Capítulo 3

Al día siguiente de las conversaciones telefónicas con Brookie y Eric el teléfono de Maggie la compensó por su habitual silencio. El primer llamado llegó a las seis de la mañana.

– Hola, mamá.

Maggie se levantó de un salto y miró el reloj.

– Katy, ¿cómo estás?

– Estoy perfectamente bien y lo habrías sabido anoche, si no hubieras tenido el teléfono ocupado hasta cualquier hora.

– Ay, Katy, lo siento. -Maggie se desperezó y volvió a acomodarse sobre la almohada. -Tuve dos conversaciones maravillosas con viejos amigos de la secundaria. -Hizo un resumen de los puntos más importantes, le preguntó dónde estaba, le pidió que volviera a llamarla esa noche y se despidió sin nada de esa sensación de soledad que había esperado sentir luego de la primera conversación telefónica de larga distancia con su hija.

La siguiente llamada llegó mientras agitaba el primer saquito de té del día dentro de la taza de agua hirviendo. Era Nelda.

– Tammi se va a recuperar y dice el doctor Feldslein que le haría bien vernos.

Maggie se llevó una mano al corazón.

– Gracias, Dios mío -dijo y sintió la promesa del día iluminarle el interior.

A las diez y media de la mañana recibió otro llamado, totalmente inesperado.

– Hola -dijo y una voz del pasado le respondió:

– Hola, Maggie, soy Tani.

Sacudida por la sorpresa, Maggie sonrió y sujetó el teléfono con ambas manos.

– Tani, ay, Tani, ¿cómo estás? Dios, qué placer oír tu voz.

La conversación duró cuarenta minutos. Una hora después de haber cortado, Maggie volvió a atender el teléfono, esta vez para oír una voz chillona de dibujito animado que era imposible no reconocer.

– Hola, Maggie, ¿adivina quién soy?

– ¿Fish? Fish, eres tú, ¿no es cierto?

– Aja. El pescado en persona. -Juego de palabras con Fish, que es pescado, en inglés. (N. de la T.)

– ¡Ay, no lo puedo creer! Brookie te llamó, ¿no?

Para cuando llamó Lisa, Maggie casi la estaba esperando. Terminaba de maquillarse para ir al hospital a ver a Tammi cuando el teléfono volvió a sonar.

– Hola, desconocida -dijo una voz dulce.

– Lisa, querida Lisa…

– Ha pasado mucho tiempo, ¿no es así?

– Demasiado. ¡Ay, Dios Santo, creo que me echaré a llorar en cualquier momento! -Reía y lloraba al mismo tiempo.

– Yo también estoy emocionada. ¿Cómo estás, Maggie?

– ¿Cómo estarías tú si cuatro de tus mejores amigas acudieran a socorrerte en cuanto das un grito? Estoy abrumada.

Media hora más tarde, después de intercambiar recuerdos y ponerse al día con las novedades, Lisa dijo:

– Oye, Maggie, tuve una idea. ¿Recuerdas a mi hermano Gary?

– Por supuesto. Está casado con Marcy Krieg.

– Estaba. Hace más de cinco años que se divorciaron. Bueno, Gary se casa de nuevo la semana que viene y estaré en Door para la boda. Estaba pensando, si tú pudieras venir, estoy segura de que Tani y Fish se vendrían en automóvil y podríamos reunimos todas en casa de Brookie.

– Ay, Lisa, no puedo. -La voz de Maggie se tiñó de desilusión. -Me parece una idea maravillosa, pero empiezo las clases dentro de menos de dos semanas.

– ¿Pero un viajecito rápido?

– Sería demasiado rápido y justo al comienzo de las clases… ¡qué lástima, Lisa!

– Caramba, qué pena.

– Sí, lo sé. Habría sido tan divertido.

– Bueno, escucha. ¿Lo pensarás, por lo menos? Aunque sólo sea por el fin de semana. Sería fantástico juntarnos todas de nuevo.

– De acuerdo -dijo Maggie-. Lo pensaré.

Y lo hizo, mientras conducía hacia el hospital para ver a Tammi. Pensó en cómo Brookie las había llamado a todas y en cómo cada una de las chicas se había preocupado lo suficiente como para ponerse en contacto luego de tantos años, y en cómo su propio panorama se había iluminado en tan poco tiempo. Pensó en los ritmos curiosos de la vida, y en cómo el aliento que le había sido dado a ella ahora pasaría a otra persona.

A las tres menos cinco de la larde, Maggie estaba hojeando un ejemplar de la revista Good Housekeeping en la sala de espera de la unidad de terapia intensiva del Washington University Hospital, aguardando a que la llamaran. Un televisor con el volumen muy bajo murmuraba desde su repisa en la pared del fondo. En un rincón, junto a la ventana, un padre con dos hijos aguardaban noticias de una madre a la que le habían hecho un bypass. Desde un nicho de fórmica en la pared, el aroma de café fuerte se desparramaba por la habitación.

Entró una enfermera, delgada, bonita, caminando a paso vivo sobre sus silenciosos zapatos blancos.

– ¿Señora Stearn?

– ¿Sí? -dijo Maggie. Dejó caer la revista y se puso de pie de un salto.

– Puede entrar a ver a Tammi, pero sólo por cinco minutos.

– Gracias.

Maggie no estaba preparada para el espectáculo que vio al entrar en la habitación de Tammi. Tantos aparatos. Tantos tubos y frascos; pantallas de varios tamaños proyectando los signos vitales con ruiditos diversos; y una Tammi delgada y demacrada tendida en la cama con una red de agujas endovenosas en los brazos. Tenía los ojos cerrados, las manos con las muñecas hacia arriba y los brazos manchados de magulladuras producidas por otras agujas endovenosas. El pelo rubio oscuro, que siempre cuidaba con meticuloso orgullo adolescente y peinaba en un estilo muy parecido al de Katy, caía reseco y duro sobre la almohada como el nido de un pájaro.

Maggie se quedó junto a la cama unos minutos hasta que Tammi abrió los ojos y la encontró allí.

– Hola, chiquita. -Maggie se inclinó y le tocó la mejilla. -Es tuvimos tan preocupados por ti.

Los ojos de Tammi se llenaron de lágrimas y la muchacha apartó el rostro.

Maggie le quitó el pelo de la frente.

– Nos alegramos tanto de que estés viva.

– Pero me siento tan avergonzada.

– Noooo… noooo… -Maggie le tomó el rostro con la mano y suavemente lo volvió hacia ella. -No debes avergonzarte. Piensa para adelante, no para atrás. Ahora te vas a poner fuerte y todos vamos a trabajar juntos para que te sientas bien.

Las lágrimas de Tammi seguían fluyendo y ella trató de levantar una mano para enjugárselas. La mano temblaba, entorpecida por los tubos, y Maggie se la bajó con suavidad y secó los ojos de Tammi con un pañuelo de papel de una caja cercana.

– Perdí el bebé, Maggie.

– Lo sé, mi vida, lo sé.

Tammi desvió la mirada llorosa mientras Maggie le acariciaba las sienes.

– Pero tú estás viva y lo que más nos importa es tu felicidad. Queremos verte sonreír otra vez.

– ¿Por qué iba alguien a preocuparse por mí?

– Porque tú eres tú, una persona, y una persona especial. Porque has tocado vidas en formas que no has comprendido. Cada uno de nosotros lo hace, Tammi. Cada uno de nosotros tiene valor. ¿Te puedo contar algo? -Tammi la miró y Maggie siguió hablando. -Anoche yo estaba muy triste. Mi hija había partido para la universidad, tú estabas internada y la casa estaba tan vacía. Nada parecía tener esperanza. De modo que llamé a una vieja amiga de la secundaria ¿y sabes qué sucedió?

Una chispa de interés asomó en los ojos de Tammi.

– ¿Qué?

– Ella llamó a otras, y puso en marcha una maravillosa reacción en cadena. Hoy me llamaron tres viejas amigas a las que no veía hacía años, a las que nunca creí que les importaría si yo estaba triste o no. Así será también contigo, verás. Cielos, cuando estaba preparándome para venir a verte casi deseaba que el teléfono no sonara más.

– ¿De veras?

– De veras -sonrió Maggie y recibió la sombra de una sonrisa-. Ahora escúchame, pequeña… -Tomó la mano de Tammi, cuidando de no tocar ninguno de los tubos plásticos. -Me dijeron que sólo podía quedarme cinco minutos y creo que ya han pasado. Pero volveré. Mientras tanto, piensa qué quieres que te traiga cuando te pasen a otra habitación. Golosinas, revistas, comida… Lo que quieras.

– Se me ocurre algo en este mismo momento.

– Soy toda oídos.

– ¿Podrías traerme champú y acondicionador de pelo? Lo que más deseo es lavarme la cabeza.

– Por supuesto. Y traeré mi secador y tijera de enrular. Te dejaremos como Tina Turner.

Tammi casi rió.

– Eso es lo que me gusta, ver esos hoyuelos. -Maggie la besó en la frente y susurró: -Tengo que irme. Ponte fuerte.

Al salir del hospital, Maggie se sintió llena de optimismo: ¡cuando una muchacha de veinte años siente deseos de arreglarse el pelo, está en camino de recuperación! Se detuvo en un local de belleza camino de su casa y compró las cosas que le había pedido Tammi. Con la bolsa en la mano, entró en la cocina para encontrar el teléfono sonando otra vez.

Corrió hasta el aparato, y atendió con voz entrecortada:

– ¿Hola?

– ¿Maggie? Soy Eric.

La sorpresa la dejó anonadada. Apretó la bolsa de papel con el champú contra su estómago y quedó en silencio durante cinco segundos hasta que comprendió que debía dar una respuesta.

– Eric… Cielos, esto sí que es una sorpresa.

– ¿Te pasa algo?

– ¿Algo? No… estoy bien. Agitada, nada más. Acabo de entrar corriendo.

– Hablé con Brookie y me contó la verdadera razón por la que llamaste anoche.

– ¿La verdadera razón? -Maggie dejó la bolsa sobre el armario en cámara lenta. -Ah, le refieres a mi depresión.

– Debí de haberme dado cuenta. Sabía que no llamabas nada más que para saludar.

– Hoy estoy mucho mejor.

– Brookie me contó que alguien de tu grupo había querido suicidarse. Me asusté tanto. Es decir… -Respiró hondo y largó el aire ruidosamente. -Caray, no se qué quiero decir.

Maggie tocó el auricular con la mano que tenía libre.

– Ay, Eric, quieres decir que pensaste que yo también podría estar al borde del suicidio… ¿por eso llamaste?

– Bueno… no sabía qué pensar. Es que… no pude dejar de pensar en ti hoy, de preguntarme por qué habrías llamado. Por fin llamé a Brookie y cuando me contó que habías estado deprimida y con terapia, se me retorcieron las tripas. Maggie, cuando éramos chicos reías todo el tiempo.

– No estoy al borde del suicidio en absoluto, Eric, te lo aseguro. Fue una jovencita llamada Tammi, pero acabo de volver de verla en el hospital y no sólo va a reponerse, sino que la hice sonreír y hasta casi reír.

– ¡Bueno, qué alivio!

– Perdóname por no haberte dicho toda la verdad anoche. Quizá debí contarte que había estado haciendo terapia de grupo, pero cuando atendiste el teléfono me dio… no sé cómo describirlo… vergüenza, quizá. Con Brookie fue más fácil, pero contigo… bueno, me pareció como una imposición, luego de tantos años, llamarte y lamentarme sobre mis dificultades.

– ¿Una imposición? Qué tontería.

– Quizá lo fue. De lodos modos, gracias por decirlo. Oye, adivina quién más me llamó hoy. Tani, Fish y Lisa. Brookie les avisó a todas. Y ahora tú. Esta sí que ha sido una semana de vuelta al pasado.

– ¿Cómo están? ¿Qué hacen?

Maggie le contó sobre las chicas y mientras hablaban, la tirantez de la noche anterior desapareció. Rememoraron viejos tiempos. Rieron. A medida que la conversación se prolongó, Maggie se descubrió inclinada sobre el armario de la cocina, apoyada sobre ambos codos, hablando con él completamente a sus anchas. Eric le contó sobre su familia; ella, sobre Katy. Cuando se produjo por fin una pausa, fue cómoda. Eric le puso fin diciendo:

– Pensé mucho en ti hoy cuando estaba en el barco.

Ella pasó un dedo por encima de una caja de hojalata y respondió:

– Yo también pensé en ti. -Aislada por la distancia, le resultó fácil decirlo. Inofensivo.

– Miraba el agua y te veía con un suéter azul con letras doradas alentando a los Vikingos de Gibraltar.

– Con un peinado batido horrible, supongo, y maquillaje para ojos Cleopatra.

Eric rió.

– Más o menos, sí.

– ¿Quieres saber qué veo cuando cierro los ojos y pienso en ti?

– Tengo miedo de oírlo.

Maggie se volvió y apoyó la espalda contra el borde del armario.

– Te veo con un suéter celeste claro, bailando música de los Beatles con un cigarrillo entre los dientes.

Eric rió.

– El cigarrillo lo dejé, pero sigo usando una camisa azul, sólo que ahora tiene bordado Capitán Eric en el bolsillo.

¿Capitán Eric?

– A los clientes les gusta. Les da la ilusión de que van a alta mar.

– Apuesto a que eres bueno, ¿eh? Apuesto a que los pescadores te adoran.

– Bueno, por lo general los hago reír y logro que vuelvan al año siguiente.

– ¿Te gusta lo que haces?

– Me encanta.

Ella se acomodó contra el armario.

– Cuéntame cómo estuvo Door hoy. ¿Fue un día de sol, hubo buena pesca, muchas velas sobre el agua?

– Estuvo hermoso. ¿Recuerdas cómo a veces te levantabas por la mañana y había tanta niebla que no se veía el parque Península del otro lado del puerto?

– Mmmm… -respondió Maggie con tono soñador.

– El día comenzó así, con mucha bruma, luego se levantó el sol por encima de los árboles y tiñó el aire de rojo, pero una hora después de haber salido con el barco el cielo ya estaba azul como un campo de achicoria.

– ¡Ay, la achicoria! ¿Ya está en flor?

– Totalmente.

– Mmmm, lo imagino muy bien, un campo entero de achicoria, azul como si el cielo se le hubiera caído encima. Me encantaba esta época del año allí en casa. Aquí no tenemos achicoria, no como en Door. Continúa. ¿Pescaste mucho?

– Dieciocho en el día de hoy. Quince del Pacífico y tres marrones.

– Dieciocho, cielos -susurró Maggie, admirada.

– Todos los clientes quedaron contentos.

– Qué maravilla. ¿Y había muchos veleros?

– Veleros… -bromeó Eric, perpetuando la antigua rivalidad entre embarcaciones a vela y a motor que habían heredado al nacer en Door County -¿A quién le interesan los veleros?

– A mí.

– Sí, creo recordar que siempre fuiste fanática de esos botecitos.

– Y tú de esos monstruos horrendos.

Maggie sonrió y lo imaginó sonriendo, también. Al cabo de unos segundos, su sonrisa se tornó nostálgica.

– Hace tanto tiempo que no salgo a navegar.

– Pensé que tendrías un barco, puesto que vives en Seattle.

– Tenemos uno. Un velero, de más está decirlo. Pero no he salido desde que murió Phillip. Tampoco he pescado.

– Deberías venir aquí y te sacaría de paseo con tu padre. Te engancharía uno de doce kilos y te quitarías las ganas de pescar en una sola vez.

– Qué maravilloso suena.

– Hazlo.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Soy profesora, y las clases comienzan en menos de dos semanas.

– ¡Ah, cierto! ¿Qué era lo que enseñabas?

– Economía doméstica: alimentos, ropa, vida familiar, orientación vocacional. Es una mezcla de todo, hoy en día. Hasta tenemos una unidad en la que convertimos el departamento en un jardín de infantes y traemos niños de edad preescolar para que los chicos estudien desarrollo infantil.

– Suena ruidoso.

Maggie se encogió de hombros.

– Lo es, a veces.

– Y dime… ¿eres buena?

– Creo que sí. Me llevo bien con los chicos, trato de prepararles clases interesantes. Pero… -Calló.

– ¿Pero qué?

– No lo sé. -Maggie se volvió otra vez y se apoyó en el armario como antes. -He estado haciendo lo mismo durante tantos años que se vuelve monótono. Y desde la muerte de Phillip… -Maggie se llevó una mano a la frente. -¡Ay, Dios, me canso tanto de esa frase! Desde la muerte de Phillip. Lo dije tantas veces que se diría que el calendario comenzó ese día.

– Me parece que necesitas un cambio.

– Quizá.

– Yo hice un cambio hace seis años. Fue lo mejor que pude hacer por mí mismo.

– ¿Qué hiciste?

– Me volví a Door County después de haber vivido en Chicago desde que me gradué en la universidad. Cuando me marché de aquí al terminar la escuela, pensé que era el último sitio adonde regresaría, pero después de estar sentado ante un escritorio tantos años, comenzaba a sentir claustrofobia. Luego murió mi padre y Mike empezó a insistir para que regresara y manejara el barco con él. Tenía la idea de expandir los servicios y comprar otro barco. Así que finalmente dije que sí y no me he arrepentido nunca.

– Se te oye muy feliz.

– Lo soy.

– ¿En tu matrimonio también?

– En mi matrimonio también.

– Eso es maravilloso, Eric.

Se produjo otro silencio. Parecían haber dicho todo lo necesario. Maggie se enderezó y miró el reloj de la cocina.

– Oye, será mejor que te deje ir. ¡Cielos, hemos estado hablando muchísimo!

– Sí, parece que sí. -Siguió un sonido inconfundible, el tipo de ruido que acompaña a la acción de desperezarse. Terminó en forma abrupta. -Todavía estoy en casa de Ma; Nancy debe de estar esperándome con la cena.

– Eric, muchas gracias por llamar. Me encantó hablar contigo.

– Lo mismo digo.

– Y por favor, no te preocupes más por mí. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan contenta.

– Es un placer oírte decirlo y oye… llámame cuando quieras. Si no estoy en casa llama aquí y habla con Ma. Le encantaría saber de ti.

– Quizá lo haga. Mándale saludos de nuevo. Dile que nadie en el mundo hace el pan como ella. Recuerdo que iba a tu casa después de la escuela y me liquidaba medio pan por vez.

Eric rió.

– Sigue amasando, y diciendo que el pan comprado te matará. Se pondrá insoportable, pero le daré tu mensaje de todos modos.

– Eric, gracias de nuevo.

– No me agradezcas. Fue un gusto hacerlo. Tómate las cosas con calma, ¿eh?

– Sí.

Callaron, incómodos por primera vez en más de media hora.

– Bueno… adiós -dijo Eric.

– Adiós.

Después de cortar, Maggie siguió con la mano sobre el teléfono, luego la dejó caer lentamente. Se quedó largo rato sin moverse, contemplando el aparato. El sol del atardecer caía en ángulo sobre el suelo de la cocina y desde afuera llegaba el sonido ahogado de un vecino cortando el césped. Desde mucho tiempo atrás llegaban imágenes del mismo sol brillando sobre otros jardines, otros árboles, otras aguas: no las del Canal Puget sino las de Bahía Green. Lentamente, Maggie se apartó del teléfono y fue hasta la puerta corrediza que daba a la terraza. La abrió, apoyó un hombro contra el marco y se quedó mirando hacia afuera, recordando. Eric. Ellos dos. Door. Ese último año de la secundaria. El primer amor.

¡Ah, la nostalgia!

Pero él era un hombre casado y feliz con su matrimonio. Y si volviera a verlo, probablemente tendría doce kilos de más, poco pelo y a ella le resultaría agradable verlo casado con otra persona.

No obstante, hablar con él traía recuerdos de casa y al mirar el jardín en el atardecer, vio no una terraza de madera rodeada de siemprevivas, sino una alfombra azul de achicoria cocinada por el sol. Nada era tan intensamente azul como un campo de achicoria en flor bajo el sol de agosto. Y al anochecer se tornaba violeta, creando a veces la ilusión de que tierra y cielo eran uno solo. Las llores silvestres estarían en todo su esplendor, adornando los campos y los caminos. ¿Había acaso otro sitio en el mundo donde las llores silvestres crecieran con tanta profusión como en Door?

Vio, también, graneros rojos de techos a la holandesa e hileras de trigo verde y cabañas de un siglo de antigüedad con calafateado blanco; cercos de madera y muros de piedra bordeados de flores. Velas blancas sobre el agua azul y playas limpias que se extendían por kilómetros. Sintió el sabor del pan casero y oyó el gruñido de embarcaciones de motor que regresaban al caer la noche y olió el aroma de pescado cocinado elevándose por sobre los poblados en una noche de sábado como esa, saliendo de restaurantes donde sonaban guitarras y manteles a cuadros rojos y blancos ondeaban en la brisa nocturna.

A más de dos mil kilómetros de distancia, Maggie lo recordó todo y sintió una oleada de nostalgia que no había experimentado en años.

Pensó en llamar a casa de su madre. Pero quizá respondiera ella y nadie como su madre para estropear un estado de ánimo nostálgico.

Se apartó de la puerta y fue al escritorio. Buscó un libro llamado Viajes a Door County. Durante casi media hora se quedó sentada en la silla de Phillip contemplando fotografías en color hasta que las imágenes brillantes de faros y cabañas de troncos la obligaron a levantar el teléfono.

Marcó el número de sus padres y rogó para que atendiera su padre.

Pero oyó la voz de su madre decir:

– ¡Hola!

Disimulando su desilusión, Maggie respondió:

– Hola, mamá.

– ¿Margaret? -Sí.

– Bueno, era hora de que llamaras. Hace más de dos semanas que no sabemos nada de ti y dijiste que nos avisarías cuándo llegaría Katy. ¡He estado esperando y esperando que llamaras!

No decía: ¡Hola, querida, qué bueno oír tu voz!, sino Era hora de que llamaras, obligando a Maggie a comenzar la conversación con una disculpa.

– Lo siento, mamá, sé que debería haber llamado, pero estuve ocupada. Y me temo que Katy no pasará por allí, después de todo. Le queda fuera de camino y estaba con su amiga y con el automóvil cargado hasta el techo, de modo que decidieron ir directamente a la universidad y dormir allí.

Maggie cerró los ojos y aguardó la lista de quejas que seguiría. Fiel a sí misma, Vera comenzó a desgranarlas:

– Bueno, no voy a decirte que no me siento decepcionada. Después de todo, hace una semana que estoy cocinando y amasando. Puse dos tartas de manzana en el freezer y compré un pedazo grande de carne. No sé qué voy a hacer con tanta carne sola aquí con tu papá. ¡Además, limpié tu antigua habitación de arriba abajo y lavé el cubrecama y las cortinas y me dio muchísimo trabajo plancharlos!

– Mamá, te dije que llamaríamos si Katy decidía parar en tu casa.

– Bueno, sí, pero yo estaba segura de que vendría. Al fin y al cabo, somos los únicos abuelos que tiene.

– Lo sé, mamá.

– Supongo que los jóvenes ya no tienen tiempo para sus abuelos como cuando yo era chica -se quejó Vera con mal humor.

Maggie apoyó la frente sobre la punta de cuatro dedos y sintió que empezaba a dolerle la cabeza.

– Dijo que viajará desde Chicago dentro de un par de semanas, una vez que se haya instalado en la universidad. Mencionó que quizá lo haría en octubre, cuando los árboles empiezan a cambiar de color.

– ¿Qué maneja? ¿No le habrás comprado ese convertible, no?

– Sí.

– Margaret, ¡esa chica es demasiado joven para tener un automóvil extravagante como ése! Deberías haberle comprado algo más sensato o mejor aún, haberla hecho esperar hasta que saliera de la universidad. ¿Cómo va a aprender a valorar las cosas si le das todo cu bandeja de plata?

– Pienso que Phillip hubiera deseado que lo tuviera y Dios sabe que puedo permitírmelo.

– Ese no es motivo para excederte con la chica, Margaret. Y hablando de dinero, ten cuidado con quién andas. Los hombres divorciados de hoy en día están a la pesca de viudas ricas y solitarias. Te buscarán por lo que tienes y usarán tu dinero para mantener a sus propios hijos.

– Me cuidaré, mamá -prometió Maggie, sintiendo que el dolor de cabeza se intensificaba.

– Vaya, recuerdo hace unos años cuando ese sujeto Gearhart engañaba a su mujer y ¿a quién crees que estaba viendo? A una extravagante turista que vino por el verano desde algún sitio de Louisiana en un llamativo crucero con cabina. Dicen que los vieron besándose en la cubierta un sábado por la noche y luego el domingo por la mañana él apareció en misa muy beato y puro con su mujer y sus hijos. Cielos, si Betty Gearhart hubiera sabido…

– Mamá, dije que me cuidaría. No estoy saliendo con nadie, así que no te preocupes.

– Bueno, uno nunca puede cuidarse demasiado, sabes.

– Sí.

– Y hablando de divorciados, Gary Eidelbach se casa de nuevo la semana que viene.

– Lo sé, hablé con Lisa.

– ¿De veras? ¿Cuándo?

– Hoy. Últimamente me he puesto en contacto con las chicas.

– No me lo contaste. -Había un dejo de frialdad en la voz de Vera, como si pensara que le correspondía enterarse de todo antes que sucediera.

– Lisa quiere que yo vaya allá para la boda. Bueno, no para la boda, exactamente, pero como ella viajará desde Atlanta, quería que nos encontráramos todas en casa de Brookie.

– ¿Y vas a venir?

Entonces podrías usar tu carne y tu pastel de manzanas, ¿no es así, mamá?

– No, no puedo.

– ¿Por qué? ¿Qué otra cosa vas a hacer con todo ese dinero? Sabes que tu padre y yo no podemos permitirnos viajar hasta allá en avión y al fin y al cabo, hace tres años que no vienes.

Maggie suspiró, deseando poder cortar sin una palabra más.

– No es una cuestión de dinero, mamá, es una cuestión de tiempo. Pronto empiezan las clases y…

– Bueno, pero el tiempo pasa, y no nos ponemos más jóvenes. Tu padre y yo con gusto recibiríamos una visita tuya de tanto en tanto.

– Lo sé. ¿Está papá allí?

– Sí, anda por algún sitio. Aguarda un momento. -El teléfono golpeó contra algo y Vera se alejó, gritando: -¿Roy, dónde estás? ¡Margaret está en el teléfono! -Su voz se tornó más fuerte cuando se acercó a tomar de nuevo el teléfono. -Espera un minuto. Está afuera en el garaje, afilando la cortadora de césped. No sé cómo todavía queda algo de cuchilla, con todo el tiempo que pasa allí. Aquí viene. -Cuando el teléfono cambió de manos, Maggie oyó a Vera decir: -¡No me toques la mesada con esas manos sucias, Roy!

– ¿Maggie, tesoro? -La voz de Roy tenía toda la calidez de la que carecía la de Vera. Al oírlo, Maggie sintió que le volvía la nostalgia.

– Hola, papi.

– ¡Qué linda sorpresa! Sabes, justamente hoy estaba pensando en ti, en cuando eras una niña y venías a pedirme una moneda para un helado.

– Y siempre me la dabas ¿recuerdas?

Él rió y Maggie imaginó su cara redonda, la cabeza con poco pelo, los hombros algo encorvados y las manos que nunca dejaban de trabajar.

– Bueno, siempre tuve debilidad por las chicas, como cualquier hombre. Qué bueno es oír tu voz, Maggie.

– Pensé que sería buena idea llamar para avisarles que Katy no va a ir. Viajará directamente a la universidad.

– Bueno, ahora estará de nuestro lado del país por cuatro años. La veremos cuando tenga tiempo. -Siempre había sido así. Roy ponía otra vez en perspectiva todas las trivialidades que Vera volvía desproporcionadas. -¿Y cómo estás tú? Debes de sentirte algo sola, sin Katy.

– Es terrible.

– Bueno, tesoro, lo que tienes que hacer es salir de la casa. Vele al cine o algo así. No te quedes sola un sábado por la noche.

– No me quedaré sola. Iré a cenar al club. -Mintió para aliviar la preocupación de él.

– Muy bien, muy bien. Así me gusta. Falta poco para que empiecen las clases ¿no es así?

– Menos de dos semanas.

– Aquí también. Entonces las calles quedarán silenciosas de nuevo. Sabes cómo es. Nos quejamos de los turistas cuando están aquí y los extrañamos cuando se van.

Maggie sonrió. ¿Cuantas veces en su vida había oído un comentario como ése?

– Lo recuerdo.

– Bueno, escucha, querida, tu madre quiere hablarte otra vez.

– Te mando un beso, papi.

– Y yo uno a ti. Cuídate.

– Adiós, papi.

– Adi…

– ¿Margaret? -Vera le había quitado el teléfono antes de que él pudiera terminar.

– Sí, mamá.

– ¿Ya te deshiciste de ese velero?

– No, pero lo tengo en venta con el agente del embarcadero.

– ¡No vayas a salir a navegar sola!

– No.

– Y ten cuidado cómo inviertes ese dinero.

– Bien. Mamá, tengo que cortar. Voy a ir a cenar al club y se me está haciendo tarde.

– De acuerdo, pero no dejes pasar tanto tiempo antes de llamar de nuevo.

– Bueno, mamá.

– Sabes, te llamaríamos más seguido si las tarifas de larga distancia no fueran tan increíbles. Oye, si hablas con Katy dile que el abuelo y yo estamos deseando que venga.

– Lo haré.

– Bien, adiós, entonces, querida. -Vera jamás dejaba de incluir un término formalmente cariñoso al final de la conversación.

– Adiós, mamá.

Después de colgar, Maggie sintió que necesitaba algo caliente para calmar los nervios. Se preparó una taza de té de hierbas y se la llevó al baño. Se cepilló el pelo. Con violencia.

¿Era demasiado esperar que una madre preguntara por el bienestar de su hija? ¿Por su felicidad? ¿Por sus amigos? ¿Preocupaciones? Como de costumbre, Vera había centrado la conversación en ella misma. En su duro trabajo. En su desilusión. En sus exigencias. ¡El mundo entero debía considerar los deseos de Vera antes de hacer un movimiento!

¿Regresar a Door County? ¿Aun de vacaciones? ¡Ni loca!

Maggie seguía castigándose el cuero cabelludo cuando volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Brookie y no perdió el tiempo con introducciones.

– Ya lo tenemos todo arreglado. Lisa llegará el martes y pasará una semana en casa de su madre. Tani está en Bahía Green y Fish sólo tiene tres horas de automóvil desde Brussels, de modo que nos reuniremos todas aquí en casa el miércoles al mediodía. Contamos con tu presencia. ¿Qué dices? ¿Puedes venir?

– ¿A menos de cien kilómetros de mí madre? ¡De ninguna manera!

– Caray, parece que llamé en mal momento.

– Estuve hablando con ella. Acabo de cortar.

Con tono afable, Brookie preguntó:

– ¿Cómo está la vieja bruja?

Una carcajada tomó a Maggie por sorpresa.

– ¡Brookie, es mi madre!

– Bueno, eso no es culpa tuya. Y no debería impedirte regresar a ver a tus amigas. ¿Qué te parece, nosotras cinco, unas cuantas botellas de vino, buenas risas y largas charlas? No se necesita más que un boleto de avión.

– Ay, qué bien suena.

– Entonces dime que vendrás.

– Pero…

– Pero, una mierda. No tienes más que venir. Deja todo y súbete a un avión.

– ¡Al diablo contigo, Brookie!

– Soy un demonio, ¿eh?

– Sí. -Maggie golpeó un pie contra el suelo. -Ay, tengo tan-las ganas de ir.

– ¿Qué te está frenando?

Las excusas de Maggie brotaron como si ella quisiese convencerse a sí misma.

– Es tan repentino, y sólo tendría cinco días y las profesoras deben estar en el colegio tres días antes que los alumnos y tendría que quedarme en casa de mi madre ¡y ni siquiera puedo hablar por teléfono con ella sin desear entregarme para adopción!

– Puedes quedarte en casa. No hay más que poner una bolsa de dormir en el suelo y otro hueso en la sopa. ¡Mierda, hay tantos cuerpos en esta casa que nadie se percatará de la presencia de otro más!

– No podría hacer eso: ir hasta Wisconsin y quedarme en tu casa. Las recriminaciones no tendrían fin.

– Entonces quédate en casa de tu madre por las noches y asegúrate de no estar en todo el día. Iremos a nadar y caminaremos hasta la Isla Cana y revolveremos las tiendas de antigüedades. Podemos hacer lo que se nos antoje. Me queda una última semana de vacaciones antes de que empiecen las clases y pierda a mis niñeros permanentes. ¡Dios, qué bien me hará esta escapada! Podríamos pasarlo tan bien… ¿Qué me dices, Maggie?

– Ay, Brookie. -Las palabras trasmitían la claudicante determinación de Maggie.

– Eso ya me lo dijiste.

– ¡Ay, Brookiiiiie! -Aun mientras reían, Maggie hizo una mueca de frustración y anhelo desesperado.

– Calculo que tendías dinero para comprar un boleto -añadió Brookie.

– Tanto que harías arcadas si te contara.

– Fantástico. Entonces ven. Por favor.

Maggie perdió la batalla contra la tentación.

– Está bien, pesada, ¡iré!

– ¡Iiiiuuuujuuu! -Brookie interrumpió el grito de guerra para chillarle a alguien que andaba cerca: -¡Viene Maggie! -A Maggie, dijo: -Voy a cortar para que llames al aeropuerto. Llámame en cuanto hayas llegado a la ciudad, o mejor aún, pasa por aquí antes de ir a casa de tus padres. ¡Nos vemos el martes!

Maggie cortó e informó a la pared:

– Me voy a Door County. -Se levantó de la silla y exclamó a la pared, con las palmas de las manos hacia arriba, azorada: -¡Me voy a Door County! ¡Pasado mañana me voy a Door County! ¡No lo puedo creer!


La incredulidad se mantuvo y se incrementó. El domingo, Maggie no pudo hacer nada. Empacó y desempacó cinco equipos de ropa para por fin decidir que necesitaba algo nuevo. Se peinó una y otra vez de diferentes formas antes de decidir que también pasaría por el salón de belleza. Llamó para reservar boleto y pidió uno en primera clase. Tenía casi un millón y medio de dólares en el Banco y pensó -por primera vez- que había llegado el momento de disfrutarlos.

En el salón de Gene Juárez, al día siguiente, dijo al desconocido peinador:

– Hágame algo artístico. Vuelvo a casa para encontrarme con mis amigas de la escuela por primera vez en veintitrés años.

Cuando salió, tenía el aspecto de algo que ha sido lavado y colgado al revés para secar. Lo extraño era que le hizo sentir un júbilo que no había experimentado en años.

Luego pasó por la tienda Nordstrom y preguntó a la empleada:

– ¿Qué se pondría mi hija si fuera a un recital de Prince? -Salió con tres pares de jeans lavados con ácido y una selección de camisetas harapientas que se parecían a lo que usaría el viejo Niedzwecki para vender repuestos de automóviles usados en su desarmadero.

En Helen's Of Course compró un par de vestidos elegantes, uno para viajar, uno para cualquier exigencia que pudiera surgir, olió los perfumes favoritos de todo el mundo, desde Elizabeth Taylor hasta Lady Bird Johnson, pero terminó en Woolworth pagando alegremente dos dólares con noventa y cinco por un frasco de Emeraude, que seguía siendo su perfume favorito.

El martes por la mañana descendió de un taxi en el aeropuerto internacional de Sea-Tac bajo una lluvia torrencial, y del avión cuatro horas más tarde en Bahía Green bajo un sol enceguecedor y alquiló un coche en un estado total de incredulidad. Durante todos sus años de viajes con Phillip siempre habían planeado los viajes semanas, meses por adelantado. La impulsividad era nueva para Maggie y le producía un júbilo indescriptible. ¿Cómo no la había probado antes?

Condujo hacia el norte con una renovada sensación de estar emergiendo y cruzó el canal en Bahía Sturgeon sintiéndose en casa. Door County por fin, y a pocos kilómetros, su primer panorama de huertos de cerezos. Los árboles, ya privados de su botín, marchaban en formación por las praderas verdes y ondulantes bordeadas de muros de piedra y bosques. Huertos de manzanos y ciruelos pesaban de frutas que resplandecían como faros bajo el sol de agosto. De tanto en tanto, sobre la carretera había mercados al aire libre que mostraban coloridos cajones de frutas, bayas, verduras, jugos y mermeladas.

Y por supuesto, estaban los graneros, delatando la nacionalidad de los que los habían construido: los graneros belgas de ladrillo, los ingleses con lucarnas y puertas laterales; los noruegos de troncos cortados cuadrados; los alemanes, de troncos redondos; altos graneros finlandeses de dos plantas; graneros alemanes tipo bunker, construidos bajo tierra, otros mitad de madera y los espacios entre las maderas rellenos con ladrillos. Y un gigantesco espécimen pintado con un diseño floral contra el suelo rojo.

En Door County las estructuras de troncos eran tan comunes como las de material. A veces granjas enteras se mantenían como habían estado cien años antes, con las construcciones de troncos cuidadosamente preservadas, las cabañas embellecidas con modernas ventanas salientes y buhardillas decoradas con marcos blancos. Los jardines estaban rodeados por cercas y flores abundantes: copetes, petunias y malvas que caían sobre alcantarillas a los lados del camino.

En Egg Harbor Maggie redujo la velocidad a paso de hombre, azorada por cómo había crecido. Había turistas por todas partes, tomando helados en la calle, deteniéndose en las aceras para mirar vidrieras de anticuarios, en las puertas de los locales de venta de artesanías. Pasó junto al restaurante Blue Iris y el Cupola House, erguidos, blancos y tradicionales, sintiendo que la familiaridad que le provocaban le invadía el espíritu y la emocionaba. Luego salió a la carretera hacia Fish Creek, pasando entre ricos campos de trigo y más huertos y grandes abedules que se destacaban como marcas hechas con tiza sobre terciopelo verde.

Llegó al risco que estaba sobre su pueblo natal, dejando un último huerto de cerezos a la izquierda y bajando el trecho de carretera empinado que daba la vuelta al acantilado y entraba en el poblado. La llegada siempre constituía una sorpresa agradable. De pronto uno estaba en los campos sobre los riscos sin tener noción de que el pueblo estaba abajo, y al minuto siguiente estaba ante una señal de PARE viendo las aguas resplandecientes del puerto de Fish Creek con la Calle Principal extendiéndose a la derecha y a la izquierda.

Estaba igual que como ella lo recordaba, con turistas por todos lados y automóviles avanzando a paso de hombre mientras los peatones caminaban por donde se les antojaba; tiendas alegremente decoradas construidas en antiguas casas a lo largo de la sombreada Calle Principal cuyos extremos ella podía ver desde donde estaba. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba en un pueblo sin semáforos ni carriles de giro? ¿O con una calle principal a la que había que cortar el césped en verano y rastrillarlo en otoño? ¿En qué otro lugar la estación de servicio parecía la casa de Ricitos de Oro? ¿Y la panadería tenía una galería delantera? ¿Y los callejones entre los edificios necesitaban riego frecuente para mantener frescas las petunias y los geranios?

Del otro lado de la calle principal, un viejo edificio con doble fachada le llamó la atención: el almacén de ramos generales de Fish Creek, donde trabajaba su padre. Sonrió, imaginándolo detrás del largo mostrador blanco de la conservadora de fiambres con la que había estado corlando carnes y preparando sandwiches durante todo el tiempo que ella podía recordar.

Hola, papi, pensó. Enseguida vuelvo.

Giró hacia el oeste y condujo muy lentamente entre los árboles del bulevar, pasando junto a jardines floridos y casas con buhardillas transformadas en casas de regalos, junto al Whistling Swan, una inmensa hostería de madera blanca con el enorme porche del lado este repleto de sillones de mimbre. Pasó junto a la Plaza de los Fundadores y la casa de Asa Thorp, el fundador del pueblo, y a la iglesia comunitaria donde las palomas dibujadas en los vitrales seguían igual que las recordaba. Pasó la hostería White Gull y siguió hasta el final de la calle, donde un grupo de cedros altos marcaba la entrada al Parque Sunset Beach. Allí los árboles se abrían y permitían un panorama majestuoso de Bahía Green, resplandeciente bajo el sol de la tarde.

Detuvo el automóvil, se bajó y protegiéndose los ojos con una mano, contempló los veleros, docenas de veleros, que brillaban sobre el agua.

De nuevo en casa.

Volvió a subir al coche y retomó por el mismo camino.

El tránsito era pesado y los lugares para estacionar escasos, pero consiguió uno delante de una casa de regalos llamada El nido de la paloma y retrocedió a pie unos ciento cincuenta metros, pasando junto a las barandas de piedra tras las cuales los turistas bebían tragos frescos.

Levantando un brazo para detener el tránsito se coló entre dos paragolpes y cruzó al otro lado de la calle.

Los escalones de cemento del almacén de ramos generales de Fish Creek seguían empinados como siempre, llevando a unas puertas que se abrían al revés. Adentro, los pisos crujían, la iluminación era poco adecuada y el aroma, rico en recuerdos: años de fruta que se había puesto demasiado madura para vender, chorizos caseros y el producto de limpieza que Albert Olson seguía usando cuando barría los pisos por la noche.

A las cinco de la tarde, la tienda estaba repleta. Maggie pasó junto al mostrador delantero, saludando con la mano a Mae, la mujer de Albert, que la saludó con sorpresa y avanzó hasta el fondo donde un nudo de clientes rodeaba el alto mostrador de fiambrería. Detrás de él, su padre, con un largo delantal blanco, estaba ocupado tentando a los clientes mientras manejaba la cortadora de fiambres.

– ¿Fresco? -estaba diciendo por encima del zumbido de la máquina-. Pero si yo mismo salí esta mañana y maté la vaca a las seis. -Apagó el motor y pasó al siguiente movimiento con absoluta fluidez. -Uno de pan francés con mostaza y suizo. Uno de pan negro con mostaza y americano. -Cortó un trozo de pan francés, tomó dos rebanadas de pan negro, las untó con manteca y mostaza, les colocó dos trozos de corned beef, abrió la puerta de la conservadora, extrajo dos tajadas de queso, apiló los ingredientes y colocó los sandwiches terminados en envases plásticos. Todo el proceso le había llevado menos de treinta segundos.

– ¿Algo más? -Apoyó las manos sobre el mostrador alto. -La ensalada de papas es la mejor de toda la costa del lago Michigan. Mi abuelita cultivaba las papas con sus propias manos. -Guiñó un ojo a la pareja que esperaba sus sandwiches.

Ellos rieron y respondieron:

– No, gracias, es todo.

– Se paga adelante. ¿Quién sigue? -rugió Roy.

Un hombre de unos sesenta años con pantalones bermuda y salida de baño de toalla pidió dos sandwiches de pastrami.

Mientras observaba a su padre prepararlos, Maggie se sorprendió de nuevo ante su personalidad comercial, tan diferente de la que mostraba en su casa. Era entretenido y sorprendentemente eficiente. La gente se encariñaba con él al sólo verlo. Los hacía reír y regresar a la tienda.

Se mantuvo apartada, sin llamar la atención, viéndolo trabajar con la gente como un prestidigitador, corriendo de un lado a otro, envolviendo sandwiches, cortando fiambres, abriendo la pesada puerta de la conservadora, la misma que cuando Maggie era una niña. Había que esperar -en verano siempre había que esperar- pero él mantenía a todos de buen humor con su eficiencia y teatralidad.

Después de observar durante varios minutos, Maggie se acercó al mostrador cuando él estaba de espaldas.

– Quiero una moneda para un helado -dijo en voz baja.

Él miró por encima del hombro y la sorpresa le dejó el rostro en blanco.

– ¿Maggie? -Se volvió, secándose las manos en el delantal blanco. -Maggie, tesoro, ¿acaso estoy viendo visiones?

Ella rió, feliz de haber venido.

– No, estoy aquí de veras. -Si el mostrador hubiera sido más bajo, él lo habría saltado. En cambio, dio la vuelta por un extremo y la levantó en un abrazo de oso.

– ¡Maggie, qué sorpresa!

– Para mí también lo es.

La apartó, sosteniéndola de los hombros.

– ¿Qué haces aquí?

– Brookie me convenció de que viniera.

– ¿Lo sabe tu madre?

– No, vine directamente a la tienda.

– ¡Diablos… no lo puedo creer! -Rió, feliz, la volvió a abrazar y luego recordó a los clientes. Con un brazo alrededor de sus hombros, se volvió hacia ellos. -Para aquellos que creen que soy un viejo verde, ésta es mi hija Maggie, de Seattle. Acaba de darme la sorpresa de mi vida. -La soltó y le preguntó: -¿Vas para casa, ahora?

– Sí, creo que sí.

Roy miró su reloj.

– Bien, todavía me quedan cuarenta y cinco minutos aquí. Estaré en casa a las seis. ¿Cuánto tiempo te quedas?

– Cinco días.

– ¿Nada más?

– Me temo que no. Tengo que estar de vuelta el domingo.

– Bueno, cinco días es mejor que nada. Bien, vete así me encargo de esta gente. -Se dirigió de nuevo a su puesto de trabajo diciendo por encima del hombro: -Dile a tu madre que llame si necesita algo para la cena.

Cuando Maggie encendió el motor del automóvil y tomó el camino hacia su casa, sintió que su entusiasmo se desvanecía. Condujo despacio, preguntándose, como lo hacía siempre, si era su tendencia a pretender demasiado de su madre lo que hacía que las vueltas a casa fueran invariablemente una desilusión. Al detenerse delante de la casa donde había crecido, Maggie se inclinó y la contempló durante unos instantes antes de descender del coche. No había cambiado en absoluto. De estilo campestre, dos plantas, techo bajo con aleros, hubiera sido perfectamente cuadrada de no haber sido por el porche delantero con sus macizas columnas de la piedra caliza característica de la zona. Robusta y sólida, con arbustos de corona de novia a cada lado de los escalones y olmos simétricos a los costados, la casa hacía pensar que seguiría allí dentro de cien años.

Maggie apagó el motor y se quedó unos minutos sentada: desde cuando ella tenía memoria, su madre había corrido hacia la ventana del frente al oír cualquier ruido en la calle. Vera se ponía detrás de las cortinas y observaba a los vecinos descargar a sus pasajeros o paquetes, y a la hora de la cena daba un informe detallado, intercalado de comentarios negativos.

"Elsie debe de haber ido a Bahía Sturgeon, hoy. Tenía paquetes de Piggly Wiggly. No entiendo por qué compra en ese negocio. ¡Tiene un olor espantoso! Las cosas nunca son frescas allí. Pero por supuesto, a Elsie no se puede decirle nada."

O:

"Toby Miller trajo a esa chica Anderson a media tarde cuando sé perfectamente que su madre estaba trabajando. Dieciséis años y solos en la casa durante una hora y media. ¡A Judy Miller le daría un ataque si lo supiera!"

Maggie cerró la puerta del coche con fuerza y caminó de mala gana hacia la entrada. En los parapetos al pie de los escalones, un par de urnas de piedra ostentaba los mismos geranios rosados y las mismas vincas de siempre. El piso de madera del pórtico brillaba con su capa anual de pintura gris. El felpudo de bienvenida parecía no haber sido pisado nunca por nadie. La puerta de tela metálica seguía teniendo la misma "P" en la rejilla.

Maggie la abrió sin hacer ruido y se quedó en el vestíbulo, escuchando. En el fondo de la casa se oía una radio y el correr de la canilla de la cocina. La sala estaba silenciosa, impecable. Jamás se había permitido que estuviera de otra manera, pues Vera hacía saber a todos que los zapatos debían dejarse en la puerta, que estaba prohibido poner los pies sobre la mesa ratona y fumar cerca de las cortinas. El hogar tenía la misma pila de troncos de abedul que habían tenido durante treinta años, pues Vera no permitía que se encendieran: el fuego hacía cenizas y las cenizas ensuciaban. Los caballetes de hierro y la pantalla protectora en forma de abanico jamás habían sido manchados con humo ni los ladrillos, decolorados por el calor. La repisa de caoba brillaba y, más allá de una arcada cuadrada, la mesa de comedor lucía la misma carpeta de encaje y el mismo recipiente plateado de siempre: uno de los regalos de casamiento de Vera y Roy.

A Maggie la falta de cambios le resultó reconfortante y abrumadora a la vez.

Sobre el reluciente piso del corredor se reflejaba la luz de la cocina, que estaba atrás, y a la izquierda, la escalera de caoba subía junto a la pared y hacía una curva hacia la derecha en un descanso con una ventana alta. Mil veces Maggie había bajado corriendo sólo para oír a su madre ordenarle desde abajo:

– ¡Margaret, quieres bajar caminando, por favor!

Maggie estaba de pie contemplando la ventana del descanso cuando Vera entró por el extremo opuesto del corredor, se detuvo en seco, ahogó una exclamación y luego emitió un chillido.

– Mamá, soy yo, Maggie.

– ¡Santo Cielo, muchacha, me diste el susto de mi vida! -Se había apoyado contra la pared con una mano sobre el corazón.

– Lo siento, no fue mi intención.

– ¿Pero qué estás haciendo aquí?

– Vine. Sencillamente… vine. -Maggie levantó las manos y se encogió de hombros. -Me subí a un avión y vine.

– Bueno, por Dios, podrías avisar. ¿Qué te has hecho en el pelo?

– Probé algo nuevo. -Maggie levantó una mano, inconscientemente tratando de achatar los mechones parados que solamente el día anterior la habían hecho sentir tan audaz.

Vera apartó la vista del pelo de Maggie y se abanicó el rostro con una mano.

– Todavía tengo el corazón en la boca. Una persona de mi edad podría tener un infarto a causa de un susto como este: parada allí delante de la puerta donde no se te puede ni ver la cara. Lo único que vi eran esos pelos parados. Cielos, podrías haber sido un ladrón buscando algo que llevarse. En estos tiempos, uno lee cada cosa en los periódicos que ya no sabe qué pensar, y este pueblo está lleno de desconocidos. Uno tendría que cerrar las puertas con llave.

Maggie se acercó a Vera.

– ¿No me das un abrazo?

– Sí, por supuesto.

Vera se parecía mucho a su casa: era robusta y regordeta, meticulosamente prolija y sin gracia. Usaba el mismo peinado desde 1965: un rodete hacia atrás con dos prolijos rulos en forma de media luna sobre los costados de la frente. El peinado recibía una dosis de fijador semanal en el Rincón de belleza de Bea, de manos de la propia Bea, que tenía tan poca imaginación como sus clientas. Vera usaba pantalones gruesos color turquesa, un pulóver blanco y zapatos blancos de enfermera con suela de crepé, anteojos sin marco con una banda plateada en la parte superior, y un delantal. El abrazo fue más de Maggie que de su madre.

– Es que tengo las manos mojadas -explicó Vera -. Estaba pelando papas.

Cuando terminó el abrazo, Maggie sintió la misma desilusión que experimentaba cada vez que buscaba afecto en su madre. Con su padre, habrían caminado hacia la cocina tomados del brazo. Con su madre, avanzaron separadas.

– ¡Mmm, qué rico olor! -Iba a hacer un gran esfuerzo.

– Estoy preparando costillas de cerdo con crema de hongos. Cielos, espero que la cena me alcance. ¡Cómo me habría gustado que hubieras llamado, Margaret!

– Papi dijo que llamaras si necesitabas que trajera algo.

– ¿Cómo? ¿Ya estuviste con él? -Ahí estaba: el sutil tono celoso que Maggie siempre intuía ante la mención de Roy.

– Sólo un minuto. Me detuve en el negocio.

– Bueno, es demasiado tarde para poner costillas para ti junto con las demás. No se cocinarán. Creo que tendré que freírtelas.

Vera se encaminó directamente hacia el teléfono de la cocina.

– No, mamá, no te preocupes. Me iré a buscar un sandwich.

– Un sandwich, pero qué disparate.

Maggie ya casi nunca comía carne de cerdo y hubiera preferido un sandwich de blanco de pavo, pero Vera ya estaba llamando al negocio antes que ella pudiera expresar sus preferencias. Mientras hablaba, limpiaba el inmaculado teléfono con su delantal.

– ¿Hola, Mae? Habla Vera. ¿Puedes decirle a Roy que traiga dos costillas de cerdo? -Limpió la mesada junto al teléfono. -No, con dos estará bien. Dile que esté aquí a las seis o se me secará toda la comida como anoche. Gracias, Mae. -Cortó y regresó a la pileta, hablando sin cesar. -Cualquiera diría que ese padre tuyo no tiene reloj. Se supone que termina a las seis en punto, pero le importa un rábano si aparece por aquí media hora más tarde o no. Se lo dije el otro día. Le dije: "Roy, si esos clientes del negocio son más importantes que regresar a la hora en que está lista la cena, quizá sería mejor que le mudaras allí." ¿Sabes qué hizo? -La papada de Vera tembló mientras ella tomaba un pelapapas y atacaba una papa. -¡Se fue al garaje sin decir una palabra! A veces parecería que no vivo aquí por lo poco que me habla. Se lo pasa allí afuera en el garaje. Ahora hasta se llevó un televisor allí para mirar los partidos de béisbol mientras se entretiene con sus tonterías.

Quizá los miraría en la casa, madre, si tú lo dejaras poner el recipiente con pochoclo donde quisiera o los pies sobre tu adorada mesa ratona.

Al volver a la sala, el reino de su madre, Maggie se preguntó cómo había tolerado su padre vivir con ella durante cuarenta y tantos años. Maggie sólo había estado en la casa cinco minutos y ya sentía los nervios a flor de piel.

– Bueno, no viniste aquí a escuchar esas cosas -dijo Vera con un tono que advirtió a Maggie que escucharía mucho más en los días siguientes. Terminó de pelar las papas y puso la sartén al fuego. -Debes de tener maletas en el coche. ¿Por qué no las entras y las llevas arriba mientras pongo la mesa?

Cómo deseaba Maggie decirle: "Dormiré en casa de Brookie." Pero el autoritarismo de Vera no era fácil de desafiar. Aun a los cuarenta años, Maggie no se atrevía a desobedecer.

Arriba, tuvo un momento de distracción y colocó la valija sobre la cama. Un instante después, la bajó al suelo, mirando con cautela hacia la puerta. Luego alisó el cubrecama, aliviada por no haberlo arrugado.

La habitación estaba igual. Cuando Vera compraba muebles, los compraba para que perduraran. La cama de madera de arce de Maggie y la cómoda seguían en el mismo lugar. El papel floreado en tonos suaves de celeste en el que jamás se le había permitido clavar chinches todavía duraría años. El escritorio había vuelto a su lugar; durante los años en que Katy era pequeña, Vera lo había reemplazado por una cuna.

El recuerdo le despertó una punzada de nostalgia. En la ventana, corrió la cortina y miró el cuidado jardín trasero.

¡Phillip, cuánto te extraño! Siempre me fue más fácil soportar a mamá contigo a mi lado.

Suspiró, dejó caer la cortina y se puso de rodillas para desempacar.

Adentro del placard había algunos trajes antiguos de su padre colgados junto a una bolsa plástica cerrada que contenía su vestido de graduación. Rosado. Eric le había pedido que se vistiera de rosado y le había regalado un ramillete de rosas para abrochar sobre el vestido.

Eric es casado y te estás comportando como una vieja reblandecida, mirando ese vestido mustio de hace tantos años.

Se quitó el traje de hilo y se puso un par de jeans Guess nuevos y un top azul bajo una chaquetita tejida blanca. Alrededor del cuello se ató un pañuelo de algodón y se puso un par de grandes aros con forma de rombos.

Cuando entró en la cocina, Vera echó un vistazo al conjunto y dijo:

– Esa ropa es un poquito juvenil para ti, ¿no te parece, querida?

Maggie se miró el jean desteñido azul y blanco y respondió:

– No tenía tarjeta de restricción de edad cuando lo compré.

– Sabes a qué me refiero, querida. A veces, cuando una mujer llega a la mediana edad, puede quedar ridícula tratando de parecer más joven de lo que es.

Maggie sintió un nudo de rabia en la garganta y supo que si no se alejaba pronto de su madre estallaría y volvería intolerables los siguientes cuatro días. -Esta noche iré a casa de Brookie. No creo que le moleste mi ropa.

– ¡A casa de Brookie! No veo por qué tienes que salir corriendo no bien pones los pies en la casa.

No, madre, estoy segura de que no lo ves, pensó Maggie y se dirigió a la puerta trasera para escapar por unos minutos.

– ¿Necesitas algo del jardín? -preguntó con forzada ligereza.

– No. La cena ya está lista. Sólo falta tu papá.

– Saldré un rato, de todos modos.

Maggie huyó de la cocina y paseó por el impecable jardín trasero, pasando junto a las impecables hileras de caléndulas que bordeaban la casa; entró en el garaje, donde las herramientas de su padre parecían ordenadas con precisión militar. El piso estaba ridículamente limpio y el televisor descansaba por encima del banco de trabajo, sobre un estante recientemente fabricado.

Pobre papá.

Cerró la puerta de servicio del garaje y vagó por la huerta. Las habas y arvejas ya habían sido cosechadas y los tallos superiores de las cebollas se estaban secando. En toda su vida jamás recordaba que su madre se hubiera retrasado con algún trabajo. ¿Por qué hasta eso le daba rabia?

Vera la llamó desde la puerta.

– Ya que estás, querida, trae dos tomates maduros para cortar por el medio.

Maggie pasó por entre las cañas que sujetaban los tomates y escogió dos para llevar a la casa. Pero cuando entró en la cocina, su madre la regañó:

– Quítate los zapatos, hija. Enceré el piso ayer.

Cuando llegó Roy, Maggie se sentía al borde del estallido. Fue a encontrarse con él en el camino que subía desde el garaje y caminaron del brazo hacia la casa.

– ¡Qué bueno es verte salir a recibirme! -dijo Roy con afecto.

Ella sonrió y le apretó el brazo, sintiendo que sus nervios se calmaban.

– Ah, papi -suspiró, levantando el rostro hacia el ciclo.

– Supongo que le habrás dado una gran sorpresa a tu madre.

– Casi le dio un infarto, al menos eso dijo.

– Tu madre jamás tendrá un infarto. No lo toleraría.

– Llegas tarde, Roy -interrumpió Vera, abriendo la puerta de alambre tejido y haciendo un gesto impaciente hacia el paquete que él tenía en las manos-. Y todavía tengo que freír esas costillas. Tráemelas, pronto.

Él le entregó el paquete y ella desapareció. Abandonado en los escalones, Roy se encogió de hombros y sonrió resignadamente a su hija.

– Ven -dijo ella-. Muéstrame qué hay de nuevo en tu taller.

Una vez que estuvieron dentro de la habitación con aroma a madera fresca, preguntó:

– ¿Por qué permites que te haga eso, papá?

– Bah, tu madre es una buena mujer.

– Es buena ama de casa y buena cocinera. Pero nos vuelve locos a los dos. Yo ya no tengo que vivir con ella, pero tú sí. ¿Por qué lo toleras?

Él pensó un momento y dijo:

– Creo que nunca me pareció que valiera la pena enfrentarla.

– Pero te refugias aquí.

– Bueno, es que lo paso bien aquí. Estuve haciendo pajareras y comederos para vender en el negocio.

Maggie le apoyó una mano en el brazo.

– ¿Pero nunca tienes ganas de decirle que se calle la boca y te deje en paz? Papá, te da órdenes todo el tiempo.

Él tomó un trozo de madera de roble y la acarició con los dedos.

– ¿Recuerdas a la abuela Pearson?

– Sí, un poco.

– Era igual. Manejaba a mi padre como un sargento a los reclutas. No conocí otra cosa.

– Pero eso no hace que esté bien, papá.

– Celebraron sus bodas de oro antes de morir.

Sus miradas se encontraron durante varios segundos.

– Eso es perseverancia, papi. No felicidad. Existe una diferencia.

Él dejó el trozo de madera.

– Es en lo que cree mi generación.

Quizá tuviera razón. Quizá su vida fuera apacible aquí en el taller y en su trabajo del negocio. Por cierto, su mujer le proveía un hogar impecable, buena comida y ropa limpia: las tareas tradicionales de la esposa en las que también creía su generación. Si él las aceptaba como suficientes, ¿quién era ella para sembrar desconformidad?

Le tomó la mano.

– Bueno, olvida que lo mencioné. Vayamos a cenar.

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