Nancy salió de viaje otra vez el lunes. El beso de despedida fue incierto y Eric la miró alejarse en el coche con una sensación de desolación. Durante los viajes de ella, él pasaba los días dedicado al trabajo de invierno, a calcular la cantidad de línea utilizada durante la temporada, la cantidad de anzuelos perdidos, a revisar los cientos de catálogos de proveedores en busca de los mejores precios para reponerlos. Envió las tarifas de reserva para que se anunciaran en las Exposiciones Deportivas de Minneápolis, Chicago y Milwaukee y encargó folletos para que se distribuyeran allí. Verificó la cantidad de conservadoras que habían vendido en la oficina y arregló para que les suministraran un nuevo cargamento para la próxima temporada.
Entre cosa y cosa, se preguntaba qué hacer respecto de su matrimonio.
Comía solo, dormía solo, trabajaba solo y se preguntaba cuántos años más pasaría así. ¿Cuántos años más podría tolerar esta vida de soledad?
Fue al poblado a cortarse el pelo antes de que fuera necesario, porque la casa estaba muy silenciosa y siempre había buena compañía en la peluquería masculina.
Llamaba a Ma todos los días y fue a controlarle el tanque de combustible mucho antes de saber que estaba vacío porque sabía que ella lo invitaría a cenar.
Cambió el aceite de la camioneta y trató de arreglar la puerta del lado del pasajero que se atascaba, pero no pudo. Le hizo recordar a Maggie, a él mismo inclinándose sobre las piernas de ella la noche que la había dejado en casa de sus padres. Pensaba en ella con frecuencia. Cómo estaría, cómo iría la casa, si habría encontrado todas esas antigüedades de las que había hablado. Los rumores decían que la pintura de afuera estaba terminada y que la casa estaba estupenda. Fue así que un día decidió pasar por allí con la camioneta, para echar un vistazo.
Solamente para echar un vistazo.
Las hojas se habían caído todas, y se amontonaban a lo largo de Cottage Row mientras subía la colina en la camioneta. Los pinos parecían peludos y negros contra el sol del final de la tarde. Se había puesto frío, el cielo había tomado un color que indicaba que el día siguiente sería más frío aún. La mayoría de las casas de Cottage Row permanecían cerradas; sus adinerados dueños estaban de regreso en las ciudades sureñas donde pasaban el invierno. Al acercarse a la casa de Maggie, vio un Lincoln Town Continental con patente de Washington estacionado junto al garaje. De ella, sin duda. Los cedros del límite de la propiedad no habían sido podados y tapaban gran parte de la casa; Eric condujo lentamente, espiando por entre los árboles hasta obtener un vistazo de la casa de colores alegres. Los rumores tenían razón. Estaba fantástica.
Esa noche, en su casa, encendió el televisor y se quedó delante del aparato durante casi una hora, antes de darse cuenta de que no había oído una sola palabra. Estaba inmóvil, contemplando las figuras en la pantalla, pensando en Maggie.
La segunda vez que pasó delante de la casa de ella, iba provisto de un formulario de solicitud de la Cámara de Comercio y una copia del folleto editado por la Cámara para el turismo de verano. El coche de Maggie estaba estacionado en el mismo sitio y Eric se detuvo junto a los cedros, apagó el motor y contempló el folleto sobre el asiento. Pasó así un minuto, luego encendió el motor y salió como una flecha colina abajo, sin mirar atrás.
La siguiente vez que fue hasta allí, había un camión verde estacionado junto al sendero de entrada, con las puertas traseras abiertas y una escalera de aluminio colgando del costado. De no haber estado allí el camión, habría seguido de largo, pero si había un obrero en la casa, no quedaría mal entrar.
Caía la tarde otra vez, fría, con un viento cortante que hizo revolotear los papeles que llevaba cuando cerró la puerta de la camioneta. Enrollándolos en un cilindro, pasó junto al camión y miró adentro: caños, rollos de alambre, herramientas… que bien, había estado en lo cierto. Bajó los anchos escalones y golpeó a la puerta trasera.
Silbando suavemente entre dientes, esperó, contemplando la galería trasera. Un ramo de maíz atado con cinta anaranjada colgaba de una pared; una placa de bronce oval decía CASA HARDIND; cortinas blancas de encaje cubrían la banderola de una puerta antigua; una baranda nueva, pintada de amarillo y azul; piso nuevo, pintado de gris; una alfombrita trenzada; una vasija en una esquina con colas de zorro y otras hojas secas. Según los rumores, Maggie no escatimaba dinero para embellecer el lugar y, si el exterior se podía tomar como ejemplo, se veía que había estado ocupada. Hasta la pequeña galería tenía encanto.
Eric volvió a golpear, esta vez más fuerte, y una voz masculina gritó:
– ¡Sí, pase!
Entró en la cocina y la encontró vacía, luminosa y transformada. Paseó la mirada por los armarios blancos con puertas de vidrio dividido por tirantes de madera, las mesadas rosadas, los relucientes pisos de madera, una larga y angosta mesa libro de madera gastada, cubierta por una carpeta de encaje y una canasta nudosa llena de piñas con un grueso moño rosado en la manija. Desde otra habitación, una voz dijo:
– Hola, ¿busca a la señora?
Eric siguió el sonido y encontró un electricista que se parecía a Charles Bronson, colgando una araña del cielo raso del comedor vacío.
– Hola. -dijo Eric, deteniéndose en la puerta.
– Hola. -El hombre miró por encima de su hombro, con los brazos levantados.
– Si busca a la señora, está arriba, trabajando. Suba, nomás.
– Gracias. -Eric atravesó el comedor hasta el vestíbulo de entrada. A la luz del día, resultaba impresionante: los pisos restaurados todavía olían a poliuretano y las paredes recién enyesadas acentuaban los amplios espacios blancos entre las extensiones de lustrosa madera. Una baranda maciza caía desde arriba y desde algún lugar del primer piso se oía el sonido de una radio.
Eric subió, se detuvo al llegar arriba y miró por el corredor. Todas las puertas estaban abiertas. Avanzó hacia la música. En la secunda puerta a su izquierda, se detuvo.
Maggie estaba de rodillas en el suelo, pintando la ancha moldura del zócalo en el otro extremo de la habitación. Ella, la radio, y la lata de pintura eran las únicas tres cosas que había allí. Ninguna otra distracción. Sólo Maggie, en cuatro patas, con aspecto refrescantemente sencillo. Eric sonrió al ver la planta de sus pies desnudos, las manchas de pintura en los viejos vaqueros y el faldón de la enorme camisa a punto de meterse dentro de la lata de pintura.
– Hola, Maggie -dijo.
Ella se sobresaltó y gritó como si le hubiera tocado la sirena del barco en el oído.
– Ay, Dios Santo -suspiró, dejándose caer sobre los talones y llevándose una mano al corazón-. Me diste un susto terrible.
– No fue mi intención. El tipo que está abajo me dijo que subiera directamente. -Hizo un movimiento con el rollo de papeles hacia el corredor a sus espaldas.
¿Qué estaba haciendo él aquí? De rodillas, con el corazón todavía latiendo alocadamente, Maggie lo vio en la puerta, vestido con mocasines, jeans y una campera de aviador de cuero negro, con el cuello levantado contra el pelo rubio, como las usaba años atrás. Un poco demasiado atractivo y muy, pero muy bienvenido.
– Puedo volver en otro momento si…
– No, no, está bien… es que… la radio estaba tan fuerte… -Todavía de rodillas, Maggie extendió el brazo y bajó el volumen.
– Justo estaba pensando en ti y de pronto dijiste mi nombre y yo… y estabas…
Estás hablando como una cotorra, Maggie. Ten cuidado.
– Y estoy aquí -terminó él.
Maggie recuperó el control de sí misma y sonrió.
– Bienvenido a la Casa Harding. -Abrió los brazos y bajó la vista hacia su atuendo. -Como podrás ver, estoy vestida para recibir visitas.
A ojos de Eric, estaba totalmente encantadora, manchada con pintura blanca, con el pelo sujetado atrás por un viejo cordón de zapatos. No pudo evitar sonreírle.
– Como verás… -Él también abrió los brazos. -No soy una visita. Sólo vine a traerte información sobre cómo entrar en la Cámara de Comercio.
– ¡Qué bueno! -Maggie dejó el pincel encima de la lata y con un trapo que sacó del bolsillo trasero se limpió las manos al tiempo que se ponía de pie. -¿Quieres hacer una recorrida, ya que estás aquí? Ahora tengo luz.
Eric avanzó un paso dentro de la habitación y le echó un vistazo, admirado.
– Me encantaría ver toda la casa.
– Es decir, creo que tengo luz. Espera un minuto. -Maggie salió corriendo al pasillo y gritó: -¿Puedo encender las luces, señor Deitz?
– ¡Un momento, ya termino de colgar esto! -respondió este.
Maggie se volvió hacia Eric.
– Tendremos luz en unos instantes. Bien, esta es una habitación de huéspedes… -Hizo un movimiento con los brazos. -Una de las cuatro. Como verás, estoy usando las instalaciones originales porque son de bronce sólido. Descubrí, luego de examinarlas bien, que originariamente eran para luces de gas. ¿Sabías que la electricidad no llegó a este pueblo hasta la década del 30?
– ¿De veras?
– De modo que convertí todo. Me encanta poder usar las instalaciones auténticas. Cuando el señor Deitz conecte la electricidad verás qué bien quedan, aun con luz de día.
Permanecieron debajo del farol, mirando hacia arriba, lo suficientemente cerca el uno del otro como para sentir sus aromas. Él olía a aire fresco y a cuero. Ella, a aguarrás.
– ¿Qué te parece cómo me quedaron los pisos? Espera a que te muestre el de la sala principal.
Eric bajó la vista. Se encontró con los pies descalzos de Maggie bajo los jeans amplios, enrollados hasta la pantorrilla; pies familiares que había visto tantas veces a bordo del Mary Deare aquel verano en que prácticamente vivían en traje de baño.
– Parecen nuevos -dijo, refiriéndose a los pisos, luego echó un vistazo a la habitación vacía. -La decoración me parece un poco austera, te diré.
Maggie rió y hundió las manos en los bolsillos del pantalón.
– Todo a su tiempo.
– Me enteré de que ya estás instalada aquí. ¿Se vendió tu casa de Seattle?
– Sí.
– ¿Dónde están tus cosas?
– En el garaje. Por ahora, sólo saqué los enseres de cocina y una cama para mí.
– La cocina quedó sensacional. Veo que tienes talento.
– Gracias. No veo la hora de terminar con toda la carpintería para poder entrar el resto de los muebles. -Levantó la vista hacia la moldura del cielo raso y Eric se descubrió contemplándole la curva del cuello. -Decidí pintar de blanco todos los zócalos y molduras del piso de arriba y dejar los de abajo color madera. En cuanto los termine, podré comenzar con el empapelado, pero tardo tanto en conseguir las cosas. Tres semanas para que me llegue el papel de Bahía Sturgeon. Cuando termine con la pintura, decidí tomarme un recreo e ir a Chicago. Allí puedo conseguir todo el papel en un día.
– ¿Vas a empapelar las habitaciones tú?
– Sí.
– ¿Quién le enseñó a hacerlo? -preguntó Eric, siguiéndola dentro de otro dormitorio.
– ¿Enseñarme? -Maggie miró hacia atrás y se encogió de hombros. -Aprendí probando y equivocándome, creo. Soy profesora de economía doméstica. ¿Es necesario que le diga cuan poco económico es contratar empapeladores? Además, me divierte y tengo todo el invierno por delante, así que ¿por qué no hacerlo yo misma?
Eric pensó en venir algún día del largo y triste invierno y ayudarla. ¡Qué idea tonta!
– ¿Sabes qué he decidido? -preguntó Maggie.
– ¿Qué?
– Dar a cada dormitorio el nombre de uno de los hijos de Thaddeus Harding. Ésta será la habitación Franklin, aquélla, la Sarah, y aquella otra, la habitación Victoria. Pondré una placa de bronce en cada puerta. Por suerte para mí, Thaddeus sólo tuvo tres hijos, de modo que esta habitación tendrá el nombre que se merece. -Guió a Eric dentro del cuarto dormitorio. -La Habitación del Mirador. ¿Cómo podría llamarse de otra manera? -Él se detuvo junto a ella y observó la habitación a la luz del día. Luminosa, blanca, amoblada solamente con la cama de Maggie en el centro. No había sido arreglada esa mañana ni demasiado revuelta la noche anterior.
Maggie dormía -notó Eric- mirando hacia la ventana y el agua. En una esquina de la habitación, un par de zapatos abotonados antiguos adornaban el piso con aspecto remilgado.
Eric sonrió, pasó la mirada de los pies descalzos de Maggie a los zapatos y comentó:
– Así que aquí fue donde los perdiste.
Maggie rió y bajó la mirada, al tiempo que pasaba un pie por sobre los tablones de madera reluciente.
– Estos pisos parecen de raso. Me encanta sentirlos contra los pies.
Sus ojos se encontraron y los recuerdos volvieron -para ambos, esta vez- de días de verano a bordo del Mary Deare, descalzos y enamorados.
Maggie fue la primera en apartar la vista. Miró hacia la ventana y exclamó:
– ¡Mira… está nevando!
Afuera habían comenzado a caer grandes copos esponjosos que adornaban las ramas de los árboles y desaparecían al tocar el agua. El cielo estaba incoloro, una enorme extensión de blanco sobre blanco.
– Extrañaba esto -dijo Maggie, dirigiéndose a la ventana-.En Seattle nevaba arriba en las montañas, por supuesto, pero extrañaba ver la nieve cambiando el aspecto del jardín, como ahora, o despertar esa primera mañana en que el dormitorio está tan luminoso que hasta brilla el cielo raso y saber que ha nevado durante la noche.
Eric la siguió y se paró a sus espaldas, contemplando la nieve, deseando poder disfrutar así de la nieve con Nancy. Para Nancy la nieve siempre significaba el comienzo de la temporada de viajes difíciles, de modo que encontraba poco para disfrutar. Ni siquiera apreciaba lo estético del paisaje. Cuando estaba en casa, nunca parecían tomarse tiempo para las cosas serenas como ésa.
¿Qué estás haciendo aquí, Severson, comparando a Maggie con tu mujer? ¡Dale los malditos papeles y vete!
Pero se quedó en la ventana junto a Maggie, viendo cómo los colores oscuros del invierno desaparecían bajo un manto blanco.
– ¿Sabes en qué me hace pensar? -preguntó Maggie.
– No.
– En un mantel blanco de hilo que el mundo se pone para el Día de Acción de Gracias. Ese día tiene que haber nieve, ¿no te parece?
Levantó la vista y lo encontró muy cerca, mirando no la nieve, sino a ella.
– Absolutamente -terció Eric y por un instante olvidaron la vista, la presencia del electricista en el piso de abajo y las razones por las que no debían estar tan cerca el uno del otro.
Maggie se recuperó primero y se apartó discretamente.
– ¿Quieres que bajemos?
Mientras descendían, explicó:
– Encontré esos zapatos antiguos en una tienda de Chicago y no pude resistir. Quedarán pintorescos en uno de los dormitorios ¿no crees?
Su charla sensata acabó con la amenaza que habían sentido arriba y si por un momento se sintieron tentados, y si en ese mismo momento reconocieron que la tentación era mutua, siguieron recorriendo la casa fingiendo que no había sucedido. Ella mantuvo una conversación animada mientras lo guiaba por las habitaciones, mostrándole las paredes y las ventanas y los pisos, en especial los de la sala.
– Descubrí este magnífico trabajo artesanal debajo de una vieja alfombra apolillada. -Se arrodilló y pasó una mano por la estupenda madera. -Es parquet de arce. Mira el diseño. ¿No te parece hermoso cómo está trazado?
Él también se agazapó, con un crujido de rodillas, y tocó la madera.
– Es bellísimo. ¿Ésta es la sala donde piensas poner el bol con caramelos y los licores?
– Sí. Podríamos servirnos algo ahora -respondió Maggie alegremente- si tuviera caramelos o licores en la casa. Por desgracia, todavía no los cuento entre mis provisiones. ¿Te conformarías con una taza de café?
Caminando delante de él hacia la cocina, Maggie se desvió por el comedor, donde el electricista trabajaba con un destornillador en un interruptor en la pared. Con la electricidad desconectada y la caída de la noche, la habitación estaba en penumbras.
– ¿Conoces a Patrick Deitz?
– Creo que no.
– Patrick Deitz, él es Eric Severson. Tiene un barco de excursiones de pesca en Gills Rock. Vamos a tomar café. ¿Quiere una taza?
– No me vendría mal, señora Stearn. -Patrick se metió el destornillador en el bolsillo y estrechó la mano de Eric. -Pero espere aquí mientras conecto la luz.
Desapareció momentáneamente, dejando a Maggie y Eric de pie en la tenue luz, mirando una gran ventana saliente. No había peligro esta vez: Deitz estaba cerca y habían superado el momento de arrobamiento. Contemplaron la nieve, unidos por el vacío de la casa y el cambio de estación que sucedía ante sus ojos y por la llegada del crepúsculo.
– Me va a encantar vivir aquí -dijo Maggie.
– Ya veo por qué.
Deitz regresó, hizo pruebas con un interruptor con variador de luminosidad y preguntó:
– ¿Qué le parece así, señora Stearn?
Maggie sonrió hacia la araña que relucía, recién lustrada.
– Perfecto, señor Deitz. Tenía razón respecto de las bombitas que había que usar. Estas con forma de vela le dan el toque justo. Es una araña magnífica. ¿No te parece, Eric?
En realidad, era un pedazo de metal bastante feo, pero cuanto más lo miraba Eric, más le gustaba su encanto antiguo. Primero la nieve, luego el piso, ahora la araña. A pesar de que se había advertido acerca de no hacer comparaciones, era imposible evitarlas, porque descubrió mientras recorría la casa, qué poco tiempo se tomaba Nancy para apreciar las cosas; las cosas pequeñas, sencillas. Maggie, por otra parte, lograba convertir la simple llegada del crepúsculo en una ocasión.
– ¿Bien, qué les parece un café? -dijo Maggie.
Los tres se sentaron a la mesa. Maggie sirvió el café en grandes jarros, se preparó un té para ella y tuvo que llenar dos veces el plato de masitas de canela. Hablaron sobre la temporada de los Empaquetadores de Bahía Green, de cómo ya no se podía conseguir duraznos con pelusa porque la hibridación los había dejado lisos; de cuál era la mejor forma de preparar el salmón; y de la mesa de cocina de Maggie, que ella había encontrado bajo las herramientas en el garaje de su padre. Discutieron animadamente sobre cuáles eran las mejores tiendas de antigüedades de la zona y Maggie oyó numerosas anécdotas sobre sus dueños.
Al cabo de media hora, Patrick Deitz miró su reloj, se palmeó las rodillas y dijo que era hora de empezar a recoger las herramientas pues ya se habían hecho las cinco y media.
En cuanto él se levantó, Eric hizo lo mismo.
– Será mejor que yo también me vaya -dijo, mientras Deitz se dirigía al comedor.
– ¿No vas a mostrarme lo que me trajiste? -preguntó Maggie, señalando los papeles que Eric había dejado sobre una silla.
– ¡Uy, casi me olvido! -Se los alcanzó por encima de la mesa. -Es sólo información sobre cómo registrarte en la Cámara de Comercio. Soy miembro y tratamos de llegar a todas las nuevas empresas lo antes posible. Creo que puedes considerar esto como una invitación formal para unirte a la Cámara.
– ¡Pero muchas gracias! -Maggie echó un vistazo a la revista. La Llave de la Península Door. En la portada había una fotografía del lago en verano. Adentro había información turística de todo tipo, avisos de restaurantes, hoteles y tiendas de toda la zona de Door County.
– Es una copia de la revista del verano pasado y la hoja adicional contiene la información de lo que cuesta registrarse. Sería imposible tener una hostería y no hacerlo. Casi todos tus clientes buscarán referencias en la Cámara, de modo que es el mejor dinero que puedes gastar en publicidad.
– Gracias. Lo miraré hoy mismo.
– Calculo que probablemente iremos a imprenta en febrero o marzo con el ejemplar del verano que viene, de modo que tendrás mucho tiempo para planear un aviso. Yo hago el mío en Barker's, en Bahía Sturgeon. Tienen un departamento de artes gráficas muy bueno.
– Lo recordaré, gracias.
Fueron hasta la puerta y se detuvieron.
– Los miembros de la Cámara se reúnen una vez por mes para a desayunar en diferentes restaurantes de la zona. Nada formal, sólo una forma de estar en contacto con los diferentes empresarios. El mes que viene, el día 4, creo, nos reuniremos en The Cookery. Serás bienvenida.
– Es posible que vaya.
Deitz apareció en la cocina con su caja de herramientas.
– Bueno, me voy, señora Stearn. Gracias por el café y las masitas. Estaban deliciosas.
– De nada.
– Fue un gusto conocerlo, Eric. -Deitz hizo un movimiento de cabeza.
– Lo mismo digo.
Deitz pasó entre ellos y Maggie abrió la puerta para que saliera. Una vez que se marchó, ella se quedó afuera en el aire frío, con la puerta todavía abierta.
– Bien, piensa lo del desayuno -la alentó Eric.
– Lo haré.
– Y gracias por la recorrida.
– De nada.
– Me encanta la casa, de veras.
– A mí también. -El aire frío seguía entrando. Maggie cruzó los brazos.
– Bueno… -Eric buscó en un bolsillo los guantes y se los puso, despacio. Hasta luego, entonces.
Ninguno de los dos se movió; sólo lo hicieron sus ojos, para encontrarse. Maggie no quiso decir las palabras, pero éstas brotaron de la nada.
– Deja que busque mi abrigo y te acompañaré hasta la calle.
Eric cerró la puerta y esperó mientras ella desaparecía dentro de la habitación de servicio y regresaba con un par de zapatillas, sin medias y con una gruesa campera rosada. Se arrodilló, se desenrolló los pantalones, luego se irguió para subirse el cierre de la campera.
– ¿Lista?
Ella lo miró y sonrió.
– Aja.
Eric abrió la puerta, la dejó pasar primero a la penumbra de las cinco y media. La nieve que caía suavemente creaba una aureola alrededor de la luz de la galena trasera. El aire olía a fresco, a invierno recién llegado. Avanzaron lado a lado por las huellas de Deitz. -Ten cuidado -le advirtió Eric-. Está muy resbaladizo. -En lugar de tomarla del codo, dejó que su brazo rozara el de ella, un contacto leve entre ropa de abrigo, y sin embargo, a través de dos mangas gruesas, sintieron tanto la presencia del otro como si hubieran estado piel contra piel. En algún sitio colina arriba, Deitz cerró la puerta del camión, puso el motor en marcha y se alejó. Ellos aminoraron el paso, al trepar los escalones que subían al camino.
La nieve caía en grandes copos livianos, verticalmente, en un aire tan silencioso que el contacto del cielo con la tierra podía oírse como el suave golpeteo de miles de escarabajos en una noche de verano. Al llegar al segundo escalón, Maggíe se detuvo.
– Shhh… escucha… -Echó la cabeza hacia atrás.
Eric levantó el rostro hacia el cielo lechoso y escuchó… y escuchó.
– ¿Oyes? -susurró Maggie -. Se oye el ruido de la nieve al caer.
Eric cerró los ojos y escuchó y sintió los copos sobre los párpados y las mejillas, derritiéndose.
Vete ya, Severson, y olvida que estuviste de pie bajo la nieve con Maggie Pearson. Nunca pensaba en ella como Maggie Stearn.
Abrió los ojos y sintió un repentino mareo al ver el movimiento perpetuo encima de él. Un copo le cayó sobre el labio superior. Lo lamió y se obligó a avanzar.
Maggie lo siguió, codo a codo.
– ¿Que vas a hacer el día de Acción de Gracias? -preguntó Eric, sintiendo de pronto con certeza que pensaría en ella ese día.
– Viene Katy. Lo pasaremos en casa de mis padres. ¿Y tú?
– Nos reuniremos todos en casa de Mike y Barb. Pero Ma hará el relleno. Tiene pánico de que Barb pueda poner algo de pan comprado y envenenarnos a todos.
Rieron y llegaron a la camioneta. Se detuvieron y se miraron, con nieve entre los pies.
– Será la primera vez que Katy vea la casa.
– Pues será un placer para ella.
– No estoy tan segura. Katy y yo tuvimos una pelea por la venta de la casa de Seattle. -Maggie se encogió de hombros y prosiguió, como fastidiada consigo misma: -La verdad es que desde entonces no ha sido muy cordial conmigo. Me da un poco de temor su llegada. Ella cree que es deber de la madre mantener ardiendo los fuegos del hogar, siempre y cuando sea el hogar donde se criaron los hijos. Fui a Chicago hace un par de semanas y la invité a cenar afuera, pero la atmósfera estuvo un poco fría. -Suspiró. -¡Ay, los hijos…!
– Mi madre siempre decía que todos los hijos pasan por una racha de egoísmo en algún momento entre la pubertad y el sentido común, en la que piensan que sus padres son unos idiotas que no se saben vestir ni saben hablar ni saben pensar. Recuerdo haber pasado por esa etapa.
Maggie agrandó los ojos con aire inocente.
– ¿Yo también la habré pasado?
Él rió.
– No lo sé. ¿Tú qué crees?
– Supongo que sí. No podía esperar a alejarme de mi madre.
– Bueno… ahí tienes.
– ¡Eric Severson, no me compadeces en absoluto! -lo retó con fingida irritación.
Él volvió a reír y luego se puso serio.
– Disfruta de lo que tienes, Maggie -comentó, con voz grave-. Tienes una hija que viene a casa para Acción de Gracias. Daría cualquier cosa por tenerla yo también.
Su confesión provocó un sacudón de sorpresa en Maggie, seguido de la sensación inquietante de haber sido depositaría de una confidencia que no sabía si quería recibir. Algo cambiaba, al saber que había una rajadura en su matrimonio.
– Sabes, Eric, no puedes hacer un comentario así sin dejar una pregunta obvia en la cabeza de la otra persona. No te la voy a hacer, sin embargo, porque no son asuntos que me incumban.
– ¿Te importa si te la respondo directamente? -Al ver que ella no respondía, dijo: -Nancy nunca quiso tener hijos. -Se quedó mirando la distancia luego de hablar.
Después de unos instantes de silencio, Maggie susurró:
– Lo lamento.
Él se movió, inquieto, revolviendo la nieve con el pie.
– Ahh… bueno… No tendría que haber dicho nada. Es mi problema y lamento haberte puesto incómoda sacándolo a la luz.
– No… no… no lo hiciste.
– Sí, fue así y te pido disculpas.
Ella levantó la mirada y contuvo el impulso de tocarle la manga y decirle: Yo soy la que lo siente, recuerdo cuánto deseabas tener hijos. Hacerlo hubiera sido imperdonable, porque a pesar de las diferencias entre Eric y su mujer, el hecho era que él estaba casado. Por unos momentos, sólo habló la nieve, golpeando la tierra alrededor de ellos. Maggie recordó haberlo besado mucho tiempo atrás, en una noche como ésa, en su vehículo para nieve, en la hondonada bajo el risco, saboreando su piel, la nieve y el invierno en su boca. Él había detenido el motor y estaban sentados en el repentino silencio, con los rostros levantados hacia el cielo oscuro de la noche. Luego él se volvió, pasó la pierna por encima del asiento y dijo en voz baja:
Maggie…
– Me voy -dijo Eric en ese momento, abriendo la puerta de la camioneta.
– Me alegra que hayas venido.
Él miró hacia la casa.
– Me gustaría verla algún día con los muebles.
– Por supuesto -respondió ella.
Pero ambos sabían que lo prudente era que jamás volviera a pasar por allí.
– Que tengas un lindo día de Acción de Gracias -le deseó él, al tiempo que subía a la camioneta.
– Igualmente. Dale saludos a tu familia.
– Gracias. -Pero comprendió que no podría pasar el mensaje, porque ¿qué motivo podría dar para haber estado en casa de Maggie?
La puerta de la camioneta se cerró de un golpe y Maggie dio un paso atrás. El arranque tosió… tosió… y tosió. Adentro de la cabina oyó un golpe sordo; Eric le estaba dando aliento, probablemente golpeando el puño contra el tablero. Más toses y luego el ruido de la ventanilla al bajar.
– ¡Esta vieja puta del demonio! -dijo Eric afectuosamente.
Mientras Maggie reía, el motor arrancó y rugió. Eric lo aceleró, encendió los limpiaparabrisas y gritó por encima del ruido:
– ¡Adiós, Maggie!
– Adiós. ¡Maneja con cuidado!
Un instante más tarde las huellas de los neumáticos se perdieron en la oscuridad. Maggie se quedó largo rato contemplándolas, sintiéndose turbada e inquieta.
El día de Acción de Gracias, veinte personas se reunieron al rededor de la mesa de los Severson; once de ellas eran nietos de Anna. Mike y Barb estaban presentes con sus cinco hijos. Ruth, la beba de la familia, había venido desde Duluth con su marido Dan y los tres niños. Larry, el penúltimo, y su mujer, Fran, arribaron desde Milwaukee con tres más, uno de los cuales todavía era tan pequeño que necesitaba una silla alta.
Una vez que se afiló el cuchillo de trinchar y el pavo asado estuvo delante de Mike, en la cabecera de la mesa, él hizo callar a todos y dijo:
– Tomémonos de la mano, ahora. -Cuando la ronda de manos estuvo firmemente cerrada, comenzó la plegaria. -Señor Nuestro, te agradecemos por otro año de buena salud y prosperidad. Te agradecemos por esta comida y por permitimos estar todos de nuevo alrededor de la mesa para disfrutarla. Te agradecemos especialmente por tener a Ma, que una vez más, se ha encargado de que ninguno sufra por comer pan comprado. Y por tener a las familias de Ruth y Larry aquí este año, aunque te pedimos que recuerdes a la pequeña Trish cuando ha comido suficiente tarta de zapallo con crema, considerando lo que sucedió el año pasado después de su tercera porción. Y por supuesto, te agradecemos por toda esta banda de niños que después de cenar van a ayudar a sus madres, lavando los platos. Y una cosa más, Señor, de parte de Barb y mía. Lamentamos haber tardado tanto para agradecerle como es debido, pero por fin vimos la luz y comprendimos que quieres lo mejor para nosotros al darnos otro hijo más que cuidar. El año que viene, cuando nos tomemos las manos alrededor de esta mesa otra vez y seamos veintiuno, permítenos estar sanos y felices como hoy. Amén.
Los más pequeños repitieron:
– Amén.
Nancy echó una mirada a Eric.
Los demás miraron a Mike y Barbara.
Nicholas por fin recuperó el habla.
– ¿Otro más?
– Sí -respondió Mike, tomando el cuchillo de trinchar-. Para mayo. Justo a tiempo para tu graduación.
Mientras Mike trinchaba el pavo, todos los ojos se fijaron en Anna. Ella ayudó a su nieto más cercano a aplastar con el tenedor una batata almibarada y comentó:
– Me parece reconfortante haber completado la docena de nietos. Me gustan los números pares. Barbara, ¿vas a comenzar a pasar las papas y la salsa o nos vamos a quedar todos mirando la comida hasta que se enfríe?
La tensión de todos se aflojó en forma visible.
Ese día dejó a Eric callado y melancólico. Estar otra vez con sus hermanos le trajo recuerdos alegres y coloridos de su infancia en una familia de seis: el ruido, las risas, el alboroto. Toda su vida había dado por sentado que recrearía la misma escena con sus hijos. El hecho de aceptar que eso nunca sucedería era un trago amargo que costaba deglutir. Y le quitaba parte de la alegría a la festividad de ese año.
Rodeado de ruido y festejos, Eric cayó en períodos de frecuente silencio. A veces se quedaba mirando la pantalla de televisión sin registrar las imágenes de los partidos de fútbol. Los otros gritaban y festejaban los tantos, sacudiéndolo de su ensimismamiento y acusándolo de dormitar. Pero no dormitaba, sino que cavilaba. En ocaciones miraba por la ventana la nieve y recordaba a Maggie volviéndose para decir por encima del hombro: "El Día de Acción de Gracias tiene que haber nieve, ¿no te parece?" La imaginó en casa de sus padres cenando y se preguntó si habría hecho las paces con su hija. Recordó la hora pasada en la casa de ella y tomó conciencia de que había sentido más feliz allí ese día que ahora, rodeado de personas a las que quería.
Descubrió a Nancy observándolo desde el otro extremo de la habitación y se recordó el verdadero significado de esa mirada. Siguió el ejemplo de Mike y fijó firmemente los pensamientos en las cosas por las que debía sentirse agradecido: la familia que lo rodeaba, la buena salud de todos, su alegría de vivir, el barco, la casa, una mujer hermosa y trabajadora.
Al llegar a su casa esa noche a las ocho, hizo el propósito de dejar de pensar en Maggie Stearn y de mantenerse alejado de su casa. Mientras Nancy abría la puerta del guardarropa, él se acercó desde atrás y la encerró entre sus brazos, ocultando la cara contra la nuca de ella. El cuello del abrigo de Nancy olía como un jardín florido. La piel de su cuello era suave y tibia. Nancy ladeó la cabeza y cubrió los brazos de Eric con los suyos.
– Te amo -murmuró el, dándole verdadero sentido a sus palabras.
– Y yo a ti.
– Y te pido perdón.
– ¿Por qué?
– Por negarme la última vez que quisiste hacer el amor. Por dejarte afuera estas últimas dos semanas. No debí hacerlo.
– Ay, Eric. -Ella se volvió y se apretó contra él, entrelazando los brazos alrededor de su cuello. -Por favor, no dejes que este asunto del bebé se interponga entre nosotros.
Eso ya sucedió.
Eric la besó y trató de alejar el pensamiento de su cabeza. Pero permaneció allí, y el beso -para Eric- se tornó agrio. Hundió el rostro contra ella, sintiéndose despojado y muy asustado.
– Siento tanta envidia de Mike y Barb.
– Lo sé -dijo Nancy-. Lo vi en tu rostro. -Lo abrazó y le acarició la nuca. -Por favor, no te pongas así. Tengo cuatro días para estar en casa. Hagamos que sean días felices.
Eric se prometió que lo intentaría. Pero reconoció que llevaba algo muy adentro de él, algo nuevo, inquietante y destructivo. Ese algo era la primera semilla de amargura.
Katy Stearn partió de Chicago luego de su clase de la una la víspera de Acción de Gracias. Iba sola, tomándose tiempo para juntar rencor contra su madre y compasión hacia sí misma.
Tendría que estar volando a Seattle con Smitty. Tendría que ir a encontrarme con todos los del grupo en El Faro y ver quién está engordando a fuerza de comer mal en las cafeterías de la universidad, quién se ha enamorado de quién y quién sigue siendo un posma. Tendría que estar pavoneándome con mi buzo de Northwestern y mi nuevo corte de cabello y viendo en qué anda Lenny, averiguar si ya está saliendo con alguien en la Universidad de California o si lo dejé prendado de mí para siempre. Debería estar conduciendo por calles conocidas, esperando la visita de amigos y durmiendo en mi vieja habitación.
Acababa de cumplir dieciocho años, era una muchacha común y no se consideraba egoísta, sino traicionada por la decisión repentina de su madre de mudarse a Door County.
Con toda deliberación había evitado preguntar dónde quedaba la casa nueva de su madre y fue directamente a lo de sus abuelos. Llegó poco antes de las siete.
Vera abrió la puerta.
– ¡Katy, hola!
– Hola, abuela.
Vera aceptó el abrazo mientras echaba una mirada al pórtico vacío.
– ¿Dónde está tu madre?
– Todavía no fui a su casa. Decidí pasar primero por aquí.
Vera se apartó y exclamó:
– ¡Por Dios, hija!, ¿dónde están tus botas de goma? ¿Vas a decirme que te viniste desde Chicago sin botas de goma en el auto? ¡Te pescarías una pulmonía si se te descompusiera el coche y tuvieras que caminar!
– Tengo un coche nuevo, abuela.
– Eso no es excusa. Los coches nuevos también se descomponen. ¡Roy, mira quién está aquí, y sin botas de goma!
– Hola, abuelo.
– ¡Mi pequeña Katy! -Él salió de la cocina y le dio un abrazo de oso. -No puedo creer que ya estés tan grande como para venirte manejando sola desde Chicago. ¿Qué tal la universidad?
Conversaron mientras se dirigían a la cocina. Vera le preguntó había cenado y cuando Katy respondió que no, abrió la heladera y dijo:
– Bueno, tengo un resto de sopa para calentarte. Roy, quita tus cosas de aquí. Las has desparramado por toda la mesa. -Se puso a calentar la sopa mientras Katy y Roy se sentaban a la mesa y él le hacía preguntas sobre Chicago y los estudios.
Cuando Katy hacía sus planes para ir a la universidad, ésa era la escena que había imaginado con su madre cuando regresara a casa. Si hubiera ido primero a lo de Maggie, estaría sucediendo allí. Pero esa casa desconocida en ese pueblito desconocido!¿Cómo podía su madre haberle hecho una cosa así? ¿Cómo? Su madre la acusaba a ella, Katy, de ser egoísta, cuando Katy veía la acción de Maggie como un arrebato de egoísmo.
Vera se acercó con la sopa, gállelas, queso y carne fría y se unió a ellos mientras Katy comía. Luego comenzó a limpiar la mesa y Roy puso su trabajo de nuevo en el centro.
– ¿Qué estás haciendo, abuelo?
– Una aldea victoriana. Todos los años hago un par de edificios. El primer año hice la iglesia, y desde entonces he hecho nueve cosas.
– ¿Y este año, qué haces?
– Una casa. Una replica de la de tu madre, en realidad. -Al verlo unir dos trozos delicados de madera, Katy sintió una mezcla de deseos que no comprendía. Deseos de estar con su madre; de verse libre de ella. De ver la casa; de no verla nunca. De que le encantara; de despreciarla. -Se ha comprado una casa hermosa, sabes.
Vera habló desde la pileta.
– Le dije que era una locura comprar algo tan grande. ¡Y tan viejo, por Dios!, pero no quiso escucharme. Qué puede querer una mujer sola con una casa de ese tamaño es algo que no…
Vera siguió y siguió. Katy contempló la réplica y trató de descifrar sus complejas emociones. Roy desparramó cola sobre un marco de ventana en miniatura y lo aplicó a la casa. ¿Cómo quedaría la casa terminada? ¿La planta superior, el techo?
– …no tiene ni un mueble en la casa, así que no sé dónde vas a dormir si vas allí -terminó Vera, por fin.
El olor de la cola llenaba la habitación. En la pileta, Vera lustraba las canillas. Sin levantar la mirada de su trabajo, Roy dijo a su nieta:
– No me sorprendería que tu madre estuviera esperándote en este mismo momento para mostrártela.
Katy sintió la picazón de lágrimas en los ojos. Las lágrimas nublaron las manos de Roy mientras lo miraba encolar otra pieza y ponerla en su sitio. Katy pensó en Seattle y en la casa que conocía tan bien. Pensó en una casa en el otro extremo del pueblo donde no moraba ni un solo recuerdo. Tenía que ir a ese sitio que le inspiraba rencor, a ver a esa madre con la que se había peleado, a la que extrañaba tanto que se le oprimía el pecho.
Esperó hasta que Vera subió al baño.
En la cocina silenciosa, Roy continuaba armando su maqueta.
– ¿Abuelo? -preguntó Katy en voz baja.
– ¿Hmm? -respondió él, dando la impresión de que su única preocupación era completar otra casa de su aldea victoriana.
– Necesito que me indiques cómo llegar allí.
El levantó la vista, sonrió como un cansado Papá Noel y extendió el brazo para apretar la mano de Katy.
– Bien hecho -dijo.
El camino era curvo y empinado. Ella lo recordaba vagamente de años anteriores cuando en forma ocasional iban a pasar unas vacaciones de verano y subían a la colina para ver las casas veraniegas de "los ricos". El risco, a la izquierda y los árboles, a la derecha, encerraban el camino. No había iluminación, sólo la luz aislada de una galería trasera, y en algunos sitios, hasta éstas se veían oscurecidas por espesos cercos de siemprevivas. Los faros del automóvil iluminaban paredes de piedra cubiertas de nieve y los empinados techos a la inglesa de los garajes, que parecían tener más personalidad que muchas casas modernas.
Divisó con facilidad el automóvil de su madre y estacionó frente a él, junto a una alta pared de siemprevivas. Puso el motor en punto muerto y contempló el coche de su madre cubierto de nieve, el garaje desconocido, la chata superficie blanca de la cancha de tenis y la destartalada glorieta de la que su madre tanto le había hablado en las cartas. Se sentía extrañamente distante, enfrentándose por primera vez con estas cosas que ya significaban algo para su madre. Nuevamente la invadió la tristeza del abandono, pues ella, Katy, no formaba parte de nada de lo que estaba alrededor de ella.
Un vistazo a la derecha reveló el espeso cerco que le impedía ver la casa. De mala gana, Katy apagó los faros y el motor y descendió del automóvil.
Se quedó unos instantes en la cima del sendero entre los arbustos fragantes, mirando la parte trasera de una casa donde la luz de una pequeña galería brillaba en señal de bienvenida. Había una puerta con banderola, y junto a la puerta, otra ventana, larga y estrecha, arrojando una flecha de luz dorada sobre la nieve. Levantó la vista hacia el gran tejado, pero sólo pudo ver la enorme sombra, sin detalle alguno en la oscuridad.
Por fin comenzó a bajar los escalones.
En la galería se detuvo, las manos hundidas en los bolsillos, contemplando el encaje de la ventana y las imágenes borrosas del otro lado. Sentía como si sus propias necesidades, igual que la imagen vista a través del grueso encaje, se hubieran oscurecido. No necesitaba a su madre y, sin embargo, su ausencia le dolía. No necesitaba venir aquí para pasar la fiesta y sin embargo, ir a Seattle sin familia era impensable. Echó una mirada al maíz y a la placa de bronce, dispuesta a repudiar la casa, pero captó en cambio su encanto y calidez.
Golpeó a la puerta y esperó. El corazón se le aceleró de expectativa y temor cuando vio, a través de la cortina, una figura moviéndose en la habitación. La puerta se abrió y allí estaba Maggie, sonriente, vestida con un moderno overol y una camisa rosada diseñada como ropa interior.
– ¡Katy, llegaste!
– Hola, mamá -respondió Katy con displicencia.
– Bueno, pasa. -Al abrazar a Katy, que más o menos se lo permitió, Maggie pensó: ¡Ay, Katy, no seas como mi madre! Por favor, no te pongas como ella. Cuando la soltó, Katy se quedó con las manos en los bolsillos, detrás de una barrera palpable como un muro de acero, dejando a Maggie la tarea de buscar trivialidades que alcanzaran para las dos.
– ¿Cómo estuvo el viaje?
– Bien.
– Pensé que llegarías más temprano.
– Me detuve en casa de los abuelos. Cené con ellos.
– Ah. -Maggie disimuló su desilusión. Había preparado espaguetis con albóndigas, pan de queso y tarta de manzana, todos platos favoritos de Katy. -Bueno, seguro que les diste una gran alegría. Han estado deseando que vinieras.
Katy se quitó la bufanda y comentó:
– Así que ésta es la casa. -Una habitación cálida y llena de hospitalidad, pero tan diferente de la casa en la que se había criado. ¿Dónde estaba la mesa de cocina de siempre? ¿De dónde había salido esa otra mesa? ¿Desde cuándo su madre se vestía como una veinteañera? Tantos cambios. Daban a Katy la impresión de que había estado lejos años en lugar de semanas, que su madre había sido completamente feliz sin ella.
– Sí, ésta es la casa. Ésta fue la primera habitación que renové. Ésa es una vieja mesa del abuelo, los armarios son nuevos, pero el piso es original. ¿Te gustaría ver el resto de la casa?
– Y bueno…
– Bien, vamos; quítate la campera y te mostraré todo.
Mientras recorrían las habitaciones vacías, Katy preguntó:
– ¿Dónde están todos nuestros muebles?
– Guardados en el garaje. Cuando llegaron, no tenía todavía los pisos listos.
Para Katy se hizo evidente, mientras seguía a su madre por la casa, que ella no tenía intención de desenterrar las reliquias del pasado, que amoblaría su nuevo hogar con otras cosas. Volvió a sentir rencor, aunque se vio obligada a admitir que los muebles tradicionales quedarían fuera de lugar en esta casa con cielos rasos altísimos y habitaciones enormes. La estructura exigía piezas grandes, con personalidad y una larga historia.
Llegaron a la Habitación del Mirador y allí, por fin, estaba la familiaridad que tanto había ansiado Katy: su propia cama y su cómoda, diminutas en la habitación inmensa. La cama estaba cubierta con la colcha de margaritas azules de siempre, que parecía gastada y fuera de lugar. Maggie había desenterrado varios muñecos rellenos para poner junto a la cama. Sobre la cómoda había un alhajero que Katy había recibido como regalo de Navidad a los nueve años y una canastita con recuerdos de años recientes: cuentas y frascos de perfume y los pompones de sus patines.
Katy miró alrededor y sintió un nudo en la garganta. ¡Qué infantil parecía todo de pronto!
A sus espaldas, Maggie habló con suavidad.
– No sabía qué te gustaría que pusiera.
Las margaritas azules se tornaron borrosas y el abrumador peso del cambio cayó sobre Katy. Sintió que se le cerraba la garganta.
Quería tener doce años otra vez, estar con su papá y no tener que acostumbrarse a los cambios. Al mismo tiempo, le gustaba estar en la universidad, dar sus primeros pasos en el mundo y verse libre de presiones paternas. En forma abrupta, giró en redondo y se arrojó en brazos de Maggie.
– ¡Ay, mamá… es tan difícil cr… crecer!
El corazón de Maggie se hinchó de amor y comprensión.
– Lo sé, mi tesoro, lo sé. Para mí también.
– Perdóname.
– Tú también a mí.
– Pero es que extraño tanto nuestra casa y Seattle…
– Te comprendo. -Maggie le masajeó la espalda. -Pero eso, y lodos los recuerdos asociados con eso, son parte del pasado. Tuve que dejarlos y hacer lugar para algo nuevo en mi vida, de otro modo me hubiera marchitado ¿me entiendes?
– Sí, te entiendo.
– Marcharme de allí no significa que haya olvidado a tu padre, ni lo que fue para nosotras dos. Lo amaba, Katy, y tuvimos la mejor vida que pude imaginar, la clase de vida que desearía que tuvieras con tu marido algún día. Pero descubrí que, cuando él murió, yo también me quedé como muerta. Me encerré en mí misma y lo lloré y dejé de preocuparme por cosas que es malsano descuidar. Desde que estoy aquí me he sentido tan… ¡tan viva otra vez! Tengo objetivos ¿comprendes? Tengo la casa en que trabajar, la primavera que esperar y ni negocio que encaminar.
Katy lo vio todo, esa faceta nueva de su madre, una mujer de tremenda fortaleza, que podía dejar a un lado los corsés de la viudez y florecer otra vez, sumergida en intereses nuevos. Una mujer de gustos eclécticos, que podía guardar un cargamento de muebles tradicionales y, con gran entusiasmo, lanzarse a la búsqueda de antigüedades. Una empresaria que recibía los desafíos con sorprendente confianza. Una madre que se enfrentaba con una catarsis tan importante como la que la propia Katy sentía. Aceptar esa faceta nueva de Maggie significaba despedirse de la anterior, pero Katy comprendió era necesario hacerlo.
Se apartó, todavía llorosa.
– Me encanta la casa, mamá. No quería que me gustara, pero no puedo impedirlo.
Maggie sonrió.
– ¿No querías que te gustara?
Secándose los ojos, Katy se quejó:
– Bueno, caramba, ¡odio las antigüedades! ¡Siempre las detesté! Y tú empiezas a escribirme sobre roperos antiguos y camas de bronce, comienza a picarme la curiosidad y ahora aquí estoy, ¡imaginándolo todo y sintiendo entusiasmo!
Riendo, Maggie volvió a abrazarla y las dos se mecieron.
– Eso se llama crecer, mi querida, aprender a aceptar cosas nuevas.
Katy se apartó.
– ¿Y cómo se llama esto? -tiró de la manga de la camisa de Maggie. -¿Mi madre de cuarenta años vestida como una joven a la última moda? ¿Esto también se llama crecer?
Maggie hundió las manos en los bolsillos del overol, enrollado en las pantorrillas y se miró la ropa.
– ¿Te gusta?
– No. Sí. -Katy levantó los brazos. -¡Caray, no lo sé! Ya no te pareces a mi mamá. Pareces una de las chicas de la universidad. ¡Me asusta!
– Sólo porque sea madre no significa que tenga que vestirme como una vieja, ¿no crees? Y, ya que estamos, te aclaro que me gusta tener cuarenta años.
– Ay, mamá… -Katy sonrió y, tomando a Maggie del brazo, la hizo girar hacia la escalera. -Me alegro por ti, de veras. Dudo de que pueda llegar a sentir que esto es mi hogar, pero si te sientes feliz, pienso que debo alegrarme por ti.
Más tarde, cuando estaban instalando a Katy en la Habitación del Mirador, ella comentó:
– La abuela no está muy contenta con que hayas comprado esta casa ¿no?
– ¿Con qué estuvo contenta la abuela alguna vez?
– Con nada que pueda recordar. ¿Cómo saliste tan distinta de ella?
– Haciendo un gran esfuerzo -respondió Maggie-. A veces me da lástima, pero otras veces me pone frenética. Desde que me mudé de allí a esta casa, sólo he ido una vez por semana, y es la única forma de poder llevarnos bien.
– El abuelo es dulce.
– Sí, y lamento no verlo más seguido. Pero viene aquí con frecuencia. A él también le encanta la casa.
– ¿Y a la abuela?
– Todavía no la vio.
– ¿No la invitaste?
– Sí, la invité, pero siempre encuentra una excusa para no venir. Te dije que me ponía frenética ¿no?
– ¿Pero por qué? No entiendo.
– Yo tampoco. Nunca nos llevamos bien. He estado tratando de entenderlo últimamente y es como si no quisiera que los demás fueran felices… no lo sé. Sea lo que fuere que alguien menciona, si lo hace feliz, ella tiene que despreciarlo o retarlo por algo que no tiene nada que ver.
– Me retó no bien entré en la casa porque no tenía puestas las botas.
– Eso es lo que quiero decir. ¿Por qué lo hace? ¿Siente celos? Suena ridículo, pero a veces se comporta como si los tuviera, aunque no sé de qué. En mi caso, quizá sea de mi relación con papá: siempre nos llevamos estupendamente bien. Quizá por el hecho de que puedo ser feliz, a pesar de la muerte de tu padre. Ciertamente, hay algo que le molesta en la compra de esta casa.
– ¿Entonces vamos pasar la cena de Acción de Gracias en su casa?
– Sí.
– ¿Te sientes desilusionada?
Maggie sonrió con optimismo.
– El año que viene cenaremos aquí. ¿Qué te parece?
– Trato hecho. Sin rencores de mi parte.
Maggie apartó a Vera de sus pensamientos.
– Y cuando llegue el verano, si quieres, puedes venir a trabajar aquí limpiando las habitaciones. Tendrías la playa aquí cerca y conozco gente joven que te puedo presentar. ¿Te gustaría la idea?
Katy sonrió.
– Puede ser.
– Bien. ¿Qué te parece si comemos un poco de tarta de manzana?
Katy sonrió de nuevo.
– Me pareció sentir el aroma cuando entré.
Maggie pasó un brazo alrededor de la cintura de su hija. Habían sido tres meses de antagonismo entre ambas. Quitarse ese peso de los hombros era todo lo que Maggie necesitaba para que su fiesta de Acción de Gracias fuera feliz. Juntas, se dirigieron a la cocina.