Eric durmió poco esa noche. Tendido junto a Nancy, pensó en Maggie; su imagen se le aparecía, nítida, en una docena de poses recordadas: con el mentón erguido, cantando un yodel en la bañadera; riendo mientras le servía una rosquilla enorme; de rodillas junto a una mata de flores medio marchitas en un cementerio de campo; levantando el rostro sombrío hacia él y sacudiéndole el mundo con la noticia del bebé; prediciendo, seria, que Nancy los mantendría separados hasta mucho después de que naciera la criatura. Cuánta razón había tenido.
Eric se mantuvo de su lado de la cama. Con las manos debajo de la cabeza, se aseguró de que ni siquiera el codo tocara el pelo de Nancy. Pensó en el día siguiente; se lo diría, por supuesto, a Maggie, pero no aumentaría los males que había causado yendo a verla luego de ni siquiera una mínima intimidad con la mujer a su lado.
Cerró los ojos, pensando en el dolor que le provocaría a Maggie, sufriendo de antemano al pensar en causárselo. Le temblaron los párpados. Ésa no era una ofensa venial. Era responsable ante ambas mujeres, culpable de todos los cargos, vil y bajo como el que más. Podía lidiar con la furia de Nancy; sería amarga cuando se enterara de la verdad… pero ¿y el dolor de Maggie?
Ay, Maggie, ¿qué he hecho? Quería tantas cosas para nosotros dos. Eras la última persona en el mundo a quien deseaba herir.
En la oscuridad de la medianoche, él agonizaba. Un animalillo corrió por el techo -un ratón, probablemente- dejando una cadena de ruiditos como de bellotas al rodar por las tejas. Abajo, en la calle principal, un adolescente con el caño de escape abierto puso el coche en cambio y aceleró por la calle desierta. Junto a Eric, el reloj cambió un dígito con un suave fap.
El bebé de Nancy estaba un minuto más avanzado.
El bebé de Maggie estaba un minuto más avanzado.
Pensó en los niños que aún no habían nacido. El legítimo. El bastardo… qué palabra dura cuando se la aplicaba a la criatura de uno. ¿Qué aspecto tendrían? ¿Tendrían algún parecido con el viejo? ¿Con Ma? Con él, sí, sin duda. ¿Serían inteligentes? (Viniendo de Maggie y Nancy, eso parecía seguro.) ¿Serían sanos o enfermizos?
¿Tranquilos o exigentes? ¿Cuáles serían los deseos de Maggie? ¿Dejar que la criatura creciera sabiendo quién era su padre u ocultarle su nombre? Si el niño o la niña lo sabía, sabría también quién era su medio hermano o media hermana. Se encontrarían por la calle, en la playa, en la escuela, quizás en el jardín de infantes. En algún momento algún chico le preguntaría: ¿por qué tu papá vive con esa otra familia? ¿A qué edad empiezan a comprender los niños el estigma de la ilegitimidad?
Trató de imaginarse llevando a sus dos hijos en el Mary Deare y colocando líneas en sus manos, enseñándoles todo sobre el agua, las constelaciones, y cómo leer la pantalla del sondeador de profundidad. Se los subiría sobre las rodillas (pues todavía serían pequeños) y los sostendría por las barriguitas para que sus manitas curiosas pudieran sujetar el timón mientras él les mostrara el monitor y les explicara: Eso azul es el agua. La línea roja es el fondo del lago y la línea blanca justo encima es un cardumen de pececillos. Y esa línea blanca larga… ahí tienen los salmones.
En un plano más real, parecía poco probable, hasta ridículo, que dos madres de dos hijos suyos pudieran ser tan flexibles como para permitir semejante violación de las tradiciones, aun en los tiempos que corrían. Qué tonto e ingenuo era siquiera imaginarlo.
Pues bien, lo sabría al día siguiente. Vería a Maggie y sufriría junto con ella.
El sábado amaneció muy fresco para la época estival, con nubes y viento fuerte. Nancy ya estaba trabajando en su escritorio cuando Eric se dispuso a abandonar la casa. Se detuvo junto a la puerta mientras se ponía un rompevientos con movimientos pesados por la falta de sueño de la noche anterior.
– Te veré esta noche -dijo a Nancy. Eran las primeras palabras que le dirigía desde el momento de levantarse. Había logrado dormirse sólo después de las cuatro de la mañana y se despertó tarde; Nancy ya se había vestido y estaba abajo. Se la veía muy "de ciudad" con anteojos grandes, un enterizo de hilo con un cinturón color coco, aros de un kilo de peso y un cartón de yogur a su lado. El pelo estaba sujetado detrás de las orejas. Al verlo aparecer, Nancy se echó hacia atrás en la silla y se levantó los anteojos sobre el pelo.
– ¿A qué hora? -Tomó el yogur y comió una cucharada.
– Si el tiempo sigue así, temprano, quizás a la tarde.
– ¡Fantástico! -Arqueó la muñeca y la cuchara relampagueó.
– Prepararé algo con mucho calcio y vitaminas. -Se palmeó el estómago. -Ahora tengo que alimentarme bien. -Sonrió. -Que te vaya bien, mi amor.
Eric se estremeció internamente ante el término cariñoso de ella y el recuerdo de su embarazo.
– A ti también. -Se volvió y se dirigió a la camioneta.
El tiempo estaba acorde con su estado de ánimo. Cuando estaba a mitad de camino hacia Gills Rock, comenzó a llover; las gotas golpeaban contra el parabrisas con un ruido similar al del plástico al romperse. Los truenos gruñían cerca del horizonte y se veían relámpagos. Sabía, mucho antes de llegar a casa de Ma, que las excursiones de la mañana se habrían cancelado, pero siguió camino de todas formas. Saludó a su madre y a Mike, tomó una taza de café, pero no probó la salchicha; sus pensamientos lo tenían preocupado. Durante unos instantes contempló el manchado teléfono de la cocina, la guía colgando de un hilo, con el número de Seattle de Maggie escrito sobre la lapa. Recordó la primera vez que la llamó. Ma le repitió una pregunta, luego gritó:
– ¿Qué te pasa, tienes los oídos tapados?
– Ehh… ¿qué?
– Te pregunté si querías alguna otra cosa… cereal, o pan con carne.
– No, nada, Ma. No tengo hambre.
– Esta mañana no las tienes todas contigo ¿no es así?
– Lo siento. Mira, si no me necesitas para nada, tengo que regresar a Fish Creek.
– No. Vete, no más. Parece que la lluvia va a durar.
No les había dicho a ninguno de los dos por qué había decidido mudarse de nuevo con Nancy y aunque Mike estaba apoyado tranquilamente contra la pileta, bebiendo café y observándolo, Eric decidió no dar explicaciones todavía. Además, Ma no sabía nada del embarazo de Maggie y no soportaba la idea de decírselo ahora. Quizá nunca se lo dijera. Otra vez la culpa: ocultarle la verdad a Ma, que siempre se enteraba de todo, como si tuviera antenas ocultas que se movían cada vez que sus hijos hacían algo malo.
Cuando tenía ocho años -Eric lo recordaba con claridad, porque la señorita Wystad era su maestra ese año; fue el año en que Eric estaba experimentando con sus primeras palabrotas- y se había burlado de un chico llamado Eugene Behrens que había ido a la escuela con un agujero en la parte de atrás del overol, a través del cual se le veía la piel. Eugene también tenía un corte de pelo casero estilo cacerola que lo hacía parecerse a uno de los Tres Chiflados.
Eric lo había llamado Culo Al Aire Behrens.
– Eh, Eugene -había gritado en el patio-. Eh, Eugene Culo Al Aire Behrens, ¿dónde están tus calzoncillos, Eugene?
Mientras Eugene le daba la espalda estoicamente, Eric gritaba un cantito:
A Eugene se le ve el culo.
No tiene calzoncillos.
¡Y con ese pe-lo, parece le-lo!
Eugene echó a correr, llorando, y Eric se volvió para encontrar a la señorita Wystad a un metro de distancia.
– Eric, creo que tú y yo debemos ir adentro a hablar -le dijo la maestra con severidad.
De la conversación, Eric recordaba poco excepto su pregunta ansiosa: ¿Va a contárselo a mi mamá?
La señorita Wystad no se lo contó a Ma, pero le dio un reto que todavía le dolía al recordarlo, y lo hizo pararse ante toda la clase y pedirle perdón a Eugene en voz alta, sonrojado, dolorido y humillado.
Cómo se enteró Ma del episodio, Eric nunca lo supo: Mike juraba que no se lo había contado. Pero se enteró, aunque nunca mencionó el incidente, y su castigo fue aun más ignominioso que el de la maestra. Eric regresó de la escuela un día y la encontró vaciando su cómoda. Había sacado parte de su ropa interior, medias, remeras, pantalones. Mientras él miraba, Ma añadió a la pila una remera nueva, la preferida de él, que tenía un dibujo de Superman en vuelo. Mientras apilaba la ropa, habló con tono casual.
– Hay una familia de apellido Behrens muy pobre, con diez hijos. Uno de ellos creo que está en tu clase. ¿Eugene, puede ser? Bueno, resulta que el papá se mató en un accidente en los astilleros hace un par de años y la pobre madre se esfuerza mucho por criarlos. La iglesia está haciendo una colecta de ropa usada para ayudarlos y quiero que lleves estas cosas mañana a la escuela y se las des a ese chico, Eugene. ¿Me harás ese favor, Eric? -Por primera vez lo miró a los ojos.
Eric bajó la vista a la remera de Superman y se tragó una protesta.
– ¿Lo harás, no es cierto, hijo?
– Sí, Ma.
Durante el resto de ese año escolar, vio a Eugene Behrens ir a la escuela con su remera de Superman. Nunca más se burló de alguien menos afortunado que él. Y nunca más trató de ocultarle sus faltas a Ma. Si se metía en algún lío, iba directamente a casa y confesaba: "Ma, hoy me metí en problemas". Y ambos se sentaban y lo resolvían juntos.
Mientras conducía la camioneta hacia lo de Maggie bajo la lluvia de un sombrío día de verano añoró la simplicidad de aquellos problemas, deseó poder sencillamente presentarse ante su madre y decir: "Ma, estoy en un lío" y sentarse con ella a tratar de solucionarlo.
Los recuerdos lo entristecieron, perdonó a Eugene Behrens por usar su remera de Superman y se preguntó dónde estaría Eugene ahora. Deseó que tuviera un placard lleno de ropa linda y mucho dinero para vivir con todos los lujos.
En casa de Maggie, las luces estaban encendidas: puntos amarillos en un día violeta. Acotadas por el viento, las siemprevivas se mecían y bailaban. La pintura amarilla de la casa, mojada, se había vuelto ocre. Las flores estaban aplastadas por el agua que caía desde el techo. Mientras bajaba corriendo los escalones, gruesas gotas de los árboles le cayeron sobre la cabeza y el cuello y se estrellaron sobre el rompevientos azul. El felpudo de la galería trasera estaba empapado. Adentro, la cocina estaba vacía, pero iluminada.
Eric golpeó, y horrorizado, se encontró con Katy en la puerta. La expresión curiosa de Katy al abrir se avinagró al ver de quién se trataba.
– Hola, Katy.
– Hola -respondió ella con frialdad.
– ¿Está tu madre?
– Sígueme -ordenó Katy y se alejó. Eric se quitó apresuradamente las zapatillas y la vio desaparecer por el pasillo que daba al comedor, desde donde se oían voces. Bajó la cabeza, se sacudió el agua del pelo y fue tras Katy, que aguardaba en la entrada del comedor. La mesa estaba rodeada de huéspedes. Maggie, en la cabecera.
– Te buscan, mamá.
La conversación cesó y todos los pares de ojos de la habitación se posaron sobre él.
Tomada por sorpresa, Maggie se quedó mirando a Eric como si fuera un fantasma. Se sonrojó intensamente antes de recuperarse, por fin, y ponerse de pie.
– ¡Eric, qué sorpresa! ¿Quieres sentarte con nosotros? Katy, búscale una taza, por favor. -Se corrió para hacerle lugar a su lado, mientras que Katy sacaba una taza del aparador y la colocaba con violencia sobre el individual. Maggie trató de rescatar el momento haciendo las presentaciones. -Éste es un amigo mío, Eric Severson, y éstos son mis huéspedes… -Nombró a tres parejas, pero con los nervios, olvidó los nombres de la cuarta y volvió a sonrojarse, tartamudeando una disculpa. -Eric organiza excursiones de pesca en Gills Rock -les informó.
Ellos le pasaron la cafetera de porcelana y el plato de panecillos, la manteca y un jugo de ananá que uno de los huéspedes sirvió en la cabecera como si fueran una gran familia feliz.
Debió haber llamado antes. Debió tener en cuenta que ella estaría desayunando con los huéspedes y que Katy estaría en la casa y se mostraría abiertamente hostil. Fue así que se encontró sometido a media hora de conversación trivial, con Maggie tensa como un alambre a su derecha y Katy erizada como un gato a su izquierda, y un público de ocho personas, que intentaban fingir que no notaban nada fuera de lo común.
Cuando el desayuno terminó, tuvo que esperar mientras Maggie recibía cheques de dos de los clientes, respondía a varias preguntas y daba órdenes en voz baja a su hija para que limpiara el comedor y siguiera con sus tareas diarias.
– No tardaré-terminó; buscó un suéter gris largo y se lo echó por encima de los hombros mientras se alejaba con Eric bajo la lluvia, hacia la camioneta.
Después de cerrar las puertas, se quedaron allí, empapados, respirando hondo y mirando hacia adelante. Por fin Eric exhaló con fueza y aflojó los hombros.
– Maggie, discúlpame. No debí haber venido a esta hora.
– No.
– En ningún momento se me ocurrió que estarías desayunando.
– Tengo una hostería que incluye desayuno, ¿lo recuerdas? Desayunamos todas las mañanas.
– Katy casi me cierra la puerta en la cara.
– A Katy le he enseñado modales y sabe que es mejor que los recuerde. ¿Qué pasa?
– ¿Puedes venir a dar un paseo? ¿Alejarte de aquí un poco? ¿Salir al campo? Tenemos que hablar.
Ella emitió una risa tensa.
– Es evidente. -Eric casi nunca la había visto enojada, pero ahora lo estaba, y con él. Maggie miró hacia la casa donde se veía la silueta de Katy moviéndose por la cocina, detrás de las cortinas de encaje. -No, no podría salir. Tengo trabajo que hacer, y no tiene sentido poner a Katy más en contra de mí de lo que ya está.
– Por favor, Maggie. No hubiera venido si no hubiese sido importante.
– Lo sé. Por eso salí hasta aquí. Pero no puedo irme. Tengo solamente un minuto.
Salió un hombre, el huésped cuyo nombre Maggie había olvidado. Llevaba dos maletas y corría bajo la lluvia hacia su coche, que estaba del otro lado de la calle.
– Por favor, Maggie.
Ella soltó un suspiro de impaciencia.
– Está bien, pero sólo unos minutos.
El motor tosió, arrancó y rugió cuando Eric bombeó el acelerador. Puso el cambio y retrocedió haciendo chillar las ruedas. El limpiaparabrisas zumbaba como un metrónomo. Tomó en dirección opuesta al pueblo, hacia el sur por la Carretera 42, luego hacia el este por la EE hasta que llegó a una senda estrecha de ripio que llevaba a un bosquecillo. Al final de la senda, donde los árboles se abrían a un campo sin sembrar, se detuvo y apagó el motor. Alrededor de ellos el cielo chorreaba, las nubes se iluminaban por los relámpagos y las llores silvestres inclinaban las cabezas como penitentes ante un confesor.
Se quedaron en silencio, envueltos en sus propios pensamientos, adaptándose al golpeteo metálico de la lluvia sobre la camioneta, la ausencia de limpiaparabrisas, la visibilidad borrosa cuyo punto focal era una granja abandonada, apenas visible por entre cintas de agua que caían por el parabrisas.
Al mismo tiempo, giraron la cabeza para mirarse.
– Maggie -masculló Eric desconsoladamente.
– Es algo malo, ¿verdad?
– Ven aquí-susurró él con voz ronca. La abrazó y la sostuvo contra él; apoyó la nariz y la mejilla contra el agradable aroma húmido de su pelo y el suéter. -Sí, es algo malo.
– Dímelo.
– Es peor que lo más horrible que te hayas podido imaginar.
– Dímelo.
Eric se apartó, y fijó sobre los ojos castaños de ella su mirada intensa y llena de pesar.
– Nancy está embarazada.
Shock. Incredulidad. Negación.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró Maggie; se apartó, se cubrió los labios con una mano y miró por el parabrisas. En voz casi inaudible, repitió: -¡Ay, Dios mío!
Cerró los ojos y Eric la vio debatirse con la información, apretando los dedos cada vez más fuerte contra los labios, hasta que él creyó que se los lastimaría con los dientes. Tiempo después abrió los ojos y parpadeó en cámara lenta, como una muñeca antigua con pesas en la cabeza.
– Maggie…ay, Maggie, mi amor, lo lamento…
Ella sólo oía un rugido en sus oídos.
Había sido una tonta. Se había dejado atrapar por un hombre que después de todo, era típico. No había preguntado ni exigido nada, pero le creyó cuando decía que la amaba y quería divorciarse. Su madre se lo había advertido. Su hija, también. Pero ella había estado tan segura de él que le dio toda su confianza.
Ahora la dejaba para volver con su mujer, abandonándola con un hijo de casi cinco meses de gestación.
No lloró; los cristales de hielo no brotan por los lagrimales.
– Llévame a casa, por favor -dijo, erguida como un poste, cubriéndose con una capa de dignidad.
– Maggie, por favor, no hagas esto, no te alejes.
– Has tomado tu decisión. Está claro. Llévame a casa.
– Durante todos estos años se lo estuve pidiendo. ¿Cómo puedo divorciarme ahora?
– No, claro que no puedes. Llévame a casa, por favor.
– No lo haré hasta que…
– ¡Maldito seas! -Maggie se volvió y lo abofeteó con fuerza. -¡No me des ultimátums! ¡Ya no tienes derechos sobre mí, lo que yo decido hacer no te incumbe! ¡Pon en marcha el motor ya mismo o me iré caminando!
– Es un error, Maggie. Yo no quería que quedara embarazada. Sucedió antes de que tú y yo supiéramos siquiera lo que deseábamos, cuando yo estaba confundido y trataba de decidir qué hacer con mi matrimonio.
Maggie abrió la puerta y bajó al pasto mojado. El agua fría se le metió por los agujeros de los cordones de los zapatos. No le prestó atención y echó a andar por el sendero de tierra, haciendo a un lado una mata de malezas que le mojaron los pantalones hasta la mitad de los muslos.
La puerta del lado de Eric se cerró y él la tomó del brazo.
– Sube a la camioneta -le ordenó.
Maggie se soltó y siguió caminando, con la cabeza alta, los ojos secos, salvo por la lluvia que le pegaba el pelo a la frente y le goteaba por entre las pestañas.
– ¡Maggie, soy un imbécil, pero tu bebé es mío y quiero ser su padre! -gritó Eric.
– ¡Mala suerte! -respondió ella-. ¡Vuelve con tu mujer!
– ¡Carajo, Maggie! ¿Quieres parar de una vez?
Ella continuó caminando. Eric dijo otra palabrota, luego la puerta de la camioneta se cerró y el motor tosió. Se apagó. Arrancó otra vez, rugió como un gigante hambriento y el vehículo salió disparado hacia atrás; el chasis se llenó de barro. Maggie siguió andando por el sendero, obstinada como un soldado de infantería, impidiendo que él la parara.
A los saltos detrás de ella, marcha atrás, Eric sacó la cabeza por la ventanilla.
– ¡Maggie, sube a la camioneta, te digo!
Ella le hizo un gesto obsceno con el dedo y siguió avanzando bajo la lluvia hacia la carretera.
Eric cambió de táctica y trató de convencerla.
– Vamos, Maggie, sube.
– ¡Estás fuera de mi vida, Severson! -gritó Maggie, casi con júbilo. Cuando ella llegó al asfalto, Eric trepó al pavimento con dos ruedas y cambió de dirección con un rebaje que sacudió la camioneta hasta las entrañas.
El motor se apagó. El arranque gimió cinco veces, en vano. La puerta se cerró con un golpe. Maggie seguía caminando, imaginándolo de pie junto al vehículo, con las manos sobre las caderas.
– ¡No puedes ser tan obstinada, carajo! -gritó Eric.
Ella levantó la mano izquierda, dobló los dedos dos veces en señal de despedida y siguió andando bajo la lluvia.
Eric se quedó mirándola, absolutamente estupefacto y furioso como no recordaba haber estado en años. Esta era la reacción que había imaginado en Nancy, no en su dulce Maggie. Maldita loca, dejándolo plantado así. Conque estaba enojada. ¡Pues bien, eran dos! La dejaría cocinarse en su propia salsa durante un par de semanas hasta que se sintiera sola y lo extrañara; ¡quizás entonces lo trataría mejor!
Siguió observándola hasta que supo con seguridad que no pensaba volver, luego pateó la rueda de la camioneta, abrió la puerta y empujó la endiablada vieja puta al costado del camino. Mientras el vehículo se deslizaba hacia la banquina, cerró la puerta y volvió a mirar a Maggíe, tan distante ya que no podía distinguir el color de su ropa.
Vete, entonces, testaruda del demonio. Pero tarde o temprano tendrás que hablar conmigo. Tengo un hijo que mantener y va allí rebotando bajo la lluvia contigo. ¡Será mejor que lo cuides, por Dios!
Maggie se detuvo en la primera granja que vio y pidió utilizar el teléfono.
– ¿Papi? -dijo cuando Roy tomó la línea-. ¿Tienes el auto allí en el trabajo?
– Sí, pero ¿qué…?
– ¿Podrías venir a buscarme, por favor? Estoy en una granja sobre la carretera EE, un poco al este de la Cuarenta y dos…a ver, espera. -Preguntó a la adolescente de pelo grasoso que le había abierto la puerta. -¿Qué familia es?
– Jergens.
Por teléfono, preguntó:
– ¿Sabes dónde viven los Jergens, al sur del pueblo?
– Sí, conozco la granja de Harold Jergens, era de su familia.
– Estoy ahí. ¿Puedes venir a buscarme, por favor?
– Sí, claro, mi querida, pero ¿qué…?
– Gracias, papi. Apúrate; estoy empapada.
Cortó antes de que él pudiera hacer más preguntas.
Cuando regresaban juntos hacia el pueblo, vieron a un hombre que hacía dedo a poca distancia de allí, sobre la carretera EE. Roy comenzó a aminorar, pero Maggie le ordenó.
– Sigue, papá.
– Pero está lloviendo y…
– ¡No se te ocurra parar, papá, porque si lo haces, me bajo y voy caminando!
Pasaron junto al hombre con el pulgar levantado y Roy miró por encima del hombro.
– ¡Pero es Eric Severson!
– Ya lo sé. Que camine.
– Pero, Maggie… -Severson agitaba un puño en dirección a ellos.
– Mira el camino, papi, o te caerás a la cuneta.
Maggie tomó el volante y evitó el desastre. Cuando Roy miró otra vez hacía adelante, ella encendió la calefacción, se peinó con los dedos y dijo:
– Prepárate para recibir un golpe, papá. Te va a hacer caer las medias. -Lo miró de frente. -Estoy esperando un hijo de Eric Severson.
Roy la miró, boquiabierto. Maggie tomó el volante otra vez y enderezó el coche.
– Pero… pero… -Roy tartamudeó como el motor de un cilindro y se volvió para mirar hacia atrás, olvidándose por completo del rumbo y la velocidad.
– A mamá le va a dar un ataque -comentó Maggie con serenidad-. Calculo que esto nos distanciará para siempre. Me lo advirtió, sabes.
– ¿Un hijo de Eric Severson? ¿Te refieres a ese Eric Severson, el que acabamos de pasar?
– Así es.
– ¿Quieres decir que te vas a casar con él?
– No, papá. Él es casado.
– Bueno, ya lo sé… pero…pero… -Roy imitó otra vez un viejo Allis-chalmers.
– Es más, su mujer también está esperando su primer hijo. Pero si calculé bien, el mío nacerá antes.
Roy frenó en seco en la mitad del camino y exclamó, anonadado:
– ¡Maggie!
– ¿Quieres que yo maneje, papá? Me parece mejor. Pareces algo nervioso.
Se bajó y dio la vuelta antes que Roy pudiera digerir su intención. Maggie lo empujó con fuerza.
– Hazte a un lado, papi. Me estoy mojando.
Roy se corrió al asiento del pasajero mientras Maggie ponía el automóvil en movimiento y se dirigía al pueblo.
– Tuvimos una relación, pero terminó. Tengo que hacer planes sola, ahora y quizá necesite tu ayuda de tanto en tanto, pero soy una persona fuerte. Ya lo verás. Me sobrepuse a la muerte de Phillip e hice la mudanza aquí, vendí la casa de Seattle con todos los recuerdos y pude ocuparme de la casa nueva y arreglarla; puse en funcionamiento la hostería y pienso seguir adelante con éxito mi negocio, con bebé o sin él. ¿Crees que podré?
– No tengo ninguna duda.
– Mamá se pondrá furiosa, ¿no?
– No tengo ninguna duda.
– Es probable que no quiera dirigirme más la palabra.
– Es probable, sí. Tu madre es una mujer dura.
– Lo sé. Por eso voy a necesitarte, papi.
– Tesoro, estaré a tu disposición.
– Sabía que me dirías eso. -Roy se estaba recuperando, ante la decisión férrea que mostraba Maggie en sus intenciones.
– ¿Alguna vez oíste hablar del parto sin dolor, y de las clases de respiración y relajación de Lamaze?
– He leído algo al respecto.
Maggie le echó una mirada de soslayo.
– ¿Crees que podríamos hacerlo, tú y yo?
– ¿Yo? -Roy abrió los ojos como platos.
– ¿Crees que te gustaría ver nacer a tu último nieto?
Él lo pensó un momento, luego respondió:
– Me moriría de miedo.
– Las clases nos ayudarán a los dos a no tener miedo.
Era la primera vez que Maggie admitía estar asustada, aunque por fuera se mantenía fuerte y resistente como una viga de acero.
– A tu madre -dijo Roy con ojos chispeantes -se le van a reventar las tripas.
– ¡Papi, papi, ésa no es forma de hablar!
Ambos rieron, conspiradores unidos por un lazo repentinamente fuerte. Al llegar a la entrada del pueblo, Maggie confesó:
– Todavía no se lo he dicho a Katy. Calculo que tendré problemas cuando se lo cuente.
– Se acostumbrará a la idea. Yo, también. Y tu madre, también. De todos modos, lo que yo siento es que respondes sólo ante ti misma.
– Exactamente. Acabo de darme cuenta de eso hoy. -Maggie detuvo el coche en la cima del sendero de su casa. Había dejado de llover. Las gotas temblaban sobre las hojas y el aire olía a té de hierbas: verde, húmedo, saludable.
Maggie puso punto muerto y tomó la mano de Roy.
– Gracias por venir a buscarme, papá. Te quiero mucho. -¡Con cuánta facilidad podía decirle eso a él!
– Yo a ti, también y no voy a decir que no estoy horrorizado. Creo que mis medias quedaron por algún lado de la carretera EE.
Cuando Maggie terminó de reír, Roy bajó la vista hacia las manos entrelazadas de ambos.
– Me asombras, ¿sabes? Hay tanta fuerza dentro de ti. Tanta… -Pensó antes de añadir: -… tanta dirección. Siempre fuiste así. Ves lo que deseas, lo que necesitas y te lanzas a conseguirlo. La universidad, Phillip, Seattle, la Casa Harding, ahora esto. -Levantó la mirada. -Bueno, no es que te hayas lanzado a buscar esto, pero mira cómo lo manejas, cómo tomas las decisiones. Ojalá yo pudiera ser así. Pero no sé por qué, siempre tomo el camino que ofrece menor resistencia. No me gusta ser así, pero es la realidad. Tu madre me pasa por encima. Lo sé. Ella también lo sabe. Tú lo sabes. Pero esta vez, Maggie, voy a hacerle frente. Quiero que lo sepas. Esto no es el fin del mundo y si quieres ese bebé, entonces iré a ese hospital y demostraré al mundo que no tengo nada de qué avergonzarme ¿de acuerdo?
Las lágrimas que Maggie había contenido con obstinación hasta entonces, inundaron sus ojos mientras pasaba un brazo alrededor del cuello de Roy y apretaba la mejilla contra la de su padre. Olía a carne cruda y salchicha ahumada y loción Old Spice, una combinación querida y familiar.
– ¡Ay, papi, cómo necesitaba oír eso! Katy se va a poner tan mal. Y mamá… tiemblo de sólo pensar en decírselo. Pero lo haré. Hoy no, pero pronto, para que no pienses que voy a dejarte esa tarea a ti.
Roy le frotó la espalda.
– Estoy aprendiendo algo de ti. Presta atención. Uno de estos días voy a hacer algo que te va a sorprender.
Maggie se echó hacia atrás y le dirigió una mirada fulminante.
– ¡Papá, ni se te ocurra salir a pescar con Eric Severson! Si lo haces, me conseguiré otro compañero para las clases de preparto.
Roy rió y dijo:
– Vete adentro y ponte algo seco antes de que te resfríes y escupas a ese bebé tosiendo.
Mientras la miraba alejarse, pensó en lo que había estado pensando desde hacía cinco años. Vería cómo tomaba Vera las noticias, luego decidiría.