Katy había decidido que otorgaría a su madre el beneficio de la duda. La abuela le había escrito: tu madre anda con un hombre casado, pero Katy decidió que se lo preguntaría directamente a ella. Estaba segura de que la abuela se equivocaba; eran sólo sospechas suyas. Después de la conversación que habían tenido en Navidad, no veía cómo podía ser posible que su madre hubiera hecho otra cosa que no fuera rehusarse a ver a su ex novio.
Se detuvo en Puerto Egg y bajó la capota del convertible. Era un caluroso día de primavera y -había que admitirlo- se sentía feliz de alejarse de Chicago. Vivir junto al lago quizá no fuera a resultar tan malo, después de todo, aunque no sabía muy bien si le iba a gustar ser la encargada de la limpieza. ¿Pero qué otra opción tenía? Hasta que terminara los estudios universitarios su madre controlaba el dinero, y no había invitado a Katy como huésped. La había invitado como empleada.
Limpiar. Mierda. Fregar los inodoros después de que los usaran desconocidos y cambiar sábanas con rizados vellos negros en ellas. Todavía le resultaba imposible comprender por qué su madre quería tener una hostería. Una mujer con un millón de dólares en el Banco.
El pelo se le arremolinó en el viento, y Katy se volvió para asegurarse de que no estaba a punto de volársele nada del asiento trasero. Luego fijó nuevamente la vista en la ruta y en el paisaje que la rodeaba. Caray, era un bonito lugar. Todo se estaba poniendo verde y los huertos estaban en plena floración. Quería llevarse bien con su madre. De veras. ¡Pero ella había cambiado tanto desde que papá había muerto! Tanta independencia. Además, parecía arremeter hacia adelante y hacer las cosas sin considerar los sentimientos de Katy. ¿Y si lo que la abuela había dicho fuese cierto?
Fish Creek estaba en pleno apogeo. Las puertas de los comercios sobre la calle principal estaban abiertas, la mayoría sin siquiera mosquiteros. Frente al correo había tulipanes en flor, y abajo, en los muelles, ya se veían veleros.
Sobre Cottage Row, las casas de veraneo habían sido abiertas para la temporada y había un hombre podando arbustos junto al portón de una de ellas.
En lo de su madre se veía un nuevo letrero: CASA HARDING. Junto al garaje estaba estacionado el Lincoln de Maggie al lado de otro coche con patente de Minnesota. Katy estacionó junto a ellos, bajó, se desperezó y comenzó a descargar el equipaje asiento trasero.
No había descendido la mitad de los escalones cuando Maggie salió como una tromba, sonriendo, exclamando:
– ¡Hola, mi vida!
– Hola, mami.
– Qué alegría me da verte.
Se abrazaron en el sendero, luego Maggie tomó una maleta y se dirigieron al garaje, conversando sobre el viaje, el fin de las clases, el clima agradable de primavera.
– Tengo una sorpresa para ti -dijo Maggie, guiando a Katy por la escalera que trepaba por la pared externa del edificio. Abrió la puerta. -Pensé que te gustaría tener un sitio sólo para ti.
Katy miró alrededor con los ojos muy abiertos.
– Los viejos muebles… ay, mamá…
– Tendrás que utilizar el baño de la casa y comer allí conmigo pero al menos tendrás privacidad.
Katy abrazó a su madre.
– Gracias, mamá, me encanta.
A Katy le encantaba su habitación, pero su entusiasmo pronto se convirtió en horror cuando se enfrentó a la realidad de tener huéspedes en la casa principal, moviéndose por las habitaciones a toda hora. Maggie mantenía cerrada la puerta de la cocina que daba al corredor, de manera que esa parte de la casa quedara reserva da para ellas. Esa tarde golpearon no menos de cinco veces a la puerta del corredor para hacer preguntas molestas. (¿Podemos usar el teléfono? ¿Dónde se pueden alquilar bicicletas? ¿Qué restaurante nos recomienda? ¿Dónde podemos comprar rollos fotográficos, carnada, comida para picnic?) El teléfono sonaba en forma incesante y los pasos en el piso superior parecían una intrusión. Al caer la tarde llegó otro grupo de huéspedes y Maggie tuvo que interrumpir los preparativos para la cena para llevarlos al piso superior y luego registrarlos. Para cuando llegó la hora de comer, Katy estaba totalmente desencantada.
– ¿Mamá, estás segura de que hiciste lo correcto?
– ¿Qué pasa?
Katy hizo un ademán hacia la puerta que daba al corredor.
– Todas estas interrupciones. La gente que entra y sale y el teléfono que no para de sonar.
– Esto es un negocio. Es de esperar que suceda todo eso.
– ¿Pero por qué lo haces, si tienes suficiente dinero como para no trabajar por el resto de tu vida?
– ¿ Y qué otra cosa debería hacer con el resto de mi vida? ¿Comer chocolatines? ¿Ir de compras? Katy, tengo que mantenerme ocupada con algo vital.
– ¿Pero no podías haberte comprado una tienda de regalos, o convertirte en vendedora de productos Avon… algo que no te trajera clientes a la casa?
– Sí, pero no lo hice.
– La abuela dice que esto fue una tontería.
Maggie se erizó.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuándo hablaste con la abuela?
– Me escribió.
Maggie comió un bocado de ensalada de pollo sin hacer comentarios.
– Dijo otra cosa que también me ha estado preocupando.
Maggie apoyó la muñeca en el borde de la mesa y esperó.
Katy la miró a los ojos.
– ¿Mamá, sigues viendo a ese Eric Severson?
Maggie bebió un poco de agua, considerando su respuesta. Dejó el vaso y respondió.
– De tanto en tanto.
Katy dejó el tenedor y levantó las manos.
– Ay, mamá, no lo puedo creer.
– Katy, te dije que…
– Sé que me dijiste que no me metiera, pero ¿acaso no comprendes lo que estás haciendo? ¡Es casado!
– Está tramitando el divorcio.
– Sí, claro, es lo que dicen todos.
– ¡Katy, eso estuvo de más!
– Está bien, me disculpo. -Katy levantó las manos como un agente policial de tránsito. -Pero me parece un horror de cualquier forma, y vergonzoso, además. -Se puso de pie de un salto, llevó el plato al tacho de residuos y lo dejó limpio con tres golpes de tenedor.
Maggie renunció a terminar la cena. Observó a su hija dirigirse furiosa a la pileta. ¿Cómo era que desde el otoño pasado se habían trepado a esta calesita de mutua agresión? En cuanto llegaban a una tregua, enseguida volvían a exasperarse mutuamente. Otros padres pasaban por esa etapa durante la adolescencia de los hijos, pero para los Stearn esos años habían sido sorprendentemente serenos. Maggie creyó que había terminado de criar a Katy con mucha suerte, sólo para descubrir ahora que los problemas comenzaban en el momento en que creyó que mejor se llevarían.
– Mira, Katy -dijo con tono razonable-, si vamos a ladrarnos así todo el tiempo, el verano se hará muy largo. Además, los huéspedes intuyen si hay fricción en la casa y merecen que se los trate con sonrisas genuinas. Habrá momentos en los que tú tendrás que atenderlos, de modo que si crees que es demasiado para ti, dímelo ahora.
– ¡No es demasiado para mí! -le espetó Katy y abandonó la habitación.
Una vez que ella se fue, Maggie suspiró, apoyó los codos sobre la mesa y se masajeó la frente con ocho dedos. Se quedó así un buen tiempo, contemplando el plato y la ensalada sin terminar.
De pronto los trozos de comida se nublaron y una lágrima cayó sobre una hoja de lechuga.
¡Caray, no le pongas a llorar otra vez! ¿Por qué lloro tanto últimamente?
Porque echas de menos a Eric y estás cansada de tanta duplicidad, de luchar contra tu familia y tienes miedo de que él nunca sea libre.
Seguía sentada con los ojos húmedos cuando alguien golpeó a la puerta que daba al corredor. Váyanse, pensó, estoy cansada y necesito llorar. Cansada… sí, estaba tan cansada últimamente. Durante un instante, mientras se ponía de pie, se sintió mareada. Luego se secó los ojos con la manga, adoptó una expresión alegre y fue a abrir la puerta.
Se tornó evidente, luego del primer día de trabajo de Katy, que mantener la disciplina como patrona de su propia hija, sería difícil para Maggie. Como la madre que enseña piano a su propio hijo, vio que sus órdenes se tomaban con ligereza y se cumplían con poca prontitud.
Ya voy.
¿Quieres decir que tengo que repasar los muebles todos los días?
¡Pero hace demasiado calor para limpiar los tres baños!
Si bien la actitud de Katy la fastidiaba, Maggie no la regañó con la esperanza de disminuir la tensión entre ambas.
Luego, el tercer día después de la llegada de Katy, su pereza recibió una inyección de adrenalina. Katy estaba metiendo sábanas sucias dentro de una bolsa de lona para la lavandería cuando una cortadora de césped pasó rugiendo junto a la ventana, empujada por un joven con el torso desnudo, shorts rojos y zapatillas Nike sin medias.
– ¿Quién es ése? -exclamó Katy, boquiabierta, siguiéndolo de ventana en ventana.
Maggie echó una mirada afuera.
– Es Todd, el hijo de Brookie.
– ¿Corta el pasto de nuestra casa?
– Lo contraté como ayudante. Viene dos veces por semana para hacer los trabajos pesados, cortar el césped, podar, limpiar la playa, encargarse de la basura.
Katy estiró el cuello para mirarlo, golpeándose la frente contra la tela de alambre cuando la cortadora de césped se alejó y el ruido disminuyó.
– ¡Uau, qué bien que está!
– Sí, es buen mozo.
Katy hizo volar el polvo durante el resto de la mañana y encontró un sinnúmero de oportunidades para salir: a sacudir el plumero, las alfombritas, a barrer la galería y llevar los residuos al tacho de basura junto al garaje. Terminó sus tareas en tiempo récord y bajó a la carrera, sin aliento, deteniéndose junto a Maggie, que estaba sentada ante el escritorio en su salita privada.
– Limpié los tres baños, cambié las sábanas, quité el polvo de los dormitorios y de la sala y hasta limpié las ventanas. ¿Me puedo ir?
Habían acordado que Katy trabajaría todos los días hasta las dos de las tarde y luego se turnaría con Maggie para estar disponible por si llegaban nuevos huéspedes. Durante ninguno de los dos primeros días terminó el trabajo antes de las dos; ese día, sin embargo, acabó a las doce y cuarto.
– Bueno, pero necesito salir a hacer compras en algún momento de la tarde, así que regresa para las tres.
Katy salió como una flecha para el garaje, y apareció minutos después en el jardín con shorts limpios, un top rojo, el rostro maquillado y el pelo recogido en una ordenada trenza. Todd estaba vaciando el césped cortado dentro de una bolsa plástica negra.
– Dame, te la sostendré -dijo Katy al tiempo que se le acercaba.
Todd miró por encima del hombro y se irguió.
– Hola.
¡Bueno, qué físico! Y estupendo pelo negro y una cara que probablemente hacía parar a las chicas por la calle todo el tiempo. El torso desnudo y la frente con una vincha blanca estaban perlados de transpiración.
– Hola. Eres el hijo de Brookie.
– Sí. Tú debes de ser la hija de Maggie.
– Me llamo Katy. -Tendió la mano.
– Y yo, Todd. -Se la estrechó con una mano firme y sucia.
– Lo sé. Me lo dijo mamá.
Katy le sostuvo la bolsa mientras él volcaba el césped adentro.
De pie junto a él, Katy captó el aroma a loción bronceadora tropical mezclada con el aroma verde del césped recién cortado.
– Te vi afuera hace unos minutos -dijo Todd, mirando de soslayo el abdomen desnudo de Katy.
– Le hago la limpieza a mi madre.
– ¿Así que vas a estar aquí todo el verano?
– Aja. Regreso a la Northwestern en otoño. Voy a cursar mi segundo año allí.
– Yo entro en la Fuerza Aérea en septiembre. Gracias. -Tomó la bolsa de manos de ella y se arrodilló para volver a colocar la bolsa recolectora en la máquina.
Desde arriba, Katy estudió su bronceado, los hombros traspirados, la curva de las vértebras y los rizos húmedos de la nuca.
– Parece que nuestras madres eran muy buenas amigas.
– Sí. Supongo que oíste los mismos cuentos que yo.
– ¿Te refieres al Quinteto Fatal?
Él levantó la vista y rieron. A Katy le encantó la forma en que se le frunció el rostro al hacerlo. Todd se irguió, secándose las palmas sobre los shorts, mientras ambos se estudiaban tratando de dar la impresión de que no lo hacían. Luego dejaron que su atención si dirigiera al lago.
– Bueno, será mejor que te deje seguir trabajando -dijo Katy, de mala gana.
– Sí. Tengo otro jardín que hacer esta tarde.
Ella giró la cabeza y lo pescó estudiándole el abdomen desnudo otra vez. En forma abrupta, Todd levantó la mirada y ambos hablaron a la vez.
– Terminaré…
– ¿Adonde…?
Él sonrió y dijo:
– Tú primero.
– Iba a preguntarte dónde se juntan los chicos en este lugar.
– Y yo te iba a decir que terminaré con el trabajo alrededor de las cinco. Si quieres podría llevarte a la Playa de la Ciudad y presentarte a todos. Conozco a todo el mundo en Door, a todos menos a los turistas, quiero decir. Bueno, hasta conozco a algunos turistas, también.
Katy esbozó una sonrisa radiante.
– Genial. Me encantaría.
– Después de cenar nos reunimos en el C-C Club en la calle principal. Allí tocan bandas en vivo.
– Suena divertido -respondió Katy.
– Podría pasar a buscarte alrededor de las seis.
– ¡Perfecto! Te veré entonces.
Maggie notó de inmediato el cambio en Katy. Su mal humor se aplacó; tarareó y conversó con su madre; se despidió con alegría cuando abandonó la casa con Todd.
A las dos de la mañana, Maggie todavía no la había oído entrar para usar el baño. Al día siguiente, Katy durmió hasta las diez y se levantó sólo a instancias de su madre. Durante las tres noches siguientes salió de nuevo con Todd, levantándose cada vez más tarde, y cuando llegó el domingo, protestó por tener que trabajar.
– Es el único día libre de Todd y queríamos ir temprano a la playa.
– Puedes ir en cuanto termines con la limpieza.
– Pero, mamá…
– ¡Ya habrías terminado si te hubieras levantado a la hora debida! -exclamó Maggie.
Durante los días que siguieron, mientras que Katy pasaba cada vez más tiempo con Todd, Maggie hervía de indignación, no por Todd, que era un muchacho agradable, trabajador, cumplidor y sumamente cortés, sino por la actitud de su hija hacia el trabajo. Le daba fastidio tener que volver a poner en práctica tácticas maternas que la remontaban a los días de la temprana adolescencia de Katy. La enfurecía convertirse en el sereno nocturno. Le molestaba la alegre suposición de Katy en cuanto a que podía adecuar las horas de trabajo a sus necesidades personales.
Había otra cosa que le molestaba, también, algo que Maggie no había esperado. Extrañaba su privacidad. Después de tan pocos meses de independencia, descubrió que se había acostumbrado a comer -o a no comer- cuando lo deseaba; a encontrar el baño como lo había dejado, los cosméticos donde los había puesto; a sintonizar la radio donde le gustaba, y a encontrar la pileta sin vasos sucios. Si bien Katy dormía en el departamento del garaje, ya no le parecía que la casa era de ella sola y se sentía mezquina y culpable por su reacción. Porque se daba cuenta de que quizá fuera todo un subterfugio para ocultar la mayor imposición que la presencia de Katy había creado: la había obligado a poner fin a sus veladas con Eric.
Maggie deseaba hablar con alguien sobre esos complejos sentimientos, pero su madre se había puesto fuera de alcance y, debido a que Todd estaba involucrado, Brookie quedaba excluida.
Entonces una noche, ocho días después de la llegada de Katy, vino Eric.
Maggie se despertó de un sueño pesado y permaneció tensa, escuchando. Algún sonido la había despertado. Había estado soñando que era niña y jugaba a los indios en las hierbas altas junto a una escuela de ladrillos cuando sonó la campana de la escuela y la despertó. Se quedó acostada, contemplando el cielo raso negro, escuchando el coro nocturno de grillos y sapos, hasta que por fin vino otra vez, el leve tintineo no de una campana escolar, sino de la campana de un barco, lo suficientemente cerca como para hacerse oír sin molestar. La intuición le dijo que era él, llamándola con la familiar campana de bronce que colgaba sobre la cabina del Mary Deare.
Con el corazón al galope, saltó de la cama y revolvió un cajón. Sacó los primeros shorts que encontró y se los puso debajo del camisón corto. El reloj marcaba las once. Mientras corría por la casa oscura, Maggie sintió que se ahogaba por la excitación. Se deslizó como una sombra por el corredor y salió por la puerta delantera, atravesó la galería y bajó los escalones entre los arbustos de corona de novia cargados de flores; corrió hacia la negrura del lago donde el ronroneo suave de los motores del Mary Deare agitaba el agua y tornaba difuso el reflejo de la luna; colina abajo, descalza, sobre el césped húmedo, bajo el encaje negro de ramas de arce hasta que oyó apagarse los motores, luego oyó el sonido de las olas contra los pilotes del muelle, después sus pies descalzos golpeando contra la plataforma de madera. La sintió sacudirse cuando la embarcación golpeo suavemente contra ella.
Eric apareció como un fantasma blanco, silencioso y espectral como el Mary Deare, aguardando junto a la baranda con los brazos extendidos mientras ella se lanzaba hacia ellos como una paloma perdida que por fin encuentra su hogar.
– ¡Ay, mi amor, cómo te extrañé! Abrázame, por favor… abrázame.
– Ah, Maggie… Maggie…
Eric la sujetó con fuerza contra su torso desnudo, contra los pantalones blancos enrollados hasta la pantorrilla. Con las piernas abiertas, se afirmó sobre la cubierta ondulante y besó a Maggie como si al hacerlo se le curara una herida lacerante.
Como una repentina lluvia de verano, brotaron las lágrimas de Maggie, sin previo aviso.
– ¿Maggie, qué pasa? -Eric se apartó, y trató de levantarle el rostro, que ella, avergonzada, ocultaba contra su hombro.
– No lo sé. Es pura tontería.
– ¿Te sientes mal?
– No… sí… no lo sé. He estado al borde de las lágrimas todo el día, sin ningún motivo valedero. Lo siento, Eric.
– No, no… no importa. Llora tranquila. -La sostuvo abrazada con suavidad, masajeándole la espalda.
– Pero es que me siento tan tonta, y además, te estoy mojando el pecho. -Maggie resopló contra la piel de él y se la secó con el dorso de la mano.
– Mójalo, vamos. No se encogerá.
– Ay, Eric… -Luego de un sollozo, comenzó a calmarse y se acomodó contra los muslos de él. -No sé qué me pasa últimamente.
– ¿Tuviste una mala semana?
Ella asintió, y al hacerlo, le golpeó el mentón.
– ¿Puedo desahogarme contigo, por favor?
– Por supuesto.
Le hacía tan bien apoyarse contra él y dejar desbordar sus sentimientos.
– No me está dando resultados esto de contratar a Katy -comenzó. Le contó todo: las trasnochadas de Katy y cómo afectaban su trabajo; lo difícil que era supervisar a su propia hija; la imposibilidad de hablarlo con Brookie; y su sensación de estar atrapada en una etapa de maternidad que creyó haber superado. Confesó su irritabilidad poco habitual y su tristeza por haberse distanciado del todo de su madre. Le dijo, también, que Katy sabía que se veía con él y que habían discutido por eso.
»Así que te necesitaba, hoy… mucho.
– Y yo te necesitaba a ti.
– ¿Tu semana fue horrible, también?
Él le habló de los festejos en casa de Mike y Barb esa semana, primero el sábado, cuando toda la familia aportó para hacerle una gran fiesta de graduación a Nicholas; y de la noche anterior, cuando Barb dio a luz una niña, dos semanas después de la fecha indicada, pero hermosa y sana. La habían llamado Anna, como la abuela.
– En una misma semana mandan un hijo afuera, al mundo, y traen otro a él -reflexionó con tristeza.
– Y tú no tienes ni siquiera uno… eso es lo que te pone mal, ¿no?
Eric suspiró y se encogió de hombros, la sujetó de los brazos y la miró a los ojos.
– También pasó otra cosa el fin de semana pasado.
– Cuéntame.
– Nancy vino a casa de Ma, suplicando una reconciliación, y hoy mi abogado me advirtió que no quedará bien a ojos del tribunal si me niego a intentar al menos una reconciliación si mi mujer la solicita.
Maggie estudió su rostro con preocupación.
– No te preocupes -añadió Eric, enseguida-. Yo te amo a ti. Eres la única a quien amo y te prometo que no volveré con ella. Nunca. -Le besó la boca, con ternura, luego con creciente ardor, buscando con su lengua húmeda y suave la de ella. -Ay, Maggie, te amo, cómo te amo. -Su voz sonaba torturada. -Me muero por ser libre para poder casarme contigo, para que no tengas que sufrir el desprecio de tu hija y de tu madre.
– Lo sé. -Ahora le tocó a ella reconfortarlo, acariciarle el rostro, las cejas. -Algún día será.
– Algún día -repitió él, con un dejo de impaciencia-. ¡Pero cuándo!
– Shhh… -Maggie lo calmó, le besó la boca, lo obligó a olvidarse por un rato. -Yo también te amo. Fabriquémonos nuevos recuerdos… aquí… bajo las estrellas.
La luna desparramaba sus sombras sobre la cubierta de madera… una lanza larga contra los tablones más claros, cuando se unieron y se convirtieron en una sola línea. Eric abrió su boca sobre la de Maggie, le capturó los labios y deslizó las manos por su espalda, abriéndolas luego para apretarle las nalgas fuertemente contra él. Maggie se puso en puntas de pie, pasó las uñas por el cuero cabelludo de él, luego por sobre sus hombros desnudos. Eric le aprisionó los pechos bajo el camisón suelto, la tomó debajo de los brazos y la levantó hacia las estrellas, manteniéndola suspendida mientras le besaba el seno derecho. Ella hizo una mueca de dolor y Eric murmuró:
– Perdón… lo siento… me vuelvo demasiado impaciente… -Con más suavidad, abrió la boca sobre ella, humedeciéndole el camisón, la piel, y los rincones más recónditos de su ser. Maggie arqueó la cabeza hacia el cielo y lo sintió temblar, se sintió temblar, sintió el aire de la noche temblar alrededor de ambos y pensó: Queno lo pierda. Que no gane ella.
Cuando se deslizó hacia abajo por el cuerpo de él, marcó el camino con los dedos, trazando una línea sobre su pecho, su vientre, luego tomándolo en su mano.
– Ven -susurró él con urgencia, llevándola de la mano hacia la proa, donde una lona cortaba la luz de la luna y la luz de los paneles les iluminaba los rostros con una pálida fosforescencia. Eric encendió el motor y se sentó sobre el taburete alto; acomodó a Maggie entre sus muslos. Enfiló hacia Bahía Green, deslizando una mano dentro de la ropa interior de ella y acariciándola íntimamente mientras se alejaban de la costa.
Maggie le devolvió las caricias a través del pantalón. Navegaban sobre las aguas estrelladas; ella absorbió el golpeteo de las olas contra el casco y el aroma de la piel tibia de Eric y la suavidad del contacto de su pelo cuando él hundió el rostro contra la curva de su hombro.
Eric arrojó el ancla a unos seis metros de la costa. Hicieron el amor sobre la fresca cubierta de madera, con movimientos que se amoldaban a los de la embarcación sobre las olas de la noche. Fue tan agotador como siempre, pero debajo de la maravilla experimentada había un hilo de tristeza. Porque él no le pertenecía, ni ella a él y eso era lo que ambos más deseaban.
Cuando terminaron, Eric se quedó sobre ella, con los codos apoyados a ambos lados de la cabeza de Maggie. Ella contempló el rostro, lo que se veía de él en las sombras, y sintió que el amor la golpeaba de nuevo con una fuerza arrolladora.
– A veces -susurró -¿no es difícil expresarlo? ¿Con palabras lo suficientemente poderosas o significativas?
Eric le acarició la frente y le extendió el cabello castaño sobre la cubierta hasta que la rodeó como una nube. Buscó formas de expresarlo, pero no era poeta ni filósofo.
– Me temo que habrá que conformarse con "Te amo". Eso lo dice todo.
– Y yo te amo a ti.
Se llevaron el pensamiento de regreso a la orilla, lo guardaron dentro de sí para los días de separación que vendrían, lo reiteraron con el beso de despedida, se aferraron a él cuando Maggie lo saludó y lo dejó de pie al final del muelle, observándola subir la colina.
En la cima se volvió para saludar, luego resueltamente arrastró los piespor los escalones de la galería delantera.
Desde las sombras se oyó una voz. Áspera. Acusadora.
– Hola, mamá. Maggie se sobresaltó.
– ¡Katy!
– Yo también estoy aquí, señora Stearn.
– Agh… Todd. -Se habían estado besuqueando en la oscuridad. Era evidente, aun sin el beneficio de la luz. -¿Ustedes dos están trasnochando bastante, no creen?
La respuesta cortante de Katy la desafió a reprocharla.
– Parece que no somos los únicos.
Desde abajo llegó el sonido del motor del Mary Deare alejándose del muelle. Maggie se dio cuenta, cuando sus ojos se adaptaron a las sombras de la galería, de que Katy había tenido un panorama claro del muelle. Vio a su hija contemplando su camisón corto, sus pies descalzos, juzgando, reprendiendo. Maggie se sonrojó y se sintió culpable. Quería decirle: Pero yo soy más grande que tú, más experimentada, y comprendo perfectamente lo que implica este rumbo en el que me he embarcado.
Lo que le sirvió como frío recordatorio de que estaba emitiendo un doble mensaje en lugar de dar un buen ejemplo.
Después de esa noche, la idea la preocupó. Nunca antes había pensado demasiado en la promiscuidad. Era algo contra lo que se advertía a las chicas durante la adolescencia, pero en la madurez, Maggie lo había considerado una elección solamente suya. Quizá no lo fuera.
Con una impresionable hija de dieciocho años en la casa que salía con un muchacho buen mozo y viril, quizá no lo fuera.
Las trasnochadas de Katy siguieron y Maggie se despertaba con frecuencia para quedarse en la cama, preocupada, o vagar hasta el baño o por la casa oscura, preguntándose si debería hablar con Brookie después de todo. ¿Pero para qué?
Sus noches de mal dormir comenzaron a notarse y comenzó a sentirse lenta, a veces mareada, a veces débil. Nunca había comido entre, horas, pero comenzó a hacerlo, como reacción a la tensión que sentía, creyó. Aumentó dos kilos y medio. Los corpiños no le cabían más. Luego un día descubrió algo muy extraño. Los zapatos ya no le iban bien.
¿Los zapatos?
Se paró junto a la cama, y se miró los pies, que parecían dos papas enormes.
¡No se me ven ni siquiera los tobillos!
Algo no andaba bien. Nada bien. Sumó todo: la retención de líquidos, el cansancio, la irritabilidad, los pechos doloridos, el aumentó de peso. Era la menopausia, estaba segura, los síntomas concordaban todos. Pidió una cita con un ginecólogo de Bahía Sturgeon.
El doctor David Macklin había tenido la perspicacia de hacer pintar el cielo raso de su consultorio con un motivo floral. Tendida de espaldas sobre la camilla, Maggie se distrajo tratando de reconocer las flores. Tulipanes, violetas y rosas. ¿Qué eran esas florecillas blancas? ¿Flores de cerezo? En Door County, qué adecuado. La luz era difusa, iluminaba el cielo raso indirectamente desde las paredes color lavanda. Era un consultorio apacible que ponía al paciente lo más cómodo posible.
El doctor Macklin terminó su examen, bajó la camisola descartable de Maggie y la ayudó a incorporarse.
– Muy bien, ya puede levantarse.
Ella se sentó en un extremo de la camilla y lo observó hacer rodar su taburete hasta un escritorio empotrado en la pared donde anotó algo en una carpeta de papel manila. Era un hombre de unos treinta y tantos años, de calvicie incipiente, pero con un bigote tupido que parecía querer compensar el ensañamiento de la naturaleza con su cabeza. Sus cejas, también, eran gruesas y oscuras y caían como paréntesis sobre sus amistosos ojos azules. Levantó la vista y preguntó:
– ¿Cuándo fue su última menstruación?
– Mi verdadera última menstruación… alrededor de la época en que murió Phillip, hace casi dos años.
– ¿A qué se refiere con eso de "verdadera menstruación"?
– A como fue siempre. Normal, de cuatro días de duración.
– ¿Y después de la muerte de su marido se interrumpió en forma abrupta?
– Sí, cuando comencé a experimentar esos calores de los que le hablé. He tenido algunas pequeñas pérdidas de tanto en tanto, pero muy leves.
– ¿Ha sufrido calores últimamente?
Maggie pensó antes de responder.
– No, últimamente, no.
– ¿Sudores nocturnos quizás?
– No.
– ¿Pero le molestan los pechos?
– Sí.
– ¿Desde hace cuánto tiempo?
– No lo sé. Un par de meses, quizá. No lo recuerdo.
– ¿Se levanta de noche para orinar?
– Dos o tres veces.
– ¿Es normal en usted?
– No, creo que no, pero mi hija vive conmigo y ha estado trasnochando bastante. Me cuesta dormirme hasta que la oigo llegar.
– ¿Qué puede decirme de su estado de ánimo en este último tiempo? ¿Se ha sentido de mal humor, deprimida?
– Mi hija y yo discutimos bastante. Tenerla en casa otra vez ha sido una situación estresante.
El doctor Macklin apoyó un codo en el escritorio a sus espaldas.
– Bueno, señora Stearn -dijo-. Me temo que esto no es la menopausia, como usted creyó. Todo lo contrario. Mi mejor cálculo es que usted lleva aproximadamente cuatro meses y medio de embarazo.
Si hubiera extraído una maza de cinco kilos y la hubiera golpeado en la cabeza, David Macklin no habría podido aturdiría más.
Durante varios segundos se quedó boquiabierta, mirándolo. Cuando por fin pudo hablar, su voz denotaba incredulidad.
– ¡Pero es imposible!
– ¿Quiere decir que no ha tenido relaciones en los últimos cinco meses?
– No. Digo, sí, tuve, pero… pero…
– ¿Tomó alguna precaución?
– No, porque no creí que fuera necesario. Quiero decir… -Rió; un sonido breve, tenso, que buscaba comprensión. -Voy a cumplir cuarenta y un años el mes que viene. Comencé a tener signos menopáusicos hace dos años y… bueno… pensé que ya estaba más allá de eso.
– Quizá le sorprenda saber que un diez por ciento de mis pacientes de hoy en día ya han cumplido cuarenta años y muchas confundieron los síntomas de embarazo con la menopausia. Le explicaré un poco sobre eso y cómo comienza. La menopausia se produce cuando el cuerpo disminuye su producción de estrógeno, la hormona femenina. Pero el sistema reproductivo no se cierra de la noche a la mañana. En algunos casos, puede durar unos años y esto hace que el sistema varíe mes a mes. Algunos meses los ovarios funcionan con normalidad y el cuerpo produce estrógeno suficiente como para que haya una menstruación normal. Pero otras veces, los ovarios no producen las hormonas adecuadas y no hay ovulación. En su caso, es evidente que en un determinado mes, cuando tuvo relaciones, su organismo produjo estrógeno suficiente como para desencadenar la ovulación, y aquí estamos.
– ¿Pero… y los calores? Ya le dije, fui a la sala de urgencias creyendo que tenía un ataque al corazón y una enfermera y un médico presenciaron un golpe de calores y lo reconocieron. Vieron cómo se me enrojecía el pecho y me dijeron qué era. ¿Cómo puede ser?
– Señora Stearn, debe comprender, los calores pueden ser producidos no sólo por la menopausia. Su marido tuvo una muerte dramática y temprana. Imagino que los periódicos la perseguían y usted lidiaba con abogados, tenía una hija que consolar, trámites que llevar a cabo. ¿Estaba bajo una gran tensión, no es así?
Maggie asintió, demasiado perturbada como para poder hablar, y sintió que afloraba el llanto.
– Bueno, el estrés puede desencadenar calores y sin duda fue lo que sucedió. Puesto que le informaron que eran calores y usted estaba en edad de pensar que podía entrar en la menopausia, lo tomó por seguro. Es un error comprensible y como dije, muy común.
– Pero… -Tragó un sollozo. -¿Está seguro? ¿No puede haberse equivocado?
– Me temo que no. Tiene todos los síntomas: la pared del cuello del útero algo azulada, los genitales hinchados, los pechos más grandes y sensibles, las venas muy marcadas; además, ha estado reteniendo líquidos, se siente cansada, orina con frecuencia, ha engordado y sin duda ha sentido otras molestias: calambres, acidez, constipación, dolor de espalda, calambres en las piernas, quizás hasta rabietas y lágrimas inesperadas. ¿Me equivoco?
Maggie recordó sus berrinches con Katy, los corpiños y zapatos que no le calzaban, las idas nocturnas al baño, y la noche en que se había echado a llorar en el Mary Deare sin motivo aparente. Negó con la cabeza y bajó la vista, avergonzada por el hecho de que no podía contener el llanto.
El doctor Macklin hizo rodar su taburete hacía ella y la miró con aire comprensivo.
– Deduzco por su reacción que no es casada.
– No… no.
– Ah… bueno, eso siempre complica las cosas.
– Y manejo una hostería. -Levantó los ojos llorosos y abrió las manos. -¿Cómo voy a poder hacerlo con un bebé en la casa que se despierta para comer de noche?
Bajó la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Macklin buscó unos pañuelos de papel y se los dio, luego se quedó sentado cerca, esperando que ella se calmara. Cuando la vio mejor dijo:
– Se da cuenta, desde luego, que ya ha pasado la etapa de desarrollo fetal en la que el aborto se considera seguro y es legal.
Maggie lo miró con ojos tristes.
– Sí, lo sé, pero de todos modos, no lo habría considerado.
Él asintió.
– ¿Y el padre del bebé? ¿Cuenta con él?
Maggie enfrentó los ojos azules y bondadosos del médico, se secó los propios y apoyó las manos sobre el regazo.
– Hay complicaciones.
– Entiendo. De todos modos, mi consejo es que se lo haga saber cuanto antes. En estos días de conciencia de los derechos humanos, somos conscientes de que los padres tienen el derecho de saber sobre el bebé al mismo tiempo que la madre y deben tener la oportunidad de hacer planes para él, al igual que las madres.
– Comprendo. Sí, por supuesto que se lo diré.
– ¿Y su hija… qué edad me dijo que tenía?
– Dieciocho. -Al pensar en Katy, Maggie apoyó un codo sobre su abdomen y dejó caer el rostro sobre la mano. -¡Qué ironía! Me he pasado las noches temiendo que esto pudiera sucederle, preguntándome si debía sacar el tema de los métodos anticonceptivos. ¡Ay, Katy se va a horrorizar!
El doctor Macklin se puso de pie y apoyó una mano sobre el hombro de Maggie.
– Tómese un tiempo para acostumbrarse al hecho antes de decírselo a su hija. Es su bebé, su vida y, en última instancia, lo que debe preocuparla es su felicidad. Por cierto, una avalancha de acusaciones no es lo que necesita ahora.
– No… es que… yo… -Maggie perdió el hilo de los pensamientos ante la enormidad de su problema. La tristeza y el pánico la acosaban por turno. Un abanico de preocupaciones se le abría en la mente, y las ideas se le amontonaban una sobre otra, sin prioridad alguna. Tendré cincuenta y siete años cuando esta criatura termine la secundaria.
Todos sabrán que es de Eric y él sigue casado.
¿Qué dirá mamá?
Tendré que cerrar la hostería.
¡No quiero esta responsabilidad!
El doctor Macklin estaba hablando, indicándole que suprimiera el alcohol y cualquier medicamento, preguntándole si fumaba, dándole muestras de pastillas de vitaminas, aconsejándole que eliminara la sal y comiera lácteos y vegetales, que descansara periódicamente con los pies en alto, que hiciera ejercicios suaves, como caminar y que pidiera turno para el mes siguiente.
Maggie oía su voz a través de una niebla de pensamientos que corrían como un torrente por su cabeza. Respondió distraídamente, sí, no, de acuerdo, lo haré.
Al abandonar la clínica, experimentó una sensación de desubicación, como si hubiera tomado la identidad de otra persona y flotara por encima de la mujer en la acera y detrás de ella, como un ángel guardián, mientras esa mujer cuyos zapatos repiqueteaban contra la acera era la que acababa de enterarse de que esperaba un bebé ilegítimo que heredaría todas las complicaciones que eso acarreaba.
Suspendida sobre sí misma, podía mantenerse indiferente a las tribulaciones de la otra. Era consciente de todo, pero no se involucraba, envuelta como estaba en ese estado anestesiado de fría observación.
Por un momento se sintió casi eufórica, distanciada del arrebato de emoción que había sufrido en el consultorio del médico. Pasó junto a dos muchachitos traspirados que lamían helados de frutilla y empujaban sus patinetas, entrando en la sombra y saliendo al sol por las aceras de la ciudad. Olió la mezcla peculiar de aromas que emanaban de un almacén y de la tintorería adyacente.
En el estacionamiento, se detuvo junto a su coche, sintiendo el calor que irradiaba el cuerpo de metal aun antes de abrir la puerta. Adentro, el calor era agobiante. El volante estaba pegajoso, como si se estuviera derritiendo al sol y el asiento de cuero quemaba aun a través de la ropa.
Encendió el motor y el aire acondicionado, pero a la primera bocanada de aire caliente, sintió náuseas y se mareó; fue como si le bajaran una cortina detrás de los ojos. Las sensaciones la devolvieron a la abrumadora realidad con ferocidad. ¡Tú eres la que está embarazada!
¡Tú eres la ingenua que veía sólo lo que quería ver en los síntomas!
Tú eres la que debió tomar precauciones y no lo hizo, la que eligió tener una relación con un hombre casado. Tú eres la que tendrá que ir a reuniones de padres a los cuarenta y siete años, la que caminará de un lado a otro por la noche a los cincuenta y tantos años, esperando que regrese tu hijo o hija adolescente de su primera salida. Y eres tú la que sufrirá el desprecio de las mentes pueblerinas como la de tu madre, que te censurarán durante años.
El aire frío brotó de las rendijas de ventilación y Maggie apoyó la frente sobre el volante caliente y sintió cómo las lágrimas ardientes volvían a brotar de sus ojos.
Cuatro meses y medio.
Cuatro meses y medio y nunca lo sospeché… yo, una profesora de Vida Familiar que pasó años dando clases a estudiantes secundarios sobre métodos anticonceptivos, sólo para pasarlos por alto yo misma. ¡Qué estúpida fui!
¿Qué vas a hacer entonces, Maggie?
Voy a decírselo a Eric.
¿Crees que podrá obtener el divorcio y casarse contigo antes de que nazca este bebé?
No lo sé… no lo sé…
Impulsada por la esperanza de que pudiera ser así, accionó la palanca de cambios y tomó el camino de regreso.