Glenda Holbrook Kerschner vivía en una casa de campo de noventa años de antigüedad rodeada de veinte acres de cerezos Montmorency, sesenta de praderas y bosques, un venerable granero rojo, un no tan venerable granero de chapa y una telaraña de senderos marcados por niños, máquinas, perros, gatos, caballos, ciervos, zorrinos y ardillas.
Maggie había estado allí años antes, pero la casa era más grande ahora, con una ampliación de madera que sobresalía de la construcción original de piedra caliza. La galería, en un tiempo cercada con baranda blanca, había sido cerrada con vidrio y se había convertid en parte de la sala. Una huerta inmensa se extendía por una colina al este detrás de la casa y en la soga de la ropa (casi tan grande como el jardín) colgaban cuatro alfombritas. Maggie entró el coche en el jardín poco antes de las ocho esa noche.
Todavía no había apagado el motor cuando la puerta se abrió con violencia y Brookie salió a la carrera, gritando:
– ¡Maggie, viniste!
Dejando la puerta abierta, Maggie corrió. Se encontraron en el jardín junto a la casa y se abrazaron con fuerza y ojos húmedos.
– ¡Brookie, qué bueno es verte!
– ¡No lo puedo creer! ¡Sencillamente no lo puedo creer!
– ¡Estoy aquí! ¡Te juro que estoy aquí!
Apartándose por fin, Brookie dijo:
– ¡Por Dios, déjame mirarte! ¡Estás flaca como un palo! ¿No te dan de comer en Seattle?
– Vine aquí a que me engorden.
– Pues has dado con el sitio indicado, como podrás ver.
Glenda dio una vueltita y exhibió su cuerpo regordete. Cada embarazo la había dejado con dos kilos de más, pero tenía aspecto de agradable matrona, con el cabello corto y rizado alrededor del rostro, una sonrisa contagiosa y atractivos ojos castaños.
Apoyó ambas manos sobre su generosa cintura y se miró.
– Como diría Gene: le proporciono calor en invierno y sombra en verano. -Antes que Maggie pudiera dejar de reír, ya la estaba llevando hacia la casa, apretada contra su costado. -Ven a saludarlo.
En el escalón trasero de la casa aguardaba Gene Kerschner, alto, anguloso, vestido con vaqueros y una gastada camisa escocesa. Sostenía la mano de una niñita descalza y en camisón que apenas si le llegaba a la cadera. Tenía el aspecto de un satisfecho granjero, de un padre feliz, pensó Maggie mientras él soltaba la mano de la niña para darle un abrazo de bienvenida.
– Así que ésta es Maggie. Ha pasado mucho tiempo.
– Hola, Gene. -Maggie sonrió al hombre de hablar pausado.
– Quizás ahora que estás aquí Glenda se calmará un poco.
La niñita le tironeó del pantalón.
– ¿Quién es, papi?
Él la levantó en brazos.
– Es Maggie, la amiga de mamá. -A Maggie, dijo: -Ella es Chrissy, una de los menores.
– Hola, Chrissy. -Maggie tendió una mano.
La niña se metió un dedo en la boca y apoyó la frente contra la mejilla de su padre.
Riendo, entraron mientras Glenda añadía:
– El resto está desparramado por allí. Justin tiene dos años y ya está durmiendo, por suerte. Julie y Danny están andando en Penélope, nuestro caballo. Erica salió con un muchacho: tiene dieciséis dulces años y está locamente enamorada. Todd está trabajando en el pueblo, de camarero en The Cookery. Tiene diecinueve y está tratando de decidir si debe alistarse en la Fuerza Aérea. Y Paul, el mayor, ya regresó a la universidad.
La casa era amplia y cómoda, con una cocina enorme dominada por una mesa con patas en forma de garra y ocho sillas. La sala se anexaba a la cocina y estaba amoblada con sofás gastados, un televisor grande y al final, donde había sido cerrada la galería, había un antiguo diván de hierro y dos mecedoras. La decoración no era elegante, pero apenas entró, Maggie se sintió en su casa.
Se dio cuenta de inmediato de que Brookie manejaba a su familia con mano firme pero amorosa.
– Dale un beso a mami -dijo Gene a Chrissy-. Te vas a la cama.
– ¡Noooo! -Chrissy pataleó contra su estómago y arqueó la espalda, fingiendo resistirse.
– Sí, a la cama.
Ella tomó el rostro de su padre entre sus manitos y probó un poco de seducción.
– ¿Por favor, papito, puedo quedarme un ratito más?
– Eres una brujita -dijo Gene, inclinándola hacía su madre-. Dale un beso, rápido.
Chrissy y Glenda intercambiaron un beso y un abrazo.
– Hasta mañana, mi vida.
Sin más protestas, la niña subió en brazos de su padre.
– Bueno -dijo Glenda-. ¡Ahora podemos estar tranquilas! Cumplí con mi promesa -añadió, abriendo la puerta de la heladera y sacando una botella verde de cuello largo-. Algo especial para la ocasión. ¿Qué te parece?
– Me encantaría una copa. Sobre todo luego de estar con mi madre durante las últimas tres horas.
– ¿Cómo está el sargento Pearson? -El apodo se remontaba a los días en que Brookie subía al porche de los Pearson y hacía un saludo militar ante la "P" de la puerta de alambre tejido antes de entrar con Maggie.
– Insoportable como siempre. Brookie, no sé cómo mi padre puede vivir con ella. ¡Seguro que vigila cuando él va al baño para que no le salpique la tapa!
– Qué lástima, porque tu padre es tan buena persona. Todo el inundo lo adora.
– Lo sé. -Maggie aceptó una copa de vino y bebió un sorbo.-¡Mmm, gracias! -Siguió a Brookie al extremo de la gran habitación. Brookie se sentó en una mecedora y Maggie en el diván, abrazando un almohadón. Brindó a Glenda un resumen de las críticas que ella y Roy habían recibido desde que pisaron la casa. Gene regresó, bebió un sorbo del vino de Glenda, le besó el pelo, les deseó que se divirtieran mucho y se marchó, dejándolas solas.
A los cinco minutos, sin embargo, Julie y Danny entraron ruidosamente, oliendo a caballo. Soportaron con estoicismo las premiaciones, luego huyeron a la cocina a prepararse bebidas frescas. Erica y su noviecito llegaron con otra pareja de su edad, alegres y ruidosos, para buscar en el periódico qué daban en el autocine local.
– ¡Ah, hola! -dijo Erica cuando le presentaron a Maggie-.Hemos oído un montón de cuentos sobre lo que tú y mamá hacían en la escuela. Éstos son mis amigos, Matt, Karlie y Adam. ¿Mami, podemos preparar pochoclo para llevar al cine?
Mientras lo preparaban, regresó Todd, bromeó con sus hermanos en la cocina y luego dijo:
– Hola, ma, ¿ella es Maggie? Está igual a la foto de tu anuario. -Estrechó la mano de Maggie, luego se apropió de la copa de su madre y bebió un trago.
– Dame eso. Te detendrá el crecimiento.
– Pues no parece haber detenido el luyo -bromeó Todd y saltó hacia un costado cuando ella intentó pegarle en el trasero.
– ¿Siempre es así aquí? -preguntó Maggie una vez que Todd regresó a la cocina a robar maíz y fastidiar a los hermanos menores.
– Por lo general, sí.
El contraste entre la vida de Maggie y la de Brookie era tan grande que las llevó a una serie de comparaciones y cuando por fin la casa quedó en silencio y estuvieron solas, hablaron como si nunca se hubieran separado, con franqueza y confianza.
Maggie describió cómo era perder al marido en un accidente de avión y enterarse a la mañana siguiente por el noticiario; Brookie le contó cómo era enterarse de que una estaba encinta a los treinta y ocho años.
Maggie habló de lo sola que se había quedado al partir su única hija para la universidad; Brookie admitió las frustraciones de tener siete hijos entre los pies todo el tiempo.
Maggie describió sus cenas solitarias en la casa vacía, Brookie, su eterno cocinar para nueve personas cuando hacían treinta y seis grados y la casa no tenía aire acondicionado.
Maggie le narró su malestar al haber recibido insinuaciones de un amigo casado en un club de golf cuyos greens tenían forma de patas de oso, con dedos y todo; Brookie le dijo que, mientras tanto, ella carpía veinte acres de cerezos para mantener las malezas bajo control.
Maggie le describió la soledad de enfrentar la cama vacía luego de años de acurrucarse junto a la persona amada. Brookie respondió:
– Nosotros todavía dormimos de a tres, a veces de a cuatro, cuando hay tormenta.
– Te envidio, Brookie -dijo Maggie-. ¡Tu casa está tan llena de vida!
– No cambiaría a ninguno de ellos, aun a pesar de que había épocas en que pensaba que se me caería el útero.
Rieron. Se habían bebido la botella de vino y se sentían ligeras y a gusto recostadas en los sillones. La habitación estaba iluminada sólo por una lámpara de pie y la casa silenciosa invitaba a las confidencias.
– Phillip y yo intentamos tener más hijos -admitió Maggie, tendida en el diván, con la copa vacía al revés entre los dedos -. Tuve dos embarazos más, pero los perdí y ahora ya estoy comenzando con la menopausia.
– ¿Ya?
– Alrededor de tres meses luego de la muerte de Phillip estaba en cama una noche a eso de las once cuando creí tener un infarto. Te juro que me sentía como creo que debes sentirte cuando te da un ataque al corazón, Brookie. Era algo que comenzaba en el pecho y se extendía como impulsos eléctricos por brazos y piernas, dejándome las manos y los pies húmedos. Fue aterrador. Me volvió a suceder, desperté a Katy y me llevó al hospital. Adivina qué era.
– No lo sé.
– Calores.
Brookie trató de disimular una sonrisa, pero no pudo.
– ¡Brookie, si te ríes, te mato!
– ¿Calores?
– Estaba sentada en el consultorio esperando al médico cuando la enfermera que me estaba tomando los signos vitales me pidió que le describiera lo que me había sucedido. Mientras lo hacía, me volvió a suceder. Se lo dije a la enfermera. Ella me miró y dijo: "Señora Stearn, ¿cuántos años tiene?" Le dije que tenía treinta y nueve y me contestó: "No está teniendo un infarto, le están subiendo los calores. Veo cómo se pone roja desde el pecho hasta el cuello en este mismo momento."
Glenda ya no podía ocultar la risa. Lanzó una carcajada. Luego otra. Pronto estaba tirada en la silla, desternillándose de risa. Maggie estiró un pie y le dio un golpe.
– ¡Te parece muy gracioso, pero espera a que te dé uno!
Brookie se calmó, se acomodó en la silla y cruzó las manos sobre su abdomen.
– Caray, ¿puedes creer que estemos tan viejas?
– Que estemos, no. Que yo lo esté. Tú sigues produciendo bebés.
– ¡Ya no, te lo aseguro! Ahora tengo un recipiente lleno de preservativos sobre la mesa del comedor.
Volvieron a reír, hicieron silencios cómodos y Maggie tomó la mano de Brookie.
– Es tan bueno estar aquí contigo. Eres mejor que el doctor Feldstein. Mejor que la terapia de grupo. Mejor que las amigas que me hice en Seattle. Te lo agradezco mucho.
– Bah, ahora nos estamos poniendo melosas.
– No, lo digo en serio, Brookie. No estaría aquí en Door si no hubieras llamado a todos y comenzado la ronda de llamadas. Primero Tani, luego Fish y Lisa, y hasta Eric.
– ¡Entonces te llamó!
– Sí; me sorprendió tanto.
– ¿Qué dijo?
– Que se había enterado por ti de la verdadera razón por la que lo había llamado. Temía que fuera a suicidarme, pero le aseguré que no había peligro.
– ¿Y?
– Y bueno, lo habitual. Hablamos de su trabajo, de cómo había sido la pesca, sobre mis clases en la escuela, cuánto tiempo habíamos estado casados, cuántos hijos teníamos o no teníamos y me dijo que es muy feliz en su matrimonio.
– Espera a conocer a su mujer. Es una bomba. Parece una modelo.
– No creo que la vea. Ni a Eric, para el caso.
– Sí, es difícil, pues estarás tan poco tiempo.
– ¿Por qué crees que no tuvieron hijos? Me parece extraño, pues cuando yo salía con Eric, siempre decía que no le molestaría tener media docena.
– ¿Quién sabe?
– Bueno, de todos modos no son asuntos que me incumban. -Maggie se desperezó. Eso hizo bostezar a Brookie. Maggie bajó los pies al suelo y dijo:
– Buena señal para que un invitado regrese a su casa. -Miró el reloj y exclamó: -¡Cielos, es casi la una!
Brookie acompañó a Maggie al coche. La noche era cálida y se sentía el aroma de las petunias y el olor de los caballos. Las estrellas se destacaban en el cielo negro.
– Es curioso esto de los pueblos natales -musitó Maggie.
– ¿Cómo te llaman para que vuelvas, no?
– Sí, en serio. Sobre lodo cuando tienes amigos. Y mañana estaremos todas juntas.
Se abrazaron.
– Gracias por estar allí cuando te necesité. Y por preocuparte.
Por una vez, Glenda no hizo bromas.
– Es lindo tenerte aquí de nuevo. Ojalá te quedaras para siempre.
Para siempre. Maggie lo pensó en el camino de regreso, en la tibia noche de agosto, fragante de cereales y manzanas en proceso de maduración que recordaban que el otoño estaba en puerta. En ningún lado el otoño era tan magnífico como en Door County, y hacía más de veinte años que no veía el cambio de color de las hojas allí. Sentía deseos de pasar un otoño de nuevo en Door. ¿Pero quedarse para siempre? ¿Con Vera en la misma ciudad? De ninguna manera.
En la casa, Vera se las había ingeniado para dejar una última orden. Apoyada contra la lámpara de la cómoda había una nota: Apaga la luz del baño.
Al día siguiente, a las once de la mañana, cuatro adultas maduras invadieron la casa de Brookie, convirtiéndose en un quinteto de chiquilinas risueñas y alborotadas.
Se abrazaron. Saltaron. Lloraron. Se besaron. Hablaron todas al mismo tiempo. Se llamaron por los sobrenombres olvidados de la adolescencia. Dijeron obscenidades con sorprendente facilidad luego de años de eliminar esos epítetos poco femeninos de su vocabulario. Admiraron a Lisa (todavía la más bonita), se conmiseraron con Maggie (la viuda), rieron de Brookie (la más prolífica) y de Carolyn (ya abuela) y de Tani (la más canosa).
Compararon fotografías familiares, personalidades de sus hijos, recuerdos obstétricos; anillos de casamiento, maridos y empleos; viajes, decoraciones de casas y problemas de salud; comieron ensalada de pollo, bebieron vino y se alborotaron todavía más; se pusieron al día sobre las familias: madres, padres, hermanos; chismearon sobre antiguas compañeras de clase; revivieron recuerdos adolescentes. Sacaron el anuario de Brookie y rieron ante los anticuados peinados y el excesivo maquillaje; criticaron a los profesores que habían odiado y alabaron a los que les habían tenido cariño allá por l965; trataron de cantar el himno de la escuela, pero no recordaban la letra (Brookie sí, pues seguía yendo a las Fiestas Deportivas). Por fin transaron con una versión de Tres palomas blancas volaron hacia el mar cantada por Lisa, Brookie y Maggie a tres dudosas voces.
Pusieron rayados discos de los Beatles y bailaron el watusi. Caminaron por la pradera de Brookie tomadas del brazo, cantando canciones groseras por las que hubieran castigado a sus hijos, canciones groseras que los varones les habían enseñado en la escuela secundaria.
A la hora de la cena fueron al centro y comieron en The Cookery, atendidas por Todd, el hijo de Brookie, que recibió la mayor propina de su carrera. Circularon por la calle principal entre turistas, bajaron a la playa y se sentaron sobre rocas para ver ponerse el sol por encima del agua.
– ¿Por qué no hicimos esto antes? -quiso saber una de ellas.
– Deberíamos hacer un pacto para juntarnos todos los años así.
– Deberíamos.
– ¿Por qué de pronto hablan con tanta tristeza? -preguntó Lisa.
– Porque decir adiós es triste. Ha sido un día tan divertido.
– Pero no es una despedida. Van a venir al casamiento de Gary, ¿no es así?
– No estamos invitadas.
– ¡Claro que sí! ¡Uy, casi me olvido! -Lisa abrió su cartera. -Gary y Deb me dieron esto para ustedes. -Extrajo una invitación color gris pálido con los nombres de todas en el sobre y la hizo circular.
– Gene y yo iremos -confirmó Brookie, mirando el círculo de rostros. Ya saben… pueblo pequeño… todo el mundo va.
– Y Maggie se queda hasta el domingo -razonó Lisa- y ustedes dos viven lo suficientemente cerca como para venir con el coche. Gary me pidió que insistiera. Él y Deb quieren que vayan. La recepción será en el Yacht Club de Puerto Bailey.
Se miraron entre ellas queriendo decir que sí.
– Yo iré -anunció Tani-. Me encanta la comida del Yacht Club.
– Yo también -la respaldó Fish-. ¿Y tú, Maggie?
– ¡Pero por supuesto que iré si ustedes estarán allí!
– ¡Fantástico!
Se levantaron de las rocas, se limpiaron la ropa y regresaron hacia la calle.
– ¿Qué haremos mañana, Maggie? -preguntó Brookie-. Planeemos algo. ¿Nadar? ¿Ir de compras? ¿Caminar hasta la isla Cana? ¿Qué me dices?
– Me siento culpable por alejarte de nuevo de tu familia.
– ¡Culpable! -chilló Brookie-. Cuando tienes una familia tan numerosa como la mía, aprendes a aprovechar cualquier oportunidad para estar sola. Gene y yo hacemos mucho por los niños, ellos bien pueden darme un día para mí de vez en cuando.
El plan quedó confirmado y fijaron la hora antes de despedirse.
A la mañana siguiente, Maggie se sentó a beber té en la cocina, intentando mantener una conversación con su madre sin perder los estribos.
– Brookie tiene una familia maravillosa y me encanta su casa.
– Es una lástima cómo ha engordado -comentó Vera-. Y en cuanto a familia, diría que es demasiado numerosa. Vaya, debe de haber tenido treinta y ocho años cuando tuvo el último.
Maggie se mordió el labio y defendió a su amiga.
– Pero se llevan tan bien. Los mayores cuidan a los más chicos y guardan todo lo que sacan. Son una familia maravillosa.
– No obstante, cuando una mujer está cerca de los cuarenta, debería tener más cuidado. ¡Podría haber tenido un niño retardado!
– Aun después de los cuarenta, los embarazos ya no son tan raros, mamá, y Brookie dijo que deseó a cada uno de los bebés. El último no fue ningún error.
Vera frunció los labios y arqueó una ceja.
– ¿Y Carolyn?
– Parece feliz casada con un granjero. Ella y su marido van a cultivar ginseng.
– ¿Ginseng? ¿Quién come ginseng?
Una vez más, Maggie tuvo que contenerse para no contestar de mal modo. Con el paso del tiempo, Vera se tornaba cada vez más pedante. Fuera cual fuese el tema, a menos que Vera lo utilizara, o lo aprobara, el resto del mundo no podía hacerlo. Para cuando Vera terminó de preguntar sobre Lisa, Maggie tenía ganas de gritar: ¿para qué preguntas, madre, si ni siquiera te interesa? Pero respondió:
– Lisa sigue hermosa como siempre, quizá todavía más. Su marido es piloto, así que han viajado por todo el mundo. ¿Y recuerdas lo pelirroja que era Tani? El pelo se le ha vuelto de un lindísimo tono durazno. Como una hoja de arce en otoño.
– Oí decir que el marido puso un taller de máquinas y lo perdió en unos años. ¿Te contó algo sobre eso?
Cállate y sal de aquí antes de estallar, se dijo Maggie.
– No, mamá, no me dijo nada.
– Y apuesto a que ninguna tiene tanto dinero como tú.
¿Cómo fue que te volviste así, mamá? ¿Es que acaso no hay generosidad en tu espíritu? Maggie se levantó para dejar la taza en la pileta.
– Hoy voy a salir con Brookie, así que no prepares almuerzo para mí.
– Con Brookie… ¡pero no has pasado más de dos horas en casa desde que llegaste!
Por una vez, Maggie no quiso disculparse.
– Vamos a ir de compras y pasear hasta la isla Cana.
– ¿Para qué quieren ir allí? Han estado en ese sitio miles de veces.
– Es nostálgico.
– Qué tontería. Ese viejo faro se desmoronará un día de estos y todos tendremos que pagar…
Maggie se marchó en medio de la diatriba de Vera.
Llevó su coche. Pasó a buscar a Brookie y juntas fueron a la Tienda de Ramos Generales de Fish Creek donde Roy les preparó gigantescos sandwiches de pavo y queso y, sonriendo, les dijo:
– ¡Que se diviertan!
Pasaron la mañana revolviendo tiendas de antigüedades de la Carretera 57, cabañas de troncos restauradas cuyo encanto cobraba vida detrás de persianas blancas y canteros de flores. Una era un gran granero rojo, con puertas que se abrían a inmensos charcos de sol sobre pisos de madera de pino pintada. De las vigas colgaban ramilletes de hierbas y las buhardillas estaban llenas de colchas hechas a mano y velas rústicas. Examinaron jarras y jofainas, juguetes de hojalata, encaje antiguo, trineos con patines de madera, ollas de barro, mecedoras, urnas y armarios.
Brookie descubrió una encantadora cesta azul con flores y espigas secas y un inmenso moño rosado en la manija.
– Me encanta -dijo, dejándola colgar de un dedo.
– Cómprala -sugirió Maggie.
– No puedo.
– Yo sí. -Maggie se la quitó de la mano.
Brookie la recuperó y la volvió a colocar sobre el soporte.
– Ah, no, ni se te ocurra.
Maggie volvió a tomar la canasta.
– Te digo que sí.
– ¡No y no!
– Brookie -insistió Maggie, mientras las dos sujetaban la canasta-. Tengo cualquier cantidad de dinero y nadie en quien gastarlo. Por favor… déjame.
Sus ojos se encontraron en una lucha amistosa. Sobre sus cabezas, el viento hizo sonar unas campanillas.
– Está bien. Gracias.
Una hora más tarde, cuando hubieron cruzado la costa rocosa hasta la isla Cana, visitado el faro, explorado la orilla, nadado y comido en el picnic contemplando el lago Michigan, Maggie se tendió de espaldas sobre una manta; se había puesto anteojos oscuros para protegerse del sol.
– Eh, Brookie -dijo.
– ¿Mmm?
– ¿Te puedo contar algo?
– Claro.
Maggie se bajó los anteojos y escudriñó una nube por encima de ellos.
– Es cierto lo que te dije allí en la tienda de antigüedades, ¿sabes? Soy tremendamente rica y ni siquiera me importa.
– No me molestaría probar la sensación por un tiempo.
– Es el motivo, Brookie. -Volvió a colocar en su sitio los anteojos. Me dieron más de un millón de dólares por la muerte de Phillip, pero yo devolvería cada centavo si pudiera hacerlo volver a la vida. Es una sensación extraña… -Maggie rodó sobre un costado para mirar a Brookie y apoyó la mandíbula sobre una mano. -Desde el momento en que llegó el veredicto de la FCC -error del piloto; la tripulación de tierra dejó un alerón abierto en el avión- supe que jamás tendría que volver a preocuparme por dinero. No sabes las cosas que te cubren estas indemnizaciones. -Las contó con los dedos. -Sufrimiento de los hijos, su mantenimiento y educación universitaria, el dolor y sufrimiento de los sobrevivientes, hasta el sufrimiento de la víctima mientras el avión caía… ¡Me pagan por eso, Brookie, a mí! -Se tocó el pecho con desesperación. -¿Puedes imaginar cómo me siento al aceptar dinero por el sufrimiento de Phillip?
– ¿Hubieras preferido que no te dieran nada? -preguntó Brookie.
La boca de Maggie se curvó hacia abajo mientras ella miraba a su amiga con aire pensativo. Se volvió a tender de espaldas y se tapó la frente con un brazo.
– No lo sé. No. Es una tontería decir que sí. Pero… ¿no comprendes? Me pagan todo: la casa de Seattle, la carrera de Katy, automóviles nuevos para ambas. Y estoy cansada de enseñar a adolescentes cómo preparar masa de tarta cuando probablemente la comprarán hecha. Y estoy harta de ruidosos niños de edad preescolar, y de enseñar desarrollo infantil cuando las estadísticas muestran que un tercio de las parejas que se casan en estos días decide no tener hijos y la mayoría del resto termina en un tribunal de divorcio. Tengo todo este dinero y nadie con quien gastarlo y todavía no estoy preparada para salir con hombres, y aun si saliera, cualquier hombre que me invitara me resultaría sospechoso pues creería que anda detrás de mi dinero. ¡Ay, Dios, no sé ni qué quiero decir!
– Yo sí. Necesitas motivación. Necesitas un cambio. -Brookie le se irguió.
– Eso es lo que todos me dicen.
– ¿Quiénes son todos?
– El psiquiatra. Eric Severson.
– Bueno, si todos lo dicen, debe de ser cierto. Lo único que necesitamos es encontrar el tipo de cambio. -Brookie miró el agua con expresión ceñuda, sumida en sus pensamientos.
Maggie la espió con un ojo, luego lo cerró y masculló:
– Mmm, esto sí que va a ser bueno.
– Bien, veamos… todo lo que tenemos que hacer es pensar en algo para lo que serías buena. Un momento… un momento… se me está ocurriendo algo… -Brookie se levantó de un salto y quedó de rodillas. -¡Lo tengo! ¡La vieja casa Harding allí en Cottage Row! Estuvimos hablando de eso el otro día durante la cena. ¿Sabías que el viejo Harding murió la primavera pasada y la casa ha estado vacía desde entonces? ¡Podría ser una fantástica hostería con desayuno incluido! Está esperando que…
– ¿Estás loca? ¡Yo no soy posadera!
– …venga alguien y se tome la molestia de arreglarla.
– No quiero estar atada.
– En el verano. Estarías atada en el verano. En invierno podrías tomar tus montañas de dinero e irte a las Bahamas en busca de un hombre más rico que tú. Dijiste que te sentías sola. Que odiabas tu casa vacía. Pues cómprate una donde puedas poner gente.
– ¡De ninguna manera!
– Siempre te encantó Cottage Row, y la vieja casa Harding debe de tener mucho encanto potencial entre los tablones del piso.
– Y corrientes de aire, ratas y termitas, sin duda.
– Tienes talento. Caramba, ¿de qué se trata la economía doméstica, de todos modos? De cocinar, limpiar, decorar. Apuesto que hasta les diste cursos de buen gusto a esos punks de pelo grasiento, ¿eh?
– Brookie, no quiero…
– Y te encanta revolver las antigüedades. Te volverías loca revolviendo con miras a comprar de veras y llenar ese lugar. Iríamos a Chicago, a los mercados de pulgas y subastas. A la Bahía Oreen, a los locales de cosas usadas. Recorreríamos todo Door County buscando antigüedades. Con todo el dinero que tienes podrías decorar el lugar como la mansión Biltmore y…
– ¡Me niego a vivir a menos de mil kilómetros de mi madre! Por Dios, Brookie, ¡ni siquiera serían llamadas de larga distancia!
– Es cierto, lo olvidé. Tu madre es un problema… -Brookie se mordió el labio inferior mientras pensaba. De pronto, el rostro se le iluminó: -Pero podríamos solucionarlo. Ponla a trabajar limpiando, fregando, haciendo algo así. Nada pone más feliz a la vieja Vera que tener un trapo de limpieza en la mano.
– ¿Estás bromeando? De ninguna manera tendría a mi madre en la casa.
– Muy bien, entonces Katy podrá limpiar. -El rostro de Brookie se tornó más ávido. -¡Por supuesto! ¡Es perfecto! Katy podría venir durante el verano y ayudarte. Y si vivieras aquí, podría hasta venir los fines de semana o los feriados, que es lo que deseas ¿no?
– Brookie, no seas tonta. Ninguna mujer sola que estuviera en sus cabales se cargaría con semejante casa.
– Sola, un rábano. Los hombres se compran. Obreros, jardineros, yeseros, carpinteros, hasta adolescentes que buscan trabajos durante el verano. Hasta mis adolescentes. Puedes dejar todo el trabajo sucio a los empleados y encargarte tú de la administración. El momento es perfecto. La compras ahora, la arreglas durante el invierno y tienes tiempo de hacer publicidad y abrir para la próxima temporada turística.
– No quiero administrar una hostería.
– ¡Qué buen lugar, justo sobre la bahía! Apuesto a que todas las habitaciones tienen vista al lago. Los clientes te derribarían la puerta para hospedarse en un lugar así.
– No quiero clientes derribándome la puerta.
– Y, si no me equivoco, hay una vivienda para el jardinero sobre el garaje, ¿recuerdas? Está contra la colina del otro lado de la calle. Ay, Maggie, sería perfecto.
– Entonces será perfecto para otra persona. Te olvidas de que soy profesora de economía doméstica en Seattle y que vuelvo a mi trabajo el lunes.
– Ah, sí, Seattle. El sitio donde llueve todo el invierno y donde los mejores amigos de tu marido se te tiran lances en el club y donde te deprimes tanto que tienes que ir a terapia de grupo.
– Ya te estás poniendo grosera.
– ¿Y bueno, no es cierto, acaso? ¿Qué amigos salieron a ayudarte cuando lo necesitaste? Aquí es donde están tus amigos, lo quieras o no. ¿Qué tiene Seattle para hacerte permanecer allí?
Nada. Maggie se mordió los labios para no responder.
– ¿Por qué te empecinas así? Vas a volver a un trabajo que te aburre, a una casa solitaria, a… caray, no sé a qué vas a volver. Tu médico te dice que necesitas un cambio y el problema es dar con el cambio. Pues bien, ¿cómo vas a averiguarlo si no te pones a buscar una nueva vida? Quizá no sea poner una hostería, ¿pero qué tiene de malo probar? Y cuando vuelvas a Seattle, ¿quién tienes allí que te motive y te haga buscar algo? Vamos, ¿qué esperas? Recoge tus cosas. ¡Vamos a ver la casa Harding!
– ¡Brookie!
Brookie ya estaba de pie, doblando una toalla.
– Recoge lodo, dije. ¿Qué otra cosa tienes para hacer esta tarde? Puedes quedarte aquí si quieres. Yo me voy a ver la casa Harding, aunque sea sola.
– ¡Brookie, espera!
Pero Brookie ya estaba a diez metros, con la toalla bajo un brazo y el bolso vacío bajo el otro, dirigiéndose hacia tierra firme. Mientras Maggie se levantaba lentamente y la miraba con fastidio, Brookie le gritó por encima del hombro:
– ¡Apuesto a que ese sitio tiene más de cien años y es lo suficientemente antiguo como para estar en el Registro Nacional! ¡Piénsalo, podrías estar en la lista de Hosterías de Estados Unidos!
– ¡Por última vez, no quiero estar en la lista de Hosterías…! -Maggie se golpeó los muslos con los puños. -¡Al diablo contigo, Brookie! -exclamó y empezó a seguirla.
En Propiedades Homestead, Althea Munne levantó la vista mientras lamía y cerraba un sobre.
– Enseguida estoy con ustedes, señoras. Ah, hola, Glenda.
– Hola, señora Munne. ¿Recuerda a Maggie Pearson, no?
– Claro que sí. -Althea se levantó y se adelantó, mirando a Maggie a través de anteojos cuyos bordes tenían más ángulos que los techos del Vaticano. Los cristales eran color frambuesa, sin marcos y sobre la izquierda, una pequeña A de oro descansaba justo encima de la mejilla de Althea. Estaban montados en lo que parecían ser las joyas de la corona y Althea resplandecía como un salón de baile espejado, y descansaban sobre una pequeña nariz de búho por encima de un par de labios ridículamente pintados con lápiz labial que se le había corrido hasta las arrugas alrededor de la boca.
La ex maestra estudió a Maggie y recordó:
– Clase 64, Sociedad de Honor, coro y bastonera.
– Todo correcto, menos el año. Era clase del 65.
Sonó el teléfono y mientras Althea se disculpaba para atender, Maggie echó una mirada a Brookie, que sonrió con satisfacción y masculló.
– A que en Seattle no tienes agentes inmobiliarios así.
La señora Munne regresó en ese momento y preguntó:
– ¿En qué puedo ayudarlas?
– ¿A qué precio está la casa Harding? -preguntó Brookie.
– La casa Harding… -Althea se humedeció los labios. -Sí. ¿Cuál de las dos está interesada en verla?
– Ella.
– Ella.
Maggie señaló a Brookie y Brookie señaló a Maggie. Althea frunció los labios. Aguardó como podría aguardar una antigua maestra a que la clase hiciera silencio. Maggie suspiró y mintió.
– Yo.
– La casa cuesta noventa y seis mil novecientos dólares. Tiene más de medía hectárea y sesenta metros de costa. -Althea se apartó para buscar las hojas de información sobre la casa y Maggie fulminó a Brookie con la mirada. -La mujer regresó y preguntó: -¿El precio está dentro de lo que pensabas gastar?
– Eh… -Maggie dio un respingo. -En… sí… está dentro de lo que pensaba gastar.
– Está vacía. Necesita reparaciones, pero sus posibilidades son ilimitadas. ¿Te gustaría ir a verla?
– Bueno… -Maggie vaciló y recibió un golpe de Brookie en la rodilla. -Sí… ¡Por supuesto!
Condujo Althea, y les hizo una breve reseña de la historia de la casa mientras iban hacia allá.
La casa Harding había sido construida en 1901 por un magnate naviero de Chicago llamado Throckmorlon para su mujer, que murió antes que la casa estuviera terminada. Entristecido inconsolablemente por la pérdida, Throckmorton vendió la casa a un tal Thaddeus Harding, cuyos descendientes la ocuparon hasta la muerte del nieto del viejo Thaddeus, William, ocurrida la primavera anterior. Los herederos de William vivían en distintas partes del país y no tenían interés en mantener ese elefante blanco. Lo único que deseaban era recibir la parte que les correspondía por la venta.
En el asiento trasero, Maggie viajaba junto a Brookie, con la mente obstinadamente cerrada. Tomaron hacia el extremo oeste de la calle principal, luego hacia el sur, a Cottage Row, por una calle pintoresca que se curvaba y trepaba por un empinado risco; pasaron por un denso bosque de cedros entre viejas propiedades construidas a principios de siglo por los poderosos de Chicago, que viajaban en automóvil por la costa del Lago Michigan para pasar los veranos en las frescas brisas de la Península Door,
El camino boscoso dejaba entrever bonitas casas -todas diferentes-detrás de muros de piedra. Algunas estaban en un nivel más bajo que el camino, con los garajes contra el acantilado a la izquierda, del otro lado de la calle. Otras se elevaban sobre jardines coloridos. Muchas se dejaban ver por entre cercos de enredaderas y arbustos. De tanto en tanto, resplandecían las aguas azules de la Bahía Green, trayendo imágenes de vistas panorámicas desde las casas.
La primera impresión de Maggie no fue de la casa Harding en sí, sino de una cancha de tenis abandonada, protegida en la base del risco del otro lado de la calle. El musgo se había adueñado de los bloques de piedra caliza, que estaban rajados y torcidos. La superficie de juego estaba cubierta con los despojos del bosque circundante: hojas secas, ramas, pinas y latas de aluminio arrojadas por turistas descuidados.
Pero a lo largo del extremo sur de la cancha, una vieja glorieta de madera hablaba de los días en que el ruido de las pelotas de tenis resonaba desde la pared del acantilado y los jugadores descansaban allí entre set y set. Las enredaderas habían crecido con tanta fuerza que habían rajado la madera, pero evocaba imágenes de días de grandeza. Del otro lado de la cancha había un garaje con un apartamento encima, construido años después. Era una reliquia con pesadas puertas de madera. Maggie descubrió que sus ojos volvían a la glorieta mientras seguía a Althea a través de un claro entre los densos arbustos que protegían el jardín y la casa de la ruta.
– Daremos una vuelta por afuera, primero -indicó Althea.
La casa era de estilo Reina Ana, grisácea por la vejez y la falla de reparación y, desde el lado de la tierra, parecía ofrecer muy poco además de una galería trasera pequeña con el piso podrido, barandas rotas y mucha madera que pedía pintura a gritos. Pero ruando siguió a Althea alrededor de la casa, Maggie levantó la vista y vio una colección encantadora de formas asimétricas cubiertas con tejas en forma de escama de pescado, con pequeños porches en lodos los niveles, listones de cornisa a la vista, tablones de madera tallada en los extremos del techo, una amplia galería delantera que miraba al lago y, en la planta superior, en la esquina que daba al sudoeste, la galería más fantasiosa que se pudiera imaginar, redondeada, con columnas de madera bajo un lecho con forma de sombrero de bruja.
– ¡Mira, Brookie! -exclamó Maggie, señalando.
– El Mirador -explicó Althea-. Pertenece al dormitorio principal. ¿Les gustaría entrar a verlo?
Althea no era ninguna tonta. Las hizo entrar por la puerta principal, pasando por la galería delantera cuyo piso estaba en mucho mejor estado que el de la trasera; por una puerta de madera de roble tallado con una banderola de vidrio de colores y costados haciendo juego; a un amplio vestíbulo con una escalera que hizo que Maggie ahogara una exclamación. Miró hacia arriba y la vio curvarse en dos descansos alrededor de un espacio abierto que daba al corredor de la planta superior.
El corazón comenzó a latirle con fuerza aun a pesar del olor a moho.
– La madera de toda la casa es de arce. Se dice que el señor Throckmorton se la hizo cortar por encargo en Bahía Sturgeon.
Desde una puerta a la izquierda, Brookie dijo:
– Maggie, mira esto.
Abrió una puerta corrediza y aparecieron telarañas, polvo y el crujido de metal oxidado.
Althea se apresuró a explicar:
– El señor Harding vivió solo aquí durante casi veinte años luego de la muerte de su mujer y, lamentablemente, dejó que la casa se viniera abajo. Clausuró muchas de las habitaciones. Pero cualquiera que tenga ojo reconocerá la calidad bajo la tierra.
La planta principal contenía una sala formal con un pequeño hogar de piedra, y un "salón de música" adyacente. Del otro lado de vestíbulo estaba el comedor, que se conectaba a través de una despensa con la cocina que estaba atrás. Frente a la despensa estaba la habitación de servicio. Cuando Althea abrió la puerta una ardilla huyó por entre voluminosas pilas de periódicos que parecían haberse mojado y secado muchas veces.
– La casa necesita una buena limpieza -murmuró Althea, abochornada, y siguió hacia la cocina.
Ésta era horrorosa, con pintura verde descascarándose en un rincón, delatando malas cañerías. La pileta estaba más oxidada que un petrolero y los armarios -solamente un metro y medio de armarios-eran de una madera horrible, pintada del mismo verde amarillento que las paredes. Dos ventanas largas y estrechas ostentaban cortinas desgarradas de encaje del color del diente de un viejo caballo, mientras que detrás de ellas colgaban persianas color verde militar. Entre las dos ventanas había una desvencijada puerta que daba a la pequeña galería podrida que habían visto desde afuera. La cocina hizo que Maggie recuperara la cordura.
– Señora Munne, me parece que la estamos haciendo perder el tiempo. Esto no es lo que tenía en mente.
Althea prosiguió, sin amilanarse.
– Uno tiene que imaginarla como podría ser, no como es. Esta cocina es un espanto, pero ya que estamos, podríamos echar un vistazo a la planta superior.
– No va a ser necesario.
– Sí, vamos. -Brookie tomó a Maggie del brazo y la obligó a seguir. Mientras subían la escalera detrás de la señora Munne, Maggie pellizcó el brazo de Brookie y masculló:
– Este sitio es un desastre y huele a mierda de murciélago.
– ¿Cómo sabes qué olor tiene la mierda de murciélago?
– Porque es el mismo olor que había en el desván de mi tía Lil.
– Hay cinco dormitorios -dijo la señora Munne-. El señor Harding clausuró todos salvo uno.
El que había dejado en uso resultó ser el del mirador y en cuanto Maggie pisó la habitación sintió que estaba perdida. Ni el papel manchado de humedad, ni la alfombra con olor a moho ni la desagradable colección de muebles viejos comidos por las ratas podían ocultar el encanto del cuarto. Éste se debía a la vista al lago obtenida desde unas altas ventanas profundas y las columnas exquisitamente talladas de la terraza. Como hipnotizada, Maggie abrió la puerta y salió. Presionó las rodillas contra la baranda de madera, mirando hacia el oeste. El sol hacía que la superficie de Bahía Green pareciera una joya. Debajo, el jardín era un desastre; un muelle podrido se hundía a medias en el agua. Pero los árboles eran arces frondosos y antiguos. El mirador era sólido, elegante, evocativo, un sitio desde donde las mujeres quizás hubieran oteado el horizonte esperando los barcos que traerían de regreso a sus maridos.
Maggie sintió tristeza por el suyo, que jamás caminaría por ese jardín, ni compartiría con ella la habitación que había a sus espaldas ni bajaría corriendo la magnífica escalera.
Pero, con la misma certeza con la que supo que se arrepentiría mil veces, supo que cometería la locura que Brookie le había metido en la cabeza: viviría en la Casa Harding.
– Muéstreme los otros dormitorios -ordenó al regresar adentro.
No tuvieron ninguna importancia. Eran encantadores, pero palidecían en comparación con la habitación del mirador. Al regresar del altillo (que demostró que Maggie tenía razón: había estado compartiendo la casa con cientos de murciélagos), entró de nuevo en su habitación preferida.
He vuelto a casa, pensó sin lógica alguna, y se estremeció.
Siguiendo a Althea de nuevo escaleras abajo, dijo:
– Lo convertiría en una hostería para dormir y desayunar. ¿Cree que habría problemas zonales?
Brookie tomó a Maggie del brazo desde atrás y la hizo girar, presentando ojos desorbitados y una boca abierta por el asombro.
– ¿Hablas en serio? -susurró.
Maggie se apretó la palma de la mano contra el estómago y contestó en un susurro:
– Estoy temblando por dentro.
– Una hostería… hmmm -dijo Althea al llegar a la planta principal. -No estoy segura. Tendría que verificarlo.
– Y quiero que un ingeniero revise la casa para asegurarse de que las estructuras están en condiciones. ¿Tiene subsuelo?
– Un pequeño sótano. No olvides que estamos sobre suelo rocoso.
Las torturas de la Inquisición podrían haberse llevado a cabo en el sótano, tan húmedo y negro era. Pero había una caldera y Althea alegó que funcionaba. Un nuevo examen de la cocina y la habitación de servicio mostró que había habido pérdidas en las cañerías. Era probable que los artefactos del baño que estaba encima estuvieran a punto de caer por el cielo raso. Mientras Maggie vacilaba, Brookie gritó desde la sala:
– Maggie, ven. ¡Tienes que ver esto!
Brookie había corrido una alfombra apolillada y estaba de rodillas, frotando el piso con un pañuelo de papel humedecido. Escupió, volvió a frotar y exclamó:
– ¡Sí! ¡Es parqué!
El barómetro emocional de Maggie volvió a subir.
Juntas, en cuatro patas, vestidas todavía con trajes de baño y salidas de playa, descubrieron lo que Althea no había adivinado: la sala tenía piso de listones de tres centímetros de madera de arce, dispuestos en forma de nido de pájaro. En el centro exacto de la habitación, encontraron el trozo más pequeño: un cuadrado perfecto. Desde allí, los listones se abrían hacia los extremos de la habitación alargándose cada vez más hasta desaparecer debajo de los zócalos que languidecían bajo años de mugre y polvo.
– Santo Cielo, imagina esto pulido y plastificado -dijo Brookie-. Quedaría reluciente como un violín nuevo. -Maggie no necesitaba más persuasiones. Subió la escalera para ver una vez más la habitación del mirador antes de tener que despedirse de ella por un tiempo.
Una hora después de haber pisado por primera vez la oficina de Propiedades Homestead, Maggie y Brookie estaban de nuevo en el coche alquilado, mirándose y reprimiendo gritos de entusiasmo.
– Por todos los santos, ¿qué estoy haciendo?
– Curándote la depresión.
– Caray, Brookie, esto es una locura.
– ¡Lo sé! ¡Pero estoy tan emocionada que me voy a hacer pipí encima!
Rieron, gritaron y golpearon los pies contra el suelo.
– ¿Qué día es hoy? -preguntó Maggie, demasiado perturba da como para calcular trivialidades como ésa.
– Jueves.
– Me quedan dos días para hacer averiguaciones, uno y medio, si voy a esa boda. Diablos, ojalá no le hubiera dicho a Lisa que iría. ¿Tienes idea de dónde puedo averiguar si hay restricciones zonales para una hostería?
– Podríamos probar en el municipio.
– ¿Hay arquitectos o ingenieros aquí?
– Hay un arquitecto en Bahía Sisler.
– ¿Y abogados?
– Carlstrom y Nevis, como siempre. ¡Por Dios, Maggie, hablas en serio! ¡De veras vas a hacerlo!
Maggie se llevó una mano al agitado corazón.
– ¿Sabes hace cuánto tiempo que no me sentía así? ¡Casi no puedo respirar!
Brookie rió. Maggie apretó el volante, echó la cabeza hacia atrás y hundió los hombros contra el asiento.
– Ay, Brookie, es una sensación fantástica.
Demasiado tarde, Brookie le advirtió:
– Te costará un ojo arreglar esa reliquia.
– Soy millonaria, puedo permitírmelo.
– Y quizá tengas problemas para poner la hostería en zona residencial.
– ¡Lo intentaré. Hay hosterías B y B (Bed and Breakfast) en zonas residenciales por todo el país. ¿Cómo lo lograron?
– Tendrías el mismo código de área telefónico que tu madre.
– Ay -se quejó Maggie-. No me lo recuerdes.
– ¿Qué deberíamos hacer primero?
Maggie encendió el motor, sonriendo y sintió que volvía a tener ganas de vivir.
– Ir a contarle a mi padre.
Roy sonrió y dijo:
– Te ayudaré en todo lo que necesites.
Vera frunció el entrecejo y dijo:
– Te has vuelto loca.
Maggie eligió creerle a su padre.
Durante las últimas horas hábiles del día, Maggie fue al municipio y verificó que Cottage Row era, como lo había anticipado, zona residencial, que debería obtener autorización para anular la restricción, pero la empleada le informó que las zonas las regulaba el distrito, no el municipio. Luego Maggie fue a ver a Burt Nevis para que preparara documentos -condicionales- que acompañarían la seña. Habló con el arquitecto de Bahía Sister, Eames Gillard, que dijo que estaría muy ocupado por dos semanas, pero le indicó que fuera a ver a un ingeniero de Bahía Sturgeon llamado Thomas Chopp. Chopp dijo que podría revisar la casa y que le daría una opinión sobre las condiciones en que estaba, pero que no le daría garantías escritas ni conocía a nadie que fuera a dárselas por una casa de noventa años. Finalmente, llamó a Althea Munne y dijo:
– Le tendré preparada una seña y un contrato condicional de compra para mañana a las cinco.
Después de cenar, Maggie se sentó con Roy, que le preparó una lista de cosas a verificar: caldera, cañerías, instalación eléctrica, termitas, planos y análisis de agua si provenía de un pozo privado, cosa que, según él, era así pues en Fish Creek no había agua corriente.
Luego le preparó una lista de consultores de quienes podría obtener presupuestos y consejos.
Durante todo el tiempo, Vera no dejó de farfullar:
– No veo por qué no te haces construir una linda casa nueva sobre el acantilado o te mudas a uno de los nuevos condominios. Los hay por todas partes, y así tendrías vecinos y no tendrías que lidiar con cañerías rotas y termitas. Y en cuanto a huéspedes… ¡Por Dios, Maggie, qué bochorno! Además del hecho de que una mujer sola no debe abrir su puerta a desconocidos. ¿Quién sabe qué gente rara aparecerá? ¡Y hacerlos dormir bajo tu techo! ¡Me estremezco de sólo pensarlo!
Para gran sorpresa de Maggie, Roy bajó el mentón, la miró fijo y dijo:
– ¿Por qué no te buscas algo para limpiar, Vera?
Vera abrió la boca, volvió a cerrarla y salió de la habitación, sonrojada de furia.
El día siguiente y la mitad del otro fueron una ronda frenética de hacer llamadas, conseguir citas y compromisos de constructores, comparar valores de bienes raíces, encontrarse con abogados; contactarse con la cámara de comercio, con Althea Munne, con el distrito, el estado, una y otra vez para tratar de obtener un reglamento para el estado de Wisconsin en cuanto a hosterías B y B. Luego de recibir indicaciones equivocadas por novena vez, Maggie por fin dio con la persona encargada del tema: el inspector estatal de leche. ¡El inspector estatal de leche, por Dios! Luego de hacerle prometer que le enviaría el informe a su dirección de Seattle, Maggie corrió a buscar el documento que le había preparado el abogado, luego a la oficina de Althea Munne donde pagó la seña aun a pesar de que todavía no tenía respuesta en cuanto al permiso zonal. Mientras estrechaba la mano de Althea, miró el reloj y ahogó un grito. Le quedaban cincuenta minutos para regresar a su casa, bañarse, vestirse y llegar a la iglesia para la boda de Gary Eidelbach.