Maggie Stearn tenía una veta de obstinación más larga que la línea de la costa de Door County. ¡Podría hacerlo! ¡Se lo demostraría a todos! Se dedicó a adaptarse a la realidad de esa nueva e inminente presencia en su vida y al hecho de que se criaría en un ambiente sin padre. Se fortificó para la energía física y emocional que significaría desempeñar bien los dos papeles, el de madre y el de posadera. Cambió sus expectativas, excluyendo ahora la posibilidad de un marido y juntó coraje para darles la noticia a Katy y a Vera.
Pasó una semana, luego otra, pero todavía no se lo había dicho. Usaba blusas sueltas por afuera de los pantalones desprendidos en la cintura.
Una mañana a comienzos de agosto, cuando Katy estaba a menos de un mes de partir para la universidad, se despertaron luego de una noche de tormenta. El viento había desparramado por todo el jardín hojas de arce y ramas del sauce llorón de un vecino. Puesto que Todd no tenía que venir hasta dentro de dos días, Maggie y Katy salieron a rastrillarlas.
Ya a las once el calor era agobiante y se elevaba de la tierra húmeda con intensidad tropical, mientras que la brisa de la bahía era cálida y no refrescaba en absoluto, sino que traía el olor de desechos barridos a la costa rocosa por la tormenta. Eso significaba más trabajo: tendrían que rastrillar las algas y peces muertos antes de que comenzaran a descomponerse bajo el sol.
Maggie se agachó para recoger unas ramas de sauce con la ayuda del rastrillo y se enderezó en forma demasiado abrupta. Sintió una punzada en la ingle y se mareó. Dejó caer las ramas, se apretó la pelvis con la mano y aguardó a que pasara el marco con los ojos cerrados.
Cuando los abrió, Katy la estaba observando, el rastrillo inmóvil entre las manos. Durante unos segundos, ninguna de las dos se movió: Maggie, atrapada en la pose clásica del cansancio de embarazo y Katy, temporariamente enmudecida.
La expresión de Katy se tornó perpleja e interrogante. Por fin ladeó la cabeza y dijo:
– Mamá… -Fue mitad pregunta, mitad acusación.
Maggie sacó la mano de la ingle mientras que Kaly seguía mirándola. Su mirada pasó del vientre de Maggie a su rostro, luego volvió a bajar. Cuando su mente registró la idea, balbuceó: -¿Mamá… estás…? ¿No estarás…? -La idea parecía demasiado absurda para ser expresada en voz alta.
– Sí, Katy -admitió Maggie-, estoy embarazada.
Katy miró boquiabierta el vientre de su madre; estaba horrorizada. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró al cabo de unos segundos-. ¡Qué horror! ¡Ay, Dios mío! -Las ramificaciones de la situación fueron cayendo sobre Katy una por una, cambiándole la cara, como si fuera una flor marchitándose en fotografías sucesivas. De estupefacción a desagrado y a franco enojo. -¡Cómo pudiste permitir que sucediera algo así, mamá! -le espetó-. Cumplirás cuarenta y un años en menos de un mes. ¡No puedes ser tan tonta!
– No, no lo soy -respondió Maggie-. Hay una explicación.
– ¡Pues no quiero oírla!
– Creí…
– ¡Creíste…! ¡Lo que creíste es más que evidente! -la interrumpió Katy-. ¡Creíste que podrías llevar adelante tu romance sin que nadie se enterara y resulta que terminas embarazada!
– Sí, estoy de más o menos cinco meses.
Katy retrocedió como si algo horrible se le hubiera cruzado en el camino. Su rostro adoptó una expresión de repugnancia y habló con voz sibilante por el desprecio:
– ¿Es de él, no? ¡De un hombre casado!
– Sí.
– ¡Esto es asqueroso, mamá!
– Entonces espera a oír el resto: su mujer también está embarazada.
Por un instante, Katy pareció demasiado aturdida para responder. Por fin levantó una mano.
– ¡Ah, qué fantástico! Me hice amigos en este pueblo, sabes. ¿Qué se supone que tengo que decirles? ¿Que a mi madre la preñó un hombre casado que también, casualmente, preñó a su mujer, con la cual ya no vive? -Sus ojos se entornaron, acusadores. -Sí, mamá, sé todo sobre eso, también. No soy ignorante. ¡He estado haciendo averiguaciones! Sé que no vive con la mujer desde el invierno pasa do. ¿Qué hizo, te prometió que se divorciaría y se casaría contigo?
Golpeada por la sensación de culpa, Maggie asintió.
Katy se golpeó la frente con la mano, poniéndose los pelos del flequillo de punta.
– ¡Por Dios, mamá! ¿Cómo pudiste ser tan ingenua? ¡Ese cuento es más viejo que las enfermedades venéreas! Ah, a propósito…
– Katy, no necesito sermones sobre…
– A propósito -repitió Katy implacablemente -se supone que hay que usar preservativos ¿o no lo sabías? Es lo más in si te gusta el sexo promiscuo. ¡Por Dios, mamá, lo dicen todos los periódicos! Si vas a encamarte con un donjuán que se voltea a todas las mujeres del pueblo…
– ¡No se voltea a todas las mujeres del pueblo! -Maggie se enfureció. -Katy, ¿qué te pasa? Estás siendo deliberadamente cruel y grosera.
– ¿Qué me pasa? -Katy se abrió una mano sobre el pecho, incrédula. -¡A mí! ¡Eso sí que es gracioso! ¿Quieres saber qué me pasa cuando mi propia madre está delante de mí, embarazada de cinco meses por un hombre casado? ¡Pues mírate un poco! -la acusó-. ¡Mira cómo has cambiado desde que murió papá! ¿Cómo pretendes que reaccione? ¿Crees que quizá debería mostrarme encantada y pasar la noticia de que voy a tener un hermanito? -El rostro de Katy se desencajó por la ira. Echó el mentón hacia adelante. -¡Pues no te hagas ilusiones, mamá, porque nunca consideraré a ese bastardo mi hermano ni mi hermana! ¡Nunca! -Arrojó el rastrillo al suelo. -¡Lo único que puedo decir es que me alegro de que papá no tenga que estar aquí para ver este día!
Llorando, se fue a la casa.
La puerta se cerró y Maggie hizo una mueca de dolor. Se quedó contemplando la puerta hasta que comenzaron a brotar las lágrimas. Las palabras de Katy le retumbaban en la cabeza. Sintió el pecho oprimido: culpa y disculpa, con el peso de saber que había actuado mal. Se merecía todas las durezas de Katy. Ella era la madre, supuestamente un parangón de corrección, un modelo para su hija. En cambio, ¿qué había hecho?
Ay, Katy, Katy, lo siento. Tienes razón en todo lo que dices, ¿pero qué puedo hacer? Es mío. Tengo que criarlo.
Apesadumbrada, se quedó en el jardín moteado por el sol, llorando en silencio, debatiéndose con la sensación de culpa y de no ser adecuada, pues, a esa altura, no sabía cómo cumplir su deberes de madre. Ningún caso estudiado, ningún libro de autoayuda leído sentaba precedentes para una situación como esa.
Qué ironía: ella, una mujer de cuarenta años recibiendo cátedras sobre anticonceptivos de su propia hija. Su hija gritando: ¿qué pensarán mis amigos?
Maggie cerró los ojos, esperando que el peso se levantara, pero se volvió peor, hasta que ella creyó que la hundiría, como una estaca de acero, dentro de la misma tierra. Se dio cuenta de que todavía sostenía el mango del rastrillo. Se volvió, desganada, hacia el muelle y el rastrillo cayó al césped.
Se quedó sentada un rato sobre el banco de madera de la glorieta construida por Eric. En aquellos días, mientras él trabajaba, ella se había imaginado a sí misma esperando allí al Mary Deare al final de la jornada. Sujetando la amarra cuando el motor se apagaba y caminando abrazada con Eric hacia la casa en el atardecer rosado y violeta, con el lago calmo como una copa de licor de cerezas.
La brisa era más fresca allí, sobre el agua. Un par de gaviotas pasó volando y chillando y se posó entre las rocas para hurgar entre los restos de la tormenta. Aguas afuera, un velero con un spinnaker anaranjado navegaba al viento. Maggie había tenido intenciones de comprar otro velero enseguida después de instalarse en la zona. Había veces en las que se imaginaba haciéndose escapadas de fin de semana con Eric a Chicago, asistiendo a espectáculos, comiendo en Crickets y paseando tomados de la mano entre los muelles de Belmont Harbor, admirando las embarcaciones que llegaban de diversas partes de los Grandes Lagos. Había querido comprar un velero, pero ya no lo haría, pues ¿qué peor que navegar sola?
En esos momentos extrañaba a Eric con una intensidad que parecía quitarle el aliento. No había nada que deseara más que ser fuerte, autosuficiente, voluntariosa, decidida, y volvería a serlo, pero en sus momentos de más debilidad, lo necesitaba desesperadamente. Eso la horrorizaba.
¿Qué sabía, después de todo, una persona de las intenciones de otra? Al analizar su relación con Eric, comprendió que él podría haber estado divirtiéndose a costa de ella desde el comienzo, sin la menor intención de abandonar a su bella mujer. El cuento acerca de que Nancy se negaba a tener hijos… ¿sería falso? Al fin y al cabo, la mujer de Eric estaba embarazada ¿no?
Maggie suspiró, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo.
¿Qué importancia tenía su honestidad o falta de ella? La relación había terminado. Absolutamente. Ella lo había rechazado, se había alejado de él bajo la lluvia, no había atendido los llamados y le había solicitado con tono gélido que no volviera cuando se presentó ante su puerta. Pero su frialdad era una fachada. Lo extrañaba. Lo amaba, todavía. Deseaba creer que no mentía.
Las gaviotas se alejaron volando. El spinnaker se convirtió en un punto negro en la distancia. Arriba, en la calle, pasó un coche. La vida seguía. Ella también debía seguir viviendo. Terminó sola el trabajo de rastrillado, metió los palos en bolsas y regresó a la casa. Katy se había ido, dejando una nota sobre la mesa de la cocina.
Me fui a casa de la abuela. Sin firma. Sin más explicaciones. Sin una despedida cariñosa.
La mano de Maggie que sostenía el mensaje cayó pesadamente contra un muslo. Mamá, pensó con cansancio. Dejó la nota sobre la mesa, se quitó los guantes de trabajo y también los dejó allí, antes de vagar sin rumbo por la cocina, siguiendo la línea de la fórmica blanca con un dedo y una cadera, postergando lo inevitable.
Llegó al teléfono junto a la heladera.
El último gran obstáculo.
Retrocedió y se lavó las manos en la pileta. Se las secó. Miró teléfono desde allí, como un duelista mira a su oponente antes de levantar el brazo. Al no encontrar ninguna otra postergación lógica, cerró la puerta del corredor y se sentó sobre un banquito junto al aparato.
Vamos, termina de una vez.
Por fin levantó el teléfono y marcó los números de su madre. Respiró hondo al oírlo sonar e imaginó la casa -inmaculadamente limpia, como siempre- y a su madre, con su prolijo y anticuado peinado, corriendo hacia la cocina.
– ¡Hola! -respondió Vera.
– Hola, mamá.
Silencio. Ah, eres tú.
– ¿Katy está allí?
– ¿Katy? No. ¿Por qué?
– Estará por llegar, entonces. Está muy alterada.
– ¿Por qué? ¿Se pelearon otra vez?
– Lamentablemente, sí.
– ¿Y esta vez por qué?
– Mamá, lamento decírtelo así. Debí haber ido y habértelo contado personalmente, no dejártelo caer encima de este modo. -Maggie respiró hondo temblorosamente, soltó la mitad del aire y dijo: -Estoy esperando un hijo de Eric Severson.
Silencio estupefacto, luego:
– ¡Dios Misericordioso! -Las palabras sonaron ahogadas, como si Vera se hubiese cubierto la mano con la boca.
– Acabo de decírselo a Katy y se marchó llorando.
– Dios Todopoderoso, Margaret, ¿cómo pudiste hacer una cosa así?
– Sé que te causo una gran desilusión.
El lado imperioso de Vera no podía quedar reprimido mucho tiempo. En forma abrupta, preguntó:
– ¿No vas a tenerlo, verdad?
Si el momento hubiera sido menos tenso, Maggie se hubiera horrorizado ante la respuesta de su madre. Pero en cambio, respondió:
– Me temo que es demasido tarde para hacer cualquier otra cosa.
– ¡Pero dicen que su mujer está embarazada, también!
– Así es. Criaré sola a este bebé.
– ¡No aquí, espero!
Bueno, no esperabas compasión ¿verdad, Maggie?
– Vivo aquí -respondió con lógica-. Tengo mi hostería aquí.
Vera hizo el comentario esperado.
– ¿Cómo podré volver a mirar a mis amigos a los ojos?
Maggie contempló la manija de bronce de un cajón y sintió que el dolor aumentaba. Siempre sola. Absolutamente sola.
En forma repentina, Vera dio comienzo a una encendida diatriba. Su voz estaba cargada de censura.
– Te lo dije… ¿no traté de advertirte, acaso? Pero, no, no quisiste escuchar, seguiste viéndote con él. Pero si todo el pueblo lo sabe y saben que su mujer está embarazada, también. Me siento avergonzada de sólo encontrarme con alguien por la calle. ¿Cómo será cuando vayas de la mano de su bebé ilegítimo? -Sin esperar respuesta, siguió con más preocupaciones mezquinas. -Si tienes tan poco respeto por ti misma, Margaret, podrías al menos habernos considerado a tu padre y a mí. Al fin y al cabo, tenemos que seguir viviendo aquí el resto de nuestras vidas.
– Lo sé, mamá -respondió Maggie con tono sumiso.
– ¿Cómo volveremos a levantar la cabeza después de esto?
Maggie agachó la suya.
»Quizás ahora tu padre deje de defenderte. Traté de conseguir que te dijera algo el invierno pasado, pero no, hizo la vista gorda, como hace siempre. Le dije: "¡Roy, esa chica anda con Eric Severson y no me lo niegues!"
Maggie permaneció en silencio, aliviada, e imaginó el rostro de Vera enrojeciéndose. Seguro que le temblaba la papada.
»Le dije: "Háblale, Roy, porque a mí no me quiere escuchar". ¡Pues bien, quizás ahora me escuchará, cuando se lleve la sorpresa de su vida!
Maggie habló en voz baja:
– Papá ya lo sabe.
Desde la otra punta del pueblo, oyó cómo Vera se erizaba.
– ¿Se lo dijiste a él pero no a mí? -preguntó.
Sentada en silencio, Maggie sintió un destello de vengativa satisfacción.
– ¡Ah, qué maravilla, ni a su madre recurre primero una hija! ¿Y por qué él no me dijo nada?
– Le pedí que no lo hiciera. Pensé que era algo que debía contarte yo misma.
Vera bufó, luego comentó con sarcasmo:
– ¡Pues muchas gracias por tu consideración! Estoy muy emocionada. Bueno, tengo que cortar. Llegó Katy.
Colgó sin despedirse, dejando a Maggie con el teléfono sobre la falda, la cabeza apoyada contra la heladera y los ojos cerrados.
No voy a llorar. No voy a llorar. No voy a llorar.
¿Entonces por qué tienes ese nudo en la garganta?
Papá tiene razón: es una mujer dura.
¿Cómo esperabas que reaccionara?
¡Es mi madre! Debería ser mi apoyo y mi consuelo en un momento como este.
¿En qué momento de la vida fue un apoyo o un consuelo?
El ruido electrónico de la línea cortada comenzó a sonar, pero Maggie seguía inmóvil; tragó con fuerza hasta que reprimió el deseo de llorar. De algún rincón de su interior sacó una reserva de fuerzas mezclada con una buena dosis de indignación, tomó la guía telefónica, buscó el número del periódico Door County Advocate y pidió:
– Quiero poner un aviso, por favor.
Luego de dictar el aviso para la sección EMPLEOS OFRECIDOS, vació el lavaplatos, cambió las sábanas de cuatro camas, limpió tres dormitorios, lavó dos cargas de toallas, barrió las galerías, preparó la masa de los panecillos, levantó las flores aplastadas por la tormenta, comió un pedazo de sandía, dio la última mano de pintura a una silla de mimbre, atendió ocho llamados telefónicos, se bañó, se puso ropa limpia (esta vez, eligió las cómodas prendas de futura mamá que había estado escondiendo) y a las 16:45 volvió a llenar el frasco de golosinas del comedor. Sin derramar ni una lágrima.
Lo concebí. Lo aceptaré. Me sobrepondré. Seré una supermujer. ¡Lo haré todo sola, qué demonios!
Mantuvo su fortaleza toda esa noche, aunque Katy no llamó ni volvió y durante la mañana siguiente, al afrontar su segundo día sin ayuda doméstica; durante el almuerzo rápido (un sandwich de pavita en una mano, una franela en la otra); mientras los huéspedes se retiraban y en las benditas horas de paz que siguieron a la partida y precedieron la llegada del lote siguiente.
Seguía rígidamente decidida a no llorar cuando a las dos de la tarde, la puerta de tela metálica de la cocina se abrió y entró Brookie. Encontró a Maggie inclinada sobre el lavaplatos semivacío, sacando unas fuentes plateadas. De pie en el umbral, en el estilo samurai, Brookie le dirigió una mirada de monumental pugnacidad.
– Me enteré -anunció-. Supuse que estarías necesitando una amiga.
Las defensas de Maggie se desmoronaron como los cimientos de un fuerte bajo fuego de cañón. Las fuentes cayeron al piso y Maggie se arrojó en brazos de Brookie, sollozando como una criatura de cinco años que se ha raspado la rodilla.
– Ay, Brookiiiie -lloró.
Brookie la abrazó con fuerza; el corazón le galopaba de compasión y alivio.
– ¿Por qué no viniste a verme? He estado tan preocupada por ti. Pensé que estabas ofendida por algo que dije o que hice. Que quizá no estabas satisfecha con el trabajo de Todd y no sabías cómo decírmelo. Imaginé cualquier cosa. Ay, Maggie, no puedes pasar por esto sola. ¿Acaso no sabías que podías confiar en mí?
– ¡Ay, Br… Brookie! -sollozó Maggie, dando rienda suelta a su desesperación en un acceso feroz de llanto. Se abrazó a su amiga mientras sus hombros se sacudían. -Tenía t…tanto mié… miedo de contárselo a… a… alguien.
– ¿Miedo? ¿De mí? Vamos -dijo con tono apaciguador-, ¿hace cuánto tiempo que conoces a la vieja Brookie?
– Lo… lo sé… -Las palabras brotaban cortadas por el llanto. -Pero debo pa… parecerte una i…idiota de lo peor.
– No eres ninguna idiota, así que deja de hablar así.
– Pero ya tengo edad co… como para… no cometer errores. Y le… le creííííí. -Aullando como una sirena, Maggie lloró con todas sus fuerzas.
– Así que le creíste -repitió Brookie.
– Dijo… dijo que se ca… se casaría conmigo en cuanto con… consi… guiera el div… div… -Un nuevo acceso de sollozos la sacudió y el llanto resonó en la cocina como gaitas en una pradera.
Brookie le frotó la espalda.
– Vamos, llora tranquila. Luego nos sentaremos a hablar y te sentirás mejor.
Como una niña, Maggie protestó:
– Ja… jamás volveré a sentirme bien.
Brookie la quería lo suficiente como para sonreír.
– Sí, verás que sí. Vamos, me estás llenando de mocos. Suénate la nariz y sécate los ojos. Prepararé té helado. -Extrajo dos pañuelos de papel de una caja y guió a Maggie a una silla. -Siéntate aquí. Vacíate la nariz y respira hondo.
Maggie obedeció las órdenes mientras Brookie abría la canilla y los armarios. Mientras su amiga preparó té con limón y luego lo bebieron, Maggie fue recuperando el control de sí misma y contó sus emociones, sin ocultar nada, confesando su dolor, su desilusión y sus propias culpas en un torrente ininterrumpido.
– Me siento tan crédula y estúpida, Brookie; no sólo le creí, sino que pensé que ya no podía quedar embarazada. Cuando se lo conté a Katy me dio un sermón sobre preservativos y sentí tanta vergüenza que me quise morir. Luego me gritó que jamás consideraría hermano suyo al bastardo y ahora empacó sus cosas y se fue a casa de mi madre. Y mamá… Dios, no deseo siquiera repetir las cosas que me dijo, aunque merecí cada palabra.
– Bueno, ¿ya terminaste? -preguntó Brookie con ironía-. Porque tengo algunos comentarios que hacer. En primer lugar, conozco a Eric Severson de toda la vida y no es el tipo de hombre que utilizaría a una mujer y le mentiría en forma deliberada. Y en cuanto a Katy, tiene que madurar, todavía. Sencillamente necesita tiempo para acostumbrarse a la idea. Cuando nazca el bebé, cambiará de parecer, ya verás. Y respecto de Vera… bueno, nadie dijo que educar a las madres fuese fácil, ¿no?
Maggie esbozó una sonrisita.
– ¡Y tú no eres ninguna estúpida! -Brookie señaló con el dedo la nariz de Maggie. -Yo también hubiera pensado lo mismo si hubiera tenido calores y menstruaciones irregulares.
– Pero la gente dirá…
– A la mierda con ellos. Que digan lo que quieran. Los que realmente importan te otorgarán el beneficio de la duda.
– Brookie, mírame. Tengo cuarenta años. Además de que el bebé es ilegítimo, ya no tengo edad para quedar embarazada. Soy demasiado vieja para hacer de madre y hay muchos riesgos de defectos de nacimiento a mi edad. ¿Y si…?
– ¡Ah, por favor! Piensa en Bette Midler y Glenn Close. Ambas tuvieron su primer hijo después de los cuarenta y sin ningún problema.
La actitud positiva de Brookie era contagiosa. Maggie ladeó la cabeza y dijo:
– ¿En serio?
– Sí. Así que dime: ¿Qué será, parto natural? ¿Necesitas entrenadora, o algo así? Soy profesional en lo que a partos se refiere.
– Gracias por ofrecerle, pero me ayudará papá.
– ¡Tu papá!
Maggie sonrió.
– Papá es un ángel.
– Estupendo. Pero si sucede algo y él no puede, llámame.
– Ay, Brookie -suspiró Maggie. Lo peor había pasado, la tormenta se había calmado. -Te quiero mucho.
– Y yo a ti.
Esas palabras, más que otras, curaban, devolvían la autoestima y hacían que el panorama fuera más alentador. Las dos mujeres estaban sentadas en ángulo recto, con los antebrazos apoyados sobre la mesa, junto a un jarrón con flores que Maggie había cortado durante su anterior ataque de furiosas energías.
– Creo que nunca lo dijimos antes -dijo Maggie.
– Tienes razón.
– ¿Crees que hay que envejecer antes de poder decírselo con comodidad a una amiga?
– Puede ser. Sencillamente hay que aprender que te sientes mejor diciéndolo en lugar de manteniéndolo callado.
Sonrieron y compartieron unos instantes de afecto silencioso.
– ¿Sabes una cosa, Brookie?
– Mmm…
Maggie hizo rodar el vaso frío entre las palmas de las manos, contemplando el té helado.
– Mi madre nunca me lo dijo.
– Querida… -Brookie le tomó una mano.
Maggie levantó su mirada preocupada y se permitió enfrentarse con el tremendo vacío que Vera había dejado en su interior. La habían educado cristianamente. Todas las cosas, desde los comerciales de televisión hasta las tarjetas de felicitación, le habían inculcado la norma de que no amar a un progenitor era la peor depravación.
– Brookie -dijo con solemnidad-, ¿te puedo confesar algo?
– Tus secretos son mis secretos.
– Me parece que no quiero a mi madre.
Con ojos firmes, Brookie sostuvo la mirada triste de Maggie.
Acarició la mano de su amiga en forma tranquilizadora.
– No estoy escandalizada, si eso era lo que esperabas.
– Calculo que debería sentirme culpable, pero no es así.
– ¿Qué tiene de bueno la culpa que todos creemos que debemos sentir en casos como este?
– Me he esforzado muchísimo, pero ella no devuelve nada, no da nada. Y sé que eso también es egoísta de mi parte. Uno no debería evaluar el amor a base de lo que se recibe.
– ¿Y de dónde sacaste eso, de alguna tarjeta de saludos?
– ¿No piensas que es horroroso de mi parte?
– Te conozco demasiado. Te sientes herida, lo sé.
– Es verdad. Brookie, me siento tan dolida. Ella debería estar teniéndome la mano ahora. ¿No te parece? Quiero decir, si Katy es tuviera embarazada, yo jamás le volvería la espalda. Estaría allí con ella cada instante y ocultaría mi desilusión, porque he aprendido algo en este último tiempo. Las personas que se quieren de tanto en tanto se desilusionan mutuamente.
– Bien, ese tipo de cosas sensatas me resulta mucho más creíble. Está mucho más cerca de la realidad.
– Cuando me mudé de regreso aquí, creí que sería una oportunidad para construir alguna clase de relación con mi madre, si no de franco cariño, al menos de aceptación. Siempre tuve la sensación de que no me aceptaba y ahora, bueno… dejó muy en claro que jamás lo hará. Brookie, te aseguro que me da lástima, es tan fría, tan cerrada a todo lo que sea cariño y amor. Lo peor es que tengo miedo de que Katy se vuelva igual que ella.
Brookie le soltó la mano y volvió a llenar los vasos de ambas.
– Katy es joven e impresionable, pero por lo que he visto cuando está con Todd, es cualquier cosa menos fría.
– No, creo que no. -Maggie dibujó anillos mojados sobre la mesa con el fondo del vaso. -Esto trae a colación otra cosa de la que necesitaba hablarte. Se trata de ellos dos. Creo que… que están… que son…
Levantó la vista hacia Brookie y encontró una sonrisa en los ojos de su amiga.
– Creo que la palabra que buscas es "amantes".
– De modo que tú también lo piensas.
– Me basta con ver a la hora que vuelve a casa cada noche y cómo devora la cena para salir corriendo a buscar a Katy.
– Esto me da vergüenza. Yo… -Otra vez, Maggie calló, buscando una forma delicada de expresarse. Brookie llenó el vacío.
– ¿No sabes cómo decirle a tu hija que se cuide, cuando tú estás llevando un inesperado bollo en el horno, verdad?
Maggie sonrió con pesar.
– Exactamente. Vi lo que estaba sucediendo, y no dije nada por miedo a quedar como una hipócrita.
– Bien, puedes dejar de preocuparte. Gene y yo hablamos con Todd.
– ¿En serio?
– Sí, es decir, el que habló con él fue Gene. Tenemos un acuerdo: él hablará con los varones y yo con las chicas.
– ¿Qué dijo Todd?
Brookie levantó una palma con aire displicente.
– Dijo: "Tranquilo, pa. Todo está bajo control."
Los rostros de las dos mujeres se iluminaron y ambas rieron. Bebieron té, colando sus experiencias de madres a través de los recuerdos de sus primeras incursiones sexuales. Finalmente, Maggie dijo:
– Cómo cambiaron las cosas, ¿no? ¿Puedes creer que estamos aquí sentadas hablando tranquilamente de la vida sexual de nuestros hijos como si se tratara del precio de las verduras?
– Vamos, ¿quiénes somos nosotras para acusar? Justo nosotras dos, que una vez nos arriesgamos a que nos descubrieran, en el mismo barco.
– ¿Nosotras dos? ¿Quieres decir que tú y Arnie… también?
– Sí. Arnie y yo, también.
Sus miradas se encontraron y ambas se remontaron a aquel día luego de la graduación, a bordo del Mary Deare, cuando eran jóvenes, ardientes y daban sus primeros pasos decisivos en la vida.
Brookie suspiró, apoyó la mandíbula sobre un puño y distraídamente frotó la condensación del borde de su vaso. Maggie adoptó una posición similar.
– ¿Eric fue el primero para ti, no?
– El primero y el único, aparte de Phillip.
– ¿Phillip lo sabía?
– Sospechaba. -Maggie levantó la mirada. -¿Gene sabe lo de Arnie?
– No. Yo tampoco sé sobre sus antiguas novias. ¿Por qué deberíamos contárnoslo? Fueron cosas insignificantes. Parte de nuestro paso a la madurez, pero hoy, insignificantes.
– Por desgracia, no puedo decir que mi primer amante sea hoy insignificante.
Brookie caviló un poco, luego dijo:
– Pensar que fui yo la que te di su número y te dije: "No seas tonta, ¿qué tiene de malo llamar a un viejo amigo?"
– Sí, vieja, es todo culpa tuya.
Intercambiaron sonrisas.
– ¿Qué te parece entonces si te dejo el bebé de tanto en tanto cuando tenga que salir?
Brookie rió.
– Esa es la primera cosa sensata que te oigo decir sobre el bebé. Debes de estar acostumbrándote a la idea.
– Es posible.
– ¿Sabes una cosa? No deseaba a mis dos últimos hijos, pero de algún modo se te van metiendo adentro.
La elección de palabras de Brookie las hizo reír nuevamente. Cuando terminó, Maggie se enderezó en la silla y se puso seria otra vez.
– Te voy a hacer una última confidencia, luego daré por terminada la sesión -anunció.
Brookie también se enderezó.
– Adelante.
– Lo sigo queriendo.
– Sí, eso es lo más difícil, ¿no?
– Pero estuve pensando y decidí que si me llevó seis meses enamorarme de él, debería darme por lo menos un lapso igual para desenamorarme.
¿Cómo hace uno para desenamorarse? Cuanto más tiempo pasaba Maggie sin ver a Eric, más lo extrañaba. Aguardaba el fin de su amor como un granjero aguarda el fin de su cultivo durante las semanas de sequía, viéndolo luchar y pensando: "Muere de una vez y acabemos con esto". Pero como maleza que sobrevive sin agua, el amor que sentía Maggie por Eric se negaba a marchitarse.
Pasó agosto, un mes tórrido, cansador y opresivo. Katy volvió a la universidad sin despedirse, Todd se marchó a hacer el entrenamiento básico y Maggie contrató a una mujer de más edad, llamada Martha Dunworthy, para que viniera todos los días a hacer la limpieza. A pesar de la ayuda de Martha, los días de Maggie eran largos y cansadores.
Se levantaba a las seis y media para hornear los panecillos, preparar jugo y café, poner la mesa y arreglarse. Desde las ocho y treinta hasta las diez y treinta tenía disponible el desayuno y se aseguraba de sentarse un rato con cada huésped mientras comían, pues sabía que de su hospitalidad y simpatía dependía el hecho de que regresaran. Una vez que el último terminaba de comer, ordenaba la sala, luego la cocina, se despedía de los que se iban (con frecuencia eso le tomaba tiempo, pues casi todos se marchaban sintiéndose amigos personales de ella). Aceptaba los pagos, llenaba recibos y les daba postales de la Casa Harding, su tarjeta y abrazos en la galería trasera. Las partidas por lo general se superponían con las llamadas para pedir información, que comenzaban cerca de las diez y eran numerosas, pues se avecinaba el otoño, la estación de más auge de turismo en Door County. Las llamadas locales no daban trabajo; por lo general eran de la Cámara de Comercio para ver si había cuartos disponibles. Las de larga distancia, sin embargo, le llevaban mucho tiempo, pues había que responder a docenas de preguntas repetitivas antes de que hicieran las reservas. Cuando los huéspedes se habían marchado, anotaba los ingresos en los libros de contabilidad, contestaba cartas, pagaba cuentas, lavaba toallas (la lavandería se ocupaba sólo de las sábanas), cortaba flores y las ponía en floreros, supervisaba el trabajo de limpieza de Martha e iba al correo. Cerca de las dos de la tarde, comenzaban a llegar los huéspedes de la noche, con las inevitables preguntas sobre dónde comer, pescar y comprar provisiones para picnics. Entre esas tareas diarias tenía que prepararse la comida, ir al Banco y hacer los mandados particulares que necesitara ese día en particular.
Le encantaba tener la hostería, de veras, pero era agotador para una mujer embarazada. Estaba a disposición de los demás durante casi todo el día. Era imposible dormir una siesta a causa de las constantes interrupciones. Si el último huésped no llegaba hasta las diez y media de la noche, ella seguía levantada a esa hora. Y en cuanto a días libres, eran inexistentes. Por la noche, cuando por fin se acostaba, exhausta y dolorida, se cubría la frente con la muñeca y pensaba: "No podré hacer esto y también ocuparme de un bebé". La fecha de parto era para Acción de Gracias y tenía reservas aceptadas hasta fin de octubre, pero algunos días creía que no llegaría a esa fecha.
Si sólo tuviera un hombre, pensaba en sus momentos de mayor debilidad. Si sólo lo tuviera a Eric. Seguía pensando en él, a pesar de su determinación de olvidarlo.
Entonces, el 22 de septiembre, Brookie llamó con una noticia que elevó el barómetro emocional de Maggie.
– ¿Estás sentada? -dijo Brookie.
– Ahora sí. -Maggie se dejó caer sobre el banquito junto al refrigerador. -¿Qué pasa?
– Nancy Macaffee perdió el bebé.
Maggie respiró hondo y sintió que el corazón se le aceleraba.
– Sucedió en Omaha, cuando estaba allí por trabajo. Pero Maggie, creo que el resto de la noticia no es tan bueno. Dicen que él se la llevó a hacer un crucero a Saint Martin y Saint Kitts para restaurar la salud de ella y la relación de ambos.
Maggie sintió que sus esperanzas fugaces se estrellaban contra el piso.
– ¿Maggie, me oyes?
– Sí… sí, te oigo.
– Lamento ser yo la que te lo diga, pero me pareció que tenías que saberlo.
– Sí… sí, me alegro de que lo hayas hecho, Brookie.
– Oye, vieja, ¿estás bien?
– Sí, por supuesto.
– ¿Quieres que vaya para allí o algo?
– No. Estoy bien. De veras, ¡Ya casi… ya casi lo tengo superado! -mintió con forzada ligereza.
¿Casi superado a Eric? ¿Cómo iba una a superar al hombre al que una le daría su único hijo?
La pregunta la acosaba durante las noches de insomnio a medida que se acercaba la fecha, su cuerpo se tornaba más redondo y el sueño imposible debido a las incontables idas al baño. La siguió acosando cuando comenzaron a hinchársele los tobillos y el rostro y empezó a asistir a las clases de parto sin dolor con Roy.
Llegó octubre y Door County se vistió con las galas otoñales: los arces y abedules parecían en llamas y los huertos de manzanos estaban cargados de frutos resplandecientes. La hostería se llenaba todas las noches y todos los huéspedes parecían estar enamorados. Venían de a dos, siempre de a dos. Maggie los miraba pasear hasta el lago, tomados de la mano y sentarse en la glorieta a contemplar el reflejo de los árboles encendidos sobre el agua azul y serena. A veces se besaban. Y otras veces, se hacían breves caricias íntimas antes de regresar a la casa con expresiones felices.
Maggie se alejaba de la ventana y se sostenía el abdomen distendido, reviviendo los días de caricias con nostalgia agridulce. Al observar al resto del mundo pasar en pareja, pensaba en el nacimiento de su hijo como uno de los acontecimientos más solitarios por los que pasaría en su vida.
– Nos arreglaremos muy bien -decía al bebé dentro de su vientre-. Tenemos a tu abuelo, a Brookie, dinero de sobra y esta magnífica casa. Y cuando tengas edad suficiente, compraremos el velero y te enseñaré a disfrutar de la navegación a vela y tú y yo nos iremos a Chicago en el barco. Nos arreglaremos muy bien.
Una tarde, a fines de octubre, durante unos días de inusitado calor, decidió caminar hasta el pueblo a buscar la correspondencia. Se puso un par de pantalones tejidos negros y un suéter de futura mamá terracota y negro. Dejó una nota sobre la puerta: Vuelvo a las 16:00.
Los arces y álamos ya estaban pelados y los robles perdían sus hojas sobre Cottage Row. Maggie emprendió el descenso de la colina. Las ardillas juntaban bellotas y se escurrían delante de ella. El cielo era de un azul intenso. Las hojas crujían bajo sus pies.
En el pueblo, la calle estaba silenciosa. La mayoría de los barcos se habían marchado de los muelles. Algunos comercios ya habían cerrado y los que quedaban abiertos estaban escasos de clientes. Las flores a lo largo de la calle principal se habían marchitado, sólo quedaban las caléndulas y los crisantemos sobrevivientes de la primera helada.
El correo estaba desierto. Maggie fue directamente a su casilla, sacó la correspondencia, cerró la puertita y se volvió para encontrar a Eric Severson a tres metros de distancia.
Ambos se detuvieron en seco.
El corazón de Maggie empezó a galopar.
El rostro de Eric se sonrojó.
– Maggie… -Él fue el primero en hablar. -Hola.
Ella estaba paralizada; sentía que las arterias se le iban a reventar y salpicaría con sangre las paredes del correo. Hipnotizada por la presencia de Eric, absorbió el familiar rostro bronceado, el pelo desteñido, los ojos azules. Registró también lo que no conocía, los pantalones marrones, la camisa escocesa, el chaleco de duvet, experimentando una absurda sensación de privación, como si le hubieran robado el tiempo en que él los había comprado.
– Hola, Eric.
Los ojos de él bajaron a su suéter de maternidad, estirado por el vientre prominente.
Por favor, rezó Maggie, que no entre nadie.
Lo vio tragar y levantar con dificultad los ojos hacia el rostro de ella.
– ¿Cómo estás?
– Bien -respondió ella con voz extraña y áspera-. Estoy muy bien. -Inconscientemente, se protegió el vientre con la mano llena de correspondencia. -¿Y tú?
– He tenido momentos más felices -replicó, mirándola a los ojos conexpresión atormentada.
– Oí que tu mujer perdió el bebé. Lo siento.
– Sí… bueno… a veces esas cosas… ya sabes… -Sus palabras se perdieron y Eric volvió a mirar el abdomen de Maggie, como atraído por una fuerza magnética. Los segundos se estiraron como años luz, mientras él seguía allí, arrobado, tragando con fuerza. En el salón de atrás, se oyó el ruido de una máquina y alguien arrastró un carrito pesado. Cuando Eric levantó la vista, Maggie apartó los ojos,
– Me enteré de que estuviste de viaje -dijo, buscando motivos para quedarse allí.
– Sí, en el Caribe. Creí que le haría bien… que nos haría bien… para recuperarnos.
Hattie Hockenbarger, una veterana con veintiocho años de trabajo en el correo, apareció en la ventanilla, abrió un cajón y llenó nuevamente su pila de postales.
– ¿Hermoso día, no? -dijo, dirigiéndose a ambos.
Ellos le dirigieron una mirada perdida, pero ninguno de los dos respondió; la miraron desaparecer en el salón trasero antes de reanudar la conversación y el mutuo embelesamiento.
– Le está costando reponerse -murmuró Eric.
– Sí… bueno… -Como no sabía qué decir al respecto, Maggie calló.
Él rompió el silencio al cabo de unos segundos. Habló con voz profunda, emocionada, pero baja, para que no pudiera ser oída más allá de donde estaban ellos.
– Maggie, estás… espléndida.
Tú también. No iba a decírselo, no lo miraría siquiera. Maggie se concentró en los afiches de BUSCADO que colgaban de la pared mientras se escudaba tras una barrera de conversación.
– El médico dice que estoy muy sana y papá accedió a estar presente en el parlo y ayudarme. Vamos a clases del método Lamaze dos veces por mes y los ejercicios de relajación me salen bien así que… yo… nosotros…
Él le tocó el brazo y Maggie calló; ya no podía resistirse al magnetismo de sus ojos. Al mirarlo, perdió las fuerzas, porque vio que los sentimientos de él no habían cambiado. Sufría tanto como ella.
– ¿Sabes qué es, Maggie? -susurró Eric-. ¿Un varón o una mujer?
¡No hagas esto! ¡No demuestres interés! ¡No puedo tolerarlo si no puedo tenerte!
En un instante, la garganta de Maggie se cerraría por completo. En un instante, las lágrimas comenzarían a brotar. En un instante, se comportaría como una idiota peor de lo que ya era, en el vestíbulo del correo.
– ¿Maggie, lo sabes?
– No -susurró ella.
– ¿Necesitas algo? ¿Dinero, alguna otra cosa?
– No. -Sólo a ti.
La puerta se abrió y entró Althea Munne, seguida por Mark Brodie, que estaba hablando.
– Me enteré de que el entrenador Beck va a poner a Mueller en el equipo mañana por la noche. Debería ser un buen partido. Esperemos que con este calor… -Levantó la mirada y enmudeció.
Mantuvo la puerta abierta mucho después de que Althea hubiera pasado. Su mirada pasó de Maggie a Eric y viceversa.
Ella se recuperó lo suficiente como para decir:
– Hola, Mark.
– Hola, Maggie. Eric. -Saludó con la cabeza y dejó que se cerrara la puerta. Los tres eran la viva imagen del bochorno, observados de cerca por Althea Munne y Hattie Hockenbarger, que había vuelto a la ventanilla al oír abrirse la puerta.
La mirada de Mark bajó al vientre de Maggie y se ruborizó. No la llamaba desde que habían empezado a circular rumores sobre ella y Eric.
– Mira, debo irme. Están por llegar huéspedes -dijo Maggie, esbozando una sonrisa forzada-. Fue un gusto verte, Mark. Hola, Althea, ¿cómo está? -Se dirigió a la puerta, sofocada por las emociones, enrojecida, temblorosa, al borde del llanto. Afuera, chocó con dos turistas mientras caminaba atolondradamente por la acera.
Había pensado detenerse en el almacén y comprar unas hamburguesas para la cena, pero sin duda su padre la vería alterada y le haría preguntas.
Trepó la colina, indiferente a la tarde hermosa, al aroma de las hojas caídas.
Eric, Eric Eric.
– ¿Cómo podré vivir aquí el resto de mi vida, encontrándomelo de tanto en tanto como hace unos minutos? Ya hoy fue un suplicio; verlo con la mano de su hijo en la mía, sería intolerable. Una imagen le pasó por la mente: ella y el niño, un varón de unos dos años, entrando en el correo y encontrándose con el hombre alto y rubio con ojos atormentados que no podría quitarles la mirada de encima. Y el niño preguntaría: ¿mami, quién es ese señor?
Sencillamente, no podía hacerlo. No tenía nada que ver con la vergüenza. Tenía que ver con el amor. Un amor que obstinadamente se negaba a morir, por más que estuviera en falta. Un amor que, con cada encuentro casual, anunciaría los sentimientos de ambos en forma tan inequívoca como esas hojas anunciaban el final del verano.
No puedo hacerlo, pensó Maggie mientras se acercaba a la casa que tanto amaba. No puedo vivir aquí con su hijo pero sin él, y mi única alternativa es marcharme.