Capítulo 5

No hubiera podido haber un día mejor para una boda. La temperatura era de unos veinticinco grados, el cielo estaba despejado y la sombra moteaba la escalinata de la Iglesia Comunitaria de Fish Creek donde los novios y sus invitados se habían reunido después de la ceremonia.

Eric Severson conocía a todos los familiares de los novios y a la mayoría de los invitados. Su madre y Nancy estaban en la hilera para saludar delante de él y detrás venían Barbara y Mike, seguidos por empresarios, vecinos y amigos que él conocía desde hacía años. Estrechó las manos de los padres del novio e hizo las presentaciones.

– Querida, ellos son los padres de Gary. Cari, Mary, mi mujer, Nancy.

Mientras intercambiaban comentarios amables, Eric observó cómo los ojos de ellos admiraban a su mujer y se sintió orgulloso, como siempre, de tenerla a su lado. Dondequiera que la llevara la gente se quedaba mirándola. Mujeres, niños, hombres viejos y jóvenes: todos eran susceptibles. Ni siquiera en una boda la novia recibía tantas miradas de admiración.

Eric avanzó con la fila y besó la mejilla de la novia.

– Estás hermosa, Deborah. ¿Crees que podrás mantener en vereda a este donjuán? -bromeó, sonriendo al novio que era diez años mayor que ella. Gary apretó a su mujer contra sí y rió mirándola a los ojos.

– Ningún problema -respondió.

Eric le estrechó la mano.

– Felicitaciones, viejo, te lo mereces. -Todo el pueblo sabía que la primera mujer de Gary lo había abandonado con dos niños cinco años antes para irse con un director de fotografía de Los Angeles que había estado haciendo una filmación en Door County. Los niños ahora tenían once y trece años y estaban junto a su padre, vestidos con sus primeros atuendos formales.

– Sheila -bromeó Eric, tomando las manos de la niña-. ¿No sabes que es mala educación estar más hermosa que la novia? -Le besó la mejilla y la hizo ponerse del mismo intenso tono rosado que su primer vestido largo.

Sheila sonrió, dejando al descubierto una boca llena de apáralos de ortodoncia y respondió con timidez:

– Tu esposa es más hermosa que todas las novias del mundo.

Eric sonrió, apoyó una mano sobre el cuello de Nancy y deslizó sobre ella una mirada apreciativa.

– Gracias, Sheila, yo pienso lo mismo.

Luego venía Brett, el de once años. Eric acarició la solapa de seda del esmoquin del niño y silbó por lo bajo:

– ¡Miren esto! ¡Pero si es el mismísimo Michael Jackson!

– Preferiría estar usando mi remera de fútbol -se quejó Brett, metiéndose una mano dentro de la chaqueta para levantarse la faja de seda-. Esta cosa se me cae todo el tiempo.

Rieron y siguieron hasta el extremo de la hilera. Eric esbozó una enorme sonrisa al atisbar un rostro familiar que no había visto en años.

– No lo puedo creer. Lisa… ¡Hola!

– ¡Eric!

Abrazó a la bonita mujer de pelo oscuro, luego retrocedió para hacer las presentaciones.

– Nancy, ella es Lisa, la hermana de Gary. Reina de belleza de la clase del 65. Ya ves por qué. Ella y yo éramos amigos hace muchísimo, cuando Gary no era más que un mocoso que nos perseguía a nosotros los varones para que le hiciéramos unos pases con la pelota o lo lleváramos a pasear en barco. Lisa, esta es mi mujer, Nancy.

Las dos mujeres se saludaron y Eric agregó:

– Lisa, estás sensacional. Lo digo en serio. -La hilera comenzó a empujarlo y él tuvo que moverse. -Hablaremos más tarde, ¿quieres?

– Sí, claro. Ah, Eric… -Lisa lo tomó del brazo. -¿Viste a Maggie?

– ¿A Maggie? -Eric se irguió en forma inconsciente.

– Está aquí, en algún sitio.

Eric miró a los invitados que se apretujaban en la acera y en la calle.

– Por allí -dijo Lisa, señalando -. Con Brookie y Gene. Y ese que está con ellos es Lyle, mi marido.

– Gracias, Lisa. Iré a saludar. -A Nancy, dijo: -¿No te importa, verdad, mi amor?

A ella le importaba, pero no lo dijo. Eric le tocó el hombro y la dejó con su madre, diciendo:

– Discúlpame. Enseguida vuelvo.

Al verlo partir, Nancy sintió una punzada de temor, pues supo que iba hacia su novia de la adolescencia. La mujer era una rica viuda que hacía poco tiempo lo había llamado a medianoche y Eric era un hombre atractivo vestido con traje gris nuevo y una camisa blanca que acentuaba su cuerpo musculoso y su tono bronceado. Mientras él avanzaba por entre la gente, dos adolescentes y una mujer de unos setenta años se quedaron mirándolo cuando pasó junto a ellas. Si ellas lo miraban, ¿qué haría su antigua novia?

Eric vio a Maggie desde atrás, vestida de blanco con un chal rosado pálido cubriéndole el cuello y un hombro. Seguía morena, seguía delgada. Estaba conversando animadamente con los demás; movía las manos, aplaudió una vez, luego cambió el peso del cuerpo a una pierna y ladeó el otro zapato de taco alto contra la acera.

Al acercarse, Eric sintió un nudo de tensión… expectativa y curiosidad. Maggie clavó un dedo en el tórax de Brookie, sin dejar de hablar y el grupo rió. Cuando Eric llegó a ella, estaba exclamando:

– …¡el inspector de leche del estado de Wisconsin, por favor!

Eric le tocó un hombro.

– ¿Maggie?

Ella miró hacia atrás y quedó inmovilizada. Se miraron largamente. Habían pasado los años, pero la antigua intimidad los mantuvo atrapados por un instante en el que ninguno supo qué hacer ni qué decir.

– Eric… -Maggie fue la primera en recuperarse y sonreír.

– Me pareció que eras tú.

– Eric Severson, qué gusto me da verte. -Maggie habría abrazado a cualquier otra persona, pero a él sólo le tendió las manos.

Él se las tomó y las apretó con fuerza.

– ¿Cómo estás?

– Bien. Mucho mejor. -Maggie se encogió de hombros y sonrió ampliamente. -Feliz.

Estaba delgada como un junco. El hoyuelo todavía le daba forma de corazón al mentón, pero junto a él había dos líneas profundas que le encerraban la boca entre paréntesis cuando sonreía. Tenía las cejas más finas y le habían aparecido patas de gallo alrededor de los ojos. Vestía ropa elegante y tenía el pelo -todavía castaño- peinado con estudiado descuido.

– Feliz… bueno, qué alivio. Se te ve fantástica.

– A ti también -respondió ella.

El azul del Lago Michigan todavía se veía en sus ojos y tenía la piel lisa y tostada. El pelo, en algún tiempo casi amarillo y largo hasta el cuello de la camisa, se le había oscurecido a un color sidra y ahora estaba corto y bien peinado. Había madurado de su apostura juvenil para convertirse en un hombre atlético y buen mozo. Su cuerpo estaba más ancho; la cara, más llena; las manos eran firmes y grandes.

Maggie las soltó con discreción.

– No sabía que estarías aquí -dijo Eric.

– Yo tampoco. Brookie me convenció de que regresara y Lisa insistió en que viniera a la boda. Pero tú… -Rió, sorprendida y feliz. -Tampoco esperaba encontrarte.

– Gary y yo somos miembros de la Asociación Cívica de Fish Creeck. Trabajamos juntos para evitar que demolieran el antiguo edificio del municipio. Cuando pasas tanto tiempo con un proyecto, te haces amigos o enemigos. Gary y yo nos hicimos amigos.

En ese momento Brookie dio un paso adelante e interrumpió.

– ¿Y a nosotros, el resto de tus amigos, Severson? ¿Ni siquiera vas a saludarnos?

Eric se volvió hacia ellos.

– Hola, Brookie. Gene.

– Y este es Lyle, el marido de Lisa.

Se estrecharon la mano.

– Soy Eric Severson, un viejo amigo de la escuela.

– Cuéntale las novedades, Maggie -dijo Brookie con satisfacción.

Eric bajó la mirada cuando Maggie levantó el rostro para sonreírle.

– Voy a comprar la vieja casa Harding.

– ¡Mentira!

– No, de veras. Acabo de pagar la seña y firmar un contrato de compra condicional.

– ¿Esa vieja y enorme monstruosidad?

– Si todo va bien será la primera hostería con desayuno incluido de Fish Creek.

– Eso sí que fue rápido.

– Brookie me obligó a hacerlo. -Se tocó la frente como si estuviera mareada. -Todavía no puedo creer que lo hice… ¡que lo estoy haciendo!

– La casa parece estar a punto de desmoronarse.

– Puede que estés en lo cierto. La semana que viene irá un ingeniero a echarle un vistazo y si las estructuras no están buenas, el negocio se anula. Pero por ahora, estoy entusiasmadísima.

– Pues no te culpo. ¿Y hace cuánto tiempo que estás aquí?

– Llegué el martes. Me voy mañana.

– Un viaje corto.

– Pero intenso.

Se encontraron mirándose otra vez: dos viejos amigos y algo más que eso. Ambos comprendieron que siempre serían algo más.

– Oye -dijo él de pronto, mirando por encima del hombro-. Ven a saludar a mi madre. Sé que le encantaría verte.

– ¿Está aquí? -preguntó Maggie con entusiasmo.

Una sonrisa trepó por la mejilla izquierda de Eric.

– Se hizo rulos especiales para la ocasión.

Maggie rió mientras se volvían hacia un grupo que estaba a unos metros de distancia. Reconoció a Anna Severson de inmediato, canosa, de pelo rizado, y rellena como un cono de helado de dos gustos. Estaba con el hermano de Eric, Mike, y su mujer, Barbara, a quien Maggie recordaba como una colegiala mayor que ella que había desempeñado el papel de asesina en una obra de teatro de la escuela. Con ellos, también, había una bellísima mujer. Maggie adivinó enseguida que era la mujer de Eric.

Eric la impulsó hacia adelante tomándola del codo.

– Ma, mira quién está aquí.

Anna interrumpió lo que estaba diciendo, se volvió y levantó las manos.

– ¡No lo puedo creer!

– Hola, señora Severson.

– ¡Margaret Pearson, ven aquí!

Anna la abrazó con fuerza y le golpeó la espalda tres veces antes de apartarla y mirarla con atención.

– No se te ve muy diferente de lo que eras cuando venías a mi cocina y me liquidabas medio pan recién horneado. Un poco más delgada, sólo.

– Y un poco más vieja.

– Sí, bueno, ¿a quién no le pasa? Todos los inviernos digo que no voy a manejar la empresa de nuevo en la primavera, pero cuando se derrite el hielo comienzo a sentir ganas de ver llegar a los turistas llenos de entusiasmo y excitación por el pez que han sacado y de ver entrar y salir a los barcos. Te pasas mirando barcos toda tu vida y luego no sabes hacer otra cosa. Los muchachos tienen dos ahora, sabes. Mike se encarga de uno. ¿Recuerdas a Mike, no? Y a Barbara.

– Claro que sí. Hola.

– Y ella -interrumpió Eric, apoyando una mano posesiva sobre la nuca de la mujer más impresionantemente bella que Maggie jamás había visto-…es mi esposa, Nancy. -Sus facciones tenían una simetría natural casi sorprendente en su perfección, acentuada por el maquillaje aplicado con maestría, cuyas sombras se mezclaban como en una obra de arte. El peinado era estudiadamente sencillo, para que no distrajera los ojos de su belleza. Añadido a lo que la naturaleza le había dado había una esbeltez cuidadosamente lograda, acentuada por ropa cara llevada con elegancia.

– Nancy… -Maggie le estrechó la mano con calidez y la miró a los ojos, notando las pestañas finamente pintadas sobre su párpado inferior. -Media docena de personas me han hablado de su belleza y veo que tenían razón.

– Gracias. -Nancy retiró su mano. Las uñas eran rojas, bien formadas, largas como almendras.

– Quiero disculparme de inmediato por despertarla la otra noche cuando llamé. Debería haber mirado la hora antes.

Nancy curvó los labios, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Tampoco hizo ningún comentario conciliatorio, dejando un incómodo vacío en la conversación.

– Maggie tiene novedades -anunció Eric, llenando el silencio-. Me dice que acaba de señar la vieja casa Harding. Quiere convertirse en posadera. ¿Qué opinas, Mike, se mantendrá esa vieja casa en pie lo suficiente como para que valga la pena?

Anna respondió.

– ¡Pero claro que sí! La construyeron en los tiempos en que sabían cómo edificar casas. Cortaron toda la madera en la Bahía Sturgeon y trajeron un tallador polaco de Chicago para que viviera allí mientras la construían y tallara todas las columnas y repisas de las chimeneas y qué sé yo qué más. ¡Solamente los pisos de esa casa valen su peso en oro! -Anna se interrumpió y miró a Maggie con atención. -¿Así que posadera, eh?

– Si es que puedo conseguir un permiso zonal. Hasta ahora ni siquiera pude averiguar a quién se lo debo pedir.

– Muy fácil -dijo Eric-. A la Junta de Planeamiento de Door County. Se reúnen una vez por mes en el tribunal de Bahía Sturgeon. Lo sé porque solía formar parle de ella.

Radiante por haberlo podido averiguar por fin, Maggie se volvió hacia Eric.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Presentarte ante ellos y solicitar un permiso condicional de uso y explicarles para qué será.

– ¿Crees que tendré problemas?

– Bueno… -Eric adoptó una expresión de duda y se pasó una mano por la nuca. -Espero que no, pero será mejor que te advierta que es posible.

– ¡Ay, no! -Maggie pareció alicaída. -Pero la economía de Door County depende del turismo, ¿no? ¿Y qué mejor para atraer turistas que una hostería B y B?

– Estoy de acuerdo contigo, pero por desgracia ya no estoy en la junta. Hace cinco años lo estaba y tuvimos una situación en que…

Brookie interrumpió en ese momento.

– Ya nos vamos para la recepción, Maggie. ¿Vienes con nosotros? Hola, todo el mundo. Hola, señora Severson. ¿Les importa que me lleve a Maggie?

– Pero… -Maggie miró a Brookie y a Eric, que puso fin a su consternación, diciendo:

– Ve tranquila. Nosotros también estaremos en la recepción. Podremos terminar de hablar allí.

El Yacht Club estaba sobre el lado de la península que daba al Lago Michigan, a veinte minutos de automóvil. Durante todo el trayecto Maggie habló animadamente con Brookie y Gene, trazando planes, proyectándose a la primavera y al verano siguientes en los que esperaba haber abierto la hostería, preocupándose por su contrato en la escuela de Seattle, por las dificultades que podría tener para rescindirlo, y por la venta de su casa. Al llegar al club y ver el embarcadero, exclamó: -¡Y nuestro barco! ¡Me olvidé del barco! ¡Tengo que venderlo, también!

– Tranquila, querida, tranquila -le aconsejó Brookie con una sonrisa torcida-. Primero vamos a pasarlo bien en la fiesta, luego podrás preocuparte por tu nuevo negocio y hacer planes.

El Yacht Club del puerto Bailey siempre había sido uno de los sitios preferidos de Maggie y al entrar después de tanto tiempo, sintió otra vez su familiaridad. Enormes ventanales rodeaban el edificio amplio y bajo, brindando un cautivante panorama del embarcadero y los muelles donde los lujosos cruceros con cabina, traídos desde Chicago para el fin de semana, compartían las amarras con veleros más modestos. Junto a los tablones desteñidos de los muelles sus cubiertas blancas relucían como un collar de perlas flotando sobre las cristalinas aguas azules. Entre el club y los muelles, un jardín bien cuidado descendía suavemente hasta el agua.

Adentro, la alfombra era mullida y el aire estaba saturado con el aroma de calentadores recién encendidos en una extensión de cinco metros de mesas de bufé colocadas contra los ventanales. Llamas azules ondeaban bajo brillantes fuentes plateadas. Una hilera de cocineros con altos gorros blancos aguardaban con las manos cruzadas detrás de la espalda, saludando a los invitados con la cabeza a medida que éstos entraban. En el salón adyacente, un grupo tocaba perezosas melodías de jazz que llegaban hasta el comedor, volviendo el ambiente aún más agradable. Las mesas estaban cubiertas por manteles de hilo blanco; sobre cada plato del mismo color había una servilleta coral prolijamente doblada y las copas de cristal aguardaban que las llenaran.

A medida que entraban los invitados, Maggie reconoció muchos rostros familiares, algo mayores, pero inconfundibles. La vieja señora Huntington, que años atrás había sido cocinera en la escuela secundaria, se acercó a Maggie para saludarla con cariño y ofrecer sus condolencias por la muerte de su marido. Dave Thripton, que cargaba combustible en los muelles de Fish Creek, se acercó y dijo:

– Te recuerdo: eres la hija de Roy Pearson. Cantabas en las reuniones de padres y maestros, ¿no es así? -La señora Marvel Peterson, miembro del grupo de damas de caridad de su madre, la invitó a pasar por su casa cuando quisiera. Clinton Stromberg y su mujer, Tina, que tenían una hostería cerca de Bahía Sister, ya se habían enterado de su intención de comprar la vieja casa Harding y le desearon suerte.

Maggie estaba hablando sobre el tema del hospedaje en Door County cuando por el rabillo del ojo vio llegar a Eric y su familia. Escuchando a Clinton con un oído, vio cómo Eric saludaba y recibía una copa de champagne de una camarera y luego encontraba un sitio para su mujer y su madre en el otro extremo de la habitación y se sentaba con ellas.

Maggie se había dado cuenta perfectamente de que Nancy Severson la había recibido con frialdad, y si bien estaba ansiosa por continuar su conversación con Eric, le pareció mejor no acercarse a él de nuevo. Junto con su grupo, encontró lugar para sentarse lejos de donde estaba Eric.

Sus miradas se encontraron, en una oportunidad, durante la cena. Eric esbozó una sonrisa impersonal y Maggie quebró el contacto volviéndose para decir algo a Brookie, que estaba a su izquierda.

Cenaron los famosos y extravagantes platos de pescado del club: escalopes Mornay, lenguado relleno, siluro a la Cajun, langostinos marinados y pinzas de cangrejo cocinadas al vapor. Más tarde, cuando los invitados volvieron a mezclarse para conversar, Maggie encontró un momento para estar a solas. El baile había comenzado; ella fue a pararse junto al inmenso ventanal para contemplar el sol poniente sobre el agua de la bahía. Apareció un par de veleros, blancos y displicentes como gaviotas. Los camareros se habían llevado las relucientes sartenes y ollas y habían apagado las llamas azules. El fuerte aroma del calentador a alcohol, tan característico de los restaurantes elegantes, le hacía recordar el club de campo de Bear Creek, donde había asistido a una boda antes que Phillip muriera. Habían estado con sus amigos, conversando, riendo, bailando. Seis meses después de su muerte rechazó la invitación a otra boda, pues no se sentía con fuerzas para enfrentarla a solas. Y ahora aquí estaba, disfrutando de un día agradable. Había roto otra de las barreras de la viudez. Quizá, como le habían dicho en el grupo de terapia, fue ella la que se alejó de sus amigos. En aquel entonces ella se había defendido con vehemencia: "¡No, ellos me abandonaron a mí!"

Aquí, en un entorno familiar y entre rostros conocidos, entusiasmada por los cambios inminentes en su vida, por fin admitió ante sí misma una verdad que tendría que haber reconocido hacía un año.

Si hubiera buscado ayuda antes, me habría sentido menos sola y desdichada.

El sol se estaba ocultando. Se había sentado sobre el agua como una enorme moneda. Cruzando su camino, los veleros parecían flotar unos centímetros por encima del agua. Más cerca, alrededor de los barcos amarrados, el agua calma parecía de seda, arrugada sólo por un par de patos que disfrutaban del último baño del día.

– ¿Es hermoso, no te parece? -comentó Eric junto al hombro de Maggie.

Ella controló el impulso de mirarlo, pues supo que sin duda su mujer los estaría observando desde algún rincón del salón.

– Hermoso y familiar, lo que es aun mejor.

– Necesitabas realmente este viaje a tu pueblo.

– Sí, no me di cuenta de cuánto lo necesitaba hasta que llegué. He estado aquí admitiendo que durante el último año alejé de mí a mucha gente. Yo pensaba que eran ellos los que me abandonaban, cuando en realidad era a la inversa. Lo que finalmente me hizo comprenderlo fue venir aquí, buscar apoyo. ¿Sabes que ésta es la primera fiesta a la que asisto desde la muerte de Phillip?

– ¿Y lo estás pasando bien?

– Sí, muy bien. Si hubiera tenido tiempo para considerar la invitación, es probable que no hubiera venido. Como sucedieron las cosas, Lisa me tomó desprevenida. Y aquí estoy, ya sin sentir lástima de mí misma. ¿Sabes qué otra cosa he descubierto?

– ¿Qué?

Maggie se volvió para encontrarlo cerca, sosteniendo su copa sin beber, mirándola.

– Que no me siento como un pez fuera del agua sin un hombre a mi lado, como creí que sucedería.

– Has progresado -dijo él, simplemente.

– Sí, creo que sí.

Se produjo un silencio. Se miraron. Eric revolvió su bebida con un escarbadientes adornado con una aceituna, bebió un sorbo y bajó la copa.

– Se te ve muy bien, Maggie. -Las palabras brotaron en voz baja, como si no hubiese podido contenerlas.

– A ti también.

Se quedaron uno junto al otro, absorbiendo los cambios mutuos, complacidos, de pronto, por el hecho de que habían madurado con elegancia. En sus ojos había recuerdos que hubiera sido más prudente velar.

Fue Eric el que los sacó de la mutua absorción. Se movió, dejando más distancia entre ambos.

– Después de que llamaste, Ma buscó el anuario y nos reímos al ver lo flacucho y pelilargo que era yo. Luego traté de imaginarte con treinta y nueve años…

– Cuarenta.

– Es cierto, cuarenta. No sé qué imaginaba. Una viuda canosa y arrugada con zapatos ortopédicos y un chal o algo por el estilo.

Maggie rió, agradecida por su franqueza y admitió:

– Yo también me pregunté si te habrías quedado pelado o vuelto gordo o si tenías verrugas en el cuello.

Eric echó la cabeza hacia atrás y rió.

– Diría que ambos hemos envejecido muy bien.

Maggie sonrió y le sostuvo la mirada.

– Tu mujer es bellísima.

– Lo sé.

– ¿No le molestará que hablemos así?

– Es posible. No lo sé. Ya no hablo mucho con mujeres solas.

Maggie recorrió la habitación con la mirada y descubrió a Nancy observándolos.

– No quiero causar ninguna fricción entre ustedes, pero tengo un montón de preguntas que hacerte.

– Adelante. ¿Quieres que te consiga algo para beber?

– No, gracias.

– ¿Una copa de vino blanco, quizás o algo suave?

– Pensándolo mejor, me agradaría un poco de vino.

Cuando él se alejó, Maggie tomó la decisión de dejarle bien en claro a Nancy Severson que no tenía intenciones de robarle el marido. Esquivó a los bailarines y fue hasta la mesa de Eric.

– ¿Señora Severson? -dijo.

Nancy levantó la vista y la miró con indiferencia.

– Macaffee -respondió.

– ¿Cómo?

– Mi apellido es Macaffee. Lo mantuve cuando me casé con Eric.

– Ah -respondió Maggie, sin saber qué decir-. ¿Puedo sentarme un minuto?

– Por supuesto. -Nancy sacó su elegante cartera con cuentas de la silla pero no sonrió.

– Espero que no le moleste que bombardee a Eric con preguntas por un rato. ¡Me queda tan poco tiempo antes de regresar a Seattle y es tanto lo que necesito saber!

Nancy movió una mano en dirección a Eric, que regresaba, y fulminándolo con la mirada, dijo:

– Es todo suyo.

– Aquí tienes. -Eric entregó la copa a Maggie y miró a su mujer, asombrado ante su mal disimulado fastidio, al que le faltaba poco para ser sencillamente grosero. Lo que le había dicho a Maggie era cierto: casi nunca se mezclaba con mujeres solas. Era un hombre casado y jamás se le había ocurrido la idea. Además, le parecía raro ser el que observaba reacciones celosas en lugar del que las reprimía. Debido a la espectacular belleza de Nancy, cada vez que aparecía en público con ella veía las miradas embobadas de los hombres, que a veces hasta alzaban sus copas hacia ella cuando pasaba. Eric había aprendido a aceptar sin sentirse amenazado, a tomarlo como un cumplido a su buen gusto por haberla elegido como esposa.

Pero aquí estaba, recibiendo un helado dardo de celos y era lo suficientemente varonil -y fiel- como para apreciar las causas y considerarlas saludables luego de dieciocho años de matrimonio.

Se sentó junto a Nancy y pasó un brazo por el respaldo de su silla.

– ¿Así que realmente vas a hacerlo? -preguntó a Maggie, volviendo al tema de unos minutos antes.

– ¿Te parece una locura, abrir una hostería B y B en la vieja casa Harding?

– Si la casa está en buenas condiciones, en absoluto.

– Lo está, y si volviera para ponerla en funcionamiento, dime qué debo esperar de la junta de planeamiento.

– Pueden otorgarte el permiso de inmediato o puede haber franca hostilidad.

– ¿Pero por qué?

Eric se inclinó hacia adelante y apoyó ambos codos sobre la mesa.

– Hace cinco años, un gran conglomerado de empresas llamado Northridge Development, vino y comenzó a hacer negocios con tierras en secreto, utilizando lo que luego se llamó "tácticas de guantes de seda" para convencer a los dueños de vender, aun a pesar de que al principio ellos se resistían. Solicitaron un permiso condicional de uso y luego de que se lo otorgamos, la Northridge puso un condominio de treinta y dos unidades en un predio de medio acre, creando todo tipo de problemas, empezando por el de estacionamiento. Fish Creek apenas si tiene sitio para que estacionen los coches de los turistas, apretado como está contra el risco, y estamos tratando por todos los medios de evitar las grandes playas de estacionamiento pavimentadas, lo que arruinaría la atmósfera pintoresca. Cuando las nuevas unidades quedaron ocupadas, los comerciantes de la zona se empezaron a quejar de que las ventas habían bajado pues la gente no conseguía lugar para estacionar. Alegaron que el conglomerado había pasado por alto intencionalmente nuestros requisitos de densidad y armaron un gran alboroto con la junta a causa del aspecto del edificio, que es demasiado moderno para el gusto local. Los ecologistas también se nos vinieron encima, gritando en defensa de la flora, la fauna y la preservación de la costa. Y tienen razón, todos tienen razón, el encanto de Door County es su provincialismo. Es deber de la junta preservar no sólo el espacio que nos queda, sino la atmósfera rural de toda la península. Con eso te toparás cuando solicites permiso para instalar una hostería en zona residencial.

– Pero no voy a construir treinta y dos unidades. Sólo abriría cuatro o cinco habitaciones al público.

– Y te las verías con un grupo de ciudadanos de Door que sólo oyen la palabra "motel".

– ¡Pero una hostería no es un motel! Es… es…

– Es peligroso, dirían algunos.

– ¡Además, tengo estacionamiento adecuado! Hay una vieja cancha de tenis del otro lado de la calle que se convertiría en un magnífico sitio para los automóviles.

– Eso lo considerarán, sin duda.

– Además… yo no soy una astuta empresa del Este que trata de comprar propiedad valiosa y hacer el negocio de su vida vendiendo condominios. Soy una chica de su casa, y mi casa es aquí.

– Eso también obraría en tu favor. Pero debes recordar… -Eric estaba apuntando a la nariz de Maggie con un escarbadientes cuando Nancy se cansó de la conversación y bruscamente apartó la mano de él.

– Discúlpenme. Iré a escuchar un poco de música.

Eric, entusiasmado por la conversación, la dejó marchar, luego volvió a apuntar con el escarbadientes.

– Debes recordar que estarás frente a un grupo de residentes de Door que deben velar por los intereses de todos. En este momento, en la junta están: un granjero de Sevastopol, una profesora de la secundaria, un pescador comercial, un periodista, el dueño de un restaurante y Loretta McConnell. ¿Recuerdas a Loretta McConnell?

Maggie sintió que su entusiasmo se desvanecía.

– Lamentablemente, sí.

– Quería ser dueña de Fish Creek. Su familia ha estado aquí desde que Asa Thorpe construyó su cabaña. Si decide votar en contra de tu permiso, la cosa se te complicará. Tiene dinero y poder, y a menos que me equivoque, a pesar de sus ochenta años, usa muy bien ambas cosas.

– ¿Qué hago si me lo niegan?

– Vuelves a solicitarlo. Pero la mejor forma de evitar eso es presentarte ante ellos con todos los datos y cifras que puedas reunir. Diles cuánto piensas gastar para restaurar el sitio. Tráeles presupuestos reales. Consigue estadísticas sobre la cantidad de unidades de hospedaje que se llenan aquí en la temporada turística pico y cuántos turistas se tienen que ir por falta de alojamiento. Tranquilízalos respecto del estacionamiento. Consigue que residentes locales te apoyen y se presenten ante la junta.

– ¿Tú lo harías?

– ¿Haría qué cosa?

– Apoyarme ante ellos.

– ¿Yo?

– Fuiste miembro de la junta. Te conocen, te respetan. Si consigo que creas que alteraré el ambiente lo menos posible con mi negocio, que no llenaré Cottage Row de automóviles ¿te presentarías conmigo ante la junta y les recomendarías que me otorgaran el permiso?

– Bueno, no veo por qué no. Me vendría bien también a mí cerciorarme de lo que piensas hacer con la casa.

– Desde luego. En cuanto tenga planos y presupuestos, serás el primero en verlos.

– Otra cosa.

– ¿Qué?

– No estoy tratando de entrometerme y no necesitas contestarme si no quieres, pero ¿tienes dinero para hacer todo eso? Cuando la Northridge solicitó el permiso, lo que convenció a la junta fue la cantidad de dinero que destinó al proyecto.

– El dinero alcanza y sobra, Eric. Cuando cae un avión de esas dimensiones, a los sobrevivientes se les paga bien.

– Bien. Ahora cuéntame a quién conseguiste para que te pasara presupuestos de la obra.

La conversación pasó a ingenieros, obreros, arquitectura, nada más personal que eso. Maggie le dijo que se pondría en contacto con él cuando llegara el momento en que necesitaría su ayuda, le agradeció y se despidieron con un muy recatado apretón de manos.


Poco después de la medianoche, Eric y Nancy se estaban desvistiendo en extremos opuestos de la habitación cuando ella comentó:

– Bueno, la tal Maggie No-sé-cuánto no perdió el tiempo para venírsete encima ¿no te parece?

Eric se detuvo con la corbata a medio aflojar.

– Imaginé que llegaríamos a esto.

– ¡Claro que lo imaginaste! -Nancy lo miró por el espejo mientras se quitaba los aros. -¡Casi me muero de mortificación! ¡Mi marido flirteando con su antigua novia ante los ojos de medio pueblo!

– Ni yo ni ella estábamos flirteando.

– ¿Cómo lo llamarías, entonces? -Nancy arrojó los aros dentro de un platito de porcelana y se arrancó una pulsera de la muñeca.

– Estabas allí, oíste de qué hablábamos. Sólo de la hostería que piensa poner.

– ¿Y de qué hablaban cuando estaban junto al ventanal? ¡No me vas a decir que también era de negocios!

Eric se volvió hacia ella, levantando las palmas de la mano para detenerla.

– Escucha, ambos hemos bebido un par de martinis. ¿Por qué no hablamos de esto mañana?

– ¿Eso te gustaría, verdad? -Nancy se quitó el vestido por encima de la cabeza y lo arrojó a un lado. -Así podrías escapar a tu precioso barco y no tener que responderme.

Eric se quitó la corbata de un tirón y la colgó de la puerta del placard. Luego colgó la chaqueta del traje.

– Éramos amigos en la secundaria. ¿Qué pretendías que hiciera? ¿Que le diera la espalda?

– ¡No pretendía que babearas junto a ella frente a la maldita iglesia ni que me dejaras sola en medio de una recepción para ir a mirarla con ojos tiernos!

– ¡Ojos tiernos! -Eric irguió la cabeza. Se quedó inmóvil, con la cola de la camisa a medio sacar de los pantalones.

– ¡No mientas, Eric, te vi! No dejé de observarlos en ningún momento.

– Me estaba contando cómo extrañaba al marido y que era la primera vez que se había atrevido a salir sin él.

– ¡Pues no parecía extrañarlo mucho cuando te devolvía la mirada tierna!

– ¿Nancy, qué diablos te pasa? En todos los años que llevamos de casados, ¿cuántas veces he mirado a otra mujer? -Con los hombros erguidos y las manos sobre las caderas, la enfrentó.

– Nunca. Pero hasta ahora no te encontraste con ninguna antigua novia ¿verdad?

– No es mi antigua novia. -Comenzó a desvestirse otra vez.

– Pues nadie lo hubiera dicho. ¿Fueron amantes en la secundaria?-preguntó Nancy con amargura, sentándose en la cama para quitarse las medias.

– Nancy, por Dios, termina de una vez.

– ¿Lo fueron, no? Lo supe en cuanto te vi acercarte a ella allí frente a la iglesia. Cuando se volvió y te vio quedó claro como el hoyuelo que tiene en el mentón. -Vestida con elegante ropa interior azul de raso, Nancy fue hasta el espejo del tocador, levantó el mentón y se pasó las puntas de los dedos por el cuello. -Bueno, tengo que admitir que tienes buen gusto. Las eliges bonitas.

Mirándola, Eric pensó que era demasiado hermosa para su propio bien. La idea de que él pudiera prestar un mínimo de atención a otra mujer se convertía en una amenaza desproporcionada. Nancy siguió admirando su imagen y pasándose los dedos por el cuello.

Aparentemente encontró intacta su belleza; bajó el mentón y se soltó el pelo, para cepillarlo vigorosamente.

– No quiero que ayudes a esa mujer.

– Ya le dije que lo haría.

– ¿Es así, entonces? ¿Lo harás aunque yo me oponga?

– Nancy, estás haciendo un escándalo por nada.

Ella arrojó el cepillo y se volvió hacia él.

– ¿Ah, sí? ¿Viajo cinco días a la semana y debería dejarte aquí para que acompañes a tu antigua amante a reuniones de la junta mientras yo no estoy?

– Viajas cinco días a la semana por tu propia elección, querida. -Eric apuntó un dedo hacia ella con fastidio.

– Ah, ahora vamos a empezar otra vez con eso ¿no?

– No hables en plural. ¡Tú fuiste la que empezó todo, así que terminemos de una buena vez! ¡Dejemos bien en claro que me gustaría que mi mujer viviera conmigo, no que cayera de visita los fines de semana!

– ¿Y qué pasa con lo que yo quiero? -Se apoyó la mano contra el pecho. -Me casé con un hombre que decía que quería ser ejecutivo de una gran empresa y vivir en Chicago, y de pronto anuncia que deja todo para convertirse en… en ¡pescador! -Levantó las manos. -¡En pescador por todos los Santos! ¿Acaso me preguntaste si yo quería ser la mujer de un pescador? -Se apoyó una mano contra el pecho y se inclinó hacia adelante. -¿Me preguntaste si quería vivir en este maldito rincón olvidado por el mundo, a cien kilómetros de la civilización y…?

– Tu idea de la civilización y la mía son diferentes, Nancy. Ése es el problema.

– ¡El problema, señor Severson, es que cambiaste de rumbo en la mitad de nuestro matrimonio, y de pronto ya no te importó que yo tuviera una carrera floreciente que era tan importante para mí como tu maldita pesca lo era para ti!

– Si haces un esfuerzo, querida, recordarás que hablamos de tu carrera y que en aquel entonces creíamos que sólo duraría un par de años hasta que tuviéramos hijos.

– No, eso era lo que pensabas, Eric, no yo. fuiste el que trazó el plan de los cinco años, no yo. Cada vez que yo decía que no estaba interesada en tener hijos tú hacías oídos sordos.

– Y es evidente que es lo que pretendes que siga haciendo. Pues bien, Nancy, el tiempo se nos está yendo. Ya tengo, cuarenta años.

Ella le dio la espalda para alejarse.

– Lo sabías cuando nos casamos.

– No. -Eric la tomó del brazo y la obligó a quedarse. -No, nunca lo supe. Supuse…

– ¡Bueno, pues supusiste mal! ¡Nunca dije que quería hijos! ¡Nunca!

– ¿Por qué, Nancy?

– Ya sabes por qué.

– Sí, lo se, pero me gustaría oírte decirlo.

– Sé sensato, Eric. ¿De qué crees que estamos hablando? Tengo un empleo que me encanta, con beneficios que miles de mujeres matarían por tener: viajes a Nueva York, pasajes de avión gratuitos, reuniones de ventas en Boca Ratón. He trabajado mucho para con seguirlos y tú me pides que renuncie a todo para clavarme aquí en esta… en esta caja de zapatos a criar bebés?

Las palabras elegidas lo hirieron profundamente. Como si fueran a ser bebés de cualquiera, como si para ella no fuera importante que los bebés fueran de ambos. Eric suspiró y se rindió. Podría arrojarle su narcisismo en cara, pero ¿de qué serviría? La amaba y no deseaba herirla. Para ser franco, él también había amado su belleza, pero con el correr de los años, esa belleza física cada vez le importaba menos. Mucho tiempo atrás se había dado cuenta de que la amaría igual -o más- si engordaba unos kilos y perdía la esbeltez que tanto cuidaba con dietas. La amaría igual si apareciera en la cocina a las siete de la mañana con un bebé gritando en sus brazos y sin maquillaje. Si se vistiera con jeans y un buzo en lugar de creaciones exclusivas de Saks y Neiman-Marcus.

– Vayamos a la cama -dijo, desconsolado, corriendo la sábana. Se dejó caer con pesadez sobre el colchón para sacarse las medias. Las arrojó a un lado y se quedó mirándolas, con los hombros caídos. Nancy lo observó largo rato desde el otro extremo de la habitación, sintiendo que las estructuras de su matrimonio se rajaban, preguntándose qué, salvo hijos, podría apuntalarlas. Se acercó a él descalza y se arrodilló entre sus piernas.

– Eric, por favor, comprende. -Lo rodeó con ambos brazos y apretó el rostro contra su pecho. -No es bueno que una mujer conciba un bebé al que luego le guardaría rencor.

Abrázala, Severson, es tu mujer y la amas y está tratando de hacer las paces. Pero no pudo. O no quiso. Se quedó sentado con las manos sobre el borde del colchón, sintiendo el horrible peso de lo definitivo en sus entrañas. En el pasado, cuando habían discutido por ese tema, nunca le habían dado un final sucinto, sino que los ánimos se habían ido aplacando con los días. Esa falta de final siempre le había dejado la sensación de que volverían a hablar -a discutir- antes de dar el tema por terminado en forma definitiva.

Esa noche, sin embargo, Nancy presentó una defensa calma y razonable contra la que era imposible discutir. Porque a él le hubiera parecido tan mal como a ella forzar un niño dentro de una madre que le guardaría rencor.

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