Capítulo 19

Fue un verano tenso para Nancy Macaffee. Fingir el embarazo la había puesto nerviosa y no le había devuelto el afecto de Eric, como había esperado. Él se mantenía distante y preocupado; casi nunca la tocaba y sólo le hablaba de cosas triviales. Pasaba más tiempo que nunca en el barco y la dejaba sola la mayoría de los fines de semana. Demostró sentimientos sólo cuando ella lo hizo llamar del "Hospital Saint Joseph" en Omaha para decirle que había perdido el bebé. Él sugirió el viaje a las Bahamas para levantarle el ánimo y de buen grado canceló una semana de excursiones de pesca para llevarla allí. En las islas, sin embargo, bajo el encanto del trópico, donde el amor debería haber vuelto a florecer, él se mantuvo cerrado e incomunicativo.

De regreso en casa, Nancy se tomó un mes de licencia, dispuesta a probar las ciencias domésticas en un último intento por recuperar su estima. Pasaba los días llamando a su suegra para pedirle recetas de pan casero, poniendo suavizante en el lavarropas y cera en los pisos, pero detestaba cada minuto de ellos. Su vida le parecía no tener sentido sin el desafío de las ventas y el ritmo alocado de los horarios de viajes semanales; sin tener que vestirse con elegancia todos los días y sumergirse en la corriente empresaria donde la gente tenía clase y estilo y el mismo tipo de ambición que le daba vida a ella.

Sus días en la casa resultaron inútiles, pues Eric intuyó su frustración y dijo:

– Será mejor que vuelvas a trabajar. Me doy cuenta de que estás enloqueciendo aquí.

En octubre, ella le hizo caso.

Pero siguió buscando formas de ganarse nuevamente su cariño. Su campaña más reciente involucraba a su familia.

– Tesoro -dijo, una noche de viernes cuando él regresó a la casa temprano-, pensé que podríamos invitar a Mike y a Barbara el domingo por la noche. Ha sido culpa mía que no hayamos tenido más relación con ellos pero pienso remediarlo. ¿Qué te parece si les decimos que vengan a cenar? Podríamos hacer tallarines con salsa de almejas.

– Muy bien -dijo Eric con indiferencia. Estaba sentado a la mesa de la cocina haciendo trabajo contable de la empresa, con anteojos y el pelo recién cortado, lo que le daba un aspecto de prolijidad militar. Tenía un perfil estupendo. Nariz recta, labios arqueados, mentón agradable… como un Charles Lindbergh joven. Al mirarlo, se le tensaban las entrañas cuando recordaba cómo habían sido las cosas entre ellos. ¿Acaso jamás volvería a tener una relación sexual con ella?

Se agazapó junto a la silla de Eric, le pasó la muñeca sobre el hombro y le tocó el lóbulo de la oreja.

– Eh…

Él levantó la mirada.

– Estoy haciendo un gran esfuerzo…

Eric se levantó los anteojos. El lápiz siguió moviéndose.

– Nancy, tengo que trabajar.

Ella insistió.

– Dijiste que querías un bebé… lo intenté. Dijiste que yo despreciaba a tu familia. Admito haberlo hecho y estoy tratando de remediarlo. Dijiste que querías que me quedara en casa. Lo hice, también, pero no sirvió para nada. ¿Qué estoy haciendo mal, Eric?

El lápiz volvió a detenerse, pero él no levantó la mirada.

– Nada… -respondió-. Nada.

Nancy se puso de pie, deslizó las manos dentro de los bolsillos de la falda, oprimida por la realidad que había estado negando todas esas semanas, la realidad que la hacía temblar de temor e inseguridad.

Su marido no la amaba. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía a quién amaba realmente.


Maggie se despertó a la una de la madrugada del 8 de noviembre con una fuerte contracción que le abrió los ojos de golpe como el ruido de una puerta. Se apretó el vientre y permaneció inmóvil, concentrándose para que desapareciera, pues faltaban dos semanas para la fecha. Que no le pase nada al bebé. Cuando el dolor cedió, cerró los ojos, absorbiendo la oración que le había brotado sin voluntad consciente. ¿Desde cuándo había comenzado a desear ese bebé?

Encendió la luz y miró el minutero del reloj, luego se quedó esperando, recordando su primer parto. ¡Qué diferente había sido, con Phillip a su lado! Fue largo, trece horas de trabajo de parto en total. En casa habían caminado, luego bailado, riendo entre contracción y contracción ante el aspecto de Maggie. Él le llevó la valija al auto y condujo con una mano sobre la pierna de ella. Cuando un agudo dolor la dejó tiesa como una cuchilla, Phillip bajó las ventanillas y cruzó un semáforo en rojo. Lo último que Maggie vio antes de que la llevaran a la sala de parto fue el rostro de su marido, y también fue lo primero que vio al despertar en la sala de recuperación. Todo había sido tan tranquilizadoramente tradicional.

En cambio, qué atemorizador le resultaba ahora pasar por eso sin marido.

Otra contracción le tensó los músculos. Ocho minutos… jadea… jadea… llama a papá… llama al médico.

– Vaya al hospital -dijo el doctor Macklin.

– Voy hacia allí -dijo Roy.

– ¡No esperes que aparezca por ese hospital! -dijo Vera a Roy.

Mientras se ponía la camisa y luego los zapatos, él replicó:

– No, Vera, no lo haré. He aprendido a no esperar nada de ti en los momentos importantes.

Ella se sentó en la cama, con la red del pelo como una telaraña sobre la frente, el rostro fruncido debajo de ella.

– ¡Mira lo que ha sucedido! Esto nos ha distanciado. Esa chica nos ha deshonrado, Roy, y no comprendo cómo puedes…

Él cerró la puerta, dejándola apoyada sobre una mano, arengándolo desde la cama que habían compartido durante más de cuarenta años.

– Hola, tesoro -dijo alegremente cuando llegó a casa de Maggie -¿Qué te parece si traemos al mundo a esta personita?

Maggie había creído que no podía querer más a su padre, pero las dos horas que siguieron demostraron que había estado equivocada. Un padre y una hija no podían pasar por una experiencia tan íntima sin descubrir el valor del otro y unirse con lazos nuevos y más fuertes.

Roy estuvo magnífico. Fue todo lo que Vera no había sido nunca: gentil, infinitamente cariñoso, fuerte cuando Maggie necesitó fuerza, risueño cuando necesitó alivio. Ella se había preocupado por determinados momentos: cuando él tuviera que verla sufrir, cuando la revisaran los médicos, y sobre todo, cuando tuviera que desnudarse delante de él por primera vez. Roy resultó imposible de acobardar. Tomó su desnudez con toda calma -lo que fue sorprendente- y la tranquilizó con una anécdota mientras le masajeaba el abdomen, desnudo, por primera vez.

– Cuando eras pequeña, tendrías unos cinco o seis años, me entregaste tu primer bebé. ¿Lo recuerdas?

Maggie sacudió la cabeza sobre la almohada.

– ¿No? -Roy sonrió. -Pues yo, sí. -Trazaba círculos suaves con la mano sobre el vientre de Maggie. -Era en los tiempos en que hacíamos repartos a domicilio desde el almacén. Si había algún enfermo, o si una anciana no tenía auto o licencia para conducir, le entregábamos la mercadería en su casa. Un día sonó el timbre en casa y yo fui a abrir y allí estabas tú, con tu muñequita en una bolsa de papel marrón.-Teño una entega del hopital -dijiste y me la entregaste.

– Ay, papi, lo estás inventando. -Maggie no pudo dejar de sonreír.

– No, de veras. Juro por este nieto que es cierto. -Le palmeó el vientre abultado y surcado de estrías. -Debiste de haber oído algo sobre hospitales y bebés y creíste que se hacía así, que se entregaban a domicilio en una bolsa como la mercadería de la tienda.

Maggie rió, pero en ese momento comenzó una contracción que la obligó a cerrar los ojos.

– Ojalá…fuera… tan…fácil -dijo con voz ronca.

– No pujes todavía -le indicó Roy-. Respira con jadeos cortos. Mantén firmes esos músculos del bajo vientre un ratito más. Eso es, mi vida.

Cuando la contracción desapareció, le secó la frente con un paño fresco y mojado.

– Eso es. Estuviste muy bien. Creo que nos estamos arreglando fantásticamente.

– Papi -dijo Maggie, levantando la vista hacia él- me gustaría que no tuvieras que verme tan dolorida.

– Lo sé, pero me mantendré fuerte si tú también lo haces. Además, esto es muy emocionante para un viejo. Cuando naciste tú, no pude ver nada, pues en aquel entonces arrojaban a los padres a una sala de espera llena de humo.

Maggie buscó su mano. Allí estaba, lista para apretar la de ella con fuerza. Decirse que se querían hubiera sido superfluo en ese momento.

En la sala de partos, cuando ella gritó y luego gruñó con el esfuerzo de los pujos, Roy se mostró aún más valeroso.

– Eso es, mi vida, muéstrales quién eres -la alentó.

Cuando emergió la cabeza del bebé, Maggie abrió los ojos entre contracción y contracción y vio a Roy mirando arrobado en el espejo, con una sonrisa emocionada en el rostro.

Él le secó la frente y dijo:

– Uno más, querida.

Con el pujo siguiente compartieron el momento de la eternidad hacia el que toda la vida apunta. Una generación… a la otra… a la otra.

El bebé salió al mundo y fue Roy el que exclamó, lleno de júbilo.

– ¡Es una mujer! -Luego agregó con reverencia: -Cielos…

– Usó el tono de voz ahogado que muchas veces provoca el ver una rosa perfecta o un ocaso espectacular. -Mírenla… miren a esta adorable nietita mía.

El bebé chilló.

Roy se secó los ojos en el hombro de su delantal verde.

Maggie palpó con sus manos el cuerpecito mojado y desnudo que le habían apoyado sobre el vientre; el primer contacto con su hija antes de que le cortaran el cordón umbilical.

Aun antes de que la lavaran, estuvieron juntos, las tres generaciones, unidas por la fuerte manaza de carnicero de Roy apoyada sobre el diminuto abdomen del bebé y la mano más delicada de Maggie cubriéndole la cabecita ensangrentada y rubia.

– Es como tenerte a ti otra vez -dijo Roy. Maggie levantó la mirada y cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, Roy la besó en la frente. Ella descubrió, en ese instante, la bendición que venía junto con la carga que representaba ese embarazo no deseado. Era él, ese padre cariñoso y gentil, su benevolencia y su bondad, las lecciones que les enseñaría todavía a ambas -madre e hija- sobre el amor y sus muchas facetas.

– Papá -dijo Maggie-, gracias por estar aquí, y por ser como eres.

– Gracias por pedírmelo, mi tesoro.


Mike llamó el 9 de noviembre y dijo a Eric:

– La prima de Barb, Janice, llamó esta mañana cuando llegó al hospital. Maggie tuvo una beba anoche.

Eric se sentó, aturdido, como si lo hubieran golpeado con una maza.

– ¿Eric, me oyes?

Silencio.

– ¿Eric?

– Sí… sí… Dios… una niña…

– De tres kilos. Un poco pequeña, pero todo anduvo bien.

¡Una hija, una hija! ¡Tengo una hija!

– Nació anoche alrededor de las diez. Barb quiso que lo supieras.

– ¿Maggie está bien?

– Por lo que sé, sí.

– ¿Janice pudo verla? ¿Y a la niña?

– No lo sé. Trabaja en otro piso.

– Ah, claro… bueno…

– Oye, espero que no te moleste que te felicite. Bueno, es que no sé qué otra cosa decir.

Eric soltó un suspiro tembloroso.

– Gracias, Mike.

– De nada. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres venir? ¿Tomar una cerveza? ¿Dar un paseo?

– No, estaré bien aquí.

– ¿Seguro?

– Sí… yo… ay… -Se le quebró la voz. -Oye, Mike, tengo que cortar.

Después de colgar, caminó de un lado a otro sintiéndose vacío, mirando por las ventanas, contemplando objetos sin verlos. ¿Cómo se llamaba? ¿De qué color era su pelo? ¿Estaría en una de esas cunitas transparentes que parecían asaderas Pyrex? ¿Estaría llorando? ¿La estarían cambiando? ¿Estaría alimentándose en el cuarto de Maggie? ¿Qué aspecto tendrían, Maggie y la hija de ambos?

En su mente se formó la imagen de una cabeza castaña inclinada sobre una rubia, de un bebé alimentándose de un biberón… o de un pecho. Se sintió como se había sentido una hora después que muriera su padre. Impotente. Traicionado. Con deseos de llorar.

Nancy llegó de hacer las compras y él se obligó a comportarse con normalidad.

– ¿Hola, llamó alguien? -preguntó ella.

– Sí, Mike.

– ¿Vienen esta noche, no?

– Sí, pero me pidió que fuera a ayudarlo a sacar el tanque de fuel oil de Ma esta tarde. Vamos a arrojarlo al basural. -Por fin habían convencido a Ma de poner una caldera nueva. Había sido instalada la semana anterior. Era una mentira lógica.

– Ah, bueno. ¿Nada más?

– No.

Eric se movió como un avión con piloto automático, como si le hubieran arrebatado toda la voluntad. Fue arriba a afeitarse de nuevo, cambiarse la ropa, volver a peinarse y pasarse loción por las mejillas. En todo momento, pensaba: ¡Estás loco, hombre! ¡No te acerques a ese hospital! Pero siguió preparándose, sin poder resistirse; comprendía que ésta sería su única oportunidad de verla. Una vez que Maggie la llevara a su casa, podrían pasar meses, años antes de que aprendiera a caminar y él tuviera la suerte de encontrárselas en el centro.

Una mirada a su hija, un atisbo de ella y saldría a toda máquina de allí.

En el dormitorio, delante del espejo iluminado de Nancy, examinó su aspecto una última vez, deseando haber podido ponerse pantalones de vestir y saco. ¿Para llevar el tanque de combustible de Ma al basural? Tenía la camisa blanca estirada dentro de los jeans, pero sé alisó la parte delantera una vez más, luego se llevó la mano al estómago, que le temblaba. ¿De qué tienes miedo? Exhaló con fuerza, se apartó de su imagen y bajó a buscar su campera.

Mientras se la ponía preguntó, sin mirar a Nancy:

– ¿Necesitas ayuda con la cena?

– Eres genial con la ensalada César. Te iba a pedir que me la prepararas.

– Muy bien. Regresaré con tiempo para hacerlo.

Salió apurado, antes de que ella pudiera besarlo.

Se había comprado una camioneta Ford nueva. Sin propaganda en las puertas, nada que anunciara quién era el dueño. Mientras conducía hacia el Door County Memorial Hospital, esa tarde gris de noviembre, recordó un día similar a ése, pero con nieve, cuando Maggie y él fueron a Bahía Sturgeon para asistir a la venta de una propiedad. Fue el día que compraron la cama donde probablemente fue concebida su hija. La cama que estaba ahora en la Habitación del Mirador en la Casa Harding. ¿Quién dormiría en ella? ¿Desconocidos? ¿O se la habría guardado Maggie para ella? ¿Habría una cuna en un rincón? ¿O un moisés contra la pared? ¿Una mecedora en una esquina?

Dios, todo lo que se perdería. Todas las dulces, comunes etapas paternales que se perdería.

El hospital quedaba en 16th Place, al norte del pueblo, donde los edificios comenzaban a ralear. Era una estructura de tres pisos con el ala de maternidad en el primero. Conocía muy bien el camino. Había estado allí seis veces para ver los bebés de Barb y Mike. Media docena de veces se había parado junto al cristal, contemplando las criaturas de rostro rosado, pensando, mucho tiempo atrás, que algún día tendría uno él también; con el correr de los años había tomado conciencia de que las probabilidades de que eso sucediera iban disminuyendo. Y ahora aquí estaba, tomando el ascensor en la planta baja, entrando por las puertas dobles en el ala de maternidad, padre por fin, pero teniendo que ir a escondidas a ver a su hija.

En la cabina de enfermeras, una mujer regordeta, de unos cuarenta años, con un lunar en la mejilla izquierda, levantó la vista al verlo pasar y lo observó a través de gruesos lentes que le agrandaban los ojos y les daban un tinte rosado. Eric conocía el procedimiento: cualquiera que quisiera ver un bebé, debía pedir en la enfermería que se lo acercaran al ventanal de observación, pero él no pensaba hacerlo. Quizá tuviera suerte, quizá, no. Saludó con la cabeza a la mujer y dobló la esquina hacia el ventanal de la nursery sin decir una palabra. Al pasar junto a puertas abiertas, miró hacia adentro, preguntándose cuál sería la habitación de Maggie, diciéndose que si llegaba a tener un atisbo de ella, no se detendría. Pero sentía increíbles ansias de verla, ahora que estaba tan cerca. A pocos metros de allí, detrás de una de esas paredes, estaría tendida sobre una cama alta y dura, reponiéndose físicamente… ¿y su corazón? ¿Se estaría reponiendo, también? ¿O sentiría dolor al pensar en él, como sufría él cuando pensaba en ella? Si preguntara el número de su habitación y se detuviera en la puerta, ¿cuál sería la reacción de Maggie?

Llegó a la ventana de la nursery sin encontrarse con nadie y miró adentro. Paredes blancas adornadas con coloridos conejos y osos. Una ventana en la pared de enfrente. Un reloj con marco azul. Tres cunitas transparentes ocupadas. Una con una tarjeta de nombre azul, dos con tarjetas rosadas. Desde esa distancia, no podía distinguir los nombres. Se quedó allí, aterrado, traspirando, sintiendo que la sangre se le iba al pecho y le faltaba el aliento, como si lo hubieran tacleado y hubiera caído con fuerza.

El bebé debajo de la tarjeta rosada a la izquierda estaba de espaldas, llorando, con los brazos en alto agitándose como tallos tiernos en la brisa. Se acercó más al ventanal y sacó los lentes del bolsillo de la campera. Cuando se los puso, pudo distinguir las letras sobre la tarjeta rosada.

Suzanne Marian Stearn.

Su reacción fue veloz y feroz como la pasión. Una oleada intensa lo elevó al techo y lo arrojó de nuevo al suelo. Le rugió en los oídos -¿o se trataría de su pulso enloquecido?- Le hizo arder los ojos… ¿o serían las lágrimas? Lo dejó pleno y anhelante, satisfecho y vacío, deseando no haber venido y al mismo tiempo sabiendo que le habría roto los brazos al que hubiera tratado de detenerlo.

Amor de padre. Insensato y reaccionario, no obstante más real e intenso que cualquier amor que hubiera experimentado.

El pelo de la niña era del largo, del color y de la textura de una semilla de diente de león. Le crecía en una media luna perfecta alrededor de la cabeza, rubio como el de él en sus fotografías de bebé, como el de Anna, como el de la madre de Anna.

– ¿Suzanne? -susurró, tocando el vidrio. Estaba enrojecida y malhumorada, con el rostro fruncido por el llanto y los ojos cerrados con fuerza. Dentro de una mantita de franela blanca, agitaba los pies con furia. Al observarla, aislado por un cuarto de pulgada de cristal transparente, Eric sintió un anhelo tan fuerte que tuvo que estirarse hacia ella, aplanando una palma contra el cristal. Jamás se había sentido tan coartado. Tan impotente.

¡Levántenla! ¡Que alguien la levante! Está mojada, o tiene hambre o le duele el estómago, ¿no se dan cuenta? O quizá la luz es demasiado fuerte o quiere que le destapen las manos. Que alguien le destape las manos. ¡Quiero verle las manos!

A través del cristal la oyó llorar, con un chillido similar al de un pájaro en la distancia.

Entró una enfermera, sonriendo, y levantó a Suzanne de la cunita esterilizada, hablándole de un modo que le daba a sus labios la forma del ojo de una cerradura. Su tarjeta de identificación decía Sheila Helgeson; era una joven bonita con pelo castaño y hoyuelos, desconocida para Eric. Acunó al bebé en un brazo y le liberó el mentón de los pliegues de la balita, poniéndola de cara hacia Eric. Ante el contacto, la niña se calló de inmediato y abrió la boca, hurgando en busca de alimento. Al no recibir nada, se echó a llorar de nuevo con todas sus fuerzas. El rostro se le amorató.

Sheila Helgeson la meció con suavidad, luego levantó la vista y sonrió al hombre detrás del cristal.

– Es hora de comer. -Eric le leyó los labios y experimentó una intensa sensación de pérdida cuando la enfermera se la llevo.

¡Vuelva! ¡Soy el padre y no podré regresar!

Sintió un nudo en la garganta, una opresión en el pecho que se asemejaba mucho al miedo. Respiraba con jadeos cortos, tenso por el esfuerzo que le costaba controlarse.

Se volvió y se alejó; sus pasos resonaban como disparos en el corredor vacío. Una simple pregunta era todo lo que necesitaría para saber el número de habitación de Maggie. Podría entrar, sentarse junto a la cama, tomarle la mano y… ¿y qué? ¿Llorar juntos por la separación? ¿Decirle que la amaba? ¿Que lo sentía? ¿Abrumarla con más peso todavía?

No, lo mejor que podía hacer por ella era irse de allí.

En el ascensor, mientras bajaba a la planta baja, se apoyó contra la pared y cerró los ojos, luchando contra las ganas de llorar. Las puertas se abrieron y allí estaba Brookie, con un ramo de flores.

Ninguno de los dos se movió hasta que las puertas comenzaron a cerrarse y Eric las detuvo y salió. Las puertas se cerraron y los dos se quedaron frente a frente, serios, sin saber qué decirse.

– Hola, Brookie.

– Hola, Eric.

No tenía sentido fingir.

– No le digas que estuve aquí.

– Le gustaría saberlo.

– Motivo de más para no decírselo.

– ¿Entonces arreglaste las cosas con tu mujer?

– Estamos en eso. -En su rostro no había alegría al admitirlo. -¿Qué va a hacer Maggie con la hostería?

– La cerró por ahora. Está pensando en ponerla en venta en la primavera.

Otro golpe. Eric cerró los ojos.

– ¡Ay, Dios!

– Cree que será mejor irse a vivir a otra parte.

Pasó un instante hasta que él pudo volver a hablar.

– Si te enteras de que necesita ayuda, cualquier tipo de ayuda, ¿me lo dirás?

– Por supuesto.

– Gracias, Brookie.

– De nada. Cuídate.

– Sí. Y por favor, no le digas que vine.

Brookie levantó una mano a modo de despedida, cuidándose de no hacer promesas. Lo observó dirigirse a las puertas de salida. Mientras subía a la habitación de Maggie, pensó en su responsabilidad como amiga: ¿qué preferiría Maggie que hiciera? Maggie seguía amándolo, pero estaba esforzándose por sobreponerse y sobrevivir a la pérdida.

Brookie entró en la habitación justo en el momento en que la enfermera le ponía el bebé en los brazos.

– ¿Eh, Mag, cómo van esas ubres? -la saludó.

Maggie rió al verla, aceptando el bebé y un biberón.

– No del todo mal, pero en un par de días, cuando baje la leche, estarán como globos. Pero mira lo que tengo aquí.

– Ah, la tan esperada criatura. -Brookie dejó el ramo y fue directamente hacia la cama mientras la enfermera se marchaba. -Hola, Susana Banana, ¿qué se siente al estar en el mundo? Dios mío, Maggie, es una belleza. Bizca y todo.

La risa de Maggie sacudió a la niña.

– ¿Trajiste flores?

– Para ella, no para ti.

– Entonces ábrelas, así las ve.

– Muy bien. -Brookie rompió el papel. -Mira Suzanne, estas son gloxinias ¿puedes decir gloxinia? Vamos, inténtalo: glo-xi-nia. ¿Qué es esto, Maggie, la chica ni siquiera sabe decir gloxinia, todavía? ¿Qué estás criando, una retardada?

Brookie siempre traía su propia marca de cariño: atrevimiento y humor. Abrazó a Maggie y luego dijo:

– Bien hecho, vieja. Es una belleza. -Instantes después apareció Roy con un oso del tamaño de una reposera y un ramo de flores; dejó ambas cosas de inmediato en cuanto vio a su nieta. Estaban todos adulando a la beba cuando entró Tani, seguida a los quince minutos por Elsie Beecham, vecina de toda la vida de los Pearson. Debido al alboroto de las visitas, Brookie no tuvo oportunidad de contarle a Maggie la visita de Eric.


La felicidad de Maggie por el nacimiento de Suzanne estaba empañada por momentos de gran melancolía. Durante su estadía en el hospital, la ausencia de Vera le dolía mucho. Había tratado de prepararse de antemano, diciéndose que sería ilusionarse en vano creer que Vera cambiaría de parecer después de todo, pero cuando Roy vino a visitarla por segunda vez, Maggie no pudo evitar preguntar:

– ¿Mamá vendrá?

Él se disculpó con la expresión del rostro y con la voz.

– No, mí vida, me temo que no. -Maggie veía cómo se esforzaba él por compensarla por la fría indiferencia de Vera, pero ninguna cantidad de afecto paterno podía mitigar el dolor de haber sido rechazada por su madre en un momento en que, por el contrario, deberían haberse acercado.

También estaba el asunto de Katy. Roy la llamó para avisarle que la beba había nacido, pero Maggie no recibió llamada alguna de su hija. Ni cartas. Ni flores. Al recordar la partida de Katy, a Maggie se le llenaban de lágrimas los ojos pues pensaba en dos hermanas que serían desconocidas la una para la otra y en una hija que, aparentemente, estaba perdida para ella.

Y, por supuesto, pensaba en Eric. Lamentaba su pérdida como había sufrido la pérdida de Phillip. Sufría, también, por la pérdida de él, por la angustia que debería de estar consumiéndolo. Sin duda se habría enterado del nacimiento de Suzanne. Se preguntaba cómo estaría su relación con su mujer y cómo la afectaría el nacimiento de su hija ilegítima.

La tarde del segundo día, Maggie estaba descansando en la cama pensando en Eric cuando una voz dijo:

– Ah, hay alguien que la quiere mucho.

En la habitación entró un par de piernas llevando un enorme florero envuelto en papel de seda verde. Desde atrás del paquete apareció un rostro alegre y una cabeza canosa.

– ¿Señora Stearn? -Era una voluntaria, vestida con un delantal morado.

– Sí.

– Flores para usted.

– ¿Para mí? -Maggie se incorporó.

– Y rosas, nada menos.

– Pero ya he recibido flores de todos los que conozco. -Estaba rodeada de ellas. Habían llegado de gente tan inesperada: Brookie, Fish, Lisa (Brookie las había llamado), Althea Munne, los dueños del almacén donde trabajaba Roy, el propio Roy, hasta de Mark Brodie, en nombre de la Cámara de Comercio.

– ¡Cielos, aquí debe de haber dos docenas! -comentó la voluntaria mientras las depositaba sobre la mesita rodante de Maggie.

– ¿Tienen tarjeta?

La maternal mujer revisó el papel de seda.

– No la veo. Quizás el florista se haya olvidado de ponerla. ¡Bien, que las disfrute!

Cuando ella se fue, Maggie quitó el papel y cuando vio lo que había adentro sintió lágrimas en los ojos y se llevó una mano a los labios. No, el florista no había olvidado la tarjeta. No era necesaria ninguna tarjeta.

Las rosas eran rosadas.


Eric no vino, por supuesto, pero las flores le decían a Maggie lo que le costaba mantenerse alejado y la dejaban sintiéndose vacía cada vez que las miraba.

Vino otra persona, sin embargo; alguien tan inesperado que Maggie quedó anonadada al verla. Fue más tarde ese día, y Roy había vuelto -en su tercera visita- trayendo maní con chocolate para Maggie y un libro llamado Ramillete Victoriano, una colección de poemas pintorescamente ilustrados, impresos sobre papel perfumado. Maggie estaba con la nariz contra una página, inhalando el aroma a lavanda, cuando intuyó que alguien la miraba y levantó el rostro para ver a Anna Severson en la puerta.

– ¡Oh! -exclamó, sintiendo una punzada de angustia y tristeza.

– No sabía si sería bien recibida o no, de modo que pensé que preguntaría antes de entrar -dijo Anna. Sus rizos estaban más duros que nunca para la ocasión. Llevaba una campera de nailon roja sobre pantalones gruesos de poliéster color azul eléctrico.

Roy miró primero a Maggie, luego a Anna, pero decidió permitir que Maggie manejara la situación. Cuando pudo hablar, Maggie dijo:

– Por supuesto que es bienvenida, Anna. Pase.

– Hola, Roy -dijo Anna solemnemente, entrando en la habitación.

– ¿Cómo está, Anna?

– Bueno, muy bien no lo sé. Esos malditos muchachos míos me tratan como si no tuviera cerebro, como si no supiera lo que está pasando aquí. Eso hace que una se ponga un poco nerviosa. Por cierto, no vine aquí para ponerte incómoda, Maggie, pero parece que tengo una nueva nieta y como los nietos para mí son una bendición y me encantan, me pregunté si te molestaría que le echara un vistazo.

– Ay, Anna… -logró decir Maggie antes de echarse a llorar y abrir los brazos en señal de bienvenida. Anna fue directamente a abrazarla y calmarla.

– Bueno… bueno -dijo, palmeándole la espalda con torpeza.

El apoyo de Roy había sido una maravilla, pero se necesitaba la presencia de una mujer. Al sentir los brazos de la madre de Eric alrededor de su cuerpo, Maggie sintió que se llenaba parte del vacío emocional.

– ¡Me alegro tanto de que haya venido y que sepa lo del bebé!

– No lo hubiera sabido, de no haber sido por Barbara. Esos dos muchachones me hubieran mandado a la tumba sin decirme nada, los muy bobos. Pero Barbara pensó que yo debía saberlo y cuando le pedí que me trajera hasta aquí accedió de muy buen grado.

Apartándose, Maggie miró el rostro emocionado de Anna.

– ¿Entonces Eric no sabe que está aquí?

– Todavía no, pero se enterará cuando vuelva a casa.

– Anna, no se enoje con él. Fue tanto mi culpa como la de él… más mía, a decir verdad.

– Tengo derecho de enojarme, ¡Y de sentirme desilusionada, también! Demonios, no es ningún secreto que el chico ha deseado un bebé más que nada en el mundo y ahora lo tiene, pero resulta que está casado con la mujer equivocada. Te lo aseguro, es una situación lamentable. ¿Te importaría decirme qué piensas hacer?

– La criaré yo sola, pero no sé mucho más que eso.

– ¿Piensas decirle quién es el padre?

– Todo hijo merece saber eso.

Anna asintió con la cabeza, luego se volvió hacia Roy.

– ¿Y bien, Roy, nos felicitamos mutuamente o qué?

– Me parece que nos haría muy bien, Anna.

– ¿Dónde está Vera?

– En casa.

– Está furiosa con esto, ¿no?

– Podría decirse que sí.

Anna miró a Maggie.

– ¿No es curioso cómo actúan algunas personas en nombre del honor? Bueno, me encantaría ver a mi nieta. No, Maggie, tú descansa. Roy, ¿no le molesta acompañarme a la nursery, verdad?

– En absoluto.

Instantes después estaban juntos, contemplando a su nieta a través del cristal, un anciano con una sonrisa en el rostro y una anciana con un brillo de lágrimas en los ojos.

– Es una belleza -suspiró Anna.

– Estoy absolutamente de acuerdo.

– Mi decimotercer nieto, pero tan especial como el primero.

– Es sólo la segunda para mí, pero me perdí mucho con la primera, por estar tan lejos de ella. Pero ésta… -Su frase suspendida dejaba bien en claro que albergaba muchos sueños.

– No me importa decirle, Roy, que nunca me gustó la mujer que eligió mi hijo. Su hija hubiera sido muchísima mejor esposa. Me parte el corazón pensar que no puedan estar juntos para criar este bebé, pero eso no lo disculpa.

Roy contempló a la beba.

– ¿Las cosas han cambiado mucho desde que usted y yo éramos jóvenes, no cree, Anna?

– Y cómo. Uno se pregunta adonde iremos a parar.

Cavilaron un poco, luego Roy dijo:

– Le diré algo que ha cambiado para mejor, sin embargo.

– ¿Qué?

– Hoy en día dejan entrar a los abuelos en la sala de partos. Ayudé a mi Maggie a traer a la pequeña al mundo. ¿Puede creerlo, Anna?

– ¡Ah, vamos! ¿Usted? -Lo miró con los ojos muy abiertos.

– Así es. Yo. Un carnicero. Estuve ahí todo el tiempo, ayudando a Maggie a respirar bien y vi nacer a la pequeña. Fue algo grandioso, se lo aseguro.

– Apuesto a que sí. No tengo ninguna duda.

Volvieron a mirar a la beba y pensaron en lo maravilloso y triste que era todo.


Anna llegó a su casa a las nueve de la noche y llamó a Eric sin perder un minuto.

– Necesito que vengas. Se me apagó el piloto y no puedo encender esta maldita cosa.

– ¿Ahora?

– ¿Quieres que esa caldera vuele por los aires y me lleve consigo?

– ¿No puede mirarla Mike?

– Mike no está.

– ¿Y dónde está? -preguntó Eric, malhumorado.

– ¿Qué sé yo? No está y con eso me basta. ¿Vienes o no?

– Está bien. Estaré allí en media hora.

Anna colgó con estrépito y se sentó muy tiesa a esperarlo. Cuando Eric entró, veinticinco minutos más tarde, fue directamente a la cocina.

– No pasa nada con la caldera. Siéntate -ordenó Anna.

Él se detuvo en seco.

– ¿Cómo que no pasa nada?

– No le pasa nada, te digo. Ahora siéntate. Quiero hablarte.

– ¿De qué?

– Hoy fui al hospital y vi a tu hija.

– ¿Qué?

– Vi a Maggie, también. Barbara me llevó.

Eric maldijo en voz baja.

– Se lo pedí porque ninguno de mis hijos se ofreció. Este sí que es un buen embrollo, hijito.

– Ma, lo que menos necesito es que me retes.

– Y lo que menos necesita Maggie Pearson es un bebé sin padre. ¿Cómo se te ocurrió, tener una aventura con ella? ¡Eres un hombre casado!

Él adoptó una expresión obstinada y no dijo nada.

– ¿Nancy lo sabe?

– ¡Sí! -le espetó Eric.

Anna puso los ojos en blanco y masculló algo en noruego.

Eric la fulminó con la mirada.

– ¿Qué clase de matrimonio es ése, de todos modos?

– ¡Ma, no es asunto tuyo!

– ¡Cuando traes a un nieto mío a este mundo, de inmediato lo convierto en asunto mío!

– ¡Parece que no te das cuenta de que yo también sufro!

– ¡Me tomaría un momento para compadecerte si no estuviera tan furiosa contigo! Puede ser que tu mujer no sea la luz de mis ojos, pero sigue siendo tu mujer y eso te da responsabilidades.

– Nancy y yo estamos intentando arreglarnos. Ella está cambiando. Se está esforzando desde que perdió el bebé.

– ¿Qué bebé? Yo tuve cuatro y perdí dos más, y sé qué aspecto tiene una mujer embarazada cuando la veo. ¡Ella estaba tan embarazada como yo!

Eric se quedó mirándola, boquiabierto.

– ¿Qué carajo estás diciendo, Ma?

– Ya me oíste. No sé a qué está jugando, pero no pensaba estar embarazada de cinco meses. ¡Pero si no tenía ni un granito en la panza!

– ¡Ma, estás loca! ¡Por supuesto que estaba embarazada!

– Lo dudo, pero eso no tiene ninguna importancia. Si sabía que andabas con Maggie, probablemente mintió para retenerte. Pero de lo que quiero asegurarme es de que comiences a comportarte como un marido… de cuál mujer no me interesa. Pero de una sola, Eric Severson, ¿me entiendes?

– ¡Ma, no comprendes! El invierno pasado, cuando comencé a ver a Maggie, tenía todas las intenciones de dejar a Nancy.

– Ah, y eso te disculpa, ¿no? ¡Pues escúchame bien, hijo! Te conozco, sé cómo te afecta esa hija tuya y a menos que me equivoque, piensas andar detrás de Maggie y ver a la pequeña de tanto en tanto y jugar al padre un poco. Muy bien, hazlo si es lo que eliges. Pero si empiezas a hacerlo ahora, ya sabes qué otra cosa renacerá. No soy tonta, sabes; vi esas rosas en su habitación y vi la expresión de ella cada vez que las miraba. Cuando dos personas se quieren así, y encima tienen un bebé, la situación se torna difícil de controlar. Así que muy bien, ve a ver a tu hija y a su madre. ¡Pero antes libérate de la mujer que tienes! Tu padre y yo te educamos para que supieras distinguir entre el bien y el mal y tener dos mujeres está mal, lo mires por donde lo mires. ¿Me comprendes?

Con la mandíbula apretada, Eric respondió:

– Sí, con claridad.

– ¿Y me prometes que no volverás a aparecer en la puerta de la casa de Maggie hasta que tengas el papel del divorcio en la mano?

Al no recibir respuesta, Anna repitió:

– ¿Me lo prometes?

– ¡Sí! -gruñó Eric y salió de la casa cerrando la puerta de un golpe.

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