Capítulo 2

La campanilla del teléfono despertó a Eric Severson de un sueño profundo. A su lado, Nancy masculló algo y se volvió mientras él manoteaba la mesa de noche y atendía en la oscuridad.

– Ho… -Carraspeó. -¡Hola!

– Hola, ¿hablo con Eric Severson?

– ¿Quién es? -preguntó de mal modo, escudriñando los números rojos del reloj digital.

– Soy Margaret Stearn… es decir, Pearson.

– ¿Quién?

Nancy hundió una cadera contra el colchón y tironeó con fastidio de la sábana.

– ¿Quién diablos llama a esta hora de la noche?

– Soy Maggie, Eric -dijo la mujer por el teléfono-. Maggie Pearson.

– Mag… -Trató de pensar quién era Maggie Pearson.

– Ay, te desperté, ¿no es cierto? Lo lamento muchísimo. Qué torpeza la mía. Es que estoy en Seattle y son sólo las nueve, aquí. Oye, Eric, te llamaré en otro momento, de día y…

– No, no hay problema. ¿Quién… Maggie? ¿Quieres decir Maggie Pearson de la escuela Gibraltar? ¿De la clase 65? -Reconoció la risa de ella y se tendió de espaldas, ya despierto. -No lo puedo creer.

Nancy rodó hacia él y preguntó:

– ¿Quién es?

Eric cubrió el micrófono y respondió:

– Maggie Pearson, una chica que fue conmigo a la escuela.

– Fantástico -gruñó Nancy y rodó hacia el otro lado.

– ¿Estás con alguien?

– Sí, con mi mujer -respondió Eric.

– Perdóname, Eric. Fue una llamada impulsiva, de todos modos. Por favor, discúlpame con tu mujer por despertarla y vuélvanse a dormir.

– ¡Aguarda un momento! -ordenó él. Se sentó, bajó los pies de la cama. -¿Maggie?

– Sí.

– Cambiaré de teléfono. Espera un minuto. -Se levantó en la oscuridad, volvió a acomodar la sábana, se inclinó y besó a Nancy en la mejilla. -Cuelga cuando llegue abajo, por favor, querida. Lamento molestarte.

– ¿Qué quiere?

– No lo sé -respondió él, al tiempo que abandonaba la habitación-. Mañana te cuento.

Los otros teléfonos estaban abajo. Eric avanzó con facilidad por el corredor oscuro, bajó la escalera, atravesó la alfombra de la sala y fue a la cocina. Encendió la luz fluorescente encima de la pileta. Entornó los ojos ante el brillo repentino y buscó el teléfono de la mesada.

– ¡Hola!

– Sí -respondió Maggie.

– Bueno, ahora podemos hablar. Estoy abajo. Maggie, ¡qué sorpresa oír tu voz!

– Lo siento de veras, Eric. Fue una estupidez no considerar la diferencia de horario. Es que acabo de hablar con Brookie… Fue ella la que me dio tu número y me sugirió que te llamara. Nos divertimos tanto hablando, que cuando corté no se me ocurrió mirar la hora.

– Deja de disculparte.

– ¿Pero qué va a pensar tu mujer?

– Es probable que ya esté dormida de nuevo -Eric oyó el clic de Nancy que colgaba el teléfono de arriba. Vestido sólo con calzoncillos, se sentó con cuidado sobre una silla de la cocina, llevándose el teléfono con él. -Viaja mucho, así que está acostumbrada a dormir en hoteles y aviones donde sea necesario. Cuando está aquí en su propia cama, no le cuesta nada dormir, te lo aseguro.

– Brookie me contó que estabas casado y que tu mujer era muy hermosa.

– Sí, lo es, gracias. Se llama Nancy.

– ¿No es de Door County?

– No, es de Estherville, en el estado de Iowa. La conocí en mi último año de universidad. ¿Y tú? Vives en Seattle y… -Su voz dejó un blanco.

– Estuve casada dieciocho años. Mi marido murió hace un año.

– Lo lamento mucho, Maggie… Leí una nota en el Advocate. Luego de una pausa, preguntó: -¿Tienes hijos?

– Una hija, Katy, de diecisiete años. ¿Y tú?

– No, por desgracia, no.

La respuesta de él dejó un vacío. Buscando algo con qué llenarlo, Maggie comentó:

– Me contó Brookie que manejas el barco de tu padre.

– Sí. Salimos de Gills Rock, con mi hermano Mike. ¿Recuerdas a Mike, que era dos años mayor que nosotros?

– Por supuesto que lo recuerdo. Usamos su coche para ir a la fiesta de graduación.

– Es cierto, lo había olvidado. Ahora tenemos dos barcos y mamá maneja la radio y hace todos los trabajos en puerto y se encarga de las licencias y reservas.

– Tu madre… sonrío cuando pienso en ella. ¿Cómo está?

– Imparable. Igual que siempre. Parece una cruza entre Burgess Meredith y un tapado de astrakán.

Maggie rió. El sonido, al llegar por el cable, pareció hacer rodar el tiempo hacia atrás.

– Ma no cambia más. Sigue llena de energías -añadió Eric, acomodándose en la silla.

– Qué mujer vivaz. Me resultaba tan simpática. Y tu padre… creo recordar que mi madre me escribió que murió.

– Sí, hace seis años.

– Te llevabas tan bien con él. Estoy segura de que debes de extrañarlo.

– Todos lo extrañamos. -Era cierto. Aun luego de seis años, Eric seguía sintiendo la pérdida. Los valores en que creía le habían sido enseñados por su padre. Había aprendido el oficio envuelto en los brazos de su padre, con las manos fuertes cubriendo las de Eric sobre la caña y el carretel, y su voz en el oído de Eric, indicándole: “Nunca tires la línea hacia atrás, hijo. Mantenía firme.” Más de la mitad de los clientes de Eric eran aficionados de viejas épocas, que habían salido a pescar en el Mary Deare desde las primeras épocas de Excursiones Severson. Con voz ronca por el afecto, Eric añadió: -En fin, tuvo una buena vida, manejó el barco hasta el final y murió aquí en casa, teniendo la mano de Ma y rodeado por sus cuatro hijos.

– Es cierto… Había olvidado a tu hermana y a tu otro hermano. ¿Dónde están?

– Ruth vive en Duluth y Larry en Milwaukee. Veo a tus padres de tanto en tanto, a tu padre cuando voy a la tienda. Siempre me pregunta si hay buen pique.

– Estoy segura de que envidia tu manera de ganarte la vida.

Eric rió.

– Estuve allí hace alrededor de un mes y le dije que se viniera un día, que lo llevaría a pescar.

– Y nunca fue.

– No.

– Mamá no debe de haberle dado permiso -comentó Maggie con tono sarcástico.

Desde que Eric tenía memoria, la madre de Maggie había sido una bruja. Recordó el temor que le infundía Vera Pearson cuando salía con Maggie y que las mujeres de la zona, en general, no simpatizaban con ella.

– Imagino que no ha cambiado.

– No mucho. Al menos no había cambiado cuando estuve en casa la última vez que fui… hace unos tres años, creo. Sigue llevando a papá de la nariz y le gustaría dominarme a mí también, razón por la cual no voy a visitarlos demasiado seguido.

– No fuiste a la última reunión de la clase.

– No, Ya vivíamos aquí en Seattle y… bueno, es muy lejos. Sencillamente no pudimos encontrar el momento. Viajamos mucho, sin embargo… es decir, viajábamos.

Su desliz produjo un silencio incómodo.

– Perdón -dijo Maggie-. Trato de no hacer eso, pero a veces se me escapa.

– No hay problema, Maggie. -Eric calló, luego admitió: -Sabes, estoy tratando de imaginarte. ¿No es extraño lo difícil que resulta imaginar a una persona mayor de lo que la recordamos? -En la mente de él Maggie seguía teniendo diecisiete años; una muchachita delgada y de cabello castaño, con ojos oscuros, rostro delicado y un atractivo mentón con hoyuelo. Vivaz. Risueña. ¡A él le había sido siempre tan fácil hacerla reír!

– Estoy más vieja. Decididamente más vieja.

– ¿Acaso no lo estamos todos?

Eric tomó una pera de madera de un recipiente en el centro de la mesa y la frotó con el pulgar. Nunca había comprendido por qué Nancy ponía fruta de madera en la mesa cuando el artículo auténtico crecía por todo Door County.

– ¿Extrañas mucho a tu marido?

– Sí, mucho. Teníamos un matrimonio excelente.

Él trató de pensar en alguna respuesta, pero no se le ocurrió nada.

– Me parece que no soy muy bueno para esto, Maggie, lo siento. Cuando murió mi padre pasó lo mismo. No sabía qué decirle a mi madre.

– Está bien, Eric, no hay problema. Mucha gente se siente incómoda por eso. Yo también, a veces.

– Maggie, ¿te puedo preguntar algo? -Por supuesto.

Eric vaciló.

– No, mejor no.

– No, vamos. ¿Qué es?

– Curiosidad, nada más. Es… bueno… -Quizá fuera una pregunta impertinente, pero no podía contenerse: -¿Para qué me llamaste?

La pregunta sorprendió también a Maggie; Eric se dio cuenta por los segundos de silencio que siguieron.

– No lo sé. Para saludarte, nada más.

¿Después de veintitrés años, nada más que para saludar? Parecía extraño, y sin embargo, no encontraba ninguna otra razón lógica.

Ella se apresuró a decir:

– Bueno… es tarde, y estoy segura deque mañana tendrás que madrugar los sábados en Door… los recuerdo muy bien. Siempre muchos turistas por la zona y seguro que todos quieren salir a pescar ¿no es así? Oye, discúlpame por despertarte y discúlpame también con tu mujer. Sé que también la desperté a ella.

– No hay problema, Maggie. Mira, me alegro realmente de que hayas llamado. Lo digo en serio.

– Yo también.

– Bien… -Eric aguardó, inquieto por algún motivo que no podía nombrar y finalmente dijo: -La próxima vez que vengas, llámanos. Me gustaría que conocieras a Nancy.

– Lo haré. Y dales saludos a tu madre y a Mike de mi parte.

– Muy bien.

– Bueno, adiós, Eric.

– Adiós.

La línea se cortó de inmediato, pero él se quedó largo rato mirando el teléfono, perplejo.

¿Qué demonios…?

Cortó, volvió a poner el teléfono en su lugar y se quedó contemplándolo. Las once de la noche después de veintitrés años y llama Maggie. ¿Por qué? Se metió las manos dentro de la cintura elastizada de los calzoncillos y se rascó el abdomen, cavilando. Abrió la heladera y permaneció allí unos instantes, recibiendo el aire frío sobre las piernas. Lo único que registraba su mente era la repetitiva pregunta: ¿Porqué?

Para saludar, había dicho ella, pero sonaba sospechoso. Extrajo un envase de jugo de naranjas, lo destapó y bebió la mitad directamente de la botella. Se secó la boca con el dorso de la mano y permaneció allí, a la luz de la puerta abierta, confundido. Probablemente jamás supiera la verdadera razón. Soledad, quizá. Nada más.

Guardó el jugo, apagó la luz de la cocina y regresó al dormitorio.

Nancy estaba sentada con las piernas cruzadas y la luz encendida. Tenía puesto un enterizo corto de satén y sus piernas bien formadas brillaban a la luz de la lámpara.

– Conversaron bastante -comentó con ironía.

– Me dejó totalmente anonadado.

– ¿Maggie Pearson?

– Aja.

– ¿La que llevaste a la fiesta de graduación?

– Sí.

– ¿Qué quería?

Él se dejó caer sobre la cama, apoyó las manos a cada lado de la cadera de ella y le besó el seno izquierdo por encima del incitante borde de encaje color durazno.

– Mi cuerpo, ¿qué otra cosa podía ser?

– ¡Eric! -Nancy lo sujetó del pelo y le hizo levantar la cabeza.

– ¿Qué quería?

Él se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea. Dijo que habló con Brookie y que ella le dio mi número y le dijo que me llamara. No entiendo.

– ¿Brookie?

– Glenda Kerschner. Su apellido de soltera era Holbrook.

– Ah. La mujer del recolector de cerezas.

– Sí. Maggie y ella eran amiguísimas en la escuela secundaria. Éramos todos amigos, una banda, e íbamos juntos a todas partes.

– Eso no contesta a mi pregunta. ¿Qué hace tu antigua novia llamándote a altas horas de la noche?

Las muñecas de Eric rozaban las rodillas de ella.

– ¿Estás celosa? -preguntó, sonriendo con satisfacción.

– No, sólo siento curiosidad.

– Bueno… no lo sé. -Besó a Nancy en la boca. -Su marido murió. -Le besó el cuello. -Se siente sola, es lo único que se me ocurre. -Le besó el pecho. -Dice que lamenta haberte despertado. -Le mordió el pezón a través de la tela.

– ¿Dónde vive?

– En Seattle.

– Ah, bueno, entonces… -Nancy descruzó las piernas, se tendió de espaldas y lo atrajo sobre ella, enlazando los brazos y las piernas detrás de él. Se besaron, larga y lentamente, presionándose el uno contra el otro. Cuando Eric levantó la cabeza, Nancy lo miró a los ojos y dijo:

– Te extraño cuando me voy, Eric.

– Entonces no te vayas.

– ¿Y qué hago?

– La contabilidad de mi negocio, poner una tienda y vender tus elegantes cosméticos a los turistas aquí en Fish Creek… -Hizo una pausa antes de agregar: -Convertirte en ama de casa y criar niños. -O aunque sea un solo niño. Pero sabía que no debía presionar con el tema.

– Eh -lo retó ella-. Estamos empezando algo interesante. No lo arruinemos con ese viejo tema.

Atrajo la cabeza de Eric hacia ella, le capturó la lengua dentro de su boca y tomó la iniciativa, desvistiéndolo, haciéndolo rodar de espaldas y quitándose su breve enterizo. Era hábil, muy hábil e infaliblemente deseable. Se ocupaba de serlo así como otras mujeres se ocupan de su quehacer doméstico: dedicándole tiempo y energías, adjudicándole un momento determinado en el programa del día.

Diablos, qué hermosa era. Mientras ella invertía los papeles y lo seducía, Eric la admiró de cerca: la piel con la exquisita textura de la cáscara de un huevo, increíblemente joven para una mujer de treinta y ocho años, cuidada dos veces al día con los costosos cosméticos franceses que vendía; las uñas, perfectamente cuidadas y alargadas en forma artificial, pintadas de reluciente color frambuesa; el pelo que actualmente lucía un brilloso tono caoba, se iluminaba con reflejos añadidos por algún costoso peinador de alguna ciudad lejana donde había estado esa semana. Orlane pagaba a sus representantes de ventas un adicional para cuidado del cabello y las uñas y les daba cosméticos gratis con la condición de que se presentaran como propaganda viviente de los productos. La compañía no perdía dinero con Nancy Macaffee. Era la mujer más hermosa que conocía.

Nancy le pasó una uña por los labios. Él la mordió con suavidad, luego, tendido debajo de ella, levantó una mano para acariciarle el cabello.

– Me gusta el nuevo tono -murmuró, enredando los dedos en el cabello y peinándoselo hacia arriba para luego dejarlo caer. Nancy tenía un pelo grueso y sano como la cola de un caballo. Durante el día lo llevaba atado en la nuca con una hebilla dorada de sesenta dólares. Esa noche le caía alrededor de los pómulos, haciéndola pareserse a Cleopatra con un fuerte viento en contra.

Nancy se sentó sobre el abdomen de Eric, esbelta, desnuda. Sacudió la cabeza hasta que el pelo le golpeó las comisuras de los ojos, enredando los dedos en el vello del tórax de él como una gata perezosa.

– Me lo hizo Maurice, en Chicago.

– ¿Maurice, eh?

Ella sacudió la cabeza una última vez y sonrió de manera insinuante mientras lo observaba con ojos velados.

– Mmmmm…

Las manos de Eric se flexionaban sobre sus caderas.

– Eres increíble, ¿sabes?

– ¿Por qué? -Dibujó con la uña una línea blanca desde el cuello de Eric hasta el arco pélvico y la miró volver a su color natural.

– Te despiertas en medio de la noche y pareces recién salida del salón de Maurice.

Tenía las cejas cepilladas hacia arriba, las pestañas espesas y oscuras alrededor de los ojos marrones. Hacía mucho tiempo, cuando estaba aprendiendo su oficio, le contó algo que le habían enseñado: que la mayoría de las personas nacen con una sola hilera de pestañas pero algunas tienen la suerte de tener dos. Nancy tenía dos y abundantes. Y ojos increíbles. Y labios, también.

– Ven aquí -ordenó Eric con voz ronca. La tomó de las axilas y la hizo caer. -Tenemos que recuperar los cinco días de ausencia. -La puso debajo de él con un movimiento ágil y deslizó una mano entre sus piernas, para acariciarla. Estaba húmeda e inflamada de deseo igual que él. Sintió por fin la mano fresca de ella alrededor de él y se estremeció al sentir el primer contacto. Cada uno conocía intrínsecamente el temperamento sexual del otro, lo que necesitaba, lo que más le gustaba.

Pero en el momento en que Eric se movió para penetrarla, ella lo apartó y susurró:

– Espera, mi amor. Vuelvo enseguida.

Él se quedó donde estaba, manteniéndola inmovilizada debajo de su cuerpo.

– ¿Por qué no lo olvidas, por esta noche?

– No puedo, es un riesgo demasiado grande.

– ¿Y qué? -Siguió tentándola, acariciándola, cubriéndole el rostro de besos. -Arriésgate. ¿Acaso sería el fin del mundo si quedaras embarazada?

Ella rió, le mordió el mentón y repitió:

– Vuelvo enseguida. -Escapó corriendo por la alfombra hacia el baño del otro lado del corredor.

Eric suspiró, se tendió de espaldas y cerró los ojos. ¿Cuándo? Pero conocía la respuesta. Nunca. Ella cuidaba su cuerpo no sólo para beneficio de Cosméticos Orlane, no sólo para él, sino para ella misma. Temía poner en peligro esa perfección. Él se había arríesgado sacando el tema esa noche. La mayoría de las veces, cuando mencionaba la posibilidad de un bebé, ella se indignaba y buscaba algo para hacer. Luego, durante lo que les quedaba del fin de semana juntos, la atmósfera permanecía tensa. De manera que Eric había aprendido a no fastidiaría con el tema. Pero los años corrían barranca abajo. En octubre él cumpliría cuarenta y uno; dentro de dos años sería demasiado viejo para comenzar una familia. Un niño merecía un padre con algo de energías, un padre con quien revolcarse, jugar a las luchas y aprender a sacar los peces grandes.

Eric pensó en sus primeros recuerdos: cabalgar sobre los hombros de su padre mientras las gaviotas revoloteaban alrededor de él.

– ¿Ves esos pájaros, hijo? Síguelos y te dirán dónde hay peces. -En contraste, le vino el recuerdo de él y sus hermanos de pie alrededor de la cama cuando murió su padre, todos llorando mientras uno por uno besaban la mejilla sin vida del anciano y luego la de su madre, antes de dejarla sola con él.

Más que nada en el mundo, quería una familia. El colchón se movió y Eric abrió los ojos. Nancy estaba arrodillada junto a él.

– Hola, volví.

Hicieron el amor, con considerable pericia si se puede juzgar por los libros. Eran imaginativos y ágiles. Probaron tres posiciones distintas. Verbalizaron sus deseos. Eric experimentó un orgasmo, Nancy dos. Pero cuando terminaron y el cuarto quedó a oscuras, Eric permaneció contemplando el cielo raso en sombras, con la cabeza apoyada sobre los brazos, pensando en lo vacío que podía ser el acto cuando no se lo usaba para su propósito específico.

Nancy se acercó, le pasó un brazo y una pierna por encima del cuerpo y trató de acurrucarse. Le tomó el brazo y se lo pasó alrededor de su propia cintura.

Pero el no sintió deseos de abrazarla mientras se quedaban dormidos.


Por la mañana Nancy se levantó a las cinco y media, Eric a las seis menos cuarto, no bien quedó libre la ducha. Para él Nancy debía ser la última mujer de Estados Unidos que seguía usando un tocador. La casa, de estilo campestre, databa de alrededor de 1919, y nunca le había gustado a Nancy. Se había mudado allí obligada,quejándose de que la cocina era poco satisfactoria, la instalación eléctrica inadecuada y el baño, una broma. De allí el tocador en el dormitorio.

Estaba ubicado contra una pared entre dos ventanas, acomido por un gran espejo de maquillaje circular rodeado de luces.

Mientras Eric se duchaba y se vestía, Nancy cumplía con los ritos matinales de belleza: frascos, potes, tubos y varitas; jaleas y lociones, rocíos y cremas; secadores de cabello y ruleros, pinzas y tijeras. Si bien él nunca había entendido cómo podía llevarle una hora y quince minutos, la había observado suficientes veces como para saber que era así. El ritual cosmético estaba tan arraigado en la vida de Nancy como la dieta; hacía ambas cosas en forma automática, pues le resultaba impensable aparecer ante su propia mesa de desayuno sin estar perfecta como si fuera a tomar un avión a Nueva York para encontrarse con los jerarcas de Orlane.

Mientras Nancy se maquillaba ante el espejo, Eric se movió por habitación, escuchando el pronóstico del tiempo por la radio, poniéndose un vaquero blanco, zapatillas del mismo color y un pulóver celeste con el logotipo de la compañía, un timón y su nombre bordado sobre el bolsillo superior.

– ¿Quieres algo de la panadería? -preguntó mientras se ataba los cordones de las zapatillas.

Nancy se estaba delineando los párpados.

– Comes demasiadas de esas cosas. Deberías cambiarlas por pan integral.

– Es mi único vicio. Enseguida vuelvo.

Ella lo observó salir de la habitación, orgullosa de su buen físico y su viril atractivo. Eric había estado molesto la noche anterior y eso la preocupaba. Quería que su relación -solamente ellos dos- fuera suficiente para él como lo era para ella. Jamás había podido entender por qué el creía necesitar más.

En la cocina, Eric puso café en el filtro antes de salir y detenerse en el escalón de entrada para contemplar la ciudad y más abajo, el agua. La calle principal, a sólo cien metros de distancia, rodeaba la costa de Fish Creek Harbor, que esa mañana se ocultaba bajo una niebla rosada que oscurecía la vista del Parque Estatal de la Península, hacia el norte cruzando el agua. En los muelles de la ciudad, los veleros permanecían inmóviles, perforando la niebla con los mástiles, visibles por encima de las copas de los árboles y los techos de los edificios sobre la calle principal. Eric conocía esa calle y los edificios tan bien como las aguas de la bahía, desde la elegante hostería antigua White Gull en el extremo oeste hasta las llamativas Tiendas de la Colina del lado este. Conocía a la gente, también, gente de pueblo que saludaba con la mano cuando veía pasar su camioneta, que sabía a qué hora llegaba la correspondencia al correo todos los días (entre las once y las doce) y cuántas iglesias había en la ciudad y quién pertenecía a cuál congregación.

Esos primeros minutos afuera eran unos de los mejores del día. Miraba con ojos expertos el agua y el cielo de la madrugada sobre el bosque que rodeaba la ciudad, escuchaba el canto de alguna paloma posada sobre un cable cercano, inhalaba el aroma de los cedros gigantes detrás de la casa y del pan fresco que subía desde la panadería al pie de la colina.

¿Para qué me llamó Maggie Pearson después de veintitrés años?

El pensamiento apareció de la nada. Sorprendido, Eric se puso en movimiento y trotó colina abajo, gritando un saludo a Pete Nelson por la puerta trasera de la panadería al pasar junto a ella y dirigirse a la puerta principal. Era un bonito lugar, pequeño, alejado de la calle, con un jardín delantero, rodeado por una cerca blanca y canteros de flores que le daban un aspecto hogareño. Adentro, saludó con la cabeza a dos turistas madrugadores que hacían sus compras, intercambió un saludo amable con la bonita muchacha Hawkins que atendía el mostrador y le preguntó por su madre, que había sido operada de la vesícula. Luego bromeó con Pete, que asomó la cabeza desde la habitación trasera y con Sam Ellerby, que había venido a buscar su habitual bandeja de panecillos y bollos surtidos para servir en el restaurante Summertime de la calle Spruce, a dos cuadras de allí.

Para Eric, esa expedición diaria a la panadería se había vuelto tan deliciosa como las masas de Pete Nelson. Trotó de vuelta colina arriba del mejor de los humores, llevando una bolsa blanca de papel. Entró corriendo en la casa y sirvió dos tazas de café justo en el momento en que Nancy llegaba a la cocina.

– Buen día -dijo ella por primera vez en el día. (Para Nancy, el día nunca era bueno hasta que había completado su ritual).

– Buen día.

Nancy se había puesto una falda de hilo color hueso y una camisa con hombros caídos, mangas inmensas y cuello levantado, estampada con diminutos gatos violetas y verdes. ¿Quién sino Nancy podía ponerse gatos violetas y verdes y estar elegante igual? Hasta el cinturón, un cordón retorcido de hilo sisal violeta con hebilla enorme habría quedado ridículo en cualquier otra mujer. Pero su esposa tenía garbo, estilo y acceso a las liquidaciones de las tiendas más elegantes del país. Toda habitación donde entraba Nancy Macaffee quedaba eclipsada por su presencia.

Al verla atravesar la cocina con zapatos violeta, el pelo recogido en una prolija cola baja, los ojos sombreados, las pestañas con máscara y los labios pintados de un color y delineados con otro, Eric bebió su café y sonrió.

– Gracias. -Nancy aceptó la taza que él le alcanzó y bebió con cuidado. -Mmm… parece que estás de buen humor.

– Sí.

– ¿Qué te hizo sonreír?

Eric se apoyó contra el armario, comió una gruesa rosquilla azucarada y bebió su café.

– Trataba de imaginarte como una madre de pueblo, digamos de unos cien kilos, con pantalones de jogging y ruleros todas las mañanas.

– ¡La boca se te haga a un lado! -Nancy arqueó una ceja e hizo una mueca. -¿Viste a alguien en la panadería?

– A dos turistas, a Sam Ellerby, a la chica de Hawkins y a Pete, que se asomó desde atrás.

– ¿Alguna novedad?

– No. -Eric se lamió los dedos y terminó el café. -¿Qué vas a hacer hoy?

– Informes de ventas semanales, para variar. Este trabajo sería ideal si no fuera por todo el papelerío.

Y los viajes, pensó Eric. Después de cinco días afuera, Nancy pasaba el sexto y con frecuencia la mitad del séptimo haciendo papeles; trabajaba duro, eso tenía que admitirlo. Pero adoraba el glamour asociado con las tiendas como Bonwit Teller, Neiman-Marcus y Rocco Altobelli… todos clientes de su cartera. Y si los viajes eran parte del trabajo, aceptaba las desventajas a cambio del glamour.

Ya tenía ese trabajo con Orlane cuando se mudaron de vuelta a Door County y Eric creyó que lo dejaría, se quedaría en casa y tendría una familia. Pero en cambio, había dedicado más horas, tanto a los viajes como al trabajo en la casa, para poder mantener el empleo.

– ¿Y tú? -preguntó Nancy, al tiempo que se ponía los anteojos para hojear el periódico semanal.

– Hoy estamos llenos; Mike también. Tenemos tres excursiones que sacar. -Enjuagó la taza, la metió en el lavaplatos y se puso una gorra de capitán blanca con brillante borde negro.

– ¿Así que no volverás hasta las siete?

– Creo que no.

Ella lo miró por encima de los grandes anteojos.

– Trata de terminar más temprano.

– No puedo prometértelo.

– Trata, nada más.

Eric asintió.

– Bien, será mejor que me ponga a trabajar -dijo Nancy, cerrando el periódico.

– Yo también.

Con el café y un jugo en la mano, ella le rozó la mejilla con la suya.

– Te veo esta noche.

Se dirigió al pequeño despacho de abajo mientras Eric salía de la casa y cruzaba la acera hasta un garaje de madera. Levantó la puerta a mano, echó una mirada al respetable Acura gris de Nancy y se subió a una desvencijada camioneta Ford que doce años antes era blanca, tenía un guardabarro trasero izquierdo y no necesitaba un alambre para sostener el caño de escape. El vehículo era un bochorno para Nancy, pero Eric se había encariñado con La Vieja Puta, como la llamaba afectuosamente. El motor todavía respondía bien; el nombre de la compañía y el teléfono se leían aún en las puertas; y el asiento del conductor -después de tantos años- estaba amoldado exactamente a su trasero.

Hizo girar la llave y masculló:

– Vamos, vieja puta, arranca.

Fue necesario un poco de aliento, pero en menos de un minuto de darle al arranque, el viejo motor cobró vida.

Eric lo hizo rugir, sonrió, puso marcha atrás y salió del garaje. El trayecto de Fish Creek a Gilis Rock cubría uno de los veinticinco kilómetros más bonitos de toda la creación, a juicio de Eric. A su izquierda, Bahía Green se veía en forma intermitente; granjas, huertos y bosques, a la derecha. Desde la calle principal de Fish Creek, bordeada de flores, el camino subía, se curvaba y bajaba por entre gruesos muros de bosque junto a casas y clubes privados, tomaba hacia el nordeste pero viraba hacia la costa una y otra vez: pasaba por el pequeño poblado de Ephraim con sus dos campanarios de iglesia reflejados en el cristalino puerto Eagle; por Bahía Sister, donde las famosas cabras de Al Johnson ya estaban pastando sobre el techo de hierbas de su restaurante; por Bahía Ellison, con su vista panorámica desde la colina detrás del hotel Grand View; y por fin en Gills Rock. Más allá, las aguas del lago Michigan se encontraban con las de Bahía Green y creaban las peligrosas corrientes de donde la zona tomaba su nombre: Death's Door, El Portal de la Muerte.

Eric se había preguntado muchas veces por qué a un pueblo y a una roca le habían puesto el nombre de un olvidado colono llama Elias Gill cuando los Severson habían llegado antes y todavía estaban allí. Diablos, hacía años que el apellido Gill había desaparecido de los padrones impositivos de la zona y de la guía telefónica. Pero la herencia de los Severson perduraba. El abuelo de Eric había construido la granja sobre el risco de la bahía y su padre, la casa escondida bajo los cedros junto a Hedgehog Harbor y la empresa de alquiler de barcos y excursiones de pesca que él y Mike habían agrandado para que proveyera un buen sustento a dos familias… tres, si contaba a Ma.

Algunos no llamarían a Gills Rock un pueblo. Era poco más que un aglomeramiento de viejos y descascarados edificios que se extendían como una sonrisa desdentada alrededor del lado sudeste del puerto. Un restaurante, un local de regalos, varios muelles de madera, un sitio donde atracaban los barcos y la casa de Ma eran los principales obstáculos que impedían que los árboles llegaran hasta la orilla. Desparramadas entre éstos, había construcciones más pequeñas y los característicos elementos de una comunidad pesquera: trailers, molinetes, bombeadores de gasolina, y los soportes sobre los que descansaban los grandes barcos en tierra durante el invierno.

Al tomar por el camino de entrada, la camioneta bajó por una colina empinada, saltando sobre la tierra rocosa. Arces y cedros crecían desordenadamente entre claros de grava y la colección de cabañas cerca de los muelles. El techo del cobertizo donde se limpiaban los pescados ya ostentaba una hilera de gaviotas cuyos excrementos habían manchado para siempre con blanco las tejas verdes. El humo del ahumadero colgaba en el aire, azul y penetrante. Y permeándolo todo estaba el siempre presente olor a madera y pescados en descomposición. Eric estacionó debajo de su arce preferido y vio que los hijos de Mike, Jerry Joe y Nicholas, ya estaban a bordo del Mary Deare y del Dove, pasando la aspiradora por las cubiertas, llenando de hielo las conservadoras de pescado y almacenando bebidas. Al igual que Mike y él, los muchachos habían crecido cerca del agua y salido en los barcos desde que sus manos tuvieron la fuerza suficiente para aferrarse a una baranda de seguridad. Con dieciocho y dieciséis años, Jerry Joe y Nicholas eran contramaestres expertos y responsables en ambos barcos.

Eric cerró la puerta de la camioneta, saludó a los muchachos con la mano y se dirigió a la casa.

Había crecido allí y no le molestaba que funcionara como oficina para las excursiones de pesca. La puerta principal podía estar cerrada a veces, pero nunca con llave; ya a las siete menos cinco de la mañana estaba todo lo abierta que la hinchada y retorcida madera permitía y sostenida por un cajón de Coca-Cola. Las paredes de la oficina, revestidas de madera de pino salpicada de nudos, estaban cubiertas con señuelos, cucharas, repelente de insectos, una radio-receptora y tranmisora, formularios de permisos de pesca, mapas de Door County, redes, dos salmones del Pacífico montados en soportes y docenas de fotografías de turistas con las mejores piezas obtenidas. De un perchero colgaban trajes de goma que estaban en venta, de otro un arco iris de buzos con la inscripción EXCURSIONES DE PESCA SEVERSON, GILLS ROCK. En el suelo, apilados, había más cajones de gaseosas, mientras que sobre una mesita de juego en un rincón, una cafetera de veinticinco pocillos ya humeaba, lista para ofrecer su mezcla recién molida a los turistas.

Eric rodeó el mostrador con la antigua caja registradora de bronce y se dirigió a la parte trasera, pasando por una estrecha puerta que daba a una habitación que en un tiempo había sido un porche, pero que ahora almacenaba una provisión de hieleras de telgopor y la máquina de hacer hielo.

En un extremo del porche, otra puerta llevaba a la cocina.

– Buen día, Ma -saludó al entrar.

– Buen día para ti también.

Eric buscó dentro de un armario una gruesa taza blanca y se sirvió café de una cascada cafetera esmaltada mantenida al calor de una cascada cocina esmaltada, la misma que estaba allí cuando él era niño. La parrilla estaba amarillenta y la pintura de la pared detrás mostraba una aureola amarilla, pero Ma era muy poco doméstica y no se avergonzaba de ello. La única excepción era que amasaba pan dos veces por semana y se negaba a ingerir pan comprado alegando: "¡Esa porquería te envenenará!"

Esa mañana estaba preparando la masa sobre una vieja mesa con un mantel de plástico azul. Por lo que recordaba Eric, el mantel era la única cosa que había sido cambiada en esa cocina desde el año 1959 cuando la antigua heladera de madera cedió el lugar a la Gibson comprado por Ma. Ésta era ahora una reliquia, pero seguía funcionando.

Ma jamás arrojaba nada que todavía tuviera un día de vida útil.

Estaba vestida con su atuendo habitual, vaqueros y una ajustada remera turquesa que le marcaba tres rollos sobrepuestos. A Anna Severson le encantaban las remeras con eslóganes. La de ese día ostentaba la leyenda: LO HAGO CON HOMBRES MÁS JÓVENES y un dibujo de una anciana pescando con un hombre joven. Los rulos cobrizos y ajustados tenían la forma reciente de los ruleros de permanente y la pequeña nariz respingada sostenía un par de anteojos casi tan viejos y tan amarillentos como la heladera Gibson.

Volviéndose con la taza en la mano, Eric la observó dirigirse a un armario para buscar los moldes de pan.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Ja.

– ¿Así de malhumorada, eh?

– ¿Viniste nada más que a beberme el café y molestarme?

– ¿Así llamas a este brebaje? -Eric miró la taza. -Daría dolor de estómago a un camionero.

– Entonces bebe esa agua sucia que hay en la oficina.

– Sabes que detesto esas tacitas.

– Entonces toma el café en tu casa. ¿O acaso esa mujer que tienes no sabe hacerlo? ¿Regresó anoche?

– Sí. A eso de las diez y cuarto.

– Ja.

– Ma, no empieces.

– Vaya vida, tú aquí y ella por todos los Estados Unidos de América. -Untó un molde con grasa y lo apoyó ruidosamente sobre el mantel. -Tu padre me habría traído a casa de los pelos si yo hubiera intentado algo así.

– No tienes pelos suficientes. ¿Qué te hiciste, a propósito? -Fingió estudiar seriamente los feos rulos cerrados.

– Fui anoche a lo de Barbara para que me hiciera la permanente. -Barbara era la mujer de Mike. Vivían en el bosque a menos de veinte metros por la costa.

– Están tan tomados que me duelen a mí de sólo mirarte.

Ella le pegó con un molde y luego colocó el pan adentro.

– No tengo tiempo para andar con pavadas y lo sabes. ¿Desayunaste?

– Sí.

– ¿Qué comiste, rosquillas azucaradas?

– Ma, te estás metiendo en lo que no te incumbe.

Ella metió el pan en el horno.

– ¿Para qué otra cosa sirven las madres? Dios no hizo ningún mandamiento que dijera "No te meterás", así que me meto. Para eso sirven las madres.

– Creí que servían para vender permisos de pesca y tomar reservas de excursiones.

– Si quieres esa salchicha que sobró, cómetela. -Hizo un movimiento con la cabeza en dirección a una sartén de hierro que estaba sobre la cocina y comenzó a quitar la harina del mantel con el canto de la mano.

Eric levantó la tapa y encontró dos salchichas casi frías, una para él y una para Mike, como de costumbre. Tomó una con los dedos y se apoyó contra la mesada para comerla mientras pensaba.

– Ma, ¿recuerdas a Maggie Pearson?

– Claro que la recuerdo. La permanente no me afectó el cerebro. ¿Qué la trae a colación?

– Me llamó anoche.

Por primera vez desde que él había entrado en la habitación, su madre dejó de moverse. Se volvió de la pileta y lo miró por encima del hombro.

– ¿Te llamó? ¿Para qué?

– Para saludarme.

– Vive en algún sitio por el Oeste, ¿no es así?

– En Seattle.

– ¿Llamó desde Seattle nada más que para saludar?

Eric se encogió de hombros.

– ¿Es viuda, no?

– Sí

– Es eso, entonces.

– ¿Es eso, qué?

– Siempre anduvo detrás de ti. Olisqueando, eso es lo que está haciendo. Las viudas empiezan a olisquear cuando necesitan un hombre.

– Ay, Ma, por Dios, Nancy estaba a mi lado cuando llamó.

– ¿Cuando llamó quién? -interrumpió Mike. Había llegado en la mitad de la conversación. Tenía quince kilos y dos años más que su hermano, además de una espesa barba castaña.

– Su antigua novia -respondió Anna Severson.

– ¡No es mi antigua novia!

– ¿Quién? -repitió Mike, yendo directamente al armario para buscarse una taza y llenarla de café.

– Esa chica Pearson, con quien Eric solía besuquearse en este porche de aquí atrás cuando creía que todos estábamos en la cama.

– ¡Dios Santo! -se quejó Eric.

– ¿Maggie Pearson? -Mike arqueó las cejas.

– La hija de Vera y Leroy Pearson, la recuerdas -explicó Anna.

Probando el café humeante con los labios, Mike sonrió a su hermano.

– ¡Vamos! Tú y la vieja Maggie por poco incendiaban el viejo sofá cuando estábamos en la secundaria.

– De haber sabido que iba a tener que escuchar tantas estupideces, no les habría contado nada.

– ¿Y qué quería? -Mike atacó la salchicha restante.

– No lo sé. Ella y Glenda Holbrook se mantienen en contacto, ella llamó, y hablamos: ¿Te casaste? ¿Tienes hijos? Ese tipo de cosas.

– Olisqueando -acotó Anna desde la pileta, de espaldas a sus hijos.

– ¡Ma!

– Sí, te oí. Nada más que para saludar.

– Les mandó saludos a ustedes dos, también, pero no sé para qué me tomo la molestia de decírselo.

– Mmm, aquí falta algo -caviló Mike.

– Bueno, cuando descubras qué es, sin duda me lo harás saber-replicó Eric con sarcasmo…

Afuera en la oficina, la radio emitió un chasquido y se oyó la voz de Jerry Joe.

Mary Deare a base, ¿estás ahí, abuela?

Eric, que era el que más cerca estaba de la oficina, fue a responder.

– Habla Eric. Adelante, Jerry Joe.

– Buen día, capitán. Los grupos de las siete horas están aquí. Acabo de mandarlos los para la oficina. Nick y yo necesitaríamos ayuda.

– Voy enseguida.

Eric echó una mirada por la puerta abierta de la oficina y vio a un grupo de hombres acercarse desde el muelle para registrarse, pagar y comprar los permisos: tareas de Ma. Más allá de las mesas de limpieza de pescados vio a Tim Rooney, el empleado, dando indicaciones a un barco que bajaba hacia el agua por la rampa, mientras que otra camioneta con barco acababa de estacionar en la entrada.

Eric apagó el micrófono y gritó:

– ¿Ma? ¿Mike? Vienen clientes desde todas partes. Voy para el barco.

Puntualmente a las siete y media, los motores del Mary Deare cobraron vida con Eric al timón. Jerry Joe soltó las amarras y saltó a bordo mientras Eric tiraba de la cuerda de la sirena y quebraba el silencio con un estallido ensordecedor. Desde la cabina de mando del The Dove, Mike respondió con otro aullido de sirena al tiempo que el también encendía los motores.

Bajo las manos de Eric, el ancho timón de madera se estremeció cuando él puso la marcha adelante y salió lentamente de Hedgehog Harbor.

Ése era el momento del día que a Eric más le gustaba, las primeras horas de la mañana, con el sol levantándose detrás de él y dedos de vapor elevándose del agua, separándose y rizándose a medida que el barco avanzaba; y arriba un batallón de gaviotas haciendo de escolta, chillando con las cabezas ladeadas hacia el sol; hacia el oeste, el risco Door elevándose filoso y verde contra el horizonte violeta.

Eric apuntó la proa hacia el norte, dejando atrás el olor de madera y pescado del muelle para cambiarlo por la vigorizante frescura de las aguas abiertas. Encendió el sondeador de profundidad y desenganchó el micrófono de la radio del techo.

– Aquí el Mary Deare en diez. ¿Quién está allí afuera esta mañana?

Un instante después se oyó una voz.

– Aquí el Mermaid, afuera del risco Table.

– Hola, Rog, ¿tuviste suerte?

– Todavía nada, pero los estamos marcando a cincuenta y cinco pies.

– ¿Hay alguien más afuera?

– El Mariner iba hacia la isla Washington, pero está bajo niebla, de modo que subieron las líneas y tomaron hacia el este.

– Entonces creo que rodearé el risco Door.

– Buena idea. No hay acción por aquí.

– ¿A qué profundidad estás tirando?

– Poca. Cuarenta y cinco pies, más o menos.

– Probaremos un poco más profundo, entonces. Gracias, Rog.

– Buena suerte, Eric.

Entre los guías de Door County era costumbre intercambiar información en forma generosa para tratar de que cada expedición de pesca fuera un éxito, pues eso hacía que los pescadores volvieran.

Eric hizo un último llamado.

– Mary Deare a base.

Se oyó la voz de Ma, áspera y gruesa.

– Adelante, Eric.

– Voy a rodear el risco Door.

– Te escucho.

– Te veré a las once. Que esté listo ese pan, ¿eh?

Ella oprimió el botón de habla en medio de una risotada.

– Muy bien, cambio y fuera.

Sonriendo por encima del hombro mientras colgaba el micrófono, Eric llamó a Jerry Joe.

– Hazte cargo mientras pongo las líneas.

Durante los siguientes treinta minutos estuvo ocupado poniendo brillantes señuelos en cañas y cuerdas, asegurándolas a los aparejadores de popa, contando las veces que cada línea cruzaba el carretel a medida que se abría hacia afuera, fijando las profundidades a base de lo anterior. Distribuyó las líneas entre los pescadores, verificó el radar multicolor en busca de peces cebo o salmones y mantuvo un ojo vigilante sobre los extremos de los carreteles en sus vainas a lo largo de las barandas laterales y de la trasera. En todo momento bromeó con los clientes, dando confianza a los nuevos, recordando viejas pescas exitosas con los antiguos, haciéndolos reír y seduciéndolos para que volvieran.

Era bueno en su trabajo, bueno con la gente y bueno con las líneas. Cuando engancharon el primer pez, su entusiasmo añadió tanta excitación como la caña curvada. La sacó de la vaina, gritando instrucciones, poniéndola en manos de un hombre delgado y calvo de Wisconsin, luego atando alrededor de la cintura del hombre un pesado cinturón de cuero para sujetar el extremo de la caña, al tiempo que le gritaba las directivas que su padre le había dado a él años antes.

– ¡No tires hacia atrás! ¡Mantente cerca de la baranda! -Y a Jerry Joe: -¡Menos motor, vira hacia la derecha! ¡Lo tenemos! -Regañaba y daba aliento con el mismo encanto, entusiasmado como si ésa fuera la primera pesca que hubiera supervisado, manejando la red con sus propias manos e izando los pescados por encima de la baranda.

Había estado pescando en esas aguas toda su vida, de modo que no fue una sorpresa que la expedición fuera un éxito: seis salmones para seis pescadores.

Al regresar al puerto a las once, pesó los peces, los colgó de un tablón con ganchos y la inscripción EXCURSIONES SEVERSON, Gills Rock, alineó a los orgullosos pescadores detrás de sus presas, tomó las habituales fotografías Polaroid, obsequió una a cada pescador, limpió los pescados, vendió cuatro heladeras de telgopor y cuatro bolsas de hielo y subió a almorzar a lo de Ma.

Para las siete de la tarde había repetido la misma rutina tres veces. Había puesto señuelos a las líneas un total de cuarenta y dos veces, conocido a ocho clientes nuevos, visto a once de los viejos, ayudado a sacar quince salmones del Pacífico y tres truchas marrones, limpiado los dieciocho pescados y de alguna forma, pensado en Maggie Pearson más veces de lo que deseaba admitir. Era curioso cómo una llamada así despertaba recuerdos. Y nostalgia y preguntas como: ¿Y si…?

Al trepar la cuesta hasta la casa de Ma por última vez, pensó de nuevo en Maggie. Miró el reloj. Eran las siete y cuarto y Nancy tendría la cena lista, pero había tomado una decisión. Iba a hacer una llamada antes de regresar a su casa.

Cuando entró, Mike y los muchachos se habían ido y Ma estaba cerrando la oficina.

– Gran día -comentó Ma, mientras desenchufaba la cafetería.

– Sí.

En la cocina, la guía telefónica de Door County colgaba de una cinta sucia, junto a la heladera. Mientras buscaba el número, supo que Ma entraría detrás de él, pero no tenía nada que ocultar. Marcó. El teléfono sonó en su oído y Eric apoyó un codo contra la parte superior de la heladera. Como había previsto, entró Ma con el colador y comenzó a arrojar el café usado dentro de la pileta mientras Eric escuchaba el teléfono sonar por cuarta vez.

– ¿Hola? -dijo un niño.

– ¿Está Glenda?

– Un momento. -El teléfono golpeó. El mismo niño regresó y dijo: -Pregunta quién es.

– Eric Severson.

– Un minuto. -Lo oyó gritar: -¡Eric Severson! -Ma se movía por la habitación y escuchaba.

Instantes después Glenda tomó el teléfono.

– ¡Eric, hola! Hablando de Roma…

– Hola, Brookie.

– ¿Te llamó?

– ¿Maggie? Sí. Me dejó helado de sorpresa.

– A mí también. Estoy preocupadísima por ella.

– ¿Preocupada?

– Bueno, sí, claro… quiero decir… caramba ¿tú no?

Eric se dio un sacudón mental.

– ¿Debería estarlo?

– ¿Bueno, no le diste cuenta de lo deprimida que estaba?

– No. Es decir, no me dijo nada. Sólo… bueno, sólo nos pusimos al día, sabes.

– ¿No te dijo nada de ese grupo con el que está trabajando?

– ¿Qué grupo?

– Está muy mal, Eric -le contó Brookie-. Perdió a su marido hace un año y su hija acaba de partir para la universidad. Aparentemente ha estado haciendo terapia de angustias con un grupo y todo se le vino encima de golpe. Estaba luchando para aceptar el hecho de que el marido murió y en medio de lodo alguien del grupo trató de suicidarse.

– ¡Suicidarse! -Eric se irguió por completo. -¿Quieres decir que ella también podría estar así?

– No lo sé. Lo único que me contó es que el psiquiatra le dijo que cuando comience a deprimirse lo mejor que puede hacer es llamar a viejos amigos y hablar sobre tiempos pasados. Es por eso que nos llamó. Somos su terapia.

– Brookie, no lo sabía. Si hubiera… Pero ella no me dijo una palabra del psiquiatra, ni de la terapia, ni nada. ¿Está internada o algo así?

– No, está en su casa.

– ¿Qué impresión te dio a ti? Estaba deprimida o… -Su mirada preocupada se clavó en Anna, que había dejado de trabajar y lo observaba.

– No lo sé. La hice reír, pero es difícil decir. ¿A ti qué te pareció?

– No sé, tampoco. Han pasado veintitrés años, Brookie. Es difícil saber por la voz. La hice reír, también, pero… diablos, si sólo me hubiera dicho algo…

– Bueno, si tienes tiempo, llámala de vez en cuando. Creo que le hará bien. Ya hablé con Fish, Lisa y Tani. Vamos a turnarnos, por decirlo así.

– Buena idea. -Eric pensó menos de dos segundos antes de tomar la decisión. -¿Tienes el número, Brookie?

– Sí. ¿Tienes lápiz? Eric tomó uno que colgaba de la cinta.

– Sí, dime.

Bajo la mirada de su madre, anotó el número de Maggie entre los garabateados sobre la tapa de la guía.

– 206-555-3404 -repitió -. Gracias, Brookie.

– ¿Eric?

– ¿Sí?

– Mándale saludos y dile que pienso en ella y que la llamaré pronto.

– Muy bien.

– Saludos a tu madre.

– Gracias, se los daré. Estoy en su casa, ahora. Adiós, Brookie.

– Adiós.

Colgó y sus ojos se encontraron con los de Anna. Sentía que una tropilla de caballos le galopaba dentro del cuerpo.

– Está en un grupo de terapia para gente suicida. El médico le dijo que llame a viejos amigos. -Suspiró, tenso y preocupado.

– Pobrecilla, pobrecilla niña.

– No me dijo nada, Ma. No debe de ser fácil decirlo.

Eric fue hasta una ventana, miró hacia afuera y vio a Maggie como la recordaba, una muchacha alegre que reía con facilidad. Se quedó allí varios minutos, lleno de una sorprendente preocupación, pensando qué debía hacer.

Por fin se volvió hacia Anna. Tenía cuarenta años, pero necesitaba la aprobación de ella antes de hacer lo que tenía en la mente.

– Tengo que llamarla, Ma.

– Por supuesto.

– ¿Te molesta si llamo de aquí?

– En absoluto. Voy a darme un baño. -Abandonó el colador y el café en la pileta, atravesó la habitación en dirección a Eric, le dio un abrazo -cosa que raramente hacía- y le palmeó la espalda.-A veces, hijo, no tenemos alternativa -dijo, y se marchó, dejándolo de pie junto al teléfono que aguardaba.

Загрузка...