6

A la mañana siguiente, Cooper se encontraba ante el bufet del desayuno, en el edificio comunitario, cuando entró por la puerta un torbellino dorado y embravecido. Quienes estaban allí miraron y sus respiraciones sonaron en el acostumbrado silencio. El torbellino, en realidad dotado de un par de piernas, se dirigió hacia Cooper a paso lento y sus botas verde chillón retumbaron al pisar las baldosas de terracota. Por precaución, el hombre colocó a un lado sus copos de avena y se cruzó de brazos para observar cómo la mujer, decidida, se le acercaba.

Obviamente, Angel -el torbellino recién llegado- se había repuesto ya de la sorpresa de la noche anterior. Él lo había supuesto y también que la periodista vendría en busca de respuestas. Lo que ya no adivinaba era si la mujer aceptaría la operación de bypass coronario como excusa que justificase el modo en que él le había dado la información, así como su manera de reaccionar ante ella, primero con frialdad y a continuación con calor, sin seguir ninguna lógica.

Angel se detuvo, temblorosa, a escasos centímetros del pecho de Cooper con la aniñada mirada oculta tras un mechón de pelo rebelde, y él comprendió que venía con ganas de discutir.

Cuando hizo ademán de hablar, Cooper le señaló el rótulo que exigía silencio y, aunque ella entendiera, su voz seguía intentando abrirse paso. Además, Cooper estaba seguro de que aquella pequeña cafetera podía explotar y causar el estruendo consiguiente.

Con la intención de salvaguardar los tímpanos de los presentes, no dudó en poner una libreta y un bolígrafo de los que estaban repartidos por el comedor, en las manos de Angel, que por lo visto parecía dispuesta a estrangularlo.

Pese a que ella se dispusiera a escribir, él estimó oportuno continuar tapándole la boca pues, con el humor que traía, sus mordiscos seguramente serían peores que sus bufidos.

Una vez liberada de la mano que la había amordazado, Angel no emitió sonido alguno y se limitó a garrapatear algo en la libreta. Mientras tanto, Cooper esperaba preparándose para ser despellejado vivo. Tenía que admitir que no lo había hecho demasiado bien con ella. El sexo había estado tanto tiempo ausente en su vida que su inesperada aparición lo había sacado de sus casillas.

«¡Raaas!» El desagradable sonido de la hoja arrancada hizo que se sobresaltara. Angel le puso en la mano el papel y él, volviendo a cruzarse de brazos, le dio la vuelta para leerlo.

La caligrafía era apasionada, al igual que la redacción.

Mi secador. ¡Te lo ruego!

Atónito, siguió mirando el papel un instante más y después observó a Angel, que sacudió la maraña de rizos para descubrirse los ojos. Su mirada no era de enfado ni tampoco de precaución.

Angel insistió:

¡Te lo ruego!

Ante la desesperación del rostro que estaba mirando, Cooper tuvo que sofocar una carcajada.

¿De qué había servido tener tanto miedo? Se había pasado la noche con la oreja enterrada en la almohada y sin dormir, tratando de calmar su pulso cardíaco y repasando las razones por las que debía mantenerse apartado de Angel y prometiéndose una vez más que no le permitiría hacer el reportaje y que se desharía de su presencia.

Claro que viéndola en aquel momento, con aquel aspecto desarreglado y la mirada desorbitada, y teniendo en cuenta que llevaba ya dos días sin tomar café, decidió que estaba… tratable.

Demonios, ¿por qué no admitirlo? También estaba encantadora.

Tras tomar una taza y llenarla con agua caliente de un termo, Cooper llevó de la mano a la reportera hacia el exterior del edificio. Ella iba trastabillando a sus espaldas, procurando preservar un delicioso silencio que duró hasta que ambos traspasaron la puerta de salida.

– ¿Y mi secador?

– ¡Chisss!

Cooper había visto con el rabillo del ojo a una de las clientas habituales, que se aproximaba a ellos marcando el paso con su bastón de madera. La señora Withers era capaz de repartir bastonazos a diestro y siniestro si alguien interrumpía la tranquilidad del lugar.

Cuando la vieja dama hubo pasado, y tras intercambiar un gesto de complicidad, ambos se dispusieron con Cooper a la cabeza a doblar la esquina de la cabaña más próxima, y luego enfilaron hacia la de él.

– El secador, imposible -le susurró Cooper-, pero no el café. Puedo conseguirte café.

Angel le apretó la mano.

– Café -repitió con el mismo tono que los monjes benedictinos utilizan para recitar sus oraciones-, café de verdad.

Cooper no podía prometer tanto, pero al menos sí lo suficiente para mantenerla callada hasta tenerla en el interior de su cabaña. El breve registro de un aparador dio como resultado un pequeño bote de cristal que contenía un sucedáneo de lo prometido; café instantáneo. Cooper echó en la taza unas cuantas cucharadas y el agua se tiñó de un marrón terroso.

– Aquí tienes -le ofreció.

Angel se apartó los rizos con una mano y con la otra se llevó la taza a los labios, de cuyo contenido apenas si quedó el poso. Luego miró en derredor, como quien acabara de despertarse.

– ¿Qué día es hoy?

– Martes -repuso Cooper con una mueca.

Claro que estaba encantadora, vaya que sí, con sus ojos azules e infantiles que empezaban a iluminarse y sus cabellos agitándose, medio electrizados. Si alguien iba a escribir un reportaje sobre Stephen -y en circunstancias de las que Cooper solo podía esperar una buena publicidad-, la mejor para el encargo era Angel.

– ¿Martes? -dudó ella.

Él se le acercó en busca de la taza.

– Permíteme que me lleve esto.

Después, la condujo al confidente situado en la esquina de la habitación frontal, junto a la ventana. Había concebido un plan para poner las cosas bajo su control.

Angel obedeció y el cojín del asiento, de generoso relleno y forrado de dril de algodón, por poco se la traga.

– Así que martes, o sea que anoche…

Sí, la criatura se estaba despertando.

– Anoche -repitió Angel.

El tono siniestro con el que lo había dicho provocó que Cooper adivinase que estaba recordando lo ocurrido la noche anterior, cuando él le había dejado caer que la atracción venía solo de su lado y había permitido que ella se disculpase por ello.

Cooper se sentó junto a ella, en un sofá.

– Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en sacar el tema.

Ella seguía mirándolo, con los ojos muy abiertos.

– Yo… Tú… -balbuceó, alzando una mano-. Tú… Yo… -La mano descendió.

– Sí. -Fuera lo que fuese lo que acababa de admitir, lo cierto fue que al parecer la satisfizo, pues no añadió nada a su sencilla afirmación. Con la esperanza de haber dejado el asunto atrás, Cooper continuó hablando-: Me gustaría decirte algo. -Hizo una pausa para darle la oportunidad de arremeter contra él; como la mujer se limitó a enarcar las cejas, siguió con su anuncio-. Tengo una propuesta que hacerte.

Con la expectación presente en el rostro, Angel se repantigó en la butaca y se cruzó de brazos.

– ¿Una proposición? -Su voz sonó detectivesca-. ¿Qué clase de proposición?

– Eres muy desconfiada.

– Soy muy lista -replicó.

– Lo que tú digas -concluyó Cooper con un encogimiento de hombros-. Lo que te ofrezco es lo siguiente: la cooperación de mi familia y el círculo de amistades, me refiero a la cooperación absoluta, para tu reportaje sobre Stephen.

– Gracias, pero ya no me hace falta. Tu hermana…

– Cambiará de opinión si yo se lo pido; supongo que te imaginarás por qué le interesa tenerme contento.

Angel cruzó las piernas y torció los labios en un claro síntoma de que estaba considerando la propuesta desde todos los ángulos.

Cooper sabía que su plan era perfecto. Con el café y el secador de pelo como moneda de cambio, que ella hiciera el reportaje era menos arriesgado que acoger a un periodista desconocido. Mejor bueno conocido (una pluma dedicada a escribir artículos sobre filántropos y deportes marginales) que bueno por conocer (otra que tal vez acabara haciéndolos trizas).

La alada Angel, oh sí, antes que cualquier otro con cuernos y rabo.

Ajena a sus maquinaciones, ella continuaba mirándolo.

– Y a cambio de toda esa cooperación, ¿qué es exactamente lo que debo hacer yo?

Chica lista. Le había llevado menos de diez segundos descubrir el gato encerrado.

– A cambio -indicó Cooper-, tú me ofreces a mí no escribir sobre C. J. Jones.

Decidida a no precipitarse, Angel dejó pasar un momento sin decir nada.

– Dijiste que había muerto -le recordó, con la mirada baja.

– Gracias a los milagros de la ciencia, pude salvarme dos veces -respondió Cooper.

Las pestañas de Angel ascendieron y él pudo admirar el tono celeste de sus ojos.

– Pero hay mucho más que eso.

– Claro, ya viste la cicatriz -repuso él al tiempo que estiraba las piernas con la pretensión de aparentar una indiferencia que no sentía-. Sufrí un infarto de miocardio agudo.

– Un ataque al corazón.

– Justamente. -Pero «ataque» no servía para describir los largos minutos durante los cuales el dolor le había estado aplastando el pecho como si fuera un todo terreno de dos toneladas, y aguijoneándole el brazo como un cuchillo de carnicero. Recordarlo le hizo llevarse una mano a la frente, que tanto había sudado entonces-. Y luego me intervinieron para implantarme un bypass coronario.

– Pero dijiste que te habían salvado dos veces.

– No me acuerdo del segundo infarto; ocurrió mientras me operaban en el quirófano.

– ¿Y desde entonces?

– Desde entonces me he recuperado -contestó él-; dejé de fumar, empecé a comer bien, hago mucho ejercicio y procuro evitar los nervios. -Y también esperaba morirse.

– Cooper, con eso tendríamos un fantástico reportaje… -empezó a decir Angel, pero su intento por engatusarlo perdió fuelle y, ante el gesto de rechazo de Cooper, desapareció del todo.

– O bien te dedicas a Stephen en exclusiva -la previno- o bien a mí.

Ella se puso de pie y empezó a dar cortos paseos al lado de la ventana.

– No me gusta -murmuraba-, es que no me gusta.

Él también se levantó, agarró una mano de Angel y le hizo detenerse.

– Prefiero que mi salud siga siendo un asunto privado.

Angel alzó la cabeza; tenía las mejillas encendidas.

– Haces que mi trabajo parezca solo cotilleo. -Cooper la miró y ella retiró la mano de la suya-. ¿Qué te parecería si te digo que vosotros, los abogados, sois todos unos picapleitos de medio pelo?

Cooper se encogió de hombros.

– No pienso disculparme por buscar la justicia.

– ¡Ni tampoco yo por buscar la verdad!

El apasionamiento de Angel era tal que Cooper tuvo que reírse.

– Menudo par de idealistas. -Adoptó luego un tono más severo-. En serio, Angel, ¿a quién le interesa enterarse de mis ataques al corazón y del bypass?

La aludida desvió la mirada.

– ¿A quién? -insistió.

– Dicho así, a nadie -admitió ella, al fin-. Yo lo enfocaría de otra manera: C. J. Jones libra fuera de los tribunales su batalla más importante.

– No.

De ningún modo. Tanto C. J. Jones como Cooper adoraban ganar, y él había planeado salir victorioso, al menos a ojos del público.

– Está bien -concedió ella tras escudriñar su expresión-. Con una condición.

– Lo del secador no puede ser -afirmó Cooper, en sus trece-. Y tampoco puedo prometerte que el café vaya a ser mejor.

Angel meneó la cabeza y Cooper se maravilló de que sus rizos, de pronto alzados por el movimiento, se quedaran gravitando en el aire.

– No me refiero a eso. Lo que pretendo es que reconsideres lo del reportaje una vez estés de vuelta en San Francisco.

– ¿Cómo? -Cooper dejó de atender a sus disipadas distracciones y se concentró en el rostro de su interlocutora-. ¿De qué hablas?

– Cuando vuelvas a tu gabinete, DiGiovanni & Jones, quiero que me permitas entrevistarte.

– Cuando vuelva al trabajo, en el gabinete.

– Tú, piénsatelo, ¿vale? -lo instó, asintiendo-. Las historias como la tuya son las que inspiran a la gente, ya sabes.

A Cooper le entraron ganas de reír.

– ¿Un hombre que empeña su vida en trabajar y fumar y que con ello se gana un prematuro ataque al corazón? ¿Qué puede inspirar eso? Quizá deberíamos añadir que, puesto que mi padre corrió la misma suerte, yo debería haber tenido más cuidado.

– Dime que lo vas a considerar -insistió ella haciendo caso omiso de su protesta.

Cooper suspiró. De todas maneras, jamás se reincorporaría al gabinete, así que decidió que aceptar el trato era la opción más sencilla.

– Tú ganas.

Tras un momento de titubeo, Angel le tendió una mano.

– Entonces tenemos un trato.

La mano que estrechó Cooper era pequeña y cálida, y la retuvo durante un segundo. Dos segundos. Demasiado tiempo. Porque en ese momento sintió el inexplicable anhelo de seguir tocándola, tocarla mucho más. Se encontró sucumbiendo ante el hambre de placer de la piel femenina que hacía tanto tiempo había perdido y acariciándole los nudillos.

El contacto era leve, suave. Se le tensaron los músculos, le aumentó el pulso y con la mano libre encontró el camino que llevaba a su mejilla.

La piel que tocaba se calentó bajo la palma y notó que el pulgar, entonces librado de su control, se abría paso entre caricias hasta el labio inferior de la mujer, donde pudo sentir su respiración, cálida, apresurada y ansiosa.

Se había olvidado de las mujeres. Cuando, por primera vez, un encuentro pasaba de los devaneos implícitos a la sexualidad flagrante, se daba siempre esa breve inflexión, esa efímera vulnerabilidad en que se revelaban las dudas perennes, que, pese a todo, persistían. Y, según recordaba, solía volverse cauteloso en momentos así, como si de algún modo estuviera aprovechándose, como si la mujer que tuviera delante se confiase y pusiera esperanzas excesivas en él y, también, en lo que tal vez llegasen a ser el uno para el otro.

Sin embargo, la pasividad de Angel, su modo de entregarse en última instancia, le inspiró una curiosa sensación de suficiencia y, por eso, sonriendo para sus adentros, volvió a pasarle el pulgar por la boca. Y entonces se detuvo, tras identificar la naturaleza posesiva de su gesto.

Poseer. Era horrible.

No quería atarse a nada: a ninguna mujer ni a aquella en particular.

Bajó la mano y retrocedió, y ambos se miraron.

– Bueno -dijo Angel, tras un rato.

– Bueno -convino él.

– Supongo que ha vuelto a entrar en escena ese pequeño detalle: la atracción.

El modo espontáneo en que había hablado le provocó a Cooper, como por ensalmo, una súbita relajación. Descubrió que estaba sonriendo, que comenzaba a disfrutar de aquella franqueza de Angel al estilo de «yo no me ando por las ramas».

– Eso parece.

Ella asintió con parsimonia.

– Y aunque intentaras que creyese lo contrario, ¿dices que es mutua?

– Como has visto, sí.

Cooper seguía sonriendo. Había tenido razón; el deseo era controlable, ella era controlable.

Angel volvió a asentir, aunque, de repente, se quedó inmóvil y abrió mucho los ojos.

– ¡Eh, espera un momento! Se me ocurre que como has dejado de ser objeto de mi trabajo periodístico… -Cooper sintió que su sonrisa se desvanecía-… no hay razón para que ahora no podamos satisfacer esa atracción, ¿no?

El plan perfecto de Cooper resultó no ser tan perfecto.


¡Hombres!

Angel maldecía a todos los miembros del género, incluso mientras se deleitaba en el aspecto desmayado que dejaba traslucir el rostro de Cooper. Lo tenía merecido por dedicarse a juguetear… con la verdad y con ella.

Como cualquier hombre, Cooper procuraba evitar que se conocieran los problemas de su salud, siempre y cuando pudiera. Los varones cimentaban su ego en la imagen y, a veces, eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de conservar indemne su armadura.

El primer marido de su madre, con una armadura especialmente brillante como miembro del Departamento de Homicidios de la policía de Oakland, era de los capaces de hacerlo casi todo. Durante años, Angel y su madre habían tenido que huir de él y de sus promesas de venganza si le contaban a alguien que había maltratado a su esposa.

Angel despejó sus pensamientos de recuerdos y se concentró en el hombre que estaba ante ella. Cooper no era el oficial Brendan Colley. Aun así, le desagradaba la indiferencia -la crueldad, casi- con que le había dicho lo de su dolencia la noche anterior.

«Está muerto», aquello se había limitado a decir Cooper, y a ella, como consecuencia, se le había formado una bola dura y fría en el estómago. No podía dejar que jugara con ella de aquella manera.

Apartándose el pelo de la cara, dio un paso desafiante para acercársele.

– En fin, ¿qué dices, Cooper? ¿Debemos seguir para ver adónde nos lleva esta pequeña… coincidencia?

– Yo, vaya… -tartamudeó él, metiéndose las manos en los bolsillos.

Angel no sentía la más mínima culpa por provocar en Cooper aquella evidente zozobra. Ja, ja. Ella ya se había sentido incómoda, estúpida incluso, cuando había admitido que él la atraía o, peor aún, cuando se había disculpado por ello.

Lo había hecho muy bien él, sí, y ella también por seguirle la corriente. Pero manejar a un hombre no era lo único que sabía hacer.

Con la determinación de salirse con la suya, se acercó a Cooper y le tocó con el índice uno de los botones de la camisa de algodón que llevaba.

– Vamos, dime algo.

Él observó el dedo como si fuera a pincharle por el solo hecho de respirar.

– Pues digo que no me parece una buena idea.

– Venga ya, si yo no muerdo. -Angel trazó una pequeña circunferencia alrededor del botón y, mientras tanto, le sonrió de un modo que consideró una perfecta combinación entre insistencia y coqueteo. Desde luego, respetaba las reticencias de Cooper, que llegaban a alegrarla, pero tampoco le importaba provocarle unos cuantos de los estúpidos sentimientos que él había causado en ella-. Al menos no desde el principio.

La expresión del hombre dejó de indicar alarma. ¡Vaya, tal vez no lo estaba haciendo tan bien como debería! Con tanto trabajo y tantos recelos, las relaciones físicas que había mantenido con hombres habían sido pocas y esporádicas y, por si fuera poco, hacía tres años que había decidido que el ardor de las noches no compensaba el aturdimiento de las mañanas.

Si no buscaba sexo -y jamás lo había pretendido-, ¿qué sentido tenía todo aquello?

Cooper colocó la mano sobre la de Angel y se la apretó contra el pecho.

– ¿Qué juegos son estos, Angel?

– No es ningún juego -repuso ella, intentando distraerse de la calidez que emanaba del cuerpo del hombre a través de la camisa, intentando que su calor y su cuerpo no la distrajeran.

En teoría, estaba en el momento de la revancha, de recuperar el control, y no en el de ceder otra vez al ímpetu e irrelevancia del deseo.

Angel alzó la mano que tenía libre y empezó a juguetear con las puntas del desordenado cabello de Cooper.

– Pero podría ser divertido, ¿no crees?

Cooper entrecerró los ojos y le apretó la mano.

Ella intentó tomar aire, pero le parecía que tenía los pulmones ya colmados. Calma, Angel, respira.

– Podríamos… -Angel carraspeó con la pretensión de que su voz sonara más firme y confiada. Cuando era una niña asustada y sola, las fanfarronadas siempre le habían servido de mucho-… podríamos empezar con un beso.

Notó que el pulso de Cooper se aceleraba.

– No…

– A no ser que tengas miedo.

¡Sí, Cooper, ten miedo! Deseaba que lo tuviera, que se retirase y admitiera que ella había ganado y no volviese a infravalorarla.

– ¿Miedo? -La voz de Cooper se endureció-. ¿Cómo podría tener miedo de una mujer a la que parece que le vayan a poner un gorrito y colgarla del árbol de Navidad?

Entonces la mano libre del hombre la rodeó por detrás y la atrajo hacia él. Las bocas de ambos se encontraron.

El adorno navideño que al parecer era Angel se encendió como si lo hubieran conectado a la corriente. Qué barbaridad. Estaba ardiendo, tanto que abrió los labios para que la lengua del hombre la inundara; y la inundó, pero en forma de marea cálida, que le recorrió todo el cuerpo. Angel hundió las manos en sus cabellos y lo indujo a inclinarse más hacia ella.

Cooper extendió el brazo alrededor de la cintura de su compañera y la alzó para que se pusiera de puntillas y se acercara más a él. Angel comprobó que aquel cuerpo que ya había visto era espectacular, aunque en aquel momento podía sentirlo: sólido contra su suave consistencia, adaptándose perfectamente al hueco que ella le ofrecía, y así se deleitó en aquel amplio pecho para sentir su quejido a través de la mano que todavía cubría su corazón.

Necesitada de la esbelta musculatura y la piel hirviente que se le revelaba, Angel utilizó la mano para recorrerlo en detalle; la curva de los hombros, los bíceps, el muro de granito que era su espalda. Era todo músculo tenso y piel cálida, y ella parecía no tener suficiente de él.

Su boca se deslizaba alrededor de su rostro y después hacia el cuello, donde recorrió con la lengua la incipiente barba y degustó el áspero sabor del hombre. Estaba sostenida tan solo por los brazos de Cooper, y aun así le busco el cuello y paladeó su sabor penetrante y masculino escondido en la piel sin afeitar, y, cuando los labios de ambos volvieron a coincidir, se abandonó a él para absorber su sabor y su cuerpo.

Qué deliciosa languidez, pensó Angel, incrementando la laxitud de los labios para permitir el embate, y solo él puede despertarme.

La idea, la certeza de lo que estaba ocurriendo, barrió de repente la neblina embriagadora. Ella se apoyó en Cooper para apartarse de él y, dando un paso atrás, se deshizo de su abrazo.

Ambos se miraron, y Angel agradeció que él estuviera tan perturbado como ella.

– ¿Qué demonios acaba de ocurrir? -inquirió Cooper, que cortó el aire con la mano-. Pero ¿qué es lo que acaba de pasar?

La venganza de Angel, su revancha, su contraataque, su manera de aclarar las cosas entre ellos. Vaya, él la echaría de la cabaña a carcajadas si le dijera algo así.

– Error mío -admitió Angel pasándose las manos por la cara para disimular el temblor.

Aunque le reventara admitirlo, había sido ella la que lo había subestimado. Para digerir aquellos pensamientos, se llevó a la boca las yemas de los dedos y, como notó que aún ardían, las apartó.

Mientras, él la miraba con fijeza.

– Yo… lo siento. -Tras decírselo, Angel fue hasta la puerta, la abrió, y estaba a punto de marcharse cuando él por fin habló.

– Yo también, Angel -dijo-, yo también.


A Angel le hicieron falta varias horas para recomponerse. Sin embargo, cuando empezó la tarde, decidió aventurarse en el bosque que rodeaba el complejo e inspeccionar el agreste paraje, aunque con nuevos ojos. Su última comida había consistido en un bocadillo de tofu y brotes, bastante poco apetecible, así que las quejas del estómago la obligaron a considerar qué partes de la floresta eran comestibles.

Mientras caminaba pisó una pequeña corriente de agua e interrumpió la paz de una rana, la cual saltó y se ocultó detrás de un helecho. Desde su escondite, el animal la miraba con temor. Esto sabe a pollo, juzgó Angel, tras efectuar un examen de la regordeta criatura. Había comido ancas de rana en una ocasión, cuando había estado viviendo en París con su madre.

Con cautela, dio un paso para acercarse.

¡Dios mío! Detuvo de súbito su avance y el de la imagen insoportable de un trozo de carne en suave salsa de vino blanco acompañado de una sabrosa guarnición de patatas con ajo y mantequilla.

– No voy a hacerte nada, mujer -le aseguró a la rana.

Al menos, por ahora.

– Es este lugar -murmuró.

Despertaba en ella los impulsos más extraños: hacía siglos que no deseaba a un hombre y nunca antes había pretendido cazar con el propósito de alimentarse. No sabía cuál de las novedades era más preocupante.

Se puso en movimiento siguiendo el olor y el sonido del mar, con la idea de pasar un rato reparador en el lugar que Katie le había enseñado el día anterior.

Sin embargo, no pudo encontrar el camino y tuvo que ir campo a través. Cuando llegó al lindero del bosque, el sol apenas se alzaba sobre el horizonte y el sitio ya estaba ocupado.

Cooper y Katie estaban allí sentados, en silencio y dándole la espalda. En un primer momento no quiso moverse, pues se trataba de una bella escena con el crepúsculo como telón de fondo. El pelo de Cooper flotaba en el viento y su hombro rozaba a la niña, que se rodeaba con los brazos las piernas flexionadas. Angel miró hacia el fondo, al cielo.

El sol perdía altura y la brisa cesó. Se hizo un silencio en el que Angel pudo distinguir la voz de Katie.

– Mamá quiere que mañana vuelva al colegio.

– ¿Y tú crees que estás preparada? -dijo Cooper sin moverse.

La niña se encogió de hombros, lo cual, como era una adolescente, podía obedecer a los motivos más variopintos.

Estaban de nuevo callados y el mar se calmó tanto que Angel empezó a pensar que no podría marcharse de allí sin que advirtieran su presencia. Por eso se quedó donde estaba, rodeada por el aroma de los pinos y el aire salado.

Cooper se pasó una mano por los cabellos, demostrando la frustración que sentía, y Angel adivinó la pregunta que le estaría rondando en la cabeza, la misma que su madre le había hecho a ella en un sinnúmero de ocasiones: «¿Estás bien?» Ocurriría de un momento a otro.

Y Katie contestaría del único modo en que podía contestarse aquella pregunta, que era dar la respuesta que quien se la había hecho esperaba oír.

En vez de sollozar, gritar, o cargar contra su destino, la niña contestaría con las palabras que Angel había pronunciado tantas y tantas veces: «Estoy bien».

Cooper volvió a repetir el gesto de la mano en los cabellos.

– Es una mierda, Katie, una mierda.

Angel y Katie dieron un respingo al mismo tiempo. La niña suspiró sin mirar a su tío.

– No, no. Estoy bien -le aseguró de inmediato-; de verdad.

Aquello, expresado con tan poca emoción y en tono monocorde, hizo que Angel lamentara haber tenido razón.

– Yo también estuve así de bien -le dijo Cooper mientras le acariciaba la cabeza-, tan bien como estás tú, y sigue siendo una mierda.

Angel se resintió por la angustia que aquellas palabras denotaban, y aún más cuando Cooper rodeó a la muchacha por los hombros, pues la niña, pese a no protestar, tampoco se abandonó al cariño que se le ofrecía.

La imagen evocó en la memoria de Angel a Cooper, el día del funeral, abrazando a su sobrina y a su hermana, una actitud que entonces, entendiéndola como símbolo de la ayuda de un hombre que a ella le faltaba, le había sentado mal. Pero en aquel momento sentía pena por Katie, pues la muchacha no quería ni podía aceptar el consuelo de su tío.

Las niñas pequeñas necesitaban a alguien que las protegiese del peligroso y ancho mundo.

Angel no pudo oír el suspiro de Cooper aunque sí advertir que sus hombros se elevaban lentamente para después caer.

– Bueno, al menos, el atardecer está precioso, ¿verdad? -opinó el hombre, revolviéndole el pelo a la niña-. A veces es lo único que nos queda, así que más vale disfrutarlo.

Angel sintió que se le hacía un nudo en la garganta y el viento le golpeó en los ojos aun a pesar de los rizos que los ocultaban. Era el momento de salir de allí y ella lo sabía. Estaba estancada, lo estaba desde su llegada a Tranquility House.

Con todo el sigilo de que fue capaz, se puso en marcha y se encaminó a su cabaña y, una vez allí, elaboró una lista con las preguntas que le haría a la madre de Katie en la primera entrevista del reportaje. A pesar de haber creído dedicar los dos días de que había dispuesto a inspirarse con el ambiente, lo cierto era que se había limitado a posponer el encuentro con la viuda. Y esa inoperancia había dado como resultado la difícil relación que había iniciado con Cooper y la incómoda empatía que la niña le inspiraba.

Angel se enderezó. Si la madre de Katie pensaba que su hija estaba en condiciones de reincorporarse al colegio, entonces la madre de Katie debía de estar preparada para hablar de Stephen Whitney. Además, le había dado permiso, quería que Angel se ocupara del reportaje.

La verdad los liberaría a todos.

Así que, visto lo visto, era momento de dejar a un lado a escrúpulos, sexo y hermanitas, entre otras cosas porque hasta el momento solo le habían supuesto problemas. ¿Qué haría Woodward?

Woodward seguiría con el reportaje y, después, con su camino.

Загрузка...