Capítulo 9

Soportaron el Día de Acción de Gracias con Vera. Katy se quedó cuatro días y prometió regresar a pasar al menos la mitad de las vacaciones de invierno con su madre; luego planeaba volar a Seattle y quedarse en casa de Smitty.

Llegó diciembre, trayendo más nieve y casi ningún turista hasta después de las fiestas, cuando los esquiadores de fondo y los aficionados a los vehículos de nieve invadirían Door County otra vez. El paisaje cambió de colores: sombras azules sobre tierra blanca; abetos casi negros y aquí y allá las bayas rojas como plumas de fuego sobre la nieve. Los pájaros de otoño se quedaron; el lago comenzó a helarse.

Maggie fue al pueblo un día antes del mediodía para buscar la correspondencia. En las calles ahora había mucho lugar para estacionar, de modo que se detuvo entre el correo y la tienda de Ramos Generales. Estaba subiendo a la acera cuando alguien gritó:

– ¡Maggie! ¡Eh, Maggie!

Ella miró alrededor, pero no vio a nadie.

– ¡Aquí arriba!

Maggie levantó la cabeza y se protegió los ojos contra el fuerte sol del mediodía. Un hombre saludaba con la mano desde el brazo mecánico de un camión muy alto.

– ¡Hola, Maggie!

Tenía puesta una campera y sujetaba una gigantesca campana navideña roja en una mano. El sol se reflejaba sobre los adornos verdes que se descolgaban del camión, enredándose en un poste de luz del otro lado de la calle.

– ¿Eric, eres tú?

– Hola, ¿cómo estás?

– ¡Muy bien! ¿Qué haces allí arriba?

– Coloco decoraciones navideñas. Me ofrezco como voluntario todos los años.

Ella sonrió, encandilada por el sol e inadecuadamente contenta de verlo otra vez.

– Están quedando muy bien. -Echó una mirada a la calle principal, donde gran cantidad de guirnaldas creaban el efecto de un toldo y campanas rojas decoraban los postes hasta llegar a la curva el extremo este de la calle. -¡Cielos! -bromeó-.Tu orgullo cívico me impresiona.

– Tengo tiempo de sobra. Además, me divierte. Me pone de humor festivo.

– ¡A mí también!

Se sonrieron durante varios segundos. Luego Eric dijo:

– ¿Cómo pasaste el día de Acción de Gracias?

– Muy bien, ¿y tú?

– Bien. ¿Vino tu hija?

– Sí.

Desde la acera, junto al camión, un hombre gritó.

– Eh, Severson, ¿vas a colgar esa campana o me tomo la hora para almorzar mientras te decides?

– Uy, lo siento. Oye, Dutch, ¿conoces a Maggie?

El hombre miró a Maggie desde la acera de enfrente.

– Creo que no.

– Ella es Maggie Stearn. Es la que compró la Casa Harding. Maggie, te presento a Dutch Winkler. Es pescador.

– ¡Hola, Dutch! -dijo Maggie y lo saludó con la mano. Dutch hizo lo mismo. En ese momento, un Ford rojo pasó junto a ellos, virando para esquivar el camión que bloqueaba un carril de la calle. El conductor del Ford saludó a Dutch con la mano y tocó la bocina.

Una vez que el vehículo pasó, Maggie estiró el cuello para volver a mirar a Eric.

– ¿No sientes vértigo allí arriba?

– ¿Quién, yo? ¿Un pescador que se pasa el día meciéndose sobre la cubierta?

– Ah, claro. Bueno, me alegra que pongas el pueblo de fiesta para el resto de nosotros.

– Desde aquí arriba ves a todas las chicas lindas y no se dan cuenta de que las observas -bromeó él.

Si él no hubiera estado gritando de manera que todo el que pasara pudiera oírlo, Maggie hubiera dicho que flirteaba. Sintió que se ruborizaba y decidió que había conversado lo suficiente.

– Bueno, fue un gusto verte. Será mejor que me vaya a buscar la correspondencia y la leche. ¡Adiós!

– ¡Adiós! -Él la observó desde arriba, siguiendo con los ojos su cabeza morena y su chaqueta rosada.

¡Chaqueta rosada!

En ese momento le vino a la mente el hecho de que a ella siempre le había gustado el color rosado. Recordó de pronto cuántas veces le había regalado cosas rosadas. Una vez un osito rosado ganado en una kermés. Una flor rosada de uno de los arbustos de su madre, que le insertó en los agujeros de ventilación de su armario en la escuela. En otra oportunidad, borlas rosadas para los patines de hielo. Pero lo que más recordaba era aquella primavera del último año de la secundaria. Los huertos estaban en flor y él le pidió prestado el coche a Mike para llevarla a un autocine. En el camino, se detuvo en el campo a recoger flores rosadas de manzanos, cantidades y cantidades, y las puso detrás de los visores y en las manijas de las ventanillas, detrás de los ganchos para colgar ropa y hasta en el cenicero. Cuando fue a buscar a Maggie, estacionó a varios metros de distancia de su casa, temiendo que la madre lo viera y lo creyera loco; Vera siempre espiaba por la ventana cuando él pasaba a buscar a Maggie. Cuando Maggie vio las flores, se cubrió la boca con ambas manos y se emocionó. Eric recordó que la había abrazado -o ella a él- en el coche antes de encender el motor, recordó el aroma embriagador de las flores alrededor de ellos, la luz pálida del anochecer de primavera, y la sensación maravillosa de estar enamorado por primera vez en la vida. Esa noche nunca llegaron al autocine. Estacionaron en el huerto de Easley, debajo de los árboles, abrieron las puertas del coche para que el aroma de las flores de adentro se mezclara con el de las ramas que cubrían el techo del automóvil y allí, por primera vez, hicieron el amor.

De pie sobre un camión de seis metros de altura, en un día helado de invierno, Eric vio desaparecer la campera rosada de Maggie dentro del correo y recordó.

Una vez que ella se fue, regresó a su trabajo, distraído, vigilando con un ojo la puerta del correo. Maggie reapareció un instante, revisando la pila de cartas mientras caminaba hacia la tienda que estaba a cincuenta metros de distancia. Cuando estuvo a la altura del camión, saludó con la mano, y él levantó una mano enguantada, en silencio. Maggie desapareció dentro de la tienda y Eric terminó de colgar la campana de plástico, luego se asomó por encima del balde del elevador.

– ¿Eh, Dutch, tienes hambre?

Dutch miró su reloj.

– Cielos, ya son casi las doce. ¿Quieres parar para almorzar?

– Sí, ya estoy listo.

Mientras bajaba en el elevador, Eric mantuvo los ojos fijos en la puerta de la tienda de ramos generales.

La estás persiguiendo, Severson.

¿De qué hablas? Todo el mundo almuerza.

En la tienda había movimiento. Si se tenía en cuenta que eslaban en Fish Creek y era el mes de diciembre. Todo el pueblo sabía que la correspondencia llegaba entre las once y las doce de cada día. Y como no había reparto a domicilio más allá de los límites del pueblo, el mediodía traía una corriente diaria de personas que venían a buscarla y a hacer compras. Si es que existía una hora social en Fish Creek, ésta era la hora de llegada de la correspondencia.

Cuando Maggie entró en la tienda, casi todos los clientes estaban en la parte delantera. En el mostrador de la fiambrería no había nadie. Maggie escudriñó los manjares expuestos en la conservadora.

– ¿Qué está pasando por aquí? -bromeó.

Roy levantó la vista y sonrió.

– Esto es lo mejor que me ha sucedido en el día de hoy. ¿Cómo estás, mi ángel? -Dejó la tabla de picar y se acercó a abrazar a Maggie.

– Mmm… muy bien. -Ella le besó la mejilla. -Pensé que podría comerme uno de tus sandwiches ya que estaba aquí.

– ¿De qué lo quieres?

– De pastrami. Y hazlo grueso, estoy muerta de hambre.

– ¿Con pan blanco?

– No, de centeno. -Roy extrajo un bollo de centeno mientras ella investigaba el contenido de la vitrina de exhibición.

– ¿Qué tienes allí? Mmm, arenque. -Abrió la pesada puerta corrediza, cortó un trozo de arenque con la cuchara y se lo metió en la boca con los dedos. ¡Ahora sí que siento la llegada de Navidad! -masculló con la boca llena.

– ¿Quieres que me echen? ¿Qué haces, sirviéndote con los dedos?

– Están limpios -declaró Maggie, lamiéndose las puntas de los dedos-. Sólo me rasqué la axila una vez.

Roy lanzó una carcajada y agitó un enorme cuchillo.

– Te estás tomando libertades indebidas con mi pan de cada día, jovencita.

Maggie se acercó a él, lo besó en la frente y se apoyó con aire travieso contra el tablón de madera del mostrador.

– Nadie te despediría. Eres demasiado dulce.

Del otro lado de la vitrina, alguien comentó con ironía:

– Bueno, mi intención era pedir un poco de arenque.

Maggie se volvió al oír la voz de Eric.

– Hola, Eric -lo saludó Roy.

– Es difícil mantener las manos de una escandinava fuera del arenque ¿no?

– Le dije que me iba a hacer echar.

– Si está preparando algo, prepare dos -dijo Eric.

– Pastrami con pan de centeno.

– Perfecto.

Maggie fue hasta la conservadora de carnes, dobló un dedo y dijo en un susurro teatral.

– ¡Eh, Eric, ven aquí! -Después de echar una mirada sigilosa hacia el frente del local, robó otro trozo de arenque y se lo alcanzó por encima de la alta y antigua conservadora. -No se lo digas a nadie.

Eric lo comió con placer, echando la cabeza hacia atrás y sonriendo. Luego se lamió los dedos.

– ¡Muy bien, ustedes dos, tomen sus sandwiches y aléjense de mi arenque! -los regañó Roy suavemente justo en el momento que Elsie Childs, la bibliotecaria del pueblo, aparecía desde el frente-. Tengo clientes que atender. -Qué puedo prepararle, Elsie?

– Hola, Elsie -dijeron Maggie y Eric al unísono, al tiempo que tomaban los sandwiches y huían a toda velocidad. Maggie tomó un cartón de leche, pagaron en la parte delantera del negocio y salieron juntos. Una vez afuera, Eric preguntó:

– ¿Dónde tenías pensado comer?

Ella miró el largo banco de madera contra la pared del local, donde, en verano, los turistas se sentaban a tomar helados.

– ¿Qué te parece aquí mismo?

– ¿Puedo acompañarte?

– Por supuesto.

Se sentaron sobre el banco helado, con la espalda contra la pared blanca de madera, mirando al sur, calentándose con el sol radiante que les iluminaba el rostro. Con dedos enfundados en gruesos guantes, desenvolvieron los enormes sandwiches y dieron la primera mordida, tratando de que les entrara en la boca.

– ¡Mmmmm! -dijo Maggie, con la boca llena.

– ¡Mmmmm! -asintió Eric. Ella tragó y preguntó:

– ¿Dónde está Dutch?

– Se fue a su casa a comer con su mujer.

Siguieron comiendo, conversando entre bocados.

– ¿Y? ¿Aclaraste las cosas con tu hija?

– Sí. Le encanta la casa y quiere venir a trabajar conmigo este verano.

– Qué bien.

Maggie buscó dentro de la bolsa de papel el cartón de leche, lo abrió y bebió un trago.

– ¿Quieres un poco? -le ofreció, alcanzándole el envase.

– Gracias. -Eric echó la cabeza atrás y Maggie vio cómo se movía su nuez de Adán mientras bebía. El bajó el cartón y se secó laboca con la mano enguantada. -Está muy rica. -Se sonrieron y Maggie se corrió un poco para que él pudiera colocar el cartón de leche sobre el banco entre ambos.

Con las piernas extendidas, y las botas cruzadas siguieron comiendo, apoyados cómodamente contra la pared. Elsie Childs salió de la tienda y Eric quitó sus pies del camino cuando ella pasó junto a ellos.

– Hola de nuevo -dijo él.

– Se los ve muy cómodos -comentó ella.

Maggie y Eric respondieron al mismo tiempo.

– Sí.

– El sol está muy lindo.

– Que lo pasen bien. -Elsie siguió camino hacia el correo.

Terminaron los sandwiches mientras la gente del pueblo iba y venía delante de ellos. Bebieron los últimos sorbos de leche y Maggie puso el cartón medio lleno dentro de la bolsa.

– Bueno, tendría que ir para casa.

– Sí, Dutch volverá en cualquier momento. Todavía nos falta colgar seis guirnaldas.

Pero ninguno se movió. Se quedaron con la cabeza apoyada contra la pared, disfrutando del sol como un par de lagartijas sobre una piedra tibia. En un árbol desnudo del otro lado de la calle, cantaban unos pájaros. De tanto en tanto, pasaba un automóvil y los neumáticos susurraban contra la nieve derretida de la calle. El banco de madera debajo de ellos se entibió, al igual que sus rostros bajo el sol.

– ¡Oye, Maggie! -murmuró Eric, sumido en sus pensamientos-. ¿Te puedo decir algo?

– Claro que sí.

Él permaneció en silencio tanto tiempo que Maggie lo miró para ver si se había quedado dormido. Pero sus ojos entrecerrados estaban fijos en algo del otro lado de la calle y tenía las manos cruzabas sobre el estómago.

– Nunca hice nada así con Nancy -dijo Eric por fin, ladeando la cabeza para mirarla-. Jamás se sentaría en un banco helado a comer un sandwich, del mismo modo que no se pondría zapatillas sin medias. Sencillamente, no es su estilo.

Durante varios instantes se miraron; el sol caía con tanta fuerza sobre sus rostros que les blanqueaba las pestañas.

– ¿Hacías esta clase de cosas con tu marido? -preguntó Eric.

– Todo el tiempo. Cosas tontas, espontáneas.

– Te envidio -dijo él, mirando otra vez el sol y cerrando los ojos-. Creo que Ma y el viejo solían escaparse y hacer cosas así, también. Recuerdo cuando a veces salían en el barco por la noche y nunca nos dejaban ir con ellos. -Abrió los ojos y miró los pájaros que cantaban en el árbol. -Cuando volvían a casa, ella tenía el pelo mojado y Mike y yo nos reíamos porque sabíamos que nunca llevaba traje de baño. Ahora creo que es así con Mike y Barb, también. ¿Por qué algunas personas encuentran el secreto y otras no?

Ella se tomó un momento para responder.

– ¿Sabes qué pienso?

– ¿Qué? -Él volvió a mirarla.

Maggie dejó pasar unos segundos antes de dar su opinión.

– Creo que estás permitiendo que algo que no te conforma magnifique todo lo demás. Todos lo hacemos a veces. Estamos molestos con alguien por algo específico y nos hace detenernos a considerar todas las otras cosas insignificantes o molestas que hace la otra persona. Las agrandamos cada vez más. Lo que tienes que hacer cuando algo te tiene mal, es recordar todas las cosas buenas. Nancy tiene montones de virtudes que en este momento te estás permitiendo olvidar. Sé que las tiene.

Él suspiró, se echó hacia adelante, apoyó los codos sobre las rodillas y estudió el suelo entre sus botas.

– Supongo que tienes razón -decidió luego de unos minutos.

– ¿Te puedo hacer una sugerencia?

Todavía echado hacia adelante, él la miró por encima del hombro.

– Por supuesto.

– Invítala. -La mirada de Maggie y su voz se tornaron vehementes. Se echó hacia adelante y quedó hombro con hombro junio a Eric. -Hazle saber que es el tipo de cosa que te encantaría hacer con ella. Toma su abrigo más calentito, envuélvela en él y pídele dos sandwiches a papá, luego llévala a tu lugar preferido y hazle saber que disfrutas tanto por estar allí con ella como por la novedad de hacer un picnic en la nieve.

Durante varios segundos de silencio, él observó su rostro, ese rostro que comenzaba a gustarle demasiado. Con frecuencia durante la noche, entre que apagaba la luz y se dormía, ese rostro lo visitaba en la oscuridad. Por fin, preguntó:

– ¿Y cómo aprendiste todo esto?

– Leo mucho. Tuve un marido maravilloso que siempre estaba dispuesto a probar cosas conmigo y enseñé una unidad de Vida Familiar en economía doméstica, lo que significa tomar muchas lecciones de psicología.

– Mi madre no leía mucho ni tomaba clases de psicología.

– No. Pero te apuesto a que pasaba por alto muchas pequeñas carencias de tu papá y se esforzaba por llevar su matrimonio adelante.

Él desvió la mirada y su voz se tornó áspera.

– Decir que no quieres hijos es más que una pequeña carencia, Maggie. Es una deficiencia monumental.

– ¿Lo hablaron antes de casarse?

– No.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Sencillamente supuse que tendríamos hijos.

– ¿Pero si no lo hablaron, de quién es la culpa de que ahora haya surgido el malentendido?

– Lo sé, lo sé. -Eric se puso de pie de un salto y fue hasta el cordón de la acera, donde se quedó parado sobre los talones, contemplando el terreno vacío del otro lado de la calle. Maggie había puesto el dedo en la llaga que lo había molestado infinidades de vices.

Maggie le miró la espalda, recogió su bolsa con la leche y se puso de pie para quedar detrás de él.

– Creo que necesitas una terapia matrimonial, Eric.

– Lo sugerí. Ella no quiso.

Qué triste se lo veía, aun desde atrás. Maggie nunca se había dado cuenta de lo triste que puede parecer la inmovilidad.

– ¿Tienen algunos amigos con quienes podrían hablar y que los pudieran ayudar? A veces, un intermediario sirve.

– Eso es otra cosa de la que me he dado cuenta últimamente. No tenemos amigos, es decir, no como pareja. ¿Cómo vamos a hacernos de amigos si no tenemos tiempo para nosotros? Yo tengo amigos y puedo hablar con Mike; es más, ya lo hice. Pero Nancy jamás le haría confidencias a él ni a nadie de mi familia. No los conoce lo suficiente, y es probable que ni siquiera le agraden lo suficiente.

– Entonces no sé qué más sugerir.

Él se volvió y la miró.

– ¡Qué mala compañía soy! Cada vez que estamos juntos me las arreglo para deprimirte.

– No seas tonto. Soy muy resistente. Pero… ¿y tú?

– Me las arreglaré. No te preocupes por mí.

– Creo que me preocuparé. Lo mismo me pasaba con mis alumnos cuando me venían a contar algún problema que tenían en su casa.

Caminaron hacia el coche de Maggie.

– Apuesto a que eras una profesora excelente ¿no es así, Maggie?

Ella pensó antes de responder.

– Me interesaba mucho por mis alumnos. Y ellos reaccionaban bien ante eso.

A Eric le gustó la modestia de su respuesta, pero sospechaba que había adivinado. Maggie era inteligente, perceptiva y abierta. Las personas como ella enseñaban a otros sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacían.

Llegaron al automóvil y bajaron juntos a la calle.

– Bueno, el almuerzo fue divertido, de todos modos -dijo Eric, tratando de hablar con tono animado.

– Sí, muy divertido.

Él abrió la puerta y Maggie dejó la leche sobre el asiento.

– Y tu padre hace unos sandwiches estupendos. Dile que me encantó el que comí.

– Se lo diré.

Maggie subió al Lincoln y él quedó con las manos entrelazadas sobre el borde superior de la puerta abierta.

Maggie levantó la mirada hacia Eric y por un instante, ninguno qué decir.

Élseguía teniendo los ojos más lindos que ella hubiera visto en un hombre. A ella le seguía quedando estupendamente bien el color rosado.

– Aquí viene Dutch. Vas a tener que seguir trabajando.

– Sí. Bueno… cuídate.

– Tú también.

– Nos vemos. -Eric cerró la puerta y dio un paso atrás mientras Maggie introducía la llave en el arranque, luego se quedó en la calle hasta que el automóvil comenzó a moverse y levantó una mano enguantada a modo de saludo.


Esa noche, sola en su cocina, Maggie sacó el cartón de leche para servirse un vaso. Abrió el pico y le vino a la mente la imagen de Eric como lo había visto ese día: con el mentón levantado, el pelo rubio aplastado contra la pared, los ojos entrecerrados y la nuez de Adán marcando cada trago de leche que tomaba. Maggie pasó un dedo por el extremo del pico vertedor.

Con decisión, alejó la imagen de su mente, llenó el vaso y guardó el cartón en la heladera, para cerrar luego la puerta con fuerza.

Es casado.

Y no es feliz.

Estás tratando de justificarte, Maggie, lo sabes.

¿Qué clase de mujer se negaría a darle hijos a su marido?

Estás emitiendo juicios, y sólo has oído una versión de la verdad.

Pero siento compasión por él.

Perfecto. Siente compasión por él. Pero quédate de tu lado de la calle.


La advertencia siguió en su mente mientras contaba los días que faltaban hasta el desayuno de la Cámara de Comercio, volviéndola indecisa respecto de asistir o no. Como mujer, le parecía más prudente evitar más encuentros con Eric Severson mientras que, como empresaria, reconocía la importancia no solamente de unirse a la organización, sino de interesarse por el grupo y conocer a los demás miembros. En un pueblo del tamaño de Fish Creek, las referencias de ellos podrían traerle muchos clientes. Desde el punto de vista social, si iba a vivir aquí, tenía que comenzar a hacerse amistades en alguna parte. ¿Qué mejor sitio que un desayuno así? En cuanto a volver a ver a Eric, ¿qué podía tener de malo para los demás si se encontraban casualmente en un desayuno al que asistían todos los empresarios del distrito?

Ese martes por la mañana se levantó temprano, se bañó y se puso un pantalón de lana verde oscura y un suéter blanco con cuello redondo, bolsillo aplicado y hombreras. Probó de ponerse un collar de perlas, lo cambió por una cadena dorada y reemplazó ésta por un reloj prendedor que colocó sobre el lado izquierdo. Eligió unos pequeños aros dorados en forma de gotas.

Una vez que estuvo peinada y maquillada, se descubrió perfumándose por segunda vez y levantó los ojos con seriedad hacia su imagen en el espejo.

Sabes lo que haces, ¿no es así, Maggie?

Voy a un desayuno de trabajo.

Te estás vistiendo para Eric Severson.

¡Mentira!

¿Cuántas veces te has maquillado los ojos desde que vives en Fish Creek? ¿Y puesto perfume? ¡Y dos veces, para colmo!

Pero no me vestí de rosado ¿no?

¡Vaya, qué gran cosa!

Fastidiada, apagó la luz con violencia y salió del baño.


Condujo hacia el centro, consciente de que ya varias cosas del pueblo le recordaban a Eric Severson. En la mañana gris como el acero, la calle principal parecía tener un techo abovedado iluminado, hecho por Eric. Los escalones frente a la iglesia le traían a la mente el primer análisis sorprendido que habían hecho el uno del otro el día de la boda de Gary Eidelbach. El banco blanco delante del negocio le recordaba ese almuerzo juntos.

La camioneta de Eric estaba estacionada sobre la Calle Principal y Maggie no pudo evitar la reacción de su cuerpo al verla allí: se sonrojó de pies a cabeza y sintió que se le aceleraba el pulso, igual que cuando comenzó a enamorarse de él tantos años antes. Sólo un tonto negaría que se trataba de una advertencia.

Al entrar en The Cookery, lo vio de inmediato entre dos docenas de personas y el corazón le dio un vuelco que le advirtió que debía evitar por todos los medios acercarse a él. Eric estaba del otro lado del salón, hablando con un grupo de hombres y mujeres, vestido con pantalones grises y una chaqueta deportiva azul sobre una camisa blanca con el cuello abierto. Tenía el pelo rubio prolijamente peinado y un papel en la mano, como si hubieran estado hablando de algo escrito en él. Levantó la vista de inmediato, como si la entrada de Maggie hubiera activado algún sensor que le advertía su presencia. Sonrió y fue directamente hacia ella.

– Maggie, ¡me alegro tanto de que hayas venido!

Le estrechó la mano con firmeza, en un gesto absolutamente correcto, sin prolongar el contacto ni un segundo más de lo necesario. No obstante, ella se sintió electrizada.

– Tienes anteojos nuevos -comentó, sonriendo. Le daban un levísimo aire de desconocido y por un momento, Maggie se sumió en la fantasía de que lo veía por primera vez.

– Ah, éstos… -Una fina banda dorada sostenía los lentes sin marco que hacían resaltar los llamativos ojos azules. -Los necesito para leer. Y tú tienes abrigo nuevo -observó, poniéndose detrás de ella mientras se desabotonaba el abrigo blanco.

– No, no es nuevo.

– Esperaba ver la campera rosada -admitió Eric, ayudándola a quitarse el abrigo-. Siempre te quedó sensacional ese color.

Ella le dirigió una mirada por encima del hombro y descubrió que una habitación llena de empresarios no ofrecía ninguna protección, pues sus palabras resucitaban recuerdos que había considerado eran sólo fantasías de ella y contradecían cualquier indiferencia que pudiera haber fingido. No, él no era ningún desconocido. Era la misma persona que le regalaba cosas rosadas cuando eran jóvenes, que una vez dijo que su primer hijo sería niña y que le pintarían la habitación de rosado.

– Pensé que lo habías olvidado.

– No lo recordé hasta el otro día, cuando desde ocho metros de altura te vi entrando en el correo con una campera rosada. Me trajo a la mente muchos recuerdos.

– Eric…

– Voy a colgar tu abrigo y enseguida vuelvo.

Se volvió, dejándola turbada y tratando de disimularlo, aferrada al perfume sutil de su loción para después de afeitarse y admirando su espalda ancha y la línea de su cabeza mientras se alejaba.

Cuando regresó, Eric le tocó el codo.

– Ven, te presentaré.

Si Maggie había esperado demostraciones falsas de indiferencia por parte de él, le había hecho una injusticia, porque con toda transparencia él tenía intención de ser su anfitrión personal. Antes de que se sentaran a la mesa, la hizo circular, le presentó a los miembros, luego la sentó a su lado en una mesa redonda para seis. Le pidió a la camarera que trajera té, sin preguntarle si le gustaba más que el café. Le preguntó si ya había llegado su papel para la pared.

– Tengo algo para ti -dijo y buscó en el bolsillo interno de su chaqueta-. Toma. -Le entregó un recorte del periódico. -Pensé que podría interesarte. Debería de haber muchas antigüedades.

Era un aviso de venta de una propiedad. Al leerlo, los ojos de Maggie se iluminaron de entusiasmo.

– ¡Eric, esto parece estupendo! ¿De dónde lo sacaste? -Lo dio vuelta entre los dedos.

– Del The Advocate.

– ¿Cómo pudo escapárseme?

– No lo sé, pero allí dice que hay una cama de bronce. ¿No es eso lo que quieres para la Habitación del Mirador?

– ¡Y un diván Belter tapizado con bordado francés! -exclamó Maggie, leyendo el aviso -… Y porcelana antigua, y espejos biselados y un par de sillones de madera de palo de rosa… ¡Voy a ir con toda seguridad! -JUEVES DE NUEVE A DIECISIETE HORAS, JAMES STREET 714, BAHÍA STURGEON, decía el aviso. Maggie levantó la vista, sonriente y entusiasmada. -Muchísimas gracias, Eric.

– De nada. ¿Necesitas una camioneta?

– Es posible.

– La vieja puta es algo temperamental, pero está a tu disposición.

– Gracias, quizá me venga bien.

– Disculpen -interrumpió una voz masculina.

Eric levantó la vista.

– Ah… hola, Mark. -Empujó su silla hacia atrás.

– Deduzco que ésta es la nueva dueña de la Casa Harding -dijo el hombre- y como hoy tendré que presentarla, me pareció que antes debía conocerla. -Tendió su mano a Maggie. Ella levantó la vista hacia un rostro largo y delgado de unos cuarenta y tantos años, enmarcado por pelo castaño ondulado. El rostro podría haber sido atractivo, pero a Maggie la distrajo el hecho de que lo acercó demasiado al de ella y el aroma a colonia era tan fuerte y dulce que le hizo sentir cosquillas en la garganta.

– Maggie Stearn, él es Mark Brodie, presidente de la Cámara. Mark… Maggie.

– Bienvenida de regreso a Fish Creek -dijo Mark, estrechándole la mano -. Tengo entendido que se graduó en la escuela secundaria Gibraltar.

– Sí, así es.

Él le sostuvo la mano demasiado tiempo, la apretó con fuerza excesiva y Maggie adivinó en menos de diez segundos que no tenía pareja y que estaba lanzándose al ataque de la mujer nueva del pueblo. En efecto, él monopolizó su atención durante los siguientes cinco minutos, lanzando ondas de interés tan inconfundibles como su colonia dulzona. Durante esos cinco minutos logró confirmar el hecho de que se había divorciado por propia decisión, que era dueño de un restaurante exclusivo llamado Posada Edgewater y que estaría muy interesado en ver a Maggie y su casa en el futuro cercano.

Cuando se alejó para cumplir con sus funciones como jefe del grupo, Maggie se volvió hacia la mesa y bebió un poco de agua para sacarse el sabor a colonia de la boca. Las otras personas de la mesa estaban escuchando a una mujer llamada Norma contar una anécdota sobre su hijo de nueve años. Eric se echó hacia atrás en su silla y miró a Maggie.

– Brodie no pierde el tiempo -comentó.

– Mmm.

– Y está solo.

– Mmm.

– Le va muy bien con su negocio.

– Sí, se aseguró de que lo supiera.

Sus ojos se encontraron y los de Eric permanecieron absolutamente inexpresivos. Estaba reclinado hacia atrás, con un dedo curvado alrededor del asa de la taza de café. Maggie se preguntó a qué vendrían sus comentarios. Llegó la camarera y se interpuso entre ellos para dejar los platos sobre la mesa.

Después del desayuno, Mark Brodie pidió silencio y se encargó de un par de temas comerciales antes de presentar a Maggie.

– Damas y caballeros, tenemos un miembro nuevo con nosotros hoy. Nació y se crió aquí en Fish Creek, se graduó en la escuela secundaria Gibraltar y está de nuevo entre nosotros para abrir nuestra más nueva hostería. -Mark se acercó al micrófono. -Es muy bonita, también, debo agregar. Saludemos lodos a la nueva dueña de la Casa Harding, Maggie Stearn.

Ella se puso de pie, sintiendo que se ruborizaba. ¡Cómo se atrevía Mark Brodie a ponerle su marca delante de lodo el pueblo! ¡Mejor dicho de todo el distrito! Su presentación marcó el final del desayuno y Maggie se vio rodeada de inmediato por miembros que reforzaron la bienvenida oficial de Mark, le desearon lo mejor y la invitaron a llamarlos si necesitaba ayuda o consejos. En el amable coloquio, Maggie quedó separada de Eric y minutos más tarde levantó la vista para verlo con un grupo de personas, poniéndose el abrigo y los guantes cerca de la puerta. Alguien le estaba hablando a ella y alguien le estaba hablando a él, cuando abrió la puerta de vidrio y salió. Justo antes de que la puerta se cerrara, echó una mirada a Maggie, pero su único saludo fue un levísimo retraso en permitir que la puerta se cerrara detrás de él.


Mark Brodie no perdió el tiempo para confirmar la primera impresión que Maggie había tenido de él. La llamó esa noche.

– ¿Señora Stearn? Mark Brodie.

– Oh, hola.

– ¿Disfrutó del desayuno?

– Sí, todos se mostraron muy cordiales.

– Quise hablarle antes de que se marchara, pero estaba rodeada de gente. Me preguntaba si le interesaría ir a un paseo en trineo el domingo por la tarde. Es para el grupo de jóvenes de la iglesia y pidieron voluntarios para ir de chaperones.

¿La estaba invitando a salir o no? Qué astuto de su parte ponerlo de forma tal que ella no pudiera estar segura. Decidió ganar tiempo.

– Un paseo en trineo… ¿quiere decir que hay suficiente nieve como para pasear en trineo?

– Apenas. Si no alcanza, Art Swenson quitará los patines a su aparato y le pondrá los neumáticos. Comienza a las siete y durará unas dos horas. ¿Qué le parece?

Maggie sopesó las posibilidades y decidió que Mark Brodie no era su estilo, tuviera intención de salir con ella o no.

– Lo lamento, pero tengo un compromiso para el domingo a la noche.

– Oh, bueno, quizás entonces en alguna otra oportunidad -respondió él alegremente, sin alterarse en absoluto.

– Quizá.

– Bueno, si puedo ayudarla en algo, no deje de decírmelo.

– Gracias, señor Brodie.

Maggie cortó y se quedó junto al teléfono, recordando el perfume dulzón y sus atenciones cargosas y pensó: No, gracias, señor Brodie.

Volvió a llamarla a la mañana siguiente. Su voz sonó demasiado alegre y resonante a oídos de Maggie.

– Señora Stearn, soy Mark Brodie. ¿Cómo está? -Parecía un vendedor de autos demasiado entusiasta de un comercial de televisión.

– Muy bien -respondió ella en forma automática.

– ¿Tiene algo que hacer el lunes por la noche?

Tomada por sorpresa, Maggie respondió con la verdad.

– No.

– Hay un cine en Bahía Sturgeon. ¿Puedo invitarla a ver una película?

Ella buscó desesperadamente una respuesta.

– Tenía entendido que era dueño de un restaurante. ¿Cómo hace para tener tantas noches libres?

– Está cerrado los domingos y los lunes.

– ¡Ah!

Sin amilanarse por las evasiones de Maggie, él repitió:

– Bien, ¿qué me dice de la película?

– Eh… ¿el lunes? -Ninguna excusa le venía a la mente. ¡Ninguna!

– Podría pasar a buscarla a las seis y media.

– Bueno… -Se sentía avergonzada por la falta de excusas, pero su mente seguía en blanco.

– A las seis y media. Diga que sí.

Maggie soltó una risita nerviosa.

– Si no lo hace, volveré a llamar.

– Señor Brodie, no salgo.

– Muy bien. Apareceré en su puerta con la cena en una bolsa de papel una de estas noches. Eso no será una salida.

– Señor Brod…

– Mark.

– Mark. Dije que no acepto invitaciones.

– Muy bien, páguese su propio boleto de cine, entonces.

– Qué insistente es.

– ¡Sí, señora mía, lo soy! ¿Qué le parece el lunes?

– Gracias, pero no -respondió Maggie con firmeza.

– Muy bien, pero no se sorprenda si vuelve a tener noticias mías.

El hombre tenía suficiente arrogancia como para llenar un granero, pensó Maggie, mientras colgaba.

El teléfono volvió a sonar el miércoles por la tarde y Maggie respondió con una excusa ya lista. Pero, en lugar de Mark Brodie fue Eric el que abrió la conversación sin identificarse.

– ¿Hola, cómo estás?

Maggie sonrió ampliamente.

– Ah, Eric, eres tú.

– ¿A quién esperabas?

– A Mark Brodie. Ya me llamó dos veces.

– Te dije que no perdía el tiempo.

– Es un pesado.

– Es de esperarse eso en un pueblo del tamaño de este que no tiene muchas mujeres solas, y ni hablar si además son ricas y bonitas.

– Señor Severson, me abochorna.

Eric rió y Maggie se sintió completamente a sus anchas.

– ¿Puedes esperar un minuto mientras me lavo las manos?

– Claro.

Maggie regresó enseguida y dijo:

– Listo, ya está. Estaba un poco pegajosa.

– ¿Estás empapelando?

– Sí.

– ¿Cómo está quedando?

– Fantástico. Espera a ver la Habitación del Mirador, está… -Se interrumpió, tomando conciencia de las inferencias de tanta familiaridad.

– ¿Está…? -la instó Eric.

Está de un color rosa viejo y nunca la verás. Ambos debemos asegurarnos de eso.

– Está casi terminada y el papel queda sensacional.

– ¡Qué bien! ¿Y qué decidiste sobre la camioneta?

La camioneta. La camioneta. No había vuelto a pensar en eso, pero no tenía otra forma de transportar muebles.

– Si estás seguro de que no es molestia, la usaré.

– ¿Te vendría bien un chofer?

Ella había pensado sencillamente en pedirla prestada y conducir ella misma. Permaneció de pie en la cocina, indecisa, pensando qué debía responder, mirando la manija de la heladera y viendo el rostro de Eric. Al ver que no respondía, él añadió:

– Pensé que, si comprabas algo grande, necesitarías ayuda para descargarlo.

Qué dilema. Objetar por razones de prudencia ponía motivos en la mente de Eric de los que quizá no era culpable y, sin embargo, aceptar podría darle motivos para creer que algo así tenía posibilidades. Decidió hacer lo honorable, por más torpe que sonara.

– ¿Eric, te parece prudente?

– Tengo el día libre y, si no te molesta, pasaré por Bead & Ricker para recoger algo que encargué para Nancy para Navidad. Me llamaron para decir que ya llegó.

La sola mención de Nancy los absolvió a ambos.

– Oh… bueno, muy bien, entonces.

– ¿A qué hora quieres que esté allí?

– Temprano, así no me pierdo nada bueno.

– ¿Tomas desayunos suculentos?

– Sí, pero…

– Pasaré a buscarte a las siete y comeremos por el camino. Ah, Maggie…

– ¿Sí?

– Ponte botas. La calefacción de la vieja puta no es de lo mejor.

– Muy bien.

– Te veo mañana.

Ella colgó y apoyó la frente en las manos, con los codos sobre las rodillas y se quedó allí sentada, contemplando el piso de la cocina. Durante dos minutos estuvo así, esperando a que volviera la sensatez, pensando estupideces sobre viudas que se comportaban como tontas.

Se puso de pie de un salto, maldijo por lo bajo y tomó el teléfono para llamarlo y cancelar la cita.

Dejó el teléfono con violencia y volvió a sentarse.

Eres consciente de lo que estás haciendo.

No estoy haciendo nada. Ésta es la última vez que lo veo. De veras.


Se despertó a la mañana siguiente con la idea cantándole en la mente: ¡Hoy lo veré, lo veré! Rodó hacia un costado, hundió la mandíbula en la almohada de plumas y se preguntó cuánto contacto con un hombre casado constituía una relación amistosa. Se quedó pensando en él -el pelo, los ojos, la boca- y rodó hasta quedar de espaldas con los ojos cerrados y los brazos cruzados con fuerza sobre el estómago.

Se vistió con la ropa menos atractiva que encontró: vaqueros y un grotesco buzo dorado que le quedaba ridículo, luego lo arruinó todo demorándose con el maquillaje y poniéndose gel en el pelo.

La camioneta de Eric estacionó junto a la casa puntualmente a las siete y ella se encontró con él en la mitad del sendero, enfundada en la campera rosada y un par de botas; llevaba cuatro mantas dobladas entre los brazos.

– Buen día -dijo Eric.

– Buen día. Traje mantas para proteger los muebles en caso de que compre algunos.

– Dame, te las llevo.

Tomó las frazadas y caminaron lado a lado hacia la camioneta.

– ¿Estás lista para hacer buenos negocios?

– Espero encontrar algo.

Todo tan platónico por fuera, mientras que una llama prohibida se encendía con la sola presencia de él.

Eric guardó las mantas en la caja de la camioneta y se pusieron en camino. El sol todavía no había salido. Adentro de la cabina, las luces del tablero creaban una tenue iluminación y por la radio Barbra Streisand cantaba Que tengas una Feliz Navidad.

– ¿Recuerdas la vez que…?

Hablaron -¿había habido alguna vez una persona con la que podía hablar con tanta comodidad?-de las Navidades favoritas del pasado y una en particular, en sexto grado, cuando ambos tomaron parte en una representación y tuvieron que cantar un villancico en noruego; de los fuertes de nieve que construían en la niñez; de cómo se fabricaban las velas; de cuántas variedades de queso se hacían en Wisconsin; de cómo regalar queso en Navidad se había vuelto una tradición. Cuando se cansaron de hablar, se sintieron igualmente cómodos en silencio. Escucharon la música y el informe meteorológico -nublado con sesenta por ciento de probabilidades de nieve- y rieron ante una broma del locutor. Siguieron el viaje en amistoso silencio y una nueva canción comenzó a sonar en la radio. Sentían ocasionales trozos de hielo bajo las ruedas y observaban las luces traseras rojas de otros vehículos en la carretera, contemplando al mismo tiempo la llegada del amanecer: un amanecer gris y sombrío que hacía que el interior de la camioneta pareciera aislado y acogedor. Un letrero de neón rojo y verde apareció a la derecha anunciando: EL HUECO DE LAS ROSQUILLAS. Eric aminoró la marcha y encendió la luz de giro.

– ¿Te gustan las rosquillas? -preguntó.

– ¿A esta hora de la mañana? -Maggie fingió repulsión.

Él le sonrió de costado al tiempo que giraba a la derecha y la camioneta entraba en una playa de estacionamiento sin pavimentar.

– Es el mejor momento, cuando acaban de salir de la grasa. -Una rueda cayó en un pozo y Maggie se aferró al asiento para no caer.

– Espero que la comida sea mejor que el estacionamiento -dijo, riendo.

– Confía en mí.

Adentro, Papás Noel de plástico y coronas también de plástico decoraban paredes de imitación ladrillo; flores plásticas en floreros plásticos adornaban cada una de las mesas cubiertas de plástico.

Eric guió a Maggie hasta un compartimiento contra la pared derecha, luego se sentó frente a ella y se desabotonó la campera, todo con un solo movimiento, igual que se desabotonaba su vieja campera de la escuela cientos de veces en el pasado.

Una camarera regordeta con pelo negro como el carbón se acercó y depositó sobre la mesa dos gruesos jarros blancos, luego los llenó de café.

– Hace frío hoy allí afuera -dijo, dejando la cafetera térmica-. Esto les va a venir bien.

Se marchó antes de que el café dejara de moverse en los jarros. Maggie sonrió, miró la bebida y comentó:

– Creo que pedimos café, ¿no?

– Parece que sí. -Eric levantó el jarro para tomar un primer sorbo y dijo:

– No es un sitio elegante, pero la comida es buena y casera. -Los menús estaban entre la azucarera y el servilletero. Entregó uno a Maggie y sugirió: -Fíjale en la Omelette de Todo Lo Que Hay En El Mundo; es suficiente para dos, si quieres compartir.

A Maggie le llevó treinta segundos leer la lista de ingredientes de la omelette y cuando terminó, quedó anonadada.

– ¿Es en serio? ¿Ponen todo eso en una omelette?

– Sí, señora. Y cuando te lo traen, rebalsa por los costados del plato.

– Muy bien, me lo vendiste. Compartiremos una.

Mientras esperaban, recordaron los Bailes de la Nieve de la esencia secundaria y la vez que el director se disfrazó de Papá Noel y Brookie apostó a que se atrevía a sostener una rama de muérdago sobre su cabeza y besarlo. Volvieron a llenar los jarros de café y rieron al ver que ninguno de los cubiertos que había en la mesa pertenecía al mismo juego. Cuando llegó la omelette, rieron de nuevo, al ver el tamaño. Eric la cortó y Maggie la sirvió: una deliciosa creación con tres clases de carne, dos clases de queso, papas, cebollas, hongos, pimientos verdes, tomates, brócoli y coliflor. Eric comió su parte con dos enormes rosquillas caseras y ella con tostadas y ninguno de los dos reparó en el hecho de que otra vez construían recuerdos.

De nuevo en la camioneta, Maggie gimió y se sujetó el estómago cuando salieron a los tumbos del estacionamiento.

– ¡Ay, despacio, por favor!

– Es que necesitas que se te asiente -bromeó Eric y cambiando de velocidad, apretó el acelerador y avanzó en zigzag por el estacionamiento, haciendo que ambos saltaran como pochoclo en una sartén. Maggie golpeó la cabeza contra el techo y gritó, riendo. Eric forzó el motor, viró en dirección opuesta y ella voló de la puerta contra su hombro y de nuevo hacia la puerta hasta que por fin él se detuvo al acercarse a la carretera.

– ¡S… Severson, estás completamente loco! -Maggie reía tanto que apenas si pudo pronunciar las palabras.

Él también reía.

– A la vieja puta todavía le quedan fuerzas. Tendremos que sacarla algún día a hacer rosquillas sobre el hielo.

En los días de la adolescencia, todos los muchachos hacían "rosquillas" por docenas: sacaban los coches al lago congelado y se deslizaban en círculos controlados, dejando "rosquillas" en la nieve. En aquel entonces, igual que ahora, las muchachas chillaban y disfrutaban de la emoción.

Sentada en la camioneta de Eric, riendo con él mientras esperaban que pasara un vehículo que venía por la izquierda, experimentó una sensación de déjà vu tan fuerte que la sacudió.

Maggie, Maggie, ten cuidado.

Pero Eric se volvió y le sonrió, entonces ella no prestó atención a la voz de advertencia y bromeó:

– ¿Eres fetichista con eso de las rosquillas, sabes?

– ¿Ah, sí? i Y bueno, qué se le va a hacer!

En los días de juventud, ella se hubiera deslizado por el asiento para acurrucarse bajo su brazo, sintiendo el peso sobre su pecho juvenil y hubieran viajado así, sintiendo que el contacto hacía madurar el deseo que sentían el uno por el otro.

Esta vez se mantuvieron separados, unidos sólo por los ojos, sabiendo lo que sucedía y sintiendo que no podían hacer nada para evitarlo. Un coche pasó como flecha desde la izquierda, dejando un sonido de bocina que se apagó enseguida. La sonrisa de Eric disminuyó hasta quedar convertida en una leve curvatura de los labios y, sin dejar de mirar a Maggie, puso lentamente la primera, luego se concentró en la ruta y entró en la carretera a velocidad respetable. Anduvieron así varios minutos, atrapados en un torbellino de sentimientos, preguntándose qué hacer respecto de ellos. Maggie miraba por la ventanilla, escuchando el zumbido de los neumáticos para nieve sobre el asfalto, viendo pasar las malezas y los montículos de nieve en una nebulosa.

– ¿Maggie?

Se volvió para encontrar los ojos de Eric sobre ella mientras avanzaban por la carretera. Él volvió a mirar hacia adelante y dijo:

»Me vino a la mente lo poco que he reído en los últimos años.

Maggie podía haber dado diez respuestas distintas, pero eligió permanecer callada, digiriendo lo que quedaba sin decir entre las palabras dichas. Estaba obteniendo una imagen cada vez más clara del matrimonio de Eric, de la soledad, del cemento que se aflojaba entre los ladrillos de la relación con Nancy. Ya estaba haciendo comparaciones y Maggie era lo suficientemente perceptiva como para comprender lo que eso implicaba.


En Bahía Sturgeon, él encontró la dirección sin problemas y ya que estaban esperando cuando el empleado abrió la puerta principal de una inmensa casa del siglo XIX que daba al Puerto Sawyer. Había sido edificada por un rico constructor de navios casi cien años antes y muchas de las instalaciones originales seguían en la casa. Con la muerte de un heredero reciente, la propiedad había pasado a manos de los restantes familiares, que estaban desparramados por toda Norteamérica y decidieron vender la propiedad con todo lo que había adentro y repartirse el dinero.

Las antigüedades eran eclécticas y estaban bien conservadas. Eric observó a Maggie moverse por las habitaciones, haciendo descubrimientos, exclamando: "¡Mira esto!". Lo tomaba de la manga y lo arrastraba hacia algo que había encontrado. "¡Es arce tallado!" exclamaba, o: "¡Tiene una incrustación de otra madera!" Tocaba, admiraba, examinaba, interrogaba, a veces se ponía de rodillas para mirar debajo de un mueble. En todo momento demostraba un entusiasmo que lo tenía embobado.

Nancy también admiraba las cosas bellas, pero de un modo completamente diferente. Mantenía una cierta reserva que le impedía mostrarse animada respecto de las pequeñas emociones de la vida. En ocasiones, esa reserva bordeaba la altivez.

Y luego Maggie encontró la cama, una magnífica pieza antigua de roble dorado, con una cabecera labrada de dos metros de alto, con hermosos diseños y bajorrelieves.

– Eric, mira -suspiró, tocándola con reverencia, contemplando el trabajo en la madera como hipnotizada-. Mira esto… -Deslizó los dedos sobre el trabajo de la piecera. Desde la puerta, la observó acariciar la madera, y sus pensamientos volaron a muchos años antes, a una noche en el huerto de Easley cuando por primera vez ella lo acarició así. -Es una cama maravillosa. De sólido roble antiguo. ¿Quién crees que habrá hecho todo este trabajo de tallado? Nunca puedo ver una pieza así sin pensar en el artesano que la hizo. Mira, no tiene ni un rasguño.

– Los otros muebles son del mismo estilo -señaló Eric, vagando por la habitación con las manos en los bolsillos.

– ¡Oh, un lavabo y una cómoda con espejo móvil!

– ¿Así se llama? Mi abuela tenía muebles así.

Se detuvo junto a Maggie y la observó abrir puertas y cajones de otros muebles.

– ¿Ves? Los cajones son fortísimos.

– Sí, no se desarmarán por un buen tiempo.

Maggie se arrodilló y metió la cabeza adentro. Su voz sonó hueca, como la nota de un oboe.

– Roble sólido. -Salió y levantó la vista hacia él. -¿Ves?

Eric se agazapó a su lado, exclamando admirado para complacerla, disfrutando más de la presencia de Maggie con cada minuto que pasaba.

– Aquí arriba pondría una jofaina y colgaría toallas de alemanisco de la barra. ¿Te conté que he estado haciendo toallas de alemanisco?

– No, no me lo contaste -respondió él, sonriendo con indulgencia, agazapado a su lado con un codo sobre la rodilla. No tenía idea de lo que era el alemanisco, pero cuando Maggie sonreía al decírselo el hoyuelo en el mentón se acentuaba hasta parecer tallado por el mismo artesano que había hecho el juego de dormitorio.

– Me costó un trabajo loco conseguir modelos. ¿No quedarán preciosas colgando de esa barra? -De rodillas, con los ojos encendidos, se volvió hacia él. -Quiero todo el juego. Busquemos al hombre.

– No averiguaste el precio.

– No es necesario. Lo querría aunque costase diez mil dólares.

– Y no tiene dosel ni es de bronce.

– Es mejor que una cama con dosel o una de bronce. -Lo miró a los ojos. -A veces, cuando sientes que algo es para ti, sencillamente debes tenerlo.

Él no desvió la mirada.

El rubor de las mejillas de Maggie se reflejó en las de Eric. Sus corazones experimentaron un vuelco inquietante. En ese momento de descuido permitieron que sus sensibilidades quedaran a la vista; Eric recuperó el sentido común y dijo:

– De acuerdo. Iré a buscarlo.

Cuando se disponía a levantarse, Maggie lo sujetó del brazo.

– ¿Pero Eric…? -Frunció el entrecejo. -¿Podrá la vieja puta cargar con todo esto?

El lanzó una carcajada. El apodo grosero era tan inapropiado en boca de Maggie.

– ¿Qué te causa tanta gracia? -quiso saber ella.

– Tú. -Cubrió con su mano la mano que Maggie tenía sobre su brazo y se la apretó. -Eres una dama encantadora, Maggie Stearn.

Maggie compró más cosas de las que cabían en la camioneta. Hicieron los arreglos para que lo que no entraba fuera enviado a casa de ella y llevaron sólo las piezas que Maggie valoraba más. Ella supervisó la carga con un celo que resultaba divertido.

– ¡Cuidado con esa perilla! No apoyes el cajón contra el costado de la camioneta. ¿Estás seguro de que está bien atado?

Eric le dirigió una mirada y sonrió.

– El solo hecho de que tú seas fanática de los veleros y yo de los barcos de motor no significa que no sepa hacer un buen nudo. Yo también navegaba a vela, en los viejos tiempos.

Desde el otro lado de la camioneta, ella asintió burlonamente y respondió:

– Le pido disculpas, señor Severson.

Eric dio un tirón final a la cuerda y dijo:

– Bien, vámonos.

Habían pasado las horas en la vieja casa olvidando alegremente el estado civil de él, pero la siguiente parada sería en Bead & Ricker, y la misión de Eric allí los devolvió a la realidad con un golpe doloroso. Para cuando estacionaron delante de la tienda, un manto sombrío había caído sobre el ánimo de ambos. El puso el motor en punto muerto y se quedó por un instante con las manos sobre el volante. Pareció querer decir algo, pero luego cambió de idea.

– Enseguida vuelvo -dijo, abriendo la puerta-. No me llevará mucho tiempo.

Maggie lo miró alejarse -ese hombre al que no podía tener- admirando su paso, la forma en que el pelo le rozaba el cuello levantado, cómo le quedaba la ropa, los colores que le gustaba usar. Él entró en la joyería y Maggie se quedó con la mirada fija en la vidriera: terciopelo rojo y gemas bajo brillantes luces, adornadas con hojas de acebo. Él había encargado algo a medida para su mujer en Navidad. Ella, Maggie, no tenía por qué sentir tristeza por eso, y sin embargo, la sentía. ¿Qué le habría comprado a Nancy? Una mujer tan hermosa estaba hecha para lucir cosas resplandecientes.

Maggie suspiró y fijó su atención en el otro lado de la calle, en la entrada de una tienda donde dos ancianas conversaban. Una de ellas llevaba una anticuada bufanda de lana y la otra, una bolsa de tela con manijas. Una señaló calle arriba y la otra se volvió para mirar en esa dirección.

Maggie cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. No deberías estar aquí. Levantó la cabeza y vio los guantes negros de cuero de Eric junto a ella sobre el asiento. Guantes… con la forma de sus manos, los dedos curvados, el relleno de lana aplanado en los contornos de las palmas.

Sólo una mujer muy tonta tendría la necesidad de tocarlos, de ponérselos en sus propias manos.

Una mujer muy tonta así lo hizo. Los tomó y se los puso, sumergiendo las manos en el cuero gastado que había cubierto las de él. Sus manos parecían diminutas; cerró los puños, disfrutando del contacto, sintiendo que reemplazaba aquel que le estaba prohibido.

Eric salió de la joyería y Maggie dejó los guantes donde habían estado. Él subió a la camioneta y arrojó una bolsita plateada sobre el asiento. Involuntariamente, Maggie la siguió con los ojos y vio adentro una cajita envuelta en el mismo papel plateado, adornada con un moño rojo. Desvió la vista y miró una rajadura en la ventanilla donde una piedra la había golpeado años antes. Esperó a que el motor se pusiera en marcha. Al ver que eso no sucedía, miró a Eric. Tenía las manos desnudas sobre el volante y miraba hacia adelante. La expresión de su cara se asemejaba a la de un hombre que acaba de oír decir al médico que lo único que se puede hacer es esperar. Permaneció así durante un minuto, inmóvil. Por fin, dijo:

– Le compré un anillo de esmeraldas. Le encantan las esmeraldas.

Giró la cabeza y sus ojos se encontraron.

– No le pregunté nada -dijo Maggie en voz baja.

– Lo sé.

En el silencio que siguió, ninguno pudo juntar la fuerza necesaria para desviar la mirada.

Allí estaba la atracción, tan fuerte como antes. Más fuerte. Y estaban caminando por el borde del precipicio.

Eric se volvió a mirar otra vez hacia adelante hasta que el silencio se tornó insoportable, luego, dejando salir el aire por entre los dientes, se dejó caer en un rincón del asiento. Apoyó un codo sobre la ventanilla y se llevó la yema del pulgar contra los labios, dándole la espalda a Maggie. Se quedó allí, contemplando la acera con la muda admisión sonando como una campana entre ellos.

Maggie no sabía qué decir, qué hacer, qué pensar. Mientras ninguno de los dos había hablado de la atracción que sentían ni la había demostrado abiertamente, estuvieron a salvo. Pero ahora ya no lo estaban, a pesar de que ninguna palabra decisiva había sido dicha, ninguna caricia intercambiada.

Finalmente Eric suspiró, se ubicó detrás del volante y puso el motor en marcha.

– Será mejor que te lleve a tu casa -dijo con resignación.

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