Capítulo 6

Cuando Maggie regresó a Seattle, su vida cobró un ritmo frenético. El director de la escuela dijo que lamentaba verla partir, pero que no le resultaría un problema contratar una profesora en su reemplazo. Antes de abandonar el edificio, ya había desocupado su escritorio. En su casa, rastrilló las agujas de pino secas, podó los arbustos, llamó a Elliot Tipton, un conocido que trabajaba en bienes raíces, y antes de que él se fuera, ya colgaba un letrero de la puerta. Siguiendo el consejo de Elliot, contrató obreros para que pintaran el exterior de la casa y volvieran a empapelar un baño. Llamó al embarcadero Waterways Marina y les dio la orden de que rebajaran el precio del velero en dos mil dólares: quería venderlo rápido. Llamó a Allied Van Lines y pidió un presupuesto para la mudanza. Recibió noticias de Thomas Chopp, que le informó que la Casa Harding tenía podredumbre seca en los pisos del porche; humedades en una de las paredes (en un rincón de la habitación de servicio, donde había habido pérdidas de un caño y las hormigas carpinteras se habían dado un festín); no tenía aislación; la instalación eléctrica era inadecuada, la caldera, demasiado pequeña y también que necesitaría tapajuntas y respiraderos nuevos en el techo. Éste, sin embargo, dijo, estaba en condiciones sorprendentemente buenas, al igual que los durmientes del piso y las paredes interiores. Por lo tanto, opinaba que se podía renovar la casa pero que costaría mucho dinero.

Maggie recibió el folleto de Salud y Servicios Sociales que regulaba las hosterías del estado de Wisconsin y descubrió que necesitaría otro baño y una salida de incendios arriba para adecuarse al código, pero no encontró ningún otro motivo por el que pudieran negarle el permiso.

Llamó a Althea Munne y le dio orden de preparar los papeles para la compra final y retenerlos hasta volver a tener noticias de ella.

Contrató a tres albañiles de Door County y les pidió que le enviaran dibujos y presupuestos de las remodelaciones.

Llamó a su padre, que le dijo que la recibiría con todo gusto en la casa hasta que la suya se tornara habitable.

Habló con su madre, que le dio una serie de órdenes, incluyendo la advertencia de que no cruzara las montañas sola sí había nieve.

Y finalmente llamó a Katy.

– ¿Vas a hacer qué?

– Mudarme de vuelta a Door County.

– ¿Y vender la casa de Seattle? -La voz de Katy se elevó.

– Sí.

– ¡Mamá, cómo puedes hacer eso!

– ¿Qué me estás diciendo? Sería insensato mantener dos casas.

– Pero es la casa donde nací y me crié. ¡Ha sido mi hogar desde que tengo memoria! ¿Quieres decir que no tendré la oportunidad de volver a verla?

– Podrás venir a mi casa de Fish Creek cada vez que lo desees.

– ¡Pero no es lo mismo! Mis amigos están en Seattle. Y ya no tendré mi antigua habitación ni… ni… ni nada.

– Katy, me tendrás a mí, cualquiera que sea el sitio donde viva.

La voz de Katy sonó rabiosa.

– No me vengas con tu psicología maternal, mamá. Me parece que es hacerme una porquería, vender la casa no bien me voy de allí. A ti tampoco te gustaría.

Maggie disimuló lo horrorizada que se sentía ante la furia de Katy.

– Katy, pensé que te gustaría tenerme más cerca, así podrías regresar a casa con más frecuencia. ¡Si es tan cerca que hasta puedes venirte en automóvil los fines de semana! Y en las vacaciones podemos estar con los abuelos, también.

– Los abuelos. Casi no los conozco.

Por primera vez la voz de Maggie se tornó áspera.

– ¡Bueno, quizá sea hora de que los conozcas! Me parece, Katy, que te estás comportando con bastante egoísmo respecto de todo esto.

Se oyó un sorprendido silencio del otro lado de la línea. Después de unos segundos Katy dijo con voz tensa:

– Tengo que irme, mamá. En diez minutos empieza una clase.

– Muy bien. Llama cuando quieras -respondió Maggie con serena indiferencia.

Después de colgar, se quedó junto al teléfono, apretándose el estómago. Le temblaba. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había antepuesto sus deseos a los de Katy y no recordaba la última vez que se habían hablado de mal modo. Sintió una profunda desilusión. ¡Cuan increíblemente egoístas podían ser los hijos a veces! Por lo que a Katy le concernía, Maggie podía hacer cualquier cosa para recobrar la felicidad… siempre y cuando no le resultara inconveniente a ella.

Estuve junto a ti cada vez que me necesitaste, Katy, durante toda ni vida. Fui una madre buena y abnegada que te dedicó tiempo y jamás dejé que mi trabajo me hiciera estar menos contigo. Y ahora, cuando necesito tu aprobación para que mi emoción sea completa, no me la das. Pues bien, jovencita, te guste o no, ha llegado el momento de hacer lo que deseo y no lo que tú quieres.

Maggie se sorprendió ante su propia determinación. De pie en la cocina donde había dado de comer en la boca a Katy, donde años más tarde ella le había dejado migas de pan para que limpiara, Maggie se sintió como una oruga que sale del capullo convertida en mariposa.

Cielos, pensó. Tengo cuarenta años y todavía sigo creciendo. En ese momento comprendió otra cosa más, algo que el doctor Feldstein había dicho en numerosas ocasiones: tenía dentro de ella el poder de crear o destruir la felicidad a elección. Ella lo había hecho. Ella había ido a Door County, renovado viejas amistades, explorado una casa antigua y puesto emoción de nuevo en su vida. Y la emoción y las expectativas eran lo que hacía la diferencia. Una vida sin ellas hacía que una madre se apoyara demasiado en los hijos, un paciente demasiado en su psiquiatra, una viuda, demasiado en sí misma.

Se dirigió a la salita íntima y se paró en medio de la habitación, girando lentamente y contemplando el sitio que guardaba cientos de recuerdos. Me iré de aquí sin remordimientos, recordando sólo con cariño. No te molestará, Phillip, lo sé. No hubieras querido que mantuviera la casa como urna de reliquias a cambio de mi propia felicidad. Katy llegará a comprenderlo con el tiempo.


Se mudó a Door County a mediados de septiembre. La casa de Seattle no se había vendido, de modo que dejó los muebles y se llevó solamente los objetos personales que le cabían en el coche.

Nunca había sido muy resistente para conducir en viajes de larga distancia, y volvió a sorprenderse a sí misma al mantenerse completamente despierta durante períodos de diez horas sin nadie con quien turnarse. En el pasado, ella había sido siempre el relevo, y aun así, se había cansado luego de la primera hora al volante. Ahora, sabiendo que debía arreglárselas sola, lo hizo.

Tampoco había estado nunca sola en un hotel. Siempre estaba Phillip para bajar las maletas del baúl, un compañero con quien buscar un sitio para cenar, y luego, un cuerpo tibio y familiar en una cama fría y desconocida. Resolvió el tema de la cena yendo a la ventanilla para coches de un McDonald y comiéndose la hamburguesa y las papas fritas en la habitación del motel. Agotada luego del día detrás del volante, se quedó dormida casi antes de terminar la última papa frita y durmió como un bebé. Apenas si echó de menos a Phillip.

Idaho le resultó rocoso, Montana, hermoso, Dakota del Norte, interminable y Minnesota emocionante, pues se estaba acercando a casa. Pero cuando cruzó el río St. Croix y entró en Hudson, sintió la diferencia. ¡Esto era Wisconsin! Las cuidadas y ondulantes granjas con inmensos rodeos de vacas lecheras blancas y negras. Las orgullosas casas de campo de dos plantas junto a graneros rojos con techos a la holandesa. Grandes campos de maíz que lindaban con vastos bosques. Tiendas donde se vendían quesos, tiendas de antigüedades y un bar en cada cruce de caminos. En una oportunidad, cerca de Neillsville, vio a un granjero -de la secta Amish, sin duda-, cosechando detrás de una yunta de caballos. Y más al este, los cultivos de ginseng con los toldos de sombra extendidos como mantas sobre las plantas.

Dio la vuelta a la Bahía Green y tomó hacia el norte, sintiendo la misma emoción que la última vez que entró en Door County, apreciando su invariabilidad, comprendiendo la necesidad de conservarla. Parecía un trozo de Vermont mal ubicado. El zumaque silvestre -precursor del otoño- comenzaba a ponerse rojizo. Ya estaban recolectando las primeras manzanas de la temporada. Las pilas de madera eran altas junto a las puertas de las casas.

Al acercarse a Fish Creek, decidió pasar primero por su casa. Tomó a la izquierda desde la carretera por un camino sinuoso que desembocaba en Cottage Row, su nuevo vecindario. Bajó la ventanilla y saboreó los aromas: el áspero olor de los cedros y el perfume a hierba que tienen los álamos en determinados momentos del año cuando se mueve la savia. El corazón le dio un vuelco cuando tomó una curva y atisbó su propia hilera de árboles. Estacionó en la cancha de tenis junto a la vieja glorieta y miró hacia la casa. Más allá de los descuidados arbustos no se veía más que el techo, pero tan sólo eso la llenó de emoción. Junto al camino, un cartel de Vendido había sido agregado al de la inmobiliaria Homestead.

Vendido… a Maggie Steam; el comienzo de su nueva vida.


Se instaló temporariamente -muy temporariamente, se prometió- en casa de sus padres y llamó a Katy para hacerle saber que había llegado bien. La respuesta de Katy fue: "Sí, bueno, mamá. Oye, no puedo hablar ahora, las chicas me están esperando para bajar al comedor." Después de cortar, pensó: Despabílate, Maggie, los hijos no se preocupan por los padres de la forma en que los padres se preocupan por ellos.

Vera dio pruebas de esto cargoseándola incesantemente.

– Asegúrate de que el abogado lea bien todo, así sabes en qué te metes. Hagas lo que hicieres, no vayas a contratar a los Hardenspeer para hacer las remodelaciones. Irán a trabajar medio ebrios, se caerán de una escalera y te querrán sacar hasta el último centavo con un juicio. Maggie, ¿estás segura de que estás haciendo lo correcto? Me parece que a una mujer sola se la puede estafar de mil formas en la remodelación de una casa tan grande. ¡Casi hubiera preferido que te quedaras en Seattle, por más que me guste tenerte aquí! ¡No sé en qué pensaba tu padre al apoyarte en esta locura!

Maggie soportaba los aguijoneos de Vera manteniéndose ocupada. Fue a Bahía Sturgeon y llenó un formulario de solicitud de permiso condicional de uso para abrir un establecimiento de hospedaje y desayuno en Fish Creek. Hizo los arreglos necesarios para la inspección de agua que requería la ley antes de la reventa de cualquier casa que tuviera su propio pozo; abrió una cuenta en el Banco de Fish Creek, solicitó servicio eléctrico y telefónico y una casilla de correo, puesto que Fish Creek no tenía reparto postal a domicilio fuera de los límites de la ciudad. Se reunió con cada uno de los albañiles con los que se había puesto en contacto por teléfono y juntó los presupuestos. El más bajo rayaba los sesenta mil dólares.

El sentido común le decía que esperara a que le otorgaran el permiso antes de proceder a la compra de la casa, pero el tiempo se convirtió en algo de primera importancia: pronto llegarían las heladas. Debido a la cantidad de trabajos de plomería que había que hacer, y al hecho de que habría que demoler una pared entera y cambiar la caldera, Maggie tomó la decisión de llevar el negocio a término y esperar lo mejor.

El trato se cerró en la última semana de septiembre, y dos días más tarde, los hermanos Lavitsky, Bert y Joe, abrieron un boquete en la pared del cuarto de servicio lo suficientemente grande para meter su camión: las remodelaciones habían comenzado.


Maggie recibió el llamado de la Junta de Adaptaciones de Door County -comúnmente llamada la junta de planeamiento- esa misma semana, solicitándole que se presentara ante ellos la noche del martes siguiente.

Lo que significaba que debía ponerse en contacto con Eric.

No lo había visto ni le había hablado desde su regreso, y sintió resquemor al tener que marcar su número. En una fría mañana de viernes con los arces junto a su ventana cubiertos de escarcha, se quedó de pie en la ruidosa cocina de su casa nueva vestida con un grueso pulóver, con la mano apoyada sobre el teléfono. Adentro, Bert Lavitsky arrancaba los placares de la pared. Afuera, su hermano cambiaba el piso de la galería trasera. KL5-3500. Por alguna extraña razón, sabía el número de memoria, pero retiró la mano sin marcar y cruzó los brazos con fuerza, frunciendo el entrecejo mientras miraba el teléfono. No seas tonta, Maggie, recuerda lo que dijo Brookie. No es nada importante, así que no le adjudiques una importancia que no tiene. Además, seguro que contestará Anna.

Levantó el teléfono y marcó el número antes de poder arrepentirse. La voz que respondió decididamente no era la de Anna.

– Excursiones Severson.

– Ah… hola… ¿Eric?

– ¿Maggie?

– Sí.

– ¿Pero cómo estás? Oí que habías vuelto y cerrado el trato con la casa.

Maggie se tapó un oído.

– ¿Podrías hablar un poco más fuerte, Eric? Estoy en la casa y están martillando por todas partes.

– Dije que me enteré de que habías vuelto y cerrado trato con la casa.

– Antes de lo que sería prudente, pero la nieve puede llegar en menos de un mes, de modo que pensé que sería mejor poner a los Lavitsky a destruir las paredes sin demora.

– Así que los Lavitsky, ¿eh?

– Son ellos los que están haciendo todo este ruido. Estuve averiguando y parecen tener buena reputación -dijo por encima de los golpes de martillo.

– Son honestos y trabajan bien. La velocidad con que lo hacen es otro asunto.

– Prevenir es curar. Lo tendré en cuenta y me encargaré de apurarlos. -En ese momento Bert se metió el martillo en un bolsillo del mameluco y salió a sentarse con Joe en el escalón de la galería para tomarse un café matinal.

– Ay, qué alivio -suspiró Maggie ante el repentino silencio-. Es hora del recreo, así que ya puedes dejar de gritar.

Oyó reír a Eric.

Luego de una pausa, añadió.

– Tuve noticias de la junta. Quieren que me presente ante ellos el martes por la noche.

– ¿Sigues con ganas de que te acompañe?

– Si no es demasiada molestia.

– No. Eh absoluto. Será un gusto.

Maggie suspiró, obligándose a relajarse.

– Qué suerte. Te lo agradezco de veras, Eric. Bien, te veré allí, entonces. A las siete y media en el tribunal.

– Espera, Maggie. ¿Vas a ir sola hasta allí?

– Era lo que había pensado.

– Pues no tiene sentido que vayamos en dos coches. ¿Quieres que te lleve?

Tomada por sorpresa, Maggie balbuceó:

– Bueno… sí… claro, es una buena idea.

– ¿Te paso a buscar por la casa de tus padres?

A Vera le daría un ataque, pero ¿qué podía decir Maggie?

– Perfecto.


La noche del martes no se puso gel en el pelo y eligió la ropa con cuidado para causar una impresión favorable ante la junta. Quería parecer madura, elegante y -tenía que admitirlo- suficientemente adinerada como para tener la solvencia necesaria para restaurar un sitio del tamaño de la Casa Harding. Pero no demasiado llamativa. Eligió una falda plisada con los colores del otoño, una blusa color marfil con la parte delantera bordada, un cinturón de cuero con hebilla grande y, en el cuello, un broche ovalado con una amatista. Sobre el conjunto, se puso una chaqueta entallada de gamuza color ciruela.

Cuando bajó, su madre le dirigió una mirada y comentó:

– Un poco demasiado elegante para una reunión en el pueblo, ¿no crees?

– No es una reunión en el pueblo, es una presentación ante la junta que me juzgará a mí tanto como al negocio que les propongo. Quería dar a entender que sabría cómo devolver su atractivo a una casa decrépita. Me pareció que el broche ovalado era un bonito toque pintoresco ¿y a ti?

– Pintoresco es, no cabe duda -replicó Vera-. Ya no sé adonde iremos a parar. Una mujer sola corriendo por todo el distrito con un hombre casado, y en las narices de su propia madre.

Maggie sintió que se ruborizaba.

– ¡Mamá!

– Vamos, Vera -dijo Roy, pero ella no le prestó atención.

– Bueno, eso es lo que haces, ¿no?

– Eric va a tratar de convencer a la junta para que me aprueben, ¡nada más!

– Pues ya sabes lo que dirá la gente. La mujer nunca está en casa y él hace de escolta a una viuda recién llegada.

– ¡No me hace de escolta! ¡Además, no me gustan tus insinuaciones!

– Puede ser que no te gusten, Margaret, pero soy tu madre y mientras estés en esta casa…

El timbre la interrumpió y Vera se apresuró a ir a la puerta antes de que pudieran adelantársele. Para angustia de Maggie, resultó ser Eric, de pie en el pórtico con un rompevienlos azul que decía EXCURSIONES SEVERSON en el pecho. Si solamente hubiera estacionado y tocado la bocina, Maggie se habría sentido menos culpable. Pero allí estaba, sonriente y de buen humor, como en los días en que pasaba a buscarla cuando salían juntos.

– Hola, señora Pearson. ¿Cómo está?

– Hola -respondió Vera sin sonreír.

– Maggie viaja a Bahía Sturgeon conmigo.

– Sí, lo sé.

Maggie tomó su cartera y pasó velozmente junto a Vera.

– Ya estoy lista, Eric. Será mejor que nos apresuremos o llegaremos tarde. -Pasó junto a él como un rayo y bajó trotando los escalones. Estaba de pie junto a la camioneta, intentando en vano abrir la puerta, cuando él se acercó y le hizo a un lado la mano.

– Esta vieja cosa es un poco rebelde. A veces hay que hablarle y suavizarla un poco. -Empujó con el cuerpo y abrió la puerta. Al subir, Maggie sintió los ojos de su madre sobre ella, observando cada movimiento desde la ventana de la sala. Eric cerró la puerta, dio la vuelta y subió.

– Discúlpame por el vehículo -dijo, poniéndolo en movimiento-, es como una vieja mascota familiar: sabes que deberías ponerlo a dormir para siempre, pero te cuesta tomar la decisión.

Maggie permaneció tiesa y silenciosa, mirando por la ventanilla con expresión furibunda.

Cuando la camioneta tomó envión, Eric le echó una mirada y preguntó:

– ¿Qué sucede?

– ¡Es mi madre! -respondió Maggie con la voz tensa de indignación-. ¡Es una harpía!

– Es difícil vivir con ellos una vez que te has ido.

– Era difícil vivir con ella antes de irme.

– Reconozco que en mi vida me han recibido en formas más calidas que esta noche. ¿Está molesta porque vamos juntos a Bahía Sturgeon? -Ante el silencio obstinado de Maggie, comprendió que había adivinado. -Maggie, debiste haberme dicho algo, debiste haberme llamado y hubiéramos ido cada uno por su cuenta. Sólo pensé que como íbamos al mismo sitio…

– ¿Por qué debería decir algo? ¿Por qué tendría que dejarla interpretar mal un encuentro perfectamente inocente? ¡Vamos juntos al tribunal y me niego a dejar que me haga sentir culpable por eso! Caray, no tengo nada de que avergonzarme. Es sólo su mente retorcida, su curiosidad maliciosa. Piensa que todos son como ella, que piensan lo peor de la gente.

Eric la miró fijamente.

– El problema es que probablemente sea así y nunca se me ocurrió hasta este momento. ¿Quieres regresar, Maggie, y buscar tu coche?

– ¡De ninguna manera!

– Todo el pueblo conoce esta vieja camioneta. Diablos, hasta tiene mi nombre en la puerta.

– No le daría esa satisfacción a mi madre. Además, como dijo Brookie, ¿no pueden dos personas adultas ser amigos? Necesito tu ayuda esta noche. Me alegro de que me la brindes. Dejémoslo así y que mi madre piense lo que se le antoje. -Ansiosa por cambiar de tema, Maggie miró alrededor con curiosidad. -Así que ésta es tu vieja camioneta. -Observó los asientos gastados, la ventanilla rajada, el tablero cubierto de polvo.

– Le he puesto un nombre, pero no te lo diré, porque no es muy educado.

Maggie sonrió y dijo:

– Me imagino.

– No se me ocurrió que estarías tan elegante. Quizás hubieras preferido de veras ir en tu coche.

– Mi coche no tiene personalidad. Éste, sí.

Las bromas aflojaron la tensión y mientras avanzaban hacia el sur bajo la gran cúpula del cielo nocturno, donde la primera estrella brillaba hacia el sudoeste, hablaron de otros temas: del clima de otoño, de la temporada turística que llegaría a su pico junto con los colores otoñales en dos semanas más, de lo difícil que se ponía la pesca de salmones con el cambio de estación, pero de lo fácil que era sacar truchas en el Parque Portage y en la Bahía Lily; de cuándo Eric y Mike sacarían los barcos del agua y de cómo avanzaba el trabajo de los Lavitsky.

Luego Eric dijo:

– Maggie, he estado pensando mucho en Loretta McConnell y su… llamémoslo conservadurismo. Si alguien de la junta hace objeciones, será ella. Pensé en una forma de ablandarla.

– ¿Cuál?

– ¿Ya has pensado en un nombre para tu hostería?

– ¿Un nombre? No.

– Bueno, estuve hablando con Ma, y parece que Loretta McConnell es parienta lejana del Harding original que fue dueño de la casa. Creo que la familia de su madre desciende en tercera generación de Thaddeus Harding, aunque el linaje se confunde por los apellidos de casadas. Pero calculo que Loretta lo sabe a la perfección y si hay alguien que muere por preservar la genealogía es ella. Es miembro activo de la sociedad histórica, y les da una buena suma de dinero por año. Supon que le tocamos el orgullo familiar. Le decimos que has decidido mantener el nombre Casa Harding para preservar la historia del sitio en todo lo posible.

– ¡Pero Eric, qué idea estupenda! Casa Harding… me encanta. Y es tan sensato. Al fin y al cabo, todo el mundo la ha llamado así desde hace muchísimos años, así que ¿por qué cambiarle el nombre ahora?

– Pensé que quizá quisieras ponerle tu nombre.

– Casa Stearn… -Maggie lo pensó, luego sacudió la cabeza. -No. No suena tan bien como Casa Harding. Ya me lo imagino, hecho en una placa de cobre sobre un letrero colgante al final del sendero. Un letrero de madera, sobre un poste con un adorno de bronce en el extremo. -Hizo un ademán en el aire como si el letrero colgara ante ella: "Casa Harding. Hospedaje y desayuno. Maggie Stearn, Propietaria."

El rió, encantado ante su entusiasmo.

– ¿Te fascina, no es cierto? Planearlo todo, trabajar en la casa.

– Absolutamente. ¡Estoy tan en deuda con Brookie por haberme convencido de ir allí a verla! Cada vez paso más tiempo pensando en el día en que el primer huésped registre su firma. Si la junta me dice que no esta noche, creo que me echaré a llorar.

– Tengo la sensación de que saldrás de ese tribunal sonriendo.

El tribunal de Bahía Sturgeon era una combinación de antiguo y moderno; el viejo edificio Victoriano rodeado por el más nuevo, de ladrillo beige y piedra gris. Estacionaron sobre la Calle Cuatro y caminaron por la acera bajo una hilera de bayas rojas que habían caído al suelo. Pasaron por entre un par de arces y por unos canteros de césped y entraron por una puerta flanqueada por maceteros de piedra con caléndulas quemadas por las heladas de la semana anterior.

Adentro, Eric la guió hasta el salón correcto. Al entrar, Maggie se sintió nerviosa y expectante. Reconoció de inmediato a Loretta McConnell, una mujer singularmente poco atractiva sin dos dientes inferiores, con anteojos torcidos y pelo lacio y descuidado, cortado sin gracia alguna en estilo paje.

– Allí está -susurró Maggie, sentándose en una silla plegable junto a Eric.

– No te fíes de su aspecto. Es una mujer brillante, que sabe más que nadie de las andanzas de políticos, músicos y artistas. Apoya mucho las artes y dona grandes sumas a todo tipo de cosas, desde violinistas prodigio hasta el Santuario de la Naturaleza. En Washington la conocen tanto como en Door County. Pero a pesar de su poder, es una mujer razonable. Recuérdalo si te desafía.

Esperaron mientras se llevaban a cabo una variedad de peticiones: un terrateniente que no quería cambiar de sitio su cerca a pesar de que causaría problemas a la barredora de nieve; el dueño de una propiedad junto al lago que se oponía a la perforación de un nuevo pozo; una mujer que solicitaba permiso para abrir una tienda de antigüedades en una de las cabañas de troncos originales de la zona; el dueño de un restaurante que solicitaba licencia para expender licores; un hombre joven, delgado y demacrado que exigía que el condado le comprara un nuevo par de anteojos porque el empleado de una oficina municipal se había sentado sobre los suyos y se los había roto (Loretta McConnell le informó que estaba reclamando ante las personas equivocadas.)

Luego llegó el turno de Maggie.

– Margaret Stearn -dijo el presidente de la junta, leyendo el formulario de Maggie-. Desea abrir una hostería B y B en Cottage Row, en la localidad de Fish Creek.

Maggie se puso de pie y avanzó hacia los miembros de la junta. El presidente levantó la vista del papel. Era un hombre anguloso que tenía más aspecto de tractorista que de presidente de una junta. Era evidente que se trataba del granjero de Sevastopol. Tenía orejas enormes de las cuales salían mechones de pelos. El traje, aparentemente cedido o prestado, era marrón y anticuado; el nudo de la corbata, debajo de un cuello arrugado y amarillento, estaba torcido hacia un lado. Maggie le echó una sola mirada y se agradeció mentalmente por haberse peinado cuidadosa y sobriamente.

– ¿Usted es Maggie Stearn? -preguntó él.

– Sí, señor. Mi apellido de soltera es Pearson. Mi padre es Leroy Pearson. Trabaja como fiambrero en la Tienda de Ramos Generales de Fish Creek desde hace cuarenta y dos años. Yo nací y me crié en Fish Creek.

– Sí, por supuesto. Conozco a Roy Pearson. -Su mirada se detuvo en la chaqueta de gamuza de Maggie y luego regresó al papel.

– ¿Ha estado viviendo en otra parte?

– En Seattle desde hace dieciocho años. Mi marido murió hace un año y mi hija está iniciando sus estudios en la universidad Northwestern de Chicago, de modo que decidí volver a vivir a Door County.

– Dice aquí que ya adquirió la propiedad en cuestión.

– Así es. -Dado que las casas de Fish Creek no tenían dirección, sólo números con lo que se las identificaba en caso de incendios, la llamó por el nombre con que la conocían todos. -La vieja casa Harding. Contraté a un ingeniero para que evaluara las condiciones en que está. Aquí está su informe. -Sobre la mesa, delante del presidente de la junta, dejó la carta de Thomas Chopp. -Voy a invertir sesenta mil dólares en la remodelación de la casa y el trabajo ya ha comenzado. Aquí hay una copia del contrato que firmé con los hermanos Lavitsky, de Ephraim, que se ocupan de la remodelación de la estructura. Éste es otro contrato con Workman Electric, empresa que estará a cargo de reemplazar la caldera y hacer que la instalación eléctrica cumpla con todos los requisitos legales. Y este otro es con Plomería Kunst, que construirá un baño adicional para cumplir con los requisitos del código estatal para hosterías. Esta es una copia del estudio legal que indica que la propiedad abarca un acre y medio, lo que significaría, si mis habitaciones estuvieran todas ocupadas y si trabajáramos yo misma y un empleado, que cumpliríamos absolutamente con los requisitos de densidad. El índice, como puede ver, sería de una persona por cada punto-uno-cinco-cero acres. También tengo un presupuesto de la empresa de pavimentación J &B que asfaltará la cancha de tenis del otro lado del camino, lo que suministrará espacio de estacionamiento más que suficiente para los huéspedes. Y aquí tengo cifras de la Cámara de Comercio de Door County, en cuanto a solicitudes de hospedaje que no pueden cumplir; verá que llegan a un diez por ciento anual, lo que representa una significativa pérdida de ingresos no sólo para los hoteleros sino también para otros negocios. También tengo una carta de la oficina del inspector de salud del distrito que detalla los requisitos que tendría que cumplir para pasar la inspección: en este momento no se cumplen todos, pero le aseguro que se tomarán todas las medidas necesarias para que así sea. Otra cosa: el reglamento en cuanto a incendios. Notará en el presupuesto de los hermanos Lavitsky que se planea construir una escalera exterior adicional en el segundo piso para cumplir con el código. Aquí tengo un presupuesto para cada habitación de gastos de empapelado, cortinas, ropa blanca y decoración. Y he preparado un cálculo de costos diarios de servicios de lavandería, que estarán a cargo de la empresa Evenson de Bahía Sturgeon; sólo se encargarán de las sábanas. Las toallas las lavaremos nosotros. Y un presupuesto muy estimativo de elementos como jabones, papel higiénico, vasitos plásticos, artículos de limpieza y demás, aunque estoy buscando en otros sitios los mejores precios para cada cosa. También he hecho un cálculo del costo que me demandará servir determinados alimentos, como panecillos de maíz, tortas, café y jugos. Con esos alimentos, que serían todos caseros, verá que hice una comparación entre lo que costaría utilizar los servicios de una panadería o prepararlos yo misma. Y, por último, tengo una copia de mi saldo de los últimos seis meses en Merrill Lynch y marqué con rojo el número telefónico donde puede verificar mis inversiones y saldo mensual promedio, que confío mantendrá confidencial. Todo esto es para demostrarle que estoy realmente decidida a hacerlo, que sé bien lo que costará abrir y llevar adelante la hostería y que puedo solventar los gastos. Quiero asegurarles, señoras y señores, que no abriré una temporada y cerraré a la temporada siguiente. Pienso que mi hostería reportaría grandes beneficios a Fish Creek y a Door County.

Maggie dio un paso atrás y se quedó esperando. La sala estaba tan silenciosa que se podría haber oído crecer un pelo en la oreja del presidente de la junta. Se oyó una risita en el fondo del salón. El presidente de la junta parpadeó y pareció emerger de un trance.

– ¿Hace cuánto tiempo que está de regreso en Door County?

– Menos de tres semanas.

El hombre dirigió una sonrisa irónica a sus acompañantes, sentados a su derecha y a su izquierda y comentó con un brillo de humor en los ojos.

– Imagino que a esta altura ya sabe si alguno de los miembros de esta junta ha tenido alguna multa por mal estacionamiento en el último año.

Maggie sonrió.

– No, señor, lo ignoro. Pero sé cuánto ganan por formar parte de la junta. Puesto que ahora soy contribuyente aquí, me pareció prudente averiguarlo.

Se oyeron risas por toda la sala, hasta de los mismos miembros de la junta.

– ¿Puedo preguntarle, señora Stearn, a qué se dedicaba en Seattle?

– Era profesora de economía doméstica, cosa que considero una ventaja adicional. Sé cocinar, coser y decorar -todos requisitos para manejar una hostería- y pienso que no me costará aprender a encargarme de la parte administrativa.

– De eso no tengo ninguna duda. -Echó una mirada a la solicitud, luego volvió a fijar los ojos en Maggie. -Imagino que allí hay cuestiones de zona.

– Yo también lo creí, señor, hasta que recibí el reglamento de los Servicios Sociales y de Salud para establecimientos de hospedaje y desayuno que indica claramente que si tuviera cinco habitaciones o más, se me consideraría un hotel, por lo que sólo podría operar en zonas comerciales. Pero mientras me mantenga en cuatro habitaciones para huéspedes o menos, se me considerará hostería y éstas están permitidas en zonas residenciales. Puse una copia del folleto para usted, en algún sitio. Encontrará el reglamento en el párrafo tres, bajo HSS 197.03; es la sección llamada Definiciones.

El presidente de la junta parecía haber sido apaleado. Las cejas arqueadas casi le tocaban la línea del pelo y la mandíbula le colgaba.

– Casi tengo miedo de preguntar… ¿Hay algo más que quisiera agregar?

– Sólo que tengo un ex miembro de la junta, Eric Severson, aquí conmigo, para dar referencias sobre mi persona.

– Sí, lo vi sentado junto a usted. Hola, Eric.

Eric lo saludó con la mano.

Por fin habló Loretta McConnell.

– Quisiera hacer unas preguntas a la señora Stearn.

– Sí, señora. -Por primera vez Maggie miró a la mujer de ojos astutos y aire intimidador.

– ¿Dónde haría publicidad?

– Principalmente en las publicaciones de la Cámara de Comercio y pienso pedirle a Norman Simsons, autor de Hosterías y Rutas Campestres que, si es posible, incluya mi hostería en la próxima edición de su libro. Y, por supuesto, tendré un discreto letrero delante de la casa.

– ¿No pondrá carteles callejeros?

– ¿Que afeen todo Door County? ¡De ninguna manera! Soy de aquí, señorita McConnell. Quiero que la zona se arruine lo menos posible. Puedo arreglármelas muy bien sin letreros.

– ¿Y en el exterior de la casa, tiene planeado cambios?

– Una única escalera, que mencioné, para cumplir con los requisitos del código de incendios. Y una galería trasera nueva, porque la original se estaba cayendo a pedazos, pero que será idéntica a la que estaba. Ya se ha comenzado con la pintura de la parte exterior y la casa quedará con los colores originales, cosa que, como sabe, exige la ley en ciertas partes del país. La casa tendrá los colores elegidos por Thaddeus Harding: amarillo azafrán con rebordes de ventanas en dorado viejo, cornisas azul prusiano y tirantes del techo de un azul más pálido. Las barandas y balcones serán blancos. Ésos son los únicos cambios que planeé. Cuando cuelgue el letrero que diga Casa Harding, la gente que la ha conocido durante todos estos años, la verá tal cual como la recuerdan en sus primeros tiempos. Loretta McConnell mordió el sutil anzuelo.

– ¿Casa Harding?

– Pienso conservar el nombre, sí. Es tan tradicional como este mismo tribunal. Los sitios tradicionales deben conservar su nombre, ¿no cree?

Cinco minutos más tarde, Maggie y Eric abandonaban el tribunal con el Permiso Condicional de Uso en la mano.

Contuvieron los gritos de triunfo mientras salían por los pasillos, pero una vez que estuvieron afuera, ambos aullaron a la vez. Maggie rió mientras Eric emitía un alarido de guerra y la levantaba por el aire.

– ¡Caramba, mujer, los dejaste muertos! ¿Dónde demonios conseguiste toda esa información tan rápido?

Maggie volvió a reír, todavía incrédula y exclamó:

– ¡Bueno, tú me dijiste que les presentara hechos!

Eric la dejó en el suelo y le sonrió.

– Hechos… sí. ¡Pero ni ellos ni yo esperábamos el Almanaque Mundial! ¡Maggie, estuviste magnífica!

– ¿Te parece? -Ella rió y sintió que las rodillas comenzaban a temblarle. -¡Ay, Eric, estaba tan asustada!

– Pues nadie lo hubiera dicho. Parecías Donald Trump a punto de levantar otro edificio en Nueva York o Lee Iacocca anunciando un nuevo modelo.

– ¿De veras? -preguntó Maggie, azorada.

– Deberías haberte visto.

– Creo que tengo que sentarme. Estoy temblando. -Se dejó caer sobre el extremo del macetero de piedra junto a la puerta y se llevó una mano al estómago.

Eric se sentó a su lado.

– No tuviste ningún inconveniente desde el principio. Yo estuve en esa junta, Maggie. Sabes cuánta gente viene a pedir permisos para construir esto o aquello y no tiene la menor idea de cuánto les costará abrirlo, administrarlo, ¡nada! Los dejaste totalmente anonadados, Maggie. Caray, no me necesitabas en absoluto.

– Pero me hace tan feliz saber que estabas allí. Cuando me volví y te vi sonreír… -Se interrumpió y terminó diciendo: -Estoy muy contenta de que estés aquí para festejar conmigo.

– Yo también. -Le tendió una mano. -Felicitaciones, Maggie Mía.

Ella le dio la mano y él se la estrechó. Y se la sostuvo un poco más de lo necesario o prudente. El apodo había salido de no se sabe dónde, un eco de un tiempo pasado. Sus miradas se encontraron en la noche de octubre que los envolvía; junto a ellos, la luz caía por la ventana de la gran puerta del tribunal. La sensación de la mano delgada de ella en la más fuerte de él era demasiado placentera.

Maggie, actuando con sensatez, la retiró.

– Así que ahora eres posadera -comentó Eric.

– Todavía no lo puedo creer.

– Pues créelo.

Maggie se puso de pie, juntó las manos y las colocó sobre su cabeza. Luego giró en un círculo lento, contemplando las estrellas.

– ¡Oh! -suspiró.

– ¿Viste la cara de Loretta McConnell cuando ponías todos esos papeles sobre la mesa?

– ¡Cielos, no! Tenía miedo de mirarla.

– Bueno, pero yo la miré y pude contar los dientes que le fallaban, de tan abierta que tenía la boca. Y luego, cuando le dijiste lo de los colores de la casa… ¿Maggie, cómo diablos averiguaste de qué color había sido?

– Leí un artículo en el New York Times sobre restauración y análisis de pinturas. Daba el nombre de fabricantes de pintura que se especializan en analizar la pintura antigua de edificios y producir auténticos colores Victorianos. Me puse en contacto con uno de Bahía Green. Lo que no le dije a Loretta McConnell es que no hice lodo esto en las últimas tres semanas. Comencé no bien llegué a Seattle. Gasté en llamadas de larga distancia sumas que te harían descomponer.

Él rió por lo bajo y sonrió a las estrellas.

– Casa Harding, hostería -musitó-. Ya lo veo.

– ¿Quieres verla? -La pregunta brotó sola, obediente al entusiasmo de Maggie.

– ¿Ahora?

– Ahora. ¡Necesito verla ahora que sé que realmente va a suceder! ¿Quieres venir conmigo?

– Por supuesto. Estaba esperando que me invitaras.

Eric tuvo que apurar el paso para mantenerse a la par de Maggie mientras se dirigían a la camioneta.

– ¡Voy a tener la hostería más elegante que jamás hayas visto! -proclamó Maggie mientras avanzaban a paso rápido-. Scons de crema, sábanas con puntilla y antigüedades por todas partes. ¡Espera y verás, Eric Severson!

Él rió.

– ¡Maggie, no corras así, te vas a matar con esos tacos altos!

– Esta noche no. ¡Esta noche estoy hechizada!

Conversó animadamente durante todo el trayecto hasta Fish Creek, trazando planes, desde los más básicos como dónde instalaría la lavandería hasta los más detallistas, como el de poner un plato de caramelos siempre a disposición de los huéspedes en la sala y servirles un licor antes de que se acostaran. Amaretto, quizás o crema de cacao con crema flotando encima. Siempre le había gustado la crema de cacao con crema, le dijo, y le encantaba ver cómo los dos colores se mezclaban después del primer sorbo.

En la casa, Eric estacionó junto a la hilera de árboles y la siguió por unos anchos escalones hasta la galería trasera recién reparada. Maggie destrabó la puerta y lo guió adentro.

– Quédate aquí mientras busco el interruptor de luz.

Eric oyó un clic, pero todo quedó a oscuras. Maggie volvió a accionar el interruptor, cuatro veces.

– ¡Ay, diablos!, deben de haber desconectado algo. Los Lavitsky estaban usando las herramientas eléctricas cuando estuve aquí hoy, pero… espera, iré a probar con otra luz. -Un instante más tarde, él oyó un ruido sordo y el ruido de madera contra madera.

– ¡ Ay!

– ¿Maggie, te lastimaste?

– No, me golpeé un poco, nada más. -Más clics. -Caray, no funciona nada.

– Tengo una linterna en la camioneta. Espera, la traeré.

Regresó al cabo de un instante, iluminando la cocina, capturando a Maggie dentro del haz de luz. Se la veía incongruente con su ropa elegante y zapatos de taco alto, de pie junto a una mesa de carpintería con una pila de yeso roto a sus pies.

Se quedaron en la habitación oscura, con las facciones iluminadas por la tenue luz de la linterna, igual que lo habían estado años atrás por las luces del tablero cuando se quedaban hasta altas horas de la noche dentro del coche estacionado.

Eric pensó: No deberías estar aquí, Severson.

Y ella: Será mejor que te muevas. Rápido.

– Ven, vamos a ver la casa.

Él le entregó la linterna.

– Te sigo.

Maggie le mostró la cocina, donde pronto habría armarios blancos con puertas de vidrio; la habitación de servicio cuya pared exterior ya había sido cambiada; el pequeño baño que sería para su uso privado, oculto bajo una escalera junto a la cocina, con techo inclinado y revestimiento de madera de la mitad de la pared hacia abajo; la sala principal con el hermoso piso de arce que utilizaría para los huéspedes, y la sala de música que se convertiría en su propio saloncito; las puertas corredizas que los dividirían; el comedor donde serviría scons calientes y café para el desayuno; la escalera principal con su baranda llamativa; los tres dormitorios para huéspedes en la Planta superior y un cuarto dormitorio, que se dividiría para construir la escalera nueva y el baño adicional.

– Dejé lo mejor para lo último -dijo Maggie, guiando a Eric por una última puerta- Ésta… -Entró. -… es la Habitación del Mirador. -Paseó la luz de la linterna por las paredes y cruzó hasta una puerta en la pared de enfrente. -Mira. -La abrió y salió a la fresca brisa de la noche. -Éste es el mirador. -¿No es hermoso? Durante el día se puede ver la bahía, los barcos y la isla Chambers desde aquí.

– He visto esto desde el agua muchas veces y siempre me imaginé que debería de tener una vista espectacular.

– Será mi mejor habitación. Me encantaría guardarla para mí, pero me doy cuenta de que no tendría sentido. Sobre todo porque puedo utilizar la habitación de servicio y tener mi propio baño con acceso a la cocina y a la salita. De modo que he decidido convertir la Habitación del Mirador en la Suite Nupcial. -Lo guió de nuevo adentro. -Voy a ponerle una gran cama de bronce y llenarla de almohadones con encaje. Quizás un ropero antiguo contra esa pared y allí un espejo de pie, y encaje blanco en las ventanas para que no se pierda la vista. Por supuesto, va a haber que reparar toda la carpintería y los pisos. Y bien, ¿qué opinas?

– Creo que vas a tener un invierno muy ocupado.

Maggie rió.

– No me importa. No veo la hora de comenzar.

– Y… -Eric miró la esfera iluminada de su reloj. -Creo que es hora de que te lleve de regreso a tu casa o a tu madre le dará un ataque.

– Tienes razón. Debe de estar esperándome levantada, lista para tratarme como si tuviera otra vez catorce años.

– ¡Ah, las madres! Todas se tornan un castigo a veces.

Bajaron la escalera juntos con la luz de la linterna bailando delante de ellos.

– No me imagino a la tuya siéndolo.

– No con frecuencia, pero tiene sus momentos. Se pone pesada respecto de que Nancy trabaja y no está nunca. Piensa que no es forma de llevar adelante un matrimonio. -Al llegar abajo, Eric añadió: -El problema es que yo opino lo mismo.

En la oscuridad, Maggie se detuvo. Era la primera vez que Eric había insinuado que algo podía no andar del todo bien en su matrimonio y dejó a Maggie sin saber qué decir.

– Oye, Maggie, olvida que dije eso. Lo siento.

– No, no… Está bien, Eric. Es sólo que no sabía qué decir.

– Amo a Nancy, te juro que la amo. Es que parecemos habernos alejado tanto el uno del otro desde que regresamos aquí. Viaja cinco días por semana y cuando está en casa, yo salgo en el barco. Ella odia el barco y yo odio su trabajo. Es algo que tenemos que solucionar, nada más.

– Todos los matrimonios tienen sus problemas.

– ¿El tuyo también los tenía?

– Por supuesto.

– ¿Cuáles? Si no te importa que te lo pregunte, claro.

Permanecieron donde estaban; Maggie apuntó la linterna al suelo entre ambos.

– A él le gustaba jugar y a mí me fastidiaba. Todavía me sigue fastidiando, pues es lo que finalmente lo mató. El avión en el que estaba cuando murió iba a Reno, para una escapada de juego. Iba allí una vez por año, con un grupo de la Boeing.

– ¿Y tú nunca lo acompañabas?

– Una vez fui, pero no me gustó.

– De modo que iba solo.

– Sí.

– ¿Era adicto al juego?

– No, cosa que dejaba una gran zona gris entre los dos. Sencillamente era un escape para él, algo que le gustaba y a mí no. Siempre decía que el dinero con que jugaba era suyo, dinero que había ahorrado para eso. Y decía, ¿hay algo que deseas que no tienes? No lo había, por supuesto, de modo que ¿qué podía decir yo? Pero siempre pensé que era dinero que podríamos haber utilizado juntos, para viajar, o… o…

El silencio los envolvió. Transcurrieron unos segundos en los que estuvieron lo suficientemente cerca para tocarse, pero no lo hicieron. Por fin Maggie emitió un suspiro trémulo.

– ¡Dios, cómo lo amaba! -susurró-. Y realmente teníamos todo. Viajábamos y nos permitíamos lujos, un velero, ser socios de un club exclusivo. Y todavía lo tendríamos todo, juntos, si él no se hubiera ido en ese viaje. No te imaginas la culpa que siento al seguir sintiendo furia cuando él es el que murió…

Eric le apretó el brazo.

– Lo siento, Maggie. No fue mi intención desenterrar recuerdos tristes.

Ella se movió y él supo que se había secado los ojos en la oscuridad.

– Está bien -dijo Maggie-. Aprendí con mi grupo de terapia que es perfectamente normal que sienta enojo hacia Phillip. Del mismo modo que es perfectamente normal que tú lo sientas hacia Nancy.

– Siento enojo, pero también me siento culpable, porque se que adora su trabajo y es excelente en él. Y trabaja mucho. Cuando vuela por todo el país a veces no llega al hotel hasta las nueve o diez de la noche y cuando está en casa los fines de semana tiene que hacer una cantidad increíble de papelerío. Pero eso también me molesta. Sobre todo durante el invierno cuando podríamos estar juntos los sábados. Pero tiene que hacer informes de ventas. -Suspiró y agregó con cansancio: -¡Ay, Dios… no sé!

El silencio volvió y con él llegó una peculiar intimidad.

– Maggie, jamás hablé de esto con nadie -admitió Eric.

– Yo tampoco. Salvo con el grupo de terapia.

– Elegí un pésimo momento. Perdóname. Estabas tan contenta y entusiasmada antes de que yo empezara a causar problemas.

– Eric, no seas tonto. ¿Para qué están los amigos? Además, sigo contenta y entusiasmada… por adentro.

– ¡Qué suerte!

Juntos se volvieron y siguieron el haz de luz hacia la puerta de la cocina que daba a la galería. Se detuvieron y Maggie iluminó la hábilación por última vez.

– Me gusta tu casa, Maggie.

– A mí también.

– Me gustaría verla alguna vez cuando esté toda terminada.

En un esfuerzo por levantar los ánimos caídos, Maggie dijo:

– Te invitaré a tomar el té en el salón principal.

Salieron a la galería trasera y Maggie cerró la puerta con llave. Mientras se dirigían a la camioneta, Eric preguntó:

– ¿Mañana estarás aquí?

– Mañana y todos los demás días. Ya empecé a pintar la carpintería del piso superior y después de eso me toca el empapelado y las cortinas.

– Haré sonar la sirena cuando pase con el barco.

– Y yo te saludaré desde el mirador si te oigo.

– Trato hecho.

Viajaron en silencio la corta distancia hasta la casa de los padres de Maggie, conscientes de que había habido un cambio sutil durante la velada. La atracción estaba presente de nuevo. Contenida, pero presente. Se dijeron que no importaba porque esa noche era un punto aislado en el tiempo que no se repetiría. Ella se ocuparía de poner en marcha su hostería y él de seguir con su negocio y si ocasionalmente se encontraban en la calle se saludarían en forma amistosa y ninguno de los dos admitiría qué bueno había sido estar junios una noche de octubre, cuan unidos se sentían festejando juntos la victoria de Maggie afuera del tribunal. Él olvidaría que sin querer la había llamado Maggie Mía y que había admitido que no todo eran rosas en su matrimonio.

Al llegar a casa de los padres de ella, Eric estacionó junto a la acera y puso la camioneta en punto muerto. El asiento vibraba debajo de ellos. Maggie estaba sentada lo más lejos posible de él, con la cadera contra la puerta. En la sala, las cortinas estaban cerradas, pero se veía una luz encendida.

– Muchísimas gracias, Eric.

– Fue un placer -respondió él en voz baja.

Se miraron en la tenue luz del tablero, ella con un maletín contra el costado, él con las manos sobre el volante.

Maggie pensó: ¡Sería tan fácil!

Él pensó: ¡Bájate, Maggie, pronto!

– Adiós -dijo ella.

– Adiós… y mucha suerte.

Maggie bajó la mirada, encontró la manija y tiró, pero la puerta se atrancó, como siempre. Eric se inclinó por encima de las rodillas de ella y por ese brevísimo instante mientras abría la puerta, su hombro rozó el pecho de Maggie.

La puerta se abrió y Eric se enderezó.

– Listo.

– Gracias de nuevo… adiós -masculló Maggie. Bajó y cerró la puerta antes de que él pudiera responder.

La camioneta se alejó de inmediato y ella subió los escalones del porche tocándose la cara ardiente y pensando: ¡Mamá se dará cuenta! ¡mamá se dará cuenta! Estará esperando del otro lado de esta puerta.

Y estaba.

– ¿Y bien? -fue todo lo que dijo Vera.

– Te lo cuento en un minuto, mamá. Primero tengo que ir al baño.

Maggie subió corriendo la escalera, cerró la puerta del baño y se apoyó contra ella con los ojos cerrados. Fue hasta el botiquín con espejo y estudió su imagen. Su color era normal, a pesar de las emociones cargadas que habían llenado la camioneta sólo unos momentos antes.

Es casado, Maggie.

Lo sé.

Así que aquí termina todo.

Lo sé.

Te mantendrás lejos de él.

Sí, lo haré.

Pero en el preciso instante en que hacía la promesa, se dio cuenta de que no debería haber sido necesaria.

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