Alex se puso pálida. Le temblaron las rodillas y hubo de agarrarse al respaldo del sofá para sujetarse. Lord Malloran, el hombre en cuyo estudio había escuchado casualmente un complot para asesinar a alguien, el hombre a quien le había escrito una carta en la que detallaba ese complot, ¿muerto? ¿Junto con su lacayo? Surgió en su mente una imagen de la espalda de un hombre alto y moreno, vestido con la librea de los Malloran, de adornos dorados. Se le encogió el estómago con la horripilante sospecha de que el lacayo muerto fuese el mismo hombre al que había visto.
La joven se quedó paralizada, helada. Dios. ¿Era posible que la nota que había dejado hubiese precipitado aquel trágico giro de los acontecimientos? Se llevó la mano al vientre en un vano intento de calmar su agitación interior. Desde luego, que la persona a quien escribió la nota y también el hombre que seguramente la llevó a escribirla estuviesen muertos no podía ser mera coincidencia. Su instinto de supervivencia le decía a gritos que no lo era.
Pero ¿y la otra persona a la que había oído en el estudio? Estaba claro que aquella persona no era lord Malloran, cuya voz profunda resonaba. Aunque hubiese intentado disimular su voz, Alex dudaba que fuese capaz de emitir aquel susurro que había oído. Además, fue la voz del lacayo la que sugirió que hablasen en el estudio de lord Malloran para mayor intimidad. No habría sido necesario hacerle esa sugerencia al propio lord Malloran.
Las preguntas asaltaban su mente. ¿Qué había sido de su nota? ¿La había leído lord Malloran? En tal caso, ¿la había quemado… o seguía en su estudio? Un escalofrío le recorrió la espalda. Si la nota tenía algo que ver con la muerte de los hombres…
El asesino buscaría a la persona que había escrito la nota.
– ¿Se encuentra bien, madame Larchmont?
Sobresaltada, se volvió hacia la profunda voz. La mirada perspicaz de lord Sutton se clavó en la suya.
– Pues… sí. La noticia me ha dejado asombrada.
Sin apartar los ojos de la joven, lord Sutton se dirigió a su mayordomo.
– Ellis, dígale al mensajero que lord Wexhall puede esperarme antes de una hora.
– Sí, señor.
El mayordomo salió de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido.
La mirada de lord Sutton la inmovilizó, y Alex se sintió invadida por la familiar y odiosa sensación de verse como un animal atrapado. Demonios, había jurado no volver nunca a sentirse así.
– Está muy pálida -murmuró Colin, acercándose a ella-. ¿Quiere sentarse?
La muchacha se pasó la lengua por los labios resecos y sacudió la cabeza.
– Tengo que irme.
Y lo haría en cuanto sus rodillas dejasen de temblar.
Él asintió, sin dejar de mirarla a los ojos.
– Antes de marcharse, dígame, ¿habló usted con lord Malloran anoche?
Dios, estaba temblando.
– Un poco. Cuando llegué -respondió ella, antes de volver a pasarse la lengua por los labios-. ¿Cómo… murieron?
– No lo sé pero, dado que hubo dos muertes, supongo que no fue por causas naturales. La nota que he recibido indica que pudo haber un robo, ya que el estudio estaba revuelto.
Alex agarró su bolso y se obligó a moverse.
– Una tragedia -murmuró, caminando deprisa hacia la puerta-. Si me disculpa, señor, me temo que debo marcharme.
– Por supuesto -dijo él, adaptándose a su paso-. Haré que traigan mi carruaje para acompañarla a casa.
Alex abrió la boca para protestar, pero Colin volvió a hablar antes de que ella pudiese decir una palabra.
– Insisto.
Como no deseaba prolongar su salida discutiendo, la muchacha asintió.
– Muy bien, gracias.
Cinco minutos después se encontraba aposentada en el mullido y lujoso carruaje. Sentada contra los suaves cojines de terciopelo gris, Alex ocultó la cara entre las manos.
Dios. ¿Qué había hecho?
¿Y qué iba a hacer a continuación?
Al llegar aquella noche a la fiesta de los Newtrebble, Colin aceptó un coñac de un lacayo que pasaba y luego se puso a pasear en torno al perímetro del salón lleno de gente. En lugar de un ambiente apagado dadas las muertes prematuras de lord Malloran y William Walters, una sensación de entusiasmo parecía flotar en el aire. La fiesta estaba en su mejor momento, con lacayos llevando bandejas de plata cargadas de bebidas y entremeses. Mientras caminaba, Colin escuchaba los fragmentos de conversación que sonaban a su alrededor. Las muertes eran el principal tema de conversación, con especulaciones acerca de cómo y por qué habían muerto, y quién -o qué- los había matado. ¿Un ladrón? Según decían, habían registrado el estudio de su señoría. ¿O tal vez unos canapés en mal estado? El último rumor era que los sirvientes de los Malloran afirmaban que se había hallado sobre el escritorio de su señoría una fuente casi vacía de tartaletas de marisco.
– ¡Madre mía, yo tomé anoche una tartaleta de gambas! -exclamó una mujer que se hallaba en el centro de un grupito de damas-. Olía un poco pasada, ya me entienden, y luego tuve muchas náuseas. ¡Vaya, tengo suerte de no haber sufrido el mismo destino horrible que Malloran y ese pobre joven! Aunque no entiendo cómo podía estar comiendo tartaletas de gambas un lacayo…
La mujer sacudió la cabeza.
– ¡Criados! -dijo otra dama con gesto de desprecio, mientras el resto del grupo asentía para indicar que conocía las manías de la clase inferior-. Una se pregunta si le sirvió deliberadamente a Malloran comida en mal estado para robarle, pero le salió mal cuando cayó víctima de su propia traición.
Colin siguió caminando y se deslizó en un hueco en sombras, situado detrás de una gran palmera. Su posición ventajosa le ofrecía una buena visión de la sala. Refugiado entre las sombras, movió su copa de coñac y miró con el ceño fruncido las profundidades de color ámbar, que giraban con suavidad.
Su conversación previa con lord Wexhall, quien, pese a haberse retirado hacía poco de su servicio a la Corona, había acudido a la casa de los Malloran a petición del magistrado junto con este y el médico, resonó en la mente de Colin. «Parece ser un robo -había dicho lord Wexhall-, porque ambos hombres tenían heridas en la cabeza, el atizador de la chimenea estaba fuera de su soporte y la habitación en desorden. Pero mi instinto… me dice que Malloran y Walters no murieron de golpes en la cabeza. Ambos olían ligeramente a almendras amargas, como los posos de la licorera. Y ya sabe usted qué significa eso.»
Colin dio un buen trago del coñac. Sí, sabía qué significaba eso. Ácido prúsico. Malloran y Walters habían sido envenenados. Con una sustancia utilizada con frecuencia para matar roedores.
Por los cazadores de ratas.
Sus dedos se crisparon contra la copa de cristal tallado y escudriñó la multitud, hasta que su mirada se quedó clavada en el otro extremo de la habitación. Su estómago ejecutó una maniobra rara mientras se quedaba sin aliento. Madame Larchmont, ataviada con el vestido de color esmeralda que había visto en su armario esa tarde, se hallaba sentada con las cartas extendidas ante sí, hablando con la matrona sentada frente a ella.
Alexandra… El nombre de ella atravesó su mente en un susurro, mientras su mirada demasiado ávida vagaba sobre la muchacha. La joven llevaba el cabello recogido en un atractivo nudo de estilo griego, entrelazado con cintas doradas y verdes, y brillaba bajo la suave luz proyectada por las arañas llenas de velas. Alex sonrió, atrayendo la atención de Colin por un momento hacia su boca sensual.
Todo en ella parecía inocente y franco. Solo el entretenimiento de la noche que ofrecía con alegría el espectáculo por el que le pagaban. Era evidente que había recuperado la compostura perdida unas horas atrás… ¿o no? Solo por un instante, su mirada se dirigió hacia un lado, como si observase a la multitud cercana, y frunció el ceño de forma casi imperceptible. La verdad, el cambio en su expresión fue tan fugaz que Colin se preguntó si sería producto de su imaginación. Pero su instinto le decía que no y que su apariencia inocente y franca era solo eso, una apariencia.
Porque no había nada inocente y franco en encontrar muertos a dos hombres en la habitación por cuya ventana la había visto salir solo unas horas atrás, hombres que con toda probabilidad habían sido asesinados con una sustancia a la que la joven tenía fácil acceso porque, según ella misma admitía, su marido era cazador de ratas. Aunque Colin albergaba serias dudas en cuanto a la veracidad de esa afirmación.
Tampoco había nada inocente ni franco en su propio olvido de compartir esa información con Wexhall y el magistrado.
Colin apoyó la cabeza contra la pared, dio un buen trago de coñac y cerró los ojos, saboreando el ardor que bajaba por su pecho y confiando en que chamuscase el sentimiento de culpa que le corroía. Demonios, ¿qué le pasaba? Nunca había eludido su deber ni sus responsabilidades. Ni hacia su familia y su título, ni una sola vez durante sus años de servicio a la Corona bajo las órdenes de Wexhall. Durante ese servicio cometió varios actos, uno en particular, que derivaron más tarde en un profundo examen de conciencia, pero su deber estaba claro e hizo lo que tenía que hacer. Debería haberles dicho a Wexhall, por quien sentía el mayor de los respetos, y al magistrado lo que sabía de la escapada nocturna de madame Larchmont por la ventana. Sin embargo, había permanecido en silencio. Y, diablos, no entendía por qué.
Abrió los ojos y, como le ocurría siempre que su mirada la encontraba desde aquella primera vez, cuatro años atrás en Vauxhall, se quedó sin aliento. Eso lo confundía, lo perturbaba y lo irritaba mucho. Demonios, además de haber sido una ladrona, todo lo que sabía de ella indicaba que seguía siendo una intrigante. O peor. Desde luego, una mentirosa. No había sido sincera sobre el lugar en que vivía, y monsieur Larchmont, si es que existía fuera de su imaginación, cosa que Colin dudaba mucho después de registrar su piso, no residía con ella como la joven afirmaba. No, en lugar de eso, al parecer vivía con alguien llamado «señorita Emmie» y tenía una trampilla que conducía a su piso con la que estaba familiarizado un pilluelo. Reservada, misteriosa… desde luego, era ambas cosas. Sin embargo, ninguno de esos rasgos era ilegal. Pero el asesinato sí lo era.
De todas formas, pese a sus sospechas acerca de los motivos y la sinceridad de la joven, no podía atribuirle el papel de asesina, de alguien capaz de envenenar a dos hombres. Se había mostrado muy afectada cuando él anunció el contenido de la nota de Wexhall. ¿Era conmoción, sentimiento de culpa o bien unas habilidades interpretativas muy perfeccionadas? ¿Había añadido algo a la licorera, tal vez por orden o a petición de otra persona, sin saber que se trataba de un veneno mortal?
Un sonido de disgusto salió de sus labios. Escúchate, idiota, se dijo. Buscando excusas, agarrándote a explicaciones, inventando racionalizaciones para explicar lo que viste con tus propios ojos, a una conocida ladrona saliendo por la ventana de lord Malloran, que ahora está muerto.
Sacudió la cabeza y frunció el ceño, sintiéndose mal. ¿De verdad estaba buscando excusas para ella, o simplemente trataba de no cometer el mismo error cometido con Nathan, un error que a punto estuvo de costarle la relación con su hermano? Entonces, como ahora, todas las pruebas apuntaban en un sentido -hacia la culpabilidad-, y cuatro años atrás aceptó las pruebas condenatorias sin dudar, negándose a escuchar a su corazón, que le sugería que podía haber otra explicación. Ahora su corazón hacía la misma sugerencia con respecto a madame Larchmont, y esta vez le resultaba imposible no escuchar.
Tiempo. Necesitaba tiempo. Para averiguar más sobre ella, sobre su vida. No le cabía duda de que tramaba algo, pero hasta que averiguase qué era se sentía reacio a entregarla a las autoridades para que la interrogasen. Su sentido común le decía que se estaba comportando como un maldito idiota. Pero su instinto… ese maldito instinto… le advertía que esperase.
De algo sí estaba seguro: estaba más decidido que nunca a descubrir los secretos de madame Larchmont. Pero su sentido del honor y su ética se mostraban reticentes a ocultarles información a Wexhall y al magistrado.
Tres días, acordó con su conciencia. Se concedería tres días para vigilarla. Seguirla. Pasar tiempo con ella. Averiguar todo lo que pudiese sobre ella. Con el objetivo de establecer con firmeza su culpabilidad o su inocencia. Pero, fuera cual fuese el resultado, cuando llegase el cuarto día se lo contaría todo a Wexhall.
Aunque su conciencia ya no gritaba escandalizada, seguía mirándole con furia; pero Colin evitó pensárselo dos veces. Había tomado una decisión y pensaba atenerse a ella. Ahora era momento de actuar.
Tras apurar la copa de coñac, salió del hueco dispuesto a dirigirse hacia su presa. Sin embargo, antes de que pudiese dar un solo paso, surgió una voz femenina justo detrás de él.
– ¡Pero si está usted aquí, lord Sutton!
Reprimiendo su irritación ante aquel retraso en sus planes, se volvió para encontrarse ante su anfitriona, que exhibía su amplia figura con un vestido azul marino que no le favorecía demasiado, mientras unas plumas de pavo real se desplegaban en abanico en torno a su cabeza en un complicado tocado. Si su objetivo era parecer un ave vestida de satén, lo había conseguido de una forma admirable, aunque bastante aterradora.
– Buenas noches, lady Newtrebble -dijo Colin mientras se inclinaba.
– Le he estado buscando por todas partes. ¿Qué hace escondido aquí, entre las sombras?
– No me escondo. Acabo de llegar. He pensado en disfrutar un poco de su excelente coñac antes de entrar en liza -le aclaró, mostrándole la copa vacía.
– Bueno, pues ya está aquí y eso es lo que importa. Y seguramente es buena idea revivificarse un poco, teniendo en cuenta la tarea que le espera. Dígame, ¿cómo va la búsqueda?
La dama se acercó un poco más, y Colin evitó por muy poco pincharse con las plumas.
– ¿Búsqueda?
Ella le dio un golpecito en el brazo con el abanico plegado y se rió.
– ¡De su prometida, tonto!
¿Prometida? Colin parpadeó. Se le había olvidado por completo.
– Esta noche hay aquí al menos dos docenas de señoritas apetecibles, incluyendo a mi propia sobrina, lady Gwendolyn -dijo ella, pestañeando-. Se la presenté anoche en la fiesta de lady Malloran.
En su mente se materializó la imagen de una joven preciosa que, durante su breve conversación, no hizo más que quejarse de todo, desde el tiempo (demasiado caluroso) hasta los sirvientes de su familia (demasiado entrometidos), pasando por los entremeses que acababa de tomar (demasiado salados). Toda esa belleza, desperdiciada en una persona tan desagradable y petulante.
– Ah, sí, lady Gwendolyn.
Colin no pudo contener del todo un escalofrío de aversión.
Lady Newtrebble no se dio cuenta.
– La temporada acaba de empezar y ya la han declarado incomparable -dijo, mientras le tomaba del brazo con gesto de propietaria-. Venga conmigo -añadió, tirando de él-. Tenemos mucho que hacer.
Colin se liberó con el pretexto de dejar su copa vacía en la bandeja de un lacayo que pasaba por allí. Luego dio un paso hacia atrás y enarcó las cejas.
– ¿Hacer?
– Sí. Tengo que presentarle a la echadora de cartas, madame Larchmont. Todo el mundo está impaciente por saber si predecirá quién es su futura esposa.
Los ojos de la dama brillaron con inconfundible avidez. Colin casi pudo oír sus pensamientos: Será todo un golpe de efecto que le eche las cartas precisamente en mi fiesta.
– Después de eso -continuó lady Newtrebble-, mi sobrina le acompañará en una amplia visita por la galería.
– Muy amable -murmuró Colin, con su mejor sonrisa-, pero nunca se me ocurriría monopolizar su tiempo. Si intentase acaparar a semejante belleza, estoy seguro de que la mitad de los hombres de esta sala me desafiarían a un duelo con pistolas al amanecer.
– Pero…
– En cuanto a esa tirada de tarot… me parece una oferta fascinante. Me gustaría mucho hablar con esa madame Larchmont, y no deseo alejarla a usted de sus otros invitados. Si me disculpa…
Colin se inclinó ante ella y, sin esperar su respuesta, se adentró en el mar de invitados. De forma deliberada, tardó más de una hora en atravesar la habitación, deteniéndose para charlar con amistades y conocidos, muchos de los cuales aprovecharon la ocasión para presentarle a una hija, hermana o sobrina deseosa de casarse, e incluso a una tía en uno de los casos. Durante todas las conversaciones y presentaciones, Colin se mantuvo en apariencia atento y cortés, charlando con soltura e intercalando sonrisas o gestos de la cabeza según requería la conversación, pero no dejó de estar pendiente de madame Larchmont. Supo cada vez que sonreía, lo que había hecho tres veces mientras Colin hablaba con lady Miranda y otras dos mientras conversaba con lady Margaret, ambas muy hermosas y claramente interesadas en él. Supo cada vez que fruncía el ceño, lo que había hecho dos veces mientras escuchaba a lord Paisler, cuyas hijas, lady Penelope y lady Rachel, se reían como hienas y también estaban claramente interesadas en él. Se fijó en cada persona que se sentaba a su mesa, que hablaba con ella. Solo con fines de investigación, por supuesto.
Para cuando estuvo a solo cuatro metros de su mesa, había llegado ya a la conclusión de que algo perturbaba a la inescrutable echadora de cartas. Cada vez que creía que no la observaban, su mirada recorría a las personas que se hallaban cerca de ella. Al principio Colin pensó que tal vez lo estuviese buscando a él, pero abandonó la idea, reprochándose su engreimiento, cuando se dio cuenta de que sus miradas rápidas y furtivas solo abarcaban la zona que rodeaba su mesa, no la sala entera. Además, su postura mostraba que permanecía muy alerta. Rígida. Tensa. En varias ocasiones vio que se inclinaba hacia delante de forma imperceptible, como si tratase de oír las conversaciones que sonaban a su alrededor. Si no la hubiese vigilado con tanta atención, no habría detectado los matices. Pero resultaban innegables, como el hecho de que el nerviosismo de ella fuese muy… interesante.
Estaba escuchando a lady Whitemore y a su atractiva hija, lady Alicia, que estaba en su segunda temporada, las cuales pontificaban sobre las horripilantes muertes con un entusiasmo que a Colin le resultaba muy desagradable, cuando una risa suave y ronca llamó su atención. Sus sentidos se estremecieron al reconocer el sonido. Aquella risa pertenecía a madame Larchmont. La mirada de Colin se dirigió hacia la mesa.
La joven sonreía con hoyuelos en las mejillas al hombre sentado frente a ella, que se inclinó hacia delante como para revelar algo que nadie más debía oír. La mirada de Colin observó sus anchas espaldas, lo bien que le quedaba la chaqueta azul marino y su pelo bien cortado. Lord Sutton apretó la mandíbula. ¿Quién demonios era? Alargó un poco el cuello para atisbar su perfil. Fuera quien fuese, Colin no le reconocía.
Devolvió su atención a madame Larchmont, que bajó los ojos con gesto recatado y volvió a reírse ante el evidente ingenio del hombre. Las tripas se le encogieron de una forma que ni le gustaba ni deseaba examinar muy de cerca. Cuando la joven alzó la mirada, sus ojos brillaron con inconfundible malicia. Dijo algo que hizo reír a su compañero, y Colin maldijo su incapacidad para leer los labios. Ella debió de notar el peso de su mirada, porque justo entonces sus ojos cambiaron de posición y tropezaron con los de él.
Aquellos ojos perdieron al instante su toque de malicia, y la joven le dedicó durante varios segundos una larga mirada fría. Lo saludó con una leve inclinación de la cabeza y luego devolvió su atención al hombre, a quien sonrió. Colin se sintió invadido por la irritación y por otro sentimiento, que era igual que los celos, pero no podía tratarse de eso.
– ¿No está de acuerdo, lord Sutton…?
La voz imperiosa de lady Whitemore lo arrancó de su ensoñación y lo forzó a devolver su atención a sus compañeras, que lo miraban expectantes. Demonios, había perdido el hilo de la conversación. Antes de que pudiese hablar, lady Whitemore se llevó al ojo el monóculo y lo observó con atención.
– Lord Sutton, ¿se encuentra bien? Tiene usted mala cara.
Colin compuso al instante su expresión y exhibió una sonrisa forzada.
– Estoy bien. Dígame, lady Whitemore, ¿quién es el hombre al que le están echando las cartas?
Lady Whitemore miró hacia el rincón y luego se acercó más a Colin para hablarle en tono confidencial:
– Es el señor Logan Jennsen, el americano -aclaró la dama, arrugando la nariz-. ¿No le conoce?
– No.
– Llegó a Inglaterra hace solo seis meses, pero ya ha dado de qué hablar.
– ¿Cómo es eso?
– Nada en la abundancia -afirmó lady Whitemore, muy orgullosa de su función de informadora-, pero es dinero nuevo, por supuesto. Posee toda una flota de barcos y pretende comprar más, además de montar algún otro tipo de negocio. Es muy brusco y tiene mucho desparpajo, como todos esos advenedizos de las colonias. A nadie le cae demasiado bien, pero es tan rico que nadie se atreve todavía a pararle los pies.
– Es muy guapo -opinó lady Alicia en tono ansioso-, para ser alguien que se dedica al comercio -añadió a toda prisa al ver el gesto de desaprobación de su madre.
– Es cierto que los comerciantes acostumbran ser muy poco atractivos -replicó Colin en tono seco-. Ah, parece que el señor Jennsen ha terminado, y eso significa que ha llegado mi turno. Les pido disculpas, señoras.
Tras una breve inclinación, se acercó a la mesa del tarot mientras Jennsen se levantaba. Colin apretó la mandíbula al ver que el hombre se llevaba a los labios la mano enguantada de madame Larchmont y le besaba los dedos.
– Gracias por la encantadora tirada -oyó que decía Jennsen con un inconfundible acento estadounidense-, y por la encantadora compañía. Estoy deseando volver a verla mañana, madame.
– Y yo a usted, señor Jennsen.
El hombre se alejó, y Colin se sorprendió mirando fijamente a madame Larchmont. La joven tenía los labios entreabiertos y durante varios segundos observó la espalda de Jennsen con una expresión extasiada que lo puso enfermo. Luego se volvió hacia Colin. Como había ocurrido antes, al instante cayó sobre sus rasgos una máscara de fría indiferencia. Colin sintió un hormigueo de irritación y juró en silencio borrar como fuese aquella falta de interés de su mirada.
– Buenas noches, lord Sutton.
– Buenas noches, madame Larchmont.
Sin esperar una invitación, se deslizó en la silla situada frente a ella. Y la miró. Diablos, se sentía sin aliento. La dorada luz de las velas proyectada por la araña y la velita votiva que brillaba con un resplandor tenue dentro de un cuenco de cristal tallado en una esquina de la mesa se reflejaba en los oscuros cabellos de la joven e iluminaba sus insólitos rasgos con un fascinante despliegue de sombras oscilantes. Colin no detectó ni rastro del nerviosismo que venía observando desde hacía una hora. No, se la veía muy serena y… preciosa. Seductora y misteriosa. Y tentadora de un modo que no le gustaba nada.
La mirada de Colin vagó hacia abajo, deteniéndose en la boca de la muchacha antes de continuar. Aunque el escote del vestido, de color verde esmeralda, seguía siendo recatado en comparación con los que llevaban casi todas las demás mujeres de la sala, era más amplio que el del traje de la noche anterior y mostraba una piel cremosa y la generosa curva de sus pechos. Colin apretó la mandíbula ante la espectacular visión, la misma espectacular visión que el bastardo de Jennsen acababa de disfrutar.
El hombre trató de brindarle una sonrisa, pero tenía los músculos faciales extrañamente rígidos y fruncidos. Como si hubiese mordido un limón.
– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó la muchacha en tono indiferente-. Parece… tenso.
– Estoy bien. ¿Cómo ha ido la tirada de Jennsen?
– ¿Conoce al señor Jennsen?
– ¿No le conoce todo el mundo? Está claro que usted sí.
– Nos presentaron en una fiesta hace varias semanas. Asiste a muchos eventos sociales.
Varias semanas… Diablos, Jennsen llevaba todo ese tiempo disfrutando de su compañía.
– No parece que le haya dicho cosas siniestras como las que me ha dicho hoy a mí.
– Yo no comento la tirada de un cliente con nadie.
– Excelente. No querría que mis posibles prometidas se asustaran ante el oscuro porvenir que me ha predicho a mí. ¿Verá a Jennsen mañana?
Demonios, no pretendía soltar aquello, y mucho menos en un tono que no sonaba tan despreocupado como le habría gustado.
– ¿Tiene la costumbre de escuchar conversaciones ajenas?
La verdad es que sí.
– La verdad es que no. Sin embargo, no soy sordo.
– No me parece que sea problema suyo si veo o no al señor Jennsen mañana, lord Sutton.
– Y a mí no me parece que usted tenga que mostrarse tan quisquillosa para responder a una sencilla pregunta, madame Larchmont.
La joven frunció los labios en un claro gesto de irritación, y la mirada de Colin se posó en su boca.
– Muy bien, sí, tengo una cita con él mañana para una tirada privada.
Él forzó una sonrisa que no alcanzó sus ojos y consiguió no preguntar si era la primera vez que concertaba una cita así con aquel hombre.
– Ya está. ¿Tan difícil era? Dígame, ¿es víctima de las mismas tarifas desorbitadas que me cobra a mí?
En lugar de ofenderse ante su brusca pregunta, la joven pareció divertida.
– Vamos, lord Sutton, ¿cómo voy a responder a esa pregunta? Si digo que él paga más, usted se jactará del trato que recibe, y por lo tanto me arriesgo a desatar las iras del señor Jennsen. Si digo que es usted quien paga más, me arriesgo a desatar sus iras. Como no me resulta atractiva ninguna de las dos posibilidades, tengo que negarme a responder.
El corazón de Colin realizó una ridícula maniobra al ver el esbozo de una sonrisa en los labios de la joven. Acercó un poco más la silla a la de ella y se vio recompensado con un leve aroma de naranjas.
– Si es él quien paga más, prometo no jactarme.
– Una amable oferta; sin embargo, tengo la política estricta de no comentar las tarifas de un cliente con nadie que no sea ese cliente.
– La política estricta -repitió él en voz baja-. ¿Tiene muchas de esas?
– ¿Políticas estrictas? La verdad es que sí. Como por ejemplo no perder el tiempo con charlas ociosas en mi mesa de echar el tarot.
– Excelente. Entonces, empecemos. ¿No debería estar barajando o algo así? -preguntó él indicando las cartas, que estaban extendidas sobre la mesa.
– Otra política estricta es que no mezclo las cartas hasta que mi siguiente cliente está sentado frente a mí.
Él abrió los brazos.
– Y sentado estoy.
Todo rastro de diversión abandonó los ojos de la muchacha. Se inclinó un poco hacia delante, y Colin se encontró haciendo lo mismo mientras inspiraba hondo y despacio, disfrutando del delicado aroma de naranjas que provocaba sus sentidos.
– Dado el resultado de nuestra tirada de esta tarde -murmuró la joven-, no creo conveniente echarle las cartas en un lugar tan público.
– Entiendo. Prefiere estar sola conmigo.
– Sí. No. Quiero decir que…
La joven frunció el ceño.
– Oh, qué interesante, están a punto de echarle las cartas, lord Sutton -surgió la inconfundible voz de lady Newtrebble justo al lado de Colin. El hombre se volvió y alzó la mirada hasta ella. La dama agitó su abanico con vigor, sacudiendo las plumas de pavo real. Su cabeza parecía rodeada de alas en movimiento-. Mi sobrina, lady Gwendolyn, y yo tendremos muchísimo interés en oír las predicciones de madame acerca de su futura esposa, señor.
La mujer le hizo un gesto a madame Larchmont.
– Siga. No se preocupe por mí.
– Vamos, lady Newtrebble, ya conoce mi política estricta -dijo la muchacha con una sonrisa que a Colin le pareció forzada-. No puedo echarle las cartas a lord Sutton con usted ahí de pie…
– Yo no tengo nada que objetar -dijo Colin.
– Excelente -respondió lady Newtrebble con una espléndida sonrisa-. Siga -ordenó a madame Larchmont con el ceño fruncido.
– Antes de empezar -dijo Colin, sonriendo a su anfitriona-, me apetecería mucho un poco más de su magnífico coñac. ¿Podría ocuparse de eso? No empezaremos sin usted -añadió en tono solemne, al ver que la dama vacilaba.
– Muy bien -dijo lady Newtrebble, no muy complacida-. ¡Maldita sea! ¿Dónde se meten los lacayos cuando más falta hacen?
En cuanto se alejó, Colin se inclinó hacia delante.
– Le pagaré media corona por decir que la mujer con la que voy a casarme tiene el cabello castaño.
Alex parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– De acuerdo, muy bien. Una corona. Merecerá la pena, con tal de dar al traste con las esperanzas de lady Newtrebble de que escoja a su rubia sobrina como prometida.
– ¿No le gusta su sobrina? Lady Gwendolyn es muy guapa.
– Es cierto. Sin embargo, albergo una intolerancia estrafalaria por la gente petulante y altanera que se queja de todo, sea cual sea el color de su pelo.
– Entiendo -respondió la joven con una leve sonrisa, suficiente para hacerle saber que aquello le hacía gracia-. Pero ¿y si las cartas predicen que en su destino está casarse con una mujer rubia? Estará eliminando a todas las demás rubias, no solo a lady Gwendolyn.
– Dada mi escasa creencia en el tarot, estoy dispuesto a arriesgarme.
– De todos modos, si las cartas indicasen a una mujer rubia -insistió la joven con un suspiro, sacudiendo la cabeza-, eso me obligaría a mentir.
– ¿Quiere usted decir que jamás ha dicho mentiras, madame Larchmont?
– ¿Las ha dicho usted?
Más de las que puedo contar.
– Sí. ¿Y usted?
La joven vaciló antes de responder.
– No me gusta mentir.
– Muy admirable. A mí tampoco. Sin embargo, las circunstancias nos fuerzan a veces a hacer cosas que no nos gustan.
– Parece que hable por experiencia, señor.
– Así es. Y sin duda usted no ha alcanzado la edad de…
– Veintitrés años.
– La edad de veintitrés años sin hacer algo que no le haya gustado demasiado.
– Desde luego, y esta conversación es un ejemplo perfecto.
El destello de diversión en sus ojos desmentía sus palabras.
Colin se acercó más, llenó su cabeza con el dulce aroma cítrico y subió su oferta.
– Medio soberano.
La muchacha dio un profundo suspiro.
– Me temo que las mentiras son… caras.
– ¿Más caras que medio soberano?
– Pues sí. Sobre todo las mentiras que tienen muchas probabilidades de hacerme perder a una clienta adinerada como lady Newtrebble.
– Se ha vuelto loca si cree que una tacaña reconocida como lady Newtrebble se desprendería de medio soberano para que le echasen las cartas.
Alex se limitó a sonreír en respuesta.
– Lo que está haciendo tiene un nombre, madame Larchmont.
– Sí. Se llama «pago».
– No. Se llama «extorsión».
Por alguna absurda razón, aquella conversación -que debería haberle fastidiado mucho- le entusiasmaba de forma inexplicable, de un modo que no había experimentado en mucho tiempo. Colin dio a su vez un suspiro.
– Muy bien, ¿cuál es su precio por decir una mentirijilla?
– Un soberano.
– Se da usted cuenta de que eso es ridículo.
La joven se encogió de hombros.
– La decisión es suya.
– Una suma escandalosa para cobrarle a un amigo.
Ella levantó una ceja en un gesto elocuente.
– No creo que nuestra breve relación pueda describirse como amistad, señor.
– Supongo que eso es cierto. Una circunstancia a la que me gustaría poner remedio -respondió él, sin dejar de mirarla a los ojos.
– En los tres próximos segundos, seguro -dijo la muchacha con una sonrisa.
Colin le devolvió, la sonrisa.
– Sí, eso resultaría muy útil.
– La verdad es que no. A los amigos les cobro la misma tarifa que a los simples conocidos.
– ¡Ah! Entonces, de nada sirve conocerla.
– Me temo que no -replicó ella, mirando por encima del hombro de Colin-. Se acerca lady Newtrebble con su coñac, señor.
– Muy bien -dijo él en tono de queja-. Que sea un soberano… Pero solo pagaré si se muestra convincente.
– De acuerdo. Y no tema, señor, soy muy buena en lo que hago.
– Sí, de eso estoy seguro.
Sin embargo, la cuestión sigue siendo qué hace exactamente, pensó Colin.