Capítulo 13

Nancy tuvo un viaje difícil desde Chicago y llegó de mal humor. Los caminos habían estado helados, el tiempo, peor y los empleados de las tiendas, insoportables. Cuando abrió la puerta de la cocina y entró, cargada de equipaje, Eric estaba allí para recibirla. El aroma de la habitación enseguida le quitó el mal humor.

– Hola -dijo Nancy, sujetando la puerta con el talón mientras él tomaba la maleta y el bolso de mano.

– Hola.

Nancy levantó el rostro hacia él, pero Eric tomó las cosas y las llevó adentro sin el beso habitual. Cuando regresó a la cocina, fue directamente a la heladera y sacó una botella de jugo de lima.

– ¡Qué rico olor hay aquí! ¿Qué tienes en el horno?

– Perdices rellenas con arroz integral.

– Perdices… ¿a qué se debe?

A la culpa, pensó Eric, pero respondió:

– Sé que te encantan. -Cerró la heladera, destapó la botella y abrió el armario inferior para arrojar la tapita al tacho de residuos.

Nancy estaba junto a él cuando se volvió.

– ¡Mmm, qué linda bienvenida! -murmuró sugestivamente.

Eric levantó la botella y bebió un trago.

Nancy lo rodeó con los brazos, aprisionándole los codos contra el cuerpo.

– ¿No me das un beso?

Eric vaciló antes de darle un beso rápido. La expresión de su rostro hizo sonar una alarma en la cabeza de Nancy.

– Eh, un momento. ¿Nada más que eso?

Eric se soltó.

– Tengo que controlar las perdices -dijo y tomó un par de pinzas de la mesada antes de rodear a Nancy para llegar al horno-. Discúlpame, tengo que abrir el horno.

La alarma volvió a sonar dentro de Nancy, esta vez con más insistencia. Fuera lo que fuere que lo molestaba, era serio. Tantas excusas para evitar un beso, una mirada. Eric controló las perdices, bebió agua, puso la mesa, sirvió el plato preferido de ella, le preguntó cómo había pasado la semana y mantuvo contacto ocular durante quizás unos diez segundos de toda la cena. Sus respuestas eran distantes, su sentido del humor se había extinguido y dejó la mitad de comida en el plato.

– ¿Qué sucede? -preguntó Nancy, al terminar la cena.

Eric levantó el plato, lo llevó a la pileta fregadero y abrió la canilla.

– Es sólo una depresión invernal.

Es más que eso, pensó Nancy y sintió una oleada de pánico. Es una mujer. La verdad la golpeó como una andanada: él había comenzado a cambiar el día que su antigua novia regresó al pueblo. Nancy volvió a sumar todo: su distracción, sus silencios poco característicos, la forma en que de pronto había empezado a evitar el contacto físico.

Haz algo, pensó, di algo que lo detenga.

– Querido, he estado pensando -dijo, dejando la silla, amoldando su cuerpo al de Eric y enlazándole los brazos alrededor de la tintura-. Quizá pida que me dividan el territorio para poder pasar un par de días más en casa. -Era mentira. No lo había considerado ni por un instante, pero, llevada por la desesperación, dijo lo que pensaba que él querría oír.

Bajo la mejilla, lo sintió tensar los músculos mientras lavaba un plato.

– ¿Qué opinas? -preguntó.

Eric siguió lavando. El agua corría.

– Si lo deseas…

– También he estado pensando más en tener un bebé.

Eric quedó inmóvil como una araña amenazada. Con la oreja contra su espalda, Nancy lo oyó tragar.

– Quizás uno no sería tanto problema.

El agua dejó de correr. En el silencio, ninguno de los dos se movió.

– ¿Por qué el repentino cambio de opinión? -preguntó Eric.

Nancy improvisó a toda velocidad.

– Estuve pensando que puesto que tú no trabajas durante el invierno, podrías cuidarlo en ese lapso. Si yo volviera a trabajar, sólo necesitaríamos niñera la mitad del año.

Nancy deslizó una mano por los vaqueros de él y la curvó contra la tibieza de sus genitales comprimidos. Eric apretó las manos contra el borde de la pileta y no dijo nada.

– ¿Eric? -susurró Nancy, comenzando a acariciarlo.

El se volvió y la apretó contra sí, mojándole el vestido de seda con las manos, aterrándola con la desesperación de alguien que llora a un muerto. Nancy intuyó que había tropezado con un momento de crisis y supo con certeza de qué se trataba: culpa.

Fue duro con ella, no le dio tiempo de desistir, la desnudó de la cintura hacia abajo como si temiera que ella -o él mismo- fuera a cambiar de idea. Había un pequeño sofá en la sala junto a la cocina. La arrastró hacia allí y sin darle la oportunidad de tomar precauciones, se apresuró a introducir su semen dentro de ella: sin besos ni ternura, la copulación no podía llamarse otra cosa que eso.

Cuando terminó, Nancy estaba enojada.

– Déjame levantarme -dijo.

En silencio, se dirigieron a diferentes partes de la casa para ponerse en orden.

Arriba, en el dormitorio, Nancy se quedó largo tiempo en la luz tenue del corredor, contemplando la perilla del cajón de una cómoda, pensando: ¡Si me embarazó lo mato, juro que lo mato!

Eric se quedó unos minutos en la cocina. Por fin suspiró, siguió limpiando la mesa, abandonó la tarea por la mitad y regresó a la sala para sentarse en la oscuridad sobre un sillón con los codos sobre las rodillas y reflexionar sobre su vida. ¿Qué estaba intentando demostrar tratando a Nancy de ese modo? Se sentía un pervertido, más culpable ahora que antes. ¿Acaso deseaba realmente que ella quedara embarazada ahora? Si entrara en el dormitorio en este instante y dijera, Nancy, me quiero divorciar y ella respondiera: de acuerdo, ¿no saldría de la casa para dirigirse a lo de Maggie sin perder un segundo?

No, porque él, y no su esposa, era la persona culpable. La casa estaba tan silenciosa que podía oír gotear la canilla de la cocina. Se quedó sentado en la oscuridad hasta que sus ojos distinguieron la silueta del sofá con los almohadones torcidos en el rincón donde él la había arrojado.

Se puso de pie desconsoladamente y los enderezó. Subió la escalera con pasos pesados. En la puerta del dormitorio, se detuvo y miró el interior de la habitación a oscuras. Nancy estaba sentada al pie de la cama junto al bolso de mano que él había subido un tiempo antes. En el suelo estaba la maleta. Eric pensó que no la culparía si los recogía y se marchaba.

Entró arrastrando los pies y se detuvo junto a ella.

– Nancy, discúlpame -dijo.

Ella permaneció inmóvil, como si no lo hubiera oído.

Eric le tocó la cabeza.

– Lo siento -susurró.

Sentada, ella se volvió para mirar la pared y cruzó los brazos con fuerza.

– Pues deberías sentirlo -dijo.

Eric dejó caer la mano de la cabeza de ella.

Esperó, pero Nancy no dijo nada más. Buscó algo más para ofrecerle, pero se sentía como un vaso sanguíneo seco, sin una gota que pudiera darle como sustento. Al cabo de unos instantes, salió de la habitación y se aisló en la planta inferior.


El lunes, antes del almuerzo, fue a casa de Mike, llevado por su necesidad de un confesor.

Barb respondió a la puerta; redonda como un dirigible y saludablemente feliz. Echó una mirada al rostro sombrío de Eric y dijo:

– Está en el garaje, cambiándole el aceite a la camioneta.

Eric encontró a Mike vestido con un overol grasiento, tendido sobre una tabla debajo de la camioneta Ford.

– Qué tal, Mike -dijo con tono triste, al tiempo que cerraba la puerta.

– ¿Eres tú, hermanito?

– Sí, soy yo.

– Un segundo, deja que haga drenar este aceite. -Siguieron varios gruñidos, un ruido metálico, luego el golpeteo de un líquido dentro de un recipiente vacío. La tabla crujió contra el piso de cemento y Mike emergió, con un gorrito con visera puesto al revés.

– ¿Andas vagando?

– Exactamente -respondió Eric, sonriendo de mala gana.

– Y con cara de perro apedreado, también -observó Mike, levantándose y limpiándose las manos con un trapo.

– Necesito hablar contigo.

– ¡Bueno! Esto sí que es serio.

– Sí, lo es.

– Bueno, espera. Deja que meta un par de troncos en la estufa.

En un rincón del garaje, una estufa de hierro del tamaño de un barril calentaba la habitación. Mike abrió la puerta crujiente, metió dos troncos de arce, volvió adonde estaba Eric, dio vuelta un balde de plástico y ordenó:

– Siéntate. -Se dejó caer sobre la tabla con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. -Tengo todo el maldito día, así que vamos, habla.

Eric estaba sentado inmóvil como una roca, con los ojos fijos en una caja de herramientas, pensando en cómo empezar. Finalmente posó sus ojos en Mike.

– ¿Recuerdas cuando éramos niños y el viejo nos daba con el cinturón en el traste cuando hacíamos algo mal?

– Sí, ¡y cómo nos daba!

– He estado deseando que estuviera aquí para hacerlo.

– ¿Qué hiciste para merecer un cinturonazo?

Eric respiró hondo y lo confesó sin rodeos:

– Estoy manteniendo una relación con Maggie Pearson.

Mike arqueó las cejas y sus orejas parecieron aplastarse. Tomó la noticia sin comentarios al principio, luego se enderezó la gorra y dijo:

– Bueno, comprendo por qué deseas que el viejo estuviera aquí, pero no me parece que unos cinturonazos fueran a solucionar el problema.

– No, creo que no. Tenía que decírselo a alguien porque siento tan vil.

– ¿Hace cuánto tiempo que sucede?

– Desde la semana pasada, nada más.

– ¿Y ya terminó?

– No lo sé.

– Oh.

– Sí. Oh.

Cavilaron unos instantes, luego Mike preguntó:

– ¿Piensas volver a verla?

– No lo sé. Acordamos mantenernos alejados por un tiempo. Enfriarnos un poco y ver.

– ¿Nancy lo sabe?

– Probablemente sospeche. Fue un fin de semana atroz.

Mike soltó aire ruidosamente, se quitó la gorra, se rascó la cabeza y se volvió a poner la gorra con la visera baja sobre los ojos.

Eric abrió las manos.

– Mike, estoy tan confundido. Creo que amo a Maggie.

Mike miró a su hermano pensativamente.

– No bien oí que ella regresaba al pueblo, supuse que esto su sucedería. Sé que estabas loco por ella en la secundaria y que en aquel tiempo, ya se acostaban.

– ¿Lo sabías? -El rostro de Eric denotaba sorpresa. -¡Mentira!

– No te sorprendas tanto. Era mi coche el que usabas, ¿recuerdas? Y Barb y yo andábamos en lo mismo, así que nos dimos cuenta de lo tuyo con Maggie.

– ¡Caray, qué suerte tienes! ¿Saben la suerte que tienen ustedes dos? Los miro a ti y a Barb, a tu familia, veo cómo les fue juntos y pienso: ¿por qué no atrapé a Maggie en aquel entonces? Quizás así tendría lo que tienen ustedes.

– Es más que suerte, lo sabes muy bien. Es trabajar duro y hacer concesiones.

– Sí, lo sé -respondió Eric desconsoladamente.

– ¿Y qué pasa contigo y Nancy?

– Es un lío -dijo Eric, sacudiendo la cabeza.

– ¿Porqué?

– En medio de todo, llega a casa y dice que quizá tendrá un bebé, después de todo. Quizás uno no sería tan malo. Entonces la puse a prueba. Me arrojé sobre ella allí mismo sin darle tiempo a tomar precauciones y desde entonces, no me ha hablado.

– ¿Quieres decir que la forzaste?

– Supongo que puedes decirlo así, sí.

Mike miró a su hermano desde debajo de la visera de la gorra y dijo en voz baja:

– Eso está muy mal, viejo.

– Lo sé.

– ¿En qué diablos estabas pensando?

– No lo sé. Me sentía culpable por Maggie y asustado y furioso porque Nancy esperó todo este tiempo para considerar por fin la posibilidad de tener una familia.

– ¿Te puedo preguntar algo?

Eric miró a su hermano, esperando.

– ¿La quieres?

Eric suspiró.

Mike aguardó.

Debajo de la camioneta, el aceite dejó de chorrear. El olor llenaba la habitación, mezclado con el aroma ahumado del arce en la estufa.

– A veces me golpean oleadas de sentimiento, pero casi siempre es nostalgia por lo que pudo haber sido. Cuando la conocí, era todo atracción física. Me parecía la mujer más hermosa de la tierra. Después, cuando llegué a tratarla a fondo, me di cuenta de que era inteligente, ambiciosa y pensé que algún día tendría mucho éxito en lo que hacía. En aquel entonces, todo eso me parecía tan importante como la belleza. ¿Pero quieres saber algo irónico?

– ¿Que?

– Son las mismas cosas por las que la admiraba, las que ahora me alejan de ella. Su éxito laboral de algún modo llegó a importarle más que el éxito de nuestro matrimonio. Y diablos, ya no compartimos nada. Antes nos gustaba la misma música, ahora ella se pone auriculares y escucha grabaciones de automotivación. Cuando estábamos recién casados, llevábamos la ropa al lavadero juntos, ahora se hace limpiar todo en los hoteles. Ya ni siquiera nos gusta la misma comida. Ella come cosas saludables y me atosiga porque yo como rosquillas todo el tiempo. No usamos la misma chequera ni los mismos médicos ¡ni el mismo jabón! Detesta mi vehículo para nieve, la camioneta, la casa… ¡Caray, Mike, pensé que cuando uno se casaba crecía junto a la otra persona!

Mike cruzó los brazos alrededor de las rodillas flexionadas.

– Si no la quieres, no tienes derecho de tratar de convencerla de tener un bebé, y mucho menos de arrojarte sobre ella sin un preservativo.

– Lo sé. -Eric bajó la cabeza. Después de unos instantes, la sacudió con tristeza. -Ay, mierda… -Fijó la vista en la estufa. -Dejar de amar a alguien es horrible. Te causa un dolor feroz.

Mike se puso de pie y fue hasta su hermano, para ponerle un brazo sobre los hombros.

– Sí. -Permanecieron así, escuchando el crujir del fuego, rodeados por su calor y los aromas familiares de hierro fundido y aceite para motor. Años atrás habían compartido el dormitorio y una vieja cama de hierro. Habían compartido los elogios y los castigos de sus padres, y a veces, cuando estaba oscuro y ninguno de los dos podía dormir, las esperanzas y los sueños. Se sentían tan unidos ahora, al ver deshacerse uno de esos sueños, como cuando se los habían contado en la adolescencia.

– ¿Qué quieres hacer, entonces? -preguntó Mike.

– Quiero casarme con Maggie, pero ella dice que es probable que esté pensando con los genitales.

Mike rió.

– Además, ella no está lista para casarse de nuevo. Quiere llevar adelante su empresa y no puedo culparla por eso. Diablos, ni siquiera ha tenido un solo huésped todavía, y después de todo el dinero que metió en esa casa, quiere verla funcionar.

– De modo que viniste a preguntarme qué debes hacer con Nancy, pero no puedo darte una respuesta. ¿Por qué no dejas las cosas como están por un tiempo?

– Es que me parece tan deshonesto. Me costó muchísimo no decírselo este fin de semana y terminar con todo, pero Maggie me hizo prometer que esperaría un tiempo.

Al cabo de unos instantes, Mike apretó el hombro de Eric.

– Te diré lo que haremos. -Lo hizo girar hacia la camioneta. -Terminaremos de cambiar el aceite y luego saldremos a dar unas vueltas con los vehículos para nieve. Eso siempre despeja la mente.


Eran hombres nacidos en el Norte, donde el invierno constituye casi la mitad del año. Habían aprendido desde niños a apreciar los azules y los blancos invernales, la fuerza de los árboles desnudos, la belleza de las ramas cubiertas de nieve, de las sombras violetas ylos graneros rojos contra el paisaje blanco.

Fueron hacia el sur, al Parque Estatal Newport, y tomaron por la costa de la Bahía Rowley, donde el puerto se veía como un rompecabezas de hielo, y la playa era una medialuna blanca. El agua se había hinchado debajo del lago helado, formando ondas que finalmente caían bajo su propio peso y se rajaban en pequeños laguitos donde se reunía todo tipo de aves. El hielo golpeaba contra sí mismo y resonaba en la bahía desierta. Patos de alas blancas nadaban junto al borde del hielo y se zambullían en busca de comida. Desde la distancia se oía el chillido de las aves. Una bandada se elevó del agua y se alejó volando alto.

Tierra adentro, Eric y Mike pasaron junto a zumaques cuyas bayas rojas resplandecían como gemas contra la nieve, luego siguieron bajo una catedral de ramas de pinos y se adentraron en un bosque de abetos. Siguieron unas delicadas huellas y por fin llegaron a una empinada duna donde el galope de los ciervos había dejado explosiones de blanco sobre la nieve. Descubrieron cráteres donde habían dormido los ciervos, y un manantial de donde habían bebido visones, ardillas y ratones.

Siguieron hasta una reserva cubierta de hielo cerca del lago Mud, donde vieron cuevas de castores.

Se sentaron un buen rato sobre un risco sobre la Isla Cana con el bosque a sus espaldas y el horizonte plano como una cinta azul en la distancia, quebrado solamente por la torre del faro. Cerca de ellos trinaban los pájaros y el hielo debajo crujía y regurgitaba. Un pájaro carpintero martillaba en un abedul seco. En algún sitio del extremo sur de Door County, el ritmo frenético de los astilleros invernales marcaba la temporada de más trabajo, pero allí sólo había calma. Eric sintió que la esencia del invierno le curaba el alma.

– Esperaré -decidió en voz baja.

– Me parece bien.

– Maggie tampoco sabe bien lo que quiere.

– Pero si sigues tu relación con ella, debes romper con Nancy de inmediato.

– Lo haré, te lo prometo.

– Bien, entonces regresemos a casa.


Transcurrió enero. Eric no dijo nada a Nancy y cumplió con su promesa de no llamar a Maggie ni verla, a pesar de que la extrañaba con una intensidad que le ahuecaba las entrañas. A principios de febrero, Mike y él fueron a la Exposición Deportiva de Chicago, donde alquilaron un local, repartieron folletos, sedujeron a posibles clientes y tomaron reservas de excursiones para la temporada de pesca que se avecinaba. Fueron días largos y cansadores, en los que hablaban hasta que les dolía la garganta, se quedaban de pie hasta que les dolían los pies, vivían a salchichas con pan compradas a los vendedores de la exposición y dormían mal en habitaciones desconocidas de hotel.

Eric regresó a Fish Creek para encontrar una casa vacía, una nota de Nancy con el itinerario de la semana y el teléfono a un brazo de distancia. Una docena de veces pasó junto a él y pensó cuan sencillo sería tomarlo y marcar el número de Maggie. Hablar sobre la exposición, las reservas que habían hecho, su semana, la de ella, las cosas de las que debería estar hablando con su mujer. Finalmente, logró resistirse.

Un día fue al pueblo a buscar la correspondencia y se cruzó con Vera Pearson en la acera. Era un día ventoso y ella caminaba con la cabeza gacha, sujetándose una bufanda contra el cuello. Cuando oyó los pasos de él acercarse desde la dirección opuesta, levantó la cabeza y aminoró el paso. Luego su expresión se volvió dura y pasó junto a él sin saludarlo.

Durante la tercera semana de febrero, él y Mike fueron a la Exposición de Barcos, Deportes y Viajes de Minneápolis. El segundo día, se acercó al local una mujer que se parecía a Maggie. Era mal alta y más rubia, pero el parecido era notable y despertó en Eric una intensa reacción sexual. Se abotonó la chaqueta y se acercó a ella.

– Hola, ¿desea hacer alguna consulta?

– En realidad, no, pero me gustaría llevar el folleto para mi marido.

– Por supuesto. Somos Excursiones Severson y salimos en dos embarcaciones desde Gills Rock, en el norte de Door County, en el estado de Wisconsin.

– Door County. Lo he oído nombrar.

– Al norte de Bahía Green, en la península.

Datos, preguntas pertinentes, respuestas y un cortés agradecimiento. Pero en una oportunidad, mientras hablaban, sus ojos se encontraron y a pesar de que eran desconocidos, algo reconocieron el uno en el otro: en otro momento, en otro sitio y en otras circunstancias, habrían hablado de otras cosas además de la pesca del salmón.

Cuando abandonó el local, la mujer miró hacia atrás una última vez y sonrió con los ojos castaños de Maggie, el mentón con hoyuelo de Maggie, dejando a Eric con una impresión tan fuerte de ella que le impidió concentrarse durante el resto del día.

Esa noche, después de ducharse y apagar el televisor, Eric se sentó en el borde de la cama, con una toalla blanca alrededor de las caderas, el pelo húmedo y despeinado. Tomó el reloj de la mesa de noche.

Las diez y treinta y dos.

Dejó el reloj y miró el teléfono. Era beige -¿acaso algún hotel de Norteamérica compraba teléfonos de algún otro color?- el color desafortunado de las cosas que una vez tuvieron vida. Levantó el tubo y leyó las instrucciones para llamadas de larga distancia, cambió de idea y lo dejó en su lugar.

Maggie lo conocía bien, sabía que aun esta indiscreción crearía remordimientos de conciencia.

Al final marcó de todas formas y se quedó esperando sentado con el estómago duro como el puño de un boxeador.

Ella atendió al tercer llamado.

– ¡Hola!

– Hola.

Silencio, mientras Eric pensaba: ¿le martillará el corazón como a mí? ¿Tendrá también un torniquete en la garganta?

– ¿No es curioso? -dijo Maggie-. Sabía que serías tú.

– ¿Por qué?

– Son las diez y media. Nadie me llamaría a esta hora.

– ¿Te desperté?

– No. Estaba recabando información para el impuesto a las ganancias.

– Ah, bueno, quizá no deba molestarte, entonces.

– No, está bien. Hace rato que estoy con esto. Ya era hora de guardar todo, de cualquier forma.

Silencio de nuevo. Luego Eric preguntó:

– ¿Estás en la cocina?

– Sí.

La imaginó allí, donde se habían besado por primera vez, donde habían hecho el amor en el suelo.

Otro silencio, mientras se preguntaban cómo seguir.

– ¿Cómo has estado? -preguntó Maggie.

– Confundido.

– Yo también.

– No iba a llamar.

– Esperaba a medias que no lo hicieras.

– Y entonces hoy vi a una mujer que me hizo pensar en ti.

– ¿Sí? ¿Es alguien que conozco?

– No, era una desconocida. Estoy en el Hotel Radisson, en Minneápolis. Mike y yo vinimos para la exposición deportiva. Esa mujer entró en el local hoy, y tenía ojos tan parecidos a los tuyos, y tu mentón… no sé. -Cerró los ojos y se pellizcó el hueso de la nariz.

– Es terrible, ¿no?, cómo buscamos rastros del otro.

– ¿Haces lo mismo?

– Todo el tiempo. Luego me lo reprocho.

– Me pasa lo mismo. Esa mujer… sucedió algo extraño cuando entró. No habremos hablado más de tres minutos, pero me sentí… no sé cómo decirlo… amenazado, como si estuviera por hacer algo prohibido. No sé por qué te digo esto, Maggie, eres la última persona a la que debería de estar contándoselo.

– No, cuéntame…

– Me asusté. La miré y me sentí… ay, mierda no hay otra forma de decirlo. Carnal. Me sentí carnal. Y comprendí que si no hubiera sido por ti y por nuestra relación, habría iniciado una conversación con ella sólo para ver a qué llevaba. Maggie, no soy esa clase de tipo, y me asusta terriblemente. Quiero decir que uno lee sobre la menopausia masculina, sobre tipos que han sido maridos fieles durante años y luego, cuando llegan a los cuarenta, comienzan a comportarse como idiotas, persiguiendo a chiquilinas que podrían ser sus hijas, teniendo encuentros de una noche con desconocidas. No quiero pensar que eso es lo que me está sucediendo.

– Dime una cosa, Eric. ¿Podrías admitir una cosa así ante Nancy, hablarle de esa mujer, quiero decir?

– ¡Caramba, no!

– Eso es importante, ¿no te parece? ¿Que me lo puedas ti a mí y no a ella?

– Supongo que sí.

– Bueno, ya que estamos admitiendo debilidades, te confesaré la mía: soy una viuda hambrienta de sexo y tú fuiste mi festín.

– Ay, Maggie… -susurró Eric.

– ¿Y bien? -preguntó ella, despreciándose a sí misma, recordando la noche en el piso de la cocina.

– No te preocupes por ello.

– Pero es que me preocupa, porque no soy tampoco una persona que utiliza a los demás.

– Maggie, oye, ¿sabes por qué te llamé?

– Para contarme sobre esa mujer.

– Sí, por eso también, pero la verdadera razón es que te llamé porque sabía que no podía ir a verte, que era seguro llamar desde una distancia de quinientos kilómetros. Maggie, te extraño.

– Yo también.

– El viernes que viene serán cuatro semanas.

– Sí, lo sé.

Al ver que Maggie no decía nada más, él suspiró y se quedaron escuchando el zumbido electrónico de la línea telefónica. Eric quebró el silencio.

– ¿Maggie?

– Sí, te oigo.

– ¿Qué estás pensando?

En lugar de contestar, ella hizo otra pregunta:

– ¿Le contaste a Nancy lo nuestro?

– No, pero se lo conté a Mike. Tenía que hablar con alguien. Te pido perdón si ventilé una confidencia.

– No, está bien. Si tuviera una hermana, probablemente se lo habría contado, también.

– Gracias por comprender.

Se escucharon respirar mutuamente durante un rato, preguntándose qué les esperaba. Por fin, Maggie dijo:

– Bueno, será mejor que nos despidamos.

– No, Maggie, espera. -La voz de Eric se tornó triste. -Ay, Maggie, esto es un infierno. Quiero verte.

– ¿Y después qué, Eric? ¿Qué resultado obtendremos? ¿Un romance? ¿Una disolución malograda de tu matrimonio? No estoy segura de estar lista para enfrentarme con eso, y no creo que tú lo estés, tampoco.

Él deseaba suplicar, hacer promesas. ¿Pero qué promesas podía hacer?

– Tengo que cortar -insistió Maggie.

A Eric le pareció oír un temblor en su voz.

– Buenas noches, Eric -dijo con suavidad.

– Buenas noches.

Durante quince segundos presionaron las mejillas contara el auricular.

– Cuelga -susurró Eric.

– No puedo. -Maggie estaba llorando. El se dio cuenta, aunque ella intentó disimularlo. Pero sus palabras sonaban apagadas y trémulas. Sentado sobre la cama, inclinado hacia adelante, Eric sintió que sus propios ojos se llenaban de lágrimas.

– Maggie, estoy tan terriblemente enamorado de ti que me duele. Es como si me hubieran golpeado. No sé si puedo pasar otro día sin verte.

– Adiós, mi amor -susurró Maggie e hizo lo que él no tenía voluntad de hacer. Colgó.

Eric pasó el día siguiente pensando que jamás volvería a verla; sus palabras de despedida habían sido tristes, pero decisivas. Había tenido una vida plena y feliz con su marido. Tenía una hija y una empresa y nuevas metas para su vida. Tenía independencia financiera. ¿Qué necesidad podía tener de estar con él? Y en un pueblo como Fish Creek, donde todo el mundo sabía qué hacían los demás, tenía razón de no querer involucrarse en una relación que le traería miradas de soslayo de una parte de la población, se tratara sólo de una aventura o de que él dejara a Nancy por ella. Ya había sufrido la censura de su hija y de su madre. No, la relación había terminado.

Tuvo un día horrible. Sentía como si alguien le hubiera metido trapos en la cavidad torácica y nunca fuera a poder respirar libremente de nuevo. Deseó no haberla llamado. Se sentía peor luego de haberle oído la voz. Y de haberse enterado de que ella había vivido las cuatro semanas con tanta tristeza como él. Y de saber que ninguno de los dos encontraría consuelo.

Esa noche se acostó y permaneció despierto, escuchando el ruido del tránsito sobre la Calle Siete debajo de la ventana y, de tanto en tanto, una sirena. Pensando en Nancy y en la recomendación de Maggie de juzgar el matrimonio por sí mismo, no por su relación con el la. Lo intentó. No pudo. Imaginar su futuro en cualquier contexto era imaginarlo con Maggie. El colchón del hotel y la almohada eran duros como bolsas de grano. Deseó ser fumador. Le haría bien maltratar su cuerpo con un poco de alquitrán y nicotina, aspirar el humo, exhalarlo y pensar: al diablo con todo.

El reloj tenía la esfera con luz. Oprimió el botón y miró la hora. Las once y veintisiete.

¿Acaso era eso lo que decían los artículos cuando hablaban de estrés? ¿No sufren los hombres de mi edad ataques cardíacos cuando se meten en una situación como ésta? ¿Cuando están preocupados, indecisos, tristes, y no comen ni duermen bien? ¿O cuando están en una cuerda floja sexual?

Sonó el teléfono y Eric se sobresaltó de tal forma que se raspó los nudillos contra la cabecera de la cama. Rodó sobre un codo y manoteó el teléfono en la oscuridad.

– ¿Hola?

La voz de ella era suave y contenía una nota de arrepentimiento. Habló sin preámbulos.

– Me gustaría mucho prepararte la cena el lunes por la noche.

Eric se hundió contra las almohadas; el corazón le latía alocadamente, y el nudo de amor y deseo se deshacía en miles de nudos más pequeños que le comprimían los lugares más extraños: las sienes, los dedos, los omóplatos.

– Maggie… iAy, Dios, Maggie!, ¿lo dices en serio?

– Nunca he dicho nada más en serio en mi vida.

¿Qué será entonces: un romance o casamiento? No era el momento de preguntar, por supuesto, y por ahora le bastaba con sabar que volvería a verla.

– ¿Cómo me encontraste?

VDijiste que estabas en el hotel Radisson de Minneápolis. Hay cuatro, descubrí, pero por fin di con el indicado.

– Maggie…

– El lunes a las seis -susurró ella.

– Llevaré vino Chardonnay -respondió él.

Cuando colgó, se sintió como si lo hubieran rescatado de una avalancha de barro y lo hubieran lanzado a tierra firme. Después de todo, iba a vivir.


El lunes a las seis de la tarde, cuando llegó a la cima del sendero de la casa de Maggie, ella salió a la galería trasera y gritó:

– Guarda la camioneta en el garaje.

Eric lo hizo. Y cerró las puertas antes de dirigirse de nuevo a la casa.

Se obligó a caminar, a descender el sendero con paso displicente, a subir los escalones del pórtico despacio, a mantener las manos a los costados del cuerpo al ver a Maggie delante de él, con los brazos cruzados, tiritando. La luz que provenía de atrás de ella la convertía en un ser celestial con aureola.

Se quedaron mirando las nubecitas de vapor que hacían sus alientos en el aire helado de febrero, hasta que por fin él pudo decir:

– Hola, otra vez.

Maggie curvó los labios y emitió una risita trémula.

– Hola, pasa.

Eric la siguió adentro y se detuvo, vacilante, sobre la alfombrita junto a la puerta. Maggie se había puesto un vestido etéreo de seda rosada que parecía moverse solo, un collar de perlas sobre el cuello desnudo. Cuando se volvió para mirarlo, las perlas, el vestido y ella misma parecieron temblar. Pero por un acuerdo tácito, ese encuentro iba a ser la antítesis del último. Maggie aceptó la botella verde que él le entregó y se atuvieron a las convenciones.

– Chardonnay… qué bueno -musitó ella, examinando la botella.

– Bien helado -dijo él, en tanto se quitaba el abrigo.

– Tengo las copas ideales.

– Estaba seguro de que así sería.

Maggie guardó el vino en la heladera y Eric dejó que sus ojos se deslizaran por las piernas de ella. Llevaba zapatos de taco alto, del color exacto del vestido. A la luz de la cocina, resplandecían. Maggie cerró la puerta de la heladera y se volvió hacia él, manteniéndose en ese extremo de la habitación.

– Estás muy elegante -dijo Eric.

– Tú también. -Él había elegido un traje color humo, una camisa durazno pálido y una corbata rayada que combinaba los dos colores. Los ojos de Maggie recorrieron su atuendo, luego volvieron a su rostro. Eso, también, había sido un acuerdo tácito: se habían puesto sus mejores ropas, cada uno tratando de agradar al otro.

– Nos pusimos las galas -comentó Maggie con una sonrisa fugaz.

Él también sonrió.

– Así es.

– Se me ocurrió que sería lindo un poco de luz de velas. -Maggie lo guió al comedor, iluminado solamente por seis velas. Olía a rosas y había una mesa puesta para dos… en un extremo, frente a frente, en una mesa para doce comensales.

– Terminaste la habitación. Quedó estupenda. -Eric miró alrededor: papel color marfil, cortinas con bando, porcelana dentro de un aparador empotrado con vitrina, la lustrosa mesa de madera.

– Gracias. Siéntate aquí. ¿Te gusta el salmón para comer o solo para pescar?

Él rió, y continuaron mirándose, jugando a contenerse. Eric se sentó en el lugar indicado por ella.

– Sí, me gusta.

– Debí habértelo preguntado antes. ¿Quieres vino ahora o más tarde?

– Ahora, pero deja que yo lo busque, Maggie.

Se dispuso a levantarse, pero ella le tocó el hombro.

– No, yo lo traeré.

La observó marcharse de la habitación y regresar. El vestido etéreo captaba la luz de las velas y la hacía irradiar por sus curvas. Maggie sirvió el vino y ocupó el lugar frente a Eric, del otro lado de una carpeta de encaje y una cesta baja de cristal que contenía fragantes rosas color coral. Había puesto todo en ese extremo de la mesa, como si el resto no existiera, y colocado el candelabro cuidadosamente a un costado.

– Bueno, cuéntame de Minneápolis -propuso.

Eric le contó mientras bebían el vino y se miraban a la luz de las velas. Mientras comían lentamente ensalada de endibias y pan francés tan crocante que las migas volaban cuando lo partían. En una oportunidad, Maggie se humedeció la punta de un dedo con la lengua, tocó dos migas y se las llevó a la boca bajo la mirada fascinada de él

– ¿Cuándo abrirás la casa al público?

Ella se lo contó en tanto Eric volvía a llenar las copas, luego cubría otro trozo de pan con manteca, lo comía con entusiasmo y se limpiaba la boca con una servilleta floreada. Maggie siguió todos sus movimientos con los ojos.

Más tarde ella le sirvió salmón con salsa de sidra; cremoso puré decorado con la manga en forma de guirnalda de rosas gratinado y puntas de espárragos colocadas como tallos de rosas rojas hechas con remolachas talladas.

– ¿Tú hiciste todo esto? -preguntó él, azorado.

– Ajá.

– ¿Se come o se enmarca?

– Se hace lo que se desea.

Eric lo comió, saboreando cada bocado porque era el primer regalo que ella le había hecho y porque del otro lado de la mesa los ojos de Maggie brillaban con promesas, y porque a la luz de las velas podía mirarla hasta saciarse.

Más tarde, cuando los platos desaparecieron y la botella de Chardonnay quedó seca, Maggie salió de la cocina trayendo una única, enorme, pesada rosquilla con baño de chocolate sobre una fuente con patas; una vela se elevaba del centro en una copa de cristal haciendo juego.

– ¡Pam-pam! -anunció.

Eric se volvió y estalló en carcajadas, echándose hacia atrás en la silla mientras ella le ponía delante su golpe de gracia.

– Si logras comerla te ganas otra del mismo tamaño.

Se inclinó delante de él para acomodar la fuente y el brazo de Eric le rodeó las caderas mientras reían juntos ante la gigantesca rosquilla.

– Es monstruosa. ¡Me encanta!

– ¿Crees que podrás comértela toda?

Él levantó la vista, sonriendo.

– Si la como, prefiero elegir el premio.

Su brazo la apretó con más fuerza y la risa desapareció de sus rostros.

– Maggie -susurró él, y la hizo girar hasta que las rodillas de ella golpearon el asiento de la silla. -Este mes me pareció un año. -Apretó el rostro contra el pecho de ella.

Maggie le rodeó la cabeza con los brazos. La luz de las velas le iluminaba los ojos.

– Y esta cena duró días -añadió Eric, apretado contra ella.

La única respuesta de Maggie fue una sonrisa, esbozada mientras se inclinaba sobre el pelo de él, que olía levemente a coco.

– Te extrañé -dijo Eric-. Te necesito. Ahora, antes de la rosquilla.

Maggie le levantó el rostro y sujetándolo, dijo:

– Mis días no tenían sentido sin ti. -Lo besó, recordando cómo había tratado de no pensar en besarlo durante la separación, con el rostro de él levantado hacia ella. Liberándole los labios, le acarició la mejilla con el dorso de los dedos y sintió cómo se disolvía la tristeza de las últimas cuatro semanas.

– ¡Qué tontos e ingenuos fuimos al creer que podríamos atenuar nuestros sentimientos sencillamente para no complicarnos las vidas!

En la Habitación del Mirador, el vestido rosado de Maggie cayó al suelo y el traje de Eric quedó relegado a una mecedora. Luego, con alegría, se entregaron mutuamente sus voluntades y celebraron el fin de la agonía autoimpuesla. Mucho más tarde, tendidos con las piernas entrelazadas, hablaron de sus sentimientos durante el exilio. De cómo se habían sentido desgarrados, desconsolados e incompletos al estar separados; de cómo al entrar en una habitación donde esperaba el otro volvían a sentirse completos e íntegros.

– Leí poemas -admitió Maggie-, buscándote en ellos.

– Salí con el trineo, tratando de quitarte de mi mente.

– Una vez me pareció verte en el centro, de espaldas, y corrí para alcanzarte, pero cuando llegué y vi que no eras tú, sentí deseos de echarme a llorar allí mismo.

– Pensé en ti más que todo en esas habitaciones de hotel, cuando no podía dormir y deseaba tenerte conmigo. Dios, cómo te quería junto a mí. -Tocó con el dedo índice el hoyuelo del mentón de Maggie. -Cuando entré en esta casa esta noche y tú estabas allí, esperándome con tu precioso vestido rosado me sentí… me sentí como creo que deben sentirse los marinos cuando vuelven a su casa luego de años en el mar. No quería ni necesitaba más que estar en esa habitación contigo, mirándote otra vez.

– Me pasó lo mismo. Como si cuando te fuiste te hubieras llevado una parte de mí, como si yo fuera un rompecabezas y la pieza que te llevaste fuera la que iba aquí… -Colocó la mano de él sobre su corazón. -Y cuando entraste, la pieza cayó en su lugar y volví a la vida.

– Te amo, Maggie. Eres tú la que debería ser mi esposa.

– ¿Y si te dijera que lo sería?

– Se lo diría a Nancy. Terminaría ahora mismo el matrimonio. ¿De verdad te casarías conmigo?

– ¿No es extraño? Siento como si la decisión no fuera realmente mía, al amarte como te amo.

Eric la miró, azorado.

– ¿Lo dices en serio, Maggie?

Ella le echó los brazos alrededor del cuello, sonriendo contra su mandíbula.

– Sí, lo digo en serio, Eric. Te amo… te amo… te amo. -Puntualizó su declaración besándole el cuello, la mejilla, la ceja. -Te amo y seré tu esposa… en cuanto estés libre.

Se abrazaron y celebraron, rodando de lado a lado.

Con el tiempo, la exuberancia se transformó en arrobamiento. Se quedaron de costado, muy cerca, mirándose a los ojos. Eric se llevó la mano de ella a los labios y le besó la palma.

– Piensa en esto… voy a envejecer a tu lado -susurró.

– ¡Qué idea hermosa!

Y en ese momento, realmente creyeron que así sería.

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