Alex estaba paseando por Hyde Park, y como el día anterior en la cena, se pellizcó la pierna disimuladamente, bien fuerte. De nuevo el dolor le demostró que no estaba en un sueño.
Sin embargo, ¿cómo podía ser real que ella, Alexandra Larchmont, una rata callejera y ex ladrona de Saint Giles estuviese dando un paseo por Hyde Park, acompañada por un vizconde, un hombre que no solo era atractivo, inteligente y rico, sino también su amante?
Apretó los dedos alrededor del brazo de Colin y notó que el duro músculo que había debajo de su elegante abrigo color azul oscuro era definitivamente real. Volvió la cabeza y lo miró dejando escapar un suspiro de placer.
A través de las hojas de los olmos que se alzaban a lo largo del paseo, se filtraban los rayos brillantes del sol, haciendo relucir el negro cabello de Colin y salpicando sus rasgos de puntos dorados. Puede que en algún lugar del planeta existiese un hombre más hermoso, pero no conseguía imaginarse cómo podía ser.
Sin embargo, no eran simplemente sus bonitos rasgos lo que la atraía con tanta fuerza. Poseía cada una de las cualidades que ella había soñado que tendría cuando lo vio por primera vez en Vauxhall. Era inteligente y divertido, amable y paciente, sensual y excitante, y al entregarle su confianza, le había concedido un regalo más valioso que las joyas o el dinero.
Su confianza. Sintió la punzada de la culpa, sabiendo que no le habría dado un premio tan preciado si hubiese conocido su pasado, si se hubiera acordado de su encuentro en Vauxhall. Pero era un regalo que quería tener y se negaba a perder. Él confiaba en ella, y ella no le había dado motivos para arrepentirse.
Colin debió de notar el peso de sus ojos porque volvió la cabeza. El brillo cálido e inquisidor de su mirada la llenó de calor, y estuvo tentada de volver a pellizcarse para convencerse de que realmente estaba allí, con él, y de que él la estaba mirando con ardor e intimidad.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó en voz baja, inclinándose hacia ella y haciendo que sus hombros se tocasen.
– No lo sé. -Alexandra dudó entre admitir o no la verdad y después dijo-: Estaba intentando convencerme de que este paseo con mi atractivo vizconde, mi amante, no era solo producto de mi imaginación.
– Mmm. Definitivamente, no es lo que yo estaba pensando.
– ¿Ah? ¿Por dónde iban tus pensamientos?
– Estaba pensando cuánto faltaba para que pudiésemos marcharnos de este maldito parque y poder así desnudar a mi exquisita adivina, mi amante, y hacerle el amor de nuevo.
El calor la invadió y casi dio un traspié.
– No creo que Lucky se tomase muy bien que acortásemos su paseo.
Señaló con la cabeza al entusiasmado cachorro, que iba corriendo a toda velocidad todo lo lejos que la correa le permitía y se paraba a olisquear cada brizna de hierba.
– Puede que no, pero me apuesto a que no tardaré en llevarlo en brazos porque se debe de estar quedando sin energía. -Y señalando con la barbilla la pareja que charlaba unos pasos más adelante, dijo-: No creo que mi criado se tome muy bien tampoco que acortemos su paseo. John parece bastante cautivado por tu amiga Emma.
– Creo que el sentimiento es mutuo -dijo Alexandra, jugueteando con la correa de su cartera-. Ha sido muy generoso por tu parte comprar toda la caja de naranjas de Emma. Nunca las tiene todas vendidas tan pronto.
– Lo he hecho encantado, sobre todo porque ahora he desarrollado una especial afición por esta fruta. Además, vi cómo se miraban John y ella, y haciendo posible que Emma venga con nosotros no solo pueden conocerse, sino que su compañía te sirve de carabina.
– ¿Necesito una carabina?
– Desde luego. De otro modo, me dejaría llevar por la tentación de arrastrarte detrás de un árbol y tomarte a plena luz del día.
– Dios mío… -dijo ella sin aliento ante las imágenes que aquellas palabras disparaban en su imaginación-. Y eso sería terrible.
– Y muy probable si no dejas de mirarme de ese modo.
– ¿De qué modo?
– En el modo en que todo hombre ansia ser mirado por la mujer que desea. Es… potente. Especialmente mirándome con esos ojos grandes y hermosos. Supongo que la mayoría de los hombres dirían que son de color topacio. Pero para mí tus ojos tienen el color de chocolate deshecho caliente espolvoreado con canela.
– Como has reconocido tu debilidad por los dulces, me siento halagada. Especialmente porque prefiero el chocolate al topacio.
Colin rió suavemente y, después, discretamente pasó el brazo por la parte exterior de su pecho.
– Sabía que eras extraordinaria pero el hecho de que pienses algo así y además lo expreses en voz alta te hace realmente increíble. Extraordinaria e increíble… Supongo que eso te convierte en «incredinaria»…
Se detuvieron mientras Lucky examinaba un aparentemente fascinante trozo de hierba, y Alexandra, poniéndose la mano a modo de visera, le sonrió.
– Me gusta cómo creas nuevas palabras. ¿Siempre lo has hecho?
– No, eres la primera persona que conozco que me inspira a hacerlo.
Alexandra estuvo tentada de creer que estaba bromeando, pero la mirada de sus ojos y el tono de su voz le dejaron claro que hablaba en serio. La invadió un placentero arrobo.
– Me siento halagada.
– Y especial, ¿lo que te convierte en…?
– ¿«Halacial»? -sugirió ella dándose cuenta de que la palabra describía perfectamente sus pensamientos y sus emociones, como gotas de lluvia esparcidas por vientos vaporosos.
Colin rió, un sonido profundo y vivo que podría haber escuchado durante horas.
– «Halacial» -repitió, sonriéndole con los ojos.
Lucky ladró y ambos miraron hacia abajo, a la pequeña bola de pelo negro que hacía cabriolas y movía la cola indicando que estaba listo para seguir con el paseo. Cuando empezaron a caminar de nuevo, Colin comentó:
– Pensaba decírtelo antes, pero distraído por tus encantos lo he olvidado. Cuando me marché de casa de Wexhall ayer por la noche, o más bien a primera hora de esta mañana, vi a Robbie.
– ¿A Robbie? ¿Dónde? -preguntó Alexandra con el ceño fruncido.
– Escondido detrás de unos arbustos del jardín de Wexhall. Me dijo que te estaba buscando.
– No debería hacer eso -dijo Alexandra y notó cómo la preocupación le producía un nudo en el estómago.
– Eso precisamente le dije al chico. Le aseguré que te estábamos cuidando bien y que estabas perfectamente a salvo. Y también que te preocuparías por él si sospechases que estaba merodeando por ahí.
– Gracias. Hablaré con Emma y me aseguraré de que le diga que estoy bien y que estaré en casa pronto, para mantenerlo alejado.
– El niño te quiere.
Un nudo de emoción le subió por la garganta.
– Yo también lo quiero, y hablando de amor… -Señaló con la cabeza a Emma y a John, que estaban bastante más adelante, paseando lentamente con las cabezas muy juntas.
– Parece que están congeniando de maravilla -dijo Colin.
– No puedo decir que me sorprenda. La última vez que le eché las cartas a Emma, predije que iba a conocer a un joven rubio y alto muy atractivo.
– ¿Y qué hay de tus cartas? ¿Predijeron que ibas a conocer a un hombre de porte distinguido, inteligencia superior y atractivo aceptable?
Alexandra recordó la última vez que se había echado las cartas, y el peligro que había visto, pero no quiso ensombrecer la tarde y dijo en tono ligero:
– Sí, pero podrías no haber sido tú, ya que no vi que ese hombre tuviera debilidad por los dulces.
– Bien al contrario, estoy seguro de que era yo. Tengo tantas debilidades que esta se perdería entre todas las demás.
– ¿Otras debilidades además de los dulces? ¿Cuáles?
– Te lo contaré, pero tiene un precio.
– ¿Cuánto?
– El precio no tiene nada que ver con el dinero -dijo Colin con un brillo malicioso y lleno de ardor en los ojos.
– ¿Y si rechazo la propuesta?
– Entonces te arriesgas a no descubrir nunca cuan sensual puede llegar a ser un juego de billar.
– ¿Billar? -repitió Alexandra, intrigada-. ¿Sensual?
Colin puso su mano sobre la que ella tenía cogiéndole el brazo y Alexandra notó cómo le subía el calor por el cuerpo. Cuando Colin acarició con los dedos la curva exterior de su pecho, contuvo la respiración.
– Depende de la persona con la que estés jugando.
Continuó con su lenta caricia y Alexandra se sintió arder incapaz de pensar. Hizo ver que reflexionaba y después exhaló un exagerado suspiro de conformidad.
– Muy bien, acepto tus términos, a pesar de que los considero pésimos.
– Tomo nota. A decir verdad, estas debilidades son de naturaleza más bien reciente. Parece ser que tengo debilidad por las naranjas -dijo Colin mientras su dedo acariciaba el pezón de Alexandra, haciendo que el corazón de esta se le desbocase.
– ¿Ah, sí?
– Sí. -Se detuvo bajo la sombra de un olmo y se volvió para mirarla. Apenas los separaban unos centímetros, una distancia tentadoramente corta y que podía salvarse con un solo paso al frente-. Y por los grandes ojos color marrón chocolate y por el pelo negro y brillante -continuó suavemente-, y el cutis liso salpicado únicamente por unas pocas pecas justo aquí… -Levantó la mano y acarició con los dedos su mejilla, dejándola sin aliento. Después, bajó la vista hasta su boca y sus ojos se iluminaron de pasión-. Y los labios carnosos.
Dios mío, esperaba que no tuviese intención de besarla ahí mismo, en pleno día, donde todo el mundo pudiera verlos. Tembló por dentro, y aunque una voz interior le advertía que debía dar un paso atrás, no pudo moverse.
– Tú -susurró deteniendo los dedos en su mejilla-. Tengo una profunda debilidad por ti, Alexandra.
– Y yo por ti.
Las palabras se le escaparon antes de que pudiese detenerlas, pero expresaban un sentimiento tan obvio que no tenía mucho sentido intentar negarlo.
Colin se inclinó y el corazón de Alexandra latió con una intensidad que debería haberla horrorizado pero que en lugar de eso la emocionó. Echó una rápida mirada alrededor y vio que no había nadie cerca. Aun así, la voz de la razón le decía al oído que se arriesgaba demasiado permitiéndole esas libertades en público. Apartó la razón a un lado y se quedó esperando su beso.
Un ladrido penetrante atravesó la niebla que la rodeaba y Colin se echó hacia atrás con una expresión entre preocupada y avergonzada.
– Parece ser que Lucky es una carabina apropiada y está claro que necesitas una, porque yo casi he perdido la cabeza.
Le ofreció el brazo y Alexandra se lo tomó. Así cogidos, continuaron su tranquilo paseo.
Después de dar unos pasos acompañados únicamente por el gorjeo de los pájaros, Alexandra no pudo contenerse y dijo:
– Esa debilidad tuya por mí realmente me desconcierta.
– ¿Quién está ahora suplicando cumplidos? -preguntó Colin en tono burlón.
– No es eso, de verdad.
– Entonces permíteme decirte que eres extraordinaria, y tu belleza es insuperable.
– Necesitas unos anteojos.
Colin negó con la cabeza.
– Tu belleza es mucho más compleja y engloba mucho más que los meros atributos físicos. Tiene que ver con tu esencia, tu alma, la extraordinaria persona que eres.
La culpa abofeteó de lleno a Alexandra.
– No soy el dechado de virtudes que crees, Colin. He hecho cosas de… de las que no estoy orgullosa.
– Me atrevería a decir que no hay quien no las haya hecho. Dios sabe que yo he hecho un montón de cosas de las que no estoy orgulloso. Pero, a pesar de ellas, tú las has dejado atrás y te has convertido en alguien a quien admirar. Eso es en sí mismo extraordinario.
Alexandra lo miró y vio que él la observaba con una expresión indescifrable. Notó que se quedaba sin habla. Las palabras de Colin, la forma en que las pronunciaba… parecía como si conociese su pasado de poca reputación.
– ¿A qué te refieres? -preguntó cuidadosamente.
– Adivino que has vivido algunas dificultades en tu infancia. La experiencia me ha enseñado que las dificultades destruyen a las personas o las infunden de una determinación poderosa. Para mí, está claro que has triunfado por encima de las adversidades y quieres ayudar a los demás, como es el caso de Robbie. Eso dice mucho de ti.
Alexandra se sintió incómoda ante la misteriosa precisión de sus palabras.
– ¿Qué te hace pensar que he sufrido dificultades?
Estaba claro que su tono no era tan neutro como ella había pretendido, porque Colin respondió:
– No pretendía ofenderte, Alexandra. Tengo la costumbre de estudiar a la gente, me temo que es propio de los espías, y se trata simplemente de una conclusión a la que he llegado basándome en mis observaciones. Si estoy equivocado, discúlpame.
– ¿En qué observaciones has basado tu conclusión?
Colin vaciló un instante.
– En diferentes cosas -dijo al fin-. Tus manos son las de alguien acostumbrado al trabajo duro. El hecho de que estés tan empeñada en ayudar a los niños como Robbie, cuyas vidas están llenas de dificultades, me sugiere que se debe a que tu infancia no fue precisamente idílica. Cuando mencionaste que tu madre había muerto, me dio la impresión de que eras muy joven cuando ocurrió.
La imagen de su madre, pálida y enferma, intentando sonreír, iluminó su mente.
– Tenía ocho años.
– Está claro que significaba mucho para ti.
Alexandra frunció el ceño.
– ¿Cómo lo sabes? Apenas he hablado de ella.
– La mirada en tus ojos cuando te has referido a ella habla por sí sola. Es una mirada que conozco bien.
– Porque tú también perdiste a tu madre -dijo Alexandra asintiendo con la cabeza de modo comprensivo.
– Sí. ¿Qué pasó después de que ella muriera?
Alexandra se sintió invadida por una avalancha de recuerdos dolorosos, y aunque no tenía ningún deseo de sacar a relucir esa parte de su vida, de pronto sintió que quería contarle algo acerca de su pasado, al menos algo para mostrarle que decía la verdad al afirmar que era vulgar.
– Fui a vivir con mi tía -dijo-, la hermana de mi padre. No quería mucho a mi madre, a la que había etiquetado como «sucia gitana» así, que no estuvo muy contenta de cargar conmigo.
– ¿Y tu padre?
– Era un marino y había muerto en altamar cuando yo era un bebé. No lo recuerdo en absoluto.
– Lo siento. -De nuevo puso la mano con la que sostenía la correa de Lucky sobre la suya y le apretó los dedos-. Está claro que tu tía te proporcionó una educación.
Alexandra dejó escapar una risa amarga.
– No. Tenía un único hijo varón, Gerald, dos años mayor que yo, a quien sí le dio una educación. Yo aprendí escuchando detrás de las puertas y escondida bajo los arbustos que había junto a la ventana de la habitación donde Gerald recibía clases del tutor. -Lanzó un hondo suspiro y decidió que no era necesario añadir que la habían echado de casa de su tía cuando tenía doce años por haberle dejado un ojo morado a su primo cuando intentó meterle mano bajo la falda-. No fui muy feliz allí.
Como tampoco lo fue en las frías, oscuras y aterradoras calles de Londres donde se había refugiado después de que su tía la echase como quien tira las sobras del día anterior. Allí había sido dónde y cuándo había empezado su verdadera educación.
– Lo que demuestra que eres una de esas personas a las que la adversidad las hace crecer, en lugar de hundirlas. ¿Qué fue de tu tía?
– No tengo ni idea, si he de ser sincera, Colin. No he vuelto a verla ni a saber de ella desde que me marché de su casa. Tampoco me importa. Por lo que a mí respecta, está muerta. Y a menudo deseo que así sea. -Levantó la vista, arqueando las cejas, para mirar a Colin-. ¿En qué clase de persona me convierte eso?
– Humana, como el resto de nosotros.
Alexandra decidió que ya había profundizado más de lo que deseaba en su doloroso pasado, y preguntó:
– ¿Qué tipo de cosas has hecho de las que no estás orgulloso?
Colin la miró deseando seguir interrogándola pero dándose cuenta claramente de que ella no iba a responder a más preguntas. Había esperado que confiase en él y le confesase su antigua profesión, pero entendió por qué no lo hacía. Sin embargo, si él confiaba en ella, quizá ella haría lo mismo. O tal vez nunca más lo miraría con aquella admiración en los ojos.
Manteniendo un tono y una expresión totalmente ambiguos, le preguntó:
– ¿De verdad quieres saberlo? Puede que no te guste lo que vas a oír.
– No hay nada que puedas decir que me haga pensar mal de ti.
– Una declaración de la que quizá te arrepientas.
– No. -Alex le buscó la mirada-. Conozco la vergüenza y el arrepentimiento y los errores suficientemente bien para no juzgar a los demás. Pero si prefieres no explicármelo, también lo entenderé.
Sus palabras y la cálida compasión en sus ojos embargaron a Colin de emoción y le falló la voz. Le enfurecía que Alexandra hubiese experimentado vergüenza y dolor, pero al mismo tiempo lo llenaba de compasión y le producía una irrefrenable necesidad de decir a su despiadada tía lo que pensaba del trato que había dispensado a su sobrina huérfana. La comprensión que mostró Alexandra al no presionarle a exponer cada detalle de su vida, le hicieron tener aún más ganas de contarle lo que no había compartido nunca con nadie más.
– Quiero que lo sepas.
Y después de tomar aire muy hondo, le contó todo sobre la noche en que le dispararon, cómo había traicionado a su hermano, el distanciamiento posterior y la culpa que todavía sentía. Ella escuchó en silencio, con la frente fruncida, concentrada.
Cuando él terminó, dijo:
– Os habéis reconciliado.
– Tengo la suerte de que me ha perdonado.
– Pero tu hermano ha de sentirse sin duda culpable ya que a ti te dispararon.
– Algo que fue enteramente culpa mía. Nathan nunca me había dado razón alguna para desconfiar de él, pero yo lo hice.
– ¿Por qué?
– He pasado innumerables horas preguntándome lo mismo. Y me avergüenza reconocer que en parte estaba celoso. Lo envidiaba. Él no tenía las responsabilidades que yo tenía, era libre de un modo que yo no podría serlo nunca. -Colin movió la cabeza y frunció el ceño-. No quiero que parezca que no me importan las obligaciones de mi título o que no me las tomo en serio. Porque no es así. Sé que un gran número de personas viven de nuestras tierras, y esa es una responsabilidad que nunca pondría en peligro o comprometería. Pero no puedo negar que ha habido ocasiones, especialmente cuando era más joven, en que habría deseado ser el hermano pequeño. -Lanzó a Alexandra la misma mirada desafiante que ella le había lanzado anteriormente-. ¿En qué clase de hombre me convierte eso?
– Humano, como el resto de nosotros.
Los labios de Colin se arquearon formando una pequeña sonrisa.
– Me pagas con mi misma moneda.
Dudó si continuar o no, y finalmente decidió poner todas las cartas sobre la mesa.
– Pero he hecho otras cosas, cosas que nunca le he contado a nadie.
Colin se dio cuenta de que debía de tener un aspecto tan sombrío como el tono de su voz porque Alexandra le apretó el brazo suavemente.
– No tienes que contármelo, Colin.
Pero de pronto quería hacerlo. No acababa de entender del todo las razones; probablemente porque no quería que hubiese secretos entre ellos.
– Durante mis años como espía, viví una mentira -empezó-. Ni siquiera mi propio padre sabía que trabajaba para la Corona.
– Creo que el secretismo debe perdonarse en casos así.
Colin aminoró el paso, después se paró, la miró fijamente y pronunció las palabras que nunca antes había pronunciado:
– Maté a un hombre.
Durante varios segundos se hizo el silencio entre ellos. Después, ella dijo:
– Estoy segura de que tenías una buena razón para hacerlo.
Su calmada actitud ante su confesión dejaron paralizado a Colin, aunque, al mismo tiempo, no lo sorprendieron. Aquella mujer, su Alexandra, única, no era de las que se desmayaba y pedía auxilio.
Su Alexandra. Como un latido, las inquietantes palabras retumbaron en su mente, llenándolo de una sensación que no podía nombrar y que dejó a un lado para examinar más tarde.
– Era un traidor a Inglaterra.
– Entonces merecía morir. Piensa en las vidas que salvaste deteniéndolo.
– Lo hago, pero… -Las imágenes que había guardado bajo llave con tanta determinación, aparecieron a través de la niebla e invadieron su mente-. Descubrí la traición de Richard accidentalmente mientras estábamos juntos en una misión para la Corona. De hecho, si no hubiese sido por un descuido suyo, nunca lo habría sabido. Lo consideraba un amigo, un colega, un hombre fiel a Inglaterra.
Toda la furia de la traición que había sentido en el pasado volvió con fuerza y Colin tuvo que frotarse los ojos. Pero eso solo sirvió para darle la oportunidad a su mente de hacer más vividas las imágenes del pasado: Richard cogiendo su navaja, él más rápido que Richard, el afilado metal hundiéndose en la piel de manera escalofriantemente lenta, la sangre caliente de Richard rezumando y cubriendo sus manos, la vida apagándose en los ojos del hombre que un día había considerado su amigo.
– Colin.
Abrió los ojos. Ella estaba de pie frente a él con los ojos llenos de preocupación y de una fiera determinación. Alargó las manos y tomó las suyas.
– Hiciste lo que tenías que hacer.
– Lo sé -dijo Colin asintiendo-. En el fondo, lo sé. Pero hay otra parte de mí que no puede olvidar que le quité la vida a un hombre, por más que lo mereciese. Dejé viuda a su esposa.
– Se quedó viuda por las decisiones que tomó su marido.
– Racionalmente, lo sé. Pero a veces, incluso cuando sabes que hiciste lo que tenías que hacer, lo que era necesario para sobrevivir, aun así hay una pequeña parte de ti que rechaza esas acciones, una pequeña parte de tu alma que pierdes y que no puedes recuperar. -Le buscó la mirada-. Es difícil de explicar.
– Lo… entiendo -susurró Alexandra tragando saliva y apretando su mano.
– Algo me decía que lo entenderías -dijo Colin dulcemente-. Por eso te lo he explicado.
– Dices que nadie lo sabe. ¿No se hizo pública su traición?
– No, para ahorrarle a su esposa la vergüenza de su traición, todo el mundo cree que murió como un héroe.
– ¿Tu hermano no lo sabe?
Negó con la cabeza.
– La única persona que conoce las circunstancias reales que rodearon la muerte de Richard, además de yo mismo, es lord Wexhall. Y ahora tú.
– Tienes mi palabra de que no traicionaré tu confianza.
– Lo sé -dijo él, levantando la mano de Alexandra y depositando los labios sobre sus dedos.
Durante unos segundos, pareció como si Alex fuese a decir algo, pero permaneció en silencio y juntos continuaron su paseo.
Algún día, dijo a Colin una voz interior, me lo dirá algún día.
Quizá Pero ¿para qué? Incluso si ambos salían de la fiesta de Wexhall ilesos, él no podía quedarse en Londres indefinidamente. Debía volver a Cornualles.
Con una esposa.
Una mujer que debía escoger muy pronto, una mujer que probablemente podría encontrar esa misma noche en la velada de Ralstrom si se esforzaba un poco.
Una mujer que no era Alexandra.