Eric tuvo que ejercer todo su autocontrol para no lanzarse sobre Nancy con las sospechas de su madre en cuanto entró en la casa. Sus emociones estaban en carne viva y se sentía muy confundido. De todos modos, ella estaba dormida. Eric se tendió a su lado, preguntándose si Ma tendría razón, rememorando fechas. Ella le había dicho que estaba embarazada de cuatro meses a mediados de julio y él le había comentado que no se le notaba. ¿Qué había dicho Nancy? Algo acerca de que la mirase desnuda. El lo hizo, tiempo después, y se maravilló ante su continua delgadez, pero Nancy le explicó que hacía ejercicios diarios, se cuidaba mucho con la comida y, además, que el médico le había dicho que el bebé era pequeño. A fines de agosto, cuando anunció que lo había perdido, habría estado en el quinto mes. Trató de recordar qué aspecto tenía Barb en el quinto mes de embarazo, pero Barb era más corpulenta y además, ¿qué hombre salvo un padre evalúa el tamaño de una mujer en términos de meses de gestación? ¿Y Maggie? Había estado de casi cinco meses cuando lo dejó plantado bajo la lluvia y al igual que Nancy, no había estado usando ropa de futura mamá. Quizá Ma estuviera equivocada, después de todo.
Por la mañana, fue al escritorio de Nancy con la excusa de archivar los recibos de las cuentas pagadas tres días antes. Estaba de pie delante del cajón abierto de un alto fichero metálico cuando ella pasó por el corredor.
– Eh, Nancy -dijo, obligándose a hablar como al descuido-, ¿no debería habernos llegado una cuenta de ese hospital de Omaha?
Ella reapareció en la puerta, elegante y esbelta con unos pantalones grises y un pulóver grueso.
– Ya la pagué -respondió y se dispuso a marcharse.
– ¡Un momento!
Regresó con aire impaciente.
– ¿Qué pasa? Tengo que estar en la peluquería a las diez.
– ¿La pagaste? ¿Quieres decir que no te la cubrió el seguro? -Nancy tenía una excelente cobertura médica a cargo de Orlane.
– Sí, claro que sí. Es decir, me lo reintegrarán cuando envíe los papeles.
– ¿Todavía no lo hiciste? -Nancy era la persona mas eficiente que conocía en lo que a papeles se refería. Atrasarse tres meses con un trámite era totalmente insólito en ella.
– Eh, ¿qué es esto, una Inquisición? -replicó, fastidiada.
– Quería saber, nada más. ¿Qué hiciste, pagaste el hospital con un cheque?
– Creí que teníamos un acuerdo: tú te ocupas de tus cuentas, yo de las mías -respondió Nancy y se marchó, apurada.
Una vez que ella partió, Eric se puso a revisar los archivos con más atención. Debido a los viajes de ella, era más cómodo para ambos tener cuentas individuales, pero como Nancy siempre tenía mucho papelerío que hacer, Eric se encargaba de pagar las cuentas de la casa. La cobertura médica era una de esas zonas grises que cruzaban los límites, puesto que él también estaba incluido en la póliza de ella. Por lo tanto, los papeles de ambos estaban archivados juntos.
Eric revisó la carpeta, pero sólo encontró boletas de dentistas de ambos durante los últimos años, una boleta de dos años de un estudio de la garganta que se había hecho él, y los papanicolaus anuales de Nancy. Revisó cada una de las carpetas del fichero de cuatro cajones, luego se sentó ante el escritorio de su mujer. Era un sólido mueble de roble de unos ochenta años de antigüedad. Nancy lo había comprado en una subasta de un Banco años antes y él jamás buscaba algo allí, salvo una lapicera o un gancho ocasional. Al abrir el primer cajón, se sintió como un ladrón. Encontró las chequeras usadas de Nancy sin ninguna dificultad, archivadas y etiquetadas prolijamente. La más reciente cubría el mes de octubre. Retrocedió hasta agosto y buscó el resumen, lo abrió sobre el escritorio y lo revisó. Nada para el Hospital St. Joseph ni para médicos ni clínicas desconocidas. Lo volvió a leer, para cerciorarse. Nada.
Revisó el de septiembre. Nada. El de octubre. Ningún hospital.
Se quitó los lentes y los dejó caer sobre el secante; abrió los codos sobre el escritorio y se cubrió la boca con ambas manos.
¿Podía haber sido tan ingenuo? ¿Le había mentido Nancy como Ma sugería, para alejarlo de Maggie? Con creciente inquietud, siguió revisando.
Recibos de Orlane. Boletas de ropa de tiendas que él jamás había visto. Una carpeta de correspondencia de negocios con Nueva York y copias carbónicas de las respuestas de Nancy. Boletas de tarjetas de crédito de gastos de nafta. Registros de mantenimiento del coche. Y adentro de una carpeta marcada Perfiles de Ventas, un sobre plástico con el logotipo estampado de una empresa inmobiliaria de la que él nunca había oído hablar: Bienes Raíces Schwann.
Abrió el cierre y reconoció la cuenta impresa por computadora de un hospital antes de siquiera sacarla del sobre. Al extraer las hojas dobladas, echó una mirada a los códigos: Oxímetro de Pulso, Vías Aéreas Orales Descart. Sus sospechas se aplacaron de inmediato. Desdobló las cuatro hojas abrochadas, vio el membrete de un hospital en el extremo superior y respiró con alivio.
Un momento.
El hospital no era el St. Joseph de Omaha, sino el Hennepin County Medical Center de Minneápolis. Las fechas de entrada y dada de alta no eran del mes de agosto de 1989 sino de mayo de 1986.
¿Tres años atrás?
¿Qué diablos…?
Frunció el entrecejo al leer los códigos y descripciones, pero la mayoría carecía de significado para él.
Halcion Tabletas 0.5 MG
Oxyto3 In loU iC3
Ceftriaxone Inyect. 2 GM
Drogas, supuso, y siguió leyendo, ceñudo.
Chux Pkg de 5
Cultivo
Sala de Partos Normal
D & C Posparto.
¿D & C? No sabía de qué palabras eran las iniciales, pero sí conocía su significado. ¿Nancy se había hecho un D & C en mayo de 1986?
El miedo le cerró la garganta mientras leía el resto de la lista. Cuando llegó al final, le temblaban las entrañas. Se quedó mirando el marco de aluminio de un cuadro en la pared de enfrente mientras los temblores le estremecían las piernas y los brazos. Tenía los labios apretados. Le dolía la garganta. La sensación se expandió hasta que Eric creyó que se ahogaría. Luego de un minuto entero de creciente angustia, se levantó de un salto, catapultando la silla hacia atrás, y salió del cuarto con el papel en la mano. Fue a la camioneta. La puso en marcha con furia. Retrocedió por el jardín haciendo rugir el motor. Se lanzó colina abajo y dobló en la esquina, a treinta kilómetros por hora en primera. La caja de cambios chillaba. Puso la segunda un instante antes de que el motor estallara, luego enfiló como una flecha por la carretera, como un bombardero de la Segunda Guerra Mundial en la pista de despegue.
Quince minutos más tarde, cuando entró como una tromba en el consultorio del Doctor Neil Lange, en Ephraim, no estaba de humor para que lo atajaran.
– uiero ver al doctor Lange -anunció en la ventanilla de recepción. Sus dedos tamborileaban sobre la repisa como pájaros carpinteros.
Patricia Carpenter levantó la mirada y sonrió. Era regordeta y bonita y solía ayudarlo con las tareas de álgebra cuando estaban en primer año de la secundaria.
– Hola, Eric. ¿No tienes turno, verdad?
– No, pero no me llevará más de sesenta segundos.
Ella echó un vistazo a la agenda.
– Hoy tiene todos los turnos ocupados. Me temo que lo mejor que puedo hacer es anotarte para las cuatro de esta tarde.
Eric perdió los estribos y gritó:
– ¡No me vengas con pavadas, Pat! ¡Dije que no me llevará más de sesenta segundos y sólo le queda un paciente antes de que salga a almorzar, así que no me digas que no puedo verlo! Si quieres cóbrame la visita, pero ¡tengo que verlo!
Patricia se sonrojó, boquiabierta. Miró hacia la sala de espera, donde una anciana había levantado la mirada de una revista al oír el arrebato de Eric.
– Veré qué puedo hacer. -Patricia empujó hacia atrás su silla con ruedas.
Cuando ella se fue, Eric caminó de un lado a otro, sintiéndose el peor de los matones; recordaba que Pat había tenido debilidad por él. Golpeándose el muslo con los papeles enrollados, saludó con la cabeza a la anciana de pelo blanco que lo miraba como si hubiera reconocido su cara de uno de los afiches de BUSCADO.
En menos de un minuto, Patricia regresó, siguiendo a un gigante que avanzaba con pasos larguísimos, vestido con guardapolvo blanco. Éste señaló la cabina de recepción y ordenó:
– ¡Entra allí, Severson! -Abrió la puerta con violencia, el rostro contraído por la furia e hizo un ademán hacia el final del corredor. -Por allí.
Eric entró en el consultorio de Neil Lange y lo oyó cerrar la puerta detrás de él.
– ¿Qué crees que haces, entrando aquí como un demente y gritándole a Pat? ¡No me faltan ganas de echarte a patadas!
Eric se volvió y encontró a Neil con las manos sobre las caderas, los labios fruncidos, los ojos oscuros furiosos detrás de los lentes cuadrados. Era el doctor Lange de segunda generación, le llevaba sólo tres años a Eric, había traído al mundo todos los bebés de Mike y Barb, le había diagnosticado la hipertensión a Ma y en una época, había salido con Ruth, la hermana de Eric.
Eric respiró hondo y se serenó con esfuerzo.
– Discúlpame, Neil. Tienes razón. Pat, también. Le debo una disculpa y se la daré antes de irme, pero necesito que me expliques una cosa.
– ¿Qué es?
– Esto. -Eric desenrolló las hojas impresas y se las entregó. -Dime de qué es esta cuenta.
Neil Lange comenzó a leerla de arriba abajo, prestándole toda su atención. Cuando llegó a la mitad, levantó la vista hacia Eric, luego siguió leyendo.
Terminó, dejó que las hojas se enrollaran de vuelta y levantó los ojos.
– ¿Para qué quieres saberlo?
– Es de mi mujer.
– Sí, ya vi.
– Y es de algún hospital de Minnesota.
– Ya lo vi.
En silencio, los dos hombres se miraron.
– Sabes muy bien lo que te estoy preguntando, Neil, así que no me mires así. ¿D & C significa lo que yo creo que significa?
– Significa dilatación y curetaje.
– ¿Un aborto, no es así?
Lange vaciló un segundo antes de confirmar:
– Aparentemente, sí.
Eric dio un paso atrás y cayó contra el escritorio de Lange. Se sujetó con ambas manos y hundió el mentón contra el pecho. Lange dobló los papeles con la uña del pulgar y bajó los brazos al costado del cuerpo. Su voz se suavizó.
– ¿No lo supiste hasta ahora?
Eric sacudió la cabeza lentamente, contemplando las motas oscuras de la gruesa alfombra.
– Lo siento, Eric. -Lange le apoyó una mano amistosa en el hombro.
Eric levantó la cabeza.
– ¿Puede haber otro motivo por el que se lo haya tenido que hacer?
– Me temo que no. El laboratorio indica embarazo detectado en el análisis de sangre y tejido quirúrgico II: eso siempre significa aborto. Además, fue hecho en un hospital zonal y no en uno privado o religioso, donde por lo general, no se practican abortos.
Eric se tomó un minuto para absorber su angustia; luego respiró hondo y se incorporó.
– Bueno, ahora lo sé. -Extendió un brazo cansado hacia los papeles. -Gracias, Neil.
– Si quieres hablar, llama a Pat y pídele un turno, pero no vuelvas a abalanzarte aquí en esta forma.
Con la cabeza gacha, Eric levantó una mano en señal de saludo.
– Oye, Eric -siguió diciendo Lange-, éste es un pueblo pequeño y si lo que he estado oyendo es cierto, necesitas poner en orden tu vida. Con todo gusto conversaré contigo de lo que quieras, aun fuera del consultorio, donde no nos interrumpirán. Si lo prefieres, llámame a mí directamente, no a Pat, ¿sabes?
Eric levantó la cabeza, miró al médico con ojos desesperados, asintió y salió. En la recepción, se detuvo.
– Mira, Pat, te pido perdón por… -Agitó los papeles hacia el otro extremo de la ventana. -En ocaiones me comporto como mi animal.
– No te preocupes. Está bien…
– No, no está bien, ¿te gusta el salmón? ¿Ahumado, quizás? ¿En filetes?
– Me encanta.
– ¿Cómo lo prefieres?
– Eric, no es necesario que…
– ¿Cómo?
– De acuerdo. En filetes.
– Muy bien, los tendrás. Te dejaré un paquete mañana, en señal de disculpa.
Condujo despacio hacia su casa, sintiéndose frío como el día de noviembre. Los automóviles se amontonaban detrás de él, sin poder pasarlo en la carretera sinuosa, pero él siguió a la misma velocidad, sin percatarse de ellos. Los finales… qué tristes eran. Particularmente triste era terminar un matrimonio de dieciocho años con un golpe como ese. Su hijo… Dios, ella se había deshecho de su hijo como si no tuviera más importancia que uno de sus vestidos pasados de moda.
Contempló la carretera, preguntándose si habría sido varón o mujer, rubio o castaño, parecido a Ma o al viejo. Caray, ahora estaría andando en triciclo, pidiéndole que le leyera cuentos, navegando con su padre, aprendiendo cosas sobre las gaviotas.
Las líneas blancas de la ruta se le tornaron borrosas a causa de las lágrimas. Su hijo, el hijo de Nancy, que podría haber sido pescador o presidente, padre o quizás madre algún día. Nancy era su mujer, no obstante, él le importaba tan poco que la vida que él había creado en ella era absolutamente prescindible. Durante dieciocho años él había esperado, suplicado casi la mitad de ese tiempo. Y cuando por fin concibieron ese hijo, Nancy lo mató.
Ella todavía no había vuelto cuando Eric llegó, de modo que ordenó el escritorio, sintiendo que la furia crecía dentro de él con cada instante que pasaba, ahora que se le había disipado la tristeza. Empacó las maletas de Nancy, las deshizo y preparó las suyas propias (no iba a darle una sola oportunidad de poder acusarlo de nada), cargó la camioneta y se sentó en la cocina a esperar.
Nancy llegó poco después de la una de la tarde. Entró de costado, con los brazos cargados de paquetes, y el pelo teñido de negro.
– ¡No sabes lo que compré! -exclamó por encima del crujido de las bolsas, al tiempo que las apoyaba sobre la mesada-. Fui a la tiendita que está al lado de…
– Cierra la puerta -le ordenó Eric con voz helada. En cámara lenta, Nancy lo miró por encima del hombro.
– ¿Qué pasa?
– Cierra la puerta y siéntate.
Ella cerró la puerta y se acercó a la mesa con cautela, quitándose los guantes de cuero.
– Cielos, estás furioso por algo. ¿Traigo el látigo? -preguntó, tratando de suavizarlo.
– Hoy encontré algo. -Con ojos de hielo, arrojó la cuenta del hospital por encima de la mesa. -¿Quieres decirme qué es?
Nancy bajó la vista y sus manos quedaron inmóviles. La sorpresa quedó registrada en un leve fruncimiento del entrecejo, luego la disimuló bajo una expresión altanera.
– ¿Estuviste revisando mi escritorio? -Sonaba ofendida.
– ¡Sí, estuve revisando tu escritorio! -repitió Eric, elevando la voz y descubriendo los dientes con la última palabra.
– ¡No tienes ningún derecho! -Nancy arrojó los guantes sobre la mesa. -¡Es mi archivo personal y cuando salgo de la casa pretendo que…!
– ¡No me vengas con bravuconadas, mentirosa de mierda! -Eric se puso de pie de un salto. -¡ Y menos con la prueba de tu delito aquí delante de tus ojos! -Señaló la factura con un dedo.
– ¿Delito? -Nancy abrió una mano sobre su pecho y adoptó una expresión de ofendida. -¡Yo me voy a la peluquería, tú me revisas los archivos personales y resulta que yo soy la delincuente! -Acercó la nariz al rostro de Eric. -¡Yo soy la que debería estar furiosa, mi estimado marido!
– ¡Mataste a mi bebé, estimada mujer y me importa tres carajos lo que dice la ley, para mí es un delito!
– ¿Que maté a tu bebé? ¡No seas ridículo!
– Año 1986. D & C. Está todo allí en esa factura.
– Tienes fijación con los bebés, Eric, ¿lo sabes? Te estás volviendo paranoico.
– ¡Entonces explícamelo!
Ella se encogió de hombros y habló con descuido.
– La menstruación se me estaba volviendo irregular. Fue una operación de rutina para que se me reacomodara.
– ¿Hecha en secreto en un hospital de Minneápolis?
– No quise que te preocuparas, nada más. Entré y salí en el día.
– No me mientas, Nancy. No haces más que aumentar mi desprecio.
– ¡No estoy mintiendo!
– Le mostré los papeles a Neil Lange. Dijo que se trataba de un aborto.
Ella tensó el cuello como un ganso, apretó la boca y calló.
»¿Cómo pudiste?
– No tengo por qué quedarme aquí escuchando esto. -Le dio la espalda.
Eric la sujetó del brazo y la hizo girar.
– ¡Nancy, no vas a escaparte de ésta! -gritó-. ¡Quedaste embarazada y ni siquiera te molestaste en decírmelo! ¡Tomaste la decisión de apagar la vida de nuestro bebé, del bebé que te supliqué que tuviéramos durante años!. ¡Así… pffft! -Agitó una mano. -Te lo raspaste, como rasparías una… una basura. Lo mataste sin siquiera pensar en lo que yo sentía y ¿crees que no tienes que quedarte aquí a escuchar esto? -La tomó de las solapas de la chaqueta y la levantó en puntas de pie. -¿Qué clase de mujer eres, después de todo?
– ¡Suéltame!
Él la tironeó aún más.
– ¿Puedes imaginar lo que pensé cuando encontré esa factura, lo que sentí? ¿Te importa acaso lo que sentí?
– ¡Tú, tú! -gritó ella, empujándolo y cayendo hacia atrás-. Siempre tú. Lo que tú quieres cuando se trata de decidir dónde viviremos. ¡Lo que tú quieres cuando nos metemos por la noche en la cama! ¿Y qué pasa con lo que yo quiero?
Eric acercó su rostro al de ella. v
– ¿Sabes una cosa, Nancy? ¡Ya no me importa nada lo que tú quieres!
– ¡No comprendes! ¡Nunca lo hiciste!
– ¡Que no comprendo! -Eric se enrojeció de ira y contuvo el impulso de estrellar un puño contra el bello rostro de Nancy. -¿No comprendo que te hayas hecho un aborto sin decírmelo? Por Dios, mujer, ¿qué fui yo para ti todos estos años, nada más que una buena revolcada? ¿Lo único que importaba era que tuvieras tus orgasmos, no?
– Yo te amaba.
– Mentira. ¿Sabes a quién amas? A ti misma. Solamente a ti misma.
Con frialdad, ella replicó:
– ¿Y tú a quién amas, Eric?
Se enfrentaron en deliberado silencio.
»¿Los dos sabemos a quién amas, no es cierto?
– No amé a nadie más hasta que te tornaste imposible de querer y aun entonces, volví y traté de emparchar la relación contigo.
– Muchas gracias -dijo Nancy con sarcasmo.
– Pero mentiste entonces también. Estabas tan embarazada como yo, pero yo fui tan ingenuo que te creí.
– ¡Mentí para no perderte!
– ¡Mentiste para satisfacer tus retorcidas necesidades!
– ¡Pues te lo merecías! ¡Todo el pueblo sabía que eras el padre de su bebé!
Eric perdió las ganas de pelear y la culpa le serenó la voz.
– Lamento eso, Nancy. No fue mi intención herirte de ese modo y si crees que lo hice adrede, te equivocas.
– ¿Pero ahora vas a volver con ella, no?
Eric le miró la boca triste y no respondió.
»Yo todavía te quiero.
– Basta, Nancy. -Le dio la espalda.
– Los dos cometimos errores -dijo ella-, pero podríamos empezar de nuevo. Desde cero.
– Es demasiado tarde. -Eric miró por la ventana, sin ver nada. De pie en la cocina de la casa que él quería y ella odiaba, se sintió momentáneamente abrumado por el dolor del fracaso.
Nancy le tocó la espalda.
– Eric… -dijo con tono suplicante.
Él se apartó de ella y tomó su campera del respaldo de una silla y se la puso.
– Estaré en lo de Ma.
El cierre subió con ruido de finalidad.
– No te vayas. -Nancy se echó a llorar. Eric no recordaba haberla visto llorar en su vida.
– No lo hagas -susurró. Nancy se aferró a su campera. -Eric, esta vez yo sería diferente.
– No… -Le apartó las manos. -Nos estás abochornando a ambos. -Tomó la factura del hospital y se la guardó en el bolsillo. -Mañana veré a mi abogado y le daré la orden de que apure el trámite o me conseguiré otro que lo haga.
– Eric… -Nancy extendió una mano.
Eric puso una mano sobre el picaporte y se volvió a mirarla.
– Hoy me di cuenta de algo mientras te esperaba. No deberías tener un bebé y yo no debería haber tratado de convencerte. Te haría mal, del mismo modo que a mí me hace mal no tener una familia. Cambiamos… en algún momento los dos cambiamos. Deseamos cosas diferentes. Debimos darnos cuenta hace años. -Abrió la puerta. -Siento haberte causado dolor -dijo con tono solemne-; no mentí al decir que en ningún momento quise hacerlo.
Salió de la casa, cerrando la puerta con suavidad.
En un pueblo del tamaño de Fish Creek no había secretos. Maggie se enteró de que Eric había dejado a Nancy pocos días después y a partir de ese momento anduvo con los nervios de punta. Se detenía y levantaba la cabeza cada vez que un auto pasaba por el camino junto a la casa. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón se le aceleraba y corría a responder. Si alguien golpeaba a la puerta, le empezaban a transpirar las manos mucho antes de llegar a la cocina.
Cortó las hojas a las rosas que Eric le había enviado y las colgó cabeza abajo para preservarlas, pero cuando ya estaban secas y atadas con una cinta morada, todavía no había sabido nada de él.
A Suzanne le preguntaba en un susurro:
– ¿Crees que vendrá? -Pero Suzanne sólo se ponía bizca e hipaba.
Llegó el Día de Acción de Gracias, sin novedades de Eric.
Maggie y Suzanne pasaron la fiesta en casa de Brookie.
El 8 de diciembre nevó. Maggie se descubrió yendo de ventana en ventana a contemplar los copos que cubrían el jardín como una manta mullida y preguntarse dónde estaba Eric y si tendría noticias de él pronto.
Comenzó a hacer preparativos de Navidad y escribió a Katy para preguntarle si vendría para las fiestas. La respuesta fue una áspera nota:
"Mamá… Iré a pasar Navidad en Seattle con Smitty. No me compres nada. Katy." Maggie la leyó y reprimió el deseo de llorar, luego llamó a Roy:
– Ay, papá -se lamentó-. Parece que he hecho infeliz a todo el mundo con esta beba. Mamá no me quiere hablar. Katy, tampoco. Tú pasarás una Navidad triste. Yo, también. ¿Qué debería hacer, papá?
Roy respondió:
– Deberías poner a Suzanne dentro de un traje de nieve y llevarla a pasear en carrito para que conozca el invierno. De paso, tú te pones a mirar un poco la nieve sobre los pinos, y el cielo cuando se pone del color de una vieja pava de lata y te darás cuenta de que tienes muchas cosas que agradecer.
– Pero papá, me siento tan mal por haber alejado a mamá, y ¿qué harás tú para Navidad?
– Bueno, quizá tenga que salir a mirar los pinos y el cielo de tanto en tanto yo también, pero me sobrepondré. Tú cuida de Suzanne y de ti misma.
– Papá, eres tan bueno.
– ¿Lo ves? -bromeó Roy-. Esa es una cosa que tienes que agradecer.
Fue así como Roy y Brookie la mantuvieron en pie.
Para Maggie fue una Navidad de cosas buenas y tristes a la vez: con una nueva hija, pero sin el resto de su familia. Y ni una palabra de Eric. Pasó la fiesta otra vez en lo de Brookie y en Año Nuevo hizo el propósito de alejar a Eric Severson de su mente y aceptar el hecho aparente de que, si no lo había visto hasta el momento, ya no lo vería.
Un día de enero, cuando llevaba a Suzanne a lo del médico para el control de los dos meses, se detuvo en un semáforo en rojo en Bahía Sturgeon y miró distraídamente hacia un costado. Encontró a Eric Severson contemplándola, al volante de una brillosa camioneta negra. Ninguno de los dos pestañeó ni hizo movimiento alguno. Maggie se quedó mirándolo. Eric se quedó mirándola. Maggie sintió un dolor en el esternón. Respirar se le tornó difícil.
La luz del semáforo se puso verde y un auto hizo sonar la bocina, pero ella no se movió.
La mirada de Eric se trasladó al par de manitos que golpeaban el aire con entusiasmo… todo lo que se veía de Suzanne, que estaba atada a su asientito de bebé, contemplando un móvil de papel que se agitaba con la brisa del desempañador.
El auto volvió a tocar la bocina y Maggie se alejó del semáforo; perdió de vista la camioneta cuando Eric dobló a la izquierda y desapareció del espejo retrovisor.
Desolada, se lo contó a Brookie más tarde.
– Ni siquiera saludó. Ni intentó detenerme.
Por primera vez, Brookie no tuvo palabras de consuelo.
El invierno se tornó más duro en todo sentido luego de eso. La Casa Harding le resultaba opresiva, tan grande y vacía con sólo ellas dos y ninguna esperanza de ser más. Maggie empezó a dedicarse a la costura para llenar su tiempo, pero con frecuencia dejaba caer las manos sobre las rodillas y apoyaba la cabeza contra el respaldo del sillón. ¿Si la dejó, por qué no viene?
Febrero fue helado y Suzanne sucumbió a su primer resfrío. Maggie pasó noches en vela con la niña en brazos, agotada por la falta de sueño, deseando tener alguien que le quitara la niña de los brazos y la empujara hacia la cama.
En marzo comenzaron a llegar cartas solicitando reservas para el verano y Maggie tomó conciencia de que debía tomar la decisión de vender o no la casa. El mejor momento para hacerlo, por supuesto, sería cuando comenzaran las corridas de primavera.
En abril llamó a Althea Munne y le pidió que viniera a tasar la casa. El día que pusieron el cartel de EN VENTA en el jardín, Maggie subió a Suzanne al auto y fue a visitar a Tani a la Bahía Green, porque no podía tolerar ver el cartel y esperar que vinieran desconocidos a revisar y hurgar el sitio donde había dejado tanto de su corazón.
En mayo, Gene Kerschner vino y levantó el muelle con su tractor John Deere y lo volvió a poner en el agua. Al día siguiente, mientras Suzanne dormía la siesta, Maggie se puso a darle una mano de pintura blanca.
Estaba de rodillas con el trasero apuntando hacia la casa, un pañuelo rojo en la cabeza, revisando la parte de abajo del asiento de la glorieta, cuando oyó pasos sobre el muelle, detrás de ella. Retrocedió, se volvió y sintió un estallido de emoción.
Acercándose por el muelle, vestido con vaqueros blancos, una camisa azul y una gorra marinera blanca venía Eric Severson.
Ella lo observó moverse mientras la adrenalina le inundaba el torrente sanguíneo. Ah, cómo la aparición da una persona podía cambiarle la fisonomía a un día, un año… ¡una vida! Olvidó el pincal en su mano. Olvidó que estaba descalza y vestida con desteñidos pantalones negros de jogging y una abolsada remera gris. Olvidó todo, menos la tan esperada visión de Eric acercándose a ella.
Él se detuvo del otro lado de la lata de pintura y miró hacia abajo.
– Hola -dijo, como si el paraíso no se hubiera abierto de pronto ante ella.
– Hola -susurró Maggie, sintiendo el latido atronador de su pulso en todas partes.
– Te traje algo. -Le entregó un sobre blanco.
Pasaron instantes hasta que ella pudo obligarse a mover el brazo. Tomó el sobre sin decir nada, mirando a Eric delineado contra un cielo azul pastel, del mismo color que sus ojos. El sol brillaba sobre la visera negra de su gorra, le iluminaba los hombros y la punta del mentón.
– Ábrelo, por favor.
Maggie apoyó el pincel sobre el borde de la lata, se limpió la mano en el muslo y comenzó a abrir el sobre con dedos temblorosos, bajo la mirada atenta de Eric. Sacó los papeles y los desdobló: un grueso fajo blanco que quería doblarse en los pliegues. Mientras leía, el temblor de las manos torcía los extremos de las hojas.
Averiguaciones de Hecho, Conclusión de Ley, Orden de Juicio, Juicio y Resolución.
Leyó el encabezamiento y levantó ojos desconcertados:
– ¿Qué es?
– Son los papeles de mi divorcio.
El shock le subió por el cuerpo, precedido por lágrimas. Bajó el mentón y vio los renglones escritos a máquina borronearse antes de que dos lágrimas enormes cayeran sobre el papel. Avergonzada, ocultó el rostro contra él.
– Ay, Maggie… -Eric se puso de rodillas y le tocó la cabeza, tibia por el sol y enfundada en el feo pañuelo rojo. -Maggie, no llores. El llanto ha quedado atrás.
Maggie sintió que los brazos de él la rodeaban y tomó conciencia de que estaba de rodillas ante ella. Estaba allí, por fin, y la agonía había terminado. Le arrojó los brazos al cuello, llorando, y confesó entrecortadamente:
– Creí… q… que no v…volverías.
La mano grande de él le sujetó la nuca y la apretó con fuerza contra él.
– Mi madre me hizo prometer que no lo haría hasta tener los papeles del divorcio en la mano.
– Pensé… pensé… no sé qué pensé. -Maggie se sentía como una chiquilina, hablando sin control, pero había sido tomada por sorpresa y sentía un alivio indescriptible.
– ¿Pensaste que había dejado de amarte?
– Pensé que estaría sola el resto de mi vida y que S… Suzanne nunca te conocería y n… no sabía cómo seguir viviendo sin ti.
– Maggie… -susurró Eric y cerró los ojos-. Aquí estoy, y aquí me quedo.
Ella lloró un poco más, con la nariz contra el cuello de Eric, mientras él le acariciaba el pelo debajo del pañuelo. Al cabo de unos instantes, Eric susurró:
– Cómo te extrañé…
Ella también lo había echado de menos, pero no habían sido acuñadas palabras que pudieran expresar la complejidad de sus sentimientos. Tenerlo de nuevo era saborear lo agrio convirtiéndose en dulce, sentir que la pieza faltante de su ser caía en su lugar.
Apartándose, lo miró a los ojos, con el rostro mojado contra el sol.
– ¿Ya estás divorciado, entonces?
Él le secó los ojos con los pulgares y respondió en voz baja.
– Ya estoy divorciado.
Maggie esbozó una leve sonrisa trémula. Los dedos de él dejaron de moverse. El dolor desapareció de esos amados ojos azules y su cabeza descendió lentamente hacia ella. Fue un primer beso tierno, con sabor a mayo, lágrimas y quizás un dejo de trementina. La boca de Eric cayó suave y entreabierta sobre la de Maggie, tentativamente, como si ninguno de los dos pudiera creer ese cambio en sus destinos, mientras él le sostenía el rostro entre las manos. Sus lenguas se tocaron y la cabeza de él se movió, meciéndose sobre la de ella a medida que sus bocas se abrían por completo. De rodillas todavía, Eric atrajo las caderas de Maggie contra él y las mantuvo allí como para toda la vida. Grandes nubes de algodón surcaban el cielo azul y la brisa acarició el pelo de Maggie cuando él le quitó el pañuelo y le sostuvo la cabeza con firmeza. Besarse era suficiente… estar de rodillas bajo el sol de mayo con las lenguas unidas, sintiendo que el sufrimiento de la separación se disolvía, y saber que ninguna ley se interponía ahora entre ellos.
Tiempo después él se apartó, buscó los ojos de Maggie, les dijo cosas elocuentes con los suyos, luego la abrazó con más serenidad. Permanecieron así unos instantes, inmóviles. Habían dejado de ser vasijas vacías.
– Mi vida después que te vi en Bahía Sturgeon fue un infierno -le dijo él.
– Quería que me detuvieras, que me hicieras irme a la banquina y me llevaras contigo.
– Quería dejar la camioneta allí, en medio de la calle y subirme a tu auto para irnos a cualquier lado, a Texas, a California, a África, donde nadie pudiera encontrarnos.
Ella emitió una risita trémula.
– No se puede ir a África a en auto, bobo.
– En este momento, siento que podría hacerlo. -Le frotó la espalda con la mano abierta. -Contigo siento que cualquier cosa es posible.
– Mil veces tuve que contenerme para no llamarte.
– Pasé por tu casa, noche tras noche. Veía luz en la cocina y pensaba en entrar y sentarme contigo. Sin besarnos ni hacer el amor… sólo estar en la misma habitación contigo me habría bastado. Hablarte, mirarte, reír como solíamos hacerlo.
– Te escribí una carta.
– ¿La mandaste?
– No.
– ¿Qué decía?
Con la mirada fija en una nube blanca, Maggie respondió.
– Gracias por las rosas.
Él se acuclilló y Maggie hizo lo mismo. Seguían tomados de la mano.
– Lo supiste, entonces.
– Claro. Eran rosadas.
– Quería llevártelas yo mismo. ¡Tenía tanto para decirte!
– Lo hiciste, con las rosas.
Eric sacudió la cabeza con tristeza, recordando aquel momento.
– Quería estar allí cuando nació, visitarte, decir que era mi hija y mandar todo al diablo.
– Sequé las rosas y se las guardé a Suzanne para cuando sea más grande, por si… bueno, por si acaso.
– ¿Dónde está? -Eric miró hacia la casa.
– Adentro, durmiendo.
– ¿Podría verla?
Maggie sonrió.
– Por supuesto. Es lo que más he estado esperando.
Se pusieron de pie, él con un crujir de rodillas -en su más profunda soledad, Maggie había extrañado hasta ese crujir característico-y caminaron tomados de la mano hacia la casa, bajo los rayos dorados de la tarde, por el jardín ondulado donde los arces estaban brotando y los iris florecían; subieron por la galería delantera y entraron, para subir luego la escalera que tantas veces habían subido juntos.
A mitad de camino, Eric susurró:
– Estoy temblando.
– Tienes todo el derecho de hacerlo. No todos los días un padre conoce a su hija de seis meses.
Lo llevó hasta la Habitación Sarah, un cuarto que daba al sur, decorado en amarillo con encaje blanco en la gran ventana donde había una enorme mecedora de madera. Una cama ocupaba una pared. Enfrente estaba la cuna; madera de arce labrada con un dosel en pico del que caía una cascada de encaje blanco. La cuna de una princesa.
Y allí estaba ella.
Suzanne.
Estaba de costado, con los brazos extendidos y los pies enredados en una colcha con animalitos. Tenía el pelo del color de la miel, las pestañas un poco más claras y las mejillas regordetas y lustrosas como duraznos. Su boca era sin duda la más dulce del mundo y al mirarla, Eric sintió que se ahogaba de emoción.
– ¡Ay, Maggie, es hermosa! -susurró.
– Sí.
– ¡Y está tan grande! -Al contemplar la niñita que dormía, lloró por cada día pasado desde que la había visto a través del cristal.
– Tiene un dientito. Espera a verlo. -Maggie se inclinó y acarició la mejilla de Suzanne con un dedo. -Suzaaanne -canturreó-. Despierta y mira quién está aquí, dormilona.
Suzanne se movió, se metió el pulgar en la boca y empezó a succionar, todavía dormida.
– No es necesario que la despiertes, Maggie -susurró Eric; le bastaba con mirarla. Con mirarla por el resto de su vida.
– No hay problema. Ya hace dos horas que duerme. -Acarició el pelo de la niña. -Suzaa-aaanne -canturreó suavemente.
Suzanne abrió los ojos, los volvió a cerrar y se frotó la nariz con un puñito.
Muy juntos, Maggie y Eric la miraron despertarse, hacer caras, enroscarse como un armadillo y por fin ponerse en cuatro patas como un torpe osito, para mirar al desconocido que estaba junto a la cuna con su madre.
– Uuuupaaaa, aquí está. Hola, beba. -Maggie levantó a la soñolienta criatura y se la apoyó sobre un brazo. Suzanne de inmediato se acurrucó contra ella. Estaba vestida con algo rosado y verde y tenía el traserito inflado por los pañales. Una de las medias se le estaba cayendo y dejaba al descubierto un taloncito puntiagudo. Maggie se la colocó de nuevo mientras la niña terminaba de despabilarse.
– Mira quién está aquí, Suzanne. Es papá.
La criatura miró a Maggie con las pestañas inferiores pegadas a la piel suave, luego pasó la mirada al desconocido. Mientras lo miraba, apoyada con una mano contra el pecho de Maggie, flexionaba y estiraba el pulgar contra la remera de su madre.
– Hola, Suzanne -dijo Eric en voz baja.
La chiquilla permaneció impávida, sin pestañear, como un gato hipnotizado, hasta que Maggie la hizo rebotar un par de veces sobre sus brazos y apoyó la cabeza contra el pelo sedoso de su hija.
– Éste es tu papá, que ha venido a saludarte.
Fascinado, Eric extendió los brazos y levantó a su hija, poniéndola a la altura de sus ojos. Suzanne quedó colgando en el aire, contemplando la brillante visera negra de la gorra.
– Caramba, pero si no eres más que una cosilla, después de todo. Pesas menos que los salmones que pescamos con el Mary Deare.
Maggie rió; los momentos felices parecían apilársele uno sobre otro.
– Y tampoco eres más gorda que ellos. -La acercó a él y apoyó el rostro bronceado contra la carita blanca de ella; olió el aroma a bebé de la piel con talco y la ropita suave. La apoyó sobre su brazo, le sostuvo la espalda con una mano y apoyó los labios contra su pelo suave. Cerró los ojos. La garganta también se le cerró.
– Pensé que nunca tendría esto… -susurró, con la voz quebrada por la emoción.
– Lo sé, amor mío… lo sé.
– Gracias por dármelo.
Maggie pasó los brazos alrededor de ambos, apoyó la frente contra la espalda de Suzanne y la mano de Eric, compartiendo ese momento sagrado.
– Es perfecta.
Como para demostrar lo contrario, Suzanne eligió ese momento para quejarse, empujar a Eric y extender los brazos hacia su madre. Él se la entregó, pero permaneció cerca mientras Maggie le cambiaba el pañal, le subía las medias y le ponía suaves escarpines blancos. Después, se tendieron sobre la cama, uno a cada lado de la beba, para observarla desatarse los escarpines, babear y quedar fascinada con los botones de la camisa de su padre. A veces la miraban, otras se miraban mutuamente. Con frecuencia, extendían las manos por encima de Suzanne para tocarse los rostros, el pelo, los brazos. Luego se quedaban tendidos, demasiado contentos como para moverse.
Tiempo después, Eric tomó a Maggie de la mano.
– ¿Harías algo por mí? -le preguntó en voz baja.
– Cualquier cosa. Haría cualquier cosa por ti, Eric Severson.
– ¿Saldrías a dar un paseo conmigo? ¿Los tres, con Suzanne?
– Nos encantaría.
Salieron juntos. Eric llevaba a Suzanne, Maggie, un biberón con jugo de manzanas y la mantita preferida de Suzanne… seres hechizados, todavía sobrecogidos ante la magnificencia de la felicidad en su forma más simple. Un hombre, una mujer, la criatura de ambos. Juntos, como debía ser.
La brisa acarició el rostro de Suzanne y ella entrecerró los ojos.
Un pajarillo trinaba en el cerco de arbustos. Aminoraron el paso; el tiempo era su aliado, ahora.
– Tienes camioneta nueva -comentó Maggie cuando se acercaban al vehículo.
– Sí. La vieja puta murió, finalmente. -Le abrió la puerta del lado del pasajero.
Maggie había puesto un pie adentro cuando levantó la vista y vio las flores.
– Eric… -Se llevó una mano a los labios.
– Podía habértelo pedido allí en la casa, pero con todos los cerezos en flor, pensé: más vale hacer las cosas bien. Sube, Maggie, así podemos llegar a la mejor parte.
Sonriendo, asaltada nuevamente por el deseo de llorar, Maggie trepó a la camioneta nueva de Eric Severson y contempló las flores de cerezo insertadas detrás de los parasoles y del espejo retrovisor, metidas detrás del asiento, tapando casi la ventana trasera.
Eric subió junto a ella.
– ¿Qué opinas? -le preguntó, sonriente.
– Opino que te adoro.
– Y yo te adoro a ti. Tenía que pensar en una forma de decírtelo. Sujeta a nuestra beba.
Anduvieron por la primavera de Door County, por el fragante aire de la tarde, pasaron por huertos ondulados limitados por paredes rocosas y abedules blancos contra la hierba verde, junto a vacas que pastoreaban, junto a graneros rojos y banquinas llenas de ranas que cantaban. Y por fin llegaron al huerto de Easley, donde Eric detuvo la camioneta entre los cerezos en flor.
En el silencio que se hizo después que apagó el motor, Eric se volvió y tomó la mano que Maggie tenía apoyada sobre el asiento entre ellos.
– Maggie Pearson Stearn, ¿quieres casarte conmigo? -le preguntó. Tenía las mejillas sonrojadas y la miraba fijamente.
En el instante antes de que ella respondiera, todos los dulces momentos del pasado le golpearon los sentidos: el lugar, el hombre, el aroma del huerto.
– Eric Joseph Severson, me casaría contigo en este mismo momento si fuera posible. -Se inclinó sobre el asiento para besarlo, con Suzanne sobre la falda, que luchaba por tocar las flores colocadas dentro del cenicero. Eric levantó el rostro y los dos se miraron, se sonrieron, felices, luego él buscó dentro del bolsillo izquierdo de los vaqueros blancos.
– Pensé en comprarte un diamante enorme, pero esto me pareció más adecuado. -Extrajo el anillo de graduación y tomando la mano izquierda de Maggie, se lo colocó en el dedo, donde todavía entraba con toda facilidad. Maggie levantó la mano y la miró, adornada como lo había estado veinticuatro años antes.
– Queda tan bien allí -dijo, sonriendo.
– Me falta la cinta azul. No sé dónde fue a parar.
Maggie le acarició el rostro con esa misma mano.
– No sequé decir -susurró.
– Di: "Te amo, Eric, y te perdono por todo lo que me hiciste pasar."
– Te amo, Eric, pero no hay nada que perdonar.
Intentaron volver a besarse, pero Suzanne los interrumpió, poniéndose de pie sobre el asiento entre ambos. Cerró un puñito regordete alrededor de una rama de cerezo y la agitó por el aire; una punta pasó rozando el ojo de Eric.
Él se echó hacia atrás.
– Epaa, muchachita -dijo. Le colocó una mano bajo el pañal, otra en el pecho y la devolvió al regazo de su madre. -¿No ves que le estoy pidiendo la mano?
Ambos reían cuando él encendió el motor y tomó el camino de regreso a Fish Creek, sosteniendo la mano de Maggie.