Capítulo 14

Nancy llegó con el coche a las seis y cuarto de la tarde del viernes. Había oscurecido y, desde la ventana de la cocina, Eric vio los faros hacer un arco y desaparecer dentro del garaje abierto. Ella siempre había odiado la puerta del garaje. Era antigua, pesada, difícil de mover. Si bien se bajaba con menos esfuerzo del requerido para subirla, él estaba esperando afuera para cerrarla cuando Nancy salió del garaje.

Un viento frío le entró por las mangas de la camisa mientras la observaba inclinarse hacia el asiento trasero para buscar la maleta. Tenía buenas piernas, siempre usaba medias caras: hoy eran verde agua, del mismo color del traje. Hubo un tiempo en que con sólo mirarle las piernas se habría excitado. Ahora las miró con una sensación de dolor por su ardor perdido, y con una muda disculpa por su obstinada insistencia con esa casa -hasta con ese garaje- que ella siempre había detestado. Quizá, si él hubiera transado en eso, ella también hubiera transado en algo, y no habrían llegado al borde de esta disolución.

Nancy salió del coche y lo vio.

Se quedó inmóvil y en silencio. Esas pausas tensas se habían vuelto comunes para ambos en las semanas que siguieron al imprudente asalto sexual de Eric.

Nancy volvió a moverse.

– ¿Qué haces aquí afuera?

– Te llevaré eso. -Eric entró en el garaje y levantó la valija. Nancy sacó del asiento trasero un maletín y un bolso de mano que se colgó del hombro mientras él cerraba la puerta del coche.

– ¿Tuviste una buena semana? -preguntó.

– Más o menos.

– ¿Qué tal estaban los caminos?

– Bien.

Sus conversaciones se habían vuelto estériles e intermitentes desde aquella noche. Caminaron en fila india hacia la casa sin volver a hablar.

Adentro, ella dejó el maletín y fue hacia la valija.

– Te la llevaré arriba, si quieres -propuso Eric.

– La llevaré yo -insistió Nancy, y lo hizo.

Cuando ella se fue, Eric se quedó en la cocina, sintiéndose sacudido y temeroso porque sabía que lo correcto era dejarla y temía la siguiente hora.

Nancy regresó, vestida con una falda recta de lana, una blusa de seda blanca con mangas largas y un prendedor en el cuello. Atravesó la habitación sin mirarlo a los ojos. Eric aguardó, apoyado contra la pileta, observándola levantar la tapa de una olla con humeante guisado mejicano, buscar un cucharón, cucharas, y platos que comenzó a llenar.

– Para mí no -dijo Eric.

Nancy levantó la mirada con la expresión pétrea que había perfeccionado desde aquella noche fatídica.

– Ya comí. -No era cierto, pero el vacío que sentía en su interior no podía llenarse con comida.

– ¿Qué pasa?

– Primero come. -Eric se volvió y le dio la espalda.

Nancy dejó el plato sobre la mesa y lo miró con repentina cautela.

– ¿Primero? ¿Qué hay después?

Eric miró por la ventana de la cocina la nieve sucia y la oscuridad del invierno cuyo fin se acercaba. Tenía el estómago hecho un nudo y la tristeza le pesaba como una piedra al cuello. Eso no era algo que uno hacía con alegría. La mayor parte de su vida estaba invertida en ese matrimonio, también.

Se volvió hacia ella.

– Nancy, va a ser mejor que te sientes.

– ¡Será mejor que me siente, será mejor que coma! -replicó-. ¿Qué pasa? ¡Dímelo así puedo sentarme y comer!

El atravesó la habitación y sacó dos sillas.

– ¿Vamos, quieres sentarte, por favor? -Una vez que ella lo hizo, muy tiesa, Eric se sentó enfrente, con los antebrazos apoyados sobre la mesa, contemplando las frutas de madera que nunca le habían gustado. -No hay un buen momento para decir lo que debo decir, antes que comas, después que comas, luego de que hayas tenido ocasión de enfadarte. Diablos, es… -Entrelazó los dedos y unió las yemas de los pulgares. Levantando la vista hacia ella, dijo en voz baja: -Quiero divorciarme, Nancy.

Ella se puso pálida. Se quedó mirándolo. Luchando contra el repentino pánico.

– ¿Quién es ella?

– Sabía que dirías eso.

– ¿Quién es? -gritó Nancy, golpeando un puño contra la mesa. -Y no me respondas nadie, porque traté de hablar aquí dos veces durante la semana y cuando no estás en casa a las once de la noche, hay alguien. Entonces, ¿quién es?

– Esto es entre tú y yo y nadie más.

– ¡No tienes que decírmelo porque lo sé! Es tu antigua novia, no? -Inclinó la cabeza hacia adelante. -¿No?

Eric suspiró y se pellizcó el hueso de la nariz.

– Es ella, lo sé. ¡La viuda millonaria! ¿Te estás acostando con ella, Eric?

Él abrió los ojos y la miró.

– Por Dios, Nancy…

– Es así, ¿no es cierto? Te acostabas con ella en la secundaria y lo estás haciendo de nuevo ahora. Lo vi el primer día que llegó aquí. No llegó a estar cinco minutos sobre los escalones de esa iglesia y tú ya tenías rocas en los calzoncillos, ¡de modo que no me digas que esto es entre tú y yo y nadie más! ¿Dónde estabas a las once de la noche del miércoles? -Volvió a golpear la mesa. -¿Dónde?

Eric esperó, cansado.

– ¡Y anoche!

Él se negaba a responder con ira a la furia de ella, lo que sólo sirvió para enfurecerla más.

– ¡Hijo de puta! -Se abalanzó hacia él y lo abofeteó. Con fuerza. Con tanta fuerza que dos patas de la silla se levantaron del suelo. -¡Maldito seas! -Rodeó la mesa como una flecha y le lanzó otro golpe, pero él la esquivó y recibió sólo la punta de las uñas sobre la mejilla izquierda.

– ¡Basta, Nancy!

– ¡Te estás acostando con ella! ¡Admítelo! -Eric la tomó de los brazos y lucharon, golpeando la mesa, derramando el guiso, haciendo rodar las peras de madera al suelo. La mejilla de Eric comenzó a sangrar.

– ¡Basta, dije! -Todavía sentado, le inmovilizó los antebrazos.

– ¡Pasas las noches con ella, lo sé! -Se había echado a llorar. -¡Y no empezó esta semana porque llamé antes y tampoco estabas!

– ¡Nancy, termina de una vez! -Una gota de sangre le cayó sobre la camisa.

Enlazados como combatientes, la vio luchar por controlarse y lograrlo. Regresó a su silla, con lágrimas corriéndole por las mejillas y se sentó frente a Eric. Él se puso de pie y buscó un trapo para limpiar el guiso derramado. Nancy lo observó moverse desde la mesa a la pileta y volver. Una vez que él se hubo sentado, dijo:

– No merezco esto. Te he sido fiel.

– No se trata de ser fiel, se trata de dos personas que no se han unido con el paso del tiempo.

– ¿Ésa es una frase almibarada que sacaste del periódico dominical?

– Mira; ¿qué queda ya de nosotros? Estamos separados cinco días por semana y no somos felices los dos días que estamos juntos.

– Eso no pasaba hasta que esa mujer volvió al pueblo.

– ¿Podríamos mantenerla fuera de la discusión? Esto comenzó mucho antes de que ella regresara a Fish Creek, lo sabes.

– No es cierto.

– Sí, lo es. Nos hemos ido separando con los años.

Vio que la furia inicial de Nancy quedaba reemplazada por miedo. Eric no había esperado eso.

– Si es por mi trabajo, dije que pediría que me redujeran el territorio.

– ¿Pero lo dijiste en serio?

– Claro que sí.

– ¿Y lo hiciste?

No lo había hecho. Ambos lo sabían.

– ¿Y aun sí lo hicieras, te sentirías feliz? No creo. Eres feliz haciendo lo que haces y finalmente he llegado a comprenderlo.

Nancy se inclinó hacia adelante con expresión vehemente.

– ¿Entonces por qué no me dejas seguir haciéndolo?

Eric soltó un suspiro cansado y largo y sintió que hablaba en círculos.

– ¿Para qué quieres este matrimonio? ¿Qué hemos hecho de él en todo este tiempo?

– Tú eres el que piensa que este matrimonio es un error. Yo creo que vale la pena luchar por él.

– ¡Ay, por Dios, Nancy!, abre los ojos. Desde que comenzaste a viajar, empezamos a perderlo. Guardamos nuestras pertenencias en la misma casa y compartimos el dormitorio, pero ¿qué otra cosa compartimos? ¿Amigos? Yo tengo amigos, pero no son amigos nuestros. He llegado a la triste conclusión de que nunca nos hicimos de amigos porque eso significaba un esfuerzo, llevaba tiempo, pero tu nunca tenías tiempo. No invitábamos gente a casa porque siempre estabas cansada cuando llegaba la noche del sábado. No íbamos a la iglesia porque el domingo era tu único día libre. No tomábamos una cerveza con los vecinos porque caer de visita sin invitación te parecía torpe. Y no tuvimos hijos, de modo que nunca hicimos las cosas habituales como turnarnos para llevarlos a la escuela o ir a recitales o a partidos de béisbol. Yo quería todo eso, Nancy.

– ¿Bueno, y por qué no…? -Cortó la frase por la mitad.

– ¿Por qué no lo dije?

Ambos sabían que lo había dicho.

– Teníamos amigos en Chicago.

– De recién casados, sí, pero no después que tomaste el trabajo de vendedora.

– ¡Pero es que tenía tan poco tiempo!

– Eso es lo que te estoy diciendo: no que lo que deseas esté mal, ni lo que yo quiero esté mal, sino que lo que queremos no va para el otro. ¿Y nuestros pasatiempos? El tuyo es trabajar, y los míos… bueno, diablos, sabemos bien que siempre te parecieron muy poco sofisticados. Andar en el vehículo para nieve te significaría despeinarte. Pescar es muy poco fino para una representante de ventas de Orlane. Y creo que preferirías hacerte un tratamiento de conducto que caminar por el bosque. ¿Qué compartimos, Nancy, qué?

– Cuando comenzamos, ambos queríamos las mismas cosas. Fuiste tú el que cambió, no yo.

Eric lo pensó, luego admitió con tristeza.

– Quizá tengas razón. Quizá fui yo el que cambió. Probé la vida de la ciudad, las galerías de arte, los conciertos, pero me resultaba más satisfactorio ver una verdadera flor silvestre que un cuadro de ella. Y pienso que hay más música en el Santuario de Naturaleza Ridges que en todos los salones de orquesta del mundo. No me hacía feliz tratar de ser un yuppie.

– Entonces me obligaste a mudarme aquí. ¿Y yo, qué? ¿Qué pasa con lo que yo necesitaba y quería? ¡Me encantaban las galerías y los conciertos!

– Estás diciendo lo mismo que digo yo: Nuestras necesidades y deseos son demasiado diferentes para que este matrimonio funcione y es hora de que lo admitamos.

Nancy apoyó la frente sobre la punta de ocho dedos y contempló su plato de guiso.

– Las personas cambian, Nancy -explicó Eric-. Yo cambié. Tú, también. En aquel entonces no eras representante de ventas, eras vendedora de modas y yo no sabía que mi padre moriría y Mike me pediría que regresara aquí a ocuparme de la empresa. Admito que en aquel tiempo creía que deseaba ser un ejecutivo de una gran empresa, pero me llevó varios años de vida empresarial darme cuenta de que no era lo que creí que sería. Hemos cambiado, Nancy, es tan sencillo como eso.

Ella levantó los ojos llorosos.

– Pero es que te sigo queriendo. No puedo sencillamente… pasar por alto ese hecho.

Ver las lágrimas de ella le causaba dolor y Eric desvió la mirada. Se quedaron unos instantes en silencio, hasta que Nancy habló una vez más.

– Dije que también consideraría la idea de un bebé.

– Es demasiado tarde para eso.

– ¿Por qué? -Nancy se inclinó por encima de la mesa y le aferró el dorso de la mano. Eric la dejó inmóvil bajo la de ella.

– Porque sería un manotazo de ahogado y no está bien traer a un hijo a un matrimonio nada más que para mantenerlo unido. Lo que hice aquella noche fue imperdonable, y quiero volver a disculparme.

– Eric… -suplicó ella, sin soltarle la mano.

Él la retiró y dijo en voz baja:

– Dame el divorcio, Nancy.

Después de considerarlo un buen rato, ella respondió:

– ¿Para que ella pueda tenerte? Nunca.

– Nancy…

– La respuesta es no -dijo con firmeza y levantándose de la silla, se puso a recoger la fruta de madera del piso.

– No quería que esto terminara en una pelea.

Nancy puso cuatro peras de madera en la frutera.

– Pues me temo que será así. Puede que no me guste este lugar, pero yo también he invertido aquí y me quedo.

– Muy bien. -Eric se puso de pie. -Me iré a casa de Ma por el momento.

En forma abrupta, ella se suavizó.

– No te vayas -suplicó-. Quédate y tratemos de resolverlo,

– No puedo -respondió Eric.

– Pero Eric… dieciocho años.

– No puedo -repitió él con voz ahogada y la dejó, con la expresión suplicante en el rostro, para irse arriba a empacar.


La casa de Ma estaba vacía cuando llegó. La luz sobre la pileta estaba encendida, iluminando un bol sucio, un par de batidores y dos placas para hacer bizcochos dentadas y descoloridas.

– ¿Ma? -llamó, sin esperar respuesta. No la obtuvo.

En la sala, el televisor estaba apagado, el tejido de crochet yacía hecho una pila sobre el diván, con la aguja clavada en el ovillo. Eric subió las maletas por la escalera crujiente hasta su vieja habitación bajo el alero. Para el común de la gente era una habitación fría, con alfombritas gastadas sobre un piso de goma y cubrecamas descoloridas sobre las dos camas. Olía levemente a excremento de murciélagos; los había habido bajo los aleros y detrás de los postigos desde que Eric tenía memoria. De tanto en tanto alguno entraba y lo atrapaban con una red. Pero ni de niños les tenían temor. Ma siempre insistía en que los dejaran salir, en lugar de matarlos. Los murciélagos comen mosquitos, decía, así que trátenlos con suavidad.

El aroma seco y característico de la buhardilla era nostálgico, reconfortante.

Encendió una luz tenue en "el cuarto de los varones" siguió hasta "el cuarto de Ruth", ubicado de tal forma que Ruth siempre tenía que pasar por el de los varones para llegar al de ella. En aquel entonces una cortina de algodón floreado servía de separación entre los dos sectores; hoy había una puerta de madera en su lugar.

En la habitación de Ruth paseó sin rumbo hasta llegar a la ventana. Por entre los árboles desnudos, desde esa altura, se veían las ventanas iluminadas, de la casa de Mike y Barb, donde sin duda estaría Ma. Iba de vez en cuando a cenar. Él no sentía deseos de unirse a ellos esa noche. Regresó a la habitación de los varones y se tendió de espaldas sobre una de las camas.

Allí, en la oscuridad, hizo su duelo por el matrimonio que hacía años que estaba vacío; por los errores que él había cometido; por no tener hijos; por la inversión de años que sólo había redituado desilusión y amargura; por la negativa de Nancy a terminar la relación que no tenía futuro; por la turbulencia que le esperaba.

Pensó en los momentos en que Nancy y él habían sido completamente felices. Las imágenes se sucedieron en su mente como viñetas sobre una pantalla, asombrosamente nítidas. La vez que compraron el primer mueble: un estéreo, pagado en cuotas. Sin duda no lo más práctico para empezar, pero lo que ambos más habían deseado. Lo llevaron juntos al apartamento, luego se tendieron de espaldas para escuchar los dos discos que habían elegido: Gordon Lightfoot para él, los Beatles para ella. Esos viejos discos todavía estaban por alguna parte; se preguntó si cada uno se llevaría el suyo cuando se separaran. Se habían quedado tendidos en el piso del apartamento, sintiendo la música vibrar dentro de ellos y hablaron del futuro. Algún día tendrían una casa llena de muebles, de los mejores, y la casa… todo cristal y madera, en algún suburbio elegante de Chicago, probablemente. Nancy tenía razón. El le había fallado en eso.

Otra vez, cuando impetuosamente volaron a San Diego… contaron el dinero y lo decidieron un viernes al mediodía (por teléfono, de oficina a oficina) y a las diez de esa noche se estaban registrando en un hotel en La Jolla. Habían paseado de la mano por las calles onduladas, bebido cócteles en terrazas al aire libre mientras observan ponerse el sol sobre el Pacífico, cenado en un restaurante en un molino, explorado la Misión Capistrano y hecho el amor a la luz del día en una caleta oculta en la playa cerca de Oceanside, y se habían prometido que nunca se tornarían predecibles, sino que se harían escapadas así, sin previo aviso. Ahora sus vidas eran tan predecibles como el ciclo lunar y Nancy viajaba tanto que no había incentivo para escapadas de fin de semana.

Otro recuerdo le vino a la mente. Fue en el segundo año de casados, cuando Nancy se cayó una vez sobre la acera helada y se golpeó la cabeza. Recordó el miedo que había sentido mientras esperaba en la sala de urgencias los resultados de las radiografías, recordó la cama fría y vacía durante la noche que ella se quedó internada en observación, y el alivio que sintió cuando regresó. En aquellos días, una sola noche separados había sido un suplicio para ambos. Ahora, cinco noches separados era la norma aceptada.

Debió haberse esforzado más por encontrar un término medio que los mantuviera juntos durante más tiempo.

Debió construirle una casa de cristal y madera.

Debieron hablar sobre tener hijos antes de casarse.

Tendido sobre la cama de su infancia, sintió lágrimas en los ojos.

Oyó entrar a Ma; los pasos se detuvieron en la sala.

– ¿Eric? -Había visto la camioneta estacionada afuera.

– Sí, estoy aquí arriba. Ya bajo.

Se secó los ojos con los nudillos y, luego de levantarse, se sonó la nariz sobre el pañuelo ensangrentado y descendió los empinados escalones de madera, frenando la bajada en picada con las manos sobre la pared de arriba, que parecía permanentemente sucia por las miles de bajadas que había frenado.

Ella aguardaba abajo, vestida con una campera de nailon color naranja y una bufanda de algodón con horribles rosas violáceas atada bajo el mentón. Tenía los anteojos empañados. Se los levantó hasta la frente y lo escudriñó con curiosidad.

– ¿Qué demonios estabas haciendo allí arriba?

– Oliendo la mierda de murciélago. Rememorando.

– ¿Te pasa algo?

– Estuve llorando un poco, si eso es lo que preguntas.

– ¿Que sucede?

– Me separo de Nancy.

– Ah, es eso. -Lo observó en silencio, mientras él se daba cuenta de lo poco que la había querido ella a su mujer y se preguntaba qué sentiría.

Anna abrió los brazos y dijo:

– Ven aquí, hijo.

Eric abrazó el cuerpo corto y regordete contra el suyo, mucho más alto, olió el aroma a invierno en la campera, un dejo de olor a combustible en la bufanda y a lo que Barb había cocinado, en su pelo.

– Necesitaré quedarme un tiempo, Ma.

– Todo lo que quieras.

– Probablemente estaré de muy mal humor.

Ella se separó y lo miró.

– Tienes derecho a eso.

Eric se sintió mejor luego del abrazo.

– ¿Qué les pasa a las personas, Ma? Cambian.

– Es parte de la vida.

– Pero tú y el viejo no cambiaron. Llegaron juntos hasta el final.

– Pero claro que cambiamos. Todo el mundo cambia. Pero no teníamos tantas complicaciones en aquellos días. Ustedes, los jóvenes de ahora, tienen dos docenas de expertos diferentes diciéndoles cómo tienen que pensar y sentir y actuar y cómo debes encontrarte a ti mismo. -Con una mueca, acentuó la palabra. -Qué expresión estúpida… encontrarte a ti mismo. Darse mutuamente espacio. -De nuevo, se burló de la palabra. -En mi época, el espacio de un hombre estaba al lado de su mujer, y el de la mujer, junto a su hombre y lo que nos dábamos mutuamente era una mano y un poco de amor al final del día si no estábamos demasiado cansados. Pero hoy en día te hacen creer que si no piensas en ti mismo primero estás haciendo todo mal, y el matrimonio no funciona así. No te culpo, hijo. Lo que estoy diciendo es que naciste en una época dura para el matrimonio.

– Nancy y yo siempre nos llevamos bien. En la superficie, las cosas parecían funcionar bien, pero por debajo, hemos diferido por años respecto de los temas más importantes: trabajo, hijos, dónde vivíamos, en qué vivíamos.

– Bueno, supongo que eso a veces sucede.

Eric había esperado que ella demostrara favoritismo maternal y se sorprendió ante su neutralidad, pero la respetó por ello, pues sabía que nunca había querido a Nancy.

Su madre soltó un suspiro y echó una mirada a la cocina.

– ¿Comiste?

– No, Ma, no tengo hambre.

Otra vez lo sorprendió al no insistir.

– Sí, a veces la angustia apaga el apetito. Bueno, será mejor que suba a cambiar las sábanas. Han estado puestas desde que Gracie y Dan durmieron allí en Navidad.

– Yo puedo hacerlo, Ma. No quiero causarte molestias.

– ¿Desde cuándo alguno de mis hijos fue una molestia para mi?

Eric se acercó y la abrazó, apreciándola con un afecto renovado que lo hacía sentirse mejor.

– Sabes, al mundo le vendrían bien unas cuantas como tú, Ma.

Le golpeó la cabeza con los nudillos, como siempre habían hecho de niños.

– ¡Suéltame ya, chiquillo! -masculló ella. Eric la soltó y subieron juntos para hacer la cama. Habían puesto la sábana de abajo cuando Eric dijo:

– No sé cuánto tiempo me quedaré aquí, Ma.

Ella sacudió con pericia la otra sábana en el aire y replicó:

– ¿Acaso te lo pregunté?


Eric pasó por la casa de Maggie a media mañana del día siguiente.

– Hola -saludó con aire desconsolado.

– ¿Qué te pasó en la cara?

– Nancy.

– ¿Se lo dijiste?

Eric asintió con resignación.

– Ven aquí -pidió-. Necesito abrazarte.

Contra él, Maggie susurró:

– Yo también necesito abrazarte mientras me lo cuentas.

Cada vez que él acudía a ella, sus estados de ánimo parecían reflejarse el uno en el otro, como si una cuerda les uniera los corazones. Ese día necesitaban darse seguridad. No había lugar para la pasión en el abrazo.

– Las noticias no son buenas -musitó Eric.

– ¿Qué dijo?

– No quiere oír hablar de divorcio.

La mano de Maggie se movía suavemente por la espalda de él.

– Ay, no.

– Creo que va a dificultarnos las cosas todo lo posible. Dice que si ella no puede tenerme, tú tampoco lo harás.

– ¿Cómo voy a culparla? ¿Podría yo renunciar a ti si fuerasmío?

Eric se echó hacia atrás. Tenía las manos sobre la curva delcuello de Maggie y con los pulgares le acariciaba las comisuras de los labios. Contempló sus ojos tristes.

– Me mudé a casa de Ma, así que todo está en el aire, todavía.

– ¿Qué dijo tu madre?

– ¿Ma? Es la sal de la tierra. Me abrazó y me dijo que me que dará todo el tiempo que quisiera.

Maggie volvió a apretarse contra él.

– ¡Qué afortunado eres! Desearía tanto tener una madre con quien poder ser sincera.


Todos los martes por la tarde, Vera Pearson hacía de voluntaría en el Asilo de Ancianos de Bayside, donde tocaba el piano para que los ancianos cantaran. Su madre había sido una devota cristiana que le había inculcado la importancia de la caridad, tanto en casa como en la comunidad. De modo que los martes tocaba el piano en Bayside; los sábados arreglaba las flores del altar en la iglesia; en primavera ayudaba con la venta de cosas usadas a beneficio de la iglesia; en otoño colaboraba con la venta de tortas; asistía regularmente a las reuniones de su grupo en la iglesia, de la sociedad de jardinería y de los Amigos de la Biblioteca. Si en cualquiera de esas reuniones Vera recogía algún chisme que el Door County Advocate se había perdido, consideraba que esparcirlo era su deber.

Ese martes por la tarde, Vera susurró a una de las enfermera que había oído que la chica Jennings (la del medio), que estaba en primero o segundo año de la secundaria, estaba E-Eme-Be etcétera.

– No es de extrañarse -añadió-. De tal palo, tal astilla.

Después de la sesión de música, siempre tomaban el té. El café estaba delicioso ese día y Vera tomó una taza con la torta de chocolate, dos más con una porción de torta de naranja y otra con unas masitas de coco.

Estaba en el baño detrás de una de las dos puertas de metal beige, subiéndose las medias, cuando oyó que la puerta grande se abría. Dos mujeres entraron, conversando.

Sharon Glasgow -una de las enfermeras de Bayside -dijo:

– Vera Pearson tiene mucho de qué hablar. Su hija anda en amores con Eric Severson. ¿Supiste que dejó a su mujer?

– ¡No!

La puerta del compartimiento adyacente se cerró y Vera vio un par de zapatos blancos del otro lado de la pared de separación.

– Está viviendo en casa de la madre.

– ¡No te creo! -Era Sandra Eckleslein, una dietista.

– Me parece que eran novios cuando estaban en la secundaria.

– Él es muy buen mozo.

– ¡Y no le digo nada de su esposa! ¿La has visto? -Del otro lado de la pared, el agua del inodoro corrió. Vera estaba inmóvil como las agujas de un reloj roto. La pared vibró cuando golpearon la puerta. Los zapatos blancos se alejaron. Apareció otro par. Abrieron la canilla y luego zumbó el secador de manos; la rutina se repinó mientras las mujeres pasaban a hablar de otros temas.

Cuando el baño quedó en silencio, Vera se quedó escondida largo tiempo en su compartimiento, temiendo salir hasta no estar segura de que las dos mujeres se habían ido a otra parte del edificio.

¿Qué he hecho mal? pensó. Fui lo mejor que pude como madre. La hice ir a la iglesia, le di un buen ejemplo quedándome con un solo hombre toda la vida, le di una casa limpia con buena comida en la mesa y una madre siempre presente. No la dejé trasnochar, ni sacarse notas bajas y me aseguré de que nunca anduviera en malas compañías. Pero no bien regresó, se fue corriendo a esa reunión de la junta con él.

¡Le advertí que esto podría suceder! ¿No se lo dije, acaso?

Vera no manejaba. En un pueblo del tamaño de Fish Creek no era necesario hacerlo, pero mientras subía a pie por Cottage Row, deseó haber aprendido a conducir. Cuando llegó a la puerta de Maggie, estaba sin aliento.

Golpeó y esperó. Tenía la cartera colgando de ambas muñecas y éstas apretadas contra las costillas.

Maggie abrió la puerta y exclamó:

– ¡Mamá, qué sorpresa! Pasa.

Vera marchó adentro, resoplando.

– Dame tu abrigo. Prepararé café.

– No quiero, gracias. Acabo de tomarme cinco tazas en el asilo.

– ¿Tuvieron la sesión musical de siempre?

– Sí.

Maggie dejó el abrigo en la habitación de servicio y regresó para encontrar a Vera sentada en el extremo de una silla, con la cartera sobre las rodillas.

– ¿Té? ¿Una Coca? ¿Algo?

– No, nada.

Maggie se sentó en una silla en ángulo recto con la de Vera.

– ¿Viniste caminando?

– Sí.

– Deberías haber llamado. Te hubiera ido a buscar.

– Puedes llevarme luego de… -Vera hizo una pausa.

El tono de voz de su madre advirtió a Maggie que algo andaba mal.

– ¿Después de qué?

– Lo siento, pero he venido por algo desagradable.

– ¿Sí?

– ¿Estás viendo a ese chico Severson, no es cierto? -Vera apretó la manija de la cartera con ambas manos.

Sorprendida, Maggie tardó en responder.

– Si te dijera que sí, mamá, ¿estarías dispuesta a hablar de eso conmigo?

– Estoy hablándote de eso. ¡Todo el pueblo habla de eso! Dicen que dejó a su mujer y está viviendo con la madre. ¿Es cierto?

– No.

– ¡No me mientas, Margaret! ¡No te eduqué así!

– Está viviendo con la madre, pero dejó a su mujer porque ya no la quiere.

– Ay, por Dios, Margaret, ¿ésa es la excusa que tienes para ti?

– No necesito excusas.

– ¿Tienes amoríos con él?

– ¡Sí! -gritó Maggie, poniéndose de pie de un salto-. ¡Sí, tengo relaciones con él! ¡Sí, lo amo! ¡Sí, pensamos casarnos en cuanto consiga el divorcio!

Vera pensó en todas las mujeres del grupo de la iglesia, de la sociedad de jardinería y de los Amigos de la Biblioteca, mujeres a las que conocía de toda la vida. Revivió la vergüenza que había pasado en el baño del asilo esa tarde.

– ¿Cómo podré volver a mirar a las mujeres del grupo de la iglesia?

– ¿Eso es todo lo que te importa, mamá?

– He sido miembro de esa iglesia durante más de cincuenta años, Margaret y, en todo ese tiempo no he tenido motivo alguno para agachar la cabeza. Y ahora esto. No hace más que unos meses que regresaste al pueblo y estás metida en este escándalo. Es vergonzoso.

– Sí es así, la vergüenza es mía, mamá, no tuya.

– Ah, te crees muy viva, ¿no? Te crees todo loque él te dice, como una tonta. ¿Realmente piensas que su intención es divorciarse de su mujer y casarse contigo? ¿Cuántas crees que han oído lo mismo en todos estos años? Anda detrás de tu dinero, Margaret, ¿no le das cuenta?

– Ay, mamá… -Maggie se dejó caer sobre la silla, abrumada por la desilusión. -¿Por qué, por una vez en tu vida, no puedes ser un apoyo para mí en lugar de regañarme?

– Si crees que voy a tolerar cosas así…

– No, no lo creo. No lo creería nunca, porque en toda mi vida, nunca creíste nada bueno de mí.

– Y mucho menos que tuvieras sentido común. -Con expresión vehemente, Vera se inclinó hacia adelante y apoyó un brazo sobre la mesa. -Margaret, eres una mujer rica y no te das cuenta de que los hombres te perseguirán por tu dinero, pero yo, sí.

– No… -Maggie sacudió la cabeza lentamente. -Eric no anda detrás de mi dinero. Pero no voy a quedarme aquí sentada defendiéndome ni defendiéndolo a él porque no tengo necesidad de hacerlo. Ya soy adulta y viviré mi vida como me plazca.

– ¿Y nos avergonzarás a tu padre y a mí sin la menor consideración por nuestros sentimientos?

– Mamá, lamento que te sientas así, de veras lo siento, pero sólo puedo decirte otra vez que es asunto mío, no tuyo ni de papá. Deja que me haga cargo yo de mis sentimientos y tú hazte cargo de los tuyos.

– ¡No me hables con esos aires de psicóloga! Sabes que me indigna.

– Muy bien, te haré una pregunta directa, porque siempre tuve mis dudas: ¿me quieres, mamá?

Vera reaccionó como si alguien la hubiera acusado de ser comunista.

– Pero claro que te quiero. ¿Qué clase de pregunta es esa?

– Una pregunta franca. Porque nunca me lo dijiste.

– Te tuve la ropa limpia, y la casa perfecta y le hice comidas ricas ¿no?

– Un mayordomo podría hacer eso. Lo que quería era comprensión, alguna demostración de cariño, un abrazo cuando regresaba a casa, alguien que se pusiera de mi parte de tanto en tanto.

– Te abracé.

– No. Permitiste que te abrazara. Es diferente.

– No sé qué quieres de mí, Margaret. Creo que nunca lo supe.

– Para empezar, podrías dejar de dar órdenes. Tanto a mí como a papá.

– Ahora me culpas por otra cosa. La función de una mujer es hacer que la casa funcione bien.

– ¿Dando órdenes y criticando? Mamá, existen mejores formas.

– ¡Ah, ahora resulta que también eso hice mal! Pues tu padre no se ha quejado, y hace cuarenta y cinco años que estamos juntos…

– Y nunca te vi abrazarlo ni preguntarle si tuvo un buen día, ni masajearle el cuello. En cambio, cuando llega a casa, le dices: "Roy, quítate los zapatos, acabo de lavar el piso". Cuando yo llego a casa me dices: "¿Por qué no me avisaste que vendrías?" Cuando Katy vino para Acción de Gracias, la retaste porque no tenía botas. ¿No sete ocurre, mamá, que podríamos aspirar a otra cosa como saludo? ¿Que ahora, en este momento emocional de mi vida, cuando podríanecesitar alguien a quien confiarle mis cosas, podría desear que vinieras a preguntarme cómo me siento, en lugar de acusarme de avergonzarte a ti y a papá?

– Lo que sí se me ocurre es que vine aquí a confrontarte con tus acciones inescrupulosas y has logrado cargarme la culpa a mí por algo que nunca hice. Bueno, pues te repito que en cuarenta y cinco años, tu papá nunca se ha quejado.

– No -replicó Maggie con tristeza-. Sólo se mudó al garaje.

El rostro de Vera adquirió un tono escarlata. ¡Roy era el que había hecho algo mal al mudarse al garaje! Y ella no daba órdenes ni criticaba: sólo mantenía las cosas en línea. Cielos, si fuera por Roy, los pisos estarían todos marcados por los zapatos y comerían a Dios sabe qué hora y llegarían tarde a la iglesia los domingos. Y ahí estaba esa criatura desagradecida, a quien ella le había dado todas las ventajas -vestidos hechos a mano, escuela dominical, educación universitaria- diciéndole a ella, Vera, ¡que podría ser mejor!

– Creí que te había educado para respetar a tus padres, pero es evidente que ésa es otra cosa que no logré. -Recogiendo su orgullo hecho añicos, Vera se levantó de la silla con aire herido. -No volveré a molestarte, Margaret, y hasta que no estés dispuesta a disculparte conmigo, no será necesario que me molestes, tampoco. Buscaré mi abrigo.

– Mamá, por favor… ¿no podemos hablar?

Vera trajo su abrigo de la habitación de servicio y se lo puso. En la cocina, se demoró poniéndose los guantes, sin mirar a Maggie.

– No es necesario que me lleves. Caminaré.

– Mamá, espera.

Pero Vera se marchó sin una palabra más.

Al cerrar la puerta en el rostro de su hija, sintió que sin duda se le rompería el corazón. Ése es todo el agradecimiento que recibe una madre, pensó, mientras bajaba la colina hacia su casa.


Esa noche, cuando Maggie vio a Eric, le dijo:

– Mamá vino esta tarde.

– ¿Qué dijo?

– Exigía saber si yo tenía un romance con "ese chico Severson".

Eric serró un metro de madera y bajó de una silla para abrazar a Maggie. Se encontraban en uno de los dormitorios de huéspedes, y la estaba ayudando a colocar un tarugo para colgar un gran espejo enmarcado. -Lo siento, Maggie. Nunca quise que eso sucediera.

– Le dije que sí.

Él dio un paso atrás, sorprendido:

– ¿Le dijiste eso? ¿De veras?

– Bueno, es cierto ¿no? Yo elegí tener un romance. -Con la punta de los dedos le tocó la mejilla, justo debajo de los raspones, donde se le habían formado costras delgadas. -Puedo aceptarlo, si tú lo aceptas.

– Un romance… ay, Maggie Mía, ¿qué te estoy haciendo hacer? ¿Qué más te haré hacer? Yo no quería esto para ti, ni para nosotros. Quería que todo fuera legítimo.

– Hasta que pueda serlo, me conformaré con esto.

– Hoy presenté los papeles solicitando el divorcio -le contó Eric-. Si todo va bien, podríamos estar casados dentro de seis meses. Pero he tomado una decisión, Maggie.

– ¿Cuál?

– No me quedaré más a pasar la noche aquí. Queda muy mal y no quiero que la gente hable de ti.


En las siguientes semanas, Eric fue a casa de Maggie casi todos los días. Por la mañana, a veces, llevando rosquillas frescas; con frecuencia a la hora de la cena, llevando pescado. En ocasiones, cansado, se quedaba dormido sobre el sofá. En otras, feliz, deseaba comer, reír, salir de paseo con ella en la camioneta con las ventanillas abiertas. Fue allí el día del deshielo, cuando el caos sobre el lago marcó el final del invierno. Y el día que Maggie recibió los primeros e inesperados huéspedes que habían conseguido la dirección en la cámara de Comercio y sencillamente aparecieron en la puerta, preguntándole si tenía una habitación. Maggie estaba consumida por la excitación esa noche y encendió fuego en la sala y llenó el recipiente de caramelos y se aseguró de que hubiera libros y revistas disponibles. Los huéspedes regresaron luego de cenar en el pueblo y golpearon a la puerta cerrada de la cocina para hacer unas preguntas. Cuando Maggie presentó a Eric por su nombre de pila, el hombre le estrechó la mano y dijo:

– Es un gusto conocerlo, señor Stearn.

Eric ayudó a Maggie a poner el muelle nuevo y construyó una nueva glorieta que ella decidió que quería al final del muelle en lugar de en la cancha de tenis, que había perdido mucho encanto al quedar como playa de estacionamiento. Cuando el último clavo quedó en su lugar, se sentaron tomados de la mano para ver ponerse el sol.

– Katy accedió a venir a trabajar aquí durante el verano -contó Maggie.

– ¿Cuándo? -quiso saber Eric.

– Las clases terminan la última semana de mayo.

Sus miradas se encontraron y Eric acarició con el pulgar el del dorso de la mano de Maggie. Luego de un mudo intercambio, ella apoyo la cabeza sobre su hombro.

Eric fue el día que puso el Mary Deare en el agua; pasó navegando bajo la casa e hizo sonar la sirena, lo que trajo a Maggie volando al pórtico para saludar y sonreír como él lo había imaginado.

– ¡Ven, baja! -le gritó Eric y ella corrió por el césped verde de primavera entre hileras de iris florecientes, trepó a cubierta y sealejó con él por las aguas.

Y fue de nuevo tiempo después, cuando las flores estaban en todo su esplendor, en su vieja camioneta, lavada por dentro y por fuera para la ocasión, y decorada con flores que dejaron atónita a Maggie y luego la hicieron llorar. Eric la llevó a un huerto en flor, cargado de aroma, color y cantos de pájaros, pero una vez allí, compartieron sólo un melancólico silencio, tomados de la mano.

Llegó mayo, y con él el tiempo suficientemente cálido como para pintar el apartamento sobre el garaje, que no tenía calefacción. Eric ayudó a Maggie a prepararlo para Katy; lo amoblaron con piezas familiares de la casa de Seattle.

A mediados de mes, llegaron los turistas y con ellos, menos oportunidades para estar juntos, y luego llegó la última noche antes que Katy viniera a pasar el verano.

Se despidieron en la cubierta del Mary Deare a la una y diez de la madrugada, odiando tener que separarse, rodeados por la oscuridad y el murmullo de las olas contra el casco.

– Te voy a extrañar.

– Yo también.

– Vendré cuando pueda, en el barco, cuando haya oscurecido.

– Me resultará difícil escapar.

– Estate alerta a eso de las once. Haré parpadear las luces.

Se despidieron con besos cargados de angustia, como cuando la universidad los separó.

– Te amo.

– Y yo a ti.

Maggie retrocedió, tomada de su mano, hasta que sus dedos ya no se tocaron.

– Cásate conmigo -susurró él.

– Lo haré, te lo prometo.

Pero las palabras fueron sólo ansias y deseos, porque si bien Eric pidió el divorcio no bien dejó a Nancy, la correspondencia enviada por el abogado de ella siguió siendo la misma: La señora Macaffee no accedía a divorciarse, sino que deseaba, en cambio, una reconciliación.

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