Se casaron cinco días después en el jardín de la Casa Harding. Fue una ceremonia sencilla, un martes al atardecer. El novio vestía traje de etiqueta gris con violetas del valle en la solapa (cortadas del cantero al norte de la casa), la novia, un traje rosado y llevaba un ramo de flores de manzano (del huerto de Easley). Estaban presentes la señorita Suzanne Pearson (en pijama y comiendo galletitas), Brookie y Gene Kershner, Mike y Barb Severson, Anna Severson (que cambió los eslóganes por poliéster azul de Sears Roebuck) y Roy Pearson, que bajó a su hija de la galería delantera al jardín mientras desde el porche se oía una rayada versión monofónica de las Andrew Sisters cantando: Estaré contigo cuando florezcan los manzanos.
Sobre la hierba fresca de primavera había una mesa antigua de comedor con un ramo de flores de manzano en un vaso. Junto a la mesa, un juez aguardaba con la toga negra, cuyas mangas amplias se agitaban con la brisa de la bahía. Cuando la canción terminó y el grupo se reunió ante él, el juez dijo:
– Los novios me han pedido que lea un poema que eligieron para la ocasión. Es antiguo como esta casa y se llama "Plenitud".
Ves, he abierto ante ti
las compuertas de mi ser
Y como la marea,
Has fluido hacia mí.
Los rincones más ocultos de mi espíritu
están llenos de ti
Y todos los canales de mi alma
Se han vuelto dulces con tu presencia;
Pues me has traído paz;
La paz de las grandes aguas tranquilas,
Y la quietud del mar estival.
Tus manos están cargadas de paz
Como la marea del mediodía está cargada de luz;
La eterna quietud de las estrellas
Galardona tu cabeza, y en tu corazón
mora el sereno milagro del ocaso.
Mi plenitud es absoluta.
En mí no se agitan aguas de inquietud
Pues he abierto ante t
Las anchas compuertas de mi ser
Y como la marea, has fluido hacia mí.
Luego de la lectura, Eric se volvió hacia Maggie. Ella dejó el ramo de flores sobre la mesa, y él le tomó las manos. A la luz de los últimos rayos de sol, el rostro de Maggie parecía dorado, sus ojos, del color de las bellotas. Tenía el pelo echado hacia atrás y en sus orejas había delicados aros de perlas rosadas. En aquel momento, bien podría haber vuelto a tener diecisiete años, y las ramas que había dejado eran las que él había recogido por primera vez para expresarle su amor. Ningún acto individual de la vida de Eric le pareció tan adecuado como cuando expresó sus votos:
– Fuiste mi primer amor, Maggie y serás mi único amor por el resto de nuestras vidas. Te respetaré, te seré fiel y trabajaré duro para ti y contigo. Seré un buen padre para Suzanne y los otros hijos que podamos tener y haré lodo lo que esté a mi alcance para hacerte feliz. -En voz baja, terminó diciendo: -Te amo, Maggie.
En el breve silencio que siguió, Anna se secó los ojos y Brookie puso su mano dentro de la de Gene. Un brillo apareció en los ojos de Maggie y una sonrisa pensativa, en sus labios.
Bajó la mirada hacia las manos de Eric: manos anchas y fuertes de pescador; lo miró a los ojos, los primeros ojos que había amado, azules como la achicoria en flor; miró ese rostro querido, curtido por el viento, que con el correr de los años sólo se tornaría más amado.
– Te amo, Eric… otra vez. -Una sonrisa tocó los ojos de ambos, luego desapareció. -Haré todo lo pueda para mantener ese amor fresco y vibrante como cuando teníamos diecisiete años y como ahora. Haré de nuestra casa un sitio donde viva la felicidad y en ella los amaré a ti y a Suzanne. Envejeceré contigo. Te seré fiel. Seré tu amiga para siempre. Llevaré tu nombre con orgullo. Te amo, Eric Severson.
Afuera, en la Bahía Green un par de gaviotas chillaba y el sol se apoyaba al final de un largo sendero dorado sobre el agua. Maggie y Eric intercambiaron anillos, sencillas alianzas de oro que parecieron captar el fuego del ocaso y entibiarse bajo él.
Cuando terminaron, Eric bajó la cabeza y besó el dorso de las manos de Maggie. Ella hizo lo mismo y se acercaron a la mesa, tomaron la lapicera que les tendía el juez y firmaron sus nombres en el certificado nupcial. Brookie y Mike fueron testigos y la sencilla ceremonia terminó menos de cinco minutos después de comenzar.
Eric sonrió a Maggie, luego al juez, que le estrechó la mano y le sonrió:
– Felicitaciones, señor y señora Severson. Que tengan una vida larga y plena de felicidad.
Eric levantó a Maggie en brazos y la besó.
– Señora Severson, te amo -le susurró al oído.
– Y yo a ti.
El círculo alrededor de ellos se estrechó. Brookie lloraba cuando besó a Maggie y dijo:
– Bueno, ya era hora.
Gene los abrazó a ambos y terció:
– Que tengan mucha suerte. Se la merecen.
– Hermanito -dijo Mike-. Creo que te sacaste la lotería.
– No podría sentirme más feliz -acotó Barbara-. Bienvenida a la familia.
Anna dijo:
– ¡Como para no hacer llorar a una vieja! A mi edad, hacerme de una nuera y una nieta en un día. Eric, toma a la niña, así puedo abrazar a Maggie. -Después de entregar la beba a su padre, Anna dijo a Maggie, mejilla a mejilla: -Vi venir este día cuando tenían diecisiete años. Veo que por fin hiciste feliz a mi hijo, y te quiero por eso. -Abrazó a Eric y le dijo: -Ojalá tu padre viviera para ver este día. Siempre tuvo debilidad por Maggie, y yo también. Felicitaciones, hijo.
Roy dijo a su hija:
– Estás preciosa, mi tesoro, y me alegro tanto de que esto haya sucedido. -Palmeó a Eric en la espalda y exclamó: -¡Bueno, por fin me conseguí alguien con quien salir a pescar y les aseguro que pienso hacerlo!
Todos se dirigieron hacia la casa, conversando, felices. Suzanne en brazos de su padre, con su madre apretada contra él. En la sala había champagne y torta. Mike propuso un brindis.
– Para la feliz pareja que empezó a noviar en el porche de nuestra casa, cuando ambos tenían diecisiete años. ¡Que a los noventa sigan tan enamorados como ahora!
Hubo regalos, también. De Brookie y Gene, un mantel calado del largo de la gigantesca mesa de comedor, con diez servilletas haciendo juego. De Barb y Mike, un par de candelabros antiguos de cristal tallado con seis velas blancas. Anna trajo una bolsa llena: repasadores bordados, carpetitas de crochet, seis frascos de la mermelada preferida de Eric y un juego de té de porcelana que había sido de la abuela Severson. Esto último hizo que Maggie derramara unas lágrimas y diera un fuerte abrazo a Anna. El obsequio de Roy fue un pequeño sillón antiguo Luis XIV para la sala, que él mismo había restaurado y retapizado. También recibió un abrazo de su hija y comentarios entusiastas de todos los invitados. Hubo también, un regalo de Suzanne (aunque nadie quiso confesar quién lo había comprado): una tarjeta con una fotografía de una familia victoriana: padre, madre e hija poniendo un velero de juguete sobre el agua de un laguito con un sauce en el trasfondo. Adentro, alguien había escrito: Para mamá y papá en el día de su casamiento… Con mucho amor, Suzanne.
Al leerla, Maggie y Eric intercambiaron una mirada de amor tan expresiva que todos los ojos de la habitación se humedecieron. Estaban sentados bajo la ventana del comedor, con los regalos desparramados alrededor y Suzanne cerca, en brazos de su abuelo. Eric acarició la mandíbula de Maggie, luego tomó a la beba.
– Gracias, Suzanne -dijo y le besó la mejilla-. Y gracias a todos ustedes. Queremos que sepan que para nosotros ha significado muchísimo tenerlos aquí esta noche. Los queremos mucho y les estamos agradecidos desde el fondo del corazón.
Suzanne comenzó a frotarse los ojos y lloriquear y el momento fue adecuado para concluir los festejos. Todas las despedidas fueron emotivas, pero Roy se quedó hasta el final. Mientras abrazaba a su hija, dijo:
– Tesoro, ¡lamento tanto que tu madre y Katy no estuvieran aquí! Tendrían que haber venido.
Era imposible negar que su ausencia dolía.
– Ay, papi… supongo que no se puede pedir que todo sea perfecto en la vida ¿no?
Él le palmeó el hombro, luego se apartó.
– Quiero que sepas algo, Maggie. Me has enseñado mucho en estos últimos meses, cosas que hubiera deseado aprender cuando era mucho más joven. Nadie puede hacerte feliz, salvo tú mismo. Lo has hecho y ahora voy a hacerlo yo. Comenzaré tomándome unas vacaciones en el trabajo. Sabes, en todos los años que trabajé en esa tienda, creo que no me tomé más de cuatro vacaciones y todas las usé para pintar la casa. Voy a irme unos días, para tomarme un poco de tiempo para mí.
– ¿Mamá no irá contigo?
– No. Pero no quiero que te preocupes. Te hablaré cuando regrese, ¿de acuerdo?
– Sí, papá, pero ¿dónde…?
– Tú sigue feliz, mi vida. Me hace bien al corazón verte así. Bien, será mejor que me vaya. -Besó a Maggie, acarició la cabeza de Suzanne y palmeó a Eric en la espalda. -Gracias, hijo -masculló, con lágrimas en los ojos y se marchó.
Ellos se quedaron en la galería trasera, viéndolo trepar los escalones hasta la calle, Eric con Suzanne en brazos, Maggie, con los brazos cruzados.
– Papá está preocupado -comentó Maggie pensativamente.
Eric le pasó un brazo alrededor de los hombros y la apretó contra él.
– Pero no por nosotros.
Ella sonrió y levantó la vista.
– No, no por nosotros.
Se miraron por unos instantes. Luego Eric susurró:
– Ven, acostemos a Suzanne.
Suzanne estaba cansada y quejosa y se durmió antes de que el pulgar llegara a su boca. Se quedaron mirándola unos instantes, tomados de la mano.
– Siento que no he vivido antes -susurró Eric-. Que todo empezó contigo… y con ella.
– Y fue así.
Eric la hizo volverse entre sus brazos y la sostuvo con suavidad.
– Mi mujer -susurró.
Ella apretó la mejilla contra la solapa de él y respondió, también en un susurro:
– Mi marido.
Permanecieron inmóviles un momento, como recibiendo una bendición, luego atravesaron el corredor hasta la Habitación del Mirador, donde los aguardaba la gran cama de madera tallada.
Roy Pearson condujo despacio hasta su casa. Fue por el camino más largó, colina arriba desde lo de Maggie, luego por los campos, para tomar después la carretera hasta la calle principal. Dobló a la derecha, pasó por el almacén donde había trabajado toda su vida de adulto, recordando los rincones, los sonidos y aromas: fruta madura y fiambres condimentados, el olor agrio de arenque en vinagre. El ruido de la vieja puerta de la conservadora cuando se abría. El ting de la caja registradora en la parte delantera. (En realidad, la vieja caja registradora hacía cuatro años que había desaparecido y la nueva hacía tit-tit-tit-tit, pero cuando Roy pensaba en cajas registradoras, seguía pensando en campanillas.) Helen McCrossen, que llegaba todos los martes a la once de la mañana en punto, tan puntual que uno podía poner el reloj en hora al verla, y preguntaba:¿Qué tal está el leberwurst hoy, Roy, es fresco? La sensación de la cuchilla en su mano, golpeando contra la tabla de madera. El aroma frío y grasoso de la conservadora.
Extrañaría el almacén.
Al llegar a su casa, entró por atrás, estacionó delante de las puertas cerradas del garaje y cruzó el jardín hasta la casa. El césped estaba húmedo y le mojó los zapatos. Vera lo regañaría si estuviera levantada. Pero la casa estaba en silencio y a oscuras. Roy pasó por alto el felpudo y entró directamente por la cocina hacia la baulera debajo de la escalera. Salió con una maleta de tela y una caja de cartón que llevó arriba al dormitorio.
Vera estaba despierta, con su redecilla para el pelo, leyendo a la luz de la lámpara abrochada a la cabecera de la cama, por encima de su hombro.
– ¿Y? -dijo, como si se dirigiera a un perro-. ¡Vamos, habla!
Roy dejó la valija y la caja y no respondió.
»Bueno, está casada con él, entonces.
– Así es.
– ¿Quién estaba? ¿Katy fue?
– Deberías haber ido a ver con tus propios ojos, Vera.
– ¡Jmf! -Vera regresó a su libro.
Roy encendió la luz central y abrió un cajón de la cómoda.
Por primera vez, Vera vio la valija.
– ¿Roy, qué haces?
– Te dejo, Vera.
– ¿Qué?
– Te dejo.
– ¡Roy, no seas tonto! Guarda esa valija y acuéstate.
Con calma, él comenzó a vaciar los cajones y a cargar la maleta. Y la caja. Sacó tres perchas del guardarropa y extendió la ropa al pie de la cama.
– Roy, vas a arrugar esos pantalones y los planché ayer. ¡Guárdalos ya mismo!
– Se terminó, Vera. No más órdenes para mí. He estado obedeciéndolas durante cuarenta y seis años, pero se acabó.
– ¿Qué diablos te pasa? ¿Te has vuelto loco?
– No, podría decirse que recuperé la cordura. Me quedan, como mucho, diez, quince años de salud y voy a tratar de sacarles algo de felicidad, como hizo mi hija.
– Tu hija. ¿Ella está detrás de esto, no?
– No, Vera, no. Tú estás detrás de esto. Tú y cuarenta y seis años de oírme decir dónde quitarme los zapatos, y cómo armar el árbol de navidad y cuánta grasa quitarle a las costillas de cerdo y dónde no puedo apoyar los pies y qué fuerte está el televisor y cómo hago todo mal. Quiero que sepas que no decidí esto de la noche a la mañana. Hace cinco años que lo estoy pensando. Fue ver el coraje de Maggie lo que me hizo juntar un poco de coraje a mí también. La he estado observando este último año, la vi tirar hacia adelante, forjarse una nueva vida, tratar se ser feliz a pesar de todo lo que le pasó, y me dije: "Roy, puedes aprender algo de esa joven".
– ¡Roy, no hablas en serio!
– Sí.
– Pero no puedes… no puedes irte ¡así, no más!
– No hay nada para mí aquí, Vera. No hay cariño ni felicidad ni amor. Eres una mujer incapaz de amar.
– ¡Qué ridículo!
– ¿Te parece? Si te preguntara ahora mismo: Vera, ¿me amas? ¿Podrías decirlo?
Ella se quedó mirándolo, con los labios apretados.
»¿Acaso lo has dicho alguna vez? ¿O lo has demostrado? ¿A mí o a Maggie? ¿Dónde estabas esta noche? ¿Dónde estabas cuando nació Suzanne? Estabas aquí, alimentando tu amargura, felicitándote por haber estado en lo cierto una vez más. Pues bien, cuando nació la beba, decidí que te daría un cierto tiempo para recuperar la sensatez y ser una madre para Maggie y una abuela para Suzanne, y hoy, cuando no quisiste ir a la boda de tu única hija, me dije, Roy, ¿qué sentido tiene? No cambiará nunca. Y creo de veras que no lo harás.
Roy guardó una camisa doblada en la valija. Vera lo miraba, incapaz de moverse.
– ¿Hay otra mujer?
– ¡Ay, por favor! Mírame un poco. Tengo edad como para estar jubilado, me quedan cuatro pelos locos en la cabeza y no he tenido una buena erección en los últimos ocho años. ¿Qué haría con otra mujer?
Vera comenzó a comprender que de verdad pensaba dejarla.
– ¿Pero adonde irás?
– En primer lugar, iré a Chicago a ver a Katy y a tratar de hacerla entrar en razón y ver que si sigue así, se pondrá igual que su abuela. Después… no sé. Dejé mi empleo en el almacén, pero les pedí que no dijeran nada hasta ahora. Quizá me retire y empiece a cobrar la jubilación, después de todo. Quizá me lleve mis herramientas y ponga un tallercito en algún sitio y haga muebles de muñecas para mi nueva nieta. Me gustaría pescar un poco con Eric. No lo sé.
– ¿Dejaste el trabajo en el almacén?
Él asintió, mientras metía una pila de medias dentro de la caja.
– ¿Sin siquiera decírmelo?
– Te lo estoy diciendo ahora.
– ¿Pero… y nosotros? ¿Vas a volver? -Cuando vio que él seguía empacando sin levantar la vista, Vera preguntó con voz baja y quebrada: -¿Estás diciendo que quieres divorciarte?
Roy la miró con tristeza. Su voz, cuando respondió, fue suave y profunda:
– Sí, Vera.
– ¿Pero no podemos hablarlo? ¿No podemos… no podemos…? -Se llevó un puño contra los labios. -¡Santo Dios! -susurró.
– No, no quiero hablar de nada. Sólo quiero irme.
– Pero Roy, cuarenta y seis años… no puedes darles la espalda a cuarenta y seis años.
Roy cerró la valija y la puso en el suelo.
– Saqué la mitad del dinero de nuestra cuenta bancaria y cobré la mitad de los certificados de depósito. El resto lo dejé para ti. Que los abogados se ocupen de los detalles de nuestro cierre de cuenta. Me llevo el auto, pero volveré cuando haya encontrado un sitio, para llevarme el resto de las cosas y mis herramientas. Puedes quedarte con la casa. Al fin y al cabo, siempre fue más tuya que mía, puesto que nunca me dejaste ensuciar ni usar nada.
Vera estaba sentada en el extremo de la cama, con expresión desconcertada y asustada.
– Roy, no te vayas… Roy, lo siento.
– Sí, estoy seguro de que ahora lo sientes. Pero es demasiado tarde, Vera.
– Por favor… -suplicó ella, con lágrimas en los ojos, mientras él iba al baño a juntar artículos de tocador. Regresó en menos de un minuto y los guardó dentro de la caja.
– Una cosa que deberías hacer de inmediato, Vera, es sacar la licencia para conducir. La vas a necesitar, de eso no hay dudas.
Vera estaba aterrada. Tenía un puño apretado contra el pecho.
– ¿Cuándo regresarás?
– No lo sé. Cuando decida lo que quiero hacer de allí en más. Después de Chicago, quizá vaya a conocer Phoenix. Dicen que allí los inviernos son suaves y que hay mucha gente de nuestra edad.
– ¿Phoenix? -susurró Vera-. ¿En Arizona? -Phoenix era en la otra punta del mundo.
Roy se apoyó la caja contra una cadera y levantó la valija con la mano libre.
– No me lo preguntaste, pero Maggie y Eric tuvieron una boda realmente hermosa. Van a ser muy felices juntos y nuestra nieta es una belleza. Quizás uno de estos días tengas ganas de caminar hasta allí y conocerla. -La última vez que había visto llorar a Vera fue en 1967, cuando murió su madre. Le pareció que era una buena señal. Quizá lograra cambiar, después de todo. -Imagino que, en cuanto salga por la puerta, querrás llamar a Maggie y llorar sobre su hombro, pero por una vez en tu vida, piensa en alguien más antes que en ti y recuerda que es su noche de bodas. Ella no sabe que te dejo. La llamaré dentro de unos días y se lo explicaré. -Su mirada recorrió la habitación y se posó sobre Vera. -Bueno… adiós, Vera.
Sin una palabra de enojo ni un rastro de amargura, se marchó de la casa.
Dio la sorpresa de su vida a Katy cuando la llamó por el teléfono del vestíbulo de su edificio.
– Te habla el abuelo. Vine a llevarte a desayunar.
La llevó a un Restaurante Perkins y pidió una omelette de jamón y queso para cada uno. Luego le dijo con mucho cariño en la voz y en los ojos lo que había venido a decirle.
– Te extrañamos en la boda, Katy. -Esperó, pero ella no respondió. -Fue un casamiento lindísimo, en el jardín de tu mamá, junto al lago, y creo que nunca he visto a dos personas más felices que tu madre y Eric. Ella se puso un vestido rosado precioso y llevaba flores de manzano y cada uno hizo sus votos. Todo fue muy sencillo y después hubo torta y champagne. Éramos un grupo pequeño: los Kerschner, la madre de Eric, su hermano y la mujer… y yo. -Roy bebió un sorbo de café y añadió, como si acabara de ocurrírsele: -Ah, y también había alguien más. -Se inclinó y puso una fotografía sobre la mesa. -Tu hermanita. -Se echó hacia atrás y enroscó el dedo en la taza. -Caramba, es una preciosura, aunque sea yo el que lo diga. Tiene el mentón de los Pearson, sin ninguna duda. Un hoyuelito divino, igual al tuyo y al de tu madre.
La mirada baja de Katy estaba clavada en la fotografía y sus mejillas se sonrojaron.
La camarera volvió a llenarles las tazas. Cuando se alejó, Roy apoyó los codos sobre la mesa.
– Pero ése no es el motivo por el que estoy aquí. Vine a decirte otra cosa. Me separé de tu abuela, Katy.
Los ojos de Katy se fijaron en él, incrédulos.
– ¿Te separaste? ¿Para siempre?
– Sí. Fue idea mía, y ella estaba bastante mal cuando la dejé. Si pudieras encontrar tiempo para ir a verla uno de estos fines de semana, creo que le encantaría estar contigo. Va a sentirse muy sola durante un tiempo… necesitará una amiga.
– Pero… pero tú… y la abuela… -Era inconcebible para Katy que sus abuelos pudieran separarse. ¡La gente no se separaba a esa edad!
– Hace cuarenta y seis años que estamos casados y durante ese tiempo la vi volverse más fría, más dura y más rígida, hasta que sencillamente pareció olvidarse de amar. Eso es triste, ¿sabes? Las personas no se ponen así de un día para el otro. Comienzan con cositas -buscando defectos, criticando, juzgando a los demás- y muy pronto creen que el mundo entero está al revés y que ellos son los únicos que saben cómo habría que ordenarlo. Una pena. Tu abuela tuvo una buena oportunidad últimamente de demostrar un poco de compasión, de ser la clase de persona que gusta a la gente, pero rechazó a tu mamá. Condenó a Margaret por algo por lo cual nadie tiene derecho de condenar a otro. Le dijo: si no manejas tu vida como a mí me parece que deberías manejarla, bueno, entonces no quiero tener nada que ver contigo. No visitó a tu madre en el hospital cuando nació Suzanne y no la ha ido a ver desde entonces. Ni siquiera ha visto a Suzanne -su propia nieta- y se negó a ir a la boda. Bueno, un hombre no puede vivir con una mujer así, al menos, yo sé que no puedo. Si tu abuela quiere ser así, que lo sea, pero sola. -Caviló un poco y añadió como al descuido: -La gente así termina siempre sola, porque a nadie le gusta estar cerca de la amargura.
Katy había estado mirando la mesa. Cuando levantó la vista había lágrimas en sus ojos.
– ¡Ay, abuelo! -susurró con voz trémula-. Me he sentido tan mal.
Él extendió la mano y cubrió la de Katy sobre la mesa.
– Pues eso debería decirte algo, Katy.
Las lágrimas se agrandaron en los ojos de ella, hasta que por fin desbordaron y le corrieron por las mejillas.
– Gracias -susurró-. Gracias por venir y por hacerme comprender.
Roy le apretó la mano y sonrió con benevolencia.
El sábado después de su casamiento, Maggie estaba dando de almorzar a Suzanne. Eric se había ido temprano a la mañana. La criatura estaba sentada sobre la mesa de la cocina y tenía bigotes de puré de manzanas. En ese momento, sonó el teléfono.
Maggie atendió, sosteniendo el frasco tibio de comida infantil en la mano libre.
– ¡Hola!
– Hola, amor.
– ¡Eric! ¿Cómo estás? -respondió, sonriente.
– ¿Qué estás haciendo?
– Dándole puré de manzanas a Suzanne.
– Dile hola.
– Suzanne, tu papá te dice hola.
Por el teléfono, Maggie dijo:
– Te agitó un puño. ¿Vienes a almorzar?
– Sí. Tuve una buena mañana. ¿Y tú?
– También. Llevé a Suzanne afuera al sol conmigo mientras carpía los canteros. Me pareció que le… -Maggie dejó de hablar, interrumpiéndose en la mitad de la frase. Un instante después, dijo con un susurro asombrado; -Ay, Dios mío…
– Maggie, ¿qué pasa? -Eric se asustó.
– Eric, vino Katy. Está bajando por el sendero.
– ¡Ay, mi amor! -dijo él con tono comprensivo.
– Querido, será mejor que corte.
– Sí, está bien… Suerte, Mag -añadió de prisa.
Katy estaba vestida con jeans y un buzo de la universidad y llevaba una cartera de cuero colgada del hombro. El convertible estaba estacionado en la cima de la cuesta detrás de ella. La joven avanzaba con los ojos fijos en la puerta de alambre tejido.
Maggie se acercó a la puerta y esperó. Al pie de la galería, Katy se detuvo.
– Hola, mamá.
– Hola, Katy.
En ese instante, sólo la pregunta más mundana acudió a la mente de Katy.
– ¿Cómo estás?
– Feliz, Katy. ¿Y tú?
– Todo lo contrario.
Maggie abrió la puerta.
– ¿Quieres entrar y hablar de ello?
Con la cabeza gacha, Katy entró en la cocina. Sus ojos fueron inmediatamente a posarse sobre la mesa, donde estaba sentada la beba con un bombachudo azul con tiradores. Se chupaba un puño, tenía los tobillos cruzados y un babero levantado alrededor de las orejas.
Maggie cerró la puerta despacio y vio a Katy detenerse y contemplar a su hermana.
– Ésta es Suzanne. Le estaba dando el almuerzo. ¿Por qué no te sientas mientras termino? -Penosamente cortés, como si el cura de la iglesia hubiera venido de visita.
Katy se sentó, hipnotizada por la criatura. Maggie se quedó de pie junto a la mesa y siguió dando de comer a Suzanne. La niña tenía la vista fija en la desconocida que acababa de entrar.
– El abuelo vino a verme el miércoles.
– Sí, lo sé. Me llamó.
– ¿No es un horror, lo de la abuela y él?
– Es triste ver deshacerse cualquier matrimonio.
– Me contó varias cosas sobre la abuela, sobre la clase de persona que es… digo… -Katy se interrumpió; en su rostro había angustia. -Me dijo… que soy igual que ella y no quiero ser así. De verdad, ma.
Mitad mujer, mitad niña, los ojos se le llenaron de lágrimas y el rostro se le arrugó.
Maggie dejó el frasco de comida y dio la vuelta a la mesa con los brazos abiertos.
– Katy, mi querida…
Katy cayó contra ella, llorando.
– Fui una bestia contigo, mami, perdóname.
– Han sido tiempos difíciles para todos.
– El abuelo me hizo ver lo egoísta que fui. No quiero perder a los que amo, como le sucedió a la abuela.
Abrazando a su hija, Maggie cerró los ojos y sintió otra de las complejas alegrías que eran parte del hecho de ser madre. Ella y Katy habían pasado por una gran catarsis en los últimos dos años. Agria, a veces, dulce, otras. Cuando Katy la abrazó, todo lo agrio se disolvió, dejando nada más que lo dulce.
– Mí vida, ¡me alegro tanto de que hayas venido!
– Yo también.
– Katy, amo muchísimo a Eric. Quiero que lo sepas. Pero mi amor por él no disminuye en absoluto el amor que siento por ti.
– Sí, lo sabía, también. Pero… estaba… no sé. Confundida y dolida. Pero sólo quiero que seas feliz, ma.
– Lo soy. -Maggie sonrió contra el pelo de Katy, tieso por el gel. -¡Él me ha hecho tan inmensamente feliz! -El intercambio solemne dio el pie para que Maggie hiciera la pregunta: -¿Quieres que te presente a tu hermana?
Katy retrocedió, secándose los ojos con el dorso de la mano.
– ¿Para qué crees que vine?
Se volvieron hacia Suzanne.
– Susana Banana, ésta es Katy. -Maggie sacó a la niña de la sillita y se la apoyó sobre un brazo. Los ojos azules de Suzanne se fijaron en Katy con franca curiosidad. Volvió a mirar a su madre, luego a la joven que estaba junto a ella, vacilante. Por fin dedicó a Katy una sonrisa babosa y emitió un chillido de alegría.
Katy extendió los brazos y la alzó.
– Suzanne… holaaaaa -dijo, maravillada, luego se volvió hacia su madre-: Oh, mira, el abuelo tenía razón. Tiene el mentón de los Pearson. Caramba, ma, es hermosa. -Katy la sostenía con cuidado; la hizo saltar sobre su brazo, le dio un dedo para que se sujetara y sonrió. -Oh… -exclamó otra vez, cautivada, mientras Maggie se mantenía apartada, sintiéndose bendecida por la suerte.
Las dos hermanas estaban todavía conociéndose cuando se oyó el ruido de una camioneta afuera y Eric bajó por el sendero.
Maggie abrió la puerta de alambre tejido y la mantuvo así mientras él se acercaba.
– Hola -dijo Eric con seriedad muy poco característica, apoyándole una mano en el hombro.
– Hola. Tenemos visitas.
Eric se detuvo justo en la puerta, dejó que sus ojos encontraran a Katy y aguardó. Ella estaba del otro lado de la mesa. En su rostro había una mezcla de tristeza y temor. Suzanne estalló en risas al verlo.
– Hola, Katy -dijo Eric, por fin.
– Hola, Eric.
Él dejó su gorra de capitán sobre el armario.
– ¡Qué linda sorpresa!
– Espero no haber hecho mal en venir.
– Por supuesto que no. Los dos estamos muy contentos de tenerte aquí.
Los ojos de Katy se posaron en Maggie, luego de nuevo en Eric. Sus labios se curvaron en una sonrisa vacilante.
– Me pareció que era hora de conocer a Suzanne.
Eric dejó que su sonrisa se trasladara a la beba.
– Parece que le gustas.
– Sí, bueno, es un milagro. Quiero decir… no he sido muy agradable en los últimos tiempos ¿no?
Se produjo un silencio incómodo y Maggie intervino para romperlo.
– ¿Por qué no nos sentamos? Prepararé unos sandwiches.
– No, espera -pidió Katy-. Déjame decir esto antes, porque creo que no podré tragar nada hasta haberlo dicho. Eric… ma… perdónenme por no haber venido a su casamiento.
Los ojos de Maggie y Eric se encontraron. Ambos miraron a Katy y buscaron algo que decir.
– ¿Es demasiado tarde para felicitarlos?
Por un instante, nadie se movió. Luego Maggie salió disparada a apretar su mejilla contra la de Katy mientras Katy miraba por encima del hombro de su madre, con lágrimas en los ojos, a Eric. Él siguió a su mujer por la habitación y vaciló cerca de ellas, contemplando el rostro de la joven que se parecía tanto a la hija de él, que ella tenía en brazos.
Maggie se apartó, dejando a Katy y Eric con los ojos fijos el uno en el otro.
Él no era su padre.
Ella no era su hija.
Pero ambos amaban a Maggie, que estaba de pie entre los dos, con los labios temblando, mientras que Suzanne estudiaba la escena con inocencia.
Eric dio el paso final y apoyó una mano sobre el hombro de Katy.
– Bienvenida a casa, Katy -dijo con sencillez.
Y Katy sonrió.