Capítulo 16

Maggie no había vuelto a llamar a Eric a su casa desde el verano anterior cuando se había sentido deprimida y, sin querer, había comenzado todo a instancias del doctor Feldstein. Esa tarde, al marcar el número, se sintió transparente, vulnerable. Sucedió lo que temía: respondió Anna.

– Sí, Excursiones Severson -dijo la voz áspera.

– Hola, Anna. Habla Maggie Stearn.

– ¿Quién?

– Maggie Pearson.

– Ah… Maggie Pearson. ¡Vaya, qué increíble!

– ¿Cómo está?

– Yo, bien. Tengo una nueva nieta, sabes.

– Sí, me enteré. Felicitaciones.

– Y un nieto recién graduado.

– Uno de los chicos de Mike.

– Sí. Y un hijo viviendo en casa de nuevo.

– Sí… también me enteré de eso.

– Pero la pesca anda bien, el trabajo, también. Deberías venir algún día y probar.

– Me gustaría, pero desde que abrí la hostería, no tengo mucho tiempo libre.

– Oí que te va bien, ¿no?

– Sí. He tenido huéspedes casi todas las noches desde que abrí.

– ¡Qué suerte! Hay que mantenerlos contentos, sabes, pues eso es los que los trae de regreso. Pregúntame a mí y a los muchachos.

Se produjo un silencio y la única forma en que a Maggie se le ocurrió romperlo fue preguntar directamente:

– ¿Anna, está Eric?

– No, salió a pescar con un grupo. ¿Qué querías?

– ¿Podría decirle que me llame, por favor?

– Ah… -Luego de una pausa de desconcierto, Anna añadió: -Sí, se lo diré. Volverá a eso de las seis.

– Gracias, Anna.

– Sí, bueno, adiós entonces.

– Adiós.

Cuando Maggie cortó, le traspiraban las manos.

Cuando Anna cortó, la mente le funcionaba a toda velocidad.


Eric atracó el Mary Deare a las seis y cinco. Anna lo observó desde la ventana de la oficina bromear con los pescadores, guiarlos al cobertizo de limpieza, limpiar los pescados y colgar siete salmones del tablón para que el grupo se fotografiara con ellos.

A las seis y media entró en la oficina, preguntando:

– ¿Hay algo para comer, Ma?

– Sí. Te preparé un sandwich de carne y hay té helado en la h ladera.

Eric le palmeó el trasero al dar la vuelta al mostrador.

– Gracias, Ma.

– Ah, llamó Maggie Pearson. Dijo que la llamaras.

Eric se detuvo como si se hubiera topado con una pared invisible y se volvió, repentinamente tenso.

– ¿Cuándo?

– A eso de las cuatro.

– ¿Por qué no me avisaste por la radio?

– ¿Para qué? No hubieras podido llamarla hasta regresar, de todos modos.

Eric golpeó la puerta y se alejó con marcada impaciencia. Mientras los pescadores entraban a pedir cigarrillos y papas fritas, Anna lo oyó hacer el llamado desde la cocina, pero no pudo distinguir las palabras, instantes después, Eric salió a la oficina, ceñudo.

– Eh, Ma, ¿tengo un grupo a las siete?

– Sí -respondió, fijándose en una tablilla-. Un grupo de cuatro.

– ¿Y Mike?

– ¿Mike? No, está libre.

– ¿A qué hora tiene que volver?

– Dentro de un cuarto de hora, más o menos.

– ¿Podrías llamarlo y preguntarle si le importaría tomar mi grupo de las siete?

– Sí, claro, pero, ¿qué hay tan importante que te hace dejar de lado a los clientes?

– Tengo que ir al pueblo -respondió Eric vagamente, saliendo en dirección a la cocina. Minutos después ella oyó vibrar la antigua cañería mientras él llenaba la bañera. Cuando apareció en la oficina quince minutos más tarde, estaba recién peinado y afeitado, olía a agua de Colonia y se había puesto un par de vaqueros blancos limpios y una remera roja con cuello polo.

– ¿Hablaste con Mike?

– Sí.

– ¿Qué dijo?

– Los toma.

– Gracias, Ma. Agradécele a él, también.

Eric cerró con un golpe la puerta de alambre tejido, trotó hasta la camioneta y salió levantando grava, mientras que Anna se quedaba mirándolo con las cejas arqueadas.

Así que por ahí viene la cosa, pensó.


Maggie había dicho que se encontraría con él en una pequeña iglesia bautista en el campo, al este de Bahía Sister. La campiña de Door County estaba salpicada de iglesias como ésa: de campanario alto, estructuras de madera blanca con cuatro ventanas con arco de cada lado, un par de pinos clavados como centinelas junto a ella y un cementerio adyacente durmiendo pacíficamente entre las malezas y lápidas. Los domingos por la tarde, las ventanas estarían abiertas y se oirían las voces de los fieles elevadas en una canción. Pero era el anochecer del jueves, no había servicio religioso y ningún automóvil en el estacionamiento frente a la iglesia, salvo el de Maggie. Las ventanas estaban cerradas y la única canción era la de un par de tristes palomas sobre un cable cercano.

Maggie estaba en cuclillas junto a una de las lápidas cuando Eric estacionó. Lo miró abrir la puerta, luego regresó a su tarea inclinada hacia adelante con el vestido desplegado alrededor.

Eric se detuvo, disfrutando al verla en la cálida luz del anochecer; ella volcó agua de una caja, de zapatos sobre una mata de flores violetas, se levantó para abrirse camino entre las antiguas piedras cubiertas de musgo hasta una bomba de hierro negro donde volvió a llenar la caja de zapatos y la llevó, chorreando, de nuevo hacia las llores violetas. Se arrodilló otra vez y las regó. Las palomas seguían emitiendo su canto triste, el día se moría y el aroma del trébol silvestre se tornaba fuerte en la creciente humedad.

Eric se movió sin prisa; cruzó por la grava crujiente que había atrapado el calor del día y pasó al césped aterciopelado que anunciaba el fresco de la noche; avanzó hacia Maggie por entre los difuntos oriundos de países europeos cuyos nombres apenas sí se leían en las gastadas lápidas.

Al llegar adonde estaba Maggie, se detuvo en las sombras largas y le tocó la cabeza.

– ¿Qué haces, Maggie? -preguntó en voz baja como el canto de las palomas.

De rodillas, ella levantó la mirada por encima del hombro.

– Estoy regando estas pobres flores marchitas. Esto es lo único que encontré para transportar el agua.

Dejó la caja de cartón húmeda junto a su rodilla y se inclinó para arrancar dos malezas de entre las flores violetas.

– ¿Por qué? -quiso saber él, con gentileza.

– Es que… -La voz de Maggie se quebró, luego ella volvió a hablar, emocionada: -Lo… lo necesitaba.

La angustia de ella lo alteraba de inmediato. Al oír su voz quebrada, Eric sintió el pecho comprimido y se agazapó a su lado; tomó del codo y la obligó suavemente a mirarlo.

– ¿Qué pasa, Maggie Mía?

Ella se resistió; mantuvo la vista baja y siguió hablando, a alocadamente, como para postergar algún tema vital.

– ¿Quién las habrá plantado? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Cuántos años hará que crecen y sobreviven, sin que nadie las cuide? Carpiría un poco la tierra, si tuviera alguna herramienta, y trataría de quitar las… las malezas. Las están ahogando.

Pero era ella la que se estaba ahogando.

– ¿Maggie, qué pasa?

– ¿Tienes algo en la camioneta?

Confundido por la evidente angustia de ella y su renuencia a hablar de ello, Eric accedió.

– Iré a ver.

Las rodillas le crujieron cuando se levantó. Fue hasta el vehículo y regresó un instante después con un destornillador que entregó a Maggie antes de volver a agazaparse a su lado para verla carpir el suelo rocoso y arrancar las malezas. Aguardó con paciencia hasta que terminó la inútil tarea, luego le inmovilizó la mano con la suya y cerró los dedos sobre el destornillador.

– ¿Maggie, qué sucede? -preguntó en un susurro-. ¿Quieres decírmelo, ahora?

Ella permaneció acuclillada, apoyó el dorso de las manos sobre los muslos y levantó los tristes ojos castaños hacia Eric.

– Estoy esperando un bebé tuyo.

El impacto lo sacudió como un puntapié en el pecho y lo empujó hacia atrás.

– ¡Ay, Dios mío! -susurró, poniéndose pálido. Miró el abdomen de Maggie, luego su rostro. -¿Estás segura?

– Sí. Hoy consulté al médico.

Eric tragó. La nuez de Adán le dio un salto.

– ¿Para cuándo es?

– Para dentro de cuatro meses y medio.

– ¿Tan adelantada, estás?

Ella asintió.

– No hay posibilidad de que sea un error? ¿Ni riesgo de perderlo?

– No -trató de susurrar Maggie, pero no brotó ningún sonido.

Una sonrisa de júbilo puro iluminó el rostro de Eric.

– ¡Maggie, es maravilloso! -exclamó, rodeándola con los brazos-. ¡Es increíble! -Gritó hacia el cielo: -¿Han oído? ¡Vamos a tener un bebé! ¡Maggie y yo vamos a tener un bebé! ¡Abrázame, Maggie, abrázame!

No había otra cosa que ella pudiera hacer, pues él se había enroscado alrededor de su cuerpo. Con la laringe comprimida por el hombro de Eric, la voz de Maggie brotó áspera:

– Tengo las manos sucias, y tú estás loco.

– ¡No me importa nada! ¡Abrázame!

De rodillas sobre el césped, Maggie lo abrazó con las manos sucias contra la espalda de él -con destornillador y todo- ensuciándole la remera.

– Eric, estás casado con otra mujer que se niega a darte el divorcio y tengo… tenemos cuarenta años. Esto no es maravilloso en absoluto, es un horror. Y todo el pueblo sabrá que es tuyo.

Eric la apartó, sujetándola de los brazos.

– Tienes razón, todos los sabrán ¡porque yo se lo diré! Basta de andar con pies de plomo respecto del divorcio. Me la quitaré de encima como una camisa vieja y ¿qué son cuarenta años, de todos modos? Dios, Maggie, he deseado esto durante años y ya había perdido las esperanzas. ¿Cómo puedes no sentirte feliz?

– Yo soy la que no está casada, ¿recuerdas?

– No será por mucho tiempo. -Loco de entusiasmo, le tomó las manos y siguió hablando, radiante de felicidad. -¿Maggie, quieren casarse conmigo, tú y el bebé? ¿En cuanto sea legalmente posible? -Antes de que ella pudiera responder, Eric ya estaba de pie, caminando de un lado a otro; los pantalones blancos se habían manchado de verde en las rodillas. -Dios mío, faltan sólo cuatro meses y medio. Tenemos que hacer planes, preparar el cuarto para el bebé. ¿No tenemos que asistir a clases del método Mazda o algo así?

– Lamaze.

– Lamaze, sí. Espera a que se lo diga a Ma. Y a Mike. Cielos, cómo se sorprenderá. Maggie, ¿crees que hay tiempo para tener otro, después? Los niños deben tener hermanos. Uno de cada sexo sería…

– Eric, basta. -Maggie se puso de pie y lo tocó; una caricia fresca, sensata. -Escúchame.

– ¿Qué? -Inmóvil como las lápidas alrededor, Eric la miró con expresión de total inocencia, sonrojado por la exuberancia, del mismo tono rojizo dorado que el cielo del poniente.

– Mi amor, pareces olvidar que no soy tu esposa. Ese privilegio -le recordó Maggie- pertenece a otra mujer. No puedes… bueno, no puedes ir por allí, gritando aleluya por todo el pueblo como si estuviéramos casados. Sería un bochorno para Nancy ¿no lo entiendes? Y para nuestros padres, también. Tengo una hija en quien pensar y ella tiene amigos. Comprendo tu felicidad, pero yo tengo reservas.

Eric se puso serio como si algún accidente fatal hubiera sucedido ante sus ojos, paralizando su alegría.

– No lo deseas.

¿Cómo podía hacerle entender?

– No es una cuestión de quererlo o no quererlo. Está aquí -se apretó las manos contra el abdomen- y ya estoy en casi la mitad del embarazo, cosa que está mucho más adelantada que tu divorcio. Y significará una tremenda interrupción en mi vida, probablemente el fin del negocio que me esforcé tanto para abrir. Yo soy la que cargará con él desde ahora hasta que estés libre, yo soy la que recibirá las miradas curiosas por la calle, yo soy a la que llamarán rompehogares. Si necesito tiempo para adaptarme a todo esto, tendrás que ser tolerante, Eric.

Él se quedó quieto, digiriendo los comentarios de ella, mientras encima de ambos, las palomas seguían con su lamento.

– No lo quieres -repitió, desgarrado.

– No con la alegría y el júbilo con que lo deseas tú. Eso me llevará tiempo.

El rostro de Eric se ensombreció. Agitó un dedo en dirección a Maggie.

– Si llegas a hacer algo para deshacerte de él, me matarás a mí también, ¿entiendes?

– ¡Ay, Eric! -se lamentó Maggie, marchitándose como una flor-. ¿Cómo puedes pensar siquiera en una cosa así?

Él se volvió, caminó hasta un arce y contempló la corteza lisa y gris. Durante unos segundos se quedó tieso, inmóvil, luego golpeó el árbol con la palma de la mano. Apoyado contra el tronco, bajó la cabeza.

El espléndido ocaso estival seguía alabando el cielo. Por entre los arbustos cerca del bosque adyacente, un pajarillo repetía su canto. Junto a la lápida más cercana, las flores oscilaban contra el granito, mientras que arañas y escarabajos se escurrían por entre la hierba y pequeños gusanos verdes caían sobre telarañas que resplandecían como hilos de cristal bajo los rayos finales del sol. La vida florecía por todas partes, aun en un cementerio que marcaba su fin, aun dentro de la mujer cuya tristeza, parecía fuera de lugar en ese esplendor estival.

Maggie miró al hombre que amaba: la espalda inclinada, el brazo rígido, la cabeza gacha.

¡Qué desconsolado se lo veía, elevado a la cumbre de la felicidad un instante atrás, luego suplido en desesperación al verse forzado a considerar el dilema!

Maggie fue detrás de él y le apoyó las palmas sobre las costillas.

– Concebirlo fue un acto de amor -le dijo en voz baja- y te sigo amando y también amaré al niño. Pero traerlo al mundo fuera del matrimonio es menos de lo que se merece. Eso es lo que me pone triste. Porque estoy segura de que Nancy te ofrecerá resistencia suficiente para que no podamos casarnos hasta mucho después que haya nacido el bebé.

Eric levantó la cabeza y dijo al árbol.

– Le hablaré este fin de semana y le diré que la reconciliación queda fuera de toda consideración. Hablaré con mi abogado y le ordenaré que acelere las cosas. -Se volvió hacia Maggie. Llevado por una nueva e indeseada tensión, no la tocó. Se daba cuenta de cuán prosaica era la situación, cuán clásica la reacción de él en la superficie: un hombre casado que arrastra a su amante detrás de él mientras la mantiene tranquila con promesas de divorcio. No obstante, Maggie nunca lo había acusado de no apurarse, nunca había insistido ni exigido.

– Lo siento, Maggie. Debería haberlo hecho antes.

– Sí… bueno, ¿cómo íbamos a saber que esto sucedería?

La expresión de Eric se tornó pensativa.

– ¿Cómo sucedió, Maggie? Siento curiosidad por saberlo.

– Pensé que estaba a salvo. Había tenido ciertas señales de menopausia durante más de un año. Pero el médico me explicó que aun cuando los períodos cesan, sigue habiendo ocasiones en que una mujer puede ser fértil. Cuando me dijo que estaba embarazada, me sentí… -Se miró las manos, avergonzada. -¡Me sentí tan tonta! Quedarme embarazada, por error, a mi edad, después de enseñar Vida Familiar, por Dios. -Se volvió, angustiada.

Eric le miró la espalda, la forma en que se abrazaba, en que el vestido verde claro se tensaba sobre sus omóplatos. La oscura y desnuda verdad descendió sobre él. Con tristeza, en voz baja, preguntó:

– Realmente no lo deseas, ¿verdad, Maggie?

Ella se estremeció.

– ¡Ay, Eric, si tuviéramos solamente treinta años y estuviéramos casados, sería tan diferente!

Él comprendió que para ella era distinto; había tenido una familia. No podía siquiera empezar a entender la importancia que tenía en la vida de él ese hijo, comparado con un mero detalle como era su edad, o la de ella. Una vez más, la desilusión lo invadió.

– Toma. -Maggie se volvió y le entregó el destornillador. -Gracias.

La reserva se mantenía entre ellos, distanciándolos por algún motivo que él no lograba comprender del todo.

– Te prometo que hablaré con Nancy.

– Por favor, no le digas lo del bebé. Preferiría que no lo supiera, todavía.

– No, no lo haré, pero necesito contárselo a alguien, ¿Te importa si se lo digo a Mike? Sabe quedarse callado.

– Por supuesto que no; díselo. Es probable que muy pronto me descubra contándoselo a Brookie.

Eric sonrió con vacilación, deseando estrecharla en sus brazos, pero se mantuvieron separados. Era una tontería. Ella esperaba su bebé, por Dios, y se amaban con locura.

– ¿Maggie, puedo abrazarte? ¿Abrazarlos a los dos?

Con un sonido que se le ahogó en la garganta, Maggie corrió hacia él y puso fin a la agonía de ambos arrojándole los brazos al cuello. Eric la abrazó con fuerza y sintió que el corazón volvía a latirle.

– Ay, Eric, tengo tanto miedo -confesó ella.

– No temas. Seremos una familia. Lo seremos, ya verás -se juró Eric. Cerró los ojos con fuerza y deslizó las manos sobre el cuerpo de embarazada de Maggie: la espalda, las nalgas y los senos. Se hincó sobre una rodilla y rodeando el abdomen de ella con las manos, oprimió el rostro contra él.

– Hola, pequeño -dijo con la boca contra el suave vestido verde-. Voy a quererte tanto, tanto.

A través de la ropa, el aliento de él entibió la piel de Maggie. A través de su tristeza, las palabras de Eric le entibiaron el corazón. Pero cuando él se levantó y la abrazó con suavidad, Maggie supo que no era suficiente. Nada sería suficiente salvo convertirse en su esposa.


Nancy Macaffee tenía que admitir que había veces en que Door County era casi tolerable. Ahora, en verano, al final de una semana tórrida y dura, regresar allí no era tan desagradable como en invierno. El clima era más fresco, con las brisas que soplaban desde el agua y le gustaban los árboles de sombra y la profusión de flores en sitios probables e improbables. Pero sus habitantes eran campesinos: las mujeres todavía iban al pueblo con ruleros y pañuelos en la cabeza y los ancianos todavía se ponían las gorras con visera al revés. La pesca y la cosecha de frutas eran los temas primarios de conversación cuando los lugareños se encontraban por la calle. La mercadería de los negocios era deplorable y la casa donde ella vivía, abominable.

¿Cómo podía gustarle a Eric esa decrépita caja de zapatos?' Cuando la mudó allí -no había ninguna otra cosa disponible- prometió que sería por poco tiempo. ¿Acaso era culpa de ella desear algo mejor? Regresar a esa casa con él dentro la había vuelto casi tolerable. Ahora que Eric no estaba, le resultaba desagradable, pero su abogado le había aconsejado que siguiera allí por razones legales, y hacer cualquier otra cosa habría significado un desorden en su vida que era lo que menos necesitaba.

Al regresar el viernes por la noche, maldijo cuando trató de abrir la condenada puerta del garaje. Adentro, la cocina olía a encierro. La misma pila de correspondencia para tirar seguía sobre el armario de la cocina, donde ella la había dejado el lunes anterior. Nadie había lavado la alfombrita junto a la pileta donde ella había dejado caer una gota de mayonesa. No había perdices ni guisado cocinándose. Nadie se ofreció a llevarle la maleta arriba.

Pero sóbrela mesa de la cocina había una nota de Eric: Nancy, necesito hablarte. Te llamaré el sábado.

Nancy sonrió y corrió arriba. Muy bien, él no le había comprado un reluciente condominio en Lake Point Towers con vista a la vista Dorada y todo Chicago a sus pies, pero ¡lo extrañaba, demonios! Lo quería otra vez en casa. Quería alguien que le abriera la puerta del garaje, que tuviera la cena preparada, que se encargara del mantenimiento del coche, de cortar el césped y tener el café lisio el domingo por la mañana. Y cuando se metía en la cama, alguien que le confirmara que era una mujer atractiva.

Arriba, arrojó la valija sobre la cama y se quitó el traje de hilo color champagne. A pesar de que el sol inundaba la habitación, encendió las luces del espejo de maquillaje y se acercó a él para examinarse los poros, tocarse el rostro aquí y allá, quitarse una mota de máscara de la mejilla, palparse el cuello para comprobar que seguía firme. Buscó un cepillito y se despeinó las cejas. Lo cambió por otro, se quitó la hebilla y luego de dejarla caer sobre el desorden del tocador, se cepilló el pelo vigorosamente, doblando la cintura de forma tal que las puntas le rozaran los hombros.

Dejó el cepillo, se miró en el espejo y se quitó la enagua color durazno, y el resto de la ropa interior, dejándola caer como pétalos a los pies de una imagen santa.

Deslizó las manos sobre su abdomen chato, por los muslos, por las costillas; se tomó los senos y los levantó hacia arriba, apuntando los pezones directamente hacia el espejo.

¡Ah, cómo extrañaba el sexo! Habían sido tan buenos en ese aspecto.

Pero la idea de deformar su cuerpo con un embarazo seguía resultándole repugnante. Algunas mujeres estaban hechas para eso y otras, no. ¿Por qué Eric no podía aceptarlo?

En el baño, pequeño y feo, llenó la bañera, le agregó espuma y se sumergió con un suspiro. Cerró los ojos y pensó en Eric. Sonrió. No quería esperar hasta el día siguiente. Se pondría su nuevo enterizo de Bill Blass y un toque de Passion -el perfume que a él más le gustaba- e iría a averiguar si Eric había cambiado de idea.


Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, Nancy miró alrededor con desagrado. Si existía un sitio que odiaba más que su propia casa, era ese horrible lugar. Pescado… Dios, detestaba hasta la palabra. Casi no podía comer un filete desde que había sido expuesta a los olores de ese lugar. Cómo podía alguien trabajar en ese hedor era algo que no comprendía. ¡Todo el maldito bosque olía a pescado!

Anna apareció en la puerta, vulgar como siempre con una horrible remera con la leyenda: Maratón de la Abuela '88.

– Hola, Nancy.

– Hola, Anna. -Nancy apoyó la mejilla contra la de Anna educadamente. -¿Cómo está?

– Bueno, ya sabes, los muchachos me mantienen ocupada. La pesca ha estado muy buena. ¿Y tú?

– Ocupada, también. Y sola.

– Sí… bueno… a veces hay que pasar por eso. Imagino que viniste a ver a Eric. Está en el cobertizo de limpieza, terminando de cerrar todo.

– Gracias.

– ¡Ten cuidado con esos zapatos de taco alto! -gritó Anna mientras ella se alejaba.

Nancy atravesó la extensión de grava que llevaba al muelle y a las construcciones aledañas. Eran las diez de la noche. Debajo de los árboles todo estaba oscuro, pero cerca del cobertizo de limpieza, una bombita brillaba bajo un reflector. Adentro del rústico edificio, otra bombita arrojaba una débil luz sobre el piso de cemento y las paredes de madera. Al acercarse, Nancy se cubrió la nariz con la muñeca y olió el aroma de Passion, de Elizabeth Taylor.

Abajo, cerca del lago, un sapo profería sus eructos sin cesar. Los grillos se lamentaban por todas partes. Los insectos zumbaban y golpeaban contra las luces. Algo golpeó contra el pelo de Nancy y ella sacudió la cabeza y manoteó frenéticamente. Desde adentro del cobertizo, se oían dos voces masculinas mientras el chorro de una manguera golpeaba el piso de cemento, ahogando con el ruido del agua el sonido de los pasos de Nancy sobre la grava.

Se detuvo a unos metros de la puerta y escuchó.

– Bueno, no está precisamente en éxtasis. -Ese era Eric.

– ¿Quieres decir que no lo desea? -Y Mike.

– No desea la interrupción de su vida.

– Pues le puedes decir de mi parte que nosotros tampoco la deseábamos, pero ahora que tenemos a Anna no la cambiaríamos por nada del mundo.

– Es diferente para Maggie, Mike. Piensa que no puede manejar una hostería con un bebé que se despierta y llora en la noche; probablemente tenga razón.

– No había pensado en eso.

– Además, piensa que somos demasiado viejos para tener un bebé.

– Pero caray, viejo, ¿no sabe que has deseado un hijo toda tu vida?

– Sí, lo sabe y dice que lo querrá. Es sólo el shock.

– ¿Para cuándo es?

– Para dentro de cuatro meses y medio.

Nancy había escuchado suficiente. Se sintió envuelta en llamas. En la oscuridad, las mejillas le quemaban y el corazón le galopaba enloquecidamente. El agua de la manguera seguía golpeando el piso cuando se volvió y retrocedió, alejándose de las voces. Bajo las sombras de los arces, se subió de nuevo al coche, cerró la puerta sin ruido y aferró el volante. Le ardían los ojos.

Había dejado embarazada a otra mujer.

Aniquilada, dejó caer la frente sobre los nudillos y sintió que la sangre le corría a las extremidades. Miedo, asombro y furia la golpearon. Miedo de lo desconocido que tenía por delante, de la disolución del hogar de ambos, de sus finanzas, de su forma de vida, que ella había querido cambiar, sí, pero por elección, no por obligación.

Miedo de perder a un hombre al que había capturado a los veinte años y miedo de no poder conseguir otro a los cuarenta.

Asombro porque había sucedido realmente, cuando ella se había sentido completamente segura de que de algún modo podría hacerlo volver, de que su belleza, sensualidad, inteligencia, ambición y posición como esposa bastarían para atraerlo de nuevo hacia ella una vez que él recuperara la sensatez.

Furia porque él le había vuelto la espalda a todo eso y la había convertido en un hazmerreír con una mujer que todos sabían que era su ex novia.

¡Cómo te atreves a hacerme esto! ¡Todavía soy tu esposa! Llegaron las lágrimas, lágrimas ardientes de mortificación por lo que tendría que soportar cuando la gente se enterara de la verdad.

¡Maldito seas, Severson, espero que tu barco de mierda se hunda y la deje a ella con tu hijo ilegítimo!

Lloró. Golpeó el volante. La mujer rechazada. La que había permitido que la arrastraran a ese horrible lugar en contra de su voluntad. La que había renunciado a una vida en la ciudad que le encantaba para que él pudiera venir aquí a jugar al Capitán Ahab. La que salía a trabajar cinco días por semana mientras él se quedaba para acostarse con otra mujer. Si viviera en Chicago nadie se enteraría, pero aquí, todos lo sabrían… su familia, el jefe de correos, ¡todos los malditos pescadores de la zona!

Cuando dejaron de aflorar las lágrimas, Nancy se quedó mirando la luz tenue de la puerta del cobertizo; las sombras de los arces la cruzaban una y otra vez. Podía darle lo que deseaba, pero ¡no pensaba hacerlo! ¿Por qué iba a facilitarle las cosas? ¡Él había aniquilado su orgullo y pagaría caro por ello!

Se secó los ojos con cuidado, se sonó la nariz y encendió la luz interior para mirarse en el espejo. Buscó un delineador de ojos dentro de la cartera y se retocó los ojos, luego apagó la luz.

Abajo, en el cobertizo, el agua dejó de correr y la luz se apagó. Cuando los dos hermanos salieron, Nancy bajó del auto y cerró la puerta con ruido.

– ¡Eric! -llamó, amistosa, al tiempo que se acercaba a los dos hombres por entre la oscuridad debajo de los árboles. -Hola, encontré tu nota.

– Nancy. -Eric habló con voz fría, reservada. -Podrías haber llamado. No era necesario venir.

– Lo sé, pero quería verle. Tengo algo importante que decirte. Hola, Mike -añadió, como si acabara de verlo.

– Hola, Nancy. -Mike se apartó y dijo: -Oye, Eric, te veré mañana.

– Sí. Buenas noches.

Una vez que Mike se fue, el silencio fue solamente roto por los insectos del verano. De pie dentro del radio de alcance de ella, Eric se sintió amenazado, impaciente por alejarse.

– Dame un minuto para lavarme las manos. Enseguida vengo.-Se alejó sin invitarla a aguardar adentro. ¡Qué diablos, por fin había admitido que a ella nunca le habían gustado ni Anna ni su casa! ¿Por qué iba a hacerse el noble a esa altura del partido?

Regresó al cabo de cinco minutos, con vaqueros limpios y otra camisa. Olía a jabón de tocador. Se acercó a Nancy con grandes pasos, como si quisiera acabar con el asunto de una vez por todas.

– ¿Dónde quieres hablar? -preguntó, antes de llegar adonde estaba ella.

– Vaya, qué brusco -lo reprendió, tomándolo del brazo y apoyándose contra él.

Eric le quitó la mano con fuerza deliberada.

– Podemos hablar en el Mary Deare o en tu coche. Elige.

– Preferiría hablar en casa, Eric, en nuestra propia cama. -Apoyó una mano sobre el pecho de él y Eric volvió a quitársela.

– No estoy interesado, Nancy. Lo único que quiero de ti es el divorcio y cuanto antes, mejor.

– Cambiarás de parecer cuando oigas lo que tengo que decirte.

– ¿Qué es? preguntó Eric con frialdad.

– Te hará feliz.

– Lo dudo. A menos que sea una fecha de audiencia.

– ¿Qué es lo que siempre quisiste más que nada en el mundo?

– Vamos, Nancy, déjale de juegos. Tuve un día largo y estoy cansado.

Ella rió, forzando el sonido a brotarle de la garganta. Volvió a tocarle el brazo, sabiendo que a él no le gustaba. Quería tener la satisfacción de sentir cómo lo recorría el impacto. Tuvo un instante de vacilación: lo que hacía estaba mal. Pero lo que él había hecho, también.

– Vamos a tener un bebé, mi amor.

El impacto golpeó a Eric como una descarga eléctrica. Se quedó sin aliento. Retrocedió un paso. La miró, boquiabierto.

– ¡No te creo!

– Es verdad. -Nancy se encogió de hombros con convincente indiferencia, -Cerca del día de Acción de Gracias.

Eric hizo rápidos cálculos: la noche que la tomó por la fuerza en el sofá del living.

– Nancy, si estás mintiendo…

– ¿Mentiría respecto de una cosa así?

Eric la tomó de la muñeca y la arrastró al auto, abrió la puerta para que se encendiera la luz interior.

– Quiero verte la cara cuando lo dices. -Le sujetó las mejillas, obligándola a mirarlo. Para su gran consternación, se dio cuenta de que ella había estado llorando, lo que aumentó su temor. No obstante, se lo haría repetir para asegurarse. -Ahora dímelo otra vez.

– Estoy embarazada de tres meses y medio y el bebé es tuyo, Eric Severson -dijo Nancy con tono sombrío.

– ¿Entonces por qué no se nota? -Le soltó la cara y le recorrió el cuerpo con una mirada incrédula.

– Llévame a casa y mírame desnuda.

No quería hacerlo. Dios, no deseaba hacerlo. La única mujer de la que quería estar tan cerca era Maggie.

– ¿Por qué tardaste tanto en decírmelo?

– Quería asegurarme de que no era una falsa alarma. Pueden pasar muchas cosas en los tres primeros meses. Después de ese período, ya es más seguro. No quería darte esperanzas demasiado pronto.

– ¿Y cómo es que no estás alterada? -la ametralló Eric, entornando los ojos.

– ¿Respecto de salvar mi matrimonio? -replicó ella con tono razonable, luego fingió perplejidad-. Tú eres el que parece alterado y no entiendo por qué. Al fin y al cabo, eso es lo que querías, ¿no?

Eric se hundió contra el respaldo del asiento con un suspiro y se pellizcó el hueso de la nariz.

– ¡Maldición, pero ahora no!

– ¿Ahora no? -repitió Nancy-. Pero siempre me estás diciendo que el tiempo pasa, que se nos hace tarde. Pensé que te alegrarías. Pensé…-Dejó que su voz se cortara lastimosamente. -Pensé… -Produjo varias lágrimas que provocaron la reacción esperada. Eric extendió el brazo y le tomó la mano que tenía sobre la falda. Le acarició el dorso con el pulgar.

– Lo siento, Nancy. Iré… Iré a buscar mis cosas y regresaré a casa esta noche ¿de acuerdo?

Nancy logró hablar con tono lloroso y desilusionado.

– Eric, si no quieres este bebé después de todos los años que…

Él la hizo callar con un dedo.

– Me tomaste por sorpresa, eso es todo. Y considerando la forma en que se ha deteriorado nuestra relación, no me parece que sea el mejor ambiente donde criar un hijo.

– ¿Realmente dejaste de quererme, Eríc? -Era la primera pregunta sincera que hacía. De pronto, la aterró la idea de no ser querida, de tener que construir una relación desde cero con otro hombre y pasar por todo el trabajo agotador que llevaba alcanzar una amigable relación matrimonial. Más aún la aterraba la idea de no encontrar un hombre con quien hacerlo.

No recibió respuesta. Eric le soltó la mano y dijo con pesadez:

– Ve a casa, Nancy. Iré enseguida. Hablaremos mañana.

Al verlo desaparecer entre las sombras, Nancy pensó: ¿qué hice? ¿Cómo haré para mantenerlo a mi lado cuando sepa la verdad?


Mientras caminaba hacia la casa, Eric se sintió igual que cuando había muerto su padre: impotente y desesperado. Más aún: una víctima. ¿Por qué ahora, después de todos esos años de insistir y persuadir? ¿Por qué ahora, cuando ya no quería a Nancy ni deseaba un hijo de ella? Le pareció que estallaría en llanto, de modo que fue al muelle y se quedó junto al Mary Deare. El impacto le hacía temblar las entrañas. Se inclinó hacia adelante, apoyó las manos sobre las rodillas, rindiéndose a la desesperación, dejando que lo sacudiera para poder ir más allá, hacia un razonamiento no emocional.

Se irguió. La embarcación estaba inmóvil en el agua, con las cañas erguidas sobre sus sujetadores, las cuerdas de amarre colgando sobre el muelle. Arqueó el cuerpo, miró hacia arriba, hacia las constelaciones que su padre, con sabiduría traída del viejo continente, le había enseñado a reconocer. Pegaso, Andrómeda y Piscis. Los peces, sí, estaban en su sangre, en su linaje, con tanta seguridad como el color de su pelo y de sus ojos, heredados de algún vikingo mucho antes de que los escandinavos tuvieran apellidos.

Ella seguía odiando la pesca.

Seguía odiando Fish Creek.

Seguía con deseos de ser una mujer de carrera, pasando cuatro noches por semana fuera de la casa.

Desde su mudanza a casa de Ma, Eric había pensado mucho y también hablado con su madre, Barb y Mike. Ellos admitieron que les costaba apreciar a Nancy, aun luego de tantos años. Eric aceptó que la felicidad con Maggie le había hecho darse cuenta de lo vacía que era su vida con Nancy.

Y ahora Nancy estaba embarazada… y resignada y contenta con el hecho.

Y Maggie, tambipn.

Pero él era el marido de Nancy, y le había suplicado durante años que tuviera ese bebé. Abandonarla ahora sería el colmo de la insensibilidad, y él no era un hombre insensible. El deber lo tiraba con una gravedad poderosa como la de la Tierra: el hijo era suyo, concebido por una mujer que sería una pésima madre, mientras que Maggie -la amante, bondadosa Maggie- con el tiempo recibiría con alegría a su bebé y estaría siempre allí, disponible, para guiarlo y educarlo. De los dos niños, el de Nancy lo necesitaría más.

Se volvió con tristeza y caminó con pies de plomo hasta la casa de Ma, para empacar y enfrentarse con su purgatorio.

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