Capítulo 11

Maggie se despertó por la mañana para ver un universo blanco. El viento seguía soplando con fuerza y la nieve se había pegado contra los mosquiteros. Un trozo se desprendió y cayó y Maggie permaneció acostada inmóvil, contemplando la forma que había quedado, cuyo borde parecía de encaje labrado. ¿Habrá llegado bien? ¿Llamará hoy como le pedí?

La casa estaba en silencio, la cama tibia. El viento silbaba por entre los aleros. Maggie se quedó en su cálido nido, reviviendo los momentos pasados en brazos de Eric: la sensación del frío enterizo cntra la cara; la mano tibia de él sobre su espalda; el aliento en su oreja, y el de ella sobre el cuello de Eric; su aroma… ¡ah, el aroma de un hombre con el invierno en la piel!

¿Qué habían dicho en esos instantes breves y preciosos? Sólo las cosas permitidas, aunque sus cuerpos habían hablado más. ¿Qué iba a suceder, entonces?

En algún lugar de otro estado, la mujer de Eric esperaba para tomar un avión que la traería de regreso para Navidad. Y en algún momento de la fiesta él le entregaría una cajita plateada y ella la abriría para encontrar un anillo de esmeraldas. ¿Se lo colocaría ella misma en el dedo? ¿O se lo pondría Eric? ¿Qué regalo le daría ella? ¿Harían el amor, después?

Maggie cerró los ojos con fuerza y los mantuvo así largo rato. Hasta que la imagen de Eric y Nancy desapareció. Hasta que se hubo castigado por desear cosas que no tenía derecho de desear. Hasta que sus escrúpulos volvieron a estar firmes en su lugar.

Arrojó a un lado la sábana y las frazadas, se puso la bata acolchada y fue a la cocina a preparar waffles.

Alrededor de las 09:30 Katy entró arrastrando los pies. Se había puesto un camisón de Maggie y un par de polainas que le colgaban sobre los pies como trompas de elefante.

– ¡Mmm, qué rico olor! ¿Qué estás haciendo?

– Waffles. ¿Cómo dormiste?

– Como un bebé. -Corrió la cortina y miró hacia afuera.

– ¡Cielos, qué luminosidad hay!

Había salido el sol y dejado de nevar, pero el viento seguía levantando copos. Arriba, la cuesta estaba alta y ondeada como una ola del Pacífico.

– ¿Qué pasará con mis cosas? Con tanto viento, ¿cuándo me reuniré con mis valijas?

– No lo sé. Podemos llamar a la patrulla caminera y preguntar.

– ¡Jamás vi tanta nieve junta!

Maggie la siguió hasta la ventana. ¡Qué espectáculo! Ninguna marca hecha por el hombre, sólo una extensión blanca tallada como una caricatura del mar. Montículos y hondonadas abajo, mientras que arriba, los árboles azotados por el viento no mostraban vestigio alguno de nieve.

– Parece que seguimos aisladas. Creo que pasará un tiempo hasta que veas tus maletas.

Pasaron exactamente treinta y cinco minutos hasta que Katy vio las maletas. Habían terminado los waffles con panceta y estaban tomando café y té en la cocina, en ropa de cama, con los pies apoyados sobre sillas, cuando, como en una repetición de la noche anterior, un vehículo para nieve trepó la cuesta junto al camino, descendió al jardín y se acercó rugiendo para detenerse a dos metros de la puerta.

– ¡Es Eric! -exclamó Katy con júbilo-. ¡Me trajo la ropa!

Maggie se puso de pie y huyó hacia el baño, con el corazón a todo galope. La noche anterior, preocupada por Katy, ni siquiera había pensado en su aspecto. Ahora se pasó un cepillo frenéticamente por el pelo y se lo ató con una banda clástica. Oyó abrirse la puerta. Katy exclamó:

– ¡Eric, eres un ángel! ¡Me trajiste las valijas! -Lo oyó entrar golpeando los pies, luego oyó cerrarse la puerta.

– Supuse que las querrías, y con este viento puede pasar un buen tiempo hasta que las máquinas salgan para rescatar tu coche.

Maggie se pintó los labios y se mojó unos mechones que le colgaban sobre las orejas.

– ¡Ay, gracias, gracias! -respondió Katy, exlasiada -. Justo le estaba diciendo a mamá… ¿mamá? -Al cabo de un instante, la voz perpleja de Katy repitió: -¿Mamá? ¿Dónde estás? -Luego, a Eric: -Estaba aquí hace un minuto.

Maggie se ajustó el cinturón de la bata, respiró hondo, se llevó las manos a las mejillas ardientes y salió a la cocina.

– ¡Buenos días! -saludó con ligereza.

– Buenos días.

Eric parecía llenar la habitación, enfundado en su enterizo plateado, con el aspecto de un gigante; traía a la cocina el aroma del invierno. Mientras se sonreían, Maggie trató con valentía de mantener la serenidad, pero resultaba evidente lo que había estado haciendo en el baño: el lápiz labial brillaba, los mechones de pelo estaban húmedos y ella respiraba con un dejo de dificultad.

– ¿Pudiste dormir un poco? -preguntó para disimular su turbación.

– Lo suficiente.

– Bueno, siéntate. Calentaré el café. ¿Desayunaste?

– No.

– No tengo rosquillas, pero sí algunos waffles.

– Me parece perfecto.

La mirada de Katy se posó primero en uno luego en otro, y Maggie se volvió hacia la cocina para ocultar su rubor.

– ¿Con panceta?

– Sí, si no es demasiada molestia.

– En absoluto. -No es ninguna molestia cuando estás enamorada de un hombre. Eric se bajó los cierres del enterizo y se acercó a la mesa mientras Maggie se mantenía ocupada junto al armario, temiendo volverse, temiendo que Katy detectara más cosas de las que ya había notado.

– ¿Cómo amaneciste? -preguntó Eric a Katy.

– Muy bien. Dormí como un tronco.

Maggie reconoció la nota de cautela en la voz de su hija. Era evidente que estaba tratando de descifrar las vibraciones subyacentes en la habitación.

Cuando por fin se volvió, había logrado recomponerse, pero al inclinarse ante Eric para dejar una taza de café sobre la mesa, el corazón se le volvió a acelerar. Él tenía el rostro todavía enrojecido por el frío, el pelo aplastado por el casco. Apoyó un hombro contra el respaldo de la silla y sonrió a Maggie, dándole la impresión de que si no hubiera estado Katy, le hubiera pasado un brazo alrededor de los muslos para apretarla contra su lado por un instante. Maggie se apartó de la mesa y regresó a la cocina.

Se sentía como una esposa, cocinando para él. Era imperdonable, pero cierto. En ocasiones había tejido fantasías con eso.

Eric devoró dos waffles y cuatro tiras de panceta y tomó cuatro tazas de café, mientras Maggie, sentada frente a él con su bata rosada, trataba de no mirarle la boca cada vez que hablaba.

– Así que salías con mi madre -comentó Katy mientras Eric comía.

– Aja.

– Y fueron juntos al baile de graduación.

– Sí. Con Brookie y Arnie.

– Oí hablar de Brookie, pero ¿quién es Arnie?

– Un amigo mío de la secundaria. Éramos parte de un grupo que siempre andaba junto.

– ¿Los que una vez incendiaron un granero?

La mirada sorprendida de Eric se posó en Maggie.

– ¿Le contaste eso?

Maggie miró boquiabierta a su hija.

– ¿Cuándo te conté eso?

– Una vez, cuando era niña.

– No recuerdo habérselo contado -confesó Maggie a Eric.

– Fue un accidente -explicó Eric-. Alguien debió de dejar caer una colilla, pero no vayas a creer que éramos una bandita del destructores. No era así. Hacíamos muchas cosas como inocente diversión. ¿Te contó alguna vez tu madre que llevábamos a las chicas a una casa abandonada y las hacíamos morirse de miedo?

– Y emborrachaban gatos.

– Maggie, yo nunca emborraché un gato. Fue Arnie.

– ¿Y quién disparó a la chimenea del gallinero del viejo Boelz? -preguntó Maggie, tratando de no sonreír.

– Bueno, es que… fue nada más que… -Eric hizo un ademán con el tenedor para descartar el incidente.

– ¿Y quién echó a rodar cincuenta tachos de crema cerca del tambo a la una de la madrugada y despertó a medio pueblo de Ephraim?

Eric rió y se atragantó con el café. Cuando terminó de toser, dijo:

– Diablos, Maggie, se supone que nadie tiene que saber eso.

Habían olvidado la presencia de Katy, y para cuando la recordaron, ella ya los había mirado con atención, escuchando el divertido intercambio con creciente interés. Cuando Eric terminó de comer, volvió a ponerse el enterizo y sonrió a Maggie.

– Eres buena cocinera. Gracias por el desayuno.

– De nada. Gracias por traer las cosas de Katy.

Eric apoyó una mano sobre el picaporte y dijo:

– Que tengas una feliz Navidad.

– Tú también.

Tarde, Eric se acordó de agregar:

– Tú también, Katy.

– Gracias.

Una vez que se hubo marchado, Katy se abalanzó sobre Maggie.

– ¡Mamá! ¿Qué pasa entre ustedes?

– Nada -declaró Maggie, volviéndose para llevar el plato de Eric a la pileta.

– ¿Nada? ¿Cuando sales corriendo al baño para peinarte y pintarte los labios? Vamos.

Maggie sintió que se ruborizaba y mantuvo el rostro apartado de Katy.

– Nos hemos hecho amigos de nuevo, y me estuvo ayudando a conseguir el permiso para la hostería, nada más.

– ¿Y qué fue eso acerca de las rosquillas?

Maggie se encogió de hombros y enjuagó un plato.

– Le encantan las rosquillas. Hace años que lo sé.

De pronto Katy estaba junto a ella, aferrándola del brazo y mirándola con atención.

– ¿Mamá, sientes algo por él, no es cierto?

– Es casado, Katy. -Maggie siguió enjuagando los platos.

– Lo sé. Ay, mamá, no irás a enamorarte de un hombre casado, ¿no? Es tan vulgar. Quiero decir, eres viuda y sabes cómo… bueno… ya sabes lo que quiero decir.

Maggie levantó la vista y frunció los labios.

– Y sabes lo que se dice de las viudas, ¿eso es lo que quieres decir?

– Bueno, se dicen cosas, lo sabes.

Maggie sintió rabia.

– ¿Qué cosas se dicen, Katy?

– Por Dios, mami, no es necesario que te enfurezcas.

– ¡Pues me parece que tengo derecho de hacerlo! ¿Cómo te atreves a acusarme…?

– No te acusé.

– Pues me pareció que lo hacías.

Katy, también, de pronto se enojó.

– Yo también tengo derecho a sentir cosas y después de todo, papá murió hace poco más de un año.

Maggie puso los ojos en blanco y masculló como si hablara con una tercera persona:

– No puedo creer lo que oigo.

– Mamá, vi cómo mirabas a ese hombre y ¡te ruborizaste!

Secándose las manos con una toalla, Maggie se volvió hacia su hija, fastidiada.

– Pues mira, para ser una jovencita que piensa trabajar en el campo de la psicología, tienes mucho que aprender sobre relaciones humanas y el manipuleo de sentimientos. Amé a tu padre, ¡no te atrevas nunca a acusarme de no haberlo amado! Pero él está muerto y yo estoy viva y si eligiera enamorarme de otro hombre o aun tener una aventura con uno, ¡de ningún modo me sentiría obligada a pedirte permiso antes! Ahora voy a subir a darme un baño y vestirme y mientras tanto, te agradecería que limpiaras la cocina. ¡Y mientras lo haces, quizá puedas decidir si me debes o no una disculpa!

Maggie abandonó la habitación, dejando a Katy boquiabierta, mirándola partir.

Su arrebato puso tensión al resto de la fiesta. Katy no se disculpó y, de allí en más, las dos se movieron por la casa con rígida formalidad. Cuando Maggie salió más tarde a palear la entrada, Katy no se ofreció para ayudar. Cuando Katy partió en una grúa para recuperar su coche, no se despidió. A la hora de la cena, hablaron sólo cuando era necesario y luego Katy hundió la nariz en un libro y la mantuvo allí hasta la hora de acostarse. Al día siguiente anunció que había cambiado su boleto de avión y que regresaría a Chicago el día después de Navidad y de allí volaría a Seattle.

Para cuando llegó la Nochebuena, Maggie sintió que la tención culminaba en un dolor que le subía desde los hombros hasta el cuello. Sumado a todo estaba el hecho de que Vera había accedido de mala gana a venir a su casa por primera vez.

Roy y ella llegaron a las cinco de la tarde de la Nochebuena y Vera entró quejándose y trayendo una gelatina moldeada sobre una fuente con tapa.

– Espero que no se haya arruinado. Usé el molde más alto, le dije a tu padre que tuviera cuidado en las curvas, pero cuando subíamos la colina la tapa se corrió y seguro que estropeó la crema. Espero que tengas lugar en tu heladera. -Se dirigió directamente allí, abrió la puerta y dio un paso atrás. -¡Dios Santo, qué desorden ¿Cómo haces para encontrar algo aquí dentro? Roy, ven a sostener a esto mientras trato de hacer lugar.

Roy obedeció.

Fastidiada por la actitud autocrática de su madre, la sumisión de Roy y el horrible estado de ánimo de la festividad en general, Maggie dio un paso adelante y ordenó:

– Katy, toma la gelatina de la abuela y llévala a la galería. Papá, puedes dejar los regalos en la sala. Hay un buen fuego allí y Katy te llevará una copa de vino mientras le muestro la casa a mamá.

El recorrido comenzó mal. Vera había querido que se reunieran en su casa en Nochebuena y como no se habían cumplido sus deseos, dejó bien en claro que estaba allí por obligación. Echó una mirada a la cocina y comentó con tono cáustico:

– Cielos, ¿para qué quieres esa vieja mesa de tu papá? Habría que haberla quemado hace años.

Y en el baño nuevo:

– ¿Para qué pusiste una de esas viejas bañeras con patas? Te arrepentirás cuando tengas que ponerte de rodillas para limpiar de bajo.

Y en la Habitación del Mirador, luego de preguntar con atrevimiento cuánto habían costado los muebles, declaró:

– Los pagaste demasiado caros.

En la sala, recién amoblada, hizo algunos comentarios positivos, pero fueron bochornosamente insulsos. Para cuando dejó a su madre con los demás, Maggie sentía que le corría TNT por las venas. Vera la encontró minutos después, en la cocina, cortando jamón con suficiente violencia como para rebanar la tabla de madera. Vera se acercó, con la copa de vino en la mano.

– Margaret, odio sacar a la luz algo desagradable en Nochebuena, pero soy tu madre, y si yo no te lo digo, ¿quién lo hará?

Maggie levantó la mirada, pensando con rabia: Te encanta sacar cosas desagradables a la luz en cualquier ocasión, mamá.

– ¿Decirme qué?

– Lo que está pasando entre tú y Eric Severson. La gente habla de ello, Margaret.

– No pasa nada entre Eric Severson y yo.

– Ya no vives en una gran ciudad y ahora eres viuda. Tienes que cuidar tu reputación.

Maggie comenzó a rebanar el jamón de nuevo. Con odio. Ésa era la segunda vez que había sido advertida sobre la reputación de las viudas por personas que supuestamente la querían.

– Dije que no pasa nada entre nosotros.

– ¿Llamas nada a flirtear en la calle principal? ¿A almorzar con él sobre un banco donde puede verte todo el pueblo? Margaret, creí que serías más sensata.

Maggie estaba tan furiosa que no se atrevía a hablar.

– Olvidas, querida -prosiguió Vera-, que estabas en mi casa la noche que te pasó a buscar para ir a esa reunión con la junta. Vi cómo te vestiste y cómo te comportaste cuando llegó a la puerta. Traté de advertirte entonces, pero…

– Pero esperaste hasta Nochebuena, ¿no es así, mamá? -Maggiedejó de cortar el jamón para fulminar a su madre con la mirada.

– No tienes por qué enojarte conmigo. Sencillamente estoy tratando de advertirte que la gente habla.

– ¡Pues déjala que hable!

– Dicen que vieron su camioneta delante de tu casa y que los vieron desayunar juntos en Bahía Sturgeon. ¡Y ahora Katy me cuenta que vino aquí durante la tormenta de nieve con su trineo!

Maggie arrojó el cuchillo sobre la tabla y levantó las manos, exasperada.

– ¡Pero carajo! ¡Me ofreció la camioneta para traer los muebles!

– No me gusta que me hables así, Margaret.

– ¡Y rescató a Katy! ¡Lo sabes perfectamente!

Vera respiró con ruido y arqueó una ceja.

– Francamente, prefiero no oír los detalles. Recuerda solamente que ya no eres una adolescente y que la gente tiene mucha memoria. No han olvidado que tú y él salían juntos cuando estaban en la secundaria.

– ¿Y qué?

Vera se acercó más.

– Tiene esposa, Margaret.

– Lo sé.

– Y ella no está en toda la semana.

– También lo sé.

Luego de un instante de vacilación, Vera se irguió y dijo:

– No te importa, ¿verdad?

– No, los chismes malévolos no me importan. -Maggie comenzó a colocar las tajadas de jamón sobre una fuente. -Es un amigo, nada más. Y si la gente quiere inventar algo a partir de eso, no tiene nada en sus vidas de qué ocuparse. -Echó una mirada desafiante a Vera. -¡Me refiero a ti, mamá!

Los hombros de Vera se encorvaron.

– ¡Ay, Margaret, estoy tan desilusionada contigo!

De pie ante su madre, con la fuente de jamón navideño en las manos, Maggie sentía también una profunda desilusión. Abandonó su antagonismo y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Sí, lo sé, mamá -respondió con resignación-. Parece que no puedo hacer nada que te agrade. Siempre fue igual.

Sólo cuando por fin extrajo lágrimas, Vera se adelantó y puso una mano sobre el hombro de Maggie.

– Maggie, sabes que lo único que me preocupa es tu felicidad.

¿Cuándo se había preocupado Vera por la felicidad de alguien? ¿Qué tenía esa mujer en su interior? Verdaderamente parecía incapaz de tolerar la felicidad de los demás. ¿Pero por qué? ¿Porque ella misma era tan infeliz? ¿Porque a través de los años había hecho que su marido se alejara emocional y físicamente de ella hasta el punto en que prácticamente vivían vidas separadas, ella en la casa y él en el garaje? ¿O eran celos, como Maggie había sospechado muchas veces? ¿Sentiría su madre celos de su matrimonio feliz con Phillip? ¿De su carrera? ¿De su modo de vida? ¿Del dinero que había recibido luego de la muerte de Phillip y de la independencia que había traído ese dinero? ¿De esa casa? ¿Era Vera tan mezquina que se resentía por el hecho de que su hija pudiera tener algo mejor que ella? ¿O se trataba sólo de su incesante necesidad de dar órdenes y ser obedecida?

Fuera cual fuere la razón, la conversación en la cocina arrojó un manto sombrío sobre el resto de la velada. Comieron deseando terminar de una vez. Abrieron los regalos con animosidad debajo de la capa de cortesía. Cuando se despidieron, Vera y Maggie levantaron el rostro pero no llegaron a tocarse.

El Día de Navidad, Maggie aceptó una invitación a casa de Brookie, pero Katy dijo que no tenía ganas de estar con un grupo de desconocidos y fue sola a casa de Vera y Roy.

Al día siguiente, un vez que terminaron de cargar el coche de Katy, Maggie subió la cuesta junto a su hija.

– Katy, lamento que haya sido una Navidad tan fea.

– Sí… bueno…

– Y lamento que nos hayamos peleado.

– Yo también, pero mamá, por favor, no vuelvas a verlo.

– Ya te dije que no hay nada entre nosotros.

– Pero oí lo que dijo la abuela en Nochebuena. Y tengo ojos. Vi lo buen mozo que es y cómo se miraban y lo bien que lo pasan juntos. Podría suceder, mamá, lo sabes.

– Pero no sucederá.


Durante los días aburridos y tristes que siguieron a la Navidad, Maggie mantuvo esa promesa firme en su mente. Se concentró nuevamente en la casa y en sus negocios, lanzándose de lleno a los preparativos para la primavera. Empapeló más paredes, fue a dos subastas, encargó una cama de hierro en la casa Spiegel, compró por correo cubrecamas y alfombras. Vino el inspector estatal de salud e inspeccionó los baños, el lavavajilla, la despensa y el lavadero. El inspector de incendios también vino e inspeccionó la caldera, los hogares, las alarmas y salidas de emergencia. Le llegó la licencia oficial para abrir la hostería y Maggie la enmarcó y la colgó en la sala, sobre el escritorio donde se registrarían sus huéspedes. Recibió catálogos de primavera de proveedores y encargó frazadas, sábanas y toallas a la Proveeduría Hotelera Norteamericana; viajó a Bahía Sturgeon y abrió una cuenta corriente en el almacén Warner, que le suministraría jabón, papel higiénico, vasitos descartables y artículos de limpieza. Buscó en libros recelas de panecillos de maíz y panes rápidos, las probó y comió sola o con Brookie, que pasaba con frecuencia cuando iba al poblado. O con Roy, que se había tomado la costumbre de almorzar con ella por lo menos dos veces por semana.

Con la mente y las manos ocupadas, le resultaba fácil exorcizar imágenes de Eric Severson. Con frecuencia, no obstante, cuando se detenía entre tareas a tomar una taza de té se descubría inmóvil mirando por la ventana y viendo el rostro de él en la nieve. Por la noche, en esos vulnerables momentos anteriores al sueño, se le aparecía de nuevo y Maggie recordaba la oleada de emoción que sintió al verlo en la puerta, la vertiginosa sensación de estar en sus brazos y sentir la mano de él sobre su espalda.

Entonces recordaba la advertencia de Katy, se acorrucaba en la cama y alejaba las imágenes de su mente.

Mark Brodie la invitó a su restaurante la noche de fin de año, pero Maggie fue en cambio a una fiesta en casa de Brookie, donde conoció a una docena de personas, jugó a la canasta, comió tacos, bebió margaritas, se quedó a dormir y pasó gran parte del día siguiente.

Durante la segunda semana de enero, Mark la invitó a una galería de arte en Bahía Green. Nuevamente rechazó la invitación y tampoco fue al desayuno mensual de la Cámara de Comercio, temerosa de ver a Mark o a Eric allí.

Luego una noche de la tercera semana de enero, cuando estaba sentada a la mesa de la cocina con su buzo rojo de Pepsi diseñando un folleto sobre la hostería, alguien golpeó a la puerta.

Maggie encendió la luz de afuera, corrió la cortina y se encontró cara a cara con Eric Severson.

Dejó caer la cortina y abrió la puerta. Nada de sonrisas esta vez, ni de júbilo ilimitado. Sólo una mujer reservada con la vista levantada hacia el rostro de un hombre preocupado, esperando con la mano en el picaporte.

Se tomaron quince silenciosos y cargados segundos para mirarse a los ojos antes de que él dijera:

– Hola. -Con resignación, como si el estar allí fuera el resultado de una batalla perdida consigo mismo.

– Hola -respondió Maggie, sin hacer ningún movimiento para dejarlo pasar.

Eric la estudió con ojos sombríos, vio el enorme buzo rojo y lospantalones de algodón, los pies descalzos con medias, el pelo atado en una colita al costado de la cabeza, con mechones que se separaban de ella como fuegos artificiales. Se había mantenido alejado de Maggie con deliberación, para darse tiempo para ordenar sus sentimientos y darle la misma oportunidad. Culpa, anhelo, temor y esperanza. Suponía que ella había pasado por lo mismo y había anticipado esa fría compostura, esa forzada indiferencia tan similar a la suya.

– ¿Puedo pasar?

– No -respondió Maggie, sin moverse de la puerta.

– ¿Por qué? -preguntó él en voz baja.

Maggie quería dejar caer los hombros, hacerse un ovillo, llorar. En lugar de hacerlo, respondió con firmeza:

– Porque eres casado.

Eric hundió el mentón contra el pecho y cerró los ojos. Se quedó inmóvil durante una eternidad mientras ella esperaba que se marchara, que la liberara de ese cepo de culpa en el que estaba atrapada desde que su hija y su madre la habían acusado. Que se fuera más allá de toda tentación, de todo recuerdo, si fuera posible.

Esperó. Y esperó.

Por fin Eric respiró hondo y levantó la cabeza. Tenía los ojos preocupados, la boca curvada hacia abajo. Su pose era tan familiar: los pies plantados con firmeza, las manos en los bolsillos de la campera de aviador, el cuello levantado.

– Necesito hablarte, por favor. En la cocina. Tú de un lado de la mesa y yo del otro. Por favor, Maggie.

Maggie dirigió una mirada a la camioneta de Eric, estacionada sobre la cuesta en una hondonada entre montículos de nieve, con su nombre y número telefónico pintados en la puerta, visibles como el titular de un periódico.

– ¿Eres consciente de que te podría decir con exactitud cuántos días y horas han pasado desde que estuviste aquí por última vez? No me estás ayudando a que esto sea fácil para mí.

– Cuatro semanas, dos días y diez horas. ¿Y quién dijo que sería fácil?

Maggie se estremeció involuntariamente, como si él la hubiera tocado, respiró hondo y se frotó los brazos.

– Me es difícil manejar el hecho de que estemos hablando sobre… sobre esto. -Levantó las manos y luego volvió a sujetarse los brazos. -Ni siquiera sé cómo llamarlo… ¿Qué estamos haciendo, Eric?

– Creo que los dos sabemos lo que estamos haciendo, los dos sabemos cómo se llama y no sé qué te pasa a ti, pero a mí me tiene aterrado, Maggie.

Ella estaba temblando por dentro y congelándose por fuera: la temperatura era de cinco grados bajo cero y no podían quedarse en la puerta para siempre. Dando un paso atrás, cedió ante la abrumadora fuerza de gravedad que él ejercía sobre ella.

– Pasa.

Una vez que le concedió el permiso, Eric vaciló.

– ¿Estás segura, Maggie?

– Sí, pasa -repitió ella-. Creo que los dos necesitamos hablar.

Eric la siguió adentro, cerró la puerta, se quitó la campera, la colgó del respaldo de una silla y se sentó, con la misma expresión de cansada resignación con la que había llegado. Maggie se puso a preparar café sin preguntarle si quería -sabía que era así- y una tetera fresca para ella.

¿Qué estabas haciendo? -preguntó Eric, echando una mi-lada a las reglas, papeles y libros desparramados sobre la mesa.

– Diseñando un aviso para el folleto de la Cámara de Comercio.

Eric giró el trabajo de Maggie hacia su lado y estudió las letras y rebordes prolijos, el boceto con tinta de la Casa Harding vista desde el lago. Se sentía vacío, perdido y muy inseguro.

– No viniste al último desayuno. -Olvidó el papel que tenía en la mano y siguió a Maggie con la mirada mientras ella se movía a lo largo de la mesada, abriendo el agua, preparando el café.

– No.

– ¿Eso significa que tratabas de no verme?

– Sí.

Así que él tenía razón. Había estado pasando por el mismo infierno que él.

Maggie encendió la hornalla bajo la cafetera y regresó a la mesa para hacer a un lado sus papeles, cuidando de mantenerse bien lejos de Eric. Puso panecillos de maíz en un plato, buscó manteca y un cuchillo y los llevó a la mesa, bajó una tacita y un plato, llenó la azucarera y llevó todo eso, también, a la mesa. El café comenzó a filtrarse y Maggie bajó el fuego de la hornalla. Al terminar su trabajo, se volvió para ver que Eric seguía observándola, atormentado.

Por fin fue a sentarse, entrelazó los dedos sobre la mesa, y lo miró de frente.

– ¿Y cómo pasaste la Navidad? -preguntó.

– Pésimamente. ¿Y tú?

– Pésimamente, también.

– ¿Quieres contármela tú primero?

– Está bien. -Maggie respiró hondo, juntó las uñas de los dos pulgares y habló sin retaceos. -Mi madre y mi hija me acusaron de tener una aventura contigo, y después de un par de discusiones horribles, ambas se marcharon de aquí muy enojadas conmigo. No las he visto desde entonces.

– ¡Ay, Maggie, lo lamento! -Le tomó las manos sobre la mesa.

– Pues no lo lamentes. -Maggie retiró sus manos. -Las peleas fueron menos por tu causa que por el hecho de que me estoy independizando de ellas. A ninguna de las dos le agrada. En realidad, estoy empezando a darme cuenta de que a mi madre no le gusta nada de mí, mucho menos que sea feliz. Es una persona muy mezquina y poco a poco estoy comenzando a superar la culpa que siento al pensar eso. Y en cuanto a Katy… bueno, todavía no superó la muerte de su padre y está pasando por una etapa de egoísmo. Ya se repondrá. Bueno, cuéntame de tu Navidad. ¿Le gustó a Nancy el anillo?

– Le encantó.

– ¿Qué fue lo que salió mal, entonces?

– Todo. Nada. Cielos, no lo sé. -Eric se llevó una mano a la nuca y luego echó la cabeza hacia atrás, hasta el límite; cerró los ojos y respiró hondo, soltando después el aire muy despacio. En forma abrupta abandonó esa posición, apoyó los antebrazos sobre la mesa y miró a Maggie. -Lo que sucede es que se me está desmoronando todo en la mente, todo mi matrimonio, mi relación con ella, el futuro. No tiene ningún sentido. Miro a Barb y a Mike y pienso así debería ser. Pero no lo es y ahora se que no lo será nunca.

La miró en silencio, con líneas de preocupación alrededor de los ojos y de la boca. Sobre la cocina, el café se filtraba y el aroma llenaba la habitación, pero ninguno de los dos lo notó. Estaban sentados frente a frente, mirándose a los ojos, dándose cuenta de que su relación estaba tomando un rumbo irreversible. A los dos los asustaba la idea de cómo sacudiría sus vidas y las de los demás.

– Ya no siento nada por ella -admitió Eric en voz baja.

De modo que es así como sucede, pensó Maggie, es así cómo se derrumba un matrimonio y comienza un romance. Consternada, se puso de pie y apagó las hornallas, echó agua dentro de la tetera y llenó la taza de Eric con café. Cuando Maggie volvió a sentarse, Eric se quedó mirando la taza largo rato antes de levantar la vista.

– Tengo que preguntarte algo -dijo.

– Hazlo.

– ¿Qué fue eso en la puerta la noche que traje a Katy?

Maggie sintió calor en el pecho al recordar que había sido ella la que había roto el tabú.

– Un error -respondió -y lo siento. No… no tenía derecho de abrazarte.

Con los ojos fijos en los de ella, Eric comentó:

– Qué curioso, sentí que sí lo tenías.

– Estaba cansada y me había preocupado tanto por Katy y luegotú me la trajiste sana y salva y me sentí muy agradecida.

– ¿Agradecida? ¿Nada más?

Atrapada en la mirada de él, Maggie sintió que los cimientos de su resolución se desmoronaban.

– ¿Qué quieres que diga?

– Quiero que digas lo que comenzaste a decir cuando entré hace unos minutos, que estamos hablando del hecho de que nos hemos enamorado.

El impacto la recorrió como una corriente eléctrica, dejándola aturdida, mirándolo con el pecho cerrado y el corazón al galope.

– ¿Enamorado?

– Ya lo hemos vivido juntos una vez. Deberíamos ser expertos en reconocer el sentimiento.

– Pensé que hablábamos de… de una aventura.

– ¿Una aventura? ¿Es eso lo que quieres?

– No quiero nada. Es decir, yo… -De pronto se cubrió el rostro con las manos, apretando los codos contra la mesa. -¡ Ay Dios!, ésta es una conversación de lo más extraña.

– Estás asustada, Maggie, ¿no es así?

Ella deslizó las manos hacia abajo para poder mirarlo, pero la nariz y la boca quedaron ocultas. ¿Asustada? Estaba aterrada. Movió la cabeza en señal de afirmación.

– Pésimamente. ¿Y tú?

– Yo también, te lo dije.

Maggie se aferró a la taza de té; necesitaba tenerse de algo.

– ¡Es todo tan… tan civilizado! Estar sentados aquí hablando deltlema como si no involucrara a nadie más. Pero hay otras personas metidas y me siento terriblemente culpable aun a pesar de que no hemos hecho nada.

– ¿Quieres algo de qué sentirte culpable? Tengo varias cositas en la mente.

– Eric, no bromees -lo regaño ella, para ocultar el hecho de que estallaba de deseo y que ésa era la peor confrontación a la que había sido sometida jamás.

– ¿Crees que no es serio? Mira cómo tiemblo. -Extendió una mano temblorosa. Luego se aferró los muslos. -Me llevó casi cinco semanas volver aquí y no sabía qué venía a hacer. Deberías haberme visto hace una hora, duchándome, afeitándome y eligiendo una camisa como si fuera a hacer la corte, pero eso no lo puedo hacer ¿no?

»Y la otra alternativa me vuelve menos que honorable, de modo que aquí estoy, sentado, hablando de lo que pasa… por Dios, Maggie mírame así sé lo que piensas.

Ella levantó el rostro, sonrojado hasta la raíz del pelo, y se topó con esos ojos azules, tan azules, que seguían preocupados como antes. Dijo lo que sabía que debía decir.

– Pienso que lo adecuado sería que te pidiera que te marcharas.

– Si me lo pidieras, lo haría. Lo sabes, ¿no es cierto?

Los brazos de ambos descansaban sobre la mesa, con las puntas de los dedos a centímetros de distancia. Eric bajó la vista a la mano de Maggie, luego se la tomó con suavidad: la mano derecha de Maggie, con la alianza matrimonial. Pasó el pulgar sobre el anillo, y sobre los nudillos de Maggie, luego volvió a levantar la mirada.

– Quiero que sepas que esto no es algo que tengo la costumbre de hacer. Ese abrazo hace cinco semanas fue lo más cerca que estuve de serle infiel a Nancy en mi vida.

Maggie era humana; se lo había preguntado. Y porque lo había hecho, se sintió culpable y bajó la vista hacia las manos entrelazadas.

– Déjame decir esto una vez, luego nunca más. -Eric habló con solemnidad. -Te pido perdón, Maggie. Por el dolor que esto te pueda causar, te pido perdón.

Se inclinó y le besó la palma de la mano, con un beso largo y tierno que lo mantuvo inclinado como si aguardara una bendición. Maggie lo recordó a los diecisiete años, expresándose con frecuencia en formas tiernas y cariñosas como ésa, y sintió lástima por la mujer que lo conocía tan poco que de algún modo no había podido llegar a encontrar esta riqueza de emociones. Con la mano libre le acarició la cabeza, el pelo que se había oscurecido a un dorado bruñido desde la última vez que lo había tocado.

– Eric -dijo en voz muy baja.

Él levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.

– Ven… por favor -susurró Maggie.

Eric abandonó la silla y dio la vuelta a la mesa, sin soltarle la mano. Maggie se puso de pie cuando llegó hasta ella y levantó la vista hacia su rostro. Él tenía razón: habían comenzado a enamorarse meses atrás.

Apoyó las manos sobre el pecho de Eric y levantó el rostro en el momento en que el de él descendía, luego los labios suaves y entreabiertos de Eric tocaron los suyos. Ah, ese beso largamente esperado, frágil como un pimpollo, exquisito en su deliberada reserva. Lo cargaron de los tiernos recuerdos de las primeras veces, de sus temerosas exploraciones mutuas en años pasados y de una noche en el huerto de Easley. Dejaron que el pimpollo se abriera lentamente, que la emoción creciera hasta que sus labios se abrieron más y sus lenguas se encontraron.

Luego de un tiempo Eric levantó la cabeza y se miraron; lo leyeron el uno en los ojos del otro: esto no va a ser una simple aventura, aquí están involucrados los corazones.

Sus párpados comenzaron a cerrarse antes de que sus bocas se unieran por segunda vez. En un movimiento, Eric la apretó contra sí y Maggie le rodeó el cuello con los brazos. El beso se volvió profundo, apasionado, con sabor a recuerdos, una entrega mutua sin condiciones. Sus lenguas se encontraron y dieron la bienvenida al nuevo fervor. Se abrazaron con fuerza; las manos de Eric acariciaron la espalda de Maggie, las de ella, los hombros masculinos. Cuando por fin se separaron, tenían la boca húmeda y la respiración agitada.

– Ah, Maggie, he pensado en esto.

– Yo también.

– La noche que traje a Katy… deseé besarte entonces.

– Esa noche en la cama, me preocupé tanto por ti en esa tormenta… alejándote de mí… y lamenté no haberte besado. Pensé: ¿Y si mueres sin saber lo que siento?

Eric le besó el cuello, la mandíbula.

– Ay, Maggie, no tenías que preocuparte.

– Es que una mujer se preocupa cuando siente amor.

Él le besó la boca, esa boca tibia, móvil, que aguardaba el beso con fervor. La pasión creció, elevándolos en una ola de sensaciones que pusieron en movimiento sus manos y los hicieron desear más. Se saborearon y exploraron, con labios húmedos, suaves e impacientes. Eric le mordió el labio inferior, se lo lamió y susurró dentro de la boca de ella.

– Tienes el mismo sabor que recordaba.

– ¿Qué sabor?

Él se apartó y le sonrió dentro de los ojos.

– Sabor al huerto de Easley cuando florecen los manzanos.

Maggie sonrió.

– Lo recordabas.

– Claro que lo recordaba.

Golpeada de pronto por una ola de felicidad, Maggie se acurrucó contra él, apretándose donde mejor cabía: la cara contra su cuello, los brazos alrededor de su tronco, los pechos apretados contra su cuerpo, dándose permiso para disfrutar de estar por fin en contacto pleno con Eric.

– ¡Éramos tan jóvenes, Eric!

– Y me dolió tanto dejarte. -Las manos de él le recorrieron la espalda y treparon debajo del buzo, abriéndose sobre su piel tibia.

– Pensaba que con el tiempo nos casaríamos.

– Yo también.

– Y cuando no fue así, pasaron los años y creí haberte olvidado por completo. Luego, cuando volví a verte fue como recibir un puntapié en el estómago. Sencillamente no estaba preparado.

– Yo tampoco.

Maggie sintió la necesidad de verle el rostro. Tenía que vérselo. Se echó hacia atrás, apoyada contra las caderas de él.

– Es asombroso, ¿no?

– Sí, asombroso. -Fue entonces que Eric le tocó los senos mientras sus ojos se comunicaban todo lo que sentían; apoyada contra él, Maggie sintió la dureza de su deseo. Bajo el enorme buzo, Eric le desabrochó el sostén, le pasó las manos por las costillas y la tomó en su mano. Ambos pechos a la vez… tibios y erectos. La acarició con suavidad… con amor… sin dejar de mirarla a los ojos.

Maggie entreabrió los labios y cerró los ojos.

Era primavera otra vez y ellos eran jóvenes y atrevidos y él la había pasado a buscar con el auto lleno de flores de manzano y las mismas maravillosas sensaciones y deseos que sintieron entonces, las volvían a sentir ahora. Maggie se meció, flexible, bajo las caricias de él y sonrió con los ojos todavía cerrados. De su garganta brotó un sonido de gozo, que no era ni un gemido ni una palabra, sino una mezcla de ambos.

Eric se inclinó sobre una rodilla y ella se levantó el buzo, mirando desde arriba cómo la boca tibia y húmeda de él se abría sobro su piel, renovando los recuerdos. Eric movió la cabeza, acariciando la con la lengua, luego mordiéndola con suavidad. Maggie contuvo una exclamación y contrajo los músculos abdominales.

Eric apoyó el rostro contra el esternón desnudo de ella y dejó una marca de fuego con la lengua.

– ¡Mmm, qué bien sabes!

– ¡Mmm, qué bien me siento! Ha pasado tanto tiempo y he echado esto de menos.

Eric pasó a su otro pecho, lo lavó como había hecho con el primero, luego lo frotó con su pelo. Maggie le acunó la cabeza, dejándose flotar en sensaciones. Al cabo de un tiempo, Eric levantó la cabeza y dijo con voz ronca:

– Maggie Mía, creo que estamos justo delante de tus cortinas de encaje y no es mucho lo que ocultan.

Maggie le apoyó las manos sobre las mandíbulas y lo instó a levantarse.

– Entonces ven conmigo a la cama que compramos juntos. He deseado tenerte allí desde la noche que me la armaste.

Eric se puso de pie con un crujido de rodillas y la apretó firmemente contra su costado. Abrazados, apagaron la luz de la cocina y subieron la escalera, contradiciendo con sus pasos lentos la excitación que los recorría.

En la Habitación del Mirador, Maggie encendió la luz de mesa de noche. La sombra de la pantalla con borde de seda oscilaba contra la pared cuando se volvió para encontrarlo detrás de ella. Eric la tomó de las caderas, la llevó contra él y preguntó:

– ¿Estás nerviosa?

– Me muero.

– Yo también.

Sonriendo, la soltó y comenzó a desabotonarse la camisa azul claro, sacándola fuera de los jeans. Cuando Maggie fue a quitarse el buzo, Eric le tomó la mano.

– Espera. -Sonrió en forma encantadora. -¿Podría hacerlo yo? Creo que nunca lo hice, salvo a los manotazos en la oscuridad.

– Lo hiciste en el Maiy Deare el día después de la graduación, y no estaba oscuro ni manoteaste.

– ¿De veras?

– Sí, y a decir verdad, lo hiciste bastante bien.

Eric esbozó una sonrisa torcida y extendió las manos, al tiempo que murmuraba:

– Déjame refrescarme la memoria.

Deslizó el abolsado buzo por encima de la cabeza de Maggie, arrastrando el sostén junto con él y los arrojó a un lado, contemplando a Maggie en la luz tenue de la lámpara.

– Eres hermosa, Maggie. -Pasó los nudillos contra los lados de sus pechos, luego sobre los pezones erguidos.

– No, en absoluto.

– Sí, eres hermosa. Lo pensaba en aquel entonces y ahora también lo pienso.

– No has cambiado, ¿lo sabes? Siempre tuviste un modo de decir y hacer cosas dulces, tiernas, como abajo cuando me besaste la mano y ahora cuando me acariciaste como si…

– ¿Como si…? -Sus caricias delicadas le ponían piel de gallina en las piernas.

– Como si fuera de porcelana.

– La porcelana es fría -murmuró Eric, tomando los pechos de ella en sus manos grandes-. Tú eres tibia. Quítame la camisa, Maggie, por favor.

Qué placer embriagador fue quitarle la camisa azul, luego la camiseta blanca que llevaba debajo, tironeando para sacársela sobre la cabeza, despeinándolo aún más. Cuando quedó desnudo hasta la cintura, Maggie sostuvo la ropa de él como un nido en sus manos, hundió el rostro contra ella, respirando su aroma, reviviendo otro recuerdo.

Eric le acarició la cabeza, emocionado por el simple gesto.

– Tienes el mismo olor. Uno no olvida los olores.

Luego fue el turno del cinturón. Maggie le había quitado el cinturón a otro hombre innumerables veces durante los años de su matrimonio, pero había olvidado el impacto de hacerlo en forma ilícita. Al poner las manos en la cintura de Eric, sintió calor por todo el cuerpo. Le abrió la hebilla y el pesado broche a presión, observando sus ojos mientras apoyaba su mano plana sobre él y lo acariciaba por primera vez a través del gastado vaquero. Tela suave y gastada sobre virilidad dura y tibia. La primera caricia hizo que Eric cerrara los ojos. La segunda, lo hizo apretarse contra ella y pasarle las manos por la espalda, deslizando las palmas dentro de los abolsados pantalones rojos.

– Tienes un lunar -susurró, llevando una palma tibia al abdomen de Maggie -. Justo… aquí.

Ella sonrió.

– ¿Cómo es posible que lo hayas recordado?

– Siempre quise besarlo, pero era demasiado cobarde.

Maggie le bajó el cierre de los vaqueros y murmuró contra sus labios:

– Bésalo ahora.

Terminaron de desvestirse mutuamente con mucha prisa. Ese primer instante de desnudez pudo haber sido tenso, pero Eric desplazó la timidez tomándole las manos, abriéndole los brazos y contemplándola de la cabeza a los pies con toda tranquilidad.

– Oh… -la elogió en voz baja, mirándola a los ojos y sonriendo con aprobación.

– Sí… oh -replicó Maggie, admirándolo a su vez.

Eric le soltó las manos. Su expresión se tornó seria.

– No voy a agrandar la verdad diciendo que siempre te amé, pero te amaba entonces, te amo ahora y pienso que es importante decirlo antes de hacer esto.

– ¡Ay, Eric -suspiró Maggie -, yo también te amo. Traté con todas mis fuerzas de no amarte, pero no pude.

Eric la levantó tomándola bajo las rodillas y los brazos y la tendió sobre la cama, acariciándole los sitios que le había acariciado años atrás: los pechos, las caderas y el tibio y húmedo interior. Ella también lo acarició, observándolo en la tenue luz, haciéndolo temblar y sentirse fuerte y un instante después, débil. Eric le besó todas las partes que no se había atrevido a besarle en aquellos días de juventud, a lo largo de las costillas y las extremidades, teñidas de dorado en la penumbra. Maggie yacía flexible bajo sus manos.

Luego ella le recorrió el cuerpo con los labios, disfrutando de la textura de su piel y de sus reacciones. Cada instante que pasaba ponía a prueba la paciencia de ambos.

Una vez que llegaron al límite del deseo, Eric se irguió sobre ella y preguntó:

– ¿Tenemos que cuidarnos de que no quedes embarazada?

– No.

– ¿Estás segura, Maggie?

– Tengo cuarenta años, y por fortuna para ambos, estoy más allá de ese problema.

Su unión fue lenta y suave, un encuentro de espíritus como de cuerpos. Él se tomó tiempo para penetrarla, disfrutando del prolongado placer. Cuando por fin estuvieron unidos, se quedaron inmóviles, haciendo del momento una plegaria.

Después de tantos años, amantes otra vez.

Qué deliciosamente bien se amalgamaban el uno dentro del otro. Qué pasión los consumía.

Por un instante, Eric se echó hacia atrás y vio los ojos abiertos y brillantes de Maggie. Ella lo tomó de las caderas y lo puso en movimiento, suave y fuerte dentro de ella. Eric le tomó las manos y se las presionó contra las sábanas mientras ella contemplaba su rostro.

– Estás sonriendo -susurró Eric.

– Tú también.

– ¿Qué estás pensando?

– Que tu espalda está más ancha.

– Tus caderas, también.

– Tuve un bebé.

– Ojalá fuera mío.

Al cabo de un rato Maggie atrajo la cabeza de Eric hacia ella y las sonrisas desaparecieron alejadas por la maravillosa embestida de la sensualidad. Compartieron momentos de pasión y ternura, luego Eric la abrazó con fuerza y rodó hacia un costado, llevándola con él. Cerró los ojos y se mantuvo profundamente hundido en ella.

– ¡Es tan hermoso! -dijo.

– Porque fuimos los primeros para el otro.

– Es como cerrar un círculo, como si fuera aquí donde debí estar todo el tiempo.

– ¿Te preguntaste cómo hubiera sido si nos hubiéramos casado como planeábamos?

– Todo el tiempo. ¿Y tú?

– Sí -admitió Maggie.

Eric la puso debajo de él y el ritmo se reanudó. Maggie contempló el pelo que le caía sobre la frente y los brazos fuertes que temblaban bajo el peso de su cuerpo. Se elevó para recibirlo, movimiento contra movimiento, y murmuró sonidos de placer que encontraron eco en él.

Él llegó al climax primero, y Maggie lo vio suceder en su rostro, lo vio cerrar los ojos, arquear el cuello y tensar los músculos; vio cómo aparecían gotas de sudor sobre su frente en el instante antes de que el maravilloso temblor lo sacudiera y desintegrara.

Cuando su cuerpo se calmó, Eric abrió los ojos, todavía inclinado sobre ella.

– Maggie, lo siento -susurró, como si hubiera un orden preestablecido.

– No lo sientas -murmuró ella, acariciándole la frente húmeda, las sienes. -Fue hermoso mirarte.

– ¿De veras?

– De veras. Además -añadió con franqueza-, ahora es mi turno.

Y lo fue.

Una vez.

Y otra.

Y otra.

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