Capítulo 10

Regresaron a Fish Creek sumidos en un tenso silencio.

Maggie lo comprendía con claridad: él sentía enojo consigo mismo, no con ella. Era la imagen de un hombre desgarrado. Condujo los treinta y cinco kilómetros casi sin mover un músculo, con un hombro apoyado contra la puerta, mirando la carretera con expresión ceñuda. No fue hasta que tomaron el atajo que por fin irguió la espalda y se acomodó mejor detrás del volante. Estacionó la camioneta en la cima del sendero, tomó los guantes y bajó sin decir una palabra. Maggie hizo lo mismo y se reunió con él detrás del vehículo, esperando mientras él abría la caja.

– ¿Te importaría ayudarme a llevarlo arriba? -preguntó, quebrando el prolongado silencio.

– Es pesado para una mujer.

– Yo puedo.

– Muy bien, pero si es demasiado pesado, dilo.

Maggie no lo hubiera dicho ni aunque se le hubiera quebrado la espalda, aunque no sabía por qué. Por volver a un trato impersonal con él, quizá. Dos changadores cargando muebles, dejándolos en su lugar con la indiferencia de empleados de United Parcel Service.

Primero cargaron el lavabo, luego la cómoda, marchando de regreso abajo en silencio; cauteloso el de Maggie, sombrío el de él. Maggie supo instintivamente que no volvería a verlo después de ese día. El había tomado la decisión en la camioneta, delante de Bead & Ricker con un anillo de esmeraldas entre ambos. Por último cargaron la cama, la cabecera y la piecera atadas junto a un par de caballetes. Una vez que la dejaron en el suelo, Eric dijo:

– Si tienes herramientas, te la armaré.

– No es necesario. Yo puedo hacerlo.

Él la miró de frente por primera vez desde el comienzo del triste viaje de vuelta.

– ¡Maggie, esa maldita cabecera pesa treinta kilos! Si se cae y se parte puedes despedirte de tu antigüedad para siempre. Ve a traer una pinza y un destornillador.

Ella le consiguió las herramientas, luego se apartó y lo observó hincarse sobre una rodilla y utilizarlas para separar las partes de la cama. Trabajaba con singular intensidad; tenía el cuello de la campera levantado, la cabeza gacha, los hombros encorvados bajo la campera negra de cuero.

Aflojó un par de trabas, fue hasta el otro par y volvió a usar el destornillador.

– Sostén esto o se caerá -ordenó, sin ni siquiera mirarla.

Maggie sujetó las piezas a medida que el las sacaba de los caballetes de apoyo. Eric se puso de pie con un crujir de rodillas, guardó el destornillador en el bolsillo y se movió por la habitación, colocando las maderas laterales en su sitio y regresando luego para tomar la piecera. La transportó unos dos metros antes de volver o ponerse de rodillas para enganchar todas las piezas.

Maggie trataba de no mirarlo, de no fijarse en lo atractivo que resultaba inclinado, realizando esa tarea peculiarmente masculina. Una vez que la cama estuvo armada, Eric se puso de pie.

– Bien, ya está. ¿Y los colchones? -Echó una mirada a la cama de una plaza en un extremo de la habitación.

– Están guardados en el garaje. Papá me ayudará con ellos.

– ¿Seguro?

– Sí. No le molestará.

– Muy bien… -Sacó los guantes de los bolsillos, sin insistir. -Me voy, entonces.

– Gracias, Eric. Me fue muy útil tu camioneta y toda la ayuda que me diste.

– Hiciste buenas compras -declaró él con tono terminante mientras salían de la habitación.

– Sí.

Descendieron los escalones codo a codo, y avanzaron hacia la cocina en un incómodo vacío emocional. Eric se dirigió directamente a la puerta y Maggie se la abrió cortésmente, diciendo:

– Gracias de nuevo.

– Aja -replicó él, cortante, impersonal-. Nos vemos.

Maggie cerró la puerta con firmeza y pensó: Bien, ya terminó todo. La decisión ha sido tomada. Haste un té, Maggie. Ve arriba a admirar tus nuevos muebles. Borra el día de hoy de tu mente.

Pero la casa le resultaba sombría y de pronto, ya no sentía entusiasmo por las antigüedades que tanto placer le habían causado horas antes. Fue hasta la pileta de la cocina, abrió el agua caliente y colocó una pava bajo el chorro, encendió una hornalla y colocó el agua a calentar; bajó una tetera de un armario y miró desinteresadamente dentro de una lata de saquitos de té, sin preocuparse por qué sabor tenían.


Afuera, Eric subió los escalones al trote, cerró la puerta trasera de la camioneta con violencia, fue hasta el asiento del conductor, se sentó detrás del volante y sintió que se rasgaba el plástico del asiento. Pasó el peso a una nalga, metió una mano bajo su cuerpo y masculló:

– Mierda.

Giró la cintura para mirar. El destornillador de Maggie había hecho un agujero en forma de siete en el plástico.

– ¡Mierda! -exclamó con exasperación, golpeando las manos sobre el volante. Furioso. Atrapado por sus propias emociones.

Se quedó sentado un largo instante, con los brazos sobre el volunte, los pulgares enguantados contra los ojos, mientras admitía para sus adentros la verdadera razón por la que estaba enojado.

¡Te estás comportando como un cerdo, descargándole con ella cuando no tiene la culpa! Si vas a irte de aquí para no regresar nunca, por lo menos hazlo con elegancia.

Levantó la cabeza. El viento se había vuelto más fuerte. Agitaba la escobilla floja del limpiaparabrisas y arremolinaba la nieve de la semana pasada en el camino. Eric miraba sin ver, temiendo regresar a la puerta, y al mismo tiempo ansiando ver a Maggie por última vez.

¿Qué quieres, Severson?

¿Qué importancia tiene lo que quiero? Lo único que importa es lo que debo hacer.

Con un movimiento abrupto, encendió el motor y lo dejó en marcha; una forma de asegurarse que estaría de nuevo allí en sesenta segundos o menos, listo para dirigirse a su casa, que era el sitio donde debía estar.

Golpeó con fuerza a la puerta de Maggie, tan fuerte como le martillaba el corazón en el pecho. Ella abrió con un saquito de té en la mano y se quedaron como figuras de cartón, mirándose a los ojos.

– Esto es tuyo -dijo Eric por fin, entregándole el destornillador.

– Ah… -Maggie lo tomó. -Gracias.

Habló en voz tan baja que él apenas si pudo escucharla, luego se quedó con la cabeza gacha, mientras él la miraba.

– Maggie, lo siento. -En su voz había una nota de ternura, ahora.

– Está bien. Lo comprendo. -Enredó el hilo del saquito de té alrededor del destornillador, sin levantar la vista.

– No, no está bien. Te traté como si hubieras hecho algo malo y no lo hiciste. Soy yo. Es… -Sobre sus caderas, los dedos enguantados se cerraron, se abrieron. -Estoy pasando por momentos difíciles y no tengo derecho de arrastrarte a ti. Sólo quería que supieras que no volveré a molestarte.

Ella asintió desconsoladamente y bajó las manos a los lados del cuerpo.

– Sí, creo que es lo mejor.

– Voy a… -Hizo un ademán vago en dirección a la camioneta. -Voy a ir a casa y haré lo que me dijiste. Me concentraré en lascosas buenas. Lo que quiero decir es… bueno, quiero que mi matrimonio funcione.

– Lo sé -susurró Maggie.

Él la observó esforzarse por ocultar sus sentimientos, pero sus mejillas se sonrojaron. A Eric se le cerraron el pecho y la garganta como una vez en que el Mary Deare quedó atrapado en una tormenta de verano y él creyó que se hundía. Abrió las manos enguantadas y las apretó contra los muslos para no tocar a Maggie.

– Bueno, quería que lo supieras. No me sentía bien, luego de haberme ido así.

Ella volvió a asentir y trató de disimular las lágrimas que comenzaban a llenarle los ojos.

– Bueno, oye… -Eric dio un paso atrás y dijo con voz ronca: -Que pases una feliz Navidad y espero que te vaya muy bien con la casa y tu nueva empresa.

Maggie levantó la cabeza y Eric vio el brillo de lágrimas en sus ojos.

– Gracias -dijo ella, obligándose a esbozar una temblorosa sonrisa-. Que tengas tú también una hermosa Navidad.

Él retrocedió hasta el primer escalón y por un desgarrador instante, sus miradas hablaron con claridad del deseo y la necesidad que sentían. Los ojos castaños de Maggie parecían agrandados por las lágrimas que le temblaban en las pestañas. Los azules de Eric, mostraban la fuerza con que se contenía para no tomarla entre sus brazos. Abrió las manos y las cerró una vez más.

– Adiós. -Movió los labios, pero no brotó ningún sonido. Luego se volvió y se alejó de su vida con paso decidido.


Durante los días que siguieron, Eric evitó andar cerca del correo al mediodía, compró las provisiones en cualquier lugar menos en el Almacén de Ramos Generales y almorzó en su casa. Durante las mañanas, sin embargo, siguió con sus visitas a la panadería y mientras bajaba la colina, con frecuencia se imaginaba que encontraría a Maggie allí, comprando algo dulce, volviéndose al oír la campanilla de la puerta y sonriendo al verlo entrar.

Pero ella prefería huevos a la hora del desayuno; ahora lo sabía.

La bahía se heló por completo y Eric sacó su vehículo para nieve para irse a pescar en el hielo todos los días. Muchas veces, sentado sobre un banquito plegable sobre el hielo, mirando por el agujero las aguas profundas, pensaba en Maggie, se preguntaba si le gustaría el pescado frito y la recordaba robando un trozo de arenque del barril de la conservadora de su padre. Pensó en llevarle una trucha fresca; después de todo, pescaba más de las que podía comer.

Pero eso sólo sería una excusa para verla, admitió, y llevó las truchas s u madre y a Barb.

Construyó un trineo para regalar a los hijos de Mike y Barb en Navidad y le dio seis capas de barniz marino. Cuando estuvo listo, se lo mostró a Nancy. Ella se bajó los anteojos por la nariz, le dedicó una breve mirada y dijo: "Mmm, muy lindo, querido" antes de volver a los papeles que estaba haciendo.

Eric cortó dos pinos de la propiedad de Mike, puso uno en una maceta para Ma y se llevó el otro a su casa. Cuando lo tuvo en un rincón de la sala, aromático y punzante, se paró delante de él con las manos en los bolsillos y deseó tener a alguien con quien compartirlo. El fin de semana, cuando regresó Nancy, adornaron el árbol con lucecitas transparentes, bolas transparentes y colgantes transparentes: la misma decoración que utilizaban año tras año. La vez que Nancy las trajo -compradas en una tienda elegante de Kansas City- Eric contuvo su desilusión mientras decoraban el árbol. Una vez que estuvo listo, lo miró con horror y dijo:

– ¿Le falta un poco de color, no crees?

– No seas anticuado, tesoro -le había dicho Nancy-. Es elegante.

No quería un árbol elegante. Quería uno como el de Ma, adornado con enormes luces multicolores y guirnaldas que él y sus hermanos habían hecho en la escuela primaria, adornos que habían estado en el árbol de Ma cuando era niña y otros que los amigos les habían regalado con el correr de los años. En cambio, tenía un árbol que lo dejaba tan frío como la fruta de madera que Nancy tenía sobre la mesa de la cocina. De modo que, con frecuencia, las noches de la semana se iba a casa de Ma o de Mike y disfrutaba de sus árboles, comía pochoclo y pescado ahumado y bromeaba con los pequeños; se los sentaba en el regazo con sus pijamas largos, observaba sus rostros iluminados de todos colores por las luces del árbol y los escuchaba hablar con reverencia de Papá Noel.

Al mirar las luces del árbol, Eric pensaba en Maggie y se preguntaba cómo habría sido su Navidad si se hubiera casado con ella en lugar de con Nancy. ¿Tendría hijos propios? ¿Estarían todos juntos ahora alrededor del árbol de Navidad? Imaginó a Maggie en la gran casa con las ventanas salientes, los pisos brillosos y la cocina con la vieja mesa rayada; recordó el día en que él y Deitz tomaron café con ella y la echó de menos terriblemente.

Durante esos mismos días y noches, ella también pensó en él y soportó esa sensación de pérdida, inexplicable como era, pues ¿cómo podía uno perder algo que jamás había tenido? No había perdido nada, salvo la añoranza diaria de Phillip, desaparecido como por arte de magia desde su regreso a Fish Creek. Impactada, Maggie comprendió que era cierto: la sensación de autocompasión y carencia se habían suavizado hasta convertirse en recuerdos aterciopelados de los momentos felices que habían pasado juntos. Sí, la pérdida de Phillip cada vez le dolía menos, pero al que extrañaba ahora era a Eric.

A medida que se acercaban las fiestas, pasó muchas noches agridulces recordando las ocasiones recientes que habían compartido: la primera noche en la oscuridad, recorriendo la casa a la luz de una linterna; el día en que él la encontró pintando en la Habitación del Mirador y comenzó a nevar; el día que habían almorzado sobre el banco de la calle principal; el viaje a Bahía Sturgeon ¿Cuándo había comenzado esta insidiosa colección de recuerdos? ¿Estaría recordando él también? No tenía más que pensar en los últimos momentos que habían pasado juntos para saber con certeza que sí.

Pero Eric Severson no era un hombre libre y Maggie trató de tener eso siempre presente mientras llenaba sus días y se preparaba para Navidad.

Llamó a su padre y Roy vino a ayudarla a entrar los colchones del garaje, a transportar la cama de una plaza a la habitación de servicio, a regocijarse con ella con los muebles nuevos de la Habitación del Mirador y a ponderar sus esfuerzos con el empapelado.

Maggie tendió por primera vez la gran cama tallada a mano con sábanas con puntillas y un espumoso acolchado de plumas, luego se arrojó sobre ella para mirar el cielo raso y extrañar al hombre al que no tenía derecho de extrañar.

Llamó Mark Brodie y la invitó a su club a cenar y ella volvió a rechazar la invitación. El insistió y finalmente, Maggie aceptó.

Mark hizo todo lo que estaba a su alcance para impresionarla. Un compartimiento muy privado en un rincón, camareros discretos y gentiles, mantel de hilo, luz de vela, cristal, champagne, caracoles, ensalada César mezclada junto a la mesa, orejas marinas traídas especialmente para la ocasión, puesto que no figuraban en el menú habitual, y luego Bananas Foster, flambeadas junto a la mesa y servidas en copas altas.

Toda la comida, sin embargo, parecía tener el sabor de su agua de Colonia.

Era atento hasta la exageración, buen conversador, pero le gustaba hablar sobre su propio éxito. Conducía un Buick Park Avenue cuyo interior tenía el mismo aroma que él: dulzón y sofocante. Cuando la llevó a su casa, Maggie se bajó con alivio y tragó bocanadas de aire fresco como una persona que ha estado bajo el agua.

En la puerta, la tomó de los hombros y la besó. Con la boca abierta. El beso duró unos odiosos treinta segundos en los que Maggie se puso a prueba, resistiendo el impulso de apartarlo de un empujón, escupir y limpiarse la boca. No era un aprovechador. No era feo, desprolijo, insoportable ni grosero.

Pero no era Eric.

Cuando el beso terminó, Mark dijo:

– Quiero volver a verte.

– Lo siento, Mark, pero creo que no.

– ¿Por qué? -Parecía fastidiado.

– No estoy lista para esto.

– ¿Cuándo lo estarás? Esperaré.

– Mark, por favor… -Maggie se apartó y él la soltó, sin presionarla.

– Si me permites la chabacanería, no soy un cazador de fortunas, Maggie.

– Nunca pensé que lo fueras.

– ¿Entonces por qué no pasar buenos momentos juntos? Estás sola. Yo también. En este pueblo no hay muchos como nosotros.

– Mark, debo entrar. Fue una hermosa cena, tienes un fantásticorestaurante y un futuro brillante, estoy segura. Pero ahora debo entrar…

– Te voy a convencer, Maggie. No me daré por vencido.

– Buenas noches, Mark. Gracias por la cena.

Llamó a Brookie al día siguiente e hicieron una excursión a Bahía Green para comprar cortinas de encaje, regalos de Navidad y almorzar juntas.

Maggie confesó:

– Me siento sola, Brookie. ¿Conoces hombres solteros?

Brookie dijo:

– ¿Y Mark Brodie?

Maggie respondió:

– Anoche permití que me besara.

– ¿Y?

– ¿Alguna vez te comiste un bocado de geranios?

Brookie se atragantó con la sopa y se dobló en dos sobre el platlo, ahogándose de risa, lágrimas y arvejas.

Maggie también terminó por reír. Cuando por fin pudo hablar, Brookie dijo:

– ¿Y bien, entraste después a hacer albóndigas?

– No.

– Entonces quizá deberías pedirle que cambie de agua de Colonia.

Maggie pensó en eso la siguiente vez que la llamó y lo rechazó.

Y la siguiente… y la siguiente.


Katy llamó y dijo que viajaría hacia allí el 20 de diciembre, enseguida después de las clases de la mañana. Maggie puso el árbol en la sala y preparó masitas de fantasía y una torta de frutas con ron, envolvió regalos y se dijo que no importaba que no tuviera un hombre a quien regalarle algo esa Navidad. Estaban su padre y su madre, Katy y Brookie. Cuatro personas que la querían. Debía sentirse agradecida.

Las advertencias climáticas comenzaron el martes, pero los escépticos, al encontrarse en la calle, sonreían y se recordaban unos a otros:

– Dijeron que las dos últimas tormentas de nieve venían haciaaquí, pero apenas si nevó lo suficiente como para cubrir los arbustos.

La nieve comenzó a caer al mediodía, llegando desde Canadá por la Bahía Green, en finas esquirlas que saltaban como insectos vivos sobre los caminos helados y se convirtió en una fuerza salvaje alimentada por temibles vientos de cincuenta kilómetros por hora. Al las dos de la tarde cerraron las escuelas. A las cuatro, las empresas hicieron lo mismo. A las siete, los equipos de mantenimiento abandonaron las calles.

Eric se fue a acostar a las diez de la noche, pero una hora mas tarde despertó al oír el teléfono junto a la cama.

– ¿Hola? -masculló, medio dormido.

– ¿Eric?

– ¿Sí?

– Habla Bruce Thorson, desde la oficina del alguacil de Bahía Sturgeon. Tenemos una situación crítica entre manos, con viajeros atrapados en los caminos de todo el distrito y tuvimos que sacar los equipos. Nos vendrían bien todos los vehículos para nieve y los conductores expertos disponibles.

Eric miró el reloj, se sentó en la cama y se pasó una mano por el pelo en la oscuridad.

– Comprendo. ¿Adonde me necesitan?

– Despacharemos a los voluntarios de Fish Creek desde la Estación de Bomberos Gibraltar. Trae todo el equipo de emergencias que tengas.

– Muy bien. Estaré allí en quince minutos.

Se movió a toda velocidad. Mientras bajaba la escalera, se abotonó la camisa y los pantalones. Puso agua en el microondas para prepararse un café instantáneo, buscó una bolsa grande para residuos y adentro echó velas, fósforos, una linterna, periódicos, una gorra de abrigo, el equipo de nieve de Nancy (que había usado sólo una vez), una bolsita con dos rosquillas, barras de chocolate y una manzana. Se colocó su equipo de nieve plateado, botas, guantes, pasa-montañas y casco. Llenó el termo, le añadió dos chorritos de licor y salió, con el aspecto de un astronauta listo para la caminata lunar.

Al abrigo de la casa, la tormenta parecía haber sido exagerada. Luego bajó los escalones y se hundió en nieve hasta las caderas. A mitad de camino hacia el garaje, el viento lo embistió con todas sus fuerzas y perdió el equilibrio, cayendo hacia el costado mientras luchaba por seguir avanzando. Se estremeció y llegó hasta la puerta del garaje, donde se vio obligado a escarbar con los pies y las manos para encontrar los picaportes. Adentro hacía un frío polar; siempre hacía más frío en el cemento que en la nieve. El sonido de las botas forradas con piel sobre el piso helado le retumbaba en los oídos protegidos. Llenó el tanque de gasolina del vehículo para nieve, ató una pala y la bolsa de provisiones al asiento del pasajero, encendió el motor y salió. Fue un alivio ponerse de espaldas al viento al cerrar la puerta del garaje. Tiritando, enfrentó el viento una vez más, se subió a la máquina y se protegió el rostro con las antiparras del casco, pensando que pasaría mucho tiempo hasta que volviera a meterse en su cama calentita.

El viento era casi huracanado y barría la nieve en cortinas que ocultaban todo de la vista. Ni desde cien metros de distancia, se veían las luces rojas y azules de la calle principal. No fue hasta que estuvo directamente debajo de ellas que Eric vio los fantasmagóricos círculos de luz en el remolino de nieve sobre su cabeza. Condujo por el medio de la desaparecida calle principal, utilizando las luces navideñas como guía. De tanto en tanto, a los costados, una luz blanca atravesaba la bruma: el letrero de una tienda o una luz callejera. A mitad de camino hacia la Estación de Bomberos, oyó el rugirde un motor a su izquierda y vio por sobre el hombro un espectro muy parecido a él, con la diferencia que vestía de negro y conducía un Polaris. Levantó una mano y el otro conductor devolvió el saludo, luego juntos condujeron hasta que la luz roja de la Estación de Bomberos les indicó que habían llegado.

Había otros dos vehículos para nieve estacionados adelante. Eric dejó el motor en marcha. Pasó una pierna por encima del asiento, se levantó el visor del protector y gritó:

– ¿Linda hora para salir de la cama, no, Dutch?

– ¡Qué te parece! -La voz de Dutch sonó ahogada hasta que se levantó el visor. -Vaya tormentita, ¿eh? -Dutch avanzó por la nieve hacia Eric y luego se abrieron paso juntos hasta el edificio de ladrillos.

Adentro, Einer Seaquist repartía provisiones de emergencia a otros dos conductores. A uno de ellos, ordenó:

– Ve hasta lo de Doc Braith lo más rápido posible. Tiene insulina para que le lleves a Walt McClusky en la Carretera Zonal A. Y tú, Brian -dijo al segundo-, toma la Carretera Zonal F hasta la Ruta Cincuenta y Siete. La cerraron en el otro extremo, pero calculamos que hay tres automóviles allí que nunca llegaron a destino. Dutch, Eric, me alegro de que pudieran venir, muchachos. Pueden elegir, Carretera EE o Ruta Cuarenta y dos. Los malditos automovilistas no saben cuándo meterse en un motel. Si encuentran a alguien, hagan todo lo que puedan. Llévenlos a cualquier parte, a un motel, a una casa de familia o tráiganlos aquí. ¿Necesitan provisiones?

– No, tengo todo lo que preciso -afirmó Eric.

– Yo también -acotó Dutch-. Tomaré la Carretera EE.

– Yo la Cuarenta y dos -dijo Eric.

Salieron juntos del edificio, hundiéndose en la nieve. El viento ya había borrado las huellas que habían hecho al entrar. Al sentarse en su vehículo, Eric sintió las tranquilizadoras vibraciones del motor y pensó en la confianza que ponían los hombres en sus máquinas. Dutch también se trepó, se colocó las antiparras y gritó:

– ¡Ten cuidado con los alambres de púas, Severson!

– ¡Tú también, Winkler! -gritó Eric, al tiempo que se bajaba el visor.

Pusieron las máquinas en movimiento y condujeron juntos hacia el oeste, por la calle principal, bajo las tenues luces navideñas, luego por la abertura en el risco donde la Ruta Cuarenta y dos salía del pueblo. Arriba, en terreno abierto, siguieron los postes de teléfono y en ocasiones la parte superior de las cercas. Las luces de los faros iluminaban sólo una corta distancia delante de ellos. De tanto en tanto obtenían un atisbo de la ruta, azotada por el viento implacable; en otras ocasiones, no habrían sabido que estaba el asfalto debajo de ellos de no haber sido por los postes que lo marcaban. En una oportunidad, los faros iluminaron un montículo que creyeron que era un automóvil. Eric lo vio primero y señaló. Pero cuando se detuvieron y empezaron a cavar, vieron que se trataba de la roca apodada Roca del Señor, donde el mensaje "Jesús salva" había creado un mojón en la ruta Cuarenta y dos desde que Eric tenía memoria.

Subieron a las máquinas de nuevo y continuaron juntos hasta que llegaron al punto en que la Ruta Cuarenta y dos hacía intersección con la Carretera Zonal EE. Allí, con un saludo de despedida, Dutch viró a la izquierda y desapareció en la tormenta.

Después de la partida de Dutch, la temperatura pareció más fría, el viento más fuerte, la nieve más dura contra el pasamontañas de Eric. Su solitario reflector, iluminando hacia lo alto y luego hacia abajo, como el de una locomotora, parecía estar buscando al compañero que estaba junto a él hasta ese momento. El vehículo se mecía, golpeaba, a veces volaba y Eric sujetó el volante más fuerte, gozando del movimiento que trepaba por sus brazos y vibraba bajo sus muslos, la única señal de vida en la noche oscura y violenta.

Después de un tiempo sus brazos y piernas se cansaron del movimiento. El dedo pulgar de la mano izquierda comenzó a congelársele. Los ojos le dolían y comenzó marearse de tanto mirar el caleidoscópico movimiento delante de él. La monotonía le aturdía los sentidos y temió haber pasado junto a un auto enterrado sin darse cuenta. Una extensión de asfalto pasó junto a su flanco izquierdo; viró hacia allí, realineándose con el centro de la ruta. En su mente oía la advertencia de Dutch. "¡Cuidado con los alambres de púas!" Conductores inexpertos habían sido decapitados al chocar con alambrados. Otros que habían sobrevivido lucían un collar rojo de cicatrices por el resto de sus vidas.

Se preguntó dónde estaría Nancy. No había llamado esa noche. En Fargo, si mal no recordaba. ¿Habría llegado la tormenta hasta allí?

Esperaba que Ma estuviera bien, que su tanque de combustible estuviera lleno. "La muy testaruda no quería que Mike y él le pulieran una nueva caldera. La estufa de gas oil calienta tan bien como siempre" insistía con obstinación. Pues bien, cuando eso terminara, iba a comprarle una caldera le gustara o no. Se estaba poniendo vieja para vivir en una habitación caliente y cinco heladas.

Deseaba que el bebé que esperaba Barb estuviera bien. Ese sería un momento maldito para tener problemas de ese tipo, con un solo hospital en el condado y encima, en Bahía Sturgeon.

Y Maggie… sola en esa casona con el viento aullando desde el lago y las viejas vigas crujiendo bajo el peso de la nieve. ¿Estaría durmiendo en esa cama que habían entrado juntos? ¿Seguiría echando de menos a su marido en noches como ésa?

Eric habría pasado de largo junto al automóvil si el conductor no hubiera tenido la precaución de atar una bufanda roja a un esquí y clavarlo en un montículo de nieve. El viento hacía llamear la bufanda en ángulo recto con el suelo y ésta y el esquí eran la única pista visible de que un automóvil estaba sumergido por allí. Eric aceleró en esa dirección y se irguió sobre una rodilla, nervioso. La gente moría asfixiada en los coches enterrados por la nieve. O de frío cuando se dejaban ganar por el pánico y los abandonaban. Era imposible distinguir el capó del baúl: solo se veía un montículo parejo. No se oía el motor, ni se veía una puerta abierta por entre la nieve. Nadie había limpiado la nieve alrededor del caño de escape.

Una vez él socorrió a un niño que se ahogaba en la playa Stalling, y volvió a sentir lo mismo que ese día: terror controlado, miedo de llegar demasiado tarde, la adrenalina oprimiéndole el pecho. Le pareció que se movía a paso de hombre, casi sin avanzar, cuando en realidad cubría la distancia como un ciclón; saltó del vehículo antes de que se hubiera detenido del todo, desató la pala, se hundió hasta la cintura en nieve a la luz de la linterna, luchando contra los elementos con pasión demoníaca.

– ¡Eh! -gritó, mientras sacaba paladas de nieve e introducía la mano para ver si realmente había un coche allí.

Le pareció oír un ahogado "Hola", pero pudo tratarse del viento.

– ¡Espere!!Ya llego! ¡No abra la ventanilla! -Con impaciencia se echó hacia atrás el protector facial, clavó la pala cinco veces, tocó metal, cavó un poco más.

Esta vez oyó la voz con más claridad. Llorando. Angustiada. Sollozando palabras que no distinguía.

La pala dio contra una ventanilla y él volvió a gritar.

– No abra nada todavía! -Con una mano enguantada limpió la nieve de un cuadradito de vidrio y atisbó un rostro borroso y oyó una voz femenina que exclamaba:

– ¡Oh, Dios, me encontraron!

– Muy bien, abra apenas la ventanilla para que entre un poco de aire mientras despejo el resto de la puerta -ordenó Eric.

Segundos más larde, abrió la puerta del coche, se inclinó hacia adentro y encontró a una jovencita presa de pánico, con lágrimas corriéndole por el rostro, vestida con una campera de jean, una mantita cubriéndole la cabeza, un par de medias grises puestas a modo de guantes y varios suéteres y camisas alrededor de las piernas y el cuerpo.

– ¿Estás bien? -Eric se quitó el pasamontañas para que ella pudiera verle el rostro.

La muchacha sollozaba tanto que apenas si podía hablar.

– ¡Ay, Dios mío… es… esta… estaba t… tan asustada!

– ¿Tenías calefacción?

– Hasta q… que… m… me quedé sin c… combustible.

– ¿Cómo están tus pies y tus manos? ¿Puedes mover los dedos? -Se quitó los guantes con la boca, bajó el cierre de un bolsillo de su traje de nieve y extrajo una pequeña bolsa plástica anaranjada.

La abrió con los dientes y sacó un sobrecito de papel blanco. -Toma, esto es un producto químico para calentarte las manos. -Lofrotó entre sus nudillos como si fuera una media sucia. -Hay que agitarlo para que se caliente. -Se arrodilló, buscó la mano de ella, le quitó la media y un liviano guante de lana que tenía debajo, cerró su mano entre las suyas más grandes y se las llevó a los labios para soplarle los dedos. -Mueve los dedos así veo que puedes hacerlo. -Ella obedeció y Eric sonrió dentro de sus ojos llorosos. -Bien. ¿Comienzas a sentir calor? -Ella asintió con aire triste y sorbió los mocos, como una niña, mientras las lágrimas continuaban cayendo por sus mejillas.

»Sujétalo en tu guante y muévelo. En un minuto tendrás las manos tostadas. -Buscó un sobrecito para la otra mano y preguntó: -¿Y cómo van esos pies?

– Y… ya n… no los s… siento.

– También tengo algo para calentártelos.

Se había puesto dos pares de polainas sobre los delgados zapatos sin taco. Eric se los quitó y dijo:

– ¿Y tus botas?

– Las dejé… en la… universidad.

– ¿En Wisconsin, en diciembre?

– Ha… hablas c… como mi abuela -respondió ella, haciendo un débil intento por recuperar el humor.

Eric sonrió, buscó dos sobres más grandes y los agitó para generar el calor químico.

– Bueno, a veces las abuelas saben lo que dicen. -En pocos segundos colocó los calentadores contra los pies de ella y los sujetó con un grueso par de medias de lana. Luego la obligó a beber un buen trago de café con licor, lo que la hizo escupir y toser.

– ¡Puaj, qué asco! -exclamó, secándose la boca.

– Tengo un traje de nieve de repuesto. ¿Puedes ponértelo sola?

– Sí, creo que sí. Tra… trataré.

– Muy bien.

Le trajo el equipo, botas, guantes, pasamontañas y casco, pero ella se movía con tanta lentitud que tuvo que ayudarla.

– Jovencita -la regañó mientras lo hacía-, la próxima vez que salgas a la ruta en la mitad del invierno, espero que lo hagas mejor preparada.

Ella se había recuperado lo suficiente como para ponerse a la defensiva.

– ¿Cómo iba a saber que se iba a poner así? He vivido en Seattle toda mi vida.

– ¿Seattle? -repitió él, mientras le colocaba el pasamontañas y el casco-. ¿Te viniste en coche desde Seattle?

– No, sólo desde Chicago. Voy a la Northwestern. Vengo a pasar la Navidad a mi casa.

– ¿Adonde?

– A Fish Creek. Mi madre tiene una hostería allí.

¿Seattle, Chicago, Fish Creek? De pie junto al automóvil enterrado, con el viento arremolinando la nieve alrededor de ellos, escudriñó lo que quedaba visible del rostro de la joven.

– No lo puedo creer -dijo.

– ¿Qué cosa?

– ¿Por casualidad no eres Katy Stearn?

La sorpresa de ella resultó evidente aun detrás de las antiparras. Sus ojos se abrieron como platos y se quedó mirándolo.

– ¿Me conoces?

– Conozco a tu madre. A propósito, me llamo Eric.

– ¿Eric? ¿Eres Eric Severson?

Fue su turno de sorprenderse al ver que la hija de Maggie sabía su apellido.

– ¡Mamá fue a la fiesta de graduación contigo!

Eric rió.

– Sí, así es.

– Oh… -dijo Katy, abrumada por la coincidencia.

Él volvió a reír y dijo:

– Bien, Katy, es hora de ir a casa.

Cerró la puerta del automóvil de ella, y la guió hacia el vehículo de nieve, marcándole la huella para que pisara con facilidad. Antes de subir, preguntó:

– ¿Alguna vez anduviste en una de estas cosas?

– No.

– Bueno, es un poco más divertido cuando la sensación térmica no es de veinte grados bajo cero, pero llegaremos lo más pronto y lo menos helados que podamos. ¿Tienes hambre?

– Estoy famélica.

– ¿Manzana o barra de chocolate? -preguntó Eric, hurgando dentro de su bolsa de provisiones.

– Chocolate -respondió ella.

Eric sacó la golosina y puso en marcha el motor mientras ella se la comía, luego montó a horcajadas sobre el asiento y ordenó:

– Sube detrás de mí y sujétate de mi cintura. Lo único que debes hacer es inclinarle hacia adentro cuando giramos. De esa forma nos mantendremos sobre los esquís. ¿De acuerdo?

– Sí. -Katy subió y pasó los brazos alrededor de la cintura de Eric.

– i Y no te duermas!

– De acuerdo.

– ¿Lista? -dijo Eric por encima del hombro.

– Lista. ¿Eric?

– ¿Qué?

– Gracias. Muchas gracias. Creo que nunca tuve tanto miedo en mi vida.

Eric le palmeó las manos enguantadas como respuesta.

– ¡Sujétate! -ordenó, al tiempo que se ponía en movimiento y tomaba hacia la casa de Maggie.

El nombre le martillaba en la mente… Maggie. Maggie. Maggie… Mientras aferraba el acelerador, sintió las manos de la hija de ella alrededor de la cintura. Quizá, si no hubieran tenido tanta suerte en el huerto de Easley, la joven que estaba detrás de él podría haber sido hija de ambos.

Imaginó a Maggie en la cocina de su casa, descorriendo la cortina de encaje de la puerta y mirando la tormenta. Caminando de un lado a otro por la habitación, con un suéter sobre los hombros. Volviendo a mirar por la ventana. Llamando a Chicago para preguntar a qué hora había salido Katy. Preparando té que probablemente quedaría intacto. Llamando a la oficina de patrullas camineras estatales para enterarse de que habían quitado las máquinas de los caminos y tratando de no dejarse vencer por el pánico. Caminando otra vez de un lado a otro sin nadie con quien compartir la carga de preocupación.

Maggie, mi vida, ella está bien. Te la estoy llevando hacia allí, así que ten fe.

El viento era un enemigo que les golpeaba el rostro. Eric se agazapó detrás del parabrisas, atravesando la tormenta con los músculos de las piernas en llamas. Pero no le importaba: iba hacia la casa de Maggie.

La nieve caía cada vez con más fuerza, desorientándolo. Pero él siguió la línea de postes de teléfono, apretó con fuerza el acelerador y s upo que encontraría el camino. Iba hacia la casa de Maggie.

Alejó el frío de su mente, concentrándose en cambio en una cocina cálida con una mesa vieja y rayada, y en una mujer con pelo castaño que esperaba detrás de una cortina de encaje para abrir la puerta y los brazos al verlos llegar. Había jurado mantenerse alejado de Maggie, pero el destino decidió otra cosa, y el corazón de Eric se llenó de un dulce júbilo ante la idea de que volvería a verla.


Maggie creyó que Katy llegaría a eso de las cinco o seis de la tarde, como máximo, a las siete. A las nueve llamó a Chicago. A las diez, a la patrulla caminera. Para cuando llegaron las once, llamó a su padre, que poco pudo hacer para calmar su ansiedad. A medianoche, sola y caminando de un lado a otro, estaba al borde de las lágrimas.

A la una de la madrugada se dio por vencida y se acostó en la habitación de servicio, la que estaba más cerca de la puerta de la cocina. El intento de dormir fue un fracaso y se levantó antes de que transcurriera una hora, se puso una bata acolchada, preparó té y se sentó a la mesa con la cortina levantada. Apoyó los pies sobre una silla y contempló el remolino blanco alrededor de la luz de la galería.

Por favor, que esté bien. No puedo perderla también a ella.

Después de un tiempo, se durmió, con la cabeza apoyada sobre un brazo. Se despertó a la una y veinte al oír un ruido en la lejanía, un zumbido apagado que se acercaba por el camino. ¡Un vehículo para nieve! Pegó la nariz contra la ventana, protegiéndose los ojos con la mano al oír que el sonido se acercaba. La luz de un faro iluminó las siemprevivas, luego el cielo, como un reflector, cuando la máquina pareció trepar al otro lado del camino. De pronto, la luz fue real. Apareció una máquina sobre la nube de nieve, luego descendió en picada directamente hacia la puerta de la cocina.

Maggie estaba de pie y corriendo hacia la puerta antes de que se apagara el motor.

Abrió la puerta en el momento en que alguien bajó del asiento de atrás y una voz ahogada gritó:

– ¡Mamá!

– ¿Katy? -Maggie salió y se hundió hasta las rodillas en nieve. La persona que avanzaba por la nieve hacia ella estaba enfundada en plateado y negro de la cabeza a los pies y tenía el rostro oculto tras un protector plástico, pero la voz era inconfundible.

– ¡Ay, mami, me salvé!

– Katy, tesoro, estaba tan preocupada. -Lágrimas de alivio inundaron los ojos de Maggie cuando las dos se abrazaron torpemente, obstaculizadas por la ropa de Katy.

– El auto se me salió del camino… tenía tanto miedo… peroEric me encontró.

– ¿Eric?

Maggie dio un paso atrás y miró al conductor que había apagado el motor y estaba bajando del vehículo. Estaba enfundado en un enterizo plateado y las antiparras le ocultaban el rostro. Avanzó hacia ellas. Al llegar, se las quitó, dejando al descubierto un pasamontañas negro con tres orificios. Pero los ojos eran inconfundible, esos hermosos ojos azules, y la boca que hacía poco tiempo ella había observado de cerca, bebiendo de un cartón de leche.

– Ella está bien, Maggie. Será mejor que entren.

Maggie contempló la fantasmagórica criatura y sintió que el corazón se le detenía.

– ¿Eric… tú? ¿Pero… por qué… cómo…?

– Vamos, Maggie, entra. Te estás congelando.

Todos entraron y Eric cerró la puerta. Se quitó el casco y el pasamontañas mientras Katy hablaba sin parar.

– La tormenta se puso horrible, no se veía nada y el auto se me fue y caí en la zanja; me quedé allí sentada y sólo me quedaban unas gotas de nafta y… -Mientras hablaba, Katy trató de quitarse el casco, todavía con los gruesos guantes puestos. Por fin se interrumpió y exclamó: -¡Caray! ¿Alguien puede ayudarme a quitarme esto? -Eric se adelantó para ayudar, dejando su propio casco sobre la mesa antes de desabrochar el de ella y quitárselo de la cabeza, junto con el pasamontañas.

El rostro de Katy apareció bajo una mata de pelo aplastado. Tenía los labios llagados por el frío, la nariz enrojecida, los ojos encendidos, ahora que el peligro había pasado. Se arrojó a los brazos de su madre.

– ¡Ay, mamá, le juro que nunca me alegró tanto llegar a casa!

– Katy… -Maggie cerró los ojos y abrazó a su hija con fuerza. -Fue la noche más larga de mi vida. -Abrazadas, se mecieron hasta que Katy dijo:

– ¿Mami?

– ¿Qué?

– Tengo tantas ganas de ir al baño que si no me saco este traje rápido voy a hacer un papelón.

Maggie rió y dio un paso atrás. Ayudó a Katy con los tres cierres relámpago del enterizo. Parecían estar por todos lados, en la parte delantera y en los tobillos.

– Espera, déjame a mí -dijo Eric, haciendo a un lado a Maggie-. Tienes nieve en las pantuflas. Será mejor que te la saques.

Se agazapó sobre una rodilla y ayudó a Katy con los cierres y luego a desatarse las gruesas botas, mientras Maggie iba hasta la pileta y se quitaba la nieve de las pantuflas. Se secó los pies con una toalla de mano mientras Eric ayudaba a Katy a quitarse el incómodo enterizo.

– ¡Rápido! -suplicó Katy, saltando en el lugar. El traje cayó al suelo y ella corrió al baño, descalza.

Eric y Maggie la miraron, divertidos. Al cerrar la puerta, Katy gritó:

– ¡Sí, ríete! ¡A ti no te estuvieron dando café con licor durante la última hora!

Junto a la pileta de la cocina, Maggie se volvió para mirar a Eric. La risa desapareció lentamente para quedar reemplazada por una expresión de cariño. Lo miró con la boca levemente curvada en una sonrisa.

– No vas a decirme que estabas pascando por ahí con esta tormenta.

– No. Me llamaron de la oficina del alguacil porque necesitaban voluntarios para rescates.

– ¿Cuánto tiempo estuviste afuera?

– Un par de horas.

Maggie se acercó a él. Se lo veía del doble de su tamaño, de pie allí junto a la puerta con su traje plateado y las botas forradas con piel. Estaba despeinado, necesitaba afeitarse y tenía las mejillas marcadas por el tejido del pasamontañas. Aun desaliñado, era su ideal. Eric la miró atravesar la habitación hacia él; una madre que había mantenido su vigilia hasta la madrugada, descalza, enfundada en una bata rosada, sin maquillaje, con el pelo lacio y despeinado y pensó: Dios mío, ¿cómo sucedió esto? Estoy enamorado de ella otra vez.

Maggie se detuvo muy cerca de él y lo miró a los ojos.

– Gracias por traérmela, Eric -susurró y poniéndose en puntas de pie, lo abrazó.

Eric cruzó los brazos alrededor del cuerpo de Maggie, sosteniéndola con firmeza contra la superficie plateada de su enterizo. Cerraron los ojos y permanecieron como habían querido estar desde hacía semanas.

– De nada -susurró Eric y siguió abrazándola mientras el corazón le latía como un trueno. Abrió la mano sobre la espalda de Maggie y dejó que el amor que sentía por ella lo inundara mientras permanecían inmóviles, escuchándose respirar, escuchando los latidos atronadores de sus corazones; oliéndose mutuamente: aire fresco, crema de limpieza, un dejo de humo del caño de escape y té orange pekoe.

¡No te muevas… todavía no!

– Sabía que estarías levantada y preocupada -susurró Eric.

– Sí. No sabía si llorar, rezar, o hacer ambas cosas.

– Te imaginaba aquí, en la cocina, esperando a Katy, mientras viajábamos hacia aquí.

Seguían abrazados, a salvo por la presencia de otra persona en la habitación contigua.

– Nunca se pone botas.

– Después de esto, lo hará.

– Me has dado el único regalo de Navidad que quiero.

– Maggie…

Oyeron correr el agua en el baño y se separaron de mala gana, quedándose uno cerca del otro, mirándose a los ojos. Eric aferró los codos de Maggie mientras pensaba en la ambigüedad de lo que ella había dicho.

La puerta del baño se abrió y Maggie se inclinó para recoger el enterizo, el pasa montañas y los guantes, ocultando sus mejillas arreboladas.

– ¡Uf! ¿Qué hora es, a todo esto? -preguntó Katy, regresando a la cocina y rascándose la cabeza.

– Van a ser las dos -respondió Maggie, manteniendo el rostro oculto.

– Debo irme -añadió Eric.

Maggie se volvió hacia él.

– ¿Quieres tomar algo caliente? ¿O comer algo?

– No, gracias. Pero si me permites usar el teléfono llamaré a la estación de bomberos para ver si todavía me necesitan.

– Por supuesto. Está allí.

Mientras Eric hacía la llamada, Maggie apiló la ropa sobre la mesa. Luego sacó una variedad de latas coloridas y comenzó a llenar una bolsa plástica con bizcochos de todas clases. Katy la seguía, hambrienta, probando el contenido de cada lata a medida que su madre las abría.

– Mmm, estoy famélica. No comí más que el chocolate que me dio Eric.

Maggie le dio un abrazo al pasar y dijo:

– Tengo sopa, jamón, albóndigas, arenque, queso y torta de frutas. Elige lo que más te guste. La heladera está bien provista.

Eric terminó de hablar y volvió a reunirse con las mujeres.

– Quieren que haga una última recorrida.

– ¡Ay, no! -Maggie se volvió hacia él, preocupada. -Está horrible allí afuera.

– Con ropa adecuada, se soporta. Además, junté calor aquí dentro.

– ¿Estás seguro de que no quieres un poco de café? ¿O sopa? ¿Cualquier cosa? -Cualquier cosa con tal de que se quedara un poco más.

– No, tengo que irme. Un minuto puede parecer una hora cuando se está atrapado en un auto congelado. -Tomó el pasamontañas y se lo puso, luego se colocó el casco. Se subió el cierre hasta el cuello, se puso los guantes y Maggie lo miró desaparecer bajo el disfraz.

Cuando levantó la mirada, ella sintió un estremecimiento al ver resatar los ojos y la boca tan llamativamente mientras el resto del rostro quedaba oculto. Los ojos, azules como el cielo, eran increíblemente bellos y la boca… ah, esa boca que le había enseñado a besar, cuántos deseos tenía de volver a besarla. Parecía un ladrón… un ladrón que se había metido en su vida robándole el corazón. Eric tomó la ropa que había usado Katy, y Maggie se acercó a él con su ofrenda: el único pedacito de ella misma que podía darle para que se llevara a la tormenta.

– Unos bizcochos. Para el camino.

Eric tomó la bolsa en su enorme guante y la miró a los ojos por última vez.

– Gracias.

– Ten cuidado -dijo Maggie en voz baja.

– Sí.

– Nos… -La preocupación de Maggie se veía en sus ojos. -¿Nos llamarás cuando llegues así sabremos que estás bien?

Eric se sorprendió de que ella pudiera pedirle algo así delante de su hija.

– De acuerdo. Pero no te preocupes, Maggie. Hace años que colaboro con la oficina del alguacil. Tomo todas las precauciones y llevo provisiones para casos de emergencia. -Echó una mirada a los bizcochos. -Bien, debo irme.

– ¡Eric, espera! -exclamó Katy con la boca llena de masitas, atravesando de un salto la habitación para darle un abrazo rápido e impersonal, obstaculizado por la ropa de abrigo de él. -Muchísimas gracias. Creo que me salvaste la vida.

Eric sonrió a Maggie por encima del hombro de Katy, al tiempo que se inclinaba para devolverle el abrazo.

– Prométeme que de ahora en más llevarás equipo adecuado.

– Prometido. -Katy retrocedió, sonrió y se metió otra masita en la boca. -Imagínense: me rescata el tipo con quien mi mamá fue a la fiesta de graduación. Esperen a que se lo cuente a las chicas.

La mirada de Eric se posó sobre las dos mujeres.

– Bueno… -Levantó la bolsa de bizcochos. -Gracias, Maggie. Y feliz Navidad. Para ti también, Katy.

– Que pases una feliz Navidad.

Llama. Maggie movió los labios para que sólo él la viera.

Eric asintió y salió a la tormenta.

Lo observaron desde la ventana, abrazadas, sosteniendo la cortina mientras del otro lado del vidrio la nieve se lo tragaba. Él aseguró la ropa de emergencia en la bolsa detrás del trineo, se acomodó sobre el asiento y encendió el motor. A través de la pared, lo oyeron cobrar vida, sintieron vibrar el piso y vieron la nube blanca del humo del escape. Eric bajó el visor del casco, levantó una mano, cargó el peso del cuerpo hacia un lado y giró para alejarse de la casa. Con un repentino impulso de velocidad, la máquina salió como una flecha del jardín, subió la cuesta y saltó en el aire como el trineo de Papá Noel, luego desapareció, dejando sólo un remolino blanco.

– ¡Qué hombre agradable! -comentó Katy.

– Sí, lo es.

Maggie dejó caer la cortina y cambió de tema.

– ¿Qué te parece si te llenamos el estómago con algo caliente?

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