Capítulo 12

A la una y veinte de la madrugada, Maggie y Eric estaban en la bañadera con patas, con burbujas hasta el pecho, bebiendo cerveza y tratando de emitir aullidos tiroleses. Eric bebió un trago, se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:

– ¡Mira, hago uno! -Levantando la cabeza como un coyote, se puso a cantar.

– Canten todos, yorle-o-yorle-o-ju-juuu…

Mientras el aullaba, Maggie se mecía como un irlandés en un bar y blandía el jarro de cerveza. Eric gritaba tan fuerte que ella creyó que se haría añicos el espejo. Por fin terminó el canto con una nota larga y triste, estirando el cuello y la boca hacia el cielo raso.

– Y bien, ¿qué tal estuvo?

Maggie dejó el jarro en el suelo y aplaudió.

– ¡Notable! Ahora yo tengo una. Espera. -Recuperó el jarro, bebió un sorbo y se secó la boca. Luego de carraspear, intentó con el estribillo de una vieja canción.

– ¡Uuu-uuu-uuu-aaaa! ¡Uuuu-uuu-uu-aaaa! Aúuu-uaaaa…

Cuando terminó, Eric gritó:

– ¡Bravo! ¡Bravo! -Aplaudió mientras ella hacía una reverencia por encima de sus rodillas flexionadas y abría los brazos, derramando espuma en el suelo.

– A ver… -Eric miró el cielo raso, bebió un trago y tarareó pensativamente por encima del jarro. -¡Ah, sí! ¡Lo tengo! Una vieja melodía del vaquero Kopus.

– ¿Del vaquero qué?

– El vaquero Kopus. No me vas a decir que nunca oíste hablar del vaquero Kopus.

– Nadie oyó hablar nunca del vaquero Kopus.

– No sabes nada. Cuando era niño, solíamos armar espectáculos en la galería trasera. Larry era Tex Ritter. Ruth era Dale Evans y yo quería ser Roy Rogers, pero Mike decía que él era Roy Rogers, así que yo tenía que ser el vaquero Kopus. Y yo me quedaba allí, llorando como un marrano. Con mis pistolas de juguete, el sombrerito rojo de vaquero con la cinta ajustada bajo el mentón con una pelotita de madera y mis botas de Red Rider, llorando como un marrano porque tenía que ser el vaquero Kopus. Así que no me digas que nadie oyó hablar nunca del vaquero Kopus.

Maggie se había echado a reír mucho antes de que él terminara con su lamentable versión de La tímida Anne de Cheyenne.

Cuando Eric calló, ella sugirió:

– ¿Qué te parece si cantamos una a dúo?

– Muy bien. ¿Conoces Jinetes fantasmas en el cielo, de Vangí Monroe?

– ¿Vaughn Monroe?

– ¿Tampoco lo recuerdas a él?

– La verdad es que no.

– ¿Y qué me dices de Malezas al viento, por los Sons of The Pioneers.

– Ésa la sé.

– Bien, yo empiezo.

Eric respiró hondo y comenzó:

– Míralas agitarse…

Cantaron tres estrofas, tarareando las partes donde habían olvidado la letra, logrando una dudosa armonía y terminando con un par de notas aulladas como por una jauría de coyotes.

Cuando finalizó la última nota, se echaron a reír hasta las lágrimas.

– Creo que nos equivocamos de profesión.

– Yo creo que rajamos el yeso de tu baño.

Se dejaron caer hacia atrás, debilitados, y Maggie se clavó una canilla en los omóplatos.

– Aaa-úuu -aulló, otra vez como un coyote-. ¡Me duuuueeele!

Eric sonrió.

– Ven aquí. Tengo un lugar que no te dolerá.

– ¿Sin canillas ni manijas? -quiso saber Maggie, dejando el jarro en el suelo.

– Bueno, quizás haya un par -replicó él, depositándola entre sus muslos sedosos-. Pero le van a gustar, señorita Maggie, se lo prometo.

– Mmm… -ronroneó ella, apoyando los antebrazos sobre el pecho de Eric-. Tienes razón. Me gustan.

Se besaron, excitándose bajo las burbujas. Las manos de Eric se deslizaron por las nalgas desnudas de Maggie.

Al cabo de un rato, ella abrió los ojos y murmuró con languidez:

– Oye, vaquero…

– ¿Señora? -contestó él, curvando la boca en una sonrisa triangular.

– ¿Por casualidad no querrías volver a besarme el lunar?

– Bien, veamos -respondió Eric con su mejor acento del oeste-. Un caballero no debe decirle que no a una dama cuando lo pide con tanta dulzura. Creo que podremos encargarnos de ese asunto sin ningún inconveniente.

Se encargaron de ese asuntito y de un par de otros, y para cuando terminaron, eran más de las tres de la mañana. Estaban tendidos en la cama desordenada de la Habitación del Mirador con las candadas piernas entrelazadas. El estómago de Eric hizo un ruido y él gimió:

– ¿Qué tiene para comer, señorita Maggie? Estoy famélico, sí señor.

Enganchando el talón en el costado de la pierna de él, Maggie dijo:

– ¿Qué quieres? ¿Fruta? ¿Un sandwich? ¿Una omelette?

Eric frunció la nariz.

– Demasiado sensato.

– ¿Qué, entonces?

– Rosquillas -declaró él, golpeándose el abdomen-. Rosquillas grandes, gruesas, deliciosas.

– Bien, pues has dado con el lugar indicado. Vamos. -Maggie le tomó la mano, y lo arrastró de la cama.

– ¡No bromees! ¿De verdad tienes rosquillas?

– No, pero podemos hacerlas.

– ¿Te pondrías a hacer rosquillas a las tres y cuarto de la madrugada?

– ¿Por qué no? He estado coleccionando recetas rápidas de todas esas cosas y rebalsan de los cajones. Seguro que en alguno de esos libros encontraremos rosquillas. Vamos. Te dejaré elegir.

Eric eligió rosquillas de naranja y las prepararon juntos; Maggie vestida únicamente con su delantal rosado, Eric, con los jeans. I es llevó más tiempo de lo previsto: Maggie lo puso a exprimir una naranja y él trató de hacerlo contra unos sitios no ortodoxos que provocaron una corrida, que terminó con los dos rodando y riendo en el suelo. Mientras rallaba una cáscara Eric se lastimó un nudillo, y los primeros auxilios incluyeron tantos besos que la preparación de las rosquillas se demoró diez minutos más. Cuando por fin la mezcla estuvo lista, hubo que probarla y la degustación terminó en una sensual lamida de dedos de la que Maggie emergió con la lánguida advertencia:

– Si no me sueltas se me va a prender fuego la grasa. -La respuesta de Eric los hizo aullar de risa y finalmente terminaron apoyados contra los armarios como un par de tablas de surf guardadas en un rincón. Él separó los pies, entrelazó las manos detrás de la espalda de Maggie y la miró, embelesado. La risa se apagó.

– ¡Mi Dios, cómo te amo! -dijo-. Estoy en la mitad de mi vida y me llevó llegar hasta aquí para descubrir cómo tiene que ser realmente. Maggie, te amo… más de lo que había pensado.

– Yo también te amo. -Maggie se sintió plena, vuelta a nacer -Durante los dos últimos meses, imaginé que esta noche por fin sucedería, pero jamás imaginé esta parte. Esto es especial, la risa, la felicidad. ¿Crees que si nos hubiéramos casado recién salidos de la escuela seguiríamos así?

– No lo sé. Me da la impresión de que sí.

– Mmm… a mí también. -Maggie le sonrió. -¿No es hermoso? No sólo nos queremos, sino que nos agradamos mutuamente.

– Creo que encontramos el secreto -respondió él.

Estudió el rostro de Maggie, levantado en ángulo, el delicado mentón con el hoyuelo característico, los ojos castaños llenos de adoración y la boca suave y sonriente. Sobre ella depositó un beso largo y sereno.

Cuando terminó, Maggie murmuró:

– Terminemos las rosquillas así puedo acurrucarme junto a ti, volverme en la cama mientras duermo y sentirle detrás de mí.

A las cuatro y cinco se dejaron caer en la cama, exhaustos, con aliento a rosquillas de naranja. Eric se acurrucó detrás de Maggie con el rostro contra su pelo, las rodillas detrás de las de ella y una mano sobre su pecho.

Suspiró.

Maggie suspiró.

– Me dejaste agotado.

– Y tú a mí.

– Fue divertido.

– Sííii.

– Te quiero.

– Yo también. No te vayas sin despertarme.

– No.

Y como dos personas que han estado juntas por años, durmieron en absoluta paz.


Eric despertó sintiendo el contacto de sus pieles húmedas y sumano sobre el abdomen de Maggie; subía y bajaba con la respiración de ella. Se quedó inmóvil, llenándose los sentidos: la respiración rítmica de Maggie sobre la almohada; la arrugada sábana con puntilla cubriéndoles los hombros; las nalgas desnudas de Maggie contra sus muslos. El aroma del pelo de ella y algo con olor a flores allí cerca; sol y nieve iluminando indirectamente la habitación; paredes empapeladas con rosas; el silencioso movimiento de las cortinas blancas de encaje en el aire que brotaba de la caldera. Calidez. Plenitud.

No quiero irme de aquí. Quiero quedarme con esta mujer, reír con ella, amarla y compartir las miles de tareas mundanas que unen las vidas. Llevar las cosas que son demasiado pesadas para ella, alcanzarle las que están demasiado alto, palearle la nieve del sendero, afeitarme en su baño y usar el mismo cepillo de pelo. Apoyarme contra una puerta por la mañana y verla vestirse, y contra la misma puerta por la noche y verla desvestirse. Llamar a casa para decir: Voy hacia allí. Compartir domingos despeinados y sin afeitar y lunes lluviosos y el último vaso de leche del cartón.

La quiero junto a mí cuando pongo el barco en el agua por primera vez, para comprender la primavera no sólo como una estación del calendario, sino también del corazón. Y en verano, cuando paso por el lago, quiero verla volverse con una pala en la mano y saludarme desde el jardín. Y compartir con ella mi tristeza en otoño cuando saco la embarcación del agua por el invierno. Quiero para nosotros algunas cosas lujosas: un Dom Pérignon ocasional, dos semanas en Acapulco, vino blanco a la luz de las velas; y cosas nada lujosas: cabezas canosas, llaves perdidas y resfríos primaverales.

No, no quiero dejar a esta mujer.

Fue consciente del instante preciso en que ella despertó por el cambio en el ritmo de su respiración y la leve tensión de los músculos al desperezarse. Abrió la mano sobre el estómago de Maggie y le tocó la espalda con la nariz. Ella estiró la mano detrás del cuerpo y la colocó entre las piernas de Eric. Lo acarició… una vez, dos, hábil, segura, y la carne de él cobró vida bajo su mano. Maggie sonrió -él lo supo como si la estuviera viendo- y se curvó hacia adelante, invitándolo dentro de ella, luego apretándose contra él. Eric le aferró las caderas y le dijo buenos días, te amo, en una forma silenciosa y antigua como el mundo.

Cuando después de estremecerse quedaron inmóviles, con la humedad secándoseles sobre la piel, Maggie se volvió, todavía unida precariamente a él y enredó las piernas sobre los muslos de Eric.

Él vio la sonrisa que antes había intuido y la recibió con una suya. Dobló un codo debajo de su oreja y entrelazó los dedos de la mano libre con los de Maggie. Se quedaron mirándose a los ojos mientras la mañana iluminaba las ventanas de la habitación. El pulgar de Eric trazaba círculos lentos alrededor del de Maggie. El termostato de la caldera se apagó y las cortinas dejaron de moverse. Maggie estiró la mano para alisarle un mechón de cabello, luego volvió a enredar los dedos con los de él y a acariciarle el pulgar. No hubo palabras ni promesas, pero durante ese silencio ambos se dijeron las cosas más significativas de todas.


Media hora más tarde estaban sentados a la mesa, tomados de la mano, deseando cosas imposibles. Eric terminó la taza de café, se puso de pie de mala gana y tomó la campera que colgaba de la silla. Se la puso despacio, retrasando lo inevitable, y bajó la cabeza para cerrar el broche inferior. Maggie se le acercó y le corrió las manos, haciéndose cargo de la tarea. Un broche. Otro. Otro. Cada broche los llevaba más cerca de la despedida. Cuando estuvieron cerrados todos menos el superior, ella le levantó el cuello de la campera y se lo apretó contra las mandíbulas con ambas manos, le bajó el rostro y le besó la boca con ternura.

– No cambiaría lo de anoche ni por la lámpara de Aladino -le dijo en voz baja.

Eric cerró los ojos y la abrazó.

– Fue mejor que cuando éramos adolescentes.

– Mucho mejor. -Maggie sonrió. -Gracias.

Cayeron en el sombrío silencio que precede las despedidas.

– No sé qué va a suceder -le dijo Eric-. Pero lo que siento es muy intenso. Necesitará algún tipo de resolución.

– Sí, calculo que sí.

– No creo que pueda vivir fácilmente con culpa.

Maggie abrió las manos sobre el fino cuero que le cubría los hombros y sintió la necesidad de hacer que esa despedida no fuera un mero adiós.

– No sintamos que debemos hacernos promesas. Creamos, en cambio, que esto fue predestinado, como la primera vez en el huerto de Easley. Un regalo hermoso, inesperado.

Él se echó hacia atrás, contempló los serenos ojos castaños y pensó: No vas a hacer preguntas, ¿verdad, Maggie? Ni cuándo volverás a verme, ni si te llamaré, ni ninguna otra para la cual no tengo respuesta.

– Maggie Mía -dijo con amor-, va a ser sumamente difícil para mí salir por esa puerta.

– ¿No debe ser así, acaso, cuando dos personas son amantes?

– Sí. -Eric sonrió y le acarició la mandíbula con los nudillos.

– Es así como debe ser.

Se dijeron adiós con los ojos, con la caricia de los dedos de Eric sobre el cuello de ella, y los de Maggie sobre el pecho de su campera, luego Eric se inclinó, la besó y susurró:

– Te llamaré.


Maggie avanzó por el día vacilando entre alegría y tristeza. A veces se sentía como si irradiara una aureola de bienestar, algo brillante y discernible. Si un repartidor viniera a su puerta, sin duda arquearía las cejas y preguntaría: "¿Qué es eso?" y Maggie respondería: "Es felicidad".

En otras ocasiones la golpeaba una oleada de melancolía. La hacía detenerse en medio de una tarea y fijar los ojos sobre algún objeto del otro lado de la habitación. ¿Qué has hecho? ¿Qué va a pasar? ¿Adonde llevará esto? A corazones rotos, estaba segura. No de dos personas, sino de tres.

¿Quieres que vuelva?

Sí.

No.

Sí. Sí. Que Dios me ayude, sí.


Eric avanzó por el día experimentando golpes intermitentes de angustia y culpa que lo hacían detenerse en seco y le curvaban la boca hacia abajo. Había esperado sentirse así, pero la intensidad lo abrumaba. Si se le ocurriera ir a casa de su hermano, Mike sin duda frunciría el entrecejo y preguntaría: "¿Qué pasa?" y él confesaría su falta. Había quebrado sus votos matrimoniales, había traicionado a una esposa que a pesar de sus limitaciones, merecía algo mejor y a una amante que, debido al sufrimiento al que había sido sometida poco tiempo atrás, también merecía algo mejor.

¿Vas a volver?

No.

Sí.

No.

Al llegar el mediodía la extrañaba tanto que llamó solamente pura oír su voz.

– Hola -dijo Maggie y a Eric se le aceleró el corazón.

– Hola.

Por instantes ninguno habló, sino que se imaginaron mutuamente y sufrieron.

– ¿Qué haces? -preguntó Eric, por fin.

– Estoy con Brookie. Me está ayudando a poner una guarda ni el empapelado del comedor.

– Ah. -Se sintió aplastado por la desilusión. -Será mejor que te deje ir, entonces.

– Sí.

– Quería decirte que creo que será mejor que esta noche no vaya.

– Oh… bueno… -La pausa de Maggie le dijo poco de lo que sentía. -Está bien. Lo comprendo.

– No es justo para ti, Maggie.

– Sí, lo comprendo -dijo ella en voz baja-. Bueno, llama calla vez que puedas.

– Maggie, lo siento.

– Hasta luego, entonces.

Maggie cortó antes de que él pudiera dar más explicaciones.

Durante el resto de la tarde, Eric anduvo de un lado a otro, sumido en su dolor. Sin ganas de hacer nada. Mirando el vacío. Desbarrado. Era miércoles. Nancy llegaría el viernes, alrededor de las cuatro; los dos días se estiraban delante de él como un desierto frío, a pesar de que la llegada de ella lo pondría cara a cara con la clase de hombre que era.

Subió y se tendió en la cama con las manos bajo la cabeza, temblando por dentro. Pensó en ir a casa de Mike. O de Ma. En hablar con alguien. Sí, iría a casa de Ma. Le llenaría el barril de combustible.

Se levantó, se duchó, se afeitó y se puso loción en la cara, en el pecho. Y en los genitales.

Los ojos en el espejo lo acusaban.

¿Qué estás haciendo, Severson?

Me estoy preparando para ir a casa de Ma.

¿Con loción para después de afeitarse en el pito?

¡Maldito seas!

Vamos, hombre ¿a quién engañas?

Dejó el frasco con violencia y maldijo por lo bajo, pero cuando levantó la mirada, su otro yo seguía mirándolo desde el espejo

Si vas allí una vez más, irás cientos de veces y tendrás una relación paralela entre manos. ¿Eso es lo que quieres?

Quiero ser feliz.

¿Crees que lo serás estando casado con una mujer y viendo a otra?

No.

Entonces ve a casa de Ma.

Fue a casa de Ma y entró sin golpear. Ella se volvió desde la pileta, vestida con gruesos pantalones marrones y un buzo amarillo con el dibujo de un pez saltando tras el anzuelo.

– ¡Pero miren quién está aquí! -dijo.

– Hola,Ma.

– Debes de haber olido mi bistec a la suiza desde tu casa.

– Sólo me quedaré un minuto.

– Sí, claro, y las vacas vuelan. Pelaré un par de papas más.

Le llenó el tanque de combustible. Y comió un trozo de bistec y una montaña de puré de papas y unas detestables habas (como penitencia). Luego se sentó sobre el desvencijado sofá y miró un programa de juegos, y una hora y media de lucha libre (una penitencia aun mayor) y un programa policial, que lo hizo llegar a salvo a las diez de la noche.

Sólo entonces se desperezó, se levantó, despertó a Ma, que dormitaba en su mecedora preferida, con el pez doblado en dos sobre sus pechos fláccidos.

– ¡Eh, Ma, despierta y vete a la cama!

– Qué… -masculló ella, con las comisuras de la boca húmedas-. Mmm… ¿te vas?

– Sí. Son las diez. Gracias por la cena.

– Sí, sí…

– Buenas noches.

– Sí, buenas noches.

Se subió a la vieja puta y condujo a paso de hombre, diciendose que si quemaba otra media hora, cuando llegara a Fish Creek sería demasiado tarde para pasar por la casa de Maggie.

Cuando llegó al poblado, se dijo que sólo pasaría por Cottage Row para ver si había luces encendidas.

Cuando estuvo a la par de los montículos de nieve de la entrada, se dijo que sólo pasaba para espiar por el sendero y asegurarse de que estuviera bien.

Cuando atisbó una luz en la planta inferior, se ordenó: ¡Sigue andando, Severson! ¡Sigue andando!

A diez metros de la casa frenó y se quedó sentado en el medio de la calle, contemplando la cima del techo de una casa y una ventana a oscuras.

No lo hagas.

Necesito hacerlo.

Mentira.

– Hijo de puta -masculló, poniendo marcha atrás. Apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento y retrocedió a cuarenta kilómetros por hora. Se detuvo junto a la cima del sendero de Maggie, apagó el motor y se quedó mirando las ventanas de la cocina por entre los altos montículos de nieve: desde el interior de la casa se veían destellos pálidos de luz. ¿Por qué no estaba dormida ya? Iban a ser las once y cualquier mujer con un dedo de frente hubiera dejado de esperar a un hombre a esa hora de la noche. Y cualquier hombre con ha pizca de respeto la dejaría tranquila.

Abrió la puerta de la camioneta y la cerró con fuerza detrás de sí, bajó corriendo los escalones y llegó sin aliento a la puerta trasera. Golpeó con rabia, luego esperó en la galería oscura sintiéndose como si le hubieran hundido una cuña en la laringe; aguardó verla aparecer por la cocina oscura.

La puerta se abrió y Maggie se quedó en un velo de sombras, vestida con una bata larga acolchada.

Eric trató de hablar, pero no pudo: la disculpa y la súplica se le quedaron atrapadas en la garganta. En silencio se quedaron uno frente al otro, frente a su propia vulnerabilidad y a la terrible, magnífica avidez que sentían el uno por el otro. Entonces Maggie se movió, arrojándose contra él con un grito ahogado, echándole los brazos al cuello y besándolo como las mujeres besan a los hombres que regresan de la guerra.

– Viniste.

– Vine -repitió Eric, levantándola del suelo dé la galería y llevándola adentro. Cerró la puerta con un codazo tan fuerte que la cortina de encaje se enganchó. En la semioscuridad, se besaron con pasión, hambrientos, abandonando toda elegancia y reserva, quitándose la ropa a manotazos y dejándola caer allí mismo. La impaciencia era un rayo que los llevaba de un placer prohibido al otro; un montón de ropa en el suelo; una desesperada necesidad de encontrar, tocar, saborear todo; la boca de Eric sobre su pecho, abdomen y pubis; la boca de Maggie sobre él; la espalda de ella contra la puerta de la cocina; el brazo de Eric le sujetaba la cintura y la hacía arrodillarse sobre la ropa tirada; fue una unión frenética acompañada de muecas de gozo y gritos de placer.

Luego, dos personas jadeantes y extenuadas, esperando para recuperar el aliento.

Terminó donde había comenzado, junto a la puerta de la cocina, dejando a ambos sorprendidos por su propia lujuria, tratando de ordenar el huracán de emociones.

Eric se tendió de espaldas, la miró rodar hacia un lado, sentarse junto a él y pasarse una mano temblorosa por el pelo. La única luz de la cocina provenía del otro extremo de la casa y apenas si iluminaba la silueta de Maggie. Una montaña de ropa se clavaba en la cintura di Eric y una corriente de aire frío entraba por debajo de la puerta.

– Dijiste que no ibas a venir -dijo Maggie, como defendiéndose.

– Y tú dijiste "Está bien", como si no te importara.

– Me importaba. Temía que supieras cuánto me importaba.

– Ahora lo sé, ¿no?

Maggie sintió deseos de llorar. En lugar de hacerlo, se levantó y fue hasta el baño.

Eric quedó tendido donde estaba; la luz se prendió. Corrió el agua. Eric suspiró, luego se levantó y la siguió. Se detuvo en la puerta abierta y la encontró desnuda, contemplando el lavatorio. Era un baño pequeño, con techo en ángulo, empapelado de azul pastel con una guarda a lo largo del cielo raso. Contenía solamente el lavatorio y el inodoro, sobre paredes enfrentadas. Eric vio una caja de pañuelos de papel y entró para quedar espalda contra espalda con Maggie, atendiendo a sus necesidades.

– No quería venir esta noche. Fui a casa de Ma y me quedé allí hasta tarde, para saber que estarías en la cama. Si la casa hubiera estado a oscuras, no me habría detenido.

– Yo tampoco quería que vinieras.

Maggie abrió la canilla y se mojó la cara. Él hizo correr el agua del inodoro, luego se volvió para mirar la espalda de ella, inclinada sobre el lavatorio. Maggie tanteó con una mano, dio con una toalla y hundió la cara en ella, mientras él le acariciaba el hueco entre los omóplatos y preguntaba:

– Maggie, ¿qué pasa?

Ella se enderezó y bajó la toalla hasta el mentón, enfrentándose con los ojos de Eric en el espejo, un espejo ovalado colocado alto en la pared, que cortaba sus imágenes a la altura de los hombros.

– No quería que fuera así.

– ¿Así cómo?

– Sólo… sólo lujuria.

– No es sólo lujuria.

– ¿Entonces por qué pensé en esto todo el día? ¿Por qué sucedió lo que acaba de suceder en la cocina, justo lo que yo pensaba que iba a suceder si volvías esta noche?

– ¿No te gustó?

– Me encantó. Eso es lo que me asusta. ¿Dónde estaba el elemento espiritual?

Eric adhirió su cuerpo al de ella, le pasó los brazos debajo de los pechos y bajó los labios al hombro de Maggie.

– Maggie, te amo.

Ella alineó los brazos con los de él.

– Yo también te amo.

– Y lo que sucedió en la cocina fue producto de frustración.

– No creo que yo sirva para esto… para tener una aventura, Emocionalmente, ya estoy hecha un desastre.

Eric levantó la cabeza. Por unos instantes, se miraron a los ojos, consternados.

– ¿Puedo quedarme aquí esta noche?

– ¿Te parece prudente?

– Anoche no te cuestionaste la prudencia.

– He estado pensando desde entonces.

– Yo también. Por eso fui a casa de Ma.

– Y estoy segura de que llegamos a las mismas conclusiones.

– De todos modos, me quiero quedar.

Pasó esa noche y la siguiente en la cama de Maggie y el viernes por la mañana, cuando se preparaba para irse, la misma tristeza cayó sobre ellos. Se quedaron junto a la puerta de la cocina, él con las manos sobre los brazos de Maggie, ella con los brazos caídos. Maggie se había resguardado tras una coraza de serenidad.

– Te veré la semana que viene -dijo Eric.

– Muy bien.

– Maggie, yo… -Él se debatía otra vez con su feroz conflicto interior. -No quiero volver con ella.

– Lo sé.

Eric se sintió algo confundido por la calma de Maggie. Se mantenía serena, casi distante, mirándolo con ojos secos, mientras él sentía deseos de llorar.

– Maggie, necesito saber qué estás sintiendo.

– Te amo.

– Sí, lo sé, pero ¿has pensado en el resto de tu vida? ¿En volver a casarte?

– A veces.

– ¿En casarte conmigo? -preguntó con sencillez.

– A veces.

– ¿Lo harías? ¿Si yo fuera libre?

Ella vaciló, temiendo contestar, porque en los últimos tres días había tenido tiempo para considerar cuan apresurado había sido todo eso y adonde llevaría su vida.

– Maggie, soy totalmente nuevo en esto. Nunca tuve una relación hasta ahora, y si parezco inseguro es porque me siento así. No sé qué se debe hacer primero. No puedo mantener relaciones con dos mujeres al mismo tiempo, y ella está por regresar a casa y tengo que tomar una decisión. ¡Ay, qué torpe me siento!

– Los dos nos sentimos así. Yo tampoco he tenido nunca una relación. Eric, por favor, entiende. He pensado en lo que sería estar casada contigo. Pero fue… -Hizo una pausa, intentando ser franca -Pero fue más una fantasía que otra cosa. Porque fuiste el primero para mí y yo la primera para ti y si las cosas hubieran sido diferentes, podríamos haber estado casados todos estos años. Supongo que fue natural que te idealizara y que fantaseara contigo. Y luego, de pronto, apareciste de nuevo en mi vida como… como un caballero sobre un corcel, un marino al timón, haciendo sonar tu sirena y acelerándome el corazón. Mi primer amor.

Apoyó las manos sobre la campera de cuero de Eric, a la altura del corazón.

»Pero no quiero que nos comprometamos con cosas que no podemos cumplir o que exijamos cosas que no tenemos derecho de exigir. Hemos estado juntos nada más que tres días y bueno, seamos sinceros, por como ha sido la parte sexual, es posible que en este momento estemos razonando con los genitales.

Eric suspiró y dejó caer los hombros.

– Me dije lo mismo por lo menos una docena de veces al día y, a decir verdad, temía sacar el tema del matrimonio por las mismas razones. ¡Todo está sucediendo tan rápido! Pero quería que supieras, antes de que me fuera de aquí, que he tomado una decisión y voy a atenerme a ella. Esta noche le diré a Nancy que ya no puedo vivir con ella. No voy a ser uno de esos hombres que arrastra a dos mujeres detrás de él.

– Eric, escúchame. -Le tomó el rostro entre las manos. -A una parle de mí le encanta oírte decir eso, pero hay otra parte que ve con claridad cómo las personas que están en esta situación suelen hacer lo que en última instancia es peor para ellas. Eric, piensa. Piensa mucho en tus motivos para dejar a Nancy. Tienen que ser por tu relación con ella, no por tu relación conmigo.

Eric contempló sus ojos castaños, y pensó cuan sabia era, y cuan poco clásicas las reacciones de ambos: suponía que en muchos casos como el de ellos, la persona sola se aferraría y la casada se mostraría evasiva.

– Te lo dije antes de que esto comenzara, ya no la amo. Hace meses que me siento así. Hasta hablé con mi hermano Mike sobre eso, el otoño pasado.

– Pero si has tomado la decisión de dejarla y lo hiciste impulsivamente, hay muchas posibilidades de que estés reaccionando a las unas tres noches en lugar de a los últimos dieciocho años, y ¿qué debería pesar más?

– Dije que tomé la decisión y me atendré a ella.

– De acuerdo. Haz lo que debas hacer, pero hazlo comprendiendo el hecho de que acabo de embarcarme en una nueva etapa de mi vida. Tengo esta casa y el negocio de la hostería que acabo de empezar y algunas cosas que lograr por mí misma. -En voz más baja, agregó: -Y todavía tengo cicatrices que curar.

Durante algunos instantes se mantuvieron separados, sin tocarse.

– Muy bien -dijo Eric, por fin-. Gracias por ser sincera consigo.

– Leí en algún lado que para comprar un arma se debe llenar un formulario y aguardar tres días. Los legisladores creen que eso evita muchas muertes. Quizá debieran hacer una ley similar en cuanto a dejar a las esposas cuando comienza un romance. -Sus ojos se encontraron: los de Eric, tristes, los de Maggie, consternados. -Eric, nunca me consideré una rompehogares, pero yo también siento culpa por lo que sucedió.

– ¿Qué quieres hacer, entonces?

– ¿Accederías a posponer cualquier decisión por un tiempo y durante ese tiempo, mantenerte alejado de mí? ¿De aquí?

Eric la miró, acosado.

– ¿Por cuánto tiempo?

– No establezcamos un límite de tiempo. Considerémoslo un tiempo de sensatez.

– ¿Podría llamarte? -preguntó él. Parecía un niño castigado.

– Si lo crees prudente.

– Lo estás dejando todo por mi cuenta.

– No. Yo sólo te llamaré si me parece prudente, también.

Eric tenía expresión triste.

– Sonríeme una vez, antes de irte -le pidió Maggie. En lugar de hacerlo, Eric la abrazó con fuerza.

– Ay, Maggie…

– Lo sé… lo sé -lo calmó ella, acariciándole la espalda. Pero no lo sabía. Tenía tan pocas respuestas como él.

– Te extrañaré -susurró Eric. Su voz sonaba torturada.

– Yo también te extrañaré.

Un instante después, él se volvió, la puerta se abrió y Eric desapareció.

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