me espanta.

– No me parece usted un hombre que se asuste con facilidad, lord Sutton.

– No, madame. Le aseguro que no lo soy.

La miró fijamente a los ojos, y una vez más Alex se encontró atrapada en su irresistible mirada, sin poder apartar la vista. A la joven no se le ocurría nada que decir, y él también se quedó en silencio. Ya no fue necesario tratar de sacar un nuevo tema de conversación, porque en ese momento el carruaje aminoró la marcha antes de detenerse. El hombre miró por la ventana.

– Hemos llegado -dijo.

Abrió la puerta, bajó y luego le tendió la mano para ayudarla a apearse. Sus fuertes dedos envolvieron los de ella, y una llamarada ascendió por el brazo de la joven. Cuando sus botas tocaron los adoquines, el hombre la soltó, y los dedos de Alex se curvaron hacia dentro de forma involuntaria como si tratasen de retener aquel calor tan perturbador.

– Gracias por acompañarme, lord Sutton.

– No hay de qué. En cuanto a mi tirada de tarot… ¿está usted libre mañana por la tarde, digamos a las tres más o menos, en mi casa de Park Lane?

Alex vaciló, dividida entre el impulso de poner fin a aquella relación, que percibía cargada de corrientes ocultas, y su deseo no solo de averiguar más cosas sobre él, sino también de obtener la escandalosa suma de dinero que lord Sutton había aceptado pagarle. Necesitaba aquel dinero desesperadamente…

– Lo siento, pero ya tengo un compromiso a las tres. ¿Le va bien a las cuatro? -dijo ella enseguida, por miedo a cambiar de opinión.

– Me parece perfecto. ¿Le envío mi carruaje?

– Gracias, pero yo me encargaré de mi propio traslado. Y no es necesario que me acompañe hasta la puerta.

Él inclinó la cabeza.

– Como desee.

– Buenas noches, lord Sutton.

La joven decidió no tender la mano, pero, para su sorpresa, él sí tendió la suya. Como no deseaba mostrarse descortés, Alex alargó su mano. Sin dejar de mirarla a los ojos, el hombre tomó sus dedos con suavidad y los levantó. La mirada de la joven se alzó hasta su fascinante boca, mientras su cuerpo entero se aceleraba en espera de que aquellos labios tocasen el dorso de sus dedos. En lugar de eso, lord Sutton volvió la mano de ella y apretó sus labios contra la piel sensible del interior de la muñeca. La calidez de su aliento penetró el delicado encaje de los guantes de Alex, y un intenso y ardiente calor atravesó su cuerpo. ¿Cómo era posible que un roce tan breve hiciese temblar sus rodillas?

Aunque el contacto de sus labios contra la piel de ella duró solo unos segundos, a Alex no le pareció nada decente. Estaba claro que tenía que desengañarle de cualquier intención que abrigase acerca de su disponibilidad para hacer algo más que echarle las cartas.

La joven retiró la mano. Los dedos le ardían, como si él les hubiese instilado fuego. Levantó la barbilla.

– Por si no está enterado, lord Sutton, no llevo el título de madame para impresionar o como parte de la mística que rodea mi trabajo de echadora de cartas. Existe realmente un monsieur Larchmont.

El hombre permaneció en silencio durante varios segundos y Alex tuvo que esforzarse por sostener su mirada firme y penetrante, que parecía abrirse paso directamente hasta su alma, revelando todas las mentiras que ella había contado.

Por fin, se inclinó ante la joven con gesto formal.

– Es un hombre afortunado -murmuró-. Hasta mañana, madame Larchmont.

Desconfiando de su propia voz, Alex sacudió la cabeza antes de volver la esquina a toda prisa hacia la entrada lateral del modesto edificio de ladrillo. En cuanto volvió la esquina, echó a correr y entró en un callejón. Allí se agachó en un hueco en sombras y apretó la espalda contra la piedra áspera. Con el corazón desbocado aguzó el oído, escuchando los sonidos del carruaje que partía. No se movió hasta que se desvaneció el eco de los cascos de los caballos contra los adoquines. A continuación, se deslizó fuera del hueco y se dirigió a buen paso hacia la parte menos elegante de la ciudad, más cerca de Saint Giles, moviéndose como el humo entre los callejones sucios y estrechos que tan bien conocía.

Era hora de regresar a casa.

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