Capítulo 1

En la habitación había una pequeña heladera repleta de jugos de manzana y gaseosas, un calentador eléctrico de dos hornallas, un fonógrafo, un círculo de confortables sillones gastados y un manchado pizarrón verde en el que se leía: TERAPIA DE ANGUSTIAS 14:00-15:00.

Maggie Stearn entró cinco minutos antes de la hora, colgó su impermeable y se sirvió un saquito de té y agua caliente. Lo movió dentro de una taza plástica y atravesó la habitación.

Al llegar a la ventana miró hacia abajo. El agua del canal, encrespada por los primeros monzones de agosto, tenía un aspecto sombrío y aceitoso. Los edificios de Seattle permanecían sólo en su memoria y el Canal Puget quedaba oculto bajo una gris cortina de lluvia. Un petrolero oxidado avanzaba con pesadez por el canal oscuro en dirección al océano. Las antenas y barandas de protección se ocultaban bajo el diluvio. Sobre la gastada cubierta, marinos mercantes parecían borrosos puntos amarillos, envueltos de la cabeza a los pies en trajes de goma.

Lluvia. Tanta lluvia, y todavía faltaba todo el invierno.

Suspiró, pensando en que debería pasarlo sola y se apartó de la ventana justo en el momento en que llegaban otros dos miembros del grupo.

– Hola, Maggie -dijeron al unísono desde la puerta: Diane, de treinta y seis años, cuyo marido había muerto de un derrame cerebral mientras buscaban almejas en la isla Whidbey con sus tres hijos; y Nelda, de sesenta y dos, que había perdido al suyo cuando éste cayó de un techo que estaba reparando.

Sin Diane y Nelda, Maggie no sabía cómo habría hecho para sobrevivir ese último año.

– Hola -respondió, sonriendo.

– ¿Qué tal salió la cita? -preguntó Diane, atravesando la habitación.

Maggie hizo una mueca.

– No me hables.

– ¿Tan mal te fue?

– ¿Cómo se hace para dejar de sentirse casada cuando ya no tienes marido? -Era una pregunta que todas estaban intentando responderse.

– Te comprendo -acotó Nelda-. Finalmente fui al bingo con George, lo recuerdan, ese hombre que conocí en mi iglesia. Durante toda la noche sentí que estaba engañando a Lou. ¡Y eso que sólo jugábamos al bingo!

Mientras intercambiaban comentarios, llegó un hombre delgado y de calvicie incipiente. Tendría unos cincuenta y siete años y vestía pantalones pinzados pasados de moda y un suéter decrépito que le colgaba del cuerpo huesudo.

– Hola, Cliff. -Las mujeres agrandaron el círculo para incluirlo.

Cliff hizo un movimiento con la cabeza. Era el miembro más nuevo del grupo. Su mujer había muerto al pasar un semáforo en rojo la primera vez que conducía luego de una operación de la carótida que la había dejado sin visión periférica.

– ¿Qué tal pasaste la semana? -le preguntó Maggie.

– Bueno… -La palabra brotó con un suspiro. Cliff se encogió de hombros, pero no dijo nada más.

Maggie le masajeó la espalda.

– Algunas semanas son mejores que otras. Lleva tiempo. -Más de una vez le habían masajeado la espalda a ella en esa habitación. Conocía el poder curativo del contacto con otro ser humano.

– ¿Y tú? -Nelda giró la conversación hacia Maggie. -Tu hija parte para la universidad esta semana ¿no es así?

– Ajá -respondió Maggie con fingido entusiasmo-. Faltan dos días.

– Yo pasé por lo mismo con tres de mis hijos. No dejes de llamarnos si te sientes mal ¿eh? Saldremos a ver un strip tease masculino o algo por el estilo.

Maggie rió. Nelda estaba tan lejos de ir a ver un nudista como de convertirse en una ella misma.

– Ya no sabría qué hacer con un hombre desnudo. -Todos rieron. Era más fácil bromear acerca de la falta de sexo en sus vidas que hacer algo al respecto.

Entró el doctor Feldstein, con una tablilla con papeles en una mano y un jarrito de café humeante en la otra. Hablaba con Claire, que había perdido a su hija de dieciséis años en un accidente de motocicleta. Luego de un intercambio de saludos, el doctor Feldstein cerró la puerta y se dirigió a su sillón favorito. Dejó el café sobre una mesita cercana.

– Al parecer, están todos. Comencemos.

Se sentaron y la conversación cesó. Eran un grupo de personas en vías de curarse que se preocupaban unas por otras y se querían.

Maggie se sentó en el sofá entre Cliff y Nelda; Diane, en el suelo sobre un mullido almohadón azul y Claire en un sillón a la derecha del doctor Feldstein.

Fue Maggie la que notó la ausencia. Echando una mirada alrededor, dijo:

– ¿No habría que esperar a Tammi? -Tammi era la más joven del grupo. Tenía apenas veinte años, era soltera, estaba embarazada. El padre del bebé la había abandonado y la joven luchaba por sobreponerse a la reciente pérdida de sus padres. Era la mimada de todos, una hija para los integrantes del grupo.

El doctor Feldstein dejó la tablilla en el suelo y respondió:

– Tammi no vendrá.

Todos los ojos se fijaron en él, pero nadie preguntó nada. El doctor Feldstein apoyó los codos sobre los brazos de madera de su sillón y entrelazó las manos sobre el estómago.

– Tammi tomó una sobredosis de somníferos hace dos días y todavía está en terapia intensiva. Hoy vamos a trabajar sobre eso.

El impacto los golpeó con toda su fuerza, dejándolos aturdidos y mudos. Maggie lo sintió estallar como una bomba en su estómago y extendérsele hacia las extremidades. Se quedó mirando al médico de rostro alargado e inteligente, nariz algo aguileña, labios llenos y tupida barba negra. Los ojos de él se posaron sobre cada miembro del grupo; eran ojos astutos que esperaban la reacción.

Maggie por fin rompió el silencio para preguntar lo que lodos querían saber.

– ¿Se salvará?

– Todavía no lo sabemos. Se produjo una intoxicación con Tylenol, de modo que el cuadro es muy delicado.

Desde afuera llegó el sonido de una sirena en el canal. Adentro, el grupo seguía inmóvil. Las lágrimas comenzaron a aflorar.

Claire se puso de pie de un salto y corrió a la ventana; golpeó el antepecho con ambos puños.

– ¡Carajo! ¿Por qué lo hizo?

– ¿Por qué no nos llamó? -preguntó Maggie-. Podríamos haberla ayudado.

Habían luchado contra eso en otras ocasiones: la impotencia, la furia ante dicha impotencia. Cada una de las personas del círculo sentía lo mismo, pues un golpe para uno de ellos era un golpe para todos. Habían invertido tiempo y lágrimas los unos en los otros, se habían contado sus más íntimos sufrimientos y temores. Pensar en tanto esfuerzo tirado por la borda era como haber sido traicionados.

Cliff estaba inmóvil y parpadeaba con fuerza.

Diane respiró hondo y bajó la cabeza hacia las rodillas.

El doctor Feldstein buscó detrás de su silla una caja de pañuelos de papel que estaba sobre el fonógrafo y la puso sobre la mesa en el medio del círculo.

– Bien, comencemos por los hechos básicos -dijo con tono pragmático -. Si decidió no llamar a ninguno de nosotros, no hubo forma en que hubiéramos podido ayudarla.

– Pero ella es parle de nosotros -objetó Margaret, abriendo las manos -. Lo que quiero decir es que estamos luchando todos por lo mismo, ¿no? Y creíamos estar progresando.

– Y si ella pudo hacerlo, ninguno de ustedes está a salvo ¿no es así? -terminó el doctor Feldstein para luego responder a su propia pregunta: -¡Pues se equivocan! Esto es lo primero que quiero que se graben en la mente. Tammi hizo una elección. Cada uno de ustedes elige hacer cosas todos los días. Está bien que se sientan furiosos por lo que hizo, pero no está bien que se vean en el lugar de ella.

Hablaron sobre el tema, discutiendo con pasión y compasión, animándose más a medida que exteriorizaban sus sentimientos. La furia se convirtió en lástima y ésta en fervor renovado para hacer todo lo posible por mejorar sus propias vidas. Cuando todos se serenaron, el doctor Feldstein anunció:

– Vamos a hacer un ejercicio; creo que todos están preparados para hacerlo. Si no es así, díganlo y nadie hará preguntas. Pero para aquellos que deseen resolver esa impotencia que sienten por el intento de suicidio de Tammi, creo que servirá.

Se puso de píe y colocó una silla de madera en el centro de la habitación.

– Hoy vamos a decirle adiós a algo o a alguien que ha estado obstaculizando nuestra mejoría. A alguien que nos ha dejado a través de la muerte, o quizá de modo voluntario, o a algo que no hemos podido enfrentar. Podría ser un lugar al que no hemos podido ir, o un viejo rencor que hemos llevado adentro demasiado tiempo. Sea lo que fuere, lo vamos a poner en esa silla y le diremos adiós en voz alta. Y una vez que nos hayamos despedido, informaremos a esa persona o a esa cosa qué vamos a hacer para ser más felices. ¿Me comprenden todos? -Al no obtener respuesta, el doctor Feldstein agregó: -Yo seré el primero.

Se puso de pie delante de la silla vacía, abrió la boca y se pasó las palmas de la mano por la barba. Luego respiró hondo, miró el suelo, la silla y dijo:

– Voy a decir adiós de una vez por todas a mis cigarrillos. Renuncié a ustedes hace más de dos años, pero todavía me pongo la mano en el bolsillo de la chaqueta para buscarlos, así que hoy los coloco en esa silla y les digo adiós, cigarrillos Doral. En el futuro me haré más feliz abandonando el resentimiento que siento por haber dejado de fumar. Desde ahora, cada vez que busque en el bolsillo, en lugar de maldecir en silencio por encontrarlo vacío, voy a agradecerme a mí mismo el regalo que me he hecho, -Saludó la silla con la mano. -Adiós, cigarrillos Doral.

Regresó a su lugar y se sentó.

Las lágrimas habían desaparecido de los rostros. En su lugar había una franca introspección.

– ¿Claire? -preguntó el doctor Feldstein con suavidad.

Claire se quedó sentada un minuto, sin moverse. Nadie dijo una palabra. Por fin, se levantó y fue hasta la silla.

Al ver que no le salían las palabras, el doctor Feldstein preguntó:

– ¿Quién está en esa silla, Claire?

– Mi hija Jessica -logró mascullar ella.

Se secó las manos contra los muslos y tragó con fuerza. Todos aguardaron. Por fin comenzó:

– Te extraño muchísimo, Jess, pero después de esto ya no voy a dejar que ese sentimiento me controle la vida. Me quedan muchos años y necesito sentirme feliz para que tu padre y tu hermana puedan también sentirse felices. Y lo que voy a hacer es ir a casa, sacar tu ropa del placard y regalarla a los pobres. Así que me despido, Jess. -Se encaminó hacia su lugar, pero luego se volvió. -Ah, y también voy a perdonarte por no haberte puesto el casco ese día, porque sé que eso ha estado impidiendo que me mejore. -Levantó una mano. -Adiós, Jess.

Maggie sintió el ardor de lágrimas en los ojos y vio borrosamente cómo Claire se sentaba y Diane tomaba su lugar.

– La persona en la silla es mi marido, Tim. -Diane se secó los ojos con un pañuelo de papel. Abrió la boca, la cerró y se tomó la cabeza con una mano. -Es tan difícil -susurró.

– ¿Preferirías esperar? -preguntó el doctor Feldstein.

Ella volvió a secarse los ojos con obstinada determinación.

– No, quiero hacerlo. -Clavó la mirada en la silla, endureció la mandíbula y comenzó:

– He estado realmente furiosa contigo, Tim, por morir. Me refiero a que estuvimos juntos desde la secundaria y en mis planes había otros cincuenta años, ¿sabes? -El pañuelo fue a dar contra sus ojos otra vez. -Bueno, sólo quiero que sepas que ya no estoy enojada, porque quizá tú también planeabas otros cincuenta, así que… ¿qué derecho tengo? Y lo que voy a hacer para mejorarme es ir con los chicos a la cabaña de Whidbey este fin de semana. Han estado pidiéndomelo y yo siempre digo que no, pero ahora iré, porque si yo no me mejoro, ¿cómo mejorarán ellos? Así que adiós, Tim. Suerte, viejito.

Regresó apresuradamente a su lugar.

Todos los integrantes del círculo se secaron los ojos.

– ¿Cliff? -sugirió el doctor Feldstein.

– Prefiero pasar -susurró Cliff, con la mirada baja.

– Perfecto. ¿Nelda?

– Ya me despedí de Cari hace mucho tiempo -respondió Nelda -. Paso.

– ¿Maggie?

Maggie se puso de pie muy despacio y se acercó a la silla. Sobre ella estaba Phillip, con los cinco kilos de más que nunca pudo adelgazar luego de cumplir los treinta, los ojos verdes casi marrones y el pelo rubio demasiado largo (como había estado cuando tomó aquel avión) y el buzo de los Seahawks que siempre usaba. Ella todavía no lo había lavado. De tanto en tanto lo descolgaba de la percha y lo olía. Le producía terror renunciar a su dolor, terror de que cuando éste ya no estuviera no quedara nada y ella se convirtiera en una cáscara incapaz de sentir en absoluto. Apoyó una mano abierta sobre el travesaño superior de la silla y exhaló un suspiro tembloroso.

– Bueno, Phillip -comenzó a decir-. Ya pasó un año y ha llegado el momento. Creo que igual que Diane, siento rabia porque tomaste ese avión por un motivo tan tonto: una escapada a los casinos; tu afición por el juego era lo único que siempre me enfureció. No, mentira. También me enfureció que hubieras muerto justo cuando Katy estaba por terminar la secundaria y hubiéramos podido empezar a viajar más y disfrutar de nuestra libertad. Pero prometo que me sobrepondré y comenzaré a viajar sin ti. Pronto. También voy a dejar de considerar el dinero del seguro como dinero sucio, así podré disfrutarlo un poco más; y voy a intentar reanudar mis relaciones con mamá porque creo que voy a necesitarla ahora que Katy se va. -Dio un paso atrás y saludó con la mano. -Adiós, Phillip. Te amaba mucho.

Una vez que Maggie terminó se quedaron sentados largo tiempo en silencio. Por fin el doctor Feldstein preguntó:

– ¿Cómo se sienten? -Tardaron unos minutos en responder.

– Cansada -dijo Diane.

– Mejor -admitió Claire.

– Aliviada-dijo Maggie.

El doctor Feldstein les dio un momento para aclimatarse a esos sentimientos antes de inclinarse hacia adelante y hablar con su voz rica y resonante.

– Ahora todos esos sentimientos que han estado cargando tanto tiempo y que les han impedido sentirse mejor son cosas del pasado. Recuérdenlo. Pienso que sin ellos se sentirán más felices y más receptivos a pensamientos saludables.

Se echó hacia atrás en la silla.

– A pesar de todo esto, no va a ser una semana fácil. Van a preocuparse por Tammi, y la preocupación se traducirá en depresión, de modo que les daré otra receta para cuando eso suceda. Quiero que hagan lo siguiente: busquen a viejos amigos, cuanto más viejos mejor, amigos con los que han perdido contacto: llámenlos, escríbanles, traten de verlos.

– ¿Se refiere a amigos de la secundaria? -quiso saber Maggie.

– Claro. Hablen sobre los viejos tiempos, ríanse de las cosas ridículas que hacían cuando eran demasiado jóvenes para ser sensatos. Aquellos días representan una época de nuestras vidas en que la mayoría de nosotros carecía de preocupaciones. Lo único que teníamos que hacer era ir a la escuela, sacar notas más o menos pasables, quizá mantener algún empleo de pocas horas y divertirnos mucho. Al regresar al pasado, muchas veces podemos poner el presente en perspectiva. Traten de ver cómo se sienten. Luego trabajaremos sobre eso en nuestra próxima sesión. ¿De acuerdo?

La habitación se llenó de los suaves sonidos de movimiento que indicaban el final de la hora. Los miembros del grupo se desperezaban, se acomodaban en el extremo de las sillas y tiraban al cesto los mojados pañuelos de papel.

– Hoy cubrimos mucho terreno -dijo el doctor Feldstein al tiempo que se ponía de pie -. Creo que fue muy positivo.

Maggie fue hasta el ascensor con Nelda. Sentía más afinidad con ella que con los demás, puesto que sus situaciones eran las más parecidas. Nelda podía ser algo superficial y hueca a veces, pero tenía un corazón de oro y un sentido del humor a prueba de todo.

– ¿Te has mantenido en contacto con amigos de hace tanto tiempo? -preguntó Nelda.

– No, han pasado muchos años. ¿Y tú?

– Por Dios, querida, tengo sesenta y dos años. Ya ni siquiera estoy segura de encontrar a algunos de mis amigos con vida.

– ¿Piensas intentarlo?

– Es posible. Veré. -En el vestíbulo se detuvieron para preparar impermeables y paraguas. Nelda se despidió con un abrazo. -Recuerda lo que dije. Cuando se vaya tu hija, llámame.

– De acuerdo. Te prometo que lo haré.

Afuera la lluvia caía a torrentes, levantando diminutos géyseres en los charcos de la calle. Maggie abrió el paraguas y se dirigió a su automóvil. Cuando llegó al vehículo, tenía los pies mojados, el impermeable empapado y estaba aterida. Puso el motor en marcha y se quedó un minuto sentada con las manos cruzadas sobre las rodillas, viendo cómo se condensaba su aliento sobre los vidrios antes de que el desempañador lo secara.

Había sido una sesión particularmente agotadora. Tantas cosas en que pensar: Tammi, su adiós a Phillip, cómo iba a cumplir los propósitos que se había hecho, la partida de Katy. No había tenido ocasión de hablar de ello, pero se elevaba como sombra negra sobre todas las otras preocupaciones, amenazando con destruir cada pequeño logro obtenido en el año transcurrido.

El tiempo tampoco ayudaba. ¡Dios, cómo la cansaba la lluvia!

Pero Katy todavía estaba en casa y les quedaban dos cenas juntas. Quizás esa noche prepararía el plato preferido de su hija, tallarines con albóndigas, y luego encenderían fuego en el hogar y trazarían planes para la fiesta de Acción de Gracias, cuando Katy regresara por unos días.

Maggie encendió el limpiaparabrisas y tomó el camino de regreso a su casa, por el puente Montlake, que vibraba debajo de los neumáticos como el torno de un dentista, luego hacia el norte en dirección a Redmond. Cuando el automóvil empezó a subir las colinas, el penetrante aroma resinoso de los pinos entró por el sistema de ventilación. Maggie pasó junto a la entrada del Bear Creek Country Club, del que ella y Phillip habían sido socios por años. Desde su muerte, más de uno de los amigos casados le había hecho insinuaciones. El club había perdido atractivo para Maggie desde que él ya no estaba.

Al llegar a Lucken Lañe, se detuvo en la entrada de una casa de estilo campestre construida con madera de cedro y ladrillos a la vista, situada en la ladera de una colina boscosa; una casa de clase media con prolijos canteros de flores bordeando el sendero y macetas con geranios haciendo guardia a cada lado de los escalones. El control remoto levantó el portón del garaje y Maggie vio con tristeza que el automóvil de Katy no estaba.

En la cocina, sólo la lluvia cayendo por la canaleta afuera junto a la ventana y el zumbido del portón al cerrarse quebraron el silencio. Sobre la mesa, junto a un panecillo mordido y una hebilla para el pelo de color rosado estridente había un mensaje escrito sobre un anotador azul con forma de pie.

Salí de compras con Smitty y a buscar más cajas vacías. No me prepares comida. Besos, K.

Maggie reprimió la desilusión que sentía, se quitó el abrigo y fue a colgarlo en el guardarropa de la entrada. Recorrió el pasillo y se detuvo junto a la puerta de la habitación de Katy. Había ropa por todas partes, empacada en cajas, apilada o arrojada por encima de valijas a medio llenar. Dos gigantescas bolsas plásticas repletas de prendas en desuso yacían entre las puertas del placard. Una pila de vaqueros y otra de buzos de colores fuertes aguardaban limpieza al pie de la cama. Se veía solamente la parte superior del espejo del tocador; la mitad inferior quedaba oculta bajo una pila de revistas Seventeen y un cesto de ropa lleno de toallas prolijamente dobladas y ropa de cama nueva que aguardaban la mudanza a Chicago. Desparramados por el suelo, separados por estrechos senderos, yacían diecisiete años de recuerdos: una pila de carpetas llenas de papeles de la escuela, cuyas tapas ostentaban anotaciones de todo tipo; una gorra de béisbol y un guante para una mano de doce años; dos ramilletes de flores, uno seco y amarillento, otro con las rosas todavía con color; un polvoriento afiche de Bruce Springsteen; una caja de cartón llena de tarjetas de graduación y notas de agradecimiento sin usar; otra de frascos de perfume; una cajita llena de aros enredados y baratos collares de cuentas; una pila de animales de peluche; una cajita de carey francés; una cesta violeta con correspondencia reciente de la Universidad Northwestern.

La universidad Northwestern, el alma máter de ella y de Phillip, a media Norteamérica de distancia. ¿Por qué Katy no habría elegido la universidad local? ¿Para alejarse de una madre que durante el último año no había sido una compañera demasiado alegre?

Maggie sintió un nudo de lágrimas en la garganta y se apartó, decidida a terminar el día sin desmoronarse. En su dormitorio, evitó mirar la cama de dos plazas y los recuerdos que le traía. Se dirigió directamente al guardarropa espejado, abrió una puerta corrediza, sacó el buzo de Seahawks de Phillip y regresó a la habitación de Katy para enterrarlo en una de las bolsas de ropa descartada.

De regreso en su habitación, se puso un conjunto deportivo rojo y blanco que le quedaba grande, luego marchó al baño adyacente. Buscó un pequeño pote de maquillaje y comenzó a aplicárselo sobre los círculos negros debajo de los ojos.

En la mitad de la operación, volvieron a aflorar las lágrimas y Maggie dejó caer la mano. ¿A quién trataba de engañar? Parecía un espantapájaros cuarentón. Desde la muerte de Phillip había disminuido dos talles de ropa, un talle de corpiño y su pelo castaño había perdido el brillo porque ya no se alimentaba bien. No se preocupaba por cocinar ni por regresar al trabajo ni por limpiar la casa ni por vestirse decentemente. Hacía las cosas por obligación y porque no quería terminar como Tammi.

Se miró en el espejo.

Lo extraño y tengo tantas ganas de llorar…

Después de quince segundos de compadecerse, metió el maquillaje en un cajón, cerró éste con un golpe, apagó la luz y salió de la habitación.

En la cocina, mojó un trapo y limpió las migas que había dejado Katy. Pero en camino al tacho de residuos, cometió el error de dar un mordisco al panecillo frío. El sabor de canela y uvas, mezclado con manteca de maní, debilidad de Katy y de su padre, desencadenó una reacción que ya no pudo reprimir. Una vez más llegaron las temidas lágrimas… calientes… ardientes.

Arrojó el panecillo a la basura con tanta fuerza que rebotó y aterrizó en el suelo. Maggie se aferró al extremo de la mesada y se dobló en dos.

¡Maldito seas, Phillip! ¿Por qué tuviste que tomar ese avión? Deberías estar aquí ahora. ¡Tendríamos que estar pasando por esto juntos!

Pero Phillip ya no estaba. Y pronto Katy también se iría. ¿Y luego qué? ¿Una vida de cenas a solas?


Dos días más tarde, Maggie estaba de pie junto al automóvil de Katy, en la entrada de la casa, viendo cómo su hija metía la última bolsa detrás del asiento. El aire que precedía la madrugada era frío y la niebla formaba una nube alrededor de las luces del garaje. El automóvil de Katy era nuevo, caro, un convertible con todos los lujos, pagado con una mínima fracción del dinero del seguro por fallecimiento de Phillip: un premio consuelo de la aerolínea para Katy por tener que pasar el resto de su vida sin padre.

– Listo, ya está. -Katy se enderezó y volvió el asiento a su lugar. Se volvió hacia Maggie. Era una bonita joven con los ojos oscuros del padre, el mentón con hoyuelo de Maggie y un peinado cósmico adecuado para la portada de una novela de ciencia ficción. Maggie nunca había podido acostumbrarse a ese aspecto. Al mirarle el pelo ahora, en el momento de la despedida, recordó con nostalgia cuando Katy era un bebé y ella la peinaba con un rulo en la coronilla.

Katy quebró el silencio.

– Gracias por los panecillos de manteca de maní, ma. Tendrán rico sabor cuando esté en Spokane o un lugar así.

– También te puse unas manzanas y un par de latas de Coca para cada una. ¿Estás segura de que tienes bastante dinero?

– Tengo todo, ma.

– Recuerda lo que te dije sobre correr en las carreteras.

– Utilizaré el control de velocidad, no te preocupes.

– Y si tienes sueño…

– Dejaré que maneje Smitty. Lo sé, ma.

– Me alegro tanto de que vaya contigo, de que estén juntas.

– Yo también.

– Bueno…

La realidad de la despedida las golpeó. ¡Habían estrechado tanto la relación desde la muerte de Phillip!

– Será mejor que me vaya -dijo Katy en voz baja-. Le dije a Smitty que pasaría a buscarla a las cinco y media en punto.

– Sí, tienes que irte.

Sus ojos se encontraron; nublados por la despedida y el dolor abrió un abismo entre ambas.

– Ay, mamá… -Katy se arrojó en brazos de su madre, abrazándose a ella con fuerza. Sus vaqueros se perdieron entre los pliegues de la bata de Maggie. -Te voy a extrañar.

– Yo también, mi vida. -Apretadas pecho contra pecho, con el aroma de las llores en el aire y gotas de humedad cayendo del techo a los canteros, intercambiaron un adiós desgarrador.

– Gracias por dejarme ir y por todo lo que me compraste.

Maggie respondió con un movimiento de la cabeza. La garganta cerrada no le permitía emitir sonido.

– Odio tener que dejarle aquí sola.

– Lo sé. -Maggie abrazó a su hija, sintiendo correr las lágrimas (¿suyas?, ¿de Katy?) por su cuello. Katy la sujetaba con fuerza y la mecía.

– Te quiero, ma.

– Y yo a ti.

– Estaré de regreso para Acción de Gracias.

– Cuento con eso. Cuídale y llámame seguido.

– Lo haré. Te lo prometo.

Caminaron despacio hasta el automóvil, abrazadas.

– Sabes, me cuesta creer que eres la misma chiquilla que hizo un berrinche fenomenal cuando la dejé el primer día de clases en el jardín de infantes. -Maggie acarició el brazo de Katy.

Katy respondió con una risita y se introdujo en el automóvil.

– Pero voy a ser una psicóloga infantil sensacional porque entiendo los días como esos. -Miró a su madre. -Y como éstos.

Los ojos de ambas intercambiaron una despedida final.

Katy puso el motor en marcha, Maggie cerró la puerta y se apoyó sobre ella con ambas manos. Se encendieron los faros, iluminando con un cono dorado la densa niebla del jardín boscoso. Por la ventanilla abierta, Maggie besó a su hija.

– Cuídale -dijo Katy.

Maggie levantó un pulgar.

– Adiós -susurró Katy.

– Adiós -trató de responder Maggie, pero sólo se le movieron los labios.

El motor del coche ronroneó con tristeza mientras el vehículo retrocedía por el camino, giraba, se detenía, cambiaba de marcha. Y se fue, con un siseo de neumáticos sobre pavimento mojado, dejando un último recuerdo de una mano joven saludando por la ventanilla.

Sola en el silencio, Maggie cruzó los brazos con fuerza, echó la cabeza hacia atrás y buscó algún indicio de que la madrugada estaba por llegar. Las puntas de los pinos seguían invisibles contra el cielo negro. Las gotas de humedad caían sobre el cantero de caléndulas. Experimentó un leve mareo, como si no estuviera dentro de su cuerpo, como si fuera Maggie Stearn pero se hubiese apartado para observar su propia reacción. Desmoronarse significaría un desastre seguro. Caminó alrededor de la casa, empapándose las pantuflas en el césped húmedo y enganchando agujas de pino en el ruedo de la bata. Abstraída, pasó junto a trapezoides de incandescencia que caían al jardín desde la ventana del baño, donde Katy se había dado una última ducha y de la cocina, donde había tomado su último desayuno.

Soportaré este día. Sólo éste. Y el siguiente será más fácil. Y el otro aún más.

Detrás de la casa, enderezó una mata de petunias que la lluvia había aplastado; quitó dos pinas de la terraza de madera; levantó tres leños que habían caído de la pila contra la pared trasera del garaje.

La escalera de aluminio estaba contra el lado norte del garaje. Debes guardarla. Está aquí desde que sacaste las agujas de pino de las canaletas la primavera pasada. ¿Qué diría Phillip? Pero siguió caminando, dejando la escalera donde estaba.

En el garaje estaba su automóvil, un nuevo y lujoso Lincoln Town Car, comprado con el dinero de la muerte de Phillip. Pasó junto al vehículo y se dirigió al sendero entre los canteros de caléndulas. Al llegar al escalón se sentó, acurrucada, envuelta en sus propios brazos. La humedad del cemento mojado le pasaba a través de la bata.

Asustada. Sola. Desesperada.

Pensó en Tammi y en cómo esa sensación de soledad la había llevado al extremo. Y temió no darse cuenta si llegara a ese punto.


Logró sobrevivir a ese primer día yendo a la escuela secundaria Woodinville y manteniéndose ocupada en los salones de economía doméstica. El edificio daba la sensación de estar desierto, puesto que sólo trabajaba el personal administrativo. Los demás profesores tardarían diez días en regresar. Sola en los salones ordenados y amplios, lubricó las máquinas de coser, limpió algunas piletas que habían sido usadas durante las clases de verano, ordenó unas fotocopias, hizo nuevas del material que se distribuía el primer día y decoró una cartelera: TRUE BLUE: CONFECCIÓN DE ROPA DE DENIM PARA EL OTOÑO.

Le importaban un rábano el denim y la confección de ropa. La idea de otro año enseñando lo mismo que había enseñado durante quince años le parecía tan carente de sentido como cocinar para ella sola.

Por la tarde la recibió la casa, permanentemente vacía, llena de desgarradores recuerdos del zumbido de actividades de los tres. Llamó al hospital para averiguar sobre Tammi y le informaron que seguía en condición crítica.

Para la cena se frió dos rebanadas de pan remojado en leche y huevo y se sentó a comerlas ante la mesada de la cocina, acompañada por el noticiario de la tarde en un televisor de diez pulgadas. En la mitad de la cena sonó el teléfono y Maggie corrió a atender, esperando oír la voz de Katy diciéndole que estaba bien y que pasaría la noche en un motel cerca de Butte, Montana. En cambio, oyó una voz grabada, una voz de barítono con forzada vivacidad que decía, tras una pausa mecánica:

– Hola… Tengo un mensaje importante para ti de…

Colgó el teléfono con fuerza y lo miró con revulsión, como si el mensaje hubiera sido obsceno. Se apartó con furia, sintiéndose de algún modo amenazada por el hecho de que el instrumento cuyo sonido casi siempre había sido fuente de irritación en el pasado pudiera ahora acelerarle el pulso y crearle expectativas.

La mitad restante de tostada frita se le nubló ante la vista. Sin tomarse la molestia de arrojarla a la basura, se dirigió al escritorio y se sentó en el sillón de cuero verde de Phillip, aferrándose a los apoyabrazos y reclinando la cabeza contra el respaldo acolchado, como él había tenido la costumbre de hacer.

Si hubiera tenido el buzo de los Seahawks de Phillip, se lo habría puesto, pero como ya no estaba, decidió llamar a Nelda. El teléfono fono sonó trece veces sin que nadie respondiera. Probó luego con Diane, pero también sonó y sonó. Maggie por fin recordó que probablemente Diane estuviera en la isla Whidbey con sus hijos. En casa de Claire obtuvo respuesta, pero la hija le dijo que su madre había ido a una reunión y regresaría tarde.

Cortó y se quedó mirando el teléfono, mordisqueándose una uña.

¿Cliff? Reclinó la cabeza contra el respaldo. El pobre Cliff no podía resolver su propia pérdida, ni qué decir de ayudar a otros a resolver las suyas.

Pensó en su madre, pero la idea la hizo estremecerse. No fue hasta que agotó todas las otras posibilidades que recordó la recela del doctor Feldstein.

Llamen a viejos amigos, cuanto más viejos mejor, amigos con losque han perdido contacto…

Pero… ¿a quién?

La respuesta llegó como decidida por el destino.

A Brookie.

El nombre trajo un recuerdo tan vivido que pareció haber sucedido el día anterior. Glenda Holbrook y ella, ambas contraltos, estaban de pie una junto a la otra en la primera fila del coro de la escuela secundaria Gibraltar, fastidiando sin piedad al director, el señor Pruitt, tarareando una nota en el acorde final de la canción, convirtiendo un neto do mayor en un impertinente acorde de séptima con aires de jazz.

¿No son buenas noticias, Señor, no son buenas noticiaaaaaas?

En ocasiones Pruitt les perdonaba su creatividad y la dejaba pasar, pero casi siempre fruncía el entrecejo y agitaba un dedo para devolver pureza al acorde. En una oportunidad detuvo todo el coro y ordenó:

– Holbrook y Pearson, vayan afuera y canten sus notas disonantes todo lo que deseen. Cuando estén dispuestas a cantar la música como ha sido escrita, regresen.

Glenda Holbrook y Maggie Pearson habían estado juntas en primer grado. El segundo día de clases las pusieron en el rincón por conversar. En tercer grado recibieron un reto de la directora por romperle un diente a Timothy Ostmeier cuando voló una piedra en medio de una batalla de bellotas, aunque ninguna de las dos niñas confesó quién la había arrojado. En quinto grado la señorita Hartman las descubrió en el recreo del mediodía con vasitos de papel puntiagudos dentro de las blusas. La señorita Hartman, una solterona de pecho plano, rostro amargo y un ojo bizco, abrió la puerta del baño de mujeres justo en el momento en que Glenda decía:

– ¡Si tuviéramos tetas como éstas podríamos ser estrellas de cine! -En sexto grado, las dos chicas junto con Lisa Eidelbach recibieron elogios por cantar a tres voces Tres palomas blancas volaron hacia el mar en una reunión mensual de la Asociación de Padres y Maestros. En séptimo grado habían asistido juntas a las clases de Estudios Bíblicos y habían escrito con lápiz en los libros respuestas sagaces e irreverentes a las preguntas. En los márgenes de los libros de higiene habían dibujado estupendas partes del cuerpo masculino, años antes de saber qué aspecto tenían realmente esas partes.

En la escuela secundaria fueron bastoneras; desfilaban y se masajeaban los músculos doloridos luego de la primera práctica de la temporada, fabricaban pompones azules y dorados, viajaban en autobuses estudiantiles y asistían a bailes en el gimnasio luego de los partidos. Habían salido con muchachos de a cuatro, se habían prestado la ropa, habían compartido miles de confidencias adolescentes y dormido una en casa de la otra con tanta regularidad que cada una comenzó a dejar un cepillo de dientes en el botiquín de la otra familia.

Brookie y Maggie: amigas para siempre, habían pensado en aquel entonces.

Pero Maggie fue a la Northwestern University de Chicago, se casó con un ingeniero aeronáutico y mudado a Seattle, mientras que Glenda fue a la Escuela de Belleza de Green Bay, se casó con un agricultor que cultivaba cerezas en Door County, Wisconsin, se mudó a la granja, tuvo seis -¿o siete?-hijos y jamás volvió a cortar el cabello en una peluquería.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que perdieron contacto? Durante un período, luego de la reunión de los diez años de egresadas, se escribieron en forma regular. Luego las cartas comenzaron a espaciarse, se convirtieron en tarjetas de Navidad y por fin hasta éstas cesaron. Maggie no asistió a la reunión de los veinte años, y en las poco frecuentes visitas a sus padres nunca logró cruzarse con Brookie.

¿Llamar a Brookie? ¿Y decir qué? ¿Qué podían llegar a tener en común luego de tanto tiempo?

Por pura curiosidad, Maggie se inclinó hacia adelante en el sillón de Phillip y buscó la H en el índice telefónico de metal. La tapa se abrió, revelando la letra prolija de Phillip, escrita con lápiz.

Sí, allí estaba, bajo su nombre de soltera: Holbrook, Glenda (señora Eugene Kerschner), R.R. 1, Fish Creek, W1 54212.

Siguiendo un impulso, Maggie tomó el teléfono y marcó.

Alguien atendió al tercer llamado.

– ¿Hola? -Una voz masculina, joven y resonante.

– ¿Está Glenda?

– ¡Ma! -gritó la voz-. ¡Es para ti! -Se oyó un golpe como si hubieran dejado caer el teléfono sobre una superficie de madera y al cabo de unos segundos, alguien lo levantó.

– ¿Hola?

– ¿Glenda Kerschner?

– Exacto.

Maggie ya estaba sonriendo.

– ¿Brookie, eres tú?

– ¿Quién…? -Aun por el teléfono, Maggie intuyó la sorpresa de Brookie.

– ¿Maggie, eres tú?

– Sí, soy yo.

– ¿Dónde estás? ¿En Door? ¿Puedes venir?

– Me encantaría, pero estoy en Seattle.

– Uy, mierda, espera un minuto. -Gritó a alguien en el otro extremo: -Todd, desenchufa esa porquería y llévatela a otro lado así puedo hablar. Perdón, Maggie, es que Todd está haciendo pochocho con un grupo de amigotes y ya sabes el ruido que hace una banda de muchachos. Caramba, ¿cómo estás?

– Bien.

– ¿En serio, Mag? Nos enteramos de la muerte de tu marido en ese accidente aéreo. El Advócate sacó un artículo. Tenía intención de mandarte una tarjeta de condolencias, hasta la compré, pero de algún modo se me pasó el tiempo y nunca llegué al correo. Era la temporada de las cerezas y ya sabes cómo se ponen las cosas aquí en época de cosecha. Maggie, lo siento tanto. He pensado en ti millones de veces.

– Gracias, Brookie.

– ¿Y cómo estás?

– Bueno, algunos días son mejores que otros.

– ¿Hoy fue un mal día? -preguntó Brookie.

– Sí… bastante malo. He pasado peores, pero… -De pronto Maggie sucumbió. -Ay, Brookie. -Apoyó un codo sobre el escritorio y se cubrió los ojos. -Es un horror. Katy acaba de partir para la Northwestern de Chicago y una mujer de mi grupo de terapia trató de suicidarse la semana pasada y yo estoy aquí sentada en la casa vacía preguntándome qué mierda pasó con mi hermosa vida.

– Ay, Maggie…

Sorbiendo los mocos contra el puño, Maggie dijo:

– El psiquiatra dijo que a veces hace bien hablar con viejas amigas… reírse de los viejos tiempos. Así que aquí me tienes, llorando sobre tu hombro, igual que cuando éramos adolescentes y teníamos problemas con chicos.

– Ay, Maggie, deberían fusilarme por no haberte llamado yo antes. Cuando tienes tantos hijos a veces te olvidas que hay un mundo afuera de la cocina y el lavadero. Perdóname por no haberte llamado ni escrito. No tengo excusas. Maggie… ¿me oyes? -Brookie parecía alarmada.

– Sí -masculló Maggie.

– Ay, Maggie… ¡Dios, cómo me gustaría estar más cerca!

– A mí también. A veces daría c…cualquier c…cosa por poder sentarme contigo y llorar hasta reventar.

– Ay, Maggie… caramba, no llores.

– Lo siento. Parece ser lo único que he hecho en este último año. Es tan difícil.

– Lo sé, mi querida, lo sé. Ojalá pudiera estar contigo… Vamos, cuéntame todo. Tengo todo el tiempo del mundo.

Maggie se secó los ojos con el dorso de las manos y respiró hondo.

– Bueno, tuvimos que hacer un ejercicio en la terapia esta semana, donde poníamos a alguien en una silla y le decíamos adiós. Yo lo puse a Phillip y me despedí, y supongo que realmente dio resultado porque me estoy dando cuenta por fin que se fue y ya no volverá.-Era tan fácil hablar con Brookie. Los años de separación podían no haber pasado. Maggie le contó lodo, lo feliz que había sido con Phillip, cómo trató de persuadirlo de no hacerse esa escapada a los casinos, cómo él la convenció por fin prometiéndole hacer un viaje a Florida juntos en las vacaciones de Pascua, el horror de enterarse que el avión había caído con cincuenta y seis personas a bordo, la agonía de enviar registros dentales y esperar a que confirmaran los nombres de los muertos, lo extraño y fantasmagórico del servicio fúnebre sin cuerpo mientras las cámaras de televisión enfocaban su rostro y el de Katy.

Y lo que había sucedido después.

– Es realmente extraño lo que pasa cuando eres viuda. Tus amigos te tratan como si fueras leprosa. Eres la que crea lugares desparejos en una cena ¿me entiendes? La quinta para jugar al bridge. La que sobra. Phillip y yo éramos socios de un club, pero hasta allí cambiaron las cosas. Nuestros amigos… bueno, yo creía que eran amigos hasta que él murió y dos de ellos se me tiraron lances mientras sus mujeres jugaban al golf a menos de seis metros de distancia. Después de eso abandoné el golf. La primavera pasada finalmente dejé que una de las profesoras me concertara una cita a ciegas.

– ¿Y cómo salió?

– Pésimamente.

– ¿Como con Frankie Peterson?

– ¿Frankie Peterson?

– Sí, recuerdas a Frankie Peterson, ¿no? ¿Un dedo en cada orificio?

Maggie lanzó una carcajada. Rió hasta no poder más, hasta quedar recostada en la silla con el teléfono sujetado contra el hombro

– ¡Por Dios, me había olvidado de Frankie Peterson!

– ¿Cómo puede una chica de la Gibraltar olvidar a Frank el rápido? ¡Estiraba más elástico que los Empaquetadores de Bahía Green!

Rieron otro poco y luego Brookie preguntó con tono serio:

– Bueno, cuéntame sobre este tipo con quien te hicieron salir. Trató de encamarse contigo, ¿verdad?

– Exactamente. A la una de la mañana, empezó a manosearme en la puerta de entrada de mi casa, por Dios. Fue horrible. Pierdes la práctica para sacártelos de encima, ¿sabes? Me hizo sentir vergüenza, humillación y… y… ¡Caramba, Brookie, qué rabia me dio!

– ¿Qué hiciste, lo echaste de un puñetazo?

– Le cerré la puerta en la cara, me metí en casa y preparé albóndigas.

– ¡Albóndigas! -Brookie reía tan fuerte que casi no pudo pronunciar la palabra.

Por primera vez. Maggie vio el humor de la situación que le había resultado tan humillante en aquel entonces. Se echó a reír con Brookie, lanzando fuertes carcajadas que la dejaron sin aire y con dolor de estómago, caída hacia atrás en la silla y mirando el cielo raso.

– Por Dios, qué bien me hace hablar contigo, Brookie. Hacía meses que no me reía así.

– Bueno, al menos sirvo para algo que no sea tener hijos.

Rieron un poco más. Luego la línea quedó en silencio y Maggie se puso seria otra vez.

– ¡Es un cambio tan grande! -Se acomodó en la silla, meciéndose y jugueteando con el cable del teléfono. -Sientes tanta necesidad, no sólo de sexo sino también de afecto. Luego sales con un hombre y cuando trata de besarle te pones tiesa y te comportas como una tonta. Volví a hacerlo la semana pasada.

– ¿Otra cita a ciegas?

– Bueno, no del todo. Era un hombre que trabaja en el supermercado, que también perdió a su mujer hace muchos años. Lo conozco de vista hace tiempo y me daba cuenta de que yo le gustaba. En fin, en el grupo de terapia me volvían loca para que lo invitara, de modo que finalmente lo hice. ¡Y no vayas a creer que me fue fácil! La última vez que salí con alguien, eran los hombres los que invitaban. Ahora lo hace cualquiera. Así que lo invité a salir, y trató de besarme y yo… bueno, yo me congelé.

– Eh, Mag, no te sientas presionada. Dicen que lleva tiempo y solamente fueron dos salidas.

– Sí… bueno… -Maggie suspiró, apoyó la sien contra un dedo y confesó: -A veces sientes deseo, sabes, y se te nubla el pensamiento.

– Muy bien, vieja calentona, escúchame. Ahora que me lo confesaste y no me morí de horror, ¿te sientes mejor?

– Muchísimo mejor.

– ¡Bueno, qué alivio!

– El doctor Feldstein tenía razón. Dijo que hablar con personas del pasado hace bien, que nos remonta a una época en la que no teníamos preocupaciones. De modo que te llamé, y no me fallaste.

– ¡Me alegro tanto de que me hayas llamado! ¿Hablaste con alguna de las demás? ¿Con Fish? ¿Lisa? ¿Tani? Sé que les encantaría saber de ti.

– Han pasado tantos años desde que hablé con ellas.

– Pero, nosotras cinco, éramos el Quinteto Fatal. Se que querrían ayudar si estuvieran en condiciones de hacerlo. Te daré sus números de teléfono.

– No me digas que Jos tienes. ¿Los de todas?

– Estuve encargada de las invitaciones para las reuniones de clase dos veces. Me eligen porque sigo viviendo por aquí y tengo más de media docena de hijos para ayudarme a escribir las direcciones en los sobres. Fish vive en Brussels, en Wisconsin; Lisa, en Atlanta; y Tani, en Bahía Green. Espera un segundo, buscaré los números.

Mientras Brookie buscaba, Maggie recordó los rostros de sus amigas. Lisa, la belleza del grupo, parecida a Grace Kelly; Carolyn Fisher, alias Fish, con una nariz respingada que siempre odió; Tani, una pelirroja pecosa.

– ¿Maggie, estás ahí? -Sí.

– ¿Tienes un lápiz?

– Sí. Adelante.

Brookie le dictó los números telefónicos de las chicas, luego agregó:

– Tengo algunos más. ¿Qué te parece el de Dave Christianson?

– ¿Dave Christíanson?

– Bueno, ¿quién dijo que no se puede llamar a los muchachos? Éramos todos amigos, ¿no? Se casó con una chica de Bahía Green y tiene una fábrica de algo, creo.

Maggie anotó el número de Dave, luego el de Kenny Hedlund (casado con una chica menor que ellas llamada Cynthia Troy y residente en Bowling Green, en Kentucky), Barry Breckholdt (del estado de Nueva York, casado, con dos hijos) y Mark Mobridge (Mark, dijo Brookie, era homosexual, vivía en Minneápolís y se había casado con un hombre llamado Greg).

– ¿Estás inventando? -exclamó Maggie, azorada.

– ¡No, claro que no! Les envié una tarjeta para el casamiento. Qué diablos… vive y deja vivir. Me divertí mucho con Mark cuando viajábamos con la banda de la escuela.

– Hablabas en serio cuando dijiste que te mantuviste en con todos.

– Espera, aquí tengo otro. Eric Severson.

Maggie se irguió en la silla. La risa se le borró del rostro.

– ¿Eric?

– Sí, KL5-3500, la misma característica que el mío.

Luego de varios segundos, Maggie declaró:

– No puedo llamar a Eric Severson.

– ¿Por qué?

– Bueno… porque no. -Porque hacía mucho tiempo, cuando estaban en el último año de la secundaria, Maggie Pearson y Eric Severson habían sido amantes. Amantes primerizos, torpes e inexpertos, aterrados de que los descubrieran o de que ella quedara embazada. Habían tenido suerte en ambas cosas.

– Vive aquí en Fish Creek. Tiene un barco de alquiler en Gills Rock, como tenía su padre.

– Brookie, te dije que no podía llamar a Eric.

– ¿Por qué? ¿Porque te acostabas con él?

– ¡Brookie! -Maggie quedó boquiabierta.

Brookie rió.

– No nos contábamos todo, ¿eh? Y no olvides que yo también estaba en el barco de su padre ese día después de la fiesta de graduación. ¿Qué otra cosa podían estar haciendo ustedes dos en la cabina tanto tiempo? ¿Pero qué importancia tiene ahora? Eric sigue aquí, y tan bueno como lo fue siempre. Sé que le encantaría tener noticias tuyas.

– Pero se casó, ¿no es cierto?

– Sí. La mujer es bellísima. Y por lo que sé, son muy felices.

– Bueno, ahí tienes. -Amén.

– Maggie, por Dios, no seas chiquilina. Ya somos adultos.

Maggie oyó salir de su boca palabras increíblemente asombrosas.

– ¿Pero qué podría decirle?

– Qué te parecería: "¿qué tal, Eric, cómo va todo?" -Maggie imaginó a Brookie agitar una mano en el aire como hacía siempre. -¡Qué sé yo qué puedes decirle! Te di su número con todos los demás. No me pareció que fuese a ser algo del otro mundo.

– No lo es.

– Entonces no te comportes como si lo fuera.

– Es que… -Maggie iba a seguir discutiendo, pero lo pensó mejor. -Oye, gracias, Brookie. Muchísimas gracias, te lo digo de corazón. Esta noche fuiste el mejor remedio para mí.

– No seas tarada, Pearson. No se le agradece a una amiga una cosa así. ¿Estás mejor, ahora? ¿No te arrojarás por el inodoro ni nada por el estilo?

– He mejorado en un ciento por ciento.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Muy bien, entonces tengo que cortar. Debo acostar a los niños. Llámame en cualquier momento ¿quieres?

– Lo haré; tú también, llámame.

– Seguro. Nos vemos, Mag.

– Hasta pronto, Brookie.

Después de cortar, Maggie se arrellanó en la silla, y se quedó sonriendo durante largo rato. Un montaje de recuerdos agradables le pasaba por la mente: las amigas de la secundaria… Fish, Tani, Lisa y Brookie. Sobre todo Brookie, no demasiado inteligente pero querida por todos por el fantástico sentido del humor que tenía y porque trataba a todos por igual, sin criticar ni chismear. Qué maravilloso era saber que no había cambiado, que seguía allí en Door Counly, un eslabón con el pasado, la que se había mantenido en contacto contodos.

Maggie acercó la silla al escritorio y miró los números telefónicos iluminados por la lámpara de mesa. Los números de Fish, Lisa, Tani, Dave Christianson, Kenny Hedlund.

El número de Eric Severson.

No, no podría.

Se echó hacia atrás, se meció y pensó un poco más. Por fin se levantó y revisó la biblioteca hasta encontrar un delgado volumen de cuero acolchado color crema, estampado con letras doradas que se habían oscurecido hacía mucho tiempo. Gibraltar, 1965.

Abrió la portada y vio su propia letra cuadrada en la inscripción encerrada entre paréntesis: (Reservar para Brookie) y luego la caligrafía espantosa de Brookie.


Querida Maggie:


Bueno, lo logramos, ¿eh? Por Dios, ¡creí que nunca lo haríamos! Pensé que la vieja Morrie nos pescaría bebiendo cerveza y nos expulsaría antes de que nos recibiéramos. Y bastantes cervezas nos tomamos ¿no? Nunca olvidaré cómo nos divertimos cantando y bailando y andando por todos esos campos de trigo en el camión de Fish con el Quinteto Fatal. ¿Recuerdas la vez que paramos e hicimos pis en el medio de la Calle Principal? ¡Uy Dios, si nos pescaban! No olvides el viaje con el coro y el moco verde que pusimos en el termo de Pruitt y todas esas veces que lo volvimos loco agregando notas a las canciones, ni la vez que pusimos ese poster del desnudo en el vestuario de los varones con el nombre de ya-sabes-quién escrito encima. (Mi madre todavía no se enteró del lío en que nos metimos a causa de eso.) La fiesta de graduación fue sensacional con Arnie y Eric y el día después, en la Bahía Garret en el barco de Eric, también. (¡Suspiro!) Espero que les vaya todo bien a ti y a Eric, y sé que será así porque son una pareja fenomenal. Aun a pesar de que te irás a la Northwestern y yo estaré en la Escuela de Belleza de Bahía Green, nos juntaremos los fines de semana y reventaremos todo con Fish, Lisa y Tani, así que mantengámonos en contacto… ¡claro que sí! Tranquila con los muchachos de Chicago y suerte en todo lo que hagas. Eres la que tiene todo el cerebro y el talento, de modo que sé que te irá muy bien. Has sido la mejor amiga que pude haber tenido, Mag, así que por favor, no cambies… Y no me olvides. ¡Promételo!

Besos, Brookie


Al llegar al final del monólogo de Brookie, Maggie sonrió con nostalgia. No recordaba haber puesto moco verde en el termo del señor Pruitt, ni de quién era el nombre que escribieron sobre el poster del desnudo. ¿Y quién era la vieja Morrie? Tantos recuerdos perdidos.

Miró la fotografía de Brookie, las de Tani, Lisa, Fish, la suya (frunciendo la nariz con cara de horror)… Todas tan aniñadas y poco sofisticadas. Pero la foto que había querido ver al abrir el libro era la de Eric Severson.

Y allí estaba. Descomunalmente buen mozo a los diecisiete años; alto, rubio y nórdico. A pesar de que el anuario estaba hecho en blanco y negro, Maggie imaginó el color allí donde no estaba: el llamativo azul de sus ojos, puro como un campo de achicoria de Door County en agosto; el rubio desteñido del pelo, con mechones como espigas secas; el perenne bronceado de la piel curtida por veranos pasados ayudando a su padre con el barco pesquero.

Eric Severson, mi primer amante.

Encontró la letra de él en la última hoja del anuario.


Querida Maggie:

Nunca hubiera pensado al principio de este año cómo me costaría escribirte esto. ¡Qué buen año pasamos juntos! Recuerdo aquella primera vez que te pregunté si podía acompañarte a tu casa y cuando me dijiste que sí, pensé: ¡Uau, Maggie Pearson conmigo! Y ahora aquí estamos, graduándonos con millones de recuerdos. Jamás olvidaré aquel primer baile, cuando me dijiste que no mascara chicle en tu oreja, ni la primera vez que te besé en el sendero de la máquina de nieve debajo de la Old Bluff Road, ni todas las veces que cuando el entrenador Gilbert nos hablaba a los muchachos y a mí durante el medio tiempo, yo te miraba a ti cantar y bailar del otro lado del gimnasio. Me empezaste a gustar mucho antes de que me atreviera a invitarle a salir, y ahora me gustaría haberlo hecho tres años antes. Voy a extrañarte como loco este otoño cuando esté en Stout State, pero tenemos una cita para el día de Acción de Gracias en Door y otra para Navidad. Nunca olvidaré el día después de la graduación en el Mary Deare, ni la noche en el huerto del viejo Easley. No te olvides de Felicily y Aaron y tenemos una cita en la primavera del 69 para hablar de lo que ya sabes. Vístete siempre de rosado (no, sólo cuando salgas conmigo). Nunca conocí una mujer que quedara tan espectacular de rosado. Jamás te olvidaré, Maggie Mía. Con todo mi amor, Eric.


Felicily y Aaron, los nombres que habían elegido para sus futuros hijos. ¡Cielos, lo había olvidado! Y la cita en la primavera para hablar de casamiento. Y cómo le había gustado a él verla de rosado. Y Maggie Mía, la forma cariñosa en que la llamaba.

Sintió nostalgia al recordar a Eric. Al ver esos días vertiginosos a través de la perspectiva de la madurez, pensó: Brookie tiene razón. Está casado con una hermosa mujer y es feliz, y somos todos adultos. ¿Como podría un llamado de una chica a la que no ve desde hace veintitrés años amenazar su matrimonio o mi bienestar? Será un llamado de amigos para saludar, nada más.

Siguiendo las instrucciones del doctor Feldstein, Maggie tomó el teléfono y marcó.

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