Capítulo 7

La sirena del Mary Deare sonó a la tarde siguiente: un bramido ensordecedor digno de una barcaza antediluviana.

Aun desde la distancia, hizo vibrar los pisos y vidrios de las ventanas.

Maggie levantó la cabeza. Se sentó sobre los talones, con un pincel en la mano, alerta y vibrante. Volvió a sonar y ella se puso de pie de un salto y corrió por el corredor del piso superior, cruzó el dormitorio que daba al sudoeste y salió al mirador. Pero los árboles, todavía con hojas, le obstaculizaban la vista del agua. Se quedó en la sombra, apoyada contra la baranda mientras el pulso se le calmaba y la invadía una gran desilusión.

¿Qué estás haciendo, Maggie?

Dio un paso atrás y recuperó la compostura.

¿Qué estás haciendo, corriendo ante el sonido de la sirena de su barco?

Como si alguien la hubiera retado en voz alta, se volvió con dignidad y entró otra vez en la casa.

Después de eso, una vez por día, la sirena saludaba, siempre sobresaltándola, haciéndola dejar lo que estaba haciendo y mirar hacia el frente de la casa. Pero nunca más volvió a correr como ese primer día. Se dijo a sí misma que su fijación con Eric era sencillamente una reacción por estar otra vez en terreno familiar. Él era parte de su pasado, Door County era parte de su pasado, los dos iban junios. Se dijo que no tenía derecho de pensar en él, de sentir un escalofrío ante la idea de que él estuviera pensando en ella. Se recordó la poca estima que ella siempre les había tenido a las mujeres que perseguían a hombres casados.

Busconas, las llamaba su madre.

– Esa Sally Bruer es una buscona -decía Vera años atrás de una mujer joven a la que Maggie recordaba como pelirroja y llamativa, conversadora, que trabajaba detrás del mostrador de la heladería en la esquina. Siempre era buena con los niños, sin embargo, pues les servía porciones bien cargadas.

Cuando Maggie tenía siete años, oyó a su madre hablar con unas señoras del grupo de costura sobre Sally Bruer.

– Eso es lo que consigues cuando buscas -decía Vera -. Que dar E-Eme-Be-etcétera. Y no se sabe de quién es el bebé porque anda con Fulano, Mengano y Zutano. Pero se dice que es de Curva Rooney. -Curva Rooney era el pitcher del equipo de béisbol local, cuyo sobrenombre se debía a la endemoniada pelota curva que lanzaba. Su bonita esposa asistía a cada partido que se hacía en el pueblo con sus tres hijitos de mejillas rosadas y Maggie los había visto muchas veces cuando iba a los partidos con su padre. A veces jugaba con el mayor de los Rooney bajo las gradas. No fue hasta los doce años que Maggie comprendió lo que significaba E-Eme-Be-etcélera -embarazada- y después de eso siempre sintió pena por los hijos de Curva Rooney y por su bonita esposa.

No, Maggie no quería ser una buscona. Pero la sirena del barco la llamaba todos los días y ella se sentía culpable al verse reaccionar ante el sonido.

A mediados de octubre, hizo una escapada de dos días. Fue en coche hasta Chicago a comprar cosas para la casa. En la tienda Old House compró un lavabo con pedestal, una bañadera con patas en forma de garras y grifería de bronce para el baño nuevo. En Antigüedades Herencia encontró una magnífica cama de roble tallada a mano para uno de los dormitorios y en Bell, Book y Candle, una mesa de caoba con tapa de mármol y un par de botines abotonados, nuevos como el día en que habían sido hechos. Los compró por capricho; un toque de época para uno de los dormitorios de huéspedes, pensó, imaginándolos en el suelo junto a un espejo de pie.

Esa noche invitó a Katy a cenar. Katy eligió el sitio -un pequeño pub en Asbury, frecuentado por la muchachada de la universidad- y se mostró distante durante todo el trayecto hasta allí. Cuando estuvieron sentadas frente a frente ante una mesa, se sumergió de inmediato en el menú.

Maggie dijo:

– ¿Podríamos hablar, Katy?

Katy levantó la vista, arqueando las cejas.

– ¿Hablar de qué?

– De mi mudanza de Seattle. Calculo que eso es lo que te ha mantenido callada desde que te pasé a buscar.

– Preferiría no hacerlo, mamá.

– Sigues enojada.

– ¿Tú no lo estarías?

La conversación comenzó con Katy en posición antagónica y no resolvió nada. Cuando terminó la cena, Maggie sentía una mezcla de culpa y fastidio contenido, ante la negativa de Katy de aprobar su mudanza a Door County. Cuando se despidieron frente al edificio de dormitorios de Katy, Maggie dijo:

– ¿Vendrás a casa para Acción de Gracias, no es así?

– ¿A casa? -repitió Katy con sarcasmo.

– Sí. A casa.

Katy apartó la mirada.

– Supongo que sí. ¿A dónde iría si no?

– Me aseguraré de tenerte un cuarto listo para entonces.

– Gracias. -No había calidez en la palabra. Katy buscó el picaporte.

– ¿No me abrazas?

Fue un abrazo formal, hasta renuente, y cuando se despidieron, Maggie se alejó sintiendo de nuevo una oscura culpa que sabía perfectamente bien que no debía estar experimentando.

Regresó a Door County al día siguiente para encontrarse con la noticia de que se había vendido su casa de Seattle. Había un mensaje para que llamara a Elliot Tipton de inmediato. Mientras marcaba, supuso que le diría que habría un nuevo retraso mientras los compradores esperaban a que les autorizaran el préstamo. En cambio, Tipton le informó que los compradores tenían dinero en efectivo y que estaban viviendo temporariamente en un hotel, puesto que la compañía los había transferido desde Omaha. Querían cerrar el tra-lo lo antes posible.

Maggie voló a Seattle esa misma semana.

Abandonar la casa le resultó tan poco emotivo como había predicho, en gran medida porque sucedió todo tan rápido. En cuanto llegó, se puso a trabajar en la casa durante dos frenéticos días, arrojando frascos medio llenos de la heladera, deshaciéndose del solvente y los demás combustibles que los mudadores no podían transportar, quitando tierra y plantas secas de las macetas, regalando varios muebles y separando artículos descartados para el Ejército de Salvación. Al tercer día, llegó la empresa mudadora y empezó a empaquetar. El cuarto día, Maggie estampó su firma veinticuatro veces y entregó las llaves de la casa a los nuevos dueños. El quinto día voló de regreso a Door County para descubrir que una notable transformación se había llevado a cabo en la Casa Harding.

Habían terminado de pintar el exterior, y los andamios habían desaparecido. Con su nueva capa de colores Victorianos, la Casa Harding estaba deslumbrante. Maggie dejó la maleta en la acera trasera y dio la vuelta a la casa, sonriendo, a veces tocándose la boca, deseando que alguien estuviera con ella para compartir su entusiasmo y su emoción. Levantó la vista hacia el mirador, contempló los marcos de las ventanas, volvió a levantarla para estudiar los tirantes y a bajarla para admirar el porche delantero. Los pintores se habían visto obligados a cortar los arbustos de corona de novia para llegar a los cimientos, dejando al descubierto el enrejado que envolvía la base del porche. Maggie imaginó un gato deslizándose allí debajo para dormir sobre la tierra fresca en un caluroso día de verano. Retrocedió hasta la orilla del lago para ver la casa por entre los arces semidesnudos, cuyas brillantes hojas rojizas formaban una alfombra crujiente en el suelo. Completó el círculo y entró por la cocina. Los trabajos de albañilería estaban terminados y las paredes, lisas, blancas y vacías aguardaban la llegada de los armarios.

Dejó la maleta en el suelo y escuchó. Desde algún sitio en las profundidades de la casa llegaba el sonido de una radio tocando una canción de George Strait, acompañada por el raspado rítmico de una lija contra la pared. Maggie siguió el sonido por el vestíbulo del frente donde el sol, enriquecido por el paso a través de los vidrios de colores, iluminaba los pisos de la entrada y de la sala de música.

Maggie ladeó la cabeza y gritó por la escalera:

– ¿Hay alguien?

– ¡Aquí! -se oyó una voz de hombre desde arriba-. ¡Estoy aquí arriba!

Maggie lo encontró en uno de los dormitorios más pequeños, cubierto de polvo blanco, de pie sobre un tablón sostenido por dos escaleras, lijando una pared cuyo yeso había sido hecho a nuevo.

– Hola -repitió desde la puerta, sorprendida-. ¿Dónde están los hermanos Lavitsky?

– Fueron a hacer un trabajo corto en otro sitio. Soy Nordvik, el yesero.

– Soy Maggie Stearn, la propietaria.

Él hizo un gesto con la lija.

– La casa está quedando muy bien.

– Sí, tiene razón. Cuando me fui no había calefacción aquí, ni existían las paredes de la cocina. ¡Cielos, ya pusieron el baño y la escalera de incendios!

– Sí, va todo muy bien. El plomero colocó la caldera a principios de la semana. Ah, esta mañana llegó un envío desde Chicago. Les dijimos que dejaran las cosas en la sala. Espero que no le moleste.

– No, está muy bien, gracias.

Maggie corrió abajo para encontrar sus muebles antiguos en la sala principal y experimentó uno de esos instantes en los que todo parece tan perfecto, el futuro se vislumbra tan rosado, que es necesario estar con alguien.

Llamó a Brookie.

– Brookie, tienes que venir a ver mi casa. Ya está toda pintada por fuera y casi lista para pintar por dentro; acabo de regresar de Seattle y se vendió la casa de allí y me llegaron mis primeros muebles antiguos de Chicago y… -Hizo una pausa para respirar. -¿Quieres venir, Brookie?

Brookie vino a compartir su entusiasmo, trayendo -por necesidad- a Chrissy y a Justin, que se dedicaron a explorar las grandes habitaciones vacías y a jugar a las escondidas mientras Maggie llevaba a su madre por la casa.

Nordvik se retiró hasta el día siguiente. La casa quedó silenllosa, invadida por el olor cartonoso del yeso nuevo y el más punzante del adhesivo de los azulejos del baño nuevo. Maggie y Brookie recorrieron las habitaciones de la planta superior, deteniéndose por fin en la Habitación del Mirador donde se quedaron en un tibio cuadrado de sol mientras las voces de los niños les llegaban desde el corredor.

– Es una casa estupenda, Maggie.

– Sí, ¿no es cierto? Me va a encantar vivir aquí. ¡Estoy tan contenta de que me hayas obligado a venir a verla!

Brookie fue hasta la ventana, se volvió y se sentó sobre el antepecho.

– Me enteré de que viste a Eric hace un par de semanas.

– Ah, no, Brookie, no vas a empezar tú también con eso.

– ¿Qué dices?

– Mi madre casi tuvo un ataque porque fuimos juntos a Bahía Sturgeon para la reunión con la junta.

– Ah, eso no lo sabía. ¿Pasó algo? -preguntó Brookie con sonrisa pícara.

– ¡Brookie, por favor! Fuiste tú la que me dijo que no me comportara como una chiquilina.

Brookie se encogió de hombros.

– Fue una pregunta, nada más.

– Sí, pasó algo. Me dieron el permiso para abrir una hostería.

– De eso ya me enteré, a pesar de que mi mejor amiga no me llamó para contármelo.

– Lo siento. Fueron unos días enloquecedores: el viaje a Chicago, luego a Seattle. No sabes lo feliz que estoy de volver a tener mis propias cosas. En cuanto me llegue aunque sólo sea una sartén y un balde para cargar agua del lago, me mudaré de la casa de mis padres.

– Fueron días difíciles, ¿no?

– No nos llevamos mejor que cuando estaba en la escuela. ¿Sabes que ni siquiera ha venido a ver la casa?

– ¡Ay, Maggie, qué pena!

– ¿Qué nos pasa a mi madre y a mí? Soy su única hija. Se supone que debemos querernos, pero hay veces en que, te juro, Brookie, se comporta como si tuviera celos de mí.

– ¡¿Celos? ¿Por qué?

– No lo sé. Por mi relación con papá. Por el dinero, por esta casa. Porque soy más joven que ella. ¿Quién puede saberlo? Es difícil comprenderla.

– ¡Estoy segura de que pronto vendrá a ver la casa. ¡Todo el mundo vino! En Fish Creek no se habla de otra cosa. Loretta McConnell ha estado proclamando por todas partes que piensas dejarle el nombre de sus antepasados, y que le has devuelto los colores originales. No se puede hablar con nadie que no haya pasado a echarle un vistazo. Realmente, está hermosa, Maggie.

– Gracias. -Maggie fue hasta la ancha ventana y se sentó junto aBrookie. -¿Pero sabes una cosa, Brookie? -Maggie contempló el yeso nuevo mientras el sonido de las voces de los niños hacía eco desde la distancia. -Cuando la veo cambiar, quedar nueva, terminada, como hoy cuando llegué… siento este… -Maggie se oprimió un puño bajo el pecho-…este nudo de vacío porque no tengo con quien compartirla. Si Phillip viviera… -Dejó caer la mano y suspiró. -Pero no vive ¿verdad?

– No. -Brookie se puso de pie. -Y vas a hacerlo todo tú sola y todos en el pueblo te admirarán por eso, hasta tu madre. -Tomó a Maggie del brazo y la hizo levantarse.

Maggie esbozó una sonrisa agradecida.

– Te agradezco tanto que hayas venido. No sé qué haría sin ti.

Tomadas del brazo, pasaron a la habitación adyacente para buscar alos niños.

En los días siguientes, mientras Maggie veía cómo la casa tomaba forma, la sensación de vacío apareció esporádicamente, sobre todo al final del día, cuando los obreros se marchaban y ella paseaba por las habitaciones sola, deseando que alguien compartiera con ella su triunfo. No podía llamar a Brookie todos los días; Brookie tenía sus propias responsabilidades familiares que la mantenían ocupada. Roy venía seguido, pero su entusiasmo siempre se veía contrapuesto al hecho de que Vera jamás lo acompañaba.

Colocaron los muebles de la cocina, las mesadas de fórmica, la grifería antigua en el baño nuevo y por fin conectaron el agua. Los muebles de Maggie llegaron desde Seattle y ella abandonó la casa de sus padres con gran alivio. En su primera noche en la Casa Hardingdurmió en la Habitación del Mirador, amoblada sólo con la cama de Katy, una mesa y una lámpara. El resto de las cosas estaba apilado en el garaje y en el departamentito encima de éste, hasta que estuvieran terminados los pisos de la casa. Consiguió una puerta antigua para la nueva salida de emergencia; Maggie la despintó y la barnizó, vigiló a Joe Lavitsky mientras la colocaba y al ver por primera vezcaer la luz por entre los vidrios trabajados, volvió a desear tener a alguien con quien compartir esos momentos.


Octubre, visto desde la cubierta del Mary Deare, era una estación de belleza inigualable: el agua azul reflejaba los cambios de colores que se intensificaban día a día a medida que los árboles variaban de tonos en secuencia familiar: primero los nogales blancosluego los nogales comunes, los fresnos, los tilos americanos, los plátanos y, por último, los arces de Noruega. Con el correr de los días Eric contemplaba el espectáculo que quitaba el aliento con una veneración que regresaba año tras año. Por más veces que lo viera, elimpacto del otoño jamás se hacía más leve.

Ese año, Eric contempló los cambios de la estación con renovado interés, pues cada hoja que caía dejaba al descubierto otro trocito de la casa de Maggie. Esa preocupación por una mujer que no fuera su esposa se convirtió en anatema. No obstante, pasaba a diario por la Casa Harding, viéndola emerger sección por sección entre los árboles y hacía sonar la sirena, preguntándose si Maggie se acercaría alguna vez a una ventana para verlo pasar o si saldría al mirador una vez que él había pasado.

Con frecuencia pensaba en la noche que habían recorrido la casa con solamente un cono de luz entre ellos. Había sido una locura, el tipo de cosa que, si se supiera, haría hablar a los chismosos del pueblo. Sin embargo, había sido algo totalmente inocente. ¿O no? Había habido una sensación nostálgica durante toda la velada, en el hecho de pasar a buscarla por la casa igual que cuando estaban en la secundaria, en el abrazo sobre los escalones del tribunal, en el viaje de regreso a Fish Creek y en las confidencias intercambiadas en la oscuridad de la casa.

En momentos de mayor lucidez, reconocía el peligro de acercarse a ella, pero en otros, se preguntaba qué podía tener de malo hacer sonar una sirena en la bahía.

Para la última semana de octubre, las ramas de los arces quedaron casi desnudas y a Eric le pareció verla una vez en una ventana de la habitación del mirador, pero no supo si era Maggie realmente o un reflejo despedido por los cristales de la ventana.

Llegó noviembre, las aguas de la Bahía Green se volvieron frías y desnudas; las flotillas de hojas de otoño se hundieron como tesoros de naufragios. Luego llegó ese día temido y esperado en que el último pescador vino y se fue y hubo que sacar al Mary Deare del agua para pasar el invierno. Todos los años sucedía lo mismo, esperaban ese tiempo de descanso y sin embargo sentían tristeza cuando llegaba. Hedgehog Harbor, también, parecía triste y silencioso con la inactividad: no había trailers de los que se descargaban barcos, no había pescadores con gorritas ridículas posando para que los fotografiasen, no había ruidos de motores, de sirenas ni gritos. Hasta las gaviotas -aves veleidosas- desaparecían ahora que la provisión de alimentos se había acabado. Jerry Joe y Nicholas habían vuelto a sus estudios y Ma desconectó la radio hasta la primavera. Pasaba sus días viendo telenovelas y haciendo mariposas con trozos de espuma de goma a las que luego colocaba un imán para aplicarlas en las puertas de la heladera. En esos días fríos y silenciosos que presagiaban la llegada de la nieve, Eric limpió por última vez el Mary Deare, preparó el motor para soportar el invierno, cubrió la embarcación con lona, la sacó del agua y la trabó sobre un soporte de madera. Mike hizo lo mismo con el The Dove y luego desapareció dentro de su propiedad para cortar la leña necesaria para el invierno. El sonido de la motosierra a veces llegaba a través del silencio desde media milla de distancia, reviviendo y ahogándose, reviviendo y ahogándose con monótona regularidad, añadiéndose a la melancolía reinante.

Eric le había dicho que se fuera; que él terminaría con lo que quedaba. Una vez que lavó el cobertizo donde se limpiaban los pescados, limpió los muelles, guardó todas las cañas y los carreteles y por fin cerró todas las construcciones con candado, Eric pasó unos pocos días inquietos en su casa, comiendo rosquillas y bebiendo café solo, ocupándose de la limpieza de la ropa acumulada y ordenando los frascos de especias en los armarios de la cocina. El invierno se cernía sobre él, largo y solitario e imaginó a Nancy en casa con él, o a los dos viajando al sur, a Florida, quizá, como hacía la mayoría de los pescadores de Door en el invierno.

Y un día, cuando la casa se volvió demasiado solitaria para él, fue al bosque a ayudar a Mike.

Lo encontró junto a la máquina cortadora de troncos, trabajando solo con el ruidoso motor naftero montado sobre un trailer de unos cincuenta centímetros de alto. Eric esperó en el ruido ensordecedor a que la poderosa pala neumática empujara el tronco contra la cuña. El tronco crujió, se partió y finalmente cayó al suelo en dos pedazos.

Cuando Mike se agachó para levantar uno, Eric gritó:

– ¡Eh, hermano!

Mike se enderezó, y arrojó el tronco a una pila.

– Eh, ¿qué haces aquí?

– Pensé que podías necesitar ayuda. -Eric se calzó bien los guantes de cuero gastado y se acercó a un extremo de la máquina. Arrojó el medio tronco a la pila y luego tomó uno entero y lo coloco en la máquina.

– No voy a decirte que no. Se necesita una montaña de madera para calentar la casa durante el invierno. -Mike accionó el motor y el ruido aumentó cuando el tronco empezó a moverse. Por encima del estruendo, Eric gritó:

– Creí que este año ibas a poner una caldera de gas.

– Yo también, pero Jerry Joe decidió ir a la universidad, de modo que habrá que esperar.

– ¿Necesitas dinero, Mike? Sabes que haría cualquier cosa por ese muchacho.

– Gracias, Eric, pero no se trata sólo de Jerry Joe. Hay otra cosa.

– ¿Sí?

Otro tronco se partió, cayó, y el motor se acalló.

Mike levantó un trozo de roble y dijo:

– Barbara está embarazada de nuevo. -Dio un tremendo tirón a la madera y se quedó mirándola.

Eric permaneció inmóvil, dejando que la información se registrara en su mente, sintiendo una punzada de celos en su pecho. Otro más para Mike y Barb, que ya tenían cinco desparramados entre los seis y los dieciocho años, mientras que él y Nancy no tenían ninguno. Así como vino, la sensación de envidia desapareció. Levantó su mitad del tronco de roble y la arrojó sobre la pila, sonriendo.

– Bueno, hombre, sonríe.

– ¡Sonreír! ¿Sonreirías tú si te acabaras de enterar que espesperas tu sexto hijo?

– Claro que sí, sobre todo si fuera como Jerry Joe.

– Por si no lo sabes, no vienen así, criados y calzando el número cuarenta y tres. Primero hay que vacunarlos y tienen otitis, cólicos y varicela y luego usan como dos mil pañales carísimos. Además, Barb ya tiene cuarenta y dos años. -Contempló sombríamente los árboles desnudos y masculló: -¡Caray!

Entre los dos, el motor ronroneaba, olvidado.

– Somos demasiado viejos -dijo Mike por fin-. Si ya nos parecía que éramos demasiado viejos la última vez, cuando nació Lisa.

Eric se inclinó y apagó el motor, luego se acercó para tomar a Mike del hombro.

– Oye, no te preocupes. En todos lados lees sobre cómo la gente es más joven a los cuarenta ahora que antes, las mujeres tienen bebés cada vez más tarde en la vida y todo sale bien. Recuerdo que hace un par de años leí acerca de una mujer en Sudáfrica que tuvo un bebé a los cincuenta y cinco años.

Mike rió con pesar y se dejó caer sobre un tronco. Suspiró y murmuró:

– ¡Ay, mierda…! -Contempló el vacío largo rato, luego miró a Eric con horror. -¿Sabes qué edad tendré cuando ese chico termine la secundaria? Edad de jubilarme. Barb y yo contábamos con tener un poco de tiempo para nosotros antes de eso.

Eric se puso en cuclillas y preguntó:

– Si no lo deseaban, ¿cómo sucedió, entonces?

– Cielos, no lo sé. Supongo que somos una de esas estadísticas. ¿Cómo es? ¿Diez en mil, a los que les falla el control de la natalidad?

– No sé si te sirve de algo, pero creo que tú y Barb son los mejores padres que he conocido. La forma en que criaron a sus hijos, lo valiosos que son esos muchachos… caramba, el mundo debería alegrarse de tener otro más.

El comentario hizo sonreír a medias a Mike.

– Gracias.

Los dos hermanos permanecieron en silencio durante algún tiempo. Luego Eric volvió a hablar.

– ¿Quieres saber algo irónico?

– ¿Qué?

– Mientras estás allí, alterado por tener otro bebé, aquí estoy yo, muerto de envidia por eso. Se cuan viejo estás porque estoy nada más que dos años detrás de ti y se me acaba el tiempo.

– Y bueno, ¿qué te detiene?

– Nancy.

– Me parecía.

– No quiere hijos.

Al cabo de unos segundos de silencio, Mike admitió:

– Todos en la familia lo suponíamos. No quiere abandonar su trabajo, ¿no es así?

– No. -Eric dejó asentar la afirmación antes de añadir: -Me parece que tampoco le gusta la idea de arruinar su figura. Eso siempre fue muy importante para ella.

– ¿Le hablaste sobre tu deseo de tener una familia?

– Sí desde hace unos seis años, más o menos. Esperé y esperé, creyendo que uno de estos días diría que sí, pero no va a suceder. Ahora lo sé y hemos llegado al punto en que nos peleamos por ello.

De nuevo los dos quedaron pensativos mientras una ruidosa banda de gorriones se posó sobre un arbusto cercano.

– ¡Ay, qué diablos!, es más que eso. Es Fish Creek. Detesta vivir aquí. Se siente más feliz viajando que cuando está en casa.

– Pueden ser ideas tuyas.

– Sí, pero no lo creo. Nunca quiso mudarse aquí.

– Puede ser, pero eso no significa que deteste regresar a casa.

– Siempre decía que odiaba partir los lunes, pero hace tiempo que ya no oigo eso. -Eric contempló los gorriones durante unos minutos. Picoteaban la tierra bajo el arbusto, piando suavemente. Había crecido con muchos pájaros alrededor, pájaros de tierra y de agua. La primera Navidad después que se casaron, Nancy le regalo un hermoso libro de aves y en la primera hoja le escribió porque los extrañas. Antes de mudarse de regreso a Door, metió el libro en una caja junto con otros y los regaló a una institución de beneficencia sin que él lo supiera. Al observar los gorriones en el frío día otoñal, Eric sintió dolor no por la pérdida del libro sino por la pérdida de cariño que representaba.

– ¿Sabes qué creo que sucedió?

– ¿Qué?

Eric se volvió para mirar a su hermano.

– Creo que dejamos de dar. -Luego de un profundo silencio prosiguió: -Creo que empezó cuando nos mudamos aquí. Ella no quería por nada del mundo y yo estaba decidido a hacerlo contra viento y marea. Yo deseaba una familia y ella, una carrera, y así se desató la guerra fría entre ambos. En la superficie, todo parece funcionar bien, pero por debajo, el sabor es agrio.

Los gorriones salieron volando. En la distancia, se oyó el chillido de un par de cuervos. En el claro, el silencio bajo el cielo acerado parecía reflejar el estado de ánimo sombrío de Eric.

– Eh, Mike -dijo, al cabo de unos minutos de silencio-, ¿crees que la gente sin hijos se torna egoísta al cabo de un tiempo?

– Bueno, es una generalización un poco amplia.

– Sin embargo, creo que sucede. Cuando tienes niños, te ves obligado a pensar primero en ellos, y a veces, aun a pesar de que estás exhausto, te levantas y vas a relevar al otro. Me refiero a cuando los hijos están enfermos, o lloran o te necesitan para tal o cual cosa. Pero cuando sólo son ustedes dos… bueno, no sé cómo decirlo. -Eric tomó un trozo de corteza y empezó a descascararla con la uña. Al cabo de unos momentos, olvidó su preocupación y miró haría la distancia.

– ¿Recuerdas cómo era con Ma y el viejo? ¿Cómo al final de un día ocupado, después de manejar la oficina y lavar la ropa en ese viejo lavarropas y colgarla en la soga cuando tenía un momento libre entre clientes, y darnos de comer y probablemente hacer de arbitro en una docena de peleas, ella salía y se ponía a ayudarlo a limpiar el cobertizo de los pescados? Y un minuto después los oías reír allá afuera. Me gustaba quedarme en la cama y pensar qué encontraban de gracioso en el cobertizo de los pescados a las diez y media de la noche. Los grillos cantaban y las olas suaves lamían los barcos y yo escuchaba y esa risa me hacía sentir tan bien. Creo que me daba seguridad. Y una vez… lo recuerdo muy bien, como si hubiera sucedido ayer… entré en la cocina tarde a la noche cuando se suponía que todos nosotros estábamos durmiendo y sabes qué estaba haciendo él?

– ¿Qué?

– Le estaba lavando los pies.

Los dos hermanos intercambiaron una mirada larga y silenciosa antes de que Eric siguiera hablando.

– Ma estaba sentada sobre una silla de la cocina y él estaba de rodillas ante ella lavándole los pies. Ma tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados y ninguno decía una palabra. El le sostenía el pie enjabonado sobre el fuentón y se lo masajeaba muy despacio. -Eric se detuvo para pensar. -Jamás lo olvidaré. Esos pies calllosos que siempre le dolían tanto y cómo el viejo se los lavaba con cariño.

Una vez más quedaron en silencio, unidos por los recuerdos. Al cabo de unos momentos, Eric siguió diciendo:

– Ése es el tipo de matrimonio que quiero, y no lo tengo.

Mike apoyó los codos sobre las rodillas.

– Quizás eres demasiado idealista.

– Es posible.

– Los diferentes matrimonios funcionan de distintas maneras.

– Pues el nuestro no funciona para nada, desde que la obligué a mudarse de regreso a Fish Creek. Ahora me doy cuenta de que fue cuando comenzaron nuestros problemas.

– ¿Y qué vas a hacer al respecto?

– No lo sé.

– ¿Vas a dejar la pesca?

– No puedo. Me gusta demasiado.

– ¿Ella va a dejar su empleo?

Eric sacudió la cabeza con desconsuelo. Mike tomó dos ramitas y se puso a cortarlas en palitos.

– ¿Tienes miedo?

– Sí. -Eric miró por encima de su hombro. -Te aterra la primera vez que lo sacas a la luz. -Rió con pesar. -Mientras no admitas que tu matrimonio se está viniendo abajo, crees que no sucede… ¿verdad?

– ¿La quieres?

– Debería quererla. Todavía tiene un montón de cualidades por las que me casé con ella. Es bella, inteligente y trabajadora. Se ha abierto camino ella sola en Orlane.

– ¿Pero la amas?

– Ya no lo sé.

– ¿Las cosas en la cama van bien?

Eric maldijo en voz baja y arrojó el trozo de corteza. Apoyó los codos sobre las rodillas y sacudió la cabeza, mirando el suelo.

– Caray, no lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Ella sale con otros?

– No, no creo.

– ¿Y tú?

– No.

– ¿Qué pasa, entonces?

– Todo gira alrededor del mismo y viejo problema. Cuando hacemos el amor… -Era difícil decirlo.

Mike esperó.

»Cuando hacemos el amor, todo va bien hasta que ella se levanta de la cama para ponerse esa maldita espuma anticonceptiva, y yo siento… -Eric frunció los labios y tensó la mandíbula. -Siento deseos de tomar el frasco y arrojarlo contra la pared. Y cuando ella vuelve, me dan ganas de apartarla de mí.

Mike suspiró. Caviló unos momentos antes de aconsejar:

– Tendrían que hablar con alguien… con un médico o un consejero matrimonial.

– ¿Cuándo? Viaja cinco días por semana. Además, ella no sabe cómo me siento respecto de la parte sexual.

– ¿No te parece que deberías decírselo?

– Se moriría.

– Pues a ti también te está matando.

– Sí… -respondió Eric con pesar, contemplando el cielo manchado por entre los esqueletos de los árboles. Se quedó largo rato así, agazapado como un vaquero delante de una fogata. Por fin suspiró, estiró las piernas y se miró las rodillas gastadas de los jeans.

– ¿Qué cosa, no? Tú con más hijos de los que deseas y yo sin ninguno.

– Sí. Qué cosa.

– ¿Ma ya lo sabe? -Eric miró a Mike.

– ¿Que Barb está embarazada? No. Tendrá algo que decir al respecto, no lo dudo.

– Nunca dijo nada acerca de que nosotros no tuviéramos ninguno. Pero habla bastante sobre los viajes de Nancy, de modo que calculo que es lo mismo.

– Bueno, fue criada a la antigua, y puesto que trabajó junto al viejo toda su vida, cree que así debería ser.

Pensaron un rato, pasando revista a sus vidas cómo eran ahora y cómo habían sido cuando eran más jóvenes. Al cabo de unos momentos, Eric dijo:

– ¿Quieres que te diga algo, Mike?

– ¿Qué?

– A veces me pregunto si Ma no tiene razón.


Tres días más tarde, una noche de sábado luego de una cena tardía en la casa, Nancy se echó hacia atrás en su silla, jugueteando con una copa de chablis y terminando la última uva. La atmósfera era íntima, el estado de ánimo, lánguido. Afuera, el viento tironeaba las tejas y movía los cedros contra las canaletas de metal, causando un chillido ahogado que llegaba a través de las paredes. Adentro, la luz de las velas se reflejaba sobre la mesa de madera y enriquecía la textura de los individuales de hilo labrados.

Nancy miró a su marido, complacida. Se había duchado antes de cenar y había venido a la mesa sin peinarse. Con el pelo revuelto, y despeinado, era sumamente atractivo. Se había puesto jeans y un buzo nuevo que ella le había comprado en Neiman Marcus, muy suelto color peltre, con cuello alto e inmensas mangas raglán que le daban aspecto varonil y displicente mientras tomaba, inclinado hacia adelante, café a la irlandesa.

Era buen mozo, no había visto a ningún hombre que fuera más buen mozo que él. En su trabajo se topaba con hombres apuestos en todas las ciudades, en las mejores tiendas, vestidos como figurines de moda y oliendo tan bien que daban ganas de meterlos dentro de un cajón con la ropa íntima. Usaban cortes de pelo de mujer, bufandas de lana sobre las chaquetas y zapatos italianos de cuero exquisitamente fino, sin medias. Algunos eran homosexuales, pero otros eran abiertamente heterosexuales y lo dejaban bien en claro.

Ella se había acostumbrado a contener sus lances, y en las pocas ocasiones en que los aceptaba, se aseguraba de que el téte-á-téte sólo durara una noche, pues en la cama, esos hombres nunca igualaban a Eric. Sus cuerpos eran pequeños donde el de él era grande, sus manos suaves donde las de Eric eran firmes, sus pieles blancas donde la de él era tostada y con ninguno podía lograr la armonía sexual que a ambos les había tomado dieciocho años perfeccionar.

Nancy lo miró, serena y bella desde el otro lado de la mesa y odió tener que destruir la atmósfera que con tanto cuidado había creado con ayuda de las velas, los individuales y el vino. Pero la había creado con un propósito, y había llegado el momento de probar su efectividad.

Colocó un pie enfundado en media de nailon sobre la silla de él.

– ¿Amor? -murmuró, frotándole la parte interna de la rodilla.

– ¿Mmm?

– ¿Por qué no pones el barco en venta?

Él la miró impasible durante algunos instantes, luego terminó el café. Se volvió en silencio y contempló el fuego.

– ¡Por favor, mi vida! -Nancy se inclinó hacia adelante provocativamente, con los antebrazos contra el extremo de la mesa. -Si pones avisos ahora, para la primavera lo tendrás vendido y podremos mudarnos a Chicago. O a cualquier otra ciudad importante que te guste. ¿Qué te parece Minneápolis? Es una ciudad hermosa, con lagos por todas partes y además, es una meca de las artes. Te encantaría Minneápolis, Eric… por favor, ¿no podemos hablar de eso? -Vio que un músculo se tensaba en la mandíbula de él, que seguía evitando mirarla. Por fin levantó los ojos y habló con voz cuidadosamente medida.

– Dime una cosa. ¿Qué deseas de este matrimonio?

El pie de ella dejó de acariciarle la rodilla. Eso no estaba saliendo como lo había previsto.

– ¿Qué quiero?

– Sí. Qué quieres. Además de a mí… o de hacer el amor conmigo los sábados y domingos cuando no tienes tu período. ¿Qué quieres, Nancy? No quieres esta casa, no quieres este pueblo, no quieres que sea pescador. Y has dejado perfectamente en claro que no quieres una familia. Así que… ¿qué quieres?

En lugar de responder, ella preguntó con aspereza:

– ¿Cuándo vas a dejar de hacer esto, Eric?

– ¿Hacer qué?

– Ya sabes lo que quiero decir. Jugar al Viejo y el Mar. Cuando nos mudamos de Chicago, pensé que jugarías a ser pescador con tu hermano durante un par de años para sacarte el antojo, luego regresaríamos a la ciudad para poder estar más tiempo juntos.

– Cuando nos mudamos de Chicago, pensé que querrías dejar tu trabajo en Orlane y quedarte aquí conmigo para tener una familia.

– Gano mucho dinero. Me encanta mi trabajo.

– A mí también.

– Y estás desperdiciando un título universitario, Eric. ¿Qué hay de tu carrera de administración de empresas, no piensas volver a usarla?

– La uso todos los días.

– No te empecines.

– ¿Qué va a cambiar si vivimos en Chicago o en Minneápolis? Dime.

– Tendríamos una ciudad, galerías de arte, conciertos, teatros, tiendas, nuevos…

– ¡Tiendas, já! Pasas cinco días a la semana en tiendas. ¿Cómo diablos puedes querer pasar más tiempo allí?

– ¡No se trata sólo de las tiendas, y lo sabes! ¡Se trata de civilización! ¡Quiero vivir donde suceden las cosas!

El la miró durante largo rato, con expresión glacial y remota.

– Muy bien, Nancy. Haré un trato contigo. -Apartó su taza, cruzó los brazos sobre la mesa y la miró con ojos implacables. -Si tienes un bebé nos mudaremos a la ciudad que elijas.

Ella dio un respingo como si le hubieran pegado. Se puso pálida, luego enrojeció, mientras se debatía con algo en lo que no podía ceder.

– ¡Eres injusto! -Enojada, golpeó un puño contra la mesa. -¡No quiero un maldito bebé y lo sabes!

– Y yo no quiero irme de Door County y tú también lo sabes. Si vas a viajar cinco días a la semana, al menos quiero estar cerca de mi familia.

– ¡Yo soy tu familia!

– No, eres mi esposa. Una familia incluye hijos.

– Otra vez estamos en lo mismo.

– Parece que sí; he pensado tanto en ello desde nuestra última discusión, que finalmente le hablé a Mike al respecto.

– ¡A Mike!

– Sí.

– Nuestros problemas personales no son asunto de Mike y no me gusta que los ventiles.

– Salió el tema, sencillamente. Estábamos hablando de hijos, están esperando otro.

Nancy adoptó una expresión de disgusto.

– Cielos, eso ya es obsceno.

– ¿Sí? -replicó Eric con aspereza.

– ¿No te parece? ¡Esos dos se reproducen como salmones! Por Dios, ya tienen edad para ser abuelos. ¿Para qué podrían querer otro bebé a su edad?

Eric arrojó la servilleta sobre la mesa y se puso de pie.

– ¡Nancy, a veces te aseguro que me pones furioso!

– ¿Y tú vas corriendo a contárselo a tu hermano, no? Entonces claro, el mejor padre del mundo tiene varias cositas que decir sobre una esposa que elige no tener hijos.

– Mike jamás ha dicho una cosa negativa sobre ti. -Señaló con el dedo la nariz de Nancy. -¡Ni una!

– ¿Entonces qué dijo cuando se enteró de la razón por la que no tenemos hijos?

– Recomendó que viéramos a un consejero matrimonial.

Nancy se quedó mirándolo como si no hubiera oído.

– ¿Lo harías? -preguntó Eric, sin quitarle los ojos de encima.

– Seguro -replicó Nancy con sarcasmo, echándose hacia atrás en la silla y apoyando las manos cruzadas sobre el pecho. -Los martes por la noche generalmente no tengo nada que hacer cuando estoy en St. Louis. -Cambió de tono, y habló con exigencia. -¿Qué está pasando aquí, Eric? ¿Qué es todo esto de consejeros matrimoniales y desconformidad? ¿Qué sucede? ¿Qué ha cambiado?

El levantó su tacita de café, la cucharita y la servilleta y las llevó a la cocina. Nancy lo siguió y se quedó detrás de él mientras Eric dejaba los platos en la pileta y se quedaba mirándolos, temiendo responder a la pregunta de ella y comenzar el tumulto que sabía que debía desencadenar si quería llegar a ser más feliz.

– Eric -suplicó ella, tocándole la espalda.

Eric respiró hondo y temblando por dentro, dijo lo que lo había estado carcomiendo durante meses.

– Necesito más de este matrimonio, Nancy.

– Eric, por favor… no… Eric, te amo. -Ella se abrazó a él y apoyó la cara contra su espalda. Eric permaneció tenso, sin volverse.

– Yo también te quiero -le dijo en voz baja-. Es por eso que esto me duele tanto.

Permanecieron así unos instantes, preguntándose qué hacer o qué decir. Ninguno de los dos estaba preparado para el dolor que comenzaba a desgarrarles el corazón.

– Vayamos a la cama, Eric -susurró Nancy.

Él cerró los ojos y sintió un vacío que lo dejó aterrorizado.

– ¿No entiendes, verdad, Nancy?

– ¿Entender qué? Esa parte siempre ha sido buena. Por favor… ven arriba.

Eric suspiró, y por primera vez en su vida, no aceptó la invitación.

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